SOBRE POLITICA,
CIENCIA Y CERTEZA, A LA LUZ DE LA PANDEMIA
Javier de Lucas
Sobre la dificultad de decidir,
sin plena certeza
¿Cómo estar seguros de que las
decisiones políticas son apropiadas, necesarias, proporcionadas? ¿Pueden
proporcionarnos certeza esas decisiones? Este es uno de los debates clave que
nos plantea la gestión de la pandemia, al mismo tiempo que, quizá, uno de los
más complejos. Baste pensar en la perplejidad que produce que un responsable
político habitualmente ponderado, el lehendakari Urkullu, le espetara al
presidente del Gobierno en una de las conferencias que éste mantuvo con los
Presidentes de las Comunidades Autónomas, que no era de recibo que sus
indicaciones políticas carecieran de <certeza>. Habría que preguntarle a
su vez al lehendakari ¿quién y cómo la puede proporcionar?
La primera tarea de todo gobierno, tal y como lo enunciara Hobbes, es garantizar
la vida de los gobernados. Hasta el punto de que el genial pensador admite una
sola excepción a la sumisión al poder ilimitado que los ciudadanos ceden al
monstruoso Leviathan: precisamente la ausencia de esa seguridad[1].
Esta es la condición que hace posible todos los demás objetivos de la acción
política. Algunos, siguiendo esa lógica, hablan de una contradicción o, al
menos, de tensión límite entre seguridad y libertad, que justificaría
sacrificar nuestra libertad en aras de la seguridad. Pero creo que es un
planteamiento falaz.
En regímenes dictatoriales o autoritarios, los ciudadanos son súbditos
y no tienen más remedio que abandonarse a la fe en su gobierno, o someterse sin
más a él. Esos gobiernos pueden mantener la ficción de que siempre aciertan
y que lo hacen por el bien del pueblo, con una sencilla y falaz alternativa:
<o nosotros, (o la obediencia a nuestros mandatos), o el caos (la muerte)>.
De donde, en efecto, frente a la libertad propia del estado de naturaleza y que
nos hace devorarnos unos a otros como lobos (la guerra civil como el mal por
antonomasia, al fondo), no hay opción: elegimos la seguridad. Pero en
sociedades democráticas, abiertas, plurales, eso no funciona así. Los
ciudadanos son mayores de edad y han superado, a la manera en que nos enseñó el
psicoanálisis, el mito del padre que todo lo sabe y nos protege frente a
cualquier peligro. Sabemos, como explicaron Rousseau y Kant[2],
que esa seguridad de los calabozos, o, peor de los cementerios (la verdadera paz
perpetua), no es tal. La seguridad es, ante todo, seguridad en y desde
las libertades, o, como propone Balibar, seguridad en la egalibertad[3]. Por eso, los
ciudadanos pueden y deben someter a juicio crítico, a control, las decisiones
de sus gobernantes, incluso (quizá, sobre todo) las que se adoptan en
circunstancias excepcionales, en las que están en juego las vidas de todos. Eso
no quiere decir que sea tarea fácil, ni siquiera en un momento histórico como
el presente, en el que los ciudadanos llevamos en nuestro bolsillo, en nuestros
smartphones, mucha más información que la que nunca antes estuvo al
alcance de las élites de gobierno.
El Derecho como instrumento de certeza social: sobre el sentido y
alcance de la seguridad jurídica
Es comúnmente admitido que la primera de las funciones del Derecho es
proporcionar seguridad en las relaciones sociales. Seguridad, en primer lugar,
como garantía del status de los individuos que pertenecen al grupo en el que
existe ese Derecho como sistema normativo, es decir, garantía del conjunto de
derechos y deberes de cada individuo del grupo, basada en la previsibilidad de
las conductas del otro (incluido el poder institucional), gracias a la amenaza
de la sanción que monopoliza el Derecho. En efecto, no es posible ninguna
relación social sin un mínimo grado de seguridad sobre lo que cabe esperar de
la otra parte; también del poder institucional. Y el Derecho, en eso, parece un
instrumento eficaz: el otro se atendrá a la conducta que el Derecho ha
establecido mediante la norma, porque en caso contrario sabe que será objeto de
sanción que le obligará a realizar esa conducta prevista o una sustitutoria. Y
la parte contraria puede así confiar en obtener esa conducta o una equivalente
gracias a la sanción. La conducta del poder institucional (en un Estado de
Derecho) resulta también previsible, porque está sometido asimismo al control
del Derecho, gracias sobre todo al principio de legalidad, al de
irretroactividad de las normas desfavorables (en particular, las penales) y a
la división de poderes.
