Un signo positivo: la recuperación del debate público sobre las razones de (des)obedecer
Para quienes nos dedicamos académicamente a la filosofía jurídica y política, uno de los efectos positivos que ha propiciado el debate sobre la independencia de Catalunya es que ha incentivado y aun popularizado discusiones sobre conceptos y problemas claves de esas disciplinas, como el de la noción de legitimidad y con ella -lo diré desde una perspectiva menos gremial-, la cuestión capital en política, porque atañe a la definición misma de democracia y por tanto nos compete a todos los ciudadanos: ¿Quiénes son y quiénes deben ser los señores de la vida pública, de la política? ¿El pueblo? ¿Puede y debe ser el Derecho otra cosa que la expresión de la voluntad popular? Así, se plantean a fondo las relaciones entre democracia, justicia, legalidad y derechos humanos. Creo que este hecho, el que se produzca una discusión pública de este tipo, debe ser saludado, con todos los matices que se quiera, como un indicador positivo, también en términos de la formación de una ciudadanía activa.
Me permitiré recordar de entrada una advertencia que, en punto a este debate, creo que resulta muy útil. Me refiero a la conveniencia de evitar dos extremos: las tesis formalmente legalistas (stricto sensu) de quienes quieren identificar la legitimidad con la legalidad, sin más. Y, del otro lado, las populistas de quienes creen que todo lo que diga/decida la mayoría del pueblo (o todo aquello a lo que preste su adhesión) es, por definición, la expresión misma de la justicia y la legitimidad. La historia nos ofrece mil ejemplos de cómo la legalidad democrática no agota ni se identifica con la justicia. Yendo un poco lejos, Sófocles con su Antigona, Shakespeare con Shylock, nos mostraron que consagrar la legalidad como justicia es una estupidez. Lo sabían los romanos y por eso los brocardos <summum ius summa iniuria>, pero también en Roma se dio el extremo opuesto, el <fiat iustitia pereat mundus>. La paradoja de Rousseau con su distinción entre volonté générale y volonté de tous, no resolvió la tensión entre legalidad y justicia. Tampoco la solución de Weber, la legitimidad legal-racional, ni siquiera en la medida en que la ley sea no sólo racional, sino también expresión de la voluntad de la mayoría. Y es que, como ya apuntara Thoreau, la razón de uno solo (si ese uno solo tiene razón) puede valer más que la voluntad de la mayoría, si no la tiene. Thoreau inicia así la concepción moderna de un concepto no siempre claro, la desobediencia civil.
Me parece que un segundo error a evitar es entrar en ese debate a base de slogans y simplismos, del tipo del enunciado por Josep Guardiola: “las leyes no pueden imponerse contra la voluntad del pueblo” “justo es lo que el pueblo decide”. Tan simplistas como el contrario, “la ley es la ley”. Máxime si sabemos, como sabemos, de la fina línea entre democracia y demagogia, una relación sobre la que ya advirtiera Aristóteles y sobre la que insistió Tocqueville al denunciar el peligro de <tiranía de la mayoría> Y si conocemos, como conocemos, las perversiones del formalismo jurídico, que pueden llevar a sostener que cualquier Estado es Estado de Derecho. Añadamos que, desde Goebbels al menos, sabemos de la capacidad moderna de demagogia a través de la propaganda, del dominio de los media. Sabemos por la historia que, invocando el nombre, la voluntad de la mayoría (“el pueblo”), se han justificado los peores horrores. Y sabemos cómo se ha usurpado la voluntad real de la mayoría de los ciudadanos por parte de élites o grupos que no son mayoritarios, pero sí hegemónicos, en poder institucional, económico, mediático. No hay que elucubrar demasiado para encontrar ejemplos de tiranía de la mayoría: cuando una mayoría vota a favor de discriminar a una minoría, a favor de la tortura, a favor de la pena de muerte, a favor de un dictador, ¿queda legitimada esa decisión por provenir de un acuerdo de la mayoría?
En este marco, me parece que dos recientes artículos de mi colega el profesor de la UPF Jordi Mir, ofrecen un buen número de sugerencias con las que pretendo dialogar, sin intentar rebatir posiciones concretas, salvo de forma muy ocasional.
