«Republicanismo, consenso y pacto constitucional» (artículo con Ander Gil, publicado en La Vanguardia, 14 de octubre de 2020)

Cualquier debate sobre la validez y justificación de un sistema político, necesita puntos de referencia que reúnan dos condiciones: claridad y generación de consensos. Más aún en momentos en que se extrema la incertidumbre, la inestabilidad, como éstos que vivimos, como consecuencia de la tiple crisis -sanitaria, económica, social- provocada por la pandemia y que nos afecta con virulencia extrema en este comienzo de otoño

Lo cierto es que, en el caso de nuestro país, contamos con principios que reúnen esas condiciones. Son los enunciados en el artículo 1 de la Constitución española de 1978: principio de legitimidad democrática y defensa del Estado social de Derecho. Y, junto a ellos, lo establecido en el apartado 3 sobre la forma de Estado: la monarquía parlamentaria. En ellos reposa el modelo constitucional que se pactó en 1978 y en el que los socialistas jugamos un papel clave. Configuran un marco institucional y un pacto fundamental de convivencia que no debería ponerse en riesgo por miopes cálculos partidistas.Thanks for watching!PUBLICIDAD 

Pero es preciso hacer dos acotaciones acerca de ese riesgo. La primera, es que ese marco institucional debe quedar al margen de su confiscación partidaria, es decir, nadie puede pretender apropiárselo en exclusiva, como cuando algunos dicen “nosotros somos los verdaderos constitucionalistas”, o “los verdaderos españoles”, ni disponer de ese marco constitucional como si fuera su propiedad. Parafraseando a Harrington, el marco institucional es sólido y fecundo si se apoya en el imperio de las leyes y las instituciones y no del hombre. La segunda acotación señala que la lealtad a ese marco no consiste sólo en la voluntad de preservarlo como se enunció en el momento constituyente, como dogma de fe que bloquea toda pretensión de cambio. Se trata, como ha formulado el mejor constitucionalismo desde el famoso ensayo de Ferdinand de Lasalle, de concebirlo y utilizarlo como un programa. Un proyecto que vale la pena si y sólo si lo sabemos desarrollar.

La legitimidad democrática, fruto del modelo constitucional y condición sine qua non de legitimidad de cualquier sistema político contemporáneo, es dinámica: exige una permanente atención a las demandas de los titulares de esa legitimidad, los ciudadanos, y por tanto, a sus exigencias de cambio y de mejora de las condiciones de vida de todos. Y por eso, como postula el Estado social de Derecho, el mejor test de esa legitimidad es la garantía efectiva de los derechos de todos y para todos, con especial atención a los derechos sociales. En este punto, los socialistas podemos mostrar orgullosos una importantísima contribución, porque hemos protagonizado desde largos años de gobierno la construcción y el desarrollo del estado del Bienestar, que ha supuesto un progreso sin parangón y una tendencia a la igualdad de oportunidades y garantía real de libertad, aunque aún con un indiscutible camino por recorrer.

Para preservar y, desde luego, mejorar ese marco constitucional que nace del contrato social, de la negociación y el acuerdo constituyentes, es fundamental la participación del individuo en la vida pública, lo que es la antítesis de la dominación y la tiranía. Ese es el espíritu del mejor republicanismo, una concepción democrática transversal, que puede compartir la derecha, el centro liberal y la izquierda y que no implica necesariamente una forma de Estado determinada. Desde sus antecedentes en el mejor espíritu romano que nos legó Cicerón, a las reformulaciones que encontramos en Maquiavelo, en Locke y sobre todo en los revolucionarios de 1776, el motor del republicanismo son las instituciones que aseguran el control de poder por parte de los ciudadanos, del pueblo (el soberano democrático), es decir, las instituciones que crean y consolidan el Estado de Derecho, como garantía de la no dominación.

Así, el principal interés republicano está en contar con una ciudadanía activa y que esté comprometida con la buena salud política del Estado. Como expresó el filósofo estadounidense Michael Sandel “Soy libre en la medida en que soy miembro de una comunidad que controla su propio destino y participante en las decisiones que gobiernan sus asuntos”. Es lo mismo que, con acierto, el politólogo Rosanvallon llama reforzar “el poder de nadie”. Reforzar el poder institucional sacando de la lucha partidista el conjunto de instituciones que garantizan lo que es básico en democracia: la separación y control de poderes. Y ese republicanismo se puede concretar en la forma de Estado que decida el pueblo. Nuestra decisión fue una monarquía parlamentaria que es y deber ser cada vez más una institución al servicio de esa primacía de la salud del pueblo, de la cosa pública y, en ese sentido, sí, puede y debe ser republicana (como, a sensu contrario, una república presidencialista puede convertirse de facto en un régimen cuasimonárquico, como por ejemplo la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko). El test es que se guíe por la primacía de la legitimidad democrática y del Estado social de Derecho, como lo quisieron nuestros constituyentes.

La buena noticia es que contamos con ese marco institucional sólido, acordado en 1978, no para limitar nuestra libertad, sino para adaptar ese marco a las necesidades de nuestros ciudadanos, que cambian y por eso debemos saber reformularlas. Por eso, la defensa de las instituciones, de todas las instituciones, es un principio absolutamente republicano, y en base a ese principio los socialistas defendemos el pacto constitucional; no en vano fuimos artífices del mismo.

Este Republicanismo, paralelamente, fomenta el progreso en torno a la prosperidad, el respeto al pluralismo y la convivencia, frente al individualismo posesivo del que la derecha abusa sin pudor, avanzando en los derechos sociales con programas legislativos innovadores, como ya hicimos los socialistas a lo largo de las últimas décadas al garantizar, por poner sólo algunos ejemplos, la Educación Básica, Obligatoria y Gratuita en 1985, el Sistema Nacional de Salud en 1986, el Sistema de Pensiones Asistenciales en 1990, la ley 13/2005 de reforma del Código civil en materia de matrimonio, o la Ley de Dependencia en 2006. Y como hemos hecho ahora en las excepcionales circunstancias generadas por la pandemia de la Covid-19, aprobando el Ingreso Mínimo Vital y decenas de medidas para que nadie se quede atrás.

Avances que, además, se garantizarían a través de su inclusión en la Constitución Española, junto a la preservación de unas instituciones robustas, un sistema competencial más claro y reforzado, y una ciudadanía responsable y exigente. Es ahora cuando tenemos que dar certidumbres a los ciudadanos. Y son precisamente las instituciones las que cumplen esa función aportando soluciones a los problemas. Los socialistas tenemos la firma voluntad de fortalecer esas instituciones: ni las utilizamos por intereses partidistas como ha hecho el Partido Popular mediante turbios manejos como la policía patriótica o la Trama Kitchen, ni las bloqueamos como hace hoy el mismo partido impidiendo la renovación de órganos constitucionales esenciales.

Es preciso insistir en la consideración de la necesidad de defender el punto de partida de nuestro marco institucional. Respetar ese punto de partida, pero recordando que el mejor respeto también consiste en su desarrollo y no en su bloqueo. Incluso con reformas constitucionales si ello es preciso y siempre con la mayor de las lealtades hacia quien la debemos, que es el soberano, es decir, la ciudadanía. La última palabra en ese desarrollo, en los necesarios cambios, la ha de tener el pueblo, como por cierto exige la Constitución lo que, en cierto modo, sigue un patrón krausista de ética en las conductas individuales, de progreso moral de toda la humanidad, de dar un papel activo a la inteligencia y que la acción política sea inteligente, es decir, que se guie por la razón.

En este terrible año de 2020 se hace más patente aún que la legitimidad del orden político y de sus actores consiste en anteponer como prioridad esa garantía efectiva de los derechos básicos. Sin duda la salud o la educación, que ponen el foco en nuestros niños y mayores, pero también una vida digna, para desempleados y aquellos ciudadanos en situaciones de vulnerabilidad. Porque tenemos como nunca conciencia de vulnerabilidad, y lo que históricamente podría asimilarse a conciencia de clase, pero también de la dimensión solidaria y universal de los sujetos de derechos y de la indivisibilidad de esos derechos. En otras palabras: sabemos que no nos salvamos si no nos salvamos todos. Y sabemos que el derecho a la salud no es sólo el derecho a la vida “de los míos”, sino que es interdependiente y que va mucho más allá de la noción de salud humana y obliga a garantizar bienes de alcance global. Es la salud de la propia vida del planeta que enlaza con una perspectiva global, como vemos con el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

En este punto, los socialistas y este Gobierno estamos más que comprometidos. Este Gobierno nació del diálogo, la responsabilidad y el compromiso social, y así gobierna. Otros, como vemos en la actual dirección del PP, parece que trabajen sobre todo por desestabilizar no sólo a los actuales gobernantes, sino a todas las instituciones impidiendo la renovación de órganos judiciales o poniéndose de perfil en una situación histórica como es la pandemia mundial del coronavirus. El Gobierno y el partido socialista que lo apoya, no tiene miedo a que se nos exija responsabilidad política, precisamente porque esa responsabilidad es la que guía nuestra defensa de las instituciones. Ojalá ese sentido de la responsabilidad mueva al principal partido de la oposición a dejar cálculos partidarios para estar a la altura de lo que necesitamos todos.

EL ALMA DE UNA NACIÓN: EL SENTIDO PROFUNDO DE LAS ELECCIONES PRESIDENCIALES DE 3 DE NOVIEMBRE DE 2020. Versión extendida del artículo publicado en Infolibre el 4 de octubre de 2020, con el título «Una nació dividida: la estrategia electoral de Donald Trump»

La mancha original del experimento democrático norteamericano

Uno de los errores que cometemos con mayor frecuencia es el de minusvalorar o incluso despreciar los argumentos de quien mantiene tesis opuestas a las nuestras. Creo que es lo que sucede a menudo con respecto a Donald Trump. Por ejemplo, a la hora de caricaturizar su oposición a movimientos como el Me Too o el Black Lives Matter (BLM) y más en esta última recta de la campaña electoral. Trump, más allá de su caldo de cultivo “natural” -los rednecks de la América profunda y los blancos supremacistas del Bible Belt, amén de los movimientos armados supremacistas y racistas, de extrema derecha, algunos de ellos milicias armadas, como los Oath Keepers, Three percenters, Proud Boys, Posse Comitatus, o el movimiento QANON-, está consiguiendo imponer en amplios sectores de la ciudadanía norteamericana su versión sobre el significado de la batalla en la que está empeñado el BLM desde su aparición en 2014. En esa tarea, Trump parece aliado con una amplísima red comunicativa de verdaderos <centros de odio> a lo largo de todo el país, tal y como se puede consultar en la utilísima base de datos del Southern Poverty Law Center (https://www.splcenter.org/hate-map?year=2016) que me señaló Eugenio del Río -siempre bien informado acerca de lo importante-, que difunden una estrategia de estigmatización, pieza imprescindible de la justificación de la política supremacista y racista, de la subordiscriminación a la que se somete a individuos y grupos identificados con rasgos etnoculturales y de clase.

A mi juicio, Trump está logrando con notable eficacia que, cada vez más, para un amplio porcentaje de la opinión pública, el BLM aparezca vinculado -si no incluso, reducido- a los aspectos violentos de las protestas y manifestaciones que se desarrollan en denuncia de la violencia policial y contra la impunidad en la que quedan un alto porcentaje de esas conductas, como lo ha mostrado por enésima vez la reciente exoneración de los dos policías que en marzo de 2020 mataron a Breonna Taylor. Así, aunque tiene el coste de profundizar en la división del país, la habilidad de la estrategia electoral de Trump consiste en presentar ante el votante (o, al menos, ante un amplio sector) que existe un verdadero enfrentamiento civil, una disputa, entre partidarios de la ley, el orden y la defensa de las fuerzas policiales, frente a los que causan disturbios en las calles, destrozan edificios y se enfrentan a las fuerzas del orden, a los que consigue que se identifique con el BLM. Pero no es así. Muy al contrario, y es lo que pretendo ilustrar, el objetivo del BLM tiene una raíz profunda, inscrita en la herida original del experimento democrático norteamericano.

Recordemos. El 1 de enero de 1863 entró en vigor la orden ejecutiva del presidente Lincoln, conocida como Proclamación de la Emancipación (Proclamación 95). No suponía la abolición de la esclavitud -algo que llegaría en 1865-, pero cambió el status legal para más de tres millones y medio de negros en 10 Estados, que pasaron de esclavos a libres en cuanto huyeron al norte o se liberaron del poder confederado, gracias al avance del ejército de la Unión. Fue una medida de guerra, pensada sobre todo para golpear el corazón del sistema económico del sur, dependiente por completo de la esclavitud. Cien años después, el 28 de agosto de 1963, M.L. King evocó esa fecha en su célebre discurso en la Marcha por los trabajos y la libertad, conocida como Marcha sobre Washington, para recordar que los centenares de miles de ciudadanos allí congregados, en su mayoría afroamericanos, seguían pendientes del cumplimiento de esa promesa y, aún peor, de la promesa de los padres constituyentes en 1776. Estas fueron sus palabras: “En un sentido llegamos a la capital de nuestra nación para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaratoria de la Independencia, firmaban una promisoria nota de la que todo estadounidense sería el heredero…En vez de honrar su obligación sagrada, Estados Unidos dio al negro un cheque sin valor que fue devuelto marcado como <fondos insuficientes>. Pero nos rehusamos a creer que el banco de la justicia está quebrado. Nos rehusamos a creer que no hay fondos en los grandes depósitos de oportunidad en esta nación”.

Doscientos cincuenta años después de las promesas de igualdad, libertad y felicidad para todos que formularon los padres fundadores, la realidad que ofrecen los EEUU sigue siendo muy otra para millones de ciudadanos norteamericanos, en particular para los afroamericanos (pero también, más recientemente, para la pujante minoría latina, los hispanos). Creo que el alcance y significado que persigue BLM es mucho más que el de un movimiento sectorial y conecta directamente con ese déficit estructural, que tiene relación a su vez con un rasgo sistémico de la democracia estadounidense, el racismo, el supremacismo. Creo que el BLM tiene sus raíces en una visión que exige tomar en serio, para todos, las promesas de los founding fathers y en ese sentido, a mi juicio, entronca con los movimientos de derechos civiles de los 50 y 60. Más concretamente, sus reivindicaciones pueden relacionarse estrechamente con el leit-motiv del discurso de M.L.King en 1963, sobre el cheque impagado y también con otra famosa afirmación del premio Nobel de la paz: “nuestras vidas comienzan a extinguirse en el momento en que guardamos silencio sobre las cosas que importan”. Las cosas que importan son las garantías efectivas de la vida, las libertades y los derechos de los afroamericanos. Así lo expresó una de las tres fundadoras del movimiento, Alicia Garza, en la presentación del BLM, en abril de 2014: “Cuando decimos Black Lives Matter, estamos hablando de las formas en que los negros se ven privados de sus derechos humanos básicos y de la dignidad”. Estamos hablando de la igualdad en derechos y libertades, pues.

La estrategia de Trump: profundizar en la nación dividida

Puede que la estrategia de Donald Trump, en la que esa manipulación del papel del movimiento BLM desempeña un papel nada secundario, le permita reducir su desventaja frente a Joe Biden e incluso conseguir la reelección. Antes al contrario, creo que la habilidad de la estrategia electoral de Trump radica precisamente en persuadir a la opinión pública (o, al menos, a un amplio sector) de que ya existe esa división, obviamente maniquea: un verdadero enfrentamiento civil, una disputa que opone a los defensores de una <América grande>, esto es, los partidarios de la ley, el orden y la defensa de las fuerzas policiales, frente a los que causan disturbios en las calles, destrozan edificios y se enfrentan a las fuerzas del orden, a los que consigue que se identifique con el BLM. En la “épica” de Trump, sólo uno de los dos proyectos que pugnan, como se ha dicho, por el alma de América, puede sobrevivir. Frente a lo que él presenta como la disolución del país, trata de imponer el suyo, el del make America great again, un proyecto que Krugman ha descrito con dureza (“Trump’s racist, statist, suburban dream”, https://www.nytimes.com/2020/08/13/opinion/trump-suburbs-racism.html).

Quizá, malgré soi, Trump acierta en algo. América no es ni ha sido nunca una nación. Y es que hay algo en lo que Trump, pese a todo, acierta: cuando el ensayista de The Nation, Richard Kreitner, o el historiador de Yale, David Blight, advierten del fin de mito de los EEUU como una nación, tienen razón, en el sentido de que el experimento norteamericano que nace en 1776 no era en absoluto inclusivo, ni, menos aún, universalista. La retórica conceptual de los padres fundadores ocultaba una penosa realidad que se fue imponiendo conforme se expandía esa gran nación americana: la imposición de la hegemonía de los buenos colonos blancos, con el coste del genocidio de los indígenas y de un sistema esclavista nutrido por el comercio con la mano de obra barata que eran los negros. No: los EEUU fueron desde el comienzo una nación dividida, un proyecto excluyente que recordaba el coste de la brillante democracia ateniense y del mejor momento de esplendor de la república romana: mantener a esas dos categorías de sujetos (obviamente, habría que añadir a las mujeres) en la condición de infrahumanos, en aras de asegurar la prosperidad y el dominio de los buenos y nuevos norteamericanos. Durante la mayor parte de su corta historia, bajo la metáfora ingenua del melting pot, se ocultó la imposición de la jerarquía WASP y una estructura social que, aunque aparentemente abierta -el sueño americano según el cual cualquiera puede alcanzar la cúspide social por sus propios medios-, está mucho más próxima a una sociedad de castas de lo que les gustaría reconocer. Dos ideologías excluyentes, el supremacismo blanco, más aún ahora que parece sentirse amenazado y el racismo, forman parte de la identidad fundacional, aunque es justo reconocer que una sociedad como la norteamericana llevaba dentro el gen pluralista que trataba de equilibrar esas dos taras y que ha permitido combatirlas con cierta eficacia en los ambientes liberales de la costa este y de algunos Estados de raíz más abierta, frente al conservadurismo de la América profunda o, no digamos, del Bible Belt. Ese supremacismo, que tiene una profunda veta patriarcalista, se ve interpelado también por movimientos como el Me Too y por la crítica feminista. De ahí también que la figura de Kamala Harris, el poder fuerte detrás de Biden, sea vista como una amenaza.

No: los EEUU no han conseguido superar ese trauma original. Investigaciones como la publicada en 2010 por la jurista M. Alexander sobre la asimetría de las condenas penales y de la población reclusa por lo que se refiere a los ciudadanos afroamericanos (hay traducción castellana, El Color de la justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos), la de Rothstein, (The Color of Law. A forgotten History of how our Government segregated America, 2017) o la muy reciente Caste. The Origins of our discontents (2020) de la ensayista I. Wilkerson, lo evidencian de forma incontestable. La desigualdad es la realidad más llamativa si se examina la estructura social y las diferencias de clase y etnoculturales en los EEUU.

Hace tiempo que el filósofo Etienne Balibar resumió en la fórmula <egalibertad> (la igualdad en las libertades) la condición básica para que hablemos de democracia, en serio. Por su parte, Axel Honneth ha argumentado de forma convincente que el test más claro a esos efectos, es el de los derechos sociales: la garantía del acceso y el disfrute de derechos como trabajo, vivienda, salario mínimo, cobertura ante la enfermedad y la vejez, para todos los ciudadanos, comenzando por los mas vulnerables. Si no se alcanza, si hay grupos significativos de población excluidos o marginados de facto (no digamos, de iure) de esa igual libertad, hay que dar la razón a quienes, en el idioma que sea, denuncian que “lo llaman democracia, pero no lo es”. Ese déficit, ese foso de desigualdad, es un virus particularmente presente en la admirada democracia estadounidense. Por supuesto, este déficit de desigualdad no es privativo de la democracia norteamericana: está presente en buena parte de las democracias que ocupan los primeros puestos del ranking, se acrecienta desde la Gran Recesión de 2008 y amenaza con hacerse mayor con ocasión de la crisis de la pandemia, que golpea directamente los indicadores clave para las democracias (https://www.economist.com/graphic-detail/2020/01/22/global-democracy-has-another-bad-year).

Esto es lo más preocupante. Como es obvio, no sólo está en juego un proyecto nacional.  La victoria de Trump, sería una mala noticia para la democracia y el Estado de Derecho en los propios EEUU y también en todo el mundo. Lo evidencia el descarado partidismo de Trump ante la oportunidad que le ofrece la desaparición de Ruth Bader Ginsburg, una figura cuyo alcance no sólo simbólico supera  lo habitual incluso entre quienes alcanzan el grado de justice del Tribunal Supremo de los EEUU (SCOTUS: cfr. https://www.levante-emv.com/opinion/2020/09/20/muerte-luchadora-14015077.html). Sin duda, nos encontramos ante un ejemplo de manual de la manipulación partidista de eso que Rosanvallon considera “el poder de nadie” (https://lelephant-larevue.fr/interview/faut-multiplier-voire-inventer-procedures-de-representation-peuple/), el marco de las instituciones que son clave del juego democrático porque aseguran la separación de poderes y, por tanto, el control del poder. La condición es que ese marco institucional no sea confiscado, monopolizado, por alguno de los contendientes en la lucha partidista. Pues bien, Trump está dispuesto a ello, a profundizar en la división de la nación, tal y como acaba de denunciar el premio Nobel Krugman (“Trump’s racist, statist, suburban dream”, https://www.nytimes.com/2020/08/13/opinion/trump-suburbs-racism.html), a romper el equilibrio en el Tribunal Supremo, asegurándose así una verosímil influencia en caso de polémica sobre los resultados electorales -recuérdese el precedente en las elecciones que verosímilmente ganó Gore a Bush- y la permanencia de su legado durante más de 20 años. La juventud (48 años) y el sesgo ideológico de la candidata propuesta por Trump, Amy Coney Barret, una brillante jurista conservadora, militante de la causa antiabortista, así lo demuestra. Trump, un habitual jugador ventajista, ha puesto en marcha con la inestimable ayuda de líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, el proceso para tratar de sellar casi definitivamente la mayoría conservadora en el TS, aunque eso suponga romper con el precedente que impuso el bando republicano frente al presidente Obama, pues consiguieron bloquear el nombramiento de Merrick Garland, un juez blanco y moderado, que Obama esperaba que fuera aceptable para los republicanos moderados, con el argumento de que no debía hacerlo en un año electoral. Y ahora lo hacen a menos de mes y medio de las elecciones. Recomiendo a este respecto el análisis de un buen conocedor de la obra de RBG y del sistema constitucional norteamericano, el profesor Presno Linera (https://presnolinera.wordpress.com/2020/09/20/trump-y-el-tribunal-supremo-tercera-parte/). Por cierto, ese bloqueo y confiscación del marco institucional no es privativo de los EEUU. Basta asomarse a lo que ocurre en España con el bloqueo de órganos constitucionales que no se renuevan cuando lo exige el mandato constitucional porque, a todas luces, ello beneficia los intereses de un partido.

Por mi parte, creo que tienen toda la razón quienes, como el editor de The Nation, Elie Mystal (https://www.thenation.com/article/politics/ruth-bader-ginsburg-dissent/) reclaman una oposición frontal al intento de Trump, en honor de RBG y en defensa de la democracia. Y precisamente por eso me parece juiciosa la posición de los inspiradores de la campaña Take Back the Court, K Kendell y A.Belkin, que sostienen que, en caso de que Trump y McConnell sigan adelante con su intento de reemplazar a RBG antes de la elección presidencial, la responsabilidad cae en el campo de los demócratas, sobre todo si Biden gana las elecciones. En ese supuesto, escriben en un artículo en San Francisco Chronicle, “to expand the Supreme Court is to expand Democracy” (https://www.sfchronicle.com/opinion/article/Expand-the-US-Supreme-Court-to-save-democracy-14418147.php). Si el intento de Trump fructifica, la única salida, en el caso insisto hoy aún dudoso de victoria de Biden, sería que el nuevo presidente ampliase la composición del TS con al menos dos jueces más, para restablecer el equilibrio. Está en juego la democracia, nada menos.

Ibram X.Kendi, probablemente el más interesante entre los historiadores norteamericanos actuales que se ocupan sobre el racismo y el supremacismo, ideologías que contaminan casi desde su nacimiento el experimento democrático norteamericano, ejemplificó esta mancha original en un multipremiado ensayo que toma su título del famoso discurso pronunciado en 1860 en el Senado por el entonces senador de Missisipi y luego líder confederado, Jefferson Davies, en el que sostuvo que la desigualdad entre las razas blanca y negra estaba sellada desde los orígenes de la creación (“stamped from the Beginning”). Pues bien, el propio Kendi, en un reciente artículo para The Atlantic, en el que se pregunta si estamos ante la oportunidad de poner fin a la hegemonía de la ideología racista en los EEUU (https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2020/09/the-end-of-denial/614194/), sostiene que, paradójicamente, el negacionismo de Trump ha puesto a los ciudadanos norteamericanos ante la oportunidad de aprovechar el punto de no retorno al que Trump ha llevado a la sociedad norteamericana, para cerrar su mandato y exigir que el nuevo equipo presidencial rompa con ese prejuicio y cumpla de una vez por todas y ya, la promesa de la igualdad: “La abolición de la esclavitud parecía tan imposible a mediados del siglo XIX como lo es hoy la igualdad, pero de la misma manera que los abolicionistas exigieron la erradicación inmediata de la esclavitud, la igualdad inmediata debe ser la exigencia hoy. No en 20 años. No en 10 años. Ahora”. Están hartos de esperar, de que les pidan paciencia. Precisamente por eso asegura que, para él, como para los afroamericanos, “paciencia es una palabra sucia”.

Las mujeres y los hombres del Black Lives Matter, las nuevas generaciones que se reúnen para repetir los lemas “<no justice no peace>, <I can’t breathe>, o <Get your knee off our necks>”, son perfectamente conscientes de queel cheque del que habló el Dr. King sigue sin cobrar y no quieren esperar. En ese sentido, creo, aciertan los demócratas cuando sostienen que lo que está en juego en noviembre de 2020 <es una batalla por el alma de la nación>. En efecto, tienen razón quienes postulan que no se trata sólo de ejercer el voto para impedir un segundo mandato de Trump, para evitar que se incrementen el racismo y el supremacismo, sino sobre todo para construir una alternativa, la de aprovechar el mandato de Biden y Harris para ganar de una vez por todas la igualdad prometida. Ojalá, junto a las mujeres, que rechazan el machismo grosero y el patriarcalismo del que hace gala Trump, se movilicen esos millones de afroamericanos y latinos para votar. Ojalá lo entienda así finalmente la mayoría de los votantes norteamericanos.