POR QUÉ VOLVER A LEER A KANT, HOY (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 22 de abril de 2024)

Kant, un hombre de Derecho

Estamos acostumbrados a imaginar a Kant como el pensador ilustrado que pone las bases de la emancipación mediante la razón, la crítica; también, como el filósofo que asienta principios básicos de una ética universal y racional. Son dos rasgos abundantemente glosados con ocasión del tercer centenario de su nacimiento, que se cumple hoy, 22 de abril, y que hacen de 2024, en todo el mundo, el Kant-Jahr, el año de Kant (con permiso de Kafka). Pues bien, modestamente, quiero proponer al lector que considere otro aspecto de la obra de Kant en el que se ha incidido menos, el que sugería Jean Lacroix cuando le definió como “un hombre de Derecho” y que muestra la actualidad de su filosofía jurídica y política.

Créame el lector: nada más cierto, ni más pertinente en este momento. que la preocupación de Kant por el Derecho, que desemboca en un Derecho cosmopolita, garantía de esa federación de repúblicas que aseguraría la paz perpetua. Y estoy convencido de que es precisamente su preocupación por garantizar la libertad y la paz a través del Derecho (el aspecto de su legado que recogió en buena medida el gran jurista Kelsen), lo que hace rabiosamente actual a Kant. Lo es, en un contexto tan dilemático y atribulado como el nuestro, marcado por el retorno a un discurso belicista que subraya la ineficacia de una comunidad y de un orden internacional como el onusiano (heredero de las propuestas kantianas), incapaz de encontrar una voluntad política común que ofrezca respuesta eficaz a lo que parece el eterno retorno de la guerra. Esa incapacidad, ese sentimiento de impotencia ante las imágenes de destrucción en Ucrania y Gaza, ha dado alas a un pragmatismo bajo el que resurge, más o menos descarnado o encubierto, una nueva ola de belicismo.

Por eso, aunque siempre hay muchas buenas razones para volver a leer a Kant, la que propongo es la validez de ese propósito que preside la última etapa de su obra, de carácter marcadamente filosófico jurídico y político. Como pretendo recordar, en sus últimos años Kant reivindica el papel central del Derecho para garantizar esos dos objetivos que consideraba fundamentales, la libertad y la paz. Es lo que desarrolla en dos trabajos capitales de esa última etapa: el panfleto sobre La paz perpetua (1795), en el que explora las soluciones para superar la guerra, y la Metafísica de las Costumbres (1797), cuya primera parte está dedicada a la Doctrina del Derecho, una indagación de carácter filosófico jurídico, nada abstracta, muy vinculada a los cambios trascendentales que se vivían en las últimas décadas del XVIII, marcadas por las revoluciones americana y francesa y también, claro, por la omnipresencia de la guerra.

Hobbes y Kant: un antagonismo simplista

Es evidente el peso que tienen en nuestra vida y en nuestra visión del mundo las dos guerras lque se libran en Ucrania y Gaza. Ambas, dominadas a su vez por esa niebla de la guerra de la que se sirven cada vez más los contendientes para manipular la realidad, mucho más allá de lo que teorizó von Clausevitz cuando acuñó la expresión.

Un ejemplo de ello es, a mi juicio, cómo se ha presentado el lanzamiento de drones y misiles desde la república fundamentalista islámica de Irán contra territorio de Israel, información que en la mayoría de los medios apenas hace referencia a que se trata de una respuesta del régimen totalitario de los ayatollah frente a la destrucción previa por Israel de su consulado en Damasco, que causó la muerte de trece personas, entre ellos su cónsul y el jefe del servicio de inteligencia y otros altos mandos de la Guardia revolucionaria iraní que asesoran al régimen sirio. Un ataque de ese tipo, evidentemente, constituye una agresión a los principios básicos de soberanía y respeto a las sedes diplomáticas, mucho más grave que la entrada de la policía en la embajada de México en Quito, que suscitó con toda justicia la prácticamente unánime condena internacional. Algo que he echado de menos en la mayoría de las informaciones que publicaron la noticia de ese golpe de Israel en Damasco.

Pues bien, la niebla de la guerra sobrevuela las razones de ese ataque, de la respuesta de Irán y de la contrarespuesta de Israel. Me parece interesante pensar en las razones del primer ataque de Israel (más allá de acabar con la cúpula de la inteligencia militar iraní en Siria) y en las características y consecuencias del ataque iraní -quizá también prevista por el gobierno israelí, cuando destruyó el consulado de Damasco-, neutralizado eficazmente por los sistemas israelís de defensa, con colaboración, entre otros, de los EEUU y Jordania. Lo cierto es que, pese a la enorme dimensión cuantitaviva del ataque iraní, quizá fue en realidad una respuesta calculada, pensando más en la imagen de fuerza del régimen y no tanto en causar daños relevantes (lo que sería una prueba del realismo de ese régimen, como ha argumentado Sami Nair, https://elpais.com/opinion/2024-04-15/el-realismo-irani.html). En todo caso, lo que parece evidente es que la respuesta de Irán ha devuelto al gobierno de Israel un apoyo internacional que perdía a chorros y ha actuado como pantalla para continuar con su programa de destrucción implacable en Gaza y su horrible coste para la población civil palestina: un éxito derivado de su ataque en Damasco. Y todo ello, mientras asistimos casi indiferentes a las otras guerras, que no afectan tan directamente a nuestros bolsillos.

Pero volvamos a las razones del interés de leer a Kant en nuestro contexto inmediato. Parecería que estas dos guerras en Ucrania y Gaza han vuelto a decantar del lado del belicismo el delicado equilibrio entre principios y pragmatismo en las relaciones internacionales,. Me refiero a que hoy parece imponerse una versión radical de la tradicional reivindicación del pragmatismo (“realismo”) como condición del buen gobernante: me refiero a la concepción expresada, por ejemplo, en la metáfora admonitoria atribuida a Bismarck, sobre la necesidad de evitar el idealismo propio del político que sólo se pertrecha de principios para realizar su tarea, a quien el canciller de hierro compara con el ingenuo que se adentra en un bosque infestado de ladrones, con un palillo entre los dientes. Una versión radical que inspiraba, por cierto, la pragmática concepción de Kissinger -continuada por la muy influyente Madeleine Allbright- acerca de la prioridad de disponer de una posición de fuerza en las relaciones internacionales y ejecutarla, al precio que fuere.

Los partidarios del nuevo pragmatismo nos dicen que debemos abandonar el wishfull thinking y reconocer que, a la hora de la verdad, ni la diplomacia, ni las normas del Derecho internacional, ni ninguna autoridad superior (esto es, la fuerza de la razón jurídica y política, la fuerza del Derecho) nos protegerán frente a la razón de la fuerza. Sólo ser capaces de oponer una fuerza mayor -la amenaza verosímil de recurrir a ella- nos ofrece esa garantía. Ergo, ante las amenazas de Putin, sólo cabría confiar en la existencia de esa amenaza mayor, una capacidad de respuesta bélica superior a la de Putin (sobre ello, https://lucasfra.blogs.uv.es/2022/10/22/la-delgada-linea-entre-realpolitik-y-belicismo-el-del-alto-representante-borrell-version-corregida-y-ampliada-del-articuo-publicado-en-infolibre-el-19-de-octubre-de-2022/#comment-280). Hoy, buena parte de los gobernantes europeos (de Donal Tusk y Kaja Kallas, a von der Leyen y, en alguna medida, el propio Borrell) multiplican las advertencias a los ciudadanos europeos para que seamos conscientes de que vivimos en situación prebélica y debemos armarnos para poder esgrimir esa amenaza. Cuanto más, mejor.

¿Y qué tiene que ver todo esto con leer a Kant? Pues resulta que, en el marco de este regreso a la guerra como horizonte existencial, hay quien ha hablado de una nueva victoria del momento hobbesiano sobre el kantiano, acudiendo a lo que, a mi juicio, es una tan fácil como simplista contraposición entre estos dos gigantes del pensamiento. En efecto, suele presentarse a Kant como el gran contrapunto de Hobbes, precisamente a propósito de la guerra y de la paz. Pues bien, con el desmentido que suponen estas guerras -la omnipresencia de la guerra, se diría, más bien- para al idealismo kantiano, los pragmáticos se cobrarían una nueva y contundente victoria sobre los ingenuos pacifistas.

A mi juicio, si leemos a ambos pensadores con un poco de detenimiento, más allá de los tópicos, matizaremos la contraposición. Sobre todo porque Kant no es en absoluto un ingenuo idealista encerrado en su torre de marfil: el gran filósofo alemán, un voraz lector de las noticias de todo el mundo, no se aleja del modo de concebir la guerra como nuestro horizonte existencial que propone Hobbes, sino que la comparte, aunque llegado un momento se pone a la tarea de ofrecer una respuesta a esa realidad; una respuesta muy distinta de la de Hobbes (el gran Leviathan): la necesidad de superar ese destino fatal, mediante el Derecho y la federación de Estados, en aras de otra manera de entender la paz, distinta de la paz de los cementerios o de la seguridad -la tranquilidad del orden- que impera en los calabozos..

Kant, como Hobbes, explica que, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos, la guerra es algo natural, un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad (no tan lejos de lo que luego sostendrá Hegel). Esas tesis se encuentran en su ensayo de 1784, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, o en el de 1786, Probable inicio de la historia humana. Pero Kant, como decía, era un ávido lector y observador de cuanto acontecía en el mundo. Por eso, como han explicado muy bien -entre otros- los profesores Roberto Rodríguez Aramayo y Teresa Aguado, su concepción de la guerra experimenta una profunda transformación cuando, siempre atento a la realidad internacional, tiene noticia de los acontecimientos que darán lugar a la Paz de Basilea de 1795: me refiero a los dos tratados firmados en esa ciudad suiza por la recién nacida República francesa y el reino de España, que ponen fin a la denominada “guerra de la Convención”, el frente pirenaico de la coalición de las monarquías europeas contra el régimen revolucionario francés, un acuerdo forzado en buena medida por la ruina económica que causaba en la monarquía española. Es cuando Kant decide escribir La paz perpetua. Un diseño filosófico, el trascendental opúsculo en el que sentará las bases de su proyecto jurídico y político con el que trata de transformar ese horizonte inevitable de la guerra. La guerra, sostendrá Kant, es un grave obstáculo para el progreso moral de la humanidad. Por eso, sin negar su realidad, el hecho de que se trata de una constante histórica, propone su prohibición, como un imperativo de la razón práctica: debemos prohibir el recurso a la guerra porque, de no hacerlo, estaríamos yendo en contra de nuestra propia condición de humanos.

Ese es el legado de Kant que me interesa subrayar. Tal y como argumenta, por ejemplo, la profesora Aguado, Kant sienta así las bases jurídicas, éticas y políticas para una filosofía cosmopolita de las relaciones internacionales, basada en el Derecho, a su vez, cosmopolita. Esas bases se pueden resumir en una nueva formulación del Derecho de gentes y una teoría de la gestión de relaciones pacíficas entre los Estados, a través de un federalismo internacional. Sus ejes son la garantía de la paz y del respeto de los derechos humanos, en el marco de lo que con Habermas podríamos denominar una esfera pública y, junto a ellos, la propuesta de una sociedad civil global, garantizada por un Derecho cosmopolita. Por eso, para Kant, lo que podríamos llamar un Estado cosmopolita de Derecho, aunque sería más exacto denominarlo <Federación cosmopolita de Repúblicas>, que es lo que imagina Kant, no puede no ser sino un Estado de paz, en el que ninguna guerra debe ser permitida. De ahí que, como se ha escrito, el núcleo de las tesis de Kant sobre guerra y Derecho se puede resumir en estos términos: donde impera el Derecho no puede haber ninguna guerra y donde hay guerra no cabe el imperio del Derecho. Kant, por cierto, nunca llegó a imaginar el Derecho internacional humanitario, que trata de autodisciplinar la guerra.

Un matiz: espero que cuando sostengo la validez de las propuestas kantianas sobre la exigencia prioritaria de la paz a través del Derecho y del modelo de negociación multilateral para tratar los conflictos, en el marco de una federación de Estados, se me conceda desde el lado de los pragmáticos que no postulo la estupidez de prescindir de la política de defensa. Mi reflexión se encamina a una prudente interpretación del manido lema de los Epitoma rei militaris de Vegetius, un clásico de los estudios militares que, frente a la interpretación habitual, no ordena taxativamente prepararse para la guerra si uno quiere la paz (si vis pacem, para bellum). Su apotegma es bastante menos asertivo: igitur, qui desiderat pacem, praeparet bellum, esto es, “por tanto, quien deseara la paz, debería prepararse para la guerra”.

Lo que propongo, con Kant y con el kantiano Kelsen que escribe La paz a través del Derecho, pero también, desde luego, con Gandhi y con el Mandela que sale de la cárcel tras haber sostenido la lucha armada y se transforma en defensor de la negociación con el enemigo, no es la simpleza de prescindir de la política de defensa y transformar en arados las espadas. Se trata más bien de recordar que armarse hasta los dientes, amenazar con guerra sin cuartel, no es la vía aúrea para la paz: hay que entender el manido lema de Gandhi según el cual la paz es el único camino. A mi juicio, su significado es que, para lograr la paz, lo prioritario no es tanto amenazar al enemigo con un arsenal mayor, sino trabajar en las condiciones de la negociación, del arreglo pacífico sometido a las reglas de esa concreción de lo que Kant llamaba Derecho cosmopolita que son las normas y la jurisprudencia propias de la legalidad internacional. Y que ello no obsta para exigir responsabilidades a quienes violen las normas del Derecho internacional humanitario en el curso de la guerra.

El Derecho, piedra angular de la obra de Kant

Pues bien, ese Derecho cosmopolita que propone Kant encuentra su armazón teórica en la referida Doctrina del Derecho, a la que, como he recordado, dedica la primera parte de su gran obra final, la Metafísica de las Costumbres y que nos muestra a Kant como un hombre de Derecho, como decía Lacroix.

Y aquí viene mi recomendación al lector, que no es otra que sugerir que lea las penetrantes páginas del ensayo con el que Manuel Jiménez Redondo introduce la magnífica edición de la Metafísica de las costumbres que se acaba de publicar en castellano, traducida por él mismo, y que lea asimismo el sustancioso prólogo escrito para esa edición por nuestro añorado Tomás Vives.

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El profesor Jiménez Redondo, en efecto, explica cómo en este ensayo, centrado en la discusión sobre las relaciones entre Derecho y ética y en el que Kant rehace los conceptos y principios de su filosofía jurídica, ética y política, Kant está profundamente marcado por el impacto que en él ha provocado la revolución de 1789, cuyos acontecimientos sigue con muchísima atención y muy concretamente por el debate en torno a los principios que inspiran la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano». De manera tan brillante como convincente, Jiménez Redondo hace ver que la Doctrina del Derecho no es otra cosa sino un análisis de esa Declaración de derechos de 1789, a la que convierte en una teoría del Derecho perfectamente articulada, basada en la libertad.

El Derecho que nos presenta Kant es un orden esencialmente tripartito, que parece particularmente adecuado en este momento de nuestra existencia marcado por la experiencia de la globalidad, por la conciencia de que formamos parte de una casa común, la Tierra y, por tanto, por la conciencia creciente acerca de que la interrelación, la interdependencia de esa morada y todos los que la habitan -no sólo los seres humanos, añadimos hoy- exige la garantía de un orden efectivo de Derecho. Un orden compuesto por el Derecho de los Estados de Derecho, el Derecho que ha de regular las relaciones entre los Estados de Derecho y el Derecho que exige la red cada vez más densa e inextricable de relaciones cosmopolitas; «si falla una de estas tres partes, necesariamente tienen que fallar las otras dos”, escribe Kant.

El siglo XXI parecía haber dejado atrás la catástrofe de un orden internacional como sistema de Estados conformado con arreglo a la relación amigo-enemigo, como proclamó también el fin de la historia, al entender derrotado el modelo de socialismo de Estado, y el final del orden de la posguerra. Pero lo cierto es que pronto hemos comprobado que no se ha abierto un orden multilateral basado en la negociación y el imperio de la legalidad internacional.

Para salir del atolladero en el que nos encontramos, creo que el Kant radicalmente ilustrado de la Doctrina del Derecho y de La paz perpetua, vuelve a aparecer hoy como referente ineludible. Como lo ha sido para los principales teóricos del último tercio del siglo XX, que buscan asentar las bases de un orden justo en las relaciones internacionales, como Rawls o Habermas. Más en concreto, si pretendemos un orden internacional que no renuncie a ser justo por ser eficaz, me parecen irrenunciables las tres propuestas de Kant, en parte matizadas por Kelsen, como ha explicado mi compañera, la profesora Cristina García Pascual: un Derecho <cosmopolita> dotado de Tribunales de justicia con capacidad sancionadora, un orden multilateral bajo la forma de federación de Estados (no de un Estado o imperio mundial), y la paz como valor superior, tal y como enunciara la Carta de las Naciones Unidas.

Quiero concluir. Como muestra de esa actualidad de Kant, no me resisto a transcribir un rasgo de la aportación de Kant sobre el que escribe Tomás Vives en su prólogo: “Kant postula un derecho de ciudadanía mundial del que se desprende como mínimo el derecho de hospitalidad”. Y cita a Kant: “No se trata aquí de un derecho por el cual el recién llegado pueda exigir el trato de huésped –que para ello sería preciso un convenio especial benéfico que diera al extranjero la consideración y el trato de un amigo o convidado–, sino simplemente de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste: el derecho a presentarse en una sociedad”. Por eso, concluye Vives: “Ese derecho se funda en la común posesión del suelo de la tierra. Estas ideas van ya mucho más allá de los postulados actuales de los Estados liberales de Derecho y contrastan con el inaceptable trato que recibe la emigración. Lo que sigue a ese punto de partida es la igualdad postulada de todos los pueblos en el marco de un Derecho público universal. Es decir, en el marco de un Derecho público cosmopolita común a todos y aceptado por todos como garantía de la paz perpetua. Ese objetivo está muy lejos; pero el día que se lograse, el mundo se hallaría en una situación mucho mejor que la actual para todos los individuos y se habría asegurado la paz perpetua. Tender a ese objetivo, por dificultoso que sea, es para Kant una obligación”. A pocos días del, a mi juicio, fallido pacto europeo de inmigración y asilo, estas palabras continúan siendo un aldabonazo.

Por eso, si queremos celebrar a Kant, si queremos entender por qué vale la pena leerlo, sugiero comenzar por leer esas páginas introductorias de los profesores Vives y Jiménez Redondo sobre el gran proyecto de Kant, el Derecho cosmopolita, al servicio de la libertad y de la paz. Creo que, si algún lector me hace caso, me lo agradecerá.

NUESTRO WATERLOO. Sobre el Pacto europeo de migración y asilo (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 15 de abril de 2024)

La Europa que naufraga

Pido al lector mil excusas por la autocita: en el año 2015, con motivo de los peores naufragios de barcazas de inmigrantes y demandantes de refugio registrados en las costas europeas, concretamente en Lampedusa, que provocaron el inolvidable reproche de su alcalde, Giusi Nicolini, a los mandatarios europeos que acudieron al funeral colectivo con sus lágrimas de cocodrilo (“sólo espero de Vds que me digan cuánto tengo que ampliar nuestro cementerio”), publiqué un libro con el título “Mediterráneo: el naufragio de Europa”, porque entendía que, en esas tragedias  que viven miles de personas que tratan de llegar a Europa, no sólo naufragan ellos, sino también nosotros, los europeos. Es verdad que podría haber utilizado otras metáforas, como la que encabeza este artículo, que tomé en su día de la que usó la ecologista y exministra Cécile Duflot para pedir al presidente Hollande que hiciera frente a lo que ella consideraba el “Waterloo moral” que se cernía sobre Francia y toda Europa a propósito de la inmigración, (https://www.infolibre.es/opinion/columnas/naufragios_1_1114653.html). Un Waterloo moral, jurídico y político, que puede concretarse en las próximas elecciones europeas

Pues bien, lo que trato de argumentar es por qué el nuevo pacto europeo de migración y asilo, a juicio de muchos de nosotros, nos acerca un paso más a ese riesgo de naufragio del Estado de Derecho, de la solidaridad, del sentido común que, frente a la miopía del cálculo electoralista, nos hace ver que lo que hacemos a esos otros se volverá contra nosotros, a medio, antes que a largo plazo. Es la vieja verdad enunciada en una de las sátiras de Horacio: quid rides? mutato nomine, de te fabula narratur. La misma que usó Marx en el prólogo dela edición de El capital, dirigida a los obreros alemanes:, para hacerles ver que aunque creyeran que no les concernían historias de los obreros ingleses, no había diferencia: hablaban también de y para ellos. Pensamos que sólo los otros emigran o buscan refugio, sin ser conscientes de que eso son nuestras propias historias.

Para analizar el pacto europeo, conviene recordar que, frente a lo que esa denominación genérica parece sugerir (un documento único), se trata de un conjunto muy complejo de instrumentos normativos, que vienen debatiéndose desde 2020. Hablamos de nueve reglamentos: las nuevas normas que rigen las situaciones de crisis migratoria y de fuerza mayor, el reglamento de gestión de asilo e inmigración (que es una renovación -que no una sustitución- del reglamento de Dublín), el nuevo reglamento de control de las personas que intenten entrar en la UE, el procedimiento común de asilo, las normas uniformes para el asilo, el nuevo marco de asentamiento de refugiados, las condiciones de acogida de los refugiados, la nueva agencia europea de asilo y la actualización de las bases de datos europeas de huellas dactilares (https://www.consilium.europa.eu/es/policies/eu-migration-policy/eu-migration-asylum-reform-pact/). Llegar a acuerdos sobre tantos elementos es una tarea de enorme dificultad, a lo que hay que añadir la diversidad de intereses de los diferentes Estados europeos a la hora de gestionar los diversos flujos migratorios que reciben.

A partir del segundo semestre de 2023, en que la obtención del Pacto quedó fijado como uno de los objetivos prioritarios de la presidencia española del Consejo de la UE. Somos muchos los que ya señalamos los riegos y dificultades, siguiendo los nefastos precedentes sentados por el gobierno danés o el del Reino Unido (por ejemplo, https://lucasfra.blogs.uv.es/2023/06/03/la-presidencia-espanola-de-la-ue-y-el-pacto-europeo-para-una-politica-de-migracion-y-asilo-una-empresa-desesperada-conferencia-de-clausura-de-la-xv-edicion-del-master-interuniversitario-de-m/). Con motivo de la aprobación del pacto, in extremis, por el Consejo de la UE, en diciembre de 2023, las críticas se centraron en los riesgos para las garantías de derechos de los inmigrantes y, en grueso, para el derecho mismo de asilo, como por ejemplo en este llamamiento de ACCEM (https://www.accem.es/preocupacion-pacto-europeo-migracion-asilo-la-falta-vias-legales-seguras/), en el comunicado de Save the Children, que subrayaba los riesgos del pacto para los derechos de los menores inmigrantes y refugiados (https://www.savethechildren.es/notasprensa/el-nuevo-pacto-de-la-ue-sobre-migracion-y-asilo-normaliza-las-violaciones-de-derechos-y), o este de Cáritas (https://www.caritas.es/noticias/un-nuevo-pacto-europeo-de-migracion-y-asilo-que-refuerza-fronteras-y-rompe-puentes/?gad_source=1&gclid=Cj0KCQjw2uiwBhCXARIsACMvIU24pBQdqoAdsCHpPf1cBuaeQoLgkCQEKQCASJS-g_8gVT9VEi54g1caAqD3EALw_wcB).

Luego, en el primer trimestre de 2024, y en vísperas de la discusión en el Parlamento que culminó con su aprobación en la votación celebrada el día 10, más de ciento sesenta ONGS europeas, entre las que se encuentran las más importantes en el campo de migraciones y asilo, publicaron un manifiesto subrayando sus déficits y solicitando que se corrigieran, bajo el lema común de exigir “Un pacto con derechos” (https://picum.org/blog/81-civil-society-organisations-call-on-meps-to-vote-down-harmful-eu-migration-pact/). Sobre cómo se produjo la votación, las declaraciones de los ponentes de cada uno de los reglamentos (entre lo que por cierto se encontraba el político ultraderechista español Jorge Buixadé, ponente del reglamento sobre datos biométricos), y la estrategia de los diferentes grupos parlamentarios (particularmente interesante la estrategia del grupo que depende de Giorgia Melloni), que no pudo mantener la férrea disciplina de voto, pues se produjeron votos disidentes, me remito a la excelente crónica del periodista de Mediapart Ludovic Lamant (publicada en Infolibre el 11 de abril (https://www.infolibre.es/mediapart/parlamento-europeo-aprueba-escasa-mayoria-polemico-pacto-migratorio-da-alas-ultraderecha_1_1763961.html).

En todo caso, antes de entrar en los argumentos que justifican esa conclusión, creo que hay que insistir una vez más en que nada perjudica más al debate público sobre las políticas migratorias y de asilo que repetir estereotipos que simplifican un asunto que, como he reconocido, tiene una extraordinaria dificultad. Máxime en un contexto tan polarizado ideológicamente como el europeo (el mundial, en realidad), aunque se haya producido algún dato esperanzador, como la muy mayoritaria admisión a trámite -que, ni de lejos, supone su aprobación- de la iniciativa legislativa popular para la regularización de inmigrantes, alcanzada en el Congreso el pasado 9 de abril (https://www.congreso.es/es/notas-de-prensa?p_p_id=notasprensa&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_notasprensa_mvcPath=detalle&_notasprensa_notaId=46633). Por eso, conviene evitar hipérboles y dramatizaciones: ni la conspiración del “reemplazo demográfico” y el apocalipsis de la delincuencia imparable que traería consigo la inmigración, ni tampoco la ingenuidad o el buenismo irresponsable que ignoran la dificultad de los retos que plantea la gestión de la movilidad humana.

Pues bien, desde el realismo, sí, pero con tanto rigor en los datos (empezando por los demográficos, que acreditan la tesis del envejecimiento europeo y la dificultad de sostener nuestro modelo de Estado de bienestar) como con claridad y firmeza en los principios, creo que es preciso insistir en las razones por las que muchos de nosotros pensamos que este no es un buen pacto. No lo es en términos jurídicos y políticos. Pero es que ni siquiera es un pacto realista y, aún peor, va a desempeñar un papel nefasto de cara a las elecciones europeas de este mes de junio, en la que todos nos jugamos tanto en términos de la política que nos importa de verdad, aunque algunos prefieran seguir reduciendo la política al intercambio de twitters sobre el <y tú más> de carácter doméstico y a su escenificación teatral en las sesiones de control en el Parlamento.

Una vez más: la garantía de los derechos no es una opción, como parece propiciar el Pacto.

Me parece difícil de discutir que el objetivo de garantizar los derechos como condición del Pacto se ha visto truncado, aunque, para ser rigurosos, aún falta una etapa muy relevante y nada fácil, la aprobación por cada uno de los Estados miembros, algo que no es sencillo a la vista del rechazo a elementos clave de ese pacto, manifestado por algunos gobiernos, como los de Polonia y Hungría.

No cansaré al lector con la enumeración de los ejemplos que acreditan que los cinco reglamentos que componen el núcleo del pacto ponen en riesgo derechos humanos básicos. Le remito a los detallados argumentos que puede encontrar en los análisis e las principales organizaciones con experiencia e independencia probadas en materia de migración y asilo: así, el informe final sobre el pacto, publicado por el European Council on Refugees and Exile (ECRE) (https://ecre.org/wp-content/uploads/2020/11/NGO-Statement-Pact-Oct-2020-ES-FINAL.pdf), el de la red europea del servicio de jesuitas sobre refugiados (JRS) (https://sjme.org/wp-content/uploads/2024/04/2024.04.10-Joint-Statement-Pact-vote-ES.pdf), o, en España, el de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) (https://www.cear.es/wp-content/uploads/2024/04/Pacto-Europeo-de-Migracion-y-Asilo-retos-y-amenazas.pdf).

Lo que queda claro cuál es el aspecto más preocupante del pacto: la obsesión por priorizar el argumento del control de fronteras y optimizar la política de expulsiones de aquellos a los que ya hace muchos años Antonio Izquierdo calificó como “inmigración indeseada” y Bauman denominó los desechables, al explicar su crítica de la “industria del desecho humano”, en que a su juicio se había convertido la política migratoria. El pacto propicia la renuncia a mantener garantías elementales sin las que el Estado de Derecho se revela como un privilegio al alcance de los que se lo pueden pagar: el derecho a defensa, el derecho a un juez y a un proceso debidos y, desde luego, el derecho de asilo, que parece precipitarse hacia su vaciamiento. Se desdeñan así las muy prudentes recomendaciones de los pactos globales sobre migración y asilo, aprobados por la ONU en diciembre de 2018 tras los acuerdos de Marrakesh, que subrayaban la necesidad de lo que es un acuerdo básico de todos los agentes implicados: la necesidad de garantizar vías legales y seguras para quienes se arriesgan en sus proyectos migratorios o huyen en busca de refugio. Y quedan claras sus consecuencias.

La más obvia es la del recurso, una vez más, a la vieja política de externalización de la carga del control migratorio, a toda costa, aunque los socios de esa política sean gobiernos que desdeñan los más elementales derechos humanos (Libia, Túnez, Mauritania, y, sí, Marruecos…), a los que se compra, a base de acuerdos económicos que sólo benefician a sus élites corruptas (a las que contribuimos a corromper más aún), en lugar de a sus poblaciones.

Un argumento particularmente lesivo es la falacia de la distinción entre la llegada física y la llegada jurídica de los emigrantes y refugiados a territorios de soberanía europea, algo propiciado por la nefasta decisión de la Corte de Estrasburgo que dio cobertura legal (aunque no irrestricta) a la práctica de las devoluciones en caliente. Esto es una estratagema jurídica que contribuye a convertir a las fronteras en espacios de inseguridad jurídica, con un recurso arbitrario a las detenciones y expulsiones sin garantías elementales de derechos. Se privilegia un sistema carcelario (el arquetipo de los CIES) que además se pretende externalizar a terceros países, según el modelo de Dinamarca y el Reino Unido, y se refuerza son la profundización en la lógica de la malhadada directiva de retorno: todo por la expulsión.

Y por terminar con este resumen: el mecanismo de solidaridad a la carta, vacía la solidaridad y establece dobles raseros en torno a ese principio europeo, como los que comprobamos a propósito de la puesta en práctica por primera vez de la directiva de protección temporal para los desplazados de la guerra de Ucrania, una medida que no se ha extendido a los desplazados por ningún otro conflicto (claro: no son vecinos europeos). Se desdibuja así tanto la solidaridad hacia los no europeos, como la solidaridad entre los Estados europeos a la hora de distribuir las indiscutibles cargas de una respuesta coherente con la legalidad internacional en materia de asilo y protección internacional subsidiaria que, recordemos, es norma obligad para todos los Estados miembros. Ante la reiterada resistencia de no pocos socios comunitarios, se ha decidido que los gobiernos europeos podrán elegir entre cumplir con su obligación conforme a la legalidad internacional en materia de asilo, o burlarla, mediante un pago.

Por todo ello, este no es nuestro pacto. No es un pacto digno de los ciudadanos europeos, de los principios en los que creemos y por los que apoyamos el proyecto de la Unión Europea. No es un pacto digno de lo que debemos ofrecer -reconocer, negociar- con los inmigrantes que tratan de llegar a Europa y que son un indiscutible factor de complejidad, pero no menos indiscutible elemento de prosperidad para todos: ellos, y nosotros, los europeos. No es un pacto que nos sirva ante la confrontación que nos imponen las elecciones europeas, una disputa que se diría, más incluso que electoral, entre opciones políticas, civilizatoria, porque nos jugamos el alma de Europa.

La disputa por el alma de Europa

En términos políticos, el peor de los riesgos de este pacto es que, aunque se presente como un logro de lo posible, que permite una barrera frente a la extrema derecha (que, es cierto, ha votado en su contra), en realidad es la confesión de nuestra derrota, ante su mensaje simplificador sobre la respuesta a la inmigración y a la demanda de asilo. Este es un mensaje no sólo discriminatorio, xenófobo y racista, sino que niega los más elementales deberes y derechos propios de la legalidad internacional y europea, y de las constituciones de la inmensa mayoría de los Estados miembros. Un mensaje que ha comenzado a contaminar a buena parte de las filas conservadoras y liberales europeas y ante el que parecen claudicar también los partidos de la socialdemocracia. Todo ello en aras de asegurar réditos electorales, por la supuesta sangría de votos que producen los mensajes de defensa de derechos de los inmigrantes y refugiados. Una falacia que ignora que el elector siempre prefiere acaba prefiriendo el original al sucedáneo, como se ha demostrado reiteradamente. Si se trata de “firmeza” ante la inmigración, siempre son más coherentes las propuestas del Rassemblement National de Le Pen, que las del Rennaissance (ex En marche!) de Macron, o los restos de los socialistas franceses, por poner un ejemplo. La mayoría de los estudios que conocemos sobre el recurso a la fórmula de firmeza migratoria para contener la difusión de los mensajes racistas y xenófobos demuestran la ineficacia de esta estrategia (cfr. por ejemplo https://www.infolibre.es/politica/casos-estudios-reacciones-explican-pacto-migratorio-no-debilita-contrario-extrema-derecha_1_1763922.html). Frente a lo que aseguraba la comisaria Johansson, para defender el Pacto, «el pacto migratorio quita argumentos a la extrema derecha», lo cierto es lo contrario. En ese artículo de A Munárriz se recuerda, por ejemplo, el trabajo Las estrategias de los partidos mayoritarios y el éxito de los partidos de la derecha radical, de los investigadores Werner Krause, Denis Cohen y Tarik Abou-Chadi, en el que analizaron las estrategias partidistas y trasvases de voto entre 1976 y 2017 en 12 países europeos y que concluye que cuando los partidos conservadores adoptan los lemas de dureza ante la inmigración, ello no disminuye el voto hacia los partidos de extrema derecha, sino lo contrario. Y hay también investigaciones sobre el papel de los medios al focalizar el debate migratorio en los términos simplistas que son propios de los mensajes de la derecha radical.

Lo más importante, a mi juicio, es que el debate migratorio, tal y como se está planteando en estos momentos previos a las elecciones uropeas (insisto en el efecto perverso de las reformas legislativas de endurecimiento de las leyes de migración y las condiciones de acceso y estancia de inmigrantes y refugiados) nos revela algo más grave: creo que en esas elecciones está en juego, en más de un sentido, una disputa por el alma europea, por utilizar la paráfrasis del lema al que recurrió la campaña de Biden frente a Trump. Un alma que reside en la primacía del Estado de Derecho, la prioridad de la garantía de los derechos humanos, la igualdad y universalidad de los mismos, el modelo del estado del bienestar y la defensa del pluralismo, esto es, de la diversidad como fortaleza. Por esa razón, estoy de acuerdo con los propósitos de la campaña de movilización para las elecciones al Parlamento Europeo lanzada por la red ECRE (https://euisu.vote/) y que se concretaría en cuatro compromisos que deberíamos exigir a quienes pretendan nuestro voto en la cita de junio:

  • Una política exterior y una política migratoria de la UE que, frente a la obsesión securitaria y el modelo de externalización basado en un sistema de detención y expulsiones rápidas y colectivas, promueva vías legales y seguras y la garantía de derechos en las fronteras.
  • El establecimiento de sistemas de asilo justos y funcionales en Europa que garanticen los estándares de derechos humanos.
  • La garantía a las personas refugiadas del acceso a sus derechos, para promover su inclusión en las sociedades europeas.
  • Una financiación transparente y responsable de la UE que promueva los derechos de las personas desplazadas tanto dentro como fuera de Europa.

En definitiva, se trata de no limitarse a manifestar nuestro rechazo al pacto, nuestro descontento ante este retroceso que puede convertirse en una derrota de los ideales europeos. Los ciudadanos europeos debemos movilizamos en torno a ese núcleo del alma europea, la defensa del Estado de Derecho, de la garantía de los derechos humanos, de la igual libertad en los derechos humanos y del pluralismo, que son el alma de la Unión. No podemos ni debemos permitirnos el acomodo de quien se retira del campo político, `para refugiarse en el amargo consuelo de «teníamos razón», porque esa es la forma de asegurar nuestro Waterloo.

Ojalá me equivoque.

UN ERROR INNECESARIO Y DAÑINO: SOBRE EL PACTO DE DELEGACIÓN DE COMPETENCIAS MIGRATORIAS A LA GENERALITAT (versión ampliada de los artículos publicados en Noticias Obreras -14 enero 2024- e Infolibre -21 enero 2024-).

Javier de Lucas

Demasiado ruido…

El acuerdo alcanzado entre el gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez (a través del grupo parlamentario socialista) y Junts, con ocasión del primer pleno de 2024 del Congreso celebrado el miércoles 10 de enero, ha tenido un enorme impacto mediático y ha provocado una considerable tormenta política. Como se recordará, se debatía la convalidación de tres decretos del gobierno y, tras una negociación que se prolongó hasta el último minuto, el Gobierno consiguió que Junts no obstaculizara la aprobación de esos decretos, mediante un acuerdo que incluía una delegación de las competencias en política migratoria a la Generalitat de Catalunya.

Un primer argumento debe tenerse en cuenta: gracias a este acuerdo se pudieron aprobar dos de esos tres decretos, que componen el núcleo del escudo social, el más ambicioso de los objetivos del gobierno para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos más afectados por la crisis social y económica. Pero, sin duda, es fundamental plantear un segundo debate: preguntarse si esta es una forma adecuada de plantear la gestión de la política de inmigración y asilo.

Puedo resumir mi propia opinión al respecto en tres observaciones: en primer lugar, creo que hemos asistido a una escenificación fallida (o tramposa) del acuerdo, porque se presenta como acuerdo lo que cada una de las dos partes interpreta a su manera y, por cierto, de forma difícilmente conciliable. En segundo término, el ruido sobre el acuerdo (incentivado en todo momento por Junts, pero también por PP y Vox) no se corresponde con lo magro de su contenido: como explicaré, a la espera de una hipotética ley orgánica anunciada para regular la delegación de competencias a la Generalitat en materia migratoria, poco parece añadir este acuerdo a lo que ya existe estatutariamente. En todo caso, y en tercer lugar, creo que lo más preocupante es que de nuevo se ha recurrido a la política migratoria como arma arrojadiza en el fuego cruzado partidista, con una mirada electoralista de corto alcance, que es la que en realidad explica la estrategia seguida por Junts en Cataluña y en España. Una estrategia a la que habría cedido, al menos por omisión, el gobierno.

La estrategia de Junts está pensada en clave de su ámbito prioritario, Cataluña, porque no podemos perder de vista que su motivación parece ser sobre todo la competencia electoral con ERC. Una competencia en la que aparece cada vez más la capacidad de contaminación de la ideología supremacista, cuyo ápice representa el partido nacionalista extremista Aliança Catalana, tal y como lo ejemplifica una de sus líderes, la alcaldesa de Ripoll. En cuanto al juego de estrategia en España, es decir, en el Congreso de Diputados, y en el tortuoso equilibrio al que Junts, con la fuerza de sus 7 votos, mantiene al gobierno de coalición, lo cierto es que vemos cómo Junts contribuye a que se extienda como una mancha el planteamiento de Vox sobre el debate migratorio, en los clásicos términos de la extrema derecha: la supuesta invasión migratoria que desvirtuaría la identidad española y la cohesión nacional, la amenaza de orden público que supondría la inmigración presentada como el agente principal del incremento de la delincuencia, el supuesto desgaste de los servicios como educación y sanidad por culpa de los inmigrantes y, consecuentemente, la centralidad de la política de control de fronteras, la estigmatización del foco en los derechos. Un planteamiento simplista, maniqueo y xenófobo, que ha arrastrado al PP.

No sé si, como en la canción de Sabina, Varona y Guerra, (“mucho, mucho ruido/y con tanto ruido/no escucharon el final”) el apresuramiento en la negociación parlamentaria provocó más ruido que un verdadero acuerdo. En todo caso, me parece poco discutible, a la luz de lo que ha acontecido después, que cada una de las partes, como suele suceder, se amparó en la prisa y en la ambigüedad para entender que había conseguido su propósito sin excesivo daño, obviando el tremendo daño real que, a mi juicio, se ha provocado una vez más a propósito del debate migratorio: convertirlo en arma arrojadiza, en clave partidista.

En mi opinión, el problema deriva de la omisión de la transparencia exigible desde el primer momento (esto es, antes de que se sometieran a votación los Decretos) sobre la precisión y alcance del acuerdo, unido a un debate tergiversado e interesado sobre la legitimidad del mismo, accionado por el PP y Vox y, como desencadenante de todo ello, la versión unilateral proclamada desde Junts, que incluye una justificación que remite a argumentos comunes a los que utiliza hoy la extrema derecha en toda Europa. Subrayo como causas del ruido estas tres: la falta de claridad por parte del gobierno, la habitual teatralización de las intervenciones parlamentarias de la portavoz de Junts en el Congreso, la diputada Nogueras y la rapidez de Junts por apropiarse del relato, al emitir un comunicado que explicaba el acuerdo en términos de “delegación integral” de las competencias en materia de inmigración, (https://issuu.com/juntsxcat/docs/mesjunts_42_120124). Únase a todo ello una pretensión justificatoria que viene de lejos -la pugna de Junts con la extremista Aliança Catalana y con ERC- y que fue formulada por su secretario general, el señor Turull, enfatizando la necesidad de que las expulsiones de inmigrantes quedaran al alcance de las administraciones municipales y autonómica de Cataluña (https://www.europapress.es/nacional/noticia-turull-junts-aspira-cataluna-decida-expulsion-migrantes-multireincidentes-20240111121028.html).

Lo cierto es que, frente a esta “ofensiva mediática” de Junts desde el minuto uno, ni el grupo parlamentario del PSOE ni el gobierno ofrecieron de modo inmediato las necesarias y exigibles precisiones sobre un acuerdo que, a todas luces, ignoraban la mayoría de sus diputados, más allá de unas vagas declaraciones por parte de la ministra del ramo (https://www.infobae.com/america/agencias/2024/01/12/saiz-sobre-el-pacto-migratorio-del-gobierno-con-junts-estamos-siempre-dentro-de-un-marco-constitucional/), o de la vicepresidenta primera del gobierno (https://www.europapress.es/epsocial/migracion/noticia-montero-dice-tiene-ver-cual-alcance-acuerdo-migratorio-junts-20240111100756.html). Tampoco contribuyó a la claridad una segunda intervención del señor Turull, rechazando la calificación de xenofobia y racismo  y reafirmando la legitimidad de su pretensión de competencia sobre expulsiones de inmigrantes (https://www.europapress.es/catalunya/noticia-turull-ve-indigno-acusar-junts-xenofobia-abordar-inmigracion-20240113120904.html?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=catalunya-1500).

Por su parte, varios consellers del gobierno de la Generalitat (de ERC), comenzando por el conseller de interior, el señor Elena, rechazaron en nombre del Consell la interpretación de Junts sobre la delegación integral y criticaron por xenófobos los propósitos de Junts que vinculaban inmigración y delincuencia, como lo hizo también expresamente el señor Junqueras (https://www.eldiario.es/catalunya/junqueras-anuncios-junts-migracion-abrazar-discursos-extrema-derecha-pone-riesgo-cohesion_1_10830302.html). Ello valió de nuevo una respuesta del Sr Turull reafirmándose en sus tesis (https://www.europapress.es/catalunya/noticia-turull-junts-critica-elena-pide-no-tener-miedo-asumir-competencias-inmigracion-20240115114911.html?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=catalunya-1500). Posteriormente, en el Consejo Nacional de Junts, Turull, que intervenía como secretario general de la formación, sostuvo a propósito de su interpretación de la gestión integral de la inmigración: “la nación está en juego…¿alguien cree que el Estado procurará que un inmigrante que viene a Catalunya sepa que viene a un territorio con una lengua y unas costumbres propias?”

Hubo que esperar al domingo, cuando el presidente del gobierno precisó el alcance de esa delegación en una entrevista en El País (https://elpais.com/espana/2024-01-14/pedro-sanchez-expulsar-a-migrantes-compete-a-la-administracion-central.html), al explicar la cobertura del artículo 150.2 de la Constitución, descartar que la delegación de competencias pudiera incluir la decisión sobre las expulsiones e insistir en la competencia europea, remitiendo al Pacto europeo de migración y asilo propiciado por su gobierno durante su mandato semestral de presidencia del Consejo de la UE.

En esa entrevista, y con más detalle en otra al día siguiente en Radio Nacional (https://www.rtve.es/noticias/20240115/pedro-sanchez-directo-rne/2471075.shtml), el presidente reiteró lo que ya había avanzado el ministro Bolaños sobre la remisión del contenido y alcance del acuerdo a una ley orgánica que habría de discutir las Cortes generales. Sobre todo, en la segunda entrevista, se refirió expresamente a las competencias exclusivas del Estado, conforme al artículo 149.1.2 de la Constitución, que establece que entre ellas se encuentran las relativas a la «nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y derecho de asilo»: “todo lo que tiene que ver con el control de las fronteras y las políticas de migración irregular está residenciado en la administración general del Estado” e incidió en que la lógica del pacto europeo de inmigración y asilo va en dirección absolutamente contraria a la pretensión de una “delegación integral” de la política migratoria a la Generalitat.

Añadamos que, el mismo domingo y en un acto de presentación de la estrategia política de Sumar, la vicepresidenta segunda y líder de este grupo político, Yolanda Díaz, criticó el posible alcance del acuerdo con Junts (https://www.elcorreogallego.es/videos/nacional/2024/01/14/yolanda-diaz-anuncia-asamblea-fundacional-96887801.html) y realizó además duras críticas al pacto europeo de inmigración y asilo, declaraciones que fueron subrayadas al día siguiente por el ministro Urtasun, que como europarlamentario tiene una experiencia reconocida en el debate europeo sobre política migratoria y de asilo. En realidad, nada nuevo: son conocidas las discrepancias entre los dos socios de coalición respecto de la política migratoria y de asilo.

Sobre la legitimidad del acuerdo

Vayamos por partes y comencemos por la legitimidad del acuerdo. Que el gobierno, por sí o a través del grupo parlamentario socialista y/o del grupo parlamentario de Sumar, puede pactar con Junts, está fuera de toda discusión, como lo está que pueda hacerlo con cualquier otro partido legal, y no digamos si tiene representación parlamentaria. Al partido que dirige Carles Puigdemont le avala el hecho de que obtuvo el respaldo de algo así como la quinta parte de los votos emitidos en Cataluña en las elecciones de junio de 2023, lo que representa un porcentaje que llega, eso sí, a poco más de un 1,6% del total de los votantes en esas elecciones en toda España. En lógica democrática, no cabe excluir del juego político a los representantes elegidos por esos votantes, por magra que sea esa base: hay representantes parlamentarios en las Cortes con un soporte electoral aún menor. Otra cosa es que, además del hecho indiscutible de esos votos, fiel reflejo de la realidad social de una ciudadanía plural, la aritmética parlamentaria haya situado a los siete diputados de Junts en la condición de fiel de la balanza en las votaciones en el Congreso en esta XV legislatura. Y asunto distinto es si cabe plantear frente a Junts (como se ha argumentado frente a Bildu, o frente a Vox) algún tipo de cordón sanitario.

Respecto a esto último, es decir, en cuanto al rechazo que puede provocar en buena parte de la ciudadanía española su ideología, es obvio que tiene que ver con dos rasgos que caracterizan a Junts: la convicción independentista presentada como objetivo irrenunciable -común con lo que profesa ERC-, que por lo demás es una convicción legítima en un marco constitucional como el nuestro, no militante, como se ha repetido hasta la saciedad. Además, una ideología ultraconservadora en lo social y económico (baste recordar la política de recortes del president Mas, de quien son herederos Junts y las medidas del president Torra en ese ámbito), con un filtro supremacista propio de una tradición reaccionaria muy presente en la historia política española y catalana. A quienes, aun siendo conscientes de lo primero, parecían no haber caído en lo segundo, hasta ahora, les toca en suerte hacerse mirar si han sido miopes, fanáticos o partidarios de aquello de que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha. Dicho sea de paso, casi punto por punto se puede repetir esa argumentación crítica respecto a la caracterización ideológica de Vox que, por ejemplo, rechaza de plano el título VIII de la Constitución, practica propaganda electoral supremacista de la “españolidad” y hace apología, además, del régimen de Franco. Extrema se tangunt, separatistas y separadores.

Si se me permite la ironía, el caso es que, como advirtiera de Quincey y pregonaran en su día de modo entusiasta Sarkozy y la que fuera su polémica ministra Rachida Dati, hoy recuperada como macronista, se empieza por delinquir y se acaba por no abrazar con entusiasmo la idiosincrasia de la población indígena – lengua, costumbres, étc-, sin duda superior a la que supuestamente tendrían marcada con sello indeleble por su origen los inmigrantes en cuestión, lo que, en buena lógica de tal supremacismo, obliga a expulsarlos lo más lejos posible del paraíso local, quod erat demonstrandum. A quienes les flaquee la memoria habrá que recordarles la exigencia de Sarkozy de condicionar el reconocimiento del acceso a la ciudadanía republicana a los inmigrantes que no profesaran amor a Francia. Lo más cómico es la impostada indignación posterior del mismo señor Turull, ante la calificación de sus propósitos como xenófobos, supremacistas o racistas: ¿cómo se atreven a tildarnos de xenófobos, supremacistas, a gente de bien como el Sr Torra y todos nosotros?

De nuevo, el daño: manipular el debate migratorio

Como ya he adelantado, lo peor de todo lo sucedido, a mi juicio, es que la precipitación por obtener un acuerdo ha propiciado la enésima repetición de un viejo y conocido daño: volver a convertir el debate migratorio en un arma arrojadiza, partidista. Y es que la principal víctima de esa manipulación no son sólo los inmigrantes, sino nuestro futuro como sociedad plural e inclusiva. El futuro de todos nosotros, vamos.

Cualquiera que tenga una mínima experiencia en la gestión de esas políticas o haya prestado alguna atención a estudios comparados de los diferentes modelos ensayados en los últimos treinta años, sabe de las dificultades de ese desafío. Me referiré brevemente a algunas, comenzando por las que derivan de dos características del propio fenómeno migratorio, su multidimensionalidad y su carácter global.

La multidimensionalidad de los movimientos migratorios significa que no se puede reducir la inmigración sólo una cuestión laboral o policial y de orden público, ni sólo demográfica, económica, cultural o identitaria. Como enseñara la escuela de Durkheim, las migraciones son un hecho social total, que incluye todas esas dimensiones y, por tanto, lo hacen inasequible a tratamientos monocausales. Por ejemplo, a políticas centradas sólo en medidas de policía de frontera o de adecuación de mercado de trabajo.

En cuanto al carácter global del fenómeno de la movilidad humana, obliga a entenderlo en una dimensión geopolítica planetaria y revela insuficiente, inadecuado, cualquier modelo de gestión estrictamente estatal-nacional; a fortiori, de ámbito inferior al estatal: por ejemplo, sólo murciano, o catalán. A falta de un acuerdo mundial eficaz (el último intento fueron en 2018 los denominados pactos globales de inmigración y asilo, acordados por la Asamblea General de la ONU en diciembre de ese año y que co son Convenios, en sentido jurídico, sino más bien un compendio de recomendaciones de política migratoria y de asilo), lo más aproximado es un acuerdo regional, como el que perseguía la UE y se adoptó al final del semestre de presidencia española del Consejo, pero cuyo contenido (el de sus cinco reglamentos) nos parece decepcionante a muchos de los que trabajamos desde hace decenios sobre estas políticas (como botón de muestra, puede consultarse: https://www.europapress.es/epsocial/migracion/noticia-ong-condenan-pacto-europeo-migracion-asilo-historicamente-malo-20231220142358.html?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=epsocial-1900#google_vignette).

Pero quiero subrayar algo más, que saben todos los que han estudiado este debate con algo de atención, esto es, que hay otras dos características que hacen aún más compleja la gestión de los movimientos migratorios. Una, propia del fenómeno migratorio y la otra, ajena a él.

La primera es su carácter dinámico: la inmigración es un proceso, no un hecho de una pieza, y hay que tratarla como tal, con arreglo a las características de sus diferentes etapas y a la evolución que viven los propios inmigrantes y quienes con ellos interactúan, nosotros, los indígenas. No hay recetas que sirvan de una vez para siempre y para cualquier lugar: los procesos sociales dependen de características de sus agentes -que son muy plurales- y del contexto, es decir, del país y sociedad al que llegan los inmigrantes, lo que supone que no hay recetas universales.

La otra circunstancia es exógena, pero tiene un peso decisivo: se trata de la enorme rentabilidad política de la manipulación partidista del fenómeno migratorio en términos electorales, sobre todo si el discurso político es, como suele, a muy corto plazo (hasta la próxima cita electoral) y simplista, como sucede en todo discurso populista, es decir nada de argumentos complejos, ni de contextualización: blanco o negro. Aquí la izquierda, sobre todo la izquierda que ha gobernado en Europa, debe hacer una profunda autocrítica, porque no se ha atrevido a mantener un discurso universalista e igualitario, que priorice la garantía de derechos humanos y la democracia inclusiva, y afrontar la dificultad que ello supone, una dificultad que empieza por la labor de pedagogía civil que supone explicar la complejidad sin ceder a fáciles estereotipos. Sus spin-doctors han dado por inamovible el tópico de que quien hace un discurso abierto sobre gestión migratoria pierde votos a chorros. Y claro, lo que sucede es que si el marco de discusión sobre la gestión migratoria se construye en términos del más ralo pragmatismo quien tiene todas las de ganar es el discurso extremista; no ya de la derecha conservadora, sino de la extrema derecha. Eso viene siendo así desde hace decenios y por tanto no deberíamos ahora llevarnos las manos a la cabeza por el avance electoral de fuerzas que propugnan esa visión demagógica y simplista que incide en el manido tópico de que la culpa de lo que nos pasa la tienen los otros. La capitulación del supuesto liberal Macron en el vergonzoso episodio de su ley de migración, es la última muestra de la fuerza contaminante de esa estrategia de extrema derecha.

La consecuencia de esas condiciones que acabo de exponer es que la gestión de la política migratoria en cualquier Estado de la Unión Europea se presenta siempre en términos de una tensión entre lo que parece una exigencia de sentido común -la cooperación multinivel de todas las administraciones implicadas, en función de los diferentes momentos del proceso migratorio- y la aparentemente irresistible tentación de todo gobierno que se precie, desde Bruselas a cualquier Ayuntamiento, pasando por Estados y regiones, de utilizar el vector migratorio como una herramienta electoral. De donde la resistencia impenitente de todos los Estados miembros a lo que debería ser una exigencia obvia, la comunitarización de los elementos básicos de la política migratoria, que se queda sólo en el objetivo del control policial de la gestión de fronteras.

Todo ello, por no hablar de la manipulación del denominado pilar internacional de la política migratoria. Porque lo que es de sentido común, esto es, que las políticas migratorias para ser eficaces y. también ganar legitimidad, deben integrar la colaboración con los Estados de origen y tránsito de los movimientos migratorios, se convierten en la práctica en instrumentos para obligar a los gobiernos de esos países a aceptar un papel subordinado en las políticas de control de fronteras (tanto de salida como de expulsión de los inmigrantes no deseables), amén de su subordinación a los intereses geoestratégicos y económicos de los Estados que “donan” ayuda, a cambio de que esos gobiernos que la reciben consientan los beneficios unilaterales de las empresas de los países donantes. Esto deviene casi inevitablemente en circuitos de corrupción de las élites, sin que se produzca el efecto virtuoso de la gestión de la política migratoria, esto es, que sus beneficios alcancen a todos los actores reales: las sociedades de origen, las de llegada y los propios inmigrantes y sus familias.

Reitero mi opinión: la respuesta a esos planteamientos de política migratoria, que en la práctica se han constituido en el marco hegemónico del debate (también en la opinión pública) no puede, no debe ser, meramente reactiva. La alternativa a esa visión y a esas políticas no debería consistir, en mi opinión, en aquello de lo que se parece presumir, esto es, una mirada “humanista”, que parece primar un cierto paternalismo compatible con la política basada en la prioridad del control de fronteras frente a la “invasión” irregular (que es lo que a mi juicio prima en la gestión propia del ministerio del interior en la primera legislatura de gobierno de coalición). No. Se trata de sostener de modo inequívoco el reconocimiento y garantía de los derechos como prioridad de toda política migratoria, junto a políticas públicas de inclusión de los inmigrantes, (como ha tratado de impulsar el ministerio de inclusión y migraciones, por ejemplo, con la reforma del reglamento de extranjería).

…Y pocas nueces: escasa novedad

A comienzos de semana y tras las mencionadas entrevistas del presidente del gobierno y el cruce de declaraciones de representantes de ERC y del secretario general de Junts que, en una entrevista en RAC1 el lunes 15 de enero, recurrió de nuevo a la clave de amenaza para el caso de que no se aceptara su modelo de gestión integral de la inmigración (“pues si no, ya se sabe, colorín colorado…”), el periódico El País publicó lo que al parecer es el tenor literal del acuerdo: “Se acuerda una ley orgánica de delegación de competencias y recursos para que Catalunya pueda hacer una gestión integral de la inmigración conforme al artículo 150.2 de la Constitución” (https://elpais.com/espana/2024-01-16/el-psoe-solo-pacto-un-parrafo-con-junts-sobre-inmigracion-que-no-menciona-las-expulsiones.html).

Poca novedad: a mi juicio. A falta, claro está, de lo que pueda dar de sí la promesa de una ley orgánica a cuyo texto habrá que esperar para comprobar si hay algún cambio sustancial, la delegación pretendidamente “integral” no parece tal, si se enmarca coherentemente en lo dispuesto en los artículos 149 y 150 de la Constitución y, sobre todo, no parece que añada nada nuevo a lo que está en vigor.

Es sabido que el marco municipal y autonómico son los más adecuados para gestionar cuestiones como la autorización inicial de empleo y, sobre todo, las denominadas políticas de integración (salud, educación, vivienda).

Y a ese respecto, cabe recordar lo que establece el artículo 138 del Estatut de Catalunya, que atribuye a la administración de la Generalitat la competencia exclusiva en materia de primera acogida, desarrollo de las políticas de integración o establecimiento del marco normativo para acogida e integración, así como la autorización e trabajo a los extranjeros cuya relación laboral se desarrolle en Cataluña. El Estatut subraya asimismo la participación de la Generalitat en las decisiones del Estado sobre políticas de inmigración, “con especial trascendencia para Cataluña y, en particular, la participación preceptiva previa en la determinación del contingente de trabajadores extranjeros”

Parece capital la interpretación que hizo el Tribunal Constitucional en su STC 31/2010, recaída en el recurso presentado por el PP y, concretamente en lo que nos interesa aquí, frente al mencionado artículo 138 del Estatut, por supuesta vulneración de lo dispuesto en el artículo 149.1.2. de la Constitución. El TC validó la constitucionalidad del artículo 138 del Estatut, aunque acotó una posible interpretación contraria a la Constitución al indicar que “es evidente que la inmigración es una materia que ha sido reservada con carácter exclusivo al Estado, de modo que el artículo 138.1 sería claramente inconstitucional si, como parece deducirse de su enunciado, pretendiera atribuir a la Comunidad Autónoma competencias en dicha materia”. Lo que sucede, es que al mismo tiempo el TC validó la constitucionalidad del precepto estatutario sobre la base de que la referencia a la inmigración en el artículo 138.1 del Estatut no se correspondía con la materia exclusiva de competencia del Estado en inmigración fijada en el artículo 149 de la Constitución. “sino con otras materias sobre las que puede asumir competencias la Comunidad Autónoma”. Por ejemplo, las de carácter asistencial y social, esto es, lo relativo a la “integración social y económica de los inmigrantes”, en las que son claves las prestaciones de servicios sociales y las correspondientes políticas públicas (sanidad, educación, asistencia social, vivienda, etc) que son títulos competenciales de las Comunidades Autónomas.

Hablando claro: la delegación supuestamente integral de competencias no puede ir más allá de lo que ya se viene haciendo, de acuerdo con esa interpretación constitucional. Y de acuerdo también con una perspectiva que hay que integrar, la europea, habida cuenta de la competencia multinivel en materia migratoria. Por eso, conviene tener muy en cuenta las recomendaciones de la propia UE sobre políticas e indicadores de integración de la inmigración de la UE, que se pueden encontrar por ejemplo en los principios básicos comunes para las políticas de integración de los inmigrantes en la UE, en diferentes Comunicaciones de la Comisión y del Consejo, y en declaraciones y acuerdos del Parlamento Europeo que no enumeraré. Todos ellos se basan a su vez en el análisis proporcionado por los informes periódicos publicados en el Migrant Integration Policy Index (MIPEX), y en los numerosas evaluaciones y recomendaciones de la Comisión y del Parlamento europeos, que recomiendan apostar por un apoyo financiero al trabajo de las administraciones municipales y autonómicas en la gestión de la acogida e integración.

En resumidas cuentas, lo que cabe esperar es poco más que lo que ya existe. Y me sitúo en ello en línea con análisis como los expuestos por un reconocido especialista, el profesor Rojo Torrecilla, en una publicación en su blog con el expresivo título  Cataluña. Pacto político en materia de inmigración: los deseos (de algunos) por una parte, la realidad jurídica, por otra, cuando sostiene que, para juzgar sobre un cambio relevante en las competencias migratorias de la Generalitat, hay que dejar de especular y esperar al texto del proyecto de ley orgánica.

Algunas propuestas para una gestión coordinada multinivel de las políticas migratorias

La prioridad de las administraciones autonómica y municipal en la gestión de las políticas de integración (acogida y presencia) de los inmigrantes ha sido subrayada por la mayoría de los expertos: véanse, por ejemplo, los informes y trabajos de Gemma Pinyol (cfr. por ejemplo su El marco multinivel de las políticas de inclusión e integración, 2021Fundación Begirune, cuaderno 7), o Lorenzo Cachón (cf. El plan estratégico de ciudadanía e integración 2007-2010Anuario CIDOB, 2007).

Precisamente eso, la colaboración de las administraciones europea y estatal con las autonómicas y municipales, se instrumentalizó a través de la puesta en marcha por Ayuntamientos y Comunidades autónomas de planes de gestión de la inmigración  (por ejemplo, los planes del País Vasco y la propia Cataluña) y, sobre todo, a partir de la creación en 2005 del Fondo de Apoyo a la Acogida e Integración de los inmigrantes, que luego se subsumió en la iniciativa que puso en marcha el gobierno de Rodríguez Zapatero, el denominado Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración 2007-2010 (PECI), siguiendo las recomendaciones europeas. Un plan que contó con un presupuesto total de 2005 millones de euros, de los que el 75% se destinaba a las partidas de acogida, educación y empleo. En lo que se refiere a las CCAA y ayuntamientos, la financiación aportada desde el PECI se centraba en dos áreas, Acogida e Integración de un lado, y Refuerzo Educativo de otro, y suponía una contribución superior a los 300 millones de euros. La continuidad del PECI y sobre todo, la financiación, fue eliminada por el gobierno de Rajoy como una de sus primeras medidas.

En todo caso, la lección es que conviene desarrollar el marco competencial ya reconocido a las CCAA en materia de acogida e integración, y aún más específicamente reforzar los medios a disposición de los ayuntamientos, que son la Administración en la que recaen las tareas inmediatas en esas materias. Como he dejado dicho, en coincidencia con el profesor Rojo, es posible sostener que eso se pueda llevar a cabo mediante una ley orgánica, pues al fin y al cabo el legislativo tiene competencia para hacerlo, en el marco de la interpretación constitucional.

Otra cosa es que a mí no me parece aconsejable que tal concreción se limite, en su caso, a las competencias de la Generalitat de Cataluña, a diferencia del resto de comunidades autónomas que puedan reivindicar estatutariamente ese marco competencial. Mientras tanto, creo que retomar el PECI y centrar el apoyo en los recursos financieros a disposición de los ayuntamientos sería bastante más eficaz y evitaría que, una vez más, nos enfangáramos en una discusión partidista que trata de rentabilizar electoralmente los fantasmas sobre la inmigración, en lugar de poner el esfuerzo en contribuir a afrontar de forma multisectorial y multinivel la compleja gestión de la política migratoria.

Termino con la recomendación de que, en lo relativo al ámbito de la gestión municipal de la inmigración se tenga en cuenta que existe un cúmulo de experiencias de buenas prácticas que pueden ser compartidas. Así lo han recordado en un artículo reciente, titulado “Asylum and Inmigration: a positive alternative Policy”, la política del SPD, Gesine Schwan y Robin Wilson, asesor del Consejo de Europa sobre política intercultural y editor de Social Europe (https://www.socialeurope.eu/asylum-and-migration-a-positive-alternative-policy). Schwan y Wilson,basándose en el principio de orientar la gestión migratoria en términos del mutuo beneficio, esto es, en la creación y desarrollo de intereses comunes a todas las partes que intervienen en el proceso migratorio (las sociedades de origen, los inmigrantes como actores protagonistas y también las sociedades de recepción, tal y como ha sostenido a lo largo de su obra un experto de referencia internacional, Sami Naïr), postulan entre otras cosas la creación de un»Fondo Europeo para el Desarrollo y la Integración Municipales«, y la extensión de las buenas prácticas de políticas interculturales municipales, que viene realizando la red de ciudades interculturales (ICC). Una red impulsada por el Consejo de Europa desde 2007 y que agrupa a más de 160 ayuntamientos europeos, para compartir buenas prácticas en la gestión inclusiva de la diversidad cultural que tiene como uno de sus factores decisivos la creciente presencia de inmigrantes asentados entre nosotros (https://migrant-integration.ec.europa.eu/integration-practice/intercultural-cities_en) y que tiene una red española (https://www.coe.int/fr/web/interculturalcities/spain).

Iniciativas como, por ejemplo, la estrategia anti-rumores, puesta a punto desde el Ayuntamiento de Barcelona (https://www.coe.int/en/web/interculturalcities/anti-rumours), o la Carta Empresarial del Ayuntamiento de Oslo (OXLO, 2013), que ofrece buenas prácticas que muestren cómo la diversidad es una oportunidad para los negocios, como la ICC rating Diversity business (https://www.coe.int/en/web/interculturalcities/-/oxlo-business-charter-making-migrants-visible-as-a-resource-for-business-and-economic-growth), o las propuestas de la Declaración de Lisboa de 2017 sobre políticas municipales para la integración inclusiva de los inmigrantes y la gestión de la diversidad. Otras prácticas relevantes son las relativas al desarrollo de procesos participativos (de los inmigrantes en la administración municipal, pero también de los ciudadanos y de los ayuntamientos en la gestión de la acogida y de las políticas de inclusión). Se ha avanzado no poco también en la formulación de planes municipales (y también autonómicos) de integración en sentido inclusivo, aunque ha de reconocerse que también se han producido retrocesos. Pero la conclusión, insisto, es la necesidad de apoyar financieramente el esfuerzo de los Ayuntamientos y reforzar la cooperación de las administraciones.

¿UN PLENO PARA MARCAR LA LEGISLATURA?

La política es negociación, en aras del beneficio de los ciudadanos. En una sociedad plural, los interlocutores legítimos en la negociación política son todos aquellos que tienen respaldo de los electores, es decir, legitimidad democrática. Sean cualesquiera que fuesen sus ideas. Por tanto, las circunstancias pueden obligar a negociar con partidos que no parecen tener como objetivo el bienestar de los ciudadanos españoles, como es el caso de Junts, a todas luces.

Como ha demostrado este primer pleno del Congreso en 2024, el gobierno ha negociado hasta el límite de tiempo, para salvar el escudo social, y lo ha negociado con quien ha estado dispuesto a salvar esa protección. No ha sido esa la disposición del PP ni de Vox, cuya política de privatización y desigualdad y de indiferencia ante la suerte de los ciudadanos que se encuentran en peores condiciones, es palmaria, como evidencia la que despliega la presidenta de la Comunidad de Madrid, el gobierno de Castilla y León o los de Extremadura y Valencia, por citar sólo algunos ejemplos. Por eso, tengo claro que salvar los dos decretos, como se consiguió ayer, es un resultado que debe ser celebrado por la inmensa mayoría de los ciudadanos.

El problema, a mi entender, es el procedimiento y el coste de la negociación para obtener ese resultado

Dejo aparte lo que me permito calificar como bochornoso papel de Podemos, que como les señaló Oskar Matute citando a Bensaid, les hace perder totalmente el rumbo, pegando una patada en el culo de los ciudadanos en su revancha para descalificar a Yolanda Díaz que, por otra parte, no ha sido nada hábil ni equitativa en su trato con Podemos como fuerza dentro de Sumar.

Pero lo sucedido ayer en el debate -unido a la deplorable impresión que produjeron las sucesivas y caóticas votaciones que evidenciaron que los diputados desconocían el estado de las negociaciones que se estaban llevando a cabo simultáneamente al desarrollo de la sesión parlamentaria, incluso con tomas de posición engañosas-, evidencia que llevar al límite la negociación, esto es, dejar sin cerrar acuerdos sobre las propuestas legislativas que se llevan a los plenos, deja a los ciudadanos privados de la necesaria transparencia que debe ofrecer el debate parlamentario sobre esas negociaciones.

Todo ello, a mi juicio, obliga a que el Gobierno sea particularmente transparente y preciso respecto al contenido y alcance de lo que se ofreció ayer a Junts para obtener sus cesiones.

Es decir: a partir de hoy mismo, el gobierno tiene una obligación especial de transparencia respecto a lo acordado ayer con Puigdemont. Pienso, por ejemplo, en la cesión de competencias a la Generalitat en el ámbito de la gestión de la inmigración que, aunque tiene cobertura constitucional (artículo 150.2) y aunque es preciso reconocer que buena parte de la gestión de la presencia de lso inmigrantes recae en las administraciones autonómicas y municipales. incluye aspectos clave que son competencia estatal de difícil por no decir imposible delegación (controles de entrada y salida de fronteras, por ejemplo) porque no son ni siquiera competencia sólo del estado, sino de la UE y porque en todo caso exige una gestión de coordinación multinivel. Por lo demás, me parece especialmente inoportuna y carente de justificación en este preciso momento, con un fuerte riesgo de romper la imprescindible coordinación entre el Gobierno central y las CCAA y de estas entre sí y con las administraciones municipales, que son claves en la gestión (por ejemplo: distribución de menores y de inmigrantes llegados a Canarias o a Ceuta y Melilla). Y todavía peor a la vista de las tendencias supremacistas y xenófobas manifiestas en Junts.

Es claro que Junts no engañó: ellos no se sienten vinculados por un acuerdo de legislatura, sino sólo de investidura y van a exprimir cada paso, sin el menor sentido del bienestar de todos los ciudadanos españoles y sin rastro alguno de políticas de progreso: porque no son una fuerza de progreso. Y hay que pensar en alternativas, porque, a mi modesto entender y como persona que ha dfendido y defiende la necesidad de una política de izquierda que tiene como prioridad la igualdad de derechos comenzando por los derechos de los más débiles y como militante socialista, creo que ni se puede, ni se debe gobernar así, si se quiere llevar a cabo una política de progreso y de igualdad en los derechos de todas las personas para las que tratamos de hacer política.

KAFKA EN SU CENTENARIO (Versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el jueves, 4 de enero de 2024)

Franz Kafka falleció el 3 de junio de 1924, en Klosterneuburg (Austria), a los cuarenta años, a causa de una tuberculosis. En 2024 se cumple, pues, el centenario de la desaparición física del escritor nacido en Praga, una de las cumbres de la literatura europea y universal. Quien quiera conocer a fondo su biografía debe remitirse a los trabajos de Reiner Stach, comenzando por la exhaustiva biografía que abarca tres volúmenes, publicados entre 2002 y 2014, con más de 2000 páginas (hay una magnífica edición en castellano, publicada en 2016 en Acantilado, con traducción de Carlos Fortea, Kafka. Los primeros años. Los años de las decisiones. Los años del conocimiento). Sin olvidar que Adorno, Benjamin, Canetti o Camus ofrecieron páginas imprescindibles sobre el gran escritor checo.

De su relevancia, es buena prueba que nos haya quedado un adjetivo vinculado a su nombre: kafkiano. El Diccionario de la Real Academia (DRAE) ofrece como tercera de sus acepciones ésta: se dice de una situación “absurda, angustiosa”. El problema, como señaló Frederick R. Karl en su Franz Kafka. The representative Man (1991), es que se ha generalizado y banalizado un uso incorrecto del término, de modo que el calificativo kafkiano ha perdido en buena medida su fuerza. Por eso, a casi nadie le llamará la atención afirmar que este de 2024 ofrece no pocos argumentos para que pueda llegar a ser calificado de esa manera. Lo cierto es que casi cualquier cosa lo parece hoy.

Sin embargo, es imposible negar que el absurdo y la angustia, rasgos que Kafka contribuyó a imaginar como condiciones de nuestra existencia, anticipando así de forma moderna —y como lo hiciera Dostoyevski— una de las corrientes filosóficas contemporáneas, el existencialismo, que ejemplificarán Sartre y Camus, conforman la realidad en la que viven buena parte de los seres humanos hoy, pese a los indiscutibles avances científicos y tecnológicos. Baste pensar en que nos parece irremediable pronosticar que millones de personas en Gaza, Ucrania, Yemen o Sudán, por citar sólo cuatro ejemplos, se mantendrán en 2024 en condiciones absurdas y angustiosas, ante la impotencia de la comunidad internacional. Y estoy seguro de que millones de argentinos calificarían así lo que les espera en los próximos meses de gestión de Milei. Por no decir que, si Trump se impone en las elecciones de noviembre, es más que previsible pensar que el mundo entero se acercará al absurdo y a la angustia… Eso parece dar razón al crítico literario Harold Bloom cuando escribió que la nuestra es sobre todo la época de Kafka. Permítame el lector apuntar un par de consideraciones sobre aspectos que quizá puedan considerarse menores de la obra de Kafka, pero que me interesan especialmente: su relación con el Derecho y con el cine.

Kafka, un jurista malgré soi

Aunque Kafka cursó estudios de química, filología e historia del arte, la presión paterna le obligó a realizar la licenciatura en Derecho e incluso llegó a doctorarse en leyes, bajo la dirección de Alfred Weber, el hermano del gran sociólogo alemán. Eso no significa que lo hiciera con entusiasmo. Se cita siempre un pasaje de su Carta al padre en el que Kafka lamenta que, en esos años de estudios de leyes, “mi espíritu se alimentaba literalmente del serrín que, por añadidura, habían masticado mil bocas antes que yo”. Un juicio demoledor sobre el modelo antipedagógico imperante en las Facultades de Derecho de la época (y no sólo de aquella) que, conforme a la concepción del más ralo positivismo legal-formalista, pretendía que quienes salieran d las aulas fueran meros aplicadores mecánicos de las leyes .

En todo caso, como han explicado sus principales biógrafos —y en particular el profesor Bodo Pieroth que, en su ensayo Recht und Literatur, nos da noticia detallada sobre los estudios jurídicos de Kafka—, parece difícilmente discutible que su obra debe mucho a esos estudios y sobre todo a su trabajo en contacto con una determinada práctica jurídica: en efecto, tras un año escaso como pasante, Kafka se desempeñó primero en la compañía Assicurazioni Generali y, desde 1908 a 1922, en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia en Praga (Arbeiter-Unfallversicherungs-Anstalt für das Königreich Böhmen in Prag), dedicado sobre todo a evaluar las compensaciones por accidentes laborales: tuvo así ocasión de confrontar los laberintos burocráticos en los que consiste en buena medida el ejercicio del poder a través de las normas e instituciones jurídicas sobre los que escribió con tanta clarividencia. 

Algunos compañeros y amigos que compartimos el interés por esa mirada de Kafka sobre el Derecho, nos hemos propuesto promover algunas conversaciones y debates en torno a las agudas reflexiones que podemos encontrar en obras como El Proceso, El Castillo, y en cuentos como El juicio, En la colonia penitenciaria, o en fragmentos como Ante la ley, o Sobre la cuestión de las leyes, textos que conocemos gracias a la “traición” de su amigo y albacea Max Brod, que no cumplió con el deseo expreso de Kafka de que se quemaran. Seguro que entre las publicaciones que verán la luz en este año destacará el ensayo cuya inminente aparición nos avanzó uno de sus más conocidos estudiosos entre nosotros, el escritor y abogado Lorenzo Silva —autor de una pequeña monografía con el título El Derecho en la obra de Kafka, que data de 1989 (revisada y publicada en 2008)—, con motivo de una reciente intervención en el aula de literatura de la Universitat de València que dirige la profesora Cristina García Pascual.

Kafka, el cine y la literatura

En todo caso, mi intención en estas líneas, hoy, es más sencilla. Quiero unirme a quienes propondrán aprovechar la conmemoración de su muerte para hacer de 2024 un año kafkiano en la acepción propia. Esto es, para disfrutar y aprender de la lectura de algunos de los ensayos y narraciones de Kafka. Pero también, por qué no, para adentrarse en las relaciones entre Kafka y el cine. 

Hanns Zischler, en su muy recomendable ensayo Kafka va al cine (2008), supo mostrar a Kafka como un cinéfilo adelantado, de primera hora, muchas veces junto a su amigo Max Brod, con quien frecuentó algunas de las primeras salas de cine en Praga, Berlín, París, Milán o Munich. Por su parte, Javier Quirce (https://www.cultugrafia.com/huella-kafka-cine-literatura) ha sabido encontrar una fórmula que me parece insuperable para explorar el otro lado de esa relación, la influencia de Kafka en el cine y, en particular, en el expresionismo Murnau, Lang): “sombras que tomaron Europa”. Pero la huella de Kafka, como muestran Zischler y Quirce, se prolonga más allá, por ejemplo, en Hitchcock, Laughton, o el genial Orson Welles. Fue éste quien dirigió en 1962 una adaptación de El Proceso, con Anthony Perkins encarnando a Joseph K, acompañado nada menos que por Jeanne Moreau, Romy Schneider, Elsa Martinelli y Akim Tamiroff, y que incluye un prólogo directamente basado en el fragmento “Ante la ley”. Se trata, desde luego, de una versión muy superior al remake que dirigió David Jones en 1993.

A destacar también dos versiones de El castillo, la dirigida por Rudolph Noelte en 1968, protagonizada por Maximilian Schell, y el, a mi juicio, muy superior remake que dirigió Michael Hanecke en 1997, con Ulrich Muhe como protagonista. Como curiosidad, cabe señalar la versión cinematográfica del relato La colonia penitenciaria, dirigida por el chileno Raúl Ruiz en 1970 y la adaptación del Informe para la Academia que dirigió Carles Mira en 1975, con el gran Jose Luis Gómez como protagonista.

Pero, sobre todo, como es obvio, hay que releer a Kafka. Como una pequeña muestra de cuanto podemos aprender en sus páginas, permítame el lector que recomiende una de sus breves y más impactantes narraciones. Me refiero a su Informe para la Academia, publicado en la revista Der Jude, en 1917 y posteriormente incluido en la colección de relatos Un médico rural(1919). En mi opinión, hay pocos textos literarios que cuenten con un incipit que atrape tanto como éste:

“Ilustrísimos señores académicos: es para mí un honor que me hayan invitado ustedes a presentar a esta Academia un informe sobre mi anterior vida de simio”.

En este discurso que dirige el protagonista, Peter el rojo, a los académicos, se muestra el mono capturado en Guinea y domesticado hasta el extremo de no pertenecer a ninguno de los dos mundos. Al parecer, la inspiración para este cuento le vino a Kafka tras la lectura de una crónica del diario Prager Tagblatt, que describía la actuación de un simio, conocido como ”cónsul Peter”, en un cabaret de Praga, entre 1908 y 1909. Kafka nos ofrece la historia de quién fué simio, pero no es reconocido como hombre, pese a su enorme esfuerzo de asimilación, y consigue así dar una vuelta de tuerca al recurso que utilizaron Shakespeare con el judío Shylock, o Montesquieu con el persa Usbek e incluso respecto a su más conocido relato, La Metamorfosis: porque se trata de dar voz al otro, para que nos hable no tanto o no sólo de él cuanto de nosotros mismos y de las contradicciones en la dialéctica del reconocimiento y la igualdad. Un otro que no es sólo la minoría —el judío—, sino que supera la barrera de la especie. Son ideas que necesitamos repensar con urgencia hoy. Buena lectura…

2024: MEILLEURS VOEUX!!

Como saben mis amigos, en lo que se refiere a las felicitaciones navideñas, sigo la costumbre francesa que, sin dejar de felicitar esas fiestas, se centra en formular los <voeux>, los buenos deseos, para el año entrante. Y para ello trato de encontrar cada año una efeméride significativa.

En el próximo año 2024 conmemoramos, entre otros, el centenario de la muerte del gran Franz Kafka. Tiempo habrá en este año para leer y comentar algunas de las obras de este genio. Los juristas, en particular, tenemos una gran deuda con él…

En todo caso, en este tránsito al nuevo año -que es bisiesto- quiero invitar a todos los lectores e este blog a releer uno de sus breves relatos, que es una obra maestra. Se trata de su «Informe para la Academia» (publicado en la revista <Der Jude>, en 1917). Hay pocos textos literarios que cuenten con un incipit que atrape tanto como el de este Informe:

“Ilustrísimos señores académicos: es para mí un honor que me hayan invitado ustedes a presentar a esta Academia un informe sobre mi anterior vida de simio”.

El Informe que presenta Peter el rojo, que fué simio, pero no es reconocido como hombre pese a su enorme esfuerzo de asimilación, sigue el recurso que utilizaron Shakespeare con el judío Shylock o Montesquieu con el persa Usbek: dar voz al otro para que nos hable no tanto o no sólo de él, cuanto de nosotros mismos y de las contradicciones en la dialéctica del reconocimiento y la igualdad.

Y para que el año comience con sonrisa, os regalo tres de las maravillosas secuencias de Singin´ in the rain, la inmortal película de Stanley Donen, de cuyo nacimiento se cumplen 100 años en 2024…

Singin’ in the rain

Make´em laugh

Moses suposes:

¡¡Mis mejores deseos para todos en el año 2024!!

PASIÓN DE LOS FUERTES: EL DERECHO COMO TRATADO DE PASIONES (versión resumida de la Lectio pronunciada en la festividad del Día de la Facultad de Derecho, el 21 de diciembre de 2023)

Aquellos de entre ustedes que me conocen y me soportan -al menos los que llevan unos años haciéndolo-, saben que lo que más me gusta, mi pasión verdadera, es el cine. Por eso, no les extrañará el título que he elegido: Pasión de los fuertes, es, en efecto, un título inequívocamente fordiano, el de uno de los más aclamados westerns de la historia, que dirigió el maestro John Ford en el año 1946, aunque el título original es otro, My Darling Clementine.

Es verdad que había pensado en otro título, el Derecho como tratado de las pasiones. Quizá a los más ortodoxos les pueda parecer una salida de tono. Pero creo que a poco que se detenga a pensarlo, cualquier jurista, aunque no tenga la sensibilidad de novelista y poeta de la que hace gala nuestro Paco Blasco, caerá en la cuenta de que nosotros, a lo que nos dedicamos, es a las pasiones. Por supuesto, el código penal es un tratado de las pasiones. Pero, sin duda, también lo son el código civil y el mercantil. Lo es en no poca medida el Derecho laboral, y no me digan del constitucional y la ciencia política, con la pasión de poder como leit-motiv. Hasta el Derecho internacional, al que recorren también esa pasión de poder y la furia, como ha mostrado la profesora Ramón Chornet en un libro reciente a propósito de la llamada guerra contra el terrorismo…Se me ocurre que, quizá, si presentáramos los grados que se imparten en esta Facultad como tratados o narrativas de las pasiones, atraeríamos aún más público y nos financiaría Netflix, o Amazon, o Apple…Es una idea. Ahí la dejo.

Vuelvo a pasión de los fuertes, que me parece un lema particularmente adecuado para introducir mi digresión sobre las pasiones del Derecho. Les confieso que, debido a mi natural disperso, este fue sólo uno de los temas entre un batiburrillo de cuestiones que propuse al equipo decanal, sobre los que no conseguía decidirme, dudas que el Decano y la secretaria sobrellevaron con paciencia y hasta con buen humor. Al final, lo comenté con mi amigo Jesús Olavarría, que me aconsejó terminantemente que eligiera éste. Así que, si no les hablo de otra cosa y les aburro, me acojo a una responsabilidad solidaria…

Conste, para sentar las bases del discurso, que utilizaré el término <pasiones> en su acepción común en el discurso filosófico, psicológico y antropológico, desde Platón y sobre todo con la sistematización que ofrece la Etica de Spinoza. Recuerden que es Spinoza quien, además de su clasificación de pasiones primarias (el deseo, alegría y tristeza) y secundarias (las dos claves, el odio y el amor), dejó sentado aquello de que “nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. El uso común suele contraponer el concepto de pasión con el de razón y añade la dimensión emocional fuerte, que conlleva a su vez las nociones de sentimiento, deseo o afección: es el sentido de pasiones que destaca la Real Academia en las acepciones 5, 6 y 7 del término: “Perturbación o afecto desordenado del ánimo” (cuyos sinónimos son emoción, arrebato, frenesí…); “Inclinación o preferencia muy vivas de alguien a otra persona (sus sinónimos serían preferencia, inclinación, predilección…); “Apetito de algo o afición vehemente por ello” (sinónimos: deseo, entusiasmo, vehemencia).

Para finalizar los prolegómenos les anuncio que dividiré mi exposición en dos partes.

En la primera (I), abordaré lo que podríamos llamar la paradoja básica sobre pasiones y Derecho: porque, si bien el tópico nos indica que el Derecho es una de las creaciones culturales cuyo propósito es moderar las pasiones (desde luego, aquellas que se consideran malas o, incluso, bajas pasiones: el odio, la ira, el resentimiento, la envidia, la codicia, los celos…), lo cierto es que, como he tratado de recordarles, ese tópico es desmentido en gran medida por lo que nos indica la experiencia, esto es que, en realidad y con frecuencia, el Derecho y el trabajo de los juristas parecen más bien guiados por esas pasiones.

Las pasiones, como anticipó Sófocles en su Edipo, que al decir de Foucault es el primer texto en el que se aborda la relación entre verdad, justicia, poder y pasiones, son la yesca del Derecho. Esta es una realidad que ha sabido mostrar la literatura desde momentos muy iniciales: junto a la ira, otras pasiones mueven el recurso al Derecho, como saben todos los juristas y también los que frecuentan la literatura o el cine jurídico: el resentimiento (les invito a releer la obra capital de Scheler sobre el resentimiento en la moral), la envidia, los celos, la codicia…un elenco que encontramos desde las comedias griegas a las de Shakespeare, y en toda la novela negra, así como en ese subgénero que son los relatos jurídicos. Por supuesto, en el cine….

Entre ellas, hay que mencionar ante todo la pasión por el poder, por la fuerza, que parece guiar la vida jurídica. Una pasión por el poder, por la dominación de los otros y de lo otro, que no se reduce sólo al ámbito político institucional, pues impera en las relaciones entre particulares y es capital para entender el origen y la evolución del Derecho privado. El protoderecho que es la propiedad, y que sirvió como paradigma para la noción de derechos públicos subjetivos, tiene mucho que ver con eso. Y me referiré también brevemente a cómo se supone que deben afrontar las pasiones los diferentes tipos de juristas, y entre ellos, desde luego, el juez, para referirme al tópico de la ecuanimidad y a la prevención con la que entre los juristas se ve la pasión de la empatía.

En la segunda parte quiero plantear dos pasiones jurídicas contrapuestas:

Primero, la que podríamos llamar pasión por el Derecho, que nace tantas veces del sentimiento jurídico de lo injusto y puede derivar en una verdadera patología, la del justiciero, que da lugar a algunos de los brocardos latinos más populares entre los juristas (summum ius, suma iniuria; fiat iustitia et pereat mundus…) y ha sido tan iluminada por la literatura -desde Aristófanes a Shakespeare, de Kleist a Kafka- y, por supuesto, en el cine y no sólo por ese subgénero, el del policía sucio, que simbolizan los personajes tantas veces encarnados por Charles Bronson o Clint Eastwood.

Después, hablaré de una pasión contrapuesta a ésta, lo que llamo la pasión contra el Derecho. De suyo, la tesis que pretende que el Derecho y los juristas son creaciones culturales propias de sociedades atrasadas, no es una novedad, al menos desde Hume, que vincula Derecho y escasez y por tanto pronostica que la utilidad del Derecho decaerá cuando se consiga superar la escasez, una tesis que repetirán Saint-Simon y Comte y que alcanza su expresión más eficaz en Marx, que pretende sustituir la dominación de las personas por la administración de los recursos, en una sociedad en la  que cada uno aporta según su capacidad y recibe según sus necesidades. En lugar de Derecho y los juristas, la economía, la administración, las nuevas tecnologías y sus algoritmos, la estadística, la sociología y la biotecnología.

En su versión más vulgar y populista, esta pasión que pretende sustituir al Derecho como algo obsoleto, tiene hoy manifestaciones como ese descabellado propósito de desjudicializar la política, como si la política fuera (aún más, como si debiera ser) una realidad autónoma, ajena al Derecho, la moral, o la ideología. Una pretensión, a mi juicio, en el fondo ideológica y difícilmente democrática, además de ignara.

(I)

LA PARADOJA DE LAS PASIONES Y EL DERECHO

Vayamos con la paradoja del Derecho como instrumento o como remedio contra las pasiones. O, si se quiere, de las pasiones como motor o como enemigo del Derecho.

Les decía que, si me ha parecido oportuno utilizar la metáfora de “pasión de los fuertes” para hablar de pasiones y Derecho, es sobre todo porque el Derecho suele ser visto -y así es experimentado por sectores importantes de la población-, como un instrumento particularmente útil y eficaz, al servicio de la pasión de poder, que es quizá la primera de las pasiones que alimentan el recurso al Derecho. lo que es lo mismo que decir la pasión de quien tiene más fuerza.

Esta pasión de los fuertes se encuentra ya en lo que podemos considerar texto fundacional de nuestra tradición cultural, la Ilíada de Homero. Es digno de señalar que ese hito clave de nuestra cultura sea un poema sobre la épica de la forma extrema de fuerza, la guerra, cuyo primer verso evoca el formidable poder de una pasión, la ira, la cólera de Aquiles: Μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος.

En esa tradición se inscribe el hilo conductor que nos presenta al Derecho como un ejercicio de la fuerza más allá de la razón o con independencia de ella, impuesto, claro está, por quien tiene el mayor grado de fuerza. Esa es una discusión nuclear para los juristas, desde que Platón la pusiera en boca de los sofistas Trasímaco y Calicles, aunque quizá entre los juristas la referencia más conocida al vínculo entre fuerza, pasión de poder y Derecho sea la de la fórmula de Juvenal, “sic volo, sic iubeo: stet pro ratione voluntas” (Saturae, 6, 223): esto es, el Derecho como manifestación de la voluntad del poderoso, del imperium. Aunque, como hiciera ver Nietzsche, se le puede dar la vuelta al argumento y sostener que el Derecho es fruto de otra pasión, la del resentimiento y por eso lo entiende como un recurso desesperado de los débiles, del rebaño, para hacer frente al poder de los fuertes. E incluso cabe una vuelta de tuerca más, la que nos propone Ferrajoli al señalar que el Derecho encuentra su justificación precisamente cuando encarna la “ley del más débil”, como tituló su conocido ensayo publicado en 2022.

La discusión sobre Derecho, razón y fuerza enfrenta a diversas concepciones del Derecho, como el iusnaturalismo y el positivismo jurídico y dentro de éste a las concepciones normativistas y a las realistas. En particular, la visión soi-dissant  realista, la del stet pro ratione voluntas, la del Derecho como instrumento de la pasión del más fuerte, tiene hitos de prestigio en la historia de nuestra civilización. No digamos, a propósito de esa manifestación suprema del ejercicio de la fuerza, pretendidamente secundum ius, que es el ius ad bellum y que conduce a la justificación de la guerra por medio del Derecho, el oxímoron de la guerra justa. Pero de esto hemos hablado otro día…

En todo caso, la triple tensión entre fuerza, razón y Derecho quizá encuentra su mejor solución, o la menos mala, en el famoso aserto de Radbruch que a mí me gusta citar con ocasión y sin ella (Macht, ohne Recht, gilt nichts in dieser Erden; Recht, ohne Macht, kann niemals Sieger werden…).

Ahora bien, cabe otra visión del Derecho como pasión de los fuertes, la que insiste en que el verdaderamente fuerte acepta el control del Derecho, porque en él reside la clave de la durabilidad del poder, que es no tanto la auctoritas, sino el aceptar cierta auto-restricción, la que supone la aparición de la noción de Estado de Derecho, que desarrolla la crítica al poder solutus a(b) legibus, propio del ancien regime. Es la paradoja que consiste en entender que sólo seré verdaderamente fuerte y sólo podré asegurar mi pasión de poder, si recurro al Derecho, si pongo al Derecho por encima del poder. Una pasión razonable, pues.

Ese es el enfoque políticamente correcto, el más habitual, de la relación entre el Derecho y las pasiones, que consiste en sostener que el Derecho nace aparentemente para enfrentarse a esos motores individuales y sociales que son las pasiones, que producen daño, para tratar de domeñarlas. Es el dictum que nos legara nuestro Juan Luis Vives, que dejó escrito que el Derecho puede alcanzar poco más que “sujetar las manos y la ira”. Algo que, bien pensado, no es poco: no se trata de eliminar las pasiones –una tarea, por lo demás, imposible- sino de someterlas a la razón, mediante hábitos virtuosos. Pero, desde luego, esos hábitos virtuosos muchas veces no se conseguirán si no es con el recurso a la fuerza: no hay Derecho sin espada, como bien muestra la iconología clásica.

El proyecto de una convivencia pacífica de contrarios, les recuerdo, encuentra distintas vías civilizatorias. La de la paideia, la buena educación consiste en enseñarlas, aprenderlas y hacerlas propias. La del Derecho, más realista, consiste en proponerlas como normas, esto es, con el refuerzo de la fuerza, la coacción, que permite imponerlas. El peso de la fuerza que acompaña inexorablemente al Derecho, disminuirá en la medida en que el proceso civilizatorio alcanza lo que llamamos legitimidad democrática del Derecho: es decir, en la medida en que lo que se propone como pautas de comportamiento (hábitos virtuosos) se haya convertido en virtudes cívicas exigibles y aceptables, y lo son, deben serlo, en primer lugar entre los juristas, y en particular entre los jueces. Eso sucede cuando se proponen como pauta a seguir comportamientos que la mayoría acepte, racionalmente, como virtuosos, en el sentido de imprescindibles e incluso deseables para los objetivos de convivencia que se han decidido por común (mayoritario) acuerdo.

Y esta exigencia refuerza el modelo del jurista ecuánime, que sabe refrenar las pasiones sin contagiarse de ellas. Es el ideal del jurisconsulto romano que nos lega un propósito de objetividad (mal entendido como neutralidad y, aún peor, como asepsia valorativa), propio de una cierta cultura jurídica, la del positivismo legalista, impulsada por el anhelo de evitar que los operadores jurídicos por excelencia, los jueces, pudieran poner palos en la rueda legal de la revolución que ha acabado con el antiguo régimen y que se concreta, claro está, en ese brocardo de Montesquieu que nos presenta a los jueces como boca muda de ley.

Pues bien, a mi juicio, frente a ese juez mecánico, artificial, el modelo de juez por el que nos debemos inclinar es el de aquel que, conociendo las pasiones e intereses y siendo él mismo sujeto de esas pasiones e intereses, las somete a control para saber realizar su función de mediación en los conflictos, lo que no será posible si, además de la observancia de la ley que le vincula y le da la legitimidad en su tarea de mediación, no lleva a la práctica esas virtudes que equilibran las pasiones. Y es ahí donde cabe plantear la importancia de la capacidad de empatía, de compasión, en la tarea del jurista. Algo que tiene mucho que ver con la pietas romana, siempre que no la confundamos con el sucedáneo paternalista de la conmiseración. Lo entendió bien una de nuestras mejores juristas, Concepción Arenal, que acuñó el brocardo <odia al delito y compadece al delincuente>.

La compasión pude ser entendida como pasión jurídica si descarta el paternalismo y se convierte en capacidad empática, ese ponerse en los zapatos del otro, conforme al famoso alegato de otro personaje literario modelo de juristas, el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor. Pero no es fácil hacerlo sin incurrir en sentimentalismos baratos. No es fácil guardar la ecuanimidad que se espera del jurista, su capacidad para embridar las pasiones, y en particular la ecuanimidad que se espera del juez, que se ve a su vez ante la exigencia del difícil equilibrio de cordura y pasión en la función de juzgar.

(II)

PASIÓN POR Y CONTRA EL DERECHO

En esta segunda parte, como he adelantado, quiero ocuparme de dos pasiones contrapuestas: la pasión por el Derecho, que algunos calificarían de pasión por la justicia, y la pasión contra el Derecho.

Para ilustrar la primera y sobre todo su patología, echaré mano de una narrativa que puede considerarse un hilo conductor de la filosofía jurídica, tal y como dejó claro quien, en mi opinión, es uno de los más grandes juristas, Rudolf Ihering, en su recurso al relato de von Kleist, Michael Kohlhaas, con el que ilustra su tesis de la lucha por el Derecho.

Como he anticipado, este un hilo que recorre la literatura clásica, desde Aristófanes y Sófocles a Shakespeare y Cervantes, de Dostoievski a Kafka, hasta esos contemporáneos descendientes del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle que son los relatos jurídicos de von Schirach (un autor por quien comparto entusiasmo con mi amigo Pepe González Cussac). Como seguro que recuerda este ilustrado auditorio, la sabiduría jurídica clásica condensó los riesgos de esa pasión extrema por el Derecho (entendido como justicia, la pasión del justiciero, si quieren ustedes verlo así) en dos brocardos: summum ius, suma iniuria, y fiat iustitia et pereat mundus

En la lista de esos justicieros que viven esa pasión que llega a ser obsesión por la justicia, que desborda las riendas de la razón, el primero sería, según escribe mi amigo F. Ost, un personaje de Aristófanes, el juez Filocleón, junto a la Antígona de Sófocles. En esa línea se inscriben el Shylock de Shakespeare y, sobre todo, el justiciero por excelencia, Don Quijote. Un personaje que se autodefine en una famosa cita que muchos llegamos a aprender de memoria: “y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando entuertos y desfaciendo agravios”. Recordarán cómo Cervantes retrata, por ejemplo, los desastrosos y contraproducentes efectos de esa pasión desmedida por la justicia en el famoso episodio de los galeotes, en el que, una vez más contrasta la actitud más legalista que encarna Sancho -propia de un formalismo jurídico apegado a la práctica más común-, frente a la pasión -compasión- que representa nuestro caballero.

Creo que hay que estar ciego para no detectar hoy el crecimiento exponencial de ese anhelo del Derecho que ejemplifican los justicieros, como Shylock: cómo crece sin medida la pasión litigante, cómo florece la pasión legiferante, reglamentista sobre los aspectos más nimios, hasta qué punto bordeamos esa otra pasión de monopolio del Derecho que lleva al extremo del RichterStaat, un gobierno de quienes en puridad no deben ser gobernantes sin guardianes, los jueces, o como la pasión vindicativa propia del justiciero, al que da alas el populismo penal, desarrolla una marea prohibicionista que, a 50 años de mayo del 68 y de su prohibido prohibir, parece querer prohibir, castigar  y cancelar sin descanso. Incluso en ese templo de la libertad de cátedra, de expresión y crítica que debieran ser las aulas universitarias.

Hablemos ahora de lo que llamo pasión contra el Derecho. La pasión contra el Derecho viene de lejos. La experiencia del terribile diritto, que dijera Rodotá, genera pasiones negativas frente al Derecho (miedo, desconfianza, e incluso ira antijurídica), aunque en no pocas ocasiones de forma contradictoria, como creo que sucede hoy, tal y como se ejemplifica sobre todo en las redes sociales, pero también en no pocos medios de comunicación tradicionales: prensa, radio, televisión.

Y es que asistimos hoy a una corriente que fomenta un descrédito o desconfianza generalizada sobre el Derecho, que generalmente se presenta como miedo ante la fuerza del Derecho, pero que a veces alcanza otro grado, otra pasión: la furia contra el Derecho, al menos contra quienes nos dicen qué es Derecho. Y, entre ellos, abogados y jueces, contra los que nuestro refranero nos previene (“tengas pleitos y los ganes”). Es lo que ejemplifica Shakespeare en boca del carnicero Dick de su Enrique VI: “Let’s skill all the lawyers!”.

Describiría esa pasión hodierna como un menosprecio por el Derecho que no procede de las trincheras ideológicas habituales (las tesis anarquistas, comunistas o libertarias) sino muy otras: por ejemplo, ciertas versiones del nacionalismo, ciertas versiones del feminismo. Lo que tienen en común aquellas impugnaciones y estas otras es sostener que todo el derecho existente está fatalmente contaminado de virus que imponen su debelación: el de clase, el de la nación-Estado, el del hetero-patriarcado.

Este menosprecio por el Derecho se alienta también desde las alturas –o abismos, quizá- de la ciencia, en particular de parte de un tipo de científicos sociales al alza (mediáticos, digámoslo), a los que no se les cae de la boca la advertencia sobre lo importante que es “la política” y la necesidad de superar el torpe recurso al Derecho y a sus instrumentos, algo secundario, claro. Una displicente actitud a la que no son ajenos no pocos periodistas y comunicadores.

Hablo, por ejemplo, de esos escenarios que dominan escribidores y locutores (me cuesta llamarles periodistas) que jalean el linchamiento de jueces machistas, prevaricadores, corruptos y demás despreciable ralea y que nos explican –desde su contacto privilegiado con la realidad y, al parecer, de su dominio sobre los más recónditos arcanos del Derecho- cuándo tal o cuál comportamiento es ilícito, cuándo es justa o abominable una sentencia (que no acostumbran a leer, ya no digo estudiar, sino que critican en el momento mismo en que se anuncia), todo ello adornado con insólitos conocimientos procesales, que deben sobre todo a gargantas profundas de los pasillos de tribunales, más que a las aburridas y nada glamourosas horas de estudio. Y lo hacen porque dicen que ellos sí que saben lo que piensa y quiere como justo la calle, que sería algo muy distinto de lo que han secuestrado como justo los clérigos que administran (usurpan) el (verdadero) Derecho.

Aún más preocupante me parece el caso de admirados politólogos que, desde la tribuna de la ciencia (que muchas veces parece más bien púlpito de predicador) nos aleccionan sobre cuándo hay un delito de rebelión, sedición o simplemente una manifestación cívica con algún toque gamberro, a base de lecturas de Wikipedia sobre el Código Penal, como si el Derecho no mereciera mayor atención.

No me resisto a apuntar, por cierto, que aún estamos esperando que esos gurús nos expliquen cómo se puede hacer política, no ya excelsa sino simplemente civilizada –es decir, algo mejor que la nuda imposición de la voluntad del que más puede–, sin el recurso al Derecho. Y que nos expliquen también dónde quedarían los intereses del común –no digamos de los más vulnerables- si todo fuera negociación (“pónganse a hablar”, conminan esos iluminados), olvidando que, si se trata de negociar sin más, como pregonan, más allá de los tediosas y estériles normas, instituciones, procedimientos y sanciones del artefacto jurídico, la palabra quedaría como atributo exclusivo de los que están de facto en condiciones de hacer o dictar el negocio. Monopolio de una élite que ya no son reyezuelos perezosos y viciosos, ni tampoco juristas entogados, sino elegantes CEO y ejecutivos con más desprecio e ignorancia por las necesidades y preocupaciones del común de los mortales que la que exhibían aquellos déspotas con los que aún quieren asustarnos.

Claro, lo de negociar adquiere un tinte distinto si se trata de negociar bajo el imperio del Derecho (hablo del Estado de Derecho), lo que, por cierto, no tiene nada que ver con esa pretensión –a mi juicio, inaceptable– de “negociemos sin condiciones previas” que se ha presentado en tantas ocasiones en nuestro país. Eso, a mi juicio, es incitar al enfrentamiento de pasiones, a ver quién resiste y puede más, reafirmándose en las suyas.

Termino. Al cabo, lo que podemos aprender de este sumario recorrido es que la ambición de que el Derecho represente el dominio de la razón sobre las pasiones, hasta alcanzar el objetivo de erradicarlas, es una pretensión vana. A lo que el Derecho puede aspirar, insisto, es a racionalizar y sujetar las pasiones mediante la mediación de normas e instituciones que permitan obtener acuerdos respetables.

Porque las pasiones no desaparecen: siguen ahí, presentes en todos los ciudadanos y son más difíciles de someter o incluso de regular y controlar cuando se trata de quienes tienen poder. También, evidentemente, en los propios juristas, por más que a ellos les exigimos un plus, que está implícito en esa iconografía de la justicia a la que ya me he referido: además de la espada, la balanza, el equilibrio, nos habla de esa racionalización de las pasiones, como también la venda que cubre los ojos de la justicia. En caso contrario, la espada con que se adorna nos parecería una exacción y, como planteara San Agustín, no habría al cabo distinción entre el mandato del Derecho y el de una banda de ladrones.

La consecuencia es clara: hay que tratar de formar a los juristas en el conocimiento de las pasiones, de las propias y las ajenas y en los medios para embridarlas bajo el mandato de la razón. Hay que saber domeñar las pasiones mediante el recurso a una noción que permite la negociación en lugar de abocar a la nuda confrontación: Es la noción de intereses, que debe llevar a examinar cómo conjugarlos y establecer preferencias e incluso detectar y crear intereses comunes, como supieron hacer los fundadores de la UE. En ello, a la lección de Jhering hay que sumar la de Hirschmann, en su obra de referencia sobre pasiones e intereses en el capitalismo, un autor por el que comparto admiración con mi amigo Juan Romero.

Y, sobre todo, hay que vigilar con la mayor atención las pasiones de quienes tienen el poder de decidir sobre nosotros, desde el Derecho.

Simone Weil, en su luminoso ensayo sobre la Ilíada pone de manifiesto que la acción de la fuerza somete tanto a vencedores como a vencidos. Entre los resquicios del imperio de la fuerza, sin embargo, aparece de forma casi milagrosa la gracia. Esa es la enseñanza más importante del poema homérico: la lección última de la Iliada es la transformación de la cólera de Aquiles, gracias a la compasión hacia Priamo, en pietas, piedad por los muertos, piedad por las familias de los muertos, la piedad que vence a la crueldad. La esperanza está en la pasión común nacida de la común convicción acerca de la fragilidad humana, la condición común de humanidad, una piedad que nos hace capaces de no sucumbir a la fascinación de la fuerza.

UNA CELEBRACIÓN EXIGENTE (En el 75 anivrsario de la DUDH) (Versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 20 de diciembre de 2021)

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), ¿un disparate con zancos?

En la última semana hemos leído no pocos comentarios que negaban razón para celebrar el 75 aniversario de Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH): no, mientras continúa sin esperanza el recuento de decenas de miles de civiles palestinos muertos por la guerra sin cuartel desatada por el gobierno Netanyahu tras los asesinatos y torturas a más de mil civiles israelíes víctimas de Hamás. No, mientras las niñas y mujeres afganas pierden toda esperanza de una mínima dignidad, como no parece haber esperanza tampoco para las poblaciones de Haití, de Mali o Yemen, o los centenares de miles de indígenas en todo el continente americano, de Canadá a Chile. No, cuando según los datos del Banco Mundial, 1300 millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza (con menos de 2,15 dólares al día) y 700 millones en la pobreza extrema (con menos de 1,90 dólares al día).

Ya en el momento de la Declaración de Derechos de 1789, Bentham criticó la idea de derechos naturales de los seres humanos como un “disparate con zancos” (non sense upon stilts), una más de las falacias que denunció, porque entendía que la noción de derechos carecía de sentido a no ser que fueran legalmente exigibles: en caso contrario, como le parecía respecto a la idea de derechos naturales o a los derechos proclamados en 1789, se trataba de una proclamación retórica carente de utilidad real y, por tanto, frustrante. 

Ese escepticismo sobre lo que a tantos les parece una ingenuidad, un ejemplo de retórica idealista, subyace a muchos de los alegatos que, con motivo del aniversario de la DUDH que se ha cumplido esta semana, invitaban a rechazar la celebración. La mayoría han invocado las gravísimas y continuas violaciones de la DUDH, como las que he recogido, unidas a la falta de voluntad política para garantizarlos a todos (desde luego, a quienes no son los propios ciudadanos), para afrontar su castigo y para hacer frente a los nuevos desafíos que afrontan los derechos humanos: los contenidos en la DUDH y los “nuevos” derechos, aquellos que tienen que ver con la amenaza al medio ambiente y a la vida, o con los riesgos que acompañan al desarrollo de la inteligencia artificial o de las biotecnologías. 

Pues bien, mi respuesta, sin ninguna ingenuidad ni voluntarismo, es inequívocamente, sí. Por varias razones, entre las que trataré de recordar brevemente tres, que considero muy claras. 

La noción de derechos universales, un avance civilizatorio

La primera es que la DUDH supone un salto cualitativo, de dimensión, a mi juicio, civilizatoria. No es nueva la proclamación de derechos de todos los seres humanos. Es sabido que se trata de un ideal que podemos rastrear en los orígenes de la cultura occidental, desde la afirmación por los estoicos de la existencia de una comunidad del género humano y, más tarde, por la escuela española del derecho de gentes en el XVI. Una idea que recibió también el impulso del núcleo más novedoso del mensaje de Jesús, que proclama a todos los seres humanos como iguales hijos de Dios, más allá de la pertenencia a un pueblo elegido que afirmaba el judaísmo. Una idea que se refuerza desde una fundamentación laica y racionalista en la Ilustración y cobra forma en la ética kantiana, sobre todo en su formulación de un Derecho cosmopolita.

Si hablamos de un salto cualitativo, es porque la DUDH afirma ese carácter universal de los derechos con el respaldo, por primera vez, de una comunidad internacional institucionalizada, aunque fuera en el estado embrionario que supuso, en 1945, la Carta de la Organización de las Naciones Unidas. En efecto, aunque carente de valor normativo, la DUDH, aprobada por la Resolución 217 A (III) de la Asamblea General de la ONU, en París, el 10 de diciembre de 1948, es el cimiento de la arquitectura del Derecho internacional de los derechos humanos, que empiezan a desplegarse con los Pactos de derechos humanos de 1966 que, por encima de constantes incumplimientos, y violaciones, ha cambiado el mundo a mejor. 

El reconocimiento de la igualdad de derechos de las mujeres

Un segundo argumento, a mi juicio fundamental sobre el balance positivo de la DUDH, esel del avance en los derechos de las mujeres. La Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana que en 1791 planteó de forma crítica Olimpe de Gouges frente a la Declaración de 1789, se convirtió en un instrumento normativo de primer orden, en ese sistema onusiano de derechos, gracias a la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), adoptada por la Resolución 34/1980 de la Asamblea General de la ONU, el 18 de diciembre de 1979. Por supuesto, eso no habría sido posible sin la ayuda decisiva de la revolución impulsada por el desarrollo del movimiento feminista, sin la lucha conducida por millones de mujeres en todo el mundo. Y por supuesto que queda muchísimo por hacer, como lo muestra la lucha de las mujeres por sus derechos frente al régimen fundamentalista iraní (el lema “mujer, vida, libertad), pero ello no impide reconocer que esa Convención ha cambiado nuestro mundo, porque ha ayudado a mejorar la vida cotidiana de las mujeres (véase por ejemplo este website)

La universalidad de los derechos, acervo común

Dejó escrito De la Rouchefoucauld que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Y, en no pocos sentidos, éste es un tercer argumento a favor de celebrar hoy el 75 aniversario de la DUDH. 

Más allá de las argumentaciones doctrinales que han explicado cómo y por qué la DUDH es la concreción histórica del difuso ideal de justicia, lo importante es que se ha convertido en parte de nuestro sentido común. Y lo prueba el hecho de que no hay político ni gobierno que no se apreste a proclamar como cosa sabida y asumida la defensa de los derechos proclamados en la DUDH, lo que nos permite ejercer el control y la denuncia crítica cuando sus acciones desmienten tales declaraciones. Es decir, nos permite concretar razones de ilegitimidad (al menos de ejercicio, si no de origen) y, en países donde existe el Estado de Derecho y un sistema democrático, revisar sus actuaciones e incluso echarlos del poder en las elecciones. 

Bueno, hasta ahora. Porque hoy conmociona la aparición de fuerzas políticas –y de políticos con la etiqueta de salvadore– que niegan que esos derechos tengan carácter universal, porque enfatizan el nosotros primero, común a los populismos reaccionarios de los Trump, Orban, Le Pen, Salvini, Netanyahu o Milei. O, de forma aún más grave, impugnan el orden internacional basado en esos derechos, proponiendo otro alternativo, como lo hacen los regímenes y movimientos fundamentalistas islámicos (también los hay evangélicos o budistas) y, lo que es más peligroso, la nueva gran potencia, la China de Xi Jinping, secundada en ello por el proyecto de gran Rusia de Putin.

La lucha por los derechos, responsabilidad común

Lo más importante, en todo caso, es que la DUDH debe ser entendida sobre todo en términos de acicate, de exigencia. Por eso, la manera de celebrar estos 75 años de la DUDH no es la autocomplacencia, sino la que conocemos desde Jhering: luchar por ellos. Porque, como casi todo en la vida, si no hacemos avanzar de continuo los derechos, si no asumimos la responsabilidad de luchar por ellos, estarán continuamente amenazados en su reconocimiento y garantía para todos. Porque el envés de la universalidad de los derechos, el test de nuestra convicción sobre ellos, es que la negación o el retroceso en los derechos de algunas personas o grupos, so capa de su particularidad, nos amenaza a todos. 

No son pocos los desafíos que encara la tarea comprometida en la lucha por realizar y garantizar el ideal de derechos propuesto en la DUDH. Quizá el reto más importante hoy, en términos de la universalidad de los derechos, es el que nos presentan los nuevos derechos que parece que acabemos de descubrir. Me refiero a los bienes comunes de todos nosotros, bienes fundamentales que nos hacen posible vivir en este precioso tesoro que es la casa común de nuestra especie y de las demás, la vida del planeta, la vida de la que formamos parte y hemos puesto gravemente en riesgo. Como en tantas otras ocasiones, hemos tomado conciencia de ellos cuando percibimos que están seriamente amenazados y las consecuencias que comporta esa amenaza: hay mucho y muy importante por lo que luchar.

DE NUEVO, PARA ENTENDER LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS (Comentario al artículo 1º de la DUDH, publicado en el libro colectivo editado por APDHE, , 2023, pp.1-15)

El comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos exige, a mi juicio, una consideración previa, un intento de precisión conceptual o, al menos, terminológica, acerca de la cuestión clave: en qué sentido debemos entender la nota de universalidad que atribuimos a los derechos humanos, si es que se trata de algo más que un truismo si no, sencillamente, un pleonasmo.

A partir de esa base y a lo largo de estas páginas propondré que, pese a su carácter declarativo, este artículo primero contiene una propuesta, un suerte de mandato universalizante, al menos en el sentido moral y desde luego también en el jurídico, aunque no tenga fuerza vinculante.

Sobre el significado de la noción de universalidad de los derechos humanos.

Desde el punto de vista histórico-filosófico, la universalidad de los derechos es una idea regulativa y, por ende, un proceso, no un hecho. Por eso, en no pocas ocasiones he recurrido al término universabilidad, esto es, aspiración de universalidad o, si se prefiere, mandato, imperativo de universalización. Por tanto, doy por resuelta la objeción propia de un ralo pragmatismo que opone la nota de universalidad de los derechos con la evidente y amarga constatación del desmentido de los hechos. Una y otra se mueven en planos diferentes. La primera, además de idea regulativa desde el punto de vista histórico, es una exigencia del propio calificativo de humanos: si hablamos de derechos humanos, han de predicarse de todos los seres humanos y por tanto, conceptualmente, no pueden no ser universales, esto es, se han de atribuir a todos los seres que tengan la propiedad de humanos.

Cosa distinta, como sabemos, es que a lo largo de la historia no todos los seres humanos han sido considerados como tales e incluso se podría decir que hasta muy recientemente la mayoría de los seres humanos han sido excluidos de la condición de humanos. Para comenzar, las mujeres (es decir, la mitad de los seres humanos) y a añadir, los niños, las personas pertenecientes a grupos como poblaciones indígenas, minorías de todo tipo y, desde luego en buena medida, los extranjeros.

En realidad, esta constatación histórica nos conduce al verdadero banco de pruebas de la universalidad de los derechos, que es el reconocimiento de que la universalidad no puede confundirse con homogeneidad. Eso nos plantea la conciliación entre la pretensión de universalidad y la constatación de la diversidad social y cultural. Esto es, los derechos humanos se acreditan como universales cuando reconocemos como sujetos iguales de derechos a quienes se presentan y se reivindican como diferentes. Eso tiene mucho que ver con el debate en torno a lo que podríamos denominar la dialéctica de la alteridad o la dialéctica del reconocimiento del otro.

Si bien la condición de alteridad puede ser afirmada como rasgo ontológico de los seres humanos, sus manifestaciones son no sólo muy diversas sino incluso contradictorias, comenzando por las que tratan de negar la existencia de los otros o, al menos, por decirlo en un lenguaje filosófico-jurídico, su reconocimiento. En ese sentido, no podemos ignorar que la historia parece ofrecer contundentes testimonios de la voluntad de negar el reconocimiento del otro, basadas en una respuesta -que se diría instintiva- de rechazo o miedo a su presencia, como lo simboliza la categorización de la figura del extranjero, entendida como amenaza, las más de las veces nacida de la ignorancia y el prejuicio. Ello permite ese tipo de respuestas recurrentes históricamente ante la presencia del otro que consisten en su discriminación, su exclusión, o incluso su eliminación física, además de su explotación.

Esta, la de reconocimiento, me parece la categoría central en la respuesta normativa, jurídica y política, a la condición de alteridad. Podría sugerirse la tesis de que el proceso de universalización de los derechos, que es uno de los vectores del progreso de la civilización, tiene como símbolo el avance en el reconocimiento de los otros, que se concreta por medio del Derecho desde un indiscutible trasfondo ético. Por supuesto, hablo de un reconocimiento dialéctico que, en una primera fase, es negativo: la identificación del otro como distinto, incompatible, inferior. Pero ese reconocimiento negativo dará paso a la formulación de un principio básico de hospitalidad, que instaura una forma elemental de respeto al otro, un reconocimiento positivo, siquiera sea transitorio. Y a través de un costoso proceso, se abrirá camino otra modalidad de reconocimiento positivo estable y más extenso, que se traduce en la formulación de los otros como sujetos con los que cabe, primero, la negociación (el comercio, la mutualización de intereses) y luego la cooperación, que señalará el objetivo a alcanzar: la igualdad como sujetos.

La historia del reconocimiento del otro tiene, pues, modalidades muy diversas y aun contrapuestas porque, como mostrara Hegel mejor que Aristóteles, es esta una noción dialéctica. Pero la culminación de la evolución jurídica y política del reconocimiento es la consagración del otro como igual sujeto de derechos, desde su diferencia y no pese a ella, según ha insistido la versión contemporánea de esa teoría, encabezada por el filósofo canadiense Charles Taylor y reformulada en el ámbito jurídico-político por Will Kymlicka y, sobre todo, por Axel Honneth[1].

En todo caso, insisto, es imposible negar la recurrencia histórica de esa respuesta elementalmente negativa del reconocimiento, del rechazo ante la presencia de ese otro: sobre todo del otro que no se limita a existir en su lugar, sino que llega hasta nosotros, pretende vivir entre nosotros y, además, exige su reconocimiento como igual, esto es, quiere tener presencia como tal otro, se niega a desaparecer por aculturación/asimilación y exige ser aceptado como es, de modo que demanda el reconocimiento de igualdad en derechos desde su otredad, lo que en no pocas ocasiones supone el planteamiento de derechos de la diferencia y no sólo del derecho a la diferencia. En este caso nos encontramos ante una perspectiva filosófica que arranca del relativismo y niega la universalidad, que denuncia como máscara o coartada de un imperialismo cultural, jurídico, político.

En el origen de esa formulación negativa se encuentra la ontología conservadora del orden establecido (la opción Parménides, frente a la opción Heráclito, tal y como explicó Cassirer), que postula la cohesión y la homogeneidad social como condición de supervivencia y desarrollo. Dicho de otro modo, la aparición del otro, su presencia estable a nuestras puertas o entre nosotros, se ha visto abrumadoramente vinculada a la construcción de uno de estos dos únicos destinos: o es un enemigo y, por tanto, hay que acabar con él, o se somete a nosotros, asimilándose a nosotros forzadamente, convirtiéndose en nuestro esclavo. Puede decirse que, a lo largo de la historia, en nuestra tradición, la construcción del lugar del otro —en su relación con nosotros— está ligada a dos leit motiv, la dominación y la desigualdad. Eso no significa que sea la única opción: la historia nos enseña también que la pretendida homogeneidad social no es natural, sino que siempre tiene que ser impuesta, porque según advirtiera ya Heraclito, la realidad social es diversidad y, por supuesto, conflicto.

El argumento de fondo en esa construcción del otro siempre es el mismo, el de la desigualdad, que se sirve de la coartada de la diferencia (comenzando por la diferencia más visible), llevada hasta el extremo: el otro, qua diferente, no es humano como nosotros. Y para sostenerlo es preciso insistir, hacer visibles los rasgos que le diferencias de los nuestros, que son los verdaderamente humanos: es el proceso a través del cual deshumanizamos al otro, mediante el recurso de mostrar que sus características diferenciales de las nuestras implican su incompatibilidad con nosotros, los humanos. En todo caso puede decirse que, en no pocos sentidos, la conciencia de la existencia del otro y la consiguiente configuración de la alteridad, es uno de los ejes centrales de la historia del pensamiento filosófico, social y político. Y por supuesto lo es también en el ámbito de la creación artística. En estas páginas trataré de recordar algunos ejemplos que me parecen especialmente significativos en nuestra tradición literaria.

Pero, aun reconociendo que las más de las veces esa incompatibilidad se construye mediante la reducción del otro a su dimensión de amenaza, esto es, a la noción de enemigo, en el fondo, el argumento más eficaz es el de presentarle como radicalmente incompatible con nosotros, que tenemos el monopolio de lo humano. Es así como se presenta al otro como inasimilable, en cuanto bárbaro.

Todorov (por ejemplo, en Nosotros y los otros, o en El miedo a los bárbaros. Más allá del choque de civilizaciones), nos explicó muy bien los hitos doctrinales y las falacias de esa construcción del extranjero como bárbaro/salvaje/no humano, que se remontan a los orígenes de nuestra tradición grecolatina y que responden a la ignorancia, al prejuicio y al miedo ante lo desconocido, lo diferente, aquello cuya existencia pone en tela de juicio que la nuestra sea la única o, en todo caso, la mejor opción de vida, la superior.

Recordemos: lo que nos propone el origen griego del término bárbaro es precisamente su carácter ajeno a lo humano, que se define por la capacidad de hablar nuestro lenguaje: difícilmente pueden ser considerados como humanos aquellos que no saben hablar como nosotros y, en lugar de hablar, balbucean. Item más, quien no puede compartir nuestra lengua, no puede compartir el universo de valores en el que se basa la convivencia (un argumento que pervivirá siglos más tarde en la doctrina nazi del derecho penal del enemigo). El lenguaje, —en realidad, nuestro lenguaje— es la medida de lo humano. Todo aquel que no pertenece a mi comunidad —que se identifica mediante ese marcador primigenio que es el lenguaje—, no lo es. No saben hablar (la lengua, nuestra lengua) y, por tanto, son salvajes. Como no saben expresarse, no comparten nuestros valores, nuestras costumbres, nuestras instituciones, que nosotros presentamos como naturales y por ello universales, lo que nos permite así trazar la línea divisoria entre civilización y barbarie. Una línea roja que marca además nuestra legitimidad para imponer nuestro dominio en el mundo, nuestra ley, la de todo imperio que se ha presentado a sí mismo como centro del mundo: Roma, las potencias europeas, sí, pero también otres imperios: baste pensar, por ejemplo, en China o Japón.

La lengua supone la existencia de una comunidad que comparte ese instrumento, sin el que no puede haber comunicación, identidad, cohesión social. La dificultad de la comunicación entre comunidades que tienen diferentes lenguas es un tópico de la antropología cultural, que ha explicado los malentendidos que nacen de ello. Lo han hecho también la literatura y el cine. Desde el punto de vista literario basta mencionar las obras de Swift, Kafka u Orwell. Por lo que se refiere al cine, es imposible dejar de evocar las sarcásticas secuencias de ¡Mars Attacks!, de Tim Burton, sobre los malentendidos culturales que estarían tras el ataque de los marcianos a los terrícolas, o las páginas del relato de Ted Chiang Arrival, espléndidamente llevado al cine por Denis Villeneuve. Permítaseme mencionar ese relato del encuentro entre una civilización extraterrestre y los humanos, que tiene como protagonistas a una lingüista, a la que se ofrece un insólito trabajo como intérprete y a un físico teórico. El diálogo entre ambos, a propósito de qué es lo que nos permite definir a una civilización como tal, es muy ilustrativo: “El lenguaje”, sostiene ella. “La ciencia”, afirma contundentemente el físico. Y debaten sobre la hipótesis Sapir-Whorf, una versión extrema del condicionamiento de nuestro cerebro -de nuestra representación del mundo- por el lenguaje, lo que exige un profundo conocimiento de la mente del otro, para entender su lengua y, por tanto, poderle reconocer.

Hechas estas consideraciones, creo que podemos abordar el comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (DUDH).

La DUDH y la difícil universalidad: el artículo primero.

El artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice así:

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.[2]

Como hemos visto, se trata, evidentemente, de una afirmación que debe ser tomada como expresión de una convicción o, por mejor decir, de una propuesta, no de una constatación.

Los redactores de la Declaración universal de los derechos humanos sitúan así la proclamación de la universalidad vinculada a varios conceptos: la igualdad y la libertad como atributos básicos de la condición de ser humano, que se expresa en la titularidad de dignidad y de derechos y postula el valor de fraternidad como exigencia ligada a dos capacidades que, a su vez, son presentadas como propios de los seres humanos, la razón y la conciencia.

La elaboración de la DUDH fue un mandato de la Asamblea General de la ONU en 1946. Un primer borrador fue examinado por el Consejo Económico y Social que encomendó a la Comisión de Derechos Humanos -presidida por Eleanor Roosevelt- la redacción de un anteproyecto de “carta internacional de derechos humanos”. A comienzos de 1947 el encargo quedó en manos de un Comité de redacción, que se amplió en marzo para quedar finalmente constituido por 18 miembros de la Comisión y presidido también por Eleanor Roosevelt[3]. Cabe destacar que, frente al tópico de una visión exclusivamente occidental, entre los 18 encargados de esa redacción había una notable pluralidad, desde el punto de vista nacional, cultural religioso e ideológico. El Comité de redacción encomendó a René Cassin que redactara el texto que se presentó en la sesión de la Comisión de derechos humanos en Ginebra en 1948 y por eso este texto de conoció como borrador de Ginebra.

Desde el punto de vista conceptual y en lo que toca a la universalidad, no es anecdótica la discusión acerca de la terminología del artículo primero, tal y como la presentó René Cassin, que reproducía la terminología del artículo primero de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789: “Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits”. Sin embargo, una de las tres mujeres que -además de Roosevelt -formaban parte de la Comisión de derechos humanos, la política y activista feminista de la India Hansa Metha, que luego sería vicepresidenta de la misma Comisión, advirtió de la necesidad de emplear un lenguaje inclusivo que así evitara que algunos Estados miembros restringieran o incluso excluyeran a las mujeres de la igualdad de derechos. Así, consiguió que la fórmula final fuese «todos los seres humanos nacen libres e iguales».

A mi juicio, la característica de la universalidad postula como imperativo universalizante lo que el filósofo Etienne Balibar[4] ha denominado la egalibertad, la igual libertad en derechos, exigencia basada en lo que razón y conciencia nos descubren, tal y como supieron hacer ver los estoicos. Me refiero a la común condición de pertenencia al género humanos, a la humanidad. Esa condición común es la que tiene reflejo en la universal fraternidad (hoy reformulada para añadir la sororidad) que es el motor del imperativo de reconocimiento de todo otro como igual, que genialmente supiera trasladar Beethoven, en su Himno a la alegría: que todos los hombres, todos los seres humanos, vuelvan a ser hermanos.

Transcurridos 75 años de la DUDH, parece cada vez más evidente la importancia, la necesidad de defender esa universalidad como un mandato, como tarea exigente y ambiciosa, de la que ni podemos ni debemos abdicar. El valor del mensaje de universalidad es el de luchar por conseguir que se reconozcan por igual todos y los mismos derechos a todos los seres humanos, cada uno desde su insustituible particularidad, desde sus diferencias. Lo que significa, claro, que la negación de su titularidad o la ausencia de garantía de alguno de esos derechos para alguno —en realidad para muchos— seres humanos, por razón de su sexo, de su pertenencia a un grupo étnico, nacional o religioso, o a una clase social, o por su opción sexual o de cualquier otro tipo, es una violación de los derechos de todos los seres humanos, es decir, de los nuestros.

Me parece asimismo evidente que, frente a las consabidas críticas por la ausencia de eficacia en punto al mandato universalizante de los derechos, la arquitectura institucional dispuesta por la ONU a lo largo de estas siete décadas, a partir de la Declaración, de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 y del sistema de Convenciones y Comités, ha sido imprescindible para avanzar en esa aspiración de universalizar, esto es, de extender su reconocimiento y garantía a todos los seres humanos por igual. Comenzando por lo más necesario: la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres (incluyendo, claro, las formas de violencia que sufren por el hecho de serlo), que no por azar fue y sigue siendo el primer objetivo que se propuso la ONU en la tarea de reconocimiento, garantía y efectividad universales de derechos.

La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, que acordó la Asamblea General[5], sigue siendo la herramienta jurídica más importante, probablemente junto al instrumento jurídico del que se dotó por su parte el Consejo de Europa, para prevenir y luchar eficazmentecontra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica[6]. Queda mucho por hacer, por supuesto. Pero si se mira a la situación en 1948, no es menos evidente cuánto se ha avanzado en esta exigencia imprescindible de civilizaciónque es la igualdad entre hombres y mujeres, como primera exigencia del mandato de universalización de los derechos humanos. 

Ahora bien, una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos. Esa es una razón suficiente para que siga siendo necesario insistir en un mensaje, el del vínculo entre tomar en serio los derechos humanos y hacer lo propio con la democracia. Porque se trata de hacer entender que todos y cada uno de nosotros somos los verdaderos señores de los derechos, esto es, que no son concesiones que nos hace un soberano (en una Carta Magna), ni regalos otorgados por los académicos, los políticos, las ONG, los jueces o los funcionarios. Afirmar que los derechos son humanos, significa que son nuestros en el sentido de que todos nosotros por igual somos sus titulares y, por tanto, que todos y cada uno somos responsables de cuidar de ellos, de luchar con los medios que el Derecho pone a nuestro alcance para que esos derechos se mantengan y se fortalezcan. Y me gustaría recordar dos condiciones para que esa lucha sea eficaz.

La primera nos la enseña una y otra vez la historia. Casi siempre, los avances en los derechos se han originado en la razón de un solo individuo (como proponía Thoreau, o como postuló Olimpie de Gouges), o de unos pocos, que han expresado con firmeza y con argumentos su disidencia respecto a la opinión o al estado de cosas dominante. Pero si esa voz o voces aisladas no consiguen movilizar a la mayoría, el avance se enquista en conflicto o en debate para élites. Luchar por los derechos exige no tanto exhibir superioridad moral y recrearse en ella, sino más bien ser capaz de saber sumar, lo que quiere decir no sólo movilizar, sino convencer y negociar. Y eso me conduce al otro requisito para una lucha eficaz por los derechos.

Porque la verdadera condición previa, claro, consiste en saberlo y saberlo explicar. Ser conscientes de que los tenemos a nuestro alcance —a nuestro cuidado— y que depende de nosotros el que se vivan como tales. Eso quiere decir que, para luchar eficazmente por los derechos, primero es necesario educar en ellos, un objetivo que debe estar en el centro de cualquier programa político. Una exigencia que debe requerirse, en particular, en la formación de aquello a quienes profesionalmente hemos encomendado las tareas que hacen posible ese reconocimiento y garantía: jueces, fiscales, policía, funcionarios, profesores, profesionales de la comunicación.

Lo que pretendo recordar, una vez más, es que tomar en serio la obligación de educar en derechos humanos es mucho más que enseñar un conjunto de textos, un catálogo de derechos. Es aprender que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes y tribunales) sólo adquieren sentido si sirven al objetivo de la mejor garantía de la igual libertad de todos. Se trata, insisto, de aprender a vivir los derechos, a servirse de ellos y también a defenderlos como lo que son: algo propio y, a la vez, común a todos. Frente a quienes se recrean en seguir glosando la aguda –y cínica– crítica de Bentham al calificar la noción de derechos humanos como “un sinsentido con zancos”[7]. Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual, para todos los seres humanos, no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente.

Sobe la fuerza expansiva del mandato universalizante del artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales y en los ordenamientos jurídico-constitucionales.

Aunque de suyo la DUDH, como es sabido, no tiene carácter de norma vinculante (más que indirectamente, a través de su reflejo en los Pactos internacionales de 1966 que obligan a los Estados parte en los mismos, como es el caso de España), la repercusión de este artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible.

Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos.

Por lo que se refiere a la recepción del mandato de universalidad en el ordenamiento jurídico constitucional español, es muy reveladora la técnica legislativa seguida en la redacción del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.

La vía a través de la cual el mandato universalizante de los derechos humanos formulado en el artículo primero de la DUDH se incorpora al ordenamiento constitucional español es la dispuesta en el artículo 10 de la Constitución española de 1978[8], y así lo recogió la jurisprudencia constitucional desde temprana hora. En efecto, conforme dispone el fundamento jurídico 3 de la STC 53/1985, se trata del prius lógico y ontológico para la existencia y reconocimiento del sistema constitucional de derechos y libertades. El carácter universal de los derechos humanos enunciados en la DUDH, constituye, según la misma jurisprudencia, una suerte de línea roja o mínimo que todo estatuto jurídico debe garantizar, centrado en el núcleo de derechos universales que emanan directamente de la dignidad personal[9],

En cualquier caso, la fuerza expansiva del núcleo de dignidad obliga a una interpretación progresiva que reconoce como derechos universales a garantizar derechos pertenecientes al ámbito de los derechos económicos, sociales y cultural que, desde la tradición liberal, no se entienden vinculados al núcleo de la dignidad: son derechos tales como el derecho a la propia lengua, o el derecho de acceso a la salud y a una vivienda digna. Más importantes incluso me parecen los derechos ligados a la noción de bienes comunes, que me permito examinar con algún detalle para finalizar este comentario.

Se trata de bienes o necesidades de todos (desde luego de nuestros hijos, de las generaciones futuras, pero también de todos nosotros como especie y aun de la vida misma, del planeta) y de cuya relevancia hemos caído en la cuenta sólo recientemente, como consecuencia de la evolución de las nuevas tecnologías, aunque la semilla estaba puesta por el modelo de crecimiento económico propio del dominio de una lógica de mercado insaciable y realmente depredadora, que ha dado lugar a lo que conocemos como Antropoceno. Aparece así la conciencia de un interés común a todo el género humano, el del cuidado de la vida, la supervivencia no ya de nuestra especie, sino de otros seres vivos[10]. Esta es una de las líneas que ha sabido sacar a la luz lo que se conoce como “constitucionalismo ecológico”, que ha sido desarrollado sobre todo por el nuevo constitucionalismo latinoamericano, al que los europeos debemos prestar atención, aunque no falten aquí iniciativas que han puesto el acento en esa perspectiva[11].

Precisamente, lo característico de esos “nuevos bienes” que se encuentran amenazados hoy es que suponen una revisión de una noción ya existente en derecho romano, pero ahora desde la impugnación de que la regla jurídica aúrea a seguir sea el derecho de propiedad: ya no deben ser entendidos en los términos de bienes que no son propiedad de nadie (res nullius), sino como bienes comunes, imprescindibles, condiciones de la vida, algo que estaba presente en cierto modo en la escuela española del ius Gentium que, a su vez, recupera el mejor estoicismo, el que habla de los bienes comunes de toda la humanidad.

En definitiva, como se ha dicho, el leit motiv es subrayar la necesaria recuperación de lo común, como redefinición de lo público —a no confundir con lo estatal, por más que al Estado le compete un especial deber de tutela y promoción de ese ámbito—. A ese respecto, a mi juicio, la prioridad debería ser obtener un acuerdo sobre los bienes o necesidades que son imprescindibles para la vida pero que se encuentran hoy particularmente amenazados, sobre su reconocimiento y su protección, lo que incluye su justiciabilidad efectiva. Por eso, creo que vale la pena prestar atención a propuestas como las deLuigi Ferrajoli (inspiradas en los trabajos de la mencionada Comisión Rodotá) [12], De acuerdo con su análisis, esos son los nuevos derechos prioritarios: de un lado, bienes vitales naturales, como el agua, el aire incontaminado, el clima estable. Y de otro, bienes vitales sociales, fruto de nuestro ingenio e investigación, como la comida imprescindible, los fármacos esenciales, las vacunas. Unos y otros deberían estar sustraídos al mercado y en particular los naturales, bajo formas fuertes de garantía que recuperen su carácter extra patrimonium y extra commercium. Baste pensar, por ejemplo, en el escándalo del negocio de agua, que priva a una parte importante de la población mundial del acceso a un bien común indispensable. En coherencia con el mandato universalizante nuestro empeño debería centrarse en proteger estos bienes, incluso de forma aún más severa que los derechos fundamentales individuales y así garantizar el acceso universal a los mismos.


[1] Cfr. Charles Taylor Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, 1996. El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, 2003. Will Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, Oxford University Press 1991; Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, 1996; Axel Honneth, Struggle for Recognition. The Moral Grammar of Social Conflicts, Polity Press, 1996; Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Katz, 2010; La sociedad del desprecio, Totta, 2011; El Derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, Katz, 2014; Nancy Fraser/Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico, Morata, 2006.

[2] La repercusión de este artículo 1º en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible. Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos. Es muy reveladora la técnica del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.

[3] El grupo inicial lo constituían Roosevelt, Peng Chung Chan y Malik, auxiliados por Humphrey. Desde marzo, entraron representantes de 5 Estados, todos ellos miembros de la Comisión: Australia, Chile, Francia, Reino Unido y la URSS, además de los tres miembros iniciales (China, EEUU y Libano): así, el jurista inglés Charles Dukes, el diplomático ruso Alexandre Bogomolov, el diplomático chileno Hernán Cruz, o el australiano William Hogdson.

[4] Cfr. Etienne Balibar, La igualibertad, Herder, 2017.

[5] Resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979

[6] Me refiero, claro está, al Convenio de Estambul, de 11 de mayo de 2011.

[7] “Natural rights is simple nonsense: natural and imprescriptible rights, rhetorical nonsense—nonsense upon stilts”, Falacias Anárquicas, OC, vol. 2.

[8] “Artículo 10: 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

[9] Así se enuncia, por ejemplo, en el fundamento jurídico 4 de la STC 242/1994, o en el fundamento jurídico 3 de la STC 57/1994. Es constante la referencia a ese núcleo indisponible de derechos, de carácter universal, ligados a la dignidad personal: véanse por ejemplo las SSTC 107/1984 y 99/1985.

[10] Es en ese sentido es en el que -como una parte del movimiento animalista- he postulado una concepción no especista de los derechos. Por ejemplo, https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/hablemos-progreso-persona-no-humana_129_1238814.html y en definitiva, de la vida del planeta, como muestra el concepto One Health, acuñado por la OMS.

[11] Lo ha recordado en diferentes trabajos el profesor Luis Lloredo quien ha puesto en valor la aportación de la denominada Comisión Rodotá, en Italia, en 2011, a propósito de la lucha de movimientos sociales por el derecho al agua, entendido como ejemplo de esos “bienes comunes”, un tertium genus respecto a la clásica distinción entre bienes públicos y privados. Cfr. por ejemplo “Bienes comunes naturales en el proceso constituyente chileno”, Viento Sur, 2022. Se puede consultar en https://vientosur.info/los-bienes-comunes-naturales-en-el-proceso-constituyente-chileno/.

[12] Me refiero a su ensayo Por una constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada, Trotta, 2022.

EL DERECHO, ANTE LA GUERRA COMO CONDICIÓN Y HORIZONTE EXISTENCIAL (resumen de la ponencia presentada en el seminario permanente de profesores de la Facultad de Derecho de la Universitat de València, el 4 de diciembre de 2023)

Los organizadores del seminario querían una intervención sobre la guerra y el Derecho internacional humanitario en el siglo XXI, atenta al contexto que vivimos, marcado por la agresión de Rusia a Ucrania y por la brutal respuesta de Israel a los atentados terribles de Hamas el 7 de octubre, una situación que nos estremece y nos llena de impotencia, como ha dejado de forma particularmente clara y reiterada el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres..

Yo he elegido una perspectiva previa, pero que no carece de incidencia sobre lo que estamos viviendo. Cuento, por otra parte, con la intervención de la discussant de hoy, la profesora Raquel Vanyo, que conoce mejor que yo la respuesta del Derecho internacional y del Derecho Internacional Humanitario ante las guerras y, muy en particular, su desmesurado impacto de género…

Como digo, pese a los deseos de los organizadores, me parece que vale la pena discutir la tesis de la guerra como condición y aun horizonte existencial, algo a lo que había prestado atención en un número monográfico de la RFDUEX, del año 2022, que dediqué a la tesis de la guerra perpetua o guerra permanente y que forma parte de los materiales de lectura que he puesto a su disposición en la web de este Seminario Permanente de profesores, una iniciativa que forma parte de lo mejor que atesora nuestra Facultad. De suyo, no es una novedad, aunque, como ha señalado la profesora Ramón Chornet en un libro reciente, hayan sido estudios recientes de Moynin y otros especialistas los que han puesto este concepto sobre el tablero, estudios que en cierta medida desarrollan la tesis de Clausewitz y los más recientes ensayos sobre las “nuevas guerras propuestas entre otros por Kaldor o Ramonet.

En fin, baste pensar en que uno de los textos fundacionales de nuestra cultura es un poema épico, consagrado a una guerra, la Ilíada de Homero, cuyo primer canto, dedicado a la peste y a la ira, comienza con el inmortal verso dedicado a la ira de Aquiles: Ménin aéide theá Peleiádeo Ajiléos [1]: la ira, la cólera sembrará el desastre que afectará a todos, griegos y troyanos.

El caso es que no podemos apartar los ojos de los horrores de la guerra y de su épica…Susan Sontag nos hizo ver lo que ella denominó “nuestra lujuria por el espectáculo de la guerra”: la literatura, el arte (Goya, Hearing), el cine, nos atrapan con sus representaciones de la guerra

La guerra es también, déjenme recordarlo, negocio. Negocio para el complejo militar industrial, como advirtiera el general y presidente de los EEUU, en su discurso de despedida, el 17 de enero de 1961[2]. Negocio para las exportaciones de armamento y para las multinacionales que concentran su producción y explotación: en 2021, las 100 mayores empresas del sector alcanzaron oficialmente los 592.000 millones de dólares, un casi un dos por ciento más que en 2020.[3]

En ese trabajo que he mencionado, remito también a algunos textos sobre la guerra, considerados canónicos, entre los muy numerosos ensayos sobre la guerra que encontramos en la filosofía jurídica y política y también la ciencia política

  •  Así, el fragmento DK 53 de Heráclito: La guerra es padre y rey de todos, ha creado dioses y hombres; a algunos los hace esclavos, a otros libres[4]
  •  A ellos habría que añadir el texto de Tucídides que parece inspirarse en el motto de Heráclito: me refiero a su célebre Historia de la guerra del Peloponeso[5], que se sigue enseñando en todas las Academias militares para hablar de la guerra
  •  También, algún pasaje del De Civitate Dei de san Agustín[6]
  •  Desde luego, el “bellum onmium contra omnes” de Hobbes, cuyo único remedio sería entregar todo poder al monstruo Leviathan
  •  Y, sobre todo, el multicitado parágrafo 333 de los Principios de Filosofía del Derecho de Hegel, resumido con frecuencia en la afirmación “entre los Estados no hay pretor”[7].

Esos textos, unidos a la célebre afirmación de Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, en la que se inspira a su vez la concepción schmittiana de la política como dialéctica entre amigo y enemigo, nos hablan de la guerra como condición y aun como horizonte existencial, y con no poca frecuencia se nos presentan en un simplista contraste con los de Kant.

En efecto, la respuesta del Derecho ante la guerra, avanzada ya por Kant, consiste básicamente en dos elementos: un Derecho cosmopolita, que a su vez presupone una federación de Estados.

Recordaré que el hecho de que Kant considerase a la guerra como un mal ético, político y jurídico no le convierte en un ingenuo buenista del tipo que gustan fustigar los prestigiosos tertulianos realistas, a lo Guardans, Costas y tutti quanti, que se revisten del supuestamente prestigioso lúcido pesimismo para insistir en el truísmo de la guerra como una constante histórica, invocando a un Hobbes de catecismo o, peor, a un tópico ignaro sobre Heraclito, parafraseado por Saddam Hussein.

Para Kant, en efecto, la guerra es algo natural, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos: Kant llega a explicarla como un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad y sólo el impacto de la paz de Basilea hace girar su reflexión hacia las exigencias de la razón práctica que devienen en la prohibición de la guerra y en ese proyecto de Derecho cosmopolita, condición de la paz perpetua, que además de inspirar su célebre ensayo, está en el núcleo de su doctrina del Derecho, expuesta en la Metafísica de las costumbres y que, como ha mostrado muy agudamente Manuel Jiménez redondo, es la respuesta de Kant a la Declaración de 1789. La filosofía jurídica y política como la mejor filosofía…

Creo que, en la contraposición entre Hegel y Kant, bajo la mirada de Heraclito, Tucidides y Agustín de Hipona, se encierra el núcleo de lo que debemos discutir acerca de la relación entre Derecho y Guerra. Incluso sobre la respuesta específica que es, de una parte, el Derecho internacional humanitario y, de otra, la vía de una jurisdicción penal internacional avizorada por Kelsen. Porque, ante el horror de la guerra no hay otra opción, no hay otra alternativa que luchar por los derechos, por la vigencia del Derecho internacional y el DIH. Por mucho que el realismo nos aconseje la mirada escéptica, eso no nos excusa de intentar razonarla y encontrarle alternativas, como ya probó a hacer Erasmo en su célebre ensayo Querela pacis perpetua[8]

Pero la enseñanza más importante del poema homérico, la lección última de la Iliada, es la transformación de la cólera de Aquiles en pietas, piedad por los muertos, piedad por las familias de los muertos, la piedad que vence a la crueldad, gracias a la compasión que le despierta la arriesgada visita de Priamo, que quiere recuperar el cadáver de su hijo Héctor. La esperanza está en esa pasión común de la piedad, nacida de la común convicción acerca de la fragilidad humana, que es a su vez la condición común de humanidad, una piedad que nos hace capaces de no sucumbir a la fascinación de la fuerza.

Pues bien, ese es el motor que llevó a Henri Dunant a poner en marcha el Derecho internacional humanitario que se despliega a través de las cuatro convenciones de Ginebra

Pero el Derecho, incluso el DIH, como anticipara nuestro Luis Vives, poco más puede hacer que “sujetar las manos y la ira”. Hay que ir más allá y tener presentes las palabras de Simone Weil:

“No es posible amar y ser justo, más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo. Quizá podríamos recuperar ese don cuando supiéramos

  No confiar en la suerte

  No admirar la fuerza

  No odiar a nuestros enemigos

  No despreciar a los desdichados

Pero es dudoso que eso suceda pronto”


[1] Μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος “ Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, la cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumliendo la voluntad de Zeus, desde que se separaron en disputa el Atrida, rey de hombres y el divino Aquiles”.

[2] “Nuestro trabajo, los recursos y los medios de subsistencia son todo lo que tenemos; así es la estructura misma de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno, debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sea buscadas o no, por el complejo industrial-militar. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá.  No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos»

[3] https://elordenmundial.com/mapas/quien-importa-el-armamento-en-el-mundo/. El 76% de las exportaciones de armas durante el periodo 2015-2019 estuvo en manos de tan solo cinco países: Estados Unidos, Rusia, Francia, Alemania y China. De ellos, con el 36% del total y hasta 96 clientes, Estados Unidos es el primer país del mundo en venta de armas, tal y como refleja el último informe del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI). La mitad de sus exportaciones tuvo como destino Oriente Próximo y, más concretamente el 25%, Arabia Saudí. El Congreso estadounidense debatió en 2019 establecer algunas restricciones a la venta de armamento que tuviera como destino este país, pero Donald Trump y la monarquía de los Saúd consiguieron evitar estos obstáculos y asegurar el suministro de armas que alimenta la agresiva expansión de Arabia Saudí en la región. Pero es un sector muy importante en Europa: en Europa, donde Francia (clientes, Egipto y Qatar), Alemania, Reino Unido, España e Italia aglutinan el 23% de las exportaciones de armas que se produjeron entre 2015 y 2019, tres puntos porcentuales más que en los cinco años anteriores. Francia centra sus ventas en Oriente Próximo e India, concretamente en la exportación de aviones de combate Rafale; Alemania en el envío de submarinos a Asia y Oceanía; y Reino Unido en Oriente Próximo.

[4] Πόλεμος πάντων μὲν πατήρ ἐστι πάντων δὲ βασιλεύς, καὶ τοὺς μὲν θεοὺς ἔδειξε τοὺς δὲ ἀνθρώπους, τοὺς μὲν δούλους ἐποίησε τοὺς δὲ ἐλευθέρους”. Fragmento DK 53

[5] «desde siempre está instituido que el más débil sea sometido por quien es más poderoso»…“el temor recíproco constituye la única garantía seria”…»la justicia sólo se plantea entre fuerzas iguales» y cuando no es así, “los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden”

[6] “Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas”, escribe en De civitate Dei. Y subraya que la esperanza de una paz duradera en el mundo de los hombres, in hoc saeculo et in hac terra, es una quimera: “Quien espera bien tan grande en este siglo y en esta tierra es un insensato”.

[7] «No hay ningún pretor entre los Estados, a lo sumo mediadores y árbitros, e incluso esto de un modo contingente, es decir, según la voluntad particular. La representación kantiana de una paz perpetua por medio de una federación de estados que arbitraría en toda disputa y arreglaría toda desavenencia como un poder reconocido por todos los estados individuales, e impediría así una solución bélica, presupone el acuerdo de los estados, que se basaría en motivos morales o religiosos, y siempre en definitiva en particular voluntad soberana, con lo que continuaría afectada por la contingencia»

[8] Erasmo, Querela pacis undique Gentium ejectae profigataquae. Hay versión castellana, Lamento de la paz (amenazada y menoscabada en todas partes), traducción de Eduardo Gil Bera, Acantilkado, 2020. Inspirado en él, la profesora Ramón Chornet y yo mismo publicamos 2007 el ensayo ¿Querela pacis perpetua? Una reivindicación del Derecho internacional, Servicio de publicaciones de la Universitat de València, un texto que ganó el premio de ensayo Manuel Castillo, convocado por la misma Universidad, en el año anterior.