Los festejos taurinos que salpican buena parte de las fiestas de verano en numerosos municipios han adquirido este año una dimensión trágica. Concretamente, en la Comunitat Valenciana y en menos de seis semanas, se han cobrado ya siete víctimas mortales. La última, una septuagenaria de nacionalidad francesa, conocida aficionada a estas prácticas, que desde hace años recorría asiduamente los pueblos en los que se celebran. A propósito de esos festejos taurinos no han faltado, por cierto, elementos que cabría calificar como propios de la picaresca, como la peregrina explicación de las autoridades municipales de Nules, ante la denuncia de la celebración de un “encierro infantil” en sus calles, presentado como manifestación de «trashumancia urbana con exposición de animales bovinos«. Dicho sea de paso, otros Ayuntamientos han reaccionado muy rápidamente anulando los festejos al comprobar la presencia de menores o incluso se han pronunciado por la prohibición de esas prácticas, como el de Tavernes de la Valldigna.
La gravedad de estos hechos mortales ha llevado a la consellera de justicia e interior de la comunidad valenciana, Gabriela Bravo, a convocar de urgencia la comisión consultiva de festejos taurinos tradicionales, prevista en el título V del muy detallado Reglamento de festejos taurinos tradicionales de la Comunitat Valenciana, aprobado por el Decreto 31/2015 del Consell, siendo presidente el popular Alberto Fabra. La consellera daba una muestra de sentido común, del que andamos muy necesitados: “la vida está por encima de las tradiciones”. Mi argumento es el mismo: no hay tradición que valga la pena, si se cobra vidas humanas. Y añadiré: no hay tradición que valga la pena, si supone disfrutar con actos de crueldad y violencia. Actos gratuitos de maltrato, contra la integridad física y aun la vida de otros seres vivos, como sucede en el caso de los festejos taurinos que comentamos.
Como decía, no se trata de costumbres específicas de esa comunidad autónoma. Existen también en Cataluña y con una considerable polémica. Recordemos que el Parlament de Catalunya aprobó en 2010 una PNL que prohibió las corridas de toros en esa comunidad, lo que dio lugar a la Ley 28/2010, de 3 de agosto, de modificación del artículo 6 del texto refundido de la Ley de protección de los animales, pero esta disposición expresamente dejó claro que otro tipo de festejos taurinos quedaban a salvo de esa prohibición: “las fiestas de toros sin muerte del animal, correbous, en las fechas y localidades donde se celebran de forma tradicional». «En estos casos —se añade expresamente— está prohibido inferir daño a los animales».
En su momento y desde numerosas instancias, se denunció lo que a todas luces parecía una incoherencia, que se interpretaba como debida a consideraciones electoralistas. Así lo señala, por ejemplo, la Coordinadora para la Abolición de los Correbous de Cataluña, que cifra en 31 el número de municipios en los que todavía se celebran estas fiestas, la inmensa mayoría situados en las Terres de l’Ebre. Y se destaca que representan un porcentaje mínimo de la población total de Cataluña, aunque indiscutiblemente marca o puede marcar el resultado de las elecciones en esos municipios de Tarragona: así lo indica su portavoz, Toni Teixidó, en una entrevista para Crónica global: “¿Seguimiento? ¿Tradición? En esos municipios residen 140.000 personas mientras que, en toda Cataluña, viven 7,6 millones de personas. Si descontamos a los antitaurinos y menores, calculamos que los defensores de los correbous no pasan de 70.000. Es decir, un escaso 0,9% de los ciudadanos de Cataluña”.
Pero, más allá de estas críticas que hoy, ante la inminencia de las elecciones municipales, se revelan como un obstáculo insuperable para la tramitación de una nueva PL, presentada por el Comuns y la CUP, lo que deberíamos plantearnos es si no ha llegado la hora de dar fin a una tradición difícilmente compatible con elementos evidentes de lo que hoy entendemos por civilización, algo que incluye el fin de la crueldad y los malos tratos infligidos a. los animales.
Así lo señala, por ejemplo, Virtudes Azpitarte, autora de un brillante ensayo sobre Nietzsche y el animalismo, quien, consultada sobre el particular, se pronuncia con toda claridad: estos son, a su juicio, espectáculos difíciles de digerir. «No puede decirse que sea ético ni estético, es patético y ridículo. Los que nos indignamos nos preguntamos cómo el Gobierno catalán prohíbe las corridas de toros pero no estos eventos festivos crueles y patéticos. Tendría que ser el mismo bien jurídico protegido, la misma argumentación jurídica. Una vez más, queda en evidencia la labor de políticos y legisladores que no ven más que una rentabilidad en votos… la tradición no es un argumento. La tradición no es valorativa, no justifica ni legitima nada, mucho menos el sufrimiento de un ser vivo. Las costumbres son históricas y cambian con el tiempo. Se llama progreso. Se dice que son cultura, pero la cultura es evolucionar, ampliar tu mentalidad y tu círculo de empatía. Si no hay cambio, la cultura de un pueblo se estanca y se pudre. Es poner trabas a la evolución y al crecimiento de la humanidad… No olvidemos –añade– que estas torturas se financian a cargo del erario público y aquí sí podemos objetar y gritar: ¡no con mis impuestos! Es un claro caso que nos permite desobedecer las normas tributarias».
En lo que se refiere a la Comunitat Valenciana, mi opinión es muy clara. Creo que ha llegado el momento de derogar ese Decreto 31/2015 y, por tanto, el Reglamento de festejos taurinos tradicionales en la Comunitat Valenciana (bous al carrer). Un texto cuya minuciosidad y detalle desearía uno para otras causas:nada menos que 100 artículos, agrupados en cinco títulos, ocho anexos destinados a complementar y asegurar la eficacia de la regulación, cinco disposiciones adicionales, dos disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y dos disposiciones finales.
No es cuestión menor que el Preámbulo de este reglamento comience con una afirmación que, sin duda, es compartida por una parte de los valencianos, pero que confieso que me repugna: «Los festejos taurinos tradicionales (bous al carrer) son una de las señas de identidad del pueblo valenciano«. No contentos con ello, los autores del preámbulo ensalzan esas prácticas y celebra nel hecho de que en nuestra comunidad se convoquen más de 6.000 festejos taurinos. Aún más, el traído preámbulo considera estas prácticas no sólo como un rasgo identitario, sino como un «valor identitario» (sic). Así pues, si nos lo tomamos en serio resultaría que, hablando de valores, este preámbulo proporcionaría argumentso para defender que se forme en ese valor tan nuestro a los niños valencianos en la ESO y en el Bachillerato, como parte de esa educación en valores que –a mi juicio erróneamente– se propone en la LOMLOE. Por cierto, el reglamento no se queda ahí en la defensa y promoción del valor identitario en cuestión, y prevé que se creen también cátedras universitarias de tauromaquia.
Este rasgo identitario «tan nuestro», elevado a la categoría de “valor identitario”, me parece un disparate de rango mayor. Como me lo parecen en general los intentos de establecer unas señas y unos valores específicos identitarios de este tenor. Por lo que sé acera de los problemas de identidad colectiva a los que he dedicado algunos años de estudio, procuro tener presente siempre el aserto de Witgenstein sobre el “infierno de la identidad”. Por decirlo brevemente, me parece estéril e incluso contraproducente adentrarse en el arcano de ese constructo que son los “rasgos de identidad». También, claro, los del «pueblo valenciano”. Para empezar: ¿qué entendemos por tal sujeto colectivo? ¿el pueblo valenciano que supuestamente aparece cuando Jaume I conquista estas tierras, y no antes? Y esos rasgos, ¿son una esencia que debemos preservar a salvo de cualquier evolución?
Diré, por si acaso, que no vivo en la torre de marfil de mis convicciones y deseos: no estoy ciego y, como llevo casi dos tercios de mi vida en estas tierras que considero mías, aunque no naciera aquí, conozco algo de estas tradiciones. Sé que, posiblemente, hay ciudadanos a cuyo voto debo tengo el honor de representar a los valencianos en el Senado, que disfrutan de ellas y las defienden. estas tradiciones. Por tanto, no niego que tales festejos cuentan con cierto arraigo popular. Puedo comprender, además, el ansia de recuperar las fiestas populares, tras los dos años de confinamiento. Y me parece que seguramente coincide tal ansia con cierto espíritu de aprovechar este verano como fin de fiesta antes de un período de duras restricciones y sacrificios, como el que nos anuncian. Tampoco ignoro que hay un buen número de peñas taurinas en muchas de nuestras poblaciones, que defienden las diferentes manifestaciones de estos «festejos taurinos tradicionales» (reunidos bajo la denominación común de bous al carrer, que reúne tradiciones diferentes, enumeradas en el reglamento: «toros cerriles», «toros ensogados», encierros, toros embolados, bous a la mar). Y añadiré que estoy convencido de que, en la defensa de los festejos, incide la presión de los lobbies que negocian con estas manifestaciones taurinas, que se han visto bloqueadas durante dos años.
Pero, aun así, soy de los que piensan que ha llegado la hora de acabar con esos festejos y de derogar ese reglamento, porque hay tradiciones multicentenarias –la guerra, la esclavitud, el maltrato a los diferentes– que son contrarias a lo que significa civilización. Precisamente porque una de las ideas guía de la «civilización», es eliminar la crueldad. Como me recordaba Alicia Puleo, “¡las mujeres viviríamos todavía en estado de subordinación si el argumento de la tradición no hubiera sido refutado por la ética!”.
No somos pocos los que pensamos que la primera obligación que tenemos quienes somos representantes de los ciudadanos, es respetarles. Eso supone tratarles como adultos. Creo que, por respeto a los ciudadanos, por respeto al honor de la tarea de representarles, nuestra obligación no puede consistir en acompañar a rebaños; menos aún, en jalear a manadas o jaurías. Por eso, a veces hay que decir ya basta, aunque, a corto plazo, estos pronunciamientos que parecen impopulares (lo son, reconozcámoslo, para una parte de la población) puedan suponer perder algunos votos, como parece el caso. Demos este paso: es una idea a la que ha llegado su hora.