¿Tiempos de desobediencia?
Los nuestros han sido caracterizados, desde diferentes perspectivas, como tiempos de desobediencia, hasta el punto de que se ha llegado a aventurar que un rango distintivo de la generación que alcanza su mayoría de edad al final de la primera década del siglo XXI sería el “estado de rebelión”, lo que permitiría hablar de la era de los indignados. Se habría producido así un proceso de globalización del movimiento de denuncia y rechazo del statu quo que se extendió desde las plazas de ciudades árabes a Madrid, Génova, Nueva York o Hong Kong. Ciertamente, sus raíces se remontarían a la concepción altermundialista, al lema otro mundo es posible, que es sobre todo una propuesta de rechazo de un (des)orden social percibido como insoportable, por injusto y aun suicida, en términos de la sostenibilidad de la vida (la de los seres humanos y la del propio planeta). Pero no pretendo una disquisición sobre cuestiones que han sido ya muy tratadas (y sobre las que acaba de volver la activista N.Klein en su <Decir no no basta (Estado y sociedad)>, que, comparado con el anterior, <La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre> o con el clásico <No Logo>, decepciona y mucho), sino más bien apuntar a una pregunta y ofrecer algunas pistas para el debate a quien interese la cuestión.
A mi juicio, la pregunta es por qué hoy el prestigio social está del lado no ya de la indignación y la denuncia, sino abiertamente de la desobediencia, con el efecto estigmatizador sobre la actitud de obediencia, que parece sometida a sospecha. Y es que hoy parece asentada la tesis de que la desobediencia es la modalidad que exige aquí y ahora una política democrática.
Debo precisar de inmediato que no me refiero a esa constante en toda sociedad que viene simbolizada por el atractivo de la negación, vinculada a una necesidad generacional, biológica, la que todos experimentamos al constatar que nos encontramos en un mundo que hemos recibido y que percibimos como ajeno e incluso impuesto. En definitiva, un mundo que no es nuestro, de donde la necesidad de crear el propio. Prácticamente en todas las culturas y en todos los momentos históricos encontramos testimonios de ese rechazo, de esa desobediencia, que es sobre todo una actitud vital de “los jóvenes” hacia las pautas y valores imperantes, testimonios enunciados generalmente en tono de lamentación por la decadencia que ello supone para el orden social existente, cuyos valores son impugnados. Es el grito de non serviam! Que la Biblia atribuye al ángel predilecto que se rebeló contra su Creador, convirtiéndose así en ángel caído.
No. Hablo de algo más, de un fenómeno que, por su generalización, parece nuevo: se trata de reconocer que se ha producido una inversión de la comprensión de la desobediencia, que –en contextos democráticos- pasa de ser una actitud sospechosa por insolidaria y reprobable para la mayoría, en cuanto incompatible con las condiciones de una convivencia civil, a convertirse en la vía necesaria para construir una sociedad que de verdad merezca ese calificativo. Una sociedad decente, en el sentido de Péguy o Margalit o, digámoslo abiertamente, una sociedad justa.
Esto nos obliga, creo, a un esfuerzo de precisión sobre las condiciones de legitimidad de la desobediencia, lo que puede abordarse, a mi juicio, al menos desde dos vías que tienen una importante tradición. De un lado, la que construye el concepto de desobediencia civil, en contextos precisamente democráticos, cuando menos a priori. De otro, la de raíces anarquistas –en la mejor tradición libertaria[2]– que entiende que, siendo todo poder ilegítimo, la desobediencia es la acción política legítima por antonomasia, incluso un deber, lo que parece razonable cuando hablamos de regímenes no democráticos, pero resulta muy cuestionable en el otro caso.
Sobre la desobediencia en democracia
Mi propuesta parte de la aceptación de la tesis que sostiene que la desobediencia, si es civil, constituye una expresión genuina del espíritu de la democracia y del Derecho, y aun se diría –Camus- de la paradoja en la que se debate el hombre moderno, heredero de la Ilustración, su opción por el ideal de autonomía, pero esclavizado por las reglas de un mundo que le es ajeno y contra el que se rebela. Y advierto sobre la necesidad del adjetivo, que matiza de forma muy importante la tesis inicial, la del prestigio de la desobediencia. No hablo de la desobediencia, sin más, hablo de desobediencia civil, que encarna lo mejor del espíritu del Derecho y de la democracia mismas, cuando es, insisto, desobediencia civil.
Quizá nadie como Howard Zinn haya planteado mejor, más provocadoramente, la razón de ser de la desobediencia, desde que lo hiciera Sófocles, en el diálogo entre Antígona y Creonte, donde, claro está, no se habla de desobediencia civil, sino de la obligación de obedecer el mandato de leyes superiores, no escritas, cuando la ley no es justa. En un debate de 1970 sobre desobediencia civil, Zinn comenzó su intervención señalando que toda la discusión estaba planteada al revés, porque –afirma– “nos dicen que el problema es la desobediencia civil, cuando en realidad el problema es la obediencia civil” (puede verse aquí la lectura que hizo Matt Demon de ese texto de Zinn). Zinn es probablemente el más prolífico defensor de la desobediencia civil, el concepto teorizado por Thoreau en una conferencia escrita en 1848, que lleva ese título y en la que propuso los elementos conceptuales desarrollados luego entre otros por Bedau, Russell, Rawls o Habermas y, sobre todo, llevados a la práctica por los movimientos de defensa de los derechos civiles (Martin Luther King) y por los ecopacifistas, movimientos en los que jugaron un papel fundamental los críticos con el desarrollo del armamento nuclear y la generación de resistencia a la guerra del Vietnam.
Para Thoreau, en efecto, la desobediencia civil expresa el desacuerdo político y no sólo moral, de quien no halla justificado el imperativo concreto de una ley, porque choca con los fundamentos del pacto social al que se ha prestado consentimiento, el de los founding fathers en el caso de Thoreau, es decir, la Constitución, en términos de la teoría contemporánea de la desobediencia civil. Para Thoreau, la desobediencia civil es una conducta exigente, lo que significa que ha de ser pública y pacífica y, además, debe aceptar la sanción para probar su coherencia. Sin duda hay en Thoreau un impulso de moral crítica, un fundamento ético de la desobediencia civil, pero la clave está en la dimensión política: Thoreau no trata de cambiar el régimen político, pero tampoco salvar la aplicación de una ley a su caso concreto (la excepción personal o suspensión personal de la ley, propia de la objeción de conciencia). Por eso, su propuesta no es la de la revolución. Es una rebelión para preservar los valores del pacto político que comparte y defiende. De paso, diré que a mi juicio, aunque resulta indiscutible la importancia que tuvo para Gandhi la lectura de Thoreau, el movimiento que el Mahatma impulsó y que fue decisivo en la independencia de la India no es en realidad desobediencia civil, sino rebelión inspirada en una concepción religiosa, la doctrina de la satyagraha, que adquiere la dimensión de una verdadera revolución política, de carácter pacífico. Porque, obviamente, Gandhi no comparte ni los valores ni las reglas del sistema político del virreinato, la dominación inglesa en la joya de la corona que es la India, y no se rebela apelando a esa legitimidad, sino que la impugna. Insisto: alguna de las convicciones de Thoreau están muy vivas en Gandhi, comenzando por aquella que asegura que en un régimen injusto el único lugar para un hombre justo es la cárcel, tesis que llevó a Thoreau a la cárcel de Concord, al negarse a pagar los impuestos con los que se pagaba una aventura colonial, imperialista, la del gobierno de los EEUU de la época en México.
Como decía, creo que, en cierto modo, esta recuperación de la desobediencia como virtud, como motor de la vida política, tiene que ver con la percepción de que la disidencia activa o incluso la desobediencia, expresan el espíritu de la democracia, de la reapropiación del poder por parte de los ciudadanos. Esta matización sobre el sujeto, esto es, we, the people, me parece importante: prefiero esta referencia a todos nosotros los ciudadanos (luego matizaré sobre la necesidad de cuna concepción plural e inclusiva de la ciudadanía), por encima de las referencias habituales a las nociones de pueblo y, desde luego, más que a la de nación, porque hace referencia a todos y cada uno de los ciudadanos como sujeto político constituyente, como poder político originario, el demos. En cierto modo, es un desarrollo coherente de la concepción que desde el humanismo a la Ilustración reivindicará en profundidad el valor de la autonomía como principio sine qua non de la moral, la política y el derecho y que se refleja en la noción de contrato social como única justificación del poder. Una concepción presente en el agudo ensayo de Etienne de La Boétie, El discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contrauno, escrito en 1548, pero que se publicó en 1571[3] y en el que La Boétie impugna la obediencia propia de las monarquías absolutas, que es la obediencia de quien, en lugar de ciudadano, es tratado como súbdito o, como dirá Nietzsche, como rebaño. Impugna así la obediencia como hábito generado por el miedo, por la amenaza del monopolio de la violencia que detenta el rey. Impugnación de la obediencia como servidumbre voluntaria que encontramos también en la advertencia prudente que se recoge en una cita muy repetida (y habitualmente atribuida de forma errónea a Lichtenberg, en sus Aforismos) de las Mémoires del que fuera rival de Mazarino, el cardenal de Retz (1675): “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”. Es este un matiz muy importante: esa impugnación del deber genérico de obediencia, la habilitación de un derecho casi genérico de resistencia está ligada estrictamente al déficit de legitimidad del ancien régime: por tanto, en un régimen no democrático, no cabe la desobediencia civil, sino sólo la revolucionaria.
Cuando la desobediencia es civil, aparece, además, a mi juicio, como expresión indefectible de lo que constituye el alma del derecho, que no es otra cosa sino la idea de la lucha por los derechos, que ya está en Heraclito, pero que formula y desarrolla uno de los más grandes juristas del siglo XIX, Rudolf von Jhering. Sí: para que el Derecho sea instrumento de satisfacción de las necesidades reales de los ciudadanos, y no instrumento de dominación y discriminación, expresión de violencia, ley del más fuerte, ha de estar al servicio de los derechos como intereses legítimamente dominantes. En una sociedad democrática esa lucha está institucionalizada, a priori, a través de los mecanismos institucionales de representación y de participación. Pero, como señalara justamente Arendt cuando escribe sus reflexiones sobre la desobediencia civil a las que se refiere Jordi Mir, la desobediencia que arraiga en los campus norteamericanos en los 70 tiene mucho que ver con los límites que el establishment impone a la democracia representativa, límites sobre todo a la hora de garantizar esa lucha genuina por los derechos, que no parecen posibles en esa democracia bloqueada, que ha agotado su vía revolucionaria, como supo mostrar en su magistral novela….. Arendt intenta incorporar a las instituciones democráticas la desobediencia, pero fracasa en su propuesta porque (y aquí discrepo del análisis de Mir, que sugiere que el proyecto debe ser incorporar la desobediencia a la legalidad), no sabe resolver el oxímoron jurídico que eso plantea.
Pero es preciso afinar el análisis: cabe defender la legitimidad democrática del recurso a la desobediencia civil, que incluso puede ser entendida como una obligación política: porque esta desobediencia es el recurso para apelar a que la mayoría recupere el principio de legitimidad, expresado en el pacto político original, esto es, en nuestros sistemas políticos, en la Constitución.
¿Significa eso que es posible enunciar la existencia de un derecho a la desobediencia civil, esto es, de la desobediencia civil como derecho, incluso como derecho básico, tal y como sostiene mi colega de la UPF? Yo creo que no, salvo que hablemos de un <derecho moral>, un <derecho natural>, al estilo del derecho de resistencia y sólo muy excepcionalmente (como de hecho sucede sólo en la Ley fundamental de Bonn) ese claim for desobedience es positivizado como derecho, pero con una muy importante precisión: no existe un derecho general a desobedecer cuando uno así lo estime justificado, sino de forma muy específica: hay derecho a desobedecer órdenes/normas/decisiones abiertamente contrarias a los derechos humanos y el orden constitucional
Este es el punto: frente a quienes verían en el derecho a la desobediencia un elemento constitutivo del pacto social democrático, hay que decir que eso significa entender mal las tesis de Locke sobre el appeal to heaven y no digamos las de Hobbes sobre la posición del ciudadano ante el Leviathan. El derecho a resistencia que invoca esa apelación divina es una última instancia, excepcional, en regímenes políticos en los que el control del soberano es muy limitado y difícilmente se puede trasladar a Estados de Derecho en los que las instancias de control y revisión son numerosas y con garantías, llegando incluso a instancias supraestatales. El derecho a desobedecer reconocido por Hobbes se limita a un supuesto extremo: aquel en el que el soberano/Leviathan no garantiza la vida. No: un derecho genérico, abierto de desobediencia pone en quiebra el fundamento mismo del Estado de Derecho.
Todo lo anterior no significa que no pueda ser legítima la desobediencia revolucionaria, las más de las veces violenta: y hay que añadir de inmediato que esa violencia no es ilegítima allí donde no ha existido un pacto social democrático (ilegitimidad de origen) o donde éste ha degenerado (ilegitimidad sobrevenida, nacida de una práctica no respetuosa con los principios de legitimidad) y ha practicado, por ejemplo, violaciones generalizadas de esos principios de legitimidad, como sucede cuando un régimen democrático en su origen viola de forma masiva los derechos humanos.
De esta forma, debemos matizar la tesis del prestigio de la desobediencia. La desobediencia tiene, como recordé más arriba, el prestigio del non serviam!, atribuido a Luzbel, el príncipe de los ángeles, que se rebela contra Dios y se convierte en Lucifer, Satán. Pero no olvidemos que el motivo de esa rebelión es el atributo del libre arbitrio concedido a los hombres. Por supuesto que el <ni dios, ni amo>, sigue siendo un lema que prolonga el ideal de la autonomía, pero hay que preguntarse qué sociedad puede construirse desde el primado de la desobediencia a norma alguna, a ninguna autoridad. Porque si lo pensamos bien, hemos de admitir que también cabe llamar desobediencia, sin más, a lo que calificamos de conducta criminal o delictiva, que en teoría nadie podría proponer como ejemplo a seguir, aunque tenemos testimonios constantes de lo contrario cuando, por ejemplo, se ofrece el modelo de los tiburones financieros, los especuladores, los depredadores de cuello blanco que saben desobedecer a la ley, poniendo su inteligencia en escapar, en disimular esa desobediencia, es decir, en lo contrario del carácter público de la desobediencia civil. Por eso me parece claro que quienes se llenan la boca al hablar de desobediencia como instrumento democrático, sin hacer más precisiones, olvidan que una sociedad en la que el modelo sea el desobediente, sin más, es la expresión de la ley del más fuerte, el más astuto. La desobediencia, sin más, es inviable como propuesta para construir una sociedad decente.
Sobre el límite de la legitimidad de la desobediencia
Antes de terminar estas pistas, quiero entrar más concretamente en el debate con las tesis de mi buen amigo y colega el profesor Mir. Ambos tomamos como referencia los argumentos que sostienen que en Cataluña se vive hoy un ejemplo masivo de práctica de la desobediencia civil, encaminada al objetivo de una democracia de calidad, basada en un mandato popular, el del referéndum del 1-O[4], que se realizaría a través de actos individuales y sobre todo colectivos de desobediencia civil.
Me interesa destacar un matiz en el que no se repara habitualmente, pero que sí se encuentra en el artículo de Jordi Mir con el que estas páginas pretenden dialogar: hay que distinguir lo que es desobediencia civil (que siempre invoca un marco común de legitimidad y siempre es pacífica, y lo que impugna es una ley, o leyes, una sentencia, una decisión administrativa, etc, no el sistema básico de legitimidad) y lo que son técnicas de desobediencia civil (sentadas, corte de calles, bloqueo de acceso a edificios oficiales, etc: el manual de Zinn ofrece más de 150 ejemplos), que pueden ser utilizadas también por quien persigue la insurrección, la revolución y que tienen en común ser no violentas: es decir, que son prácticas o técnicas de desobediencia civil precisamente en la medid a en que su carácter es pacífico, no violento. Y no niego que esas otras posiciones puedan tener justificación, aunque en una democracia, ese margen es muy, muy estrecho.