Pero esa previsibilidad, como acabamos de ver, se basa a su vez en la
certeza de la norma, esto es, en que siempre existe una norma clara y que es
eficaz, es decir, que se cumple inexorablemente. Ambos predicados, sin embargo,
no carecen de excepciones, incluso en un modelo de Estado constitucional. No
siempre existe una norma cierta (hay problemas de lagunas normativas -situaciones
no previstas, para las que no hay norma- y de antinomias o contradicciones
entre normas, máxime en sistemas jurídicos plurales, como los de los Estados de
la UE, con varias instancias normativas, dese la local, la autonómica, la
estatal y la estrictamente europea). O sea, que incluso la certeza jurídica es
tentativa, como subrayó el realismo jurídico frente al positivismo jurídico más
formalista, con su crítica a la noción de validez como una creencia ingenua,
paralela a la necesidad psicológica del padre[4].
La defectibilidad de la certeza que proporciona el Derecho se acrecienta
en situaciones de grave excepcionalidad, en la que la necesidad de actuar es tan
urgente que obliga a reducir excepcionalmente las reglas y procedimientos que
tratan de garantizar la certeza. Esa necesidad obliga a una gestión política
que recurre (como estamos viendo en nuestro país) a los supuestos de excepción
previstos en los Estados constitucionales[5]
y aún más, a una modalidad extrema, nunca vista, del fenómeno que Karl Schmitt ya
advirtió en 1950 y que Ernst
Forsthoff, calificara como “legislación motorizada”[6],
para referirse a los nocivos efectos que sobre la seguridad jurídica suponía
esta manía de legislador de producir cada vez más leyes y de menor duración el
tiempo. La exigencia que supone para el poder ejecutivo atender a una
excepcionalidad como la que provoca una pandemia, parece imponerle una versión
particularmente acelerada y compleja de ese recurso a la legislación motorizada,
a las órdenes ministeriales y a los decretos leyes, con la consiguiente
dificultad para el legislador y no digamos para jueces, operadores jurídicos y
en fin, para la ciudadanía. ¿Cómo saber a qué norma atenerse, cuáles habilitan
para qué conductas, qué otras están prohibidas, restringidas o suspendidas? Ese
problema problema de teoría y técnica legislativa se complica aún más si
concurre con lo que en conocido trabajo de 1993 el profesor Pérez Luño
denominara “El desbordamiento de las fuentes del Derecho”, algo evidente en
nuestro contexto jurídico, como Estado de estructura cuasi federal y miembro de
la UE, lo que añade complejidad pluridimensional.
Sobre la responsabilidad de las decisiones políticas en la era de la
pandemia
Volvamos, pues, a la pregunta inicial ¿Cómo guiarnos en esa prueba tan
difícil para nuestra madurez cívica a la que nos somete la gestión política de
la pandemia? ¿cómo podemos estar seguros de la certeza de esas decisiones, de
las que depende, en sentido estricto, nada menos que la vida de miles de
personas?
