PARA VIVIR SIN MIEDO Y SIN FAVOR, Infolibre, 26 junio 2019

Montaigne representa, para muchos de nosotros, un cierto ideal del espíritu europeo, el que encarna en sus Ensayos, quizá el ejemplo por antonomasia del pensamiento humanista a reivindicar hoy. Un humanismo crítico, con raíces en un sano escepticismo, que evita los Scyllas del “buenismo” abstracto, tanto como los Charybdis del pesimismo paralizante.  Estudioso del comportamiento humano y de la historia, se mostró siempre alejado de las utopías idealistas y más próximo a los dictados de la prudencia, del arte de hacer posible una convivencia en paz. El argumento que le pareció central fue el que probablemente tomó de Cicerón, “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil, es ya de por sí inmoral” y también de la sabiduría de la jurisprudencia romana que señaló como uno de los tres principios básicos del Derecho el neminem laedere, el evitar causar daño a alguien. No hacer daño, evitar la crueldad, como condiciones sine qua non de la convivencia.

Si invoco esta herencia de Michel de Montaigne es porque creo que uno de los principios, de las convicciones que guían lo que podríamos llamar el progreso moral, social y, por ende, jurídico y político, al que tanto ha contribuido la mejor tradición europea, la que tiene esas raíces que acabo de recordar y que se prolonga en la Ilustración, en el liberalismo y el ideal de fraternidad del socialismo, pero también en los movimientos que hoy impulsan el Green New Deal entendido como contrato social para la justicia, es precisamente éste de la lucha contra la crueldad y la humillación. Cualquiera que haya leído las inmortales páginas con las que el marqués de Beccaria siembra la concepción de un Derecho penal garantista, lo sabe. Puede parecer un programa de mínimos, pero no lo es. Creo que lo explica muy bien, en su ensayo El liberalismo del miedo, la filósofa Judith Shklar, que compartió con otras grandes filósofas del XX (Arendt, Zambrano), la experiencia del exilio –refugiadas, a fin de cuentas- y a quien he leído con creciente interés gracias al buen consejo de la profesora Alicia García Ruiz, estudiosa de Shklar, traductora de algunos de sus ensayos y seguramente quien, entre nosotros, mejor conoce su obra.

En efecto, la línea que lleva desde el prudente humanismo de Vives, a Montaigne, hasta el liberalismo de Mill corregido por Shklar, es ésta de contención del daño que, en definitiva, es el espíritu mismo del Estado de Derecho, en su primera formulación, la liberal. Se trata de tener los instrumentos para controlar los inevitables excesos del poder (Lord Acton), su arbitrariedad. Pero, como ha advertido Honneth en su clarividente estudio sobre la filósofa nacida en Riga, Shklar no se detiene ahí y advierte la necesidad de dar voz y proteger a quienes encarnan “los rostros de la injusticia” que dan título a otro de sus libros.  Creo que Shklar coincide con quienes, desde la filosofía política y jurídica, señalan que la tarea más urgente para una política decente es reparar lo <injusto concreto>, el daño causado a las necesidades básicas de un tercero, a sus derechos. Evitar la crueldad, el sufrimiento humano, es, a su juicio, condición indispensable de todo comportamiento que se quiera digno de tal nombre. Y no sólo la crueldad física, la violencia, sino la crueldad que se manifiesta en la humillación moral. Comenzando por el test más sencillo de ese daño: la humillación moral de negarle la igual condición de sujeto de derechos.

En otras palabras, si se legitima el Derecho es precisamente, como sostiene Ferrajoli en convergencia con Shklar -aunque aquél lo proponga desde posiciones ideológicas muy alejadas del liberalismo-, en la medida en que aparece como la ley del más débil, el escudo de los más vulnerables, de los que no tienen voz ante ese Derecho que tantas veces parece sólo la voz del poder. Dar voz a todos aquellos que conocen la experiencia de vivir con miedo, nada menos que una buena parte de la población mundial, como lo ejemplifican los refugiados, los inmigrantes forzosos, y todos aquellos, todas aquellas que pueden hacer suya la frase de Roy en Blade Runner: “es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”.

Aquí convergen, por mucho que escandalice a los amantes de categorías simplistas, lo mejor de la tradición liberal con la socialista de la fraternidad, tal y como quisiera el socialista español Prieto. El motor común que les aproxima, es la necesidad de dar respuesta al lema del liberalismo económico, de esa ideología de mercado que proclama el “¡sálvese quien pueda!”, en la creencia de que, en efecto, el triunfo en el mercado es la prueba de una política de libertad y de justicia reales, las únicas posibles. Una ideología que olvida que las más de las veces, ese <ponerse a salvo> es a costa de la desigualdad, del olvido de los demás y en particular de los más débiles: un coste inaceptable en términos de daño y humillación. Esa es la razón, explica de nuevo Honneth, de que Shklar exija junto a la autonomía política (el derecho a ser ciudadano, a decidir mediante el voto), la autonomía económica, que se concreta en tener las mismas oportunidades para “ganar el pan sin miedo y sin favor”, un modelo de <economía republicana> que significa la ausencia del miedo en el orden económico. Pero ese objetivo no se puede conseguir sin corregir el mercado, sin intervenir, como señala Honneth, “en el ámbito prepolítico de la supervivencia económica”. De donde el liberalismo conduciría a un programa que tiene mucho que ver con lo que conocemos por socialdemocracia, porque se resume en el imperativo de igual libertad para todos, una igual libertad que tiene como test (vuelvo a Honneth) la garantía de los derechos sociales.

A todo lo anterior, a la lucha por vivir sin esos miedos, se suma hoy lo que advertimos como el daño irreparable, el daño a la vida misma como condición de cualquier proyecto social y político. Un daño que habíamos olvidado precisamente bajo el imperativo de la ideología del crecimiento, del progreso entendido en términos de riqueza económica y en el menos malo de los casos, del índice de PNB. Esa convicción se impone como tarea prioritaria, porque el daño que resulta de olvidarla anula todo lo demás. Y sabemos que ya no hablamos de los riesgos del cambio climático. Nos encontramos ante una situación de emergencia climática en la que concurren la urgencia y la importancia del asunto y que exige dedicar esfuerzos suficientes y concretos a este fin.

Por eso, como criterio de juicio, del voto de nuestros representantes, muchos de nosotros queremos que, a la hora de decidir quiénes van a dirigir los destinos de la UE, los candidatos nos expliquen cómo se proponen garantizar que todos (los ciudadanos europeos, sí, pero también todos los que están bajo soberanía de los Estados europeos) podamos alcanzar las condiciones para vivir en ausencia del miedo. Justo al contrario de esos programas políticos que se reducen a airear y fomentar el miedo para imponer, en passant, programas autoritarios y las más de las veces reaccionarios, queremos propuestas que nos garanticen vivir sin el miedo a la arbitrariedad del poder, a la limitación de nuestras libertades. Que nos garanticen también que podremos ganarnos el pan, el trabajo, la salud, la educación, la vivienda, la protección en la vejez, “sin miedo y sin favor”, como escribía Shklar. Programas, en fin, que tomen en serio y combatan eficazmente el miedo más justificado, el de perder este planeta. Todo ello se parecería bastante a un compromiso real, concretado en presupuestos, con la Agenda 2030 y los objetivos ODS, que parece el mejor programa común para los europeos, aquí y ahora.

 

 

Refugiados: política, no misericordia (El País, 20 junio 2019)

La Asamblea General de la ONU, en su resolución 55/76 de 4 de diciembre de 2000, estableció el 20 de junio como Día Mundial de los Refugiados. En este aniversario de 2019 hay poco que celebrar y mucho trabajo pendiente:  a 30 de junio de 2018 hay más de 70 millones de desplazados forzados en todo el mundo, de los que el 52% son niños. Lo que es peor: hoy, la definición de refugiado, a mi juicio, se ajusta sobre todo a la propuesta por el anterior Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, Zaid Ra’ad al Hussein, en su intervención ante la Asamblea General el 30 de marzo de 2016: “These are people with death at their back and a wall in their face” («son gente con la muerte a su espalda y un muro frente a ellos). Muerte y muros son el bagaje al que hacen frente la mayoría de ellos. La paradoja es ésta: cada vez hay más factores que provocan que un número creciente de seres humanos se vea obligado a desplazarse de su hogar, incluso de su país, para encontrar un lugar seguro. Al mismo tiempo, cada vez se reducen más las posibilidades del ejercicio de este derecho a encontrar un lugar seguro, porque se incrementan los obstáculos para poder plantearlo.

Por eso, nuestra tarea es doble. Primero, en el plano preventivo, reducir las causas que ponen a tantos seres humanos en peligro de muerte: trabajar por impedir los conflictos bélicos de los que huyen los más y también invertir en procesos de mejora de la democracia, los derechos humanos y el desarrollo sostenible en esos países de los que se ven obligados a huir. Y tenemos un deber perentorio en el segundo plano, el de la respuesta: evitar que quienes huyen porque están en riesgo sus vidas, sumen más riesgos e incertidumbres en su busca de refugio, que no encuentren más muros. Establecer vías seguras y asequibles, para que puedan plantear la protección que necesitan. En unos casos, el asilo. En otros, la protección internacional subsidiaria o incluso los visados humanitarios.

Nadie ignora que en Europa se están vaciando elementos básicos del contenido del asilo. Basten dos botones de muestra. Buena parte de los gobiernos de la UE permiten la violación del principio básico del sistema de asilo, el de no devolución al horror del que huyen (el principio de non refoulement, de no devolución), al entregar a las personas desesperadas que huyen del infierno libio a los guardacostas libios que los retornarán a escenarios con los que no soñó el Dante. Y eso, pese a que la ONU y las ONG que trabajan en esa zona han evidenciado que Libia es cualquier cosa menos un país seguro y sus puertos tampoco pueden tener esa consideración. Y añadan una mirada a la situación que viven los demandantes de refugio en las islas griegas, en campos convertidos en centros de concentración, sin noticias de resolución de su demanda, privados de libertad y en condiciones infrahumanas que inducen al suicidio, incluso de menores. Lo peor es la consecuencia que nos negamos a reconocer: hablamos de <refugiados>, al mismo tiempo que multiplicamos los esfuerzos para que no lleguen a serlo. Deberíamos hablar más bien de asylum seekers, de personas que buscan protección, y ponen en riesgo su vida para conseguir plantear esa solicitud. Y que en su inmensa mayoría jamás alcanzarán ese status.

La razón de todas esas contradicciones no es fruto de la ausencia de misericordia en el corazón de los europeos. Tampoco es que no se conozcan nuestros indiscutibles deberes jurídicos respecto a quienes buscan protección. Esa miseria moral, a mi juicio, es el resultado de una voluntad política contraria a la asunción de tales deberes jurídicos y que utiliza como coartada el desplazamiento de la cuestión a la pretendida respuesta humanitaria.  Una coartada eficaz, hasta rizar el rizo: primero se nos dice que esta es una cuestión “humanitaria”, desplazando así la responsabilidad desde los Gobiernos a los agentes sociales. Y luego, se estigmatiza esa respuesta humanitaria, llegando al cinismo de los <crímenes de solidaridad>, retórica en la que brilla Salvini, que presenta a ONGs abnegadas como cómplices, cuando no responsables de la trata y explotación de seres humanos.

Y eso nos sitúa ante la crisis de Europa como proyecto político. Iván Krastev, en su Europa después de Europa, ha escrito: “La crisis de los refugiados ha transformado radicalmente el statu quo en Europa, así como los argumentarios de los políticos, la mentalidad de los ciudadanos, las identidades de las naciones y los resultados electorales. La crisis de los refugiados ha acabado siendo el 11-S de Europa”. No creo que este juicio sea exagerado. Pero estoy convencido de que estamos a tiempo de reaccionar para hacer coherente la política migratoria y de asilo con los valores que proclama la propia UE. Para recuperar ese alma europea.

¿Qué hacer? A mi juicio, como han señalado la Comisión Libe del Parlamento Europeo, la red italiana Europasilo, y ONGs como CEAR que celebra ahora sus 40 años de trabajo en defensa de los refugiados, la reforma de la Regulación de Dublín es la clave para cambiar el déficit fundamental que aqueja al soi dissant Sistema Europeo Común de Asilo (SECA), que está todavía lejos de ser un sistema común. Ante todo, hay que lograr un consenso básico: la protección de refugiados es una responsabilidad compartida y obligatoria. Sólo después de eso podríamos hablar de armonización y estandarización del sistema. Esa armonización, creo, debería establecerse sobre la base de dos criterios: primero, la abolición del principio anacrónico que vincula la responsabilidad de tratar la solicitud de asilo con el país al que al solicitante llega en primer lugar: frente a ello, se trataría introducir un mecanismo de cuotas permanentes de reparto. En segundo lugar, establecer que el criterio principal para determinar el Estado responsable del tratamiento de solicitud de asilo sea el examen de los vínculos que el solicitante tenga con un Estado miembro.

Dicho esto, podríamos avanzar en propuestas concretas, como las que lanzó CEAR ante las elecciones del 28-A y el 26-M. Reproduzco dos, que me parecen prioritarias y que espero y confío que aborde el próximo Gobierno que presidirá Pedro Sánchez: (1) para empezar, se debe dotar de medios materiales y recursos humanos suficientes a la Oficina de Asilo y Refugio y a la Policía Nacional y velar por su formación específica. Es absolutamente urgente concluir la instrucción de los 102.800 expedientes pendientes de resolución, según Eurostat, a 30 de junio de 2019. Junto a ello, (2) en el ámbito europeo, en coherencia con el elemento básico de protección internacional, que es el principio de no devolución recogido en la Convención de Ginebra, nuestro Gobierno debe asumir la iniciativa de promover un consenso europeo para la aprobación de un protocolo de desembarco y reubicación seguro y predecible, que evite que ninguno de los rescatados pueda ser devuelto a un país en el que su vida pueda correr peligro.