En líneas generales, diría que hoy en Cataluña se han utilizado y continúan usándose de forma generalizada técnicas de desobediencia civil, pero no estoy tan seguro de que podamos hablar de políticas de desobediencia civil: porque buena parte de quienes actúan impugnan el marco común de legitimidad (la Constitución). Lo que, por cierto, es perfectamente legítimo si se hace de forma pacífica y no se pretende romper violentamente ni imponer tal ruptura a la mayoría de la población. Pero si lo que se pretende es romper con el marco, con las reglas de la legitimidad vigente, en ese caso, como en el de Gandhi, no estamos ante desobediencia civil, sino ante desobediencia revolucionaria, que emplea, sí, con mucha frecuencia, técnicas de no violencia, técnicas de desobediencia civil.
Insisto. No creo que hoy, en Cataluña, se esté utilizando la política de la desobediencia civil, por más que casi todos los actores del debate -si nos referimos al amplio y plural campo que denominaría soberanismo, a no confundir con el estrictamente independentista, lo que exige un esfuerzo- la invocan y aun se reconocen en esa definición: son desobedientes, creen en la desobediencia como arma política incluso preferente (más allá de recursos demagógicos como los habituales en Rufián, carentes de argumentación pues se reducen al spot propagandístico). Así sucede, desde luego en las CUP, desde el inicio. También en els Comuns (y no sólo con quienes proceden de Podem: Fachín): baste pensar en nombres como la propia Colau o Domenech, pero también Elisenda Alamany[5]: Lo mismo se advierte, aunque aprecio menor profundidad ideológica y más evidente recurso a la herramienta, es decir, a las <prácticas de desobediencia civil> que no al concepto de desobediencia civil, en ERC (el ejemplo es Tardá). Lo que es más paradójico es que gente de derecha, de orden, como el PDeCat, hable de desobediencia cada vez más. Pero lo cierto es que, sin excluir la honradez entre los dirigentes del PDeCat (ahí está Carles Campuzano para acreditarlo, un ejemplo de político honrado, inteligente), el oportunismo a la Mas u Homs, les hace saltar por encima de las contradicciones más elementales.
Una vez más
Insistiré: que se recurra a las técnicas pacíficas de desobediencia civil (sobre todo de desobediencia civil indirecta: ocupaciones, sitting on, etc.) no significa que se practique desobediencia civil. Y hablar de <desobediencia institucional> me parece confuso, e implica consecuencias muy contradictorias: ¿con qué fuerza puede tratar de obligarme a obedecer una autoridad que desobedece a su vez?
No, cuando no se impugnan normas, conductas, decisiones, actos y procedimientos, en nombre del marco de legitimidad que es el pacto político (y este, aquí y ahora, es la Constitución), a mi juicio no puede hablarse ni de desobediencia civil, ni de desobediencia institucional. Cuando se reclama derecho a votar y se trata de ejercerlo al margen de las reglas y procedimientos propios del marco de legitimidad (establecidos en la Constitución y en las leyes) y además se reivindica el voto para decidir la secesión, la independencia, se reclama ejercer un derecho y hacerlo mediante un procedimiento que la Constitución, el marco de legitimidad, no contempla. Eso significa situarse fuera de él, evidentemente, impugnarlo o darlo por no vigente. De esa forma, se rechaza el marco de legitimidad y se sustituye por otro que se presenta como mejor, en la medida en que es propio, de sus ciudadanos, el pueblo catalán. Esto no es desobediencia civil, sino otra cosa, que podemos llamar desobediencia revolucionaria, revolución. Sin duda cívica, sin duda ampliamente pacífica, pero persigue un cambio de régimen y por consiguiente tiene un alcance, sí, revolucionario. Pacifico, insisto, pero revolucionario, porque no hay que tener miedo a las palabras.
Se puede y se debe discutir si los argumentos con los que se ha justificado y aún se justifica este proceso revolucionario están suficientemente argumentados. Personalmente estoy convencido de que los que se alegan aquí y ahora por los partidos independentistas no lo están: porque, a mi juicio, como han señalado públicamente la inmensa mayoría de los profesores de Derecho internacional público, en Cataluña hoy es absolutamente impropio invocar el derecho de autodeterminación reconocido en el Derecho internacional. Y además, también a mi juicio, tampoco cabe hablar de que en España la democracia esté radicalmente afectada por la degradación/pérdida de la legitimidad de origen. No niego que el régimen constitucional se ha degradado, ante todo como consecuencia de las actuaciones y decisiones de gobiernos que, a mi juicio, han violado principios constitucionales (pienso, por ejemplo, en los derechos sociales), pero no de forma tan generalizada que se haya perdido la legitimidad democrática. Concretamente, estoy convencido de que el Gobierno Rajoy ha recortado indebidamente libertades y derechos, y de forma particularmente grosera en la falta de respeto a la división de poderes, a la independencia judicial y muy recientemente a las libertades de reunión y manifestación. Como me resulta imposible dejar de señalar que esos recortes fueron multiplicados por el Govern de Artur Mas y que el Govern de Junts pel Sí y el Parlament se apartaron de reglas elementales de respeto a los procedimientos democráticos y a los derechos de las minorías en la trayectoria acelerada del procés.
Pero todo lo anterior no invalida, también a mi juicio, la legitimidad democrática de la Constitución del 78, sino que exige desplazar del poder al Gobierno Rajoy, que no ha respetado principios básicos de esa legitimidad constitucional y ha bloqueado toda posibilidad de reformarla ahí donde, a todas luces, lo necesita. La divisoria es ésta: hay millones de catalanes y partidos políticos democráticos que creen imposible continuar con ese pacto constitucional, incluso con reformas y por eso están siguiendo la vía de la rebelión revolucionaria. A mi juicio, es un error, porque no hay un déficit de legitimidad democrática que obligue a apartarse de la reforma constitucional, incluido el recurso a la desobediencia civil. Recordaré que la Constitución que así se impugna no es en absoluto una ley sagrada y se puede, y a mi juicio se debe, modificar, porque hoy ese pacto político originario no responde en muchos puntos a lo que queremos los ciudadanos, y en particular los ciudadanos de algunos territorios. Y por eso creo que se equivocan de raíz quienes quieren abandonar ese marco de legitimidad y hacerlo mediante la vía revolucionaria. Conste que hablo de error, porque parto de su buena fe y reconozco la legitimidad de la pretensión independentista. Pero a mi juicio darlo por inservible es un error. Me parece preferible reformarlo, incluso a fondo, para seguir con un marco común de legitimidad. Porque ese pacto político del 78, reformado en aspectos muy importantes, entre los cuales se encuentra un modelo federal, es una solución mejor para todos, para los catalanes y para todos aquellos que no se sienten representados en aspectos importantes de ese acuerdo, de los derechos sociales a la cláusula del déficit, pasando por la desigualdad entre hombres y mujeres o la laicidad. Eso implica que todos puedan participar en la decisión, lo que significa votar, claro. La solución a la indiscutible insatisfacción ciudadana (y no sólo de millones de ciudadanos en Catalunya) consiste en volver a un acuerdo constituyente que dé la oportunidad de que se vote realmente qué pacto social se quiere, también, para introducir las reformas que permitan que, si fuera el caso de la decisión de la mayoría de los catalanes, decidan apartarse del pacto político del Estado español.
Foto: JJBose
[1] Retomo un ensayo anterior sobre desobediencia civil, en diálogo con el excelente artículo de Jordi Mir “En defensa del dret a la desobediencia civil”, (26.11.2017). Cfr. también “Crisis de régimen en su fase catalana: miedos a la democracia“; [2] Véase la reciente recopilación de M.Latorre, Nostra legge é libertá. Anarchismo dei Moderni, DeriveApprodi, 2017 [3] Fue su amigo, Montaigne, quien lo publicó. Hoy existen fundadas sospechas de que éste fuera el verdadero autor del panfleto. [4] Dejaré escrito algo que me parece evidente pero que sostendré en primera persona: a mi juicio, ese referéndum del 1 de octubre de 2017, tal y como se produjo finalmente –sobre todo por las deficiencias de los organizadores, pero también, de facto, por la torpeza del Gobierno central que llevó a actuaciones desproporcionadas, de violencia- en modo alguno se puede poner como ejemplo de referéndum democrático con garantías ni, por tanto, como fuente inequívoca de un pretendido mandato democrático “del pueblo de Cataluña”, aunque sí es un caso de consulta tan democrática en cuanto a su espíritu, la apelación a la consulta popular, como ilegal e insuficiente. [5] A consultar la interesante entrevista en Pensament Critic.