Una respuesta
habitual es la que ya nos propusiera Platón, apoyada por cierto en la
presunción de la unidad entre bien y verdad. Quien sabe, actúa bien,
necesariamente. Ergo, si queremos certeza, fiémonos de los que saben. Desde
el filósofo rey hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la
técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy
mismo, esa solución conduce a lo que los profesores Moreno, de Pinedo y
Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo[7],
denominan epistocracia, un modelo que discuten a fondo siguiendo las
tesis de von Neurath. La epistocracia supone, cito, “la tesis del
gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se
considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los
verdaderos especialistas”. Pero los supuestos en los que se asienta resultan
más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como añaden, “un hecho,
registrado como protocolo científico, es algo complejo de determinar. Puede
haber mentiras e incompetencia, pero quizá hay más… pensar en cómo tienen que
actuar las instituciones a partir de la información que aportan los modelos, ni
es sencillo ni puede llevarse a cabo con una regla y un compás. Especialmente
cuando, como en el caso del covid-19, los modelos se construyen sobre datos
heterogéneos y posiblemente corruptos, sujetos a un nivel de incertidumbre muy
elevado, no es evidente qué significa para una institución actuar de manera
razonable a partir de la evidencia”. Y por eso concluyen: “no sólo no hay forma
“experta” de ponerse de acuerdo sobre quiénes son los expertos; ni siquiera es
fácil reconocer dónde está la frontera entre los asuntos que involucran
negociación sobre valores y preferencias y los asuntos que se resuelven
sabiendo cómo son las cosas[8]….
No digo con ello que, como ha
escrito ácidamente la profesora Dapraz, nos encontremos ante <ciegos que
guían a otros ciegos>, porque <la brújula de los científicos parece más
bien una veleta>[9]. Pero me
parece difícil de discutir que, comenzando por la propia OMS (que, pese a poder
invocar que se rige por criterios científicos no puede ocultar la dimensión
burocrática y el peso de los criterios <políticos> en su actuación debido
a su dimensión intergubernamental[10],
como sucede con toda la estructura de la ONU) y continuando por los muy
diferentes Comités Científicos y equipos de investigación creados ad hoc en
cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que
necesitamos) creer. Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme
contribución de esos equipos científicos, la crítica, incluso la autocrítica de
la propia comunidad científica, es ineludible. Basta leer, por ejemplo, lo que en
un artículo reciente considera el Premio Jaume I de Nuevas Tecnologías 2015,
Pablo Artal, esto es, el gran fracaso de la ciencia española y que ejemplifica
así: “La ciencia española no tiene una
estructura sólida de ayuda al tejido productivo del país. En las últimas
décadas, se ha promovido la actividad científica por resultados en
publicaciones, primándose casi exclusamente la cantidad. Los científicos, para
sobrevivir, nos hemos adaptado a esas directrices. Esto ha sido en parte
beneficioso. Se han creado grupos de excelencia y competitivos en el entorno
europeo. Pero se han destruido casi por completo las actividades de
investigación menos glamurosas que ofrecían pocas opciones de generar
publicaciones de relumbrón, pero que pueden resultar de importancia vital para
una sociedad, en especial en tiempos de crisis. No tenemos una estructura
científico-técnica que trabaje por objetivos estratégicos, como los
laboratorios nacionales en otros países. Prácticamente, todo nuestro sistema se
guía por una actividad independiente por parte de los científicos. Podríamos
decir que es una ciencia puramente académica. Por ello tenemos buenos
resultados en número de publicaciones, pero no existe un entramado que pueda
responder en casos de dificultad, ni que ayude de manera eficiente al sector
productivo. No tienen mas que ver nuestra actividad en patentes. No es por
flagelarles mentalmente, pero conviene que sepan que una sola compañía
tecnológica produjo el año pasado tres veces más patentes que toda España”[11].
Creo que Jürgen Habermas nos ha
proporcionado una buena aproximación para orientarse en este debate. Lo ha
hecho, de nuevo, en una reciente entrevista de Nicolas Truong en Le Monde[12]. En ella, señalaba algo que los estudiosos de lo
que se conviene en denominar ámbito de la <razón práctica>, tienen muy en
cuenta, en la tradición aristotélica que supo recuperar Kant: la defectibilidad
constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Lo
traduzco así: “la pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional,
de golpe y de forma simultánea un principio que hasta ahora sólo era cuestión
de los expertos el gran público: la necesidad de actuar desde el conocimiento
explícito de nuestro des-conocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden
que sus gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los
límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos
revela a plena luz, una luz cruel, cómo la acción política se lleva a cabo, por
así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual
experiencia deje huella en la conciencia pública”.
Pues bien, por duro que parezca el
mensaje, creo que hay que aceptarlo: ni siquiera la ciencia, ni la tecnología
puesta al servicio de la biología, la farmacia y la medicina nos proporcionan
esa certeza que instintivamente necesitamos. La ciencia no es el demiurgo que
nos gustaría creer[13].
No conoce las características de la ciencia, basada en el procedimiento prueba
y error, quien nos propone la versión de la ciencia como conjunto de dogmas
asentados e inatacables. La comunidad científica no funciona así. Popper lo formuló
muy bien: la ciencia avanza mediante el recurso a <conjeturas y refutaciones>[14].
Como ha escrito Artigas, lo explican muy claramente Freeman y Skolimowski al
subrayar que la clave del método científico es “llegar asintóticamente cada vez
más cerca de la verdad”: mediante el sistema de prueba y error, mediante la
refutación, (a) se reconocen los errores, (b) se eliminan, y (c)
se avanza más allá de ellos, de modo que (d) se llega más cerca de un
conocimiento más seguro, menos erróneo[15]. Por eso,
lo que llamamos “evidencias científicas” nunca son definitivas. Y habría que
añadir que en un contexto tan dinámico y complejo como el de esta pandemia
global, pretender que contamos con evidencias científicas irrefutables es un
disparate simplista. Permítame el lector añadir que no envidio el
desafío al que están sometidos todos los equipos de investigación vinculados hoy
a la lucha contra la pandemia y sometidos a una presión múltiple: la de los
ciudadanos legos (como quien suscribe) que, literalmente, esperamos el milagro.
La de los políticos que quieren exhibir que ya tenemos soluciones. La de los laboratorios,
por hacerse con patentes (aunque parece que haya más cooperación que
competencia)…
Por supuesto que todo ello no significa dejar
de reconocer que es suicida adoptar decisiones políticas contra lo que nos
indica la ciencia, siempre que no olvidemos lo que acabo de recordar que la
ciencia, la comunidad científica, se caracteriza por una discusión abierta y en
permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia
como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre
otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia del
COVID-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos, tal y como ha
señalado una revisión
científica de 31 modelos publicados hasta el 24 de marzo, realizado por un
equipo de científicos de Holanda, Austria, Reino Unido y Alemania, publicado en
la prestigiosa revista British Medical Journal. El estudio advierte que,
con la pandemia de coronavirus en plena expansión, los modelos que intentan ayudar a los
médicos a diagnosticar la Covid-19 o a saber si un paciente puede sufrir
complicaciones o morir por la infección no funcionan[16].
Es decir: no sólo es que los
dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia
necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo. Parto, desde
luego, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien
común en la inmensa mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros
de decisión durante esta pandemia. Lo que trato de subrayar es no sólo la
enorme responsabilidad que les ha tocado afrontar, sino sobre todo las
condiciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir. Desde
luego, me parecen mezquinos y falaces esos juicios tan comunes en redes, del
tipo “les va en el sueldo”. Pero no intento convertirles en inimputables, ni
eximirles de la crítica ni del control. La comunicación de las decisiones
políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir
la verdad a los ciudadanos. Lo que incluye reconocer las limitaciones, el grado
de incertidumbre en el que nos movemos. Eso no nos proporciona la seguridad que
nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que
además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo
supiéramos.
[1] “La
obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de
durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad
para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza,
a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser
renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que
se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de
la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia
espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito
de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea
inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta,
a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones
de los hombres tiene en si, desde el momento de su institución, muchas semillas
de mortalidad natural, por las discordias intestinas”, Leviathan,
capítulo XXI:”De la libertad de los súbditos”.
[2] Recuérdese el texto del Capítulo IV (“De la
esclavitud”) del Contrato Social: “Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil.
Bien está; pero ¿que ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae
la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciónes
del ministerio que les nombra, les causan más [11] desastres de los que
experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma
tranquilidad es una de sus desdichas? también hay tranquilidad en los
calabozos: es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían
los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la
vez para ser devorados. Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un
absurdo incomprehensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el
solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo
de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye
derecho. Por su parte, Kant encabeza su panfleto sobre la paz perpetua con esta
<claúsula salvatoria>: “A la paz perpetua. Esta inscripción
satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra de su casa,
debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos
los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de
guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce
sueño de la paz?”.
[3]
Cfr. Balibar, La igualibertad, Herder, 2017
[4] Me refiero a
la crítica de Alf Ross a la noción de validez sostenida por Kelsen, como “construcciones metafísicas
erigidas sobre la base de una falsa interpretación de la «fuerza obligatoria»
experimentada en la conciencia moral”.
[5] En nuestro caso, básicamente se trata de lo dispuesto
en el artículo 116 de la Constitución española de 1978 y en la Ley de
desarrollo (L-O- 4/1981). Sobre ese particular, pueden leerse entre otros
muchos estudios publicados recientemente, los artículos de los profesores Pérez
Royo, “Alarma, excepción y sitio” (https://www.eldiario.es/contracorriente/ALARMA-EXCEPCION-SITIO_6_1016358378.html),
del profesor J.Urías, “Estado de alarma y limitación de derechos: ni excepción
ni suspensión” (http://blogs.infolibre.es/alrevesyalderecho/?p=5774,
Presno Linera, p.ej.,”Estado de alarma, estado de excepción y libertad de
circulación” ( https://almacendederecho.org/estado-de-alarma-estado-de-excepcion-y-libertad-de-circulacion/),
Arbós “Derechos fundamentales y crisis sanitaria” (https://www.elperiodico.com/es/opinion/20200331/articulo-xavier-arbos-derechos-fundamentales-crisis-sanitaria-7912195),
Tomás de la Quadra-Salcedo, “Límite y restricción. No suspensión” (https://elpais.com/elpais/2020/04/07/opinion/1586245220_558731.html
o Pedro Cruz Villalón, “La Constitución, bajo el estado de alarma” (https://elpais.com/elpais/2020/04/16/opinion/1587025782_733659.html. Posteriormente, los profesores Curz
Villalón y Aragón han mantenido una polémica que me parece interesante, sobre
todo en la última respuesta que ofrece quien fuera Presidente del Tribunal
Constitucional: «…mientras por
un lado la regulación legal del estado de excepción está presidida por la
noción recurrente de “alteración del orden público”, una noción que, en mi
criterio, no estaba presente en la fecha de la declaración de la situación de
emergencia, por otro, y en relación con la libertad ambulatoria, el artículo
20.1 de la ley, cuando regula el estado de excepción, tiene una previsión más
ajustada a lo que está pasando respecto de la situación de confinamiento, que
la más limitada del artículo 11 a), cuando regula el estado de alarma. En estos
términos, sopesándolo todo, y viniendo a las circunstancias de presente, una
vez declarado el estado de alarma por el Gobierno, que era lo único que en la
fecha del 14 de marzo podía hacer, y en definitiva el más ajustado a lo que en
ese momento había, creo que ha sido razonable, y así lo ha entendido también el
Congreso de los Diputados, la opción por el mantenimiento del estado de alarma,
sin saltar, por así decir, al estado de excepción»,https://elpais.com/elpais/2020/04/18/opinion/1587226124_665871.html?ssm=TW_CC&fbclid=IwAR21jIDeOO3WvoJJcctI1RPo1YDTiLWeZnjLzRRfKxK_cbxswOBw4aGOf-Y.
[6]
Schmitt
habló ya de das “motorisierte Gesetz”» en su Die Lage der europäischen
Rechtswissenschaft, Tübingen, Internationaler Universitäts-Verlag, 1950, p.
20. Pero fue Forsthoff quien desarrolló el concepto en su Rechtsstaat in Wandel,
Stuttgart, Kohlhammer, 1964. Recordaré que, por su parte, Irti (1978) anunció l
o que denominó una etapa de <decodificación>, caracterizada por el
recurso generalizado a las leyes especiales. En las décadas siguientes se
popularizó esa crítica. Así, Luhman habló de “marea de leyes o
hiperjuridificación (1986) y García de Enterría de “un mundo de leyes
desbocadas” (1999). Sobre ello, Laporta, «Teoría y realidad de la
legislación: una introducción general», en Menéndez Menéndez, A.; Pau
Pedrón, A. (dirs.). La proliferación legislativa: un desafío para el
estado de derecho, pp. 29-88, Madrid, Civitas, 2004, pp. 45 y 63.
[7]
“Expertos: sólo los míos son buenos” (https://www.sinpermiso.info/textos/expertos-solo-los-mios-son-buenos),
[8]
Y así, escriben: “Es difícil saber cuál es la
naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más
difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de
esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la
información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen
al ámbito de lo normativo”
[9] Cfr. su
“Science et pouvoir: quand un aveugle guide un aveugle”, Libération, 15
abril 2020, en el que escribe: “Et si la boussole
scientifique, aussi humble soit-elle, n’était qu’une girouette dans la main des
politiques? Qu’y a-t-il de pire: être aveugle et le savoir? On peut penser
que c’est ce que vivent aujourd’hui de nombreux scientifiques, authentiquement
déboussolés… Ou bien: être aveugle et croire qu’on a la situation en main ?
A force de se croire maîtres et possesseurs de l’univers, nos gouvernants
ont réussi à persuader certains scientifiques de se faire guides même
chancelants de leur action publique. Double illusion, double aveuglement :
quand un aveugle guide un aveugle, la chute de Scylla sera pire que celle de
Charybde…”
[10] Así lo ha señalado, por ejemplo, el epidemiólogo López
Acuña, quien, en una
reciente intervención radiofónica, subrayaba esa dimensión intergubernamental, que lastra su
independencia y su sujeción a
un reglamento de actuación modificado justamente después de la epidemia del
SARS:
“Lo que se ha hecho es seguir las pautas del reglamento sanitario
internacional, pero hay una limitación que muchos hemos señalado desde hace
tiempo: es un instrumento que no tiene elementos de coercitividad, no le
da ningún poder supranacional en situaciones de pandemia y esto es porque
los países no quisieron ceder ese grado de soberanía a un organismo
intergubernamental”. López
Acuña subraya algo evidentemente fundamental: “Necesitamos un nuevo modelo de
gobernanza global de la salud para fenómenos que son verdaderamente
globales y en los que hay una posible amenaza a la seguridad sanitaria mundial” (https://cadenaser.com/programa/2020/04/15/hora_25/1586902326_732495.html).
[11]
Cfr. https://www.jotdown.es/2020/04/el-gran-fracaso-de-la-ciencia-espanola/
[12]
Cfr. https://www.lemonde.fr/idees/article/2020/04/10/jurgen-habermas-dans-cette-crise-il-nous-faut-agir-dans-le-savoir-explicite-de-notre-non-savoir_6036178_3232.html
[13]
Aunque un
reciente informe del Reuters Institute, publicado el 15 de abril de 2020, pone
en entredicho esa confianza de los ciudadanos en la ciencia, con motivo de la
crisis del COVID 19 y muestra diferencias considerables según los países: cfr. Navigating
the ‘infodemic’: key findings from our new report on how people access news
about coronavirus (https://reutersinstitute.politics.ox.ac.uk/calendar/navigating-infodemic-key-findings-our-new-report-how-people-access-news-about-coronavirus).
[14] Para Popper,
el objