Cualquier debate sobre la validez y justificación de un sistema político, necesita puntos de referencia que reúnan dos condiciones: claridad y generación de consensos. Más aún en momentos en que se extrema la incertidumbre, la inestabilidad, como éstos que vivimos, como consecuencia de la tiple crisis -sanitaria, económica, social- provocada por la pandemia y que nos afecta con virulencia extrema en este comienzo de otoño
Lo cierto es que, en el caso de nuestro país, contamos con principios que reúnen esas condiciones. Son los enunciados en el artículo 1 de la Constitución española de 1978: principio de legitimidad democrática y defensa del Estado social de Derecho. Y, junto a ellos, lo establecido en el apartado 3 sobre la forma de Estado: la monarquía parlamentaria. En ellos reposa el modelo constitucional que se pactó en 1978 y en el que los socialistas jugamos un papel clave. Configuran un marco institucional y un pacto fundamental de convivencia que no debería ponerse en riesgo por miopes cálculos partidistas.Thanks for watching!PUBLICIDAD
Pero es preciso hacer dos acotaciones acerca de ese riesgo. La primera, es que ese marco institucional debe quedar al margen de su confiscación partidaria, es decir, nadie puede pretender apropiárselo en exclusiva, como cuando algunos dicen “nosotros somos los verdaderos constitucionalistas”, o “los verdaderos españoles”, ni disponer de ese marco constitucional como si fuera su propiedad. Parafraseando a Harrington, el marco institucional es sólido y fecundo si se apoya en el imperio de las leyes y las instituciones y no del hombre. La segunda acotación señala que la lealtad a ese marco no consiste sólo en la voluntad de preservarlo como se enunció en el momento constituyente, como dogma de fe que bloquea toda pretensión de cambio. Se trata, como ha formulado el mejor constitucionalismo desde el famoso ensayo de Ferdinand de Lasalle, de concebirlo y utilizarlo como un programa. Un proyecto que vale la pena si y sólo si lo sabemos desarrollar.
La legitimidad democrática, fruto del modelo constitucional y condición sine qua non de legitimidad de cualquier sistema político contemporáneo, es dinámica: exige una permanente atención a las demandas de los titulares de esa legitimidad, los ciudadanos, y por tanto, a sus exigencias de cambio y de mejora de las condiciones de vida de todos. Y por eso, como postula el Estado social de Derecho, el mejor test de esa legitimidad es la garantía efectiva de los derechos de todos y para todos, con especial atención a los derechos sociales. En este punto, los socialistas podemos mostrar orgullosos una importantísima contribución, porque hemos protagonizado desde largos años de gobierno la construcción y el desarrollo del estado del Bienestar, que ha supuesto un progreso sin parangón y una tendencia a la igualdad de oportunidades y garantía real de libertad, aunque aún con un indiscutible camino por recorrer.
Para preservar y, desde luego, mejorar ese marco constitucional que nace del contrato social, de la negociación y el acuerdo constituyentes, es fundamental la participación del individuo en la vida pública, lo que es la antítesis de la dominación y la tiranía. Ese es el espíritu del mejor republicanismo, una concepción democrática transversal, que puede compartir la derecha, el centro liberal y la izquierda y que no implica necesariamente una forma de Estado determinada. Desde sus antecedentes en el mejor espíritu romano que nos legó Cicerón, a las reformulaciones que encontramos en Maquiavelo, en Locke y sobre todo en los revolucionarios de 1776, el motor del republicanismo son las instituciones que aseguran el control de poder por parte de los ciudadanos, del pueblo (el soberano democrático), es decir, las instituciones que crean y consolidan el Estado de Derecho, como garantía de la no dominación.
Así, el principal interés republicano está en contar con una ciudadanía activa y que esté comprometida con la buena salud política del Estado. Como expresó el filósofo estadounidense Michael Sandel “Soy libre en la medida en que soy miembro de una comunidad que controla su propio destino y participante en las decisiones que gobiernan sus asuntos”. Es lo mismo que, con acierto, el politólogo Rosanvallon llama reforzar “el poder de nadie”. Reforzar el poder institucional sacando de la lucha partidista el conjunto de instituciones que garantizan lo que es básico en democracia: la separación y control de poderes. Y ese republicanismo se puede concretar en la forma de Estado que decida el pueblo. Nuestra decisión fue una monarquía parlamentaria que es y deber ser cada vez más una institución al servicio de esa primacía de la salud del pueblo, de la cosa pública y, en ese sentido, sí, puede y debe ser republicana (como, a sensu contrario, una república presidencialista puede convertirse de facto en un régimen cuasimonárquico, como por ejemplo la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko). El test es que se guíe por la primacía de la legitimidad democrática y del Estado social de Derecho, como lo quisieron nuestros constituyentes.
La buena noticia es que contamos con ese marco institucional sólido, acordado en 1978, no para limitar nuestra libertad, sino para adaptar ese marco a las necesidades de nuestros ciudadanos, que cambian y por eso debemos saber reformularlas. Por eso, la defensa de las instituciones, de todas las instituciones, es un principio absolutamente republicano, y en base a ese principio los socialistas defendemos el pacto constitucional; no en vano fuimos artífices del mismo.
Este Republicanismo, paralelamente, fomenta el progreso en torno a la prosperidad, el respeto al pluralismo y la convivencia, frente al individualismo posesivo del que la derecha abusa sin pudor, avanzando en los derechos sociales con programas legislativos innovadores, como ya hicimos los socialistas a lo largo de las últimas décadas al garantizar, por poner sólo algunos ejemplos, la Educación Básica, Obligatoria y Gratuita en 1985, el Sistema Nacional de Salud en 1986, el Sistema de Pensiones Asistenciales en 1990, la ley 13/2005 de reforma del Código civil en materia de matrimonio, o la Ley de Dependencia en 2006. Y como hemos hecho ahora en las excepcionales circunstancias generadas por la pandemia de la Covid-19, aprobando el Ingreso Mínimo Vital y decenas de medidas para que nadie se quede atrás.
Avances que, además, se garantizarían a través de su inclusión en la Constitución Española, junto a la preservación de unas instituciones robustas, un sistema competencial más claro y reforzado, y una ciudadanía responsable y exigente. Es ahora cuando tenemos que dar certidumbres a los ciudadanos. Y son precisamente las instituciones las que cumplen esa función aportando soluciones a los problemas. Los socialistas tenemos la firma voluntad de fortalecer esas instituciones: ni las utilizamos por intereses partidistas como ha hecho el Partido Popular mediante turbios manejos como la policía patriótica o la Trama Kitchen, ni las bloqueamos como hace hoy el mismo partido impidiendo la renovación de órganos constitucionales esenciales.
Es preciso insistir en la consideración de la necesidad de defender el punto de partida de nuestro marco institucional. Respetar ese punto de partida, pero recordando que el mejor respeto también consiste en su desarrollo y no en su bloqueo. Incluso con reformas constitucionales si ello es preciso y siempre con la mayor de las lealtades hacia quien la debemos, que es el soberano, es decir, la ciudadanía. La última palabra en ese desarrollo, en los necesarios cambios, la ha de tener el pueblo, como por cierto exige la Constitución lo que, en cierto modo, sigue un patrón krausista de ética en las conductas individuales, de progreso moral de toda la humanidad, de dar un papel activo a la inteligencia y que la acción política sea inteligente, es decir, que se guie por la razón.
En este terrible año de 2020 se hace más patente aún que la legitimidad del orden político y de sus actores consiste en anteponer como prioridad esa garantía efectiva de los derechos básicos. Sin duda la salud o la educación, que ponen el foco en nuestros niños y mayores, pero también una vida digna, para desempleados y aquellos ciudadanos en situaciones de vulnerabilidad. Porque tenemos como nunca conciencia de vulnerabilidad, y lo que históricamente podría asimilarse a conciencia de clase, pero también de la dimensión solidaria y universal de los sujetos de derechos y de la indivisibilidad de esos derechos. En otras palabras: sabemos que no nos salvamos si no nos salvamos todos. Y sabemos que el derecho a la salud no es sólo el derecho a la vida “de los míos”, sino que es interdependiente y que va mucho más allá de la noción de salud humana y obliga a garantizar bienes de alcance global. Es la salud de la propia vida del planeta que enlaza con una perspectiva global, como vemos con el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
En este punto, los socialistas y este Gobierno estamos más que comprometidos. Este Gobierno nació del diálogo, la responsabilidad y el compromiso social, y así gobierna. Otros, como vemos en la actual dirección del PP, parece que trabajen sobre todo por desestabilizar no sólo a los actuales gobernantes, sino a todas las instituciones impidiendo la renovación de órganos judiciales o poniéndose de perfil en una situación histórica como es la pandemia mundial del coronavirus. El Gobierno y el partido socialista que lo apoya, no tiene miedo a que se nos exija responsabilidad política, precisamente porque esa responsabilidad es la que guía nuestra defensa de las instituciones. Ojalá ese sentido de la responsabilidad mueva al principal partido de la oposición a dejar cálculos partidarios para estar a la altura de lo que necesitamos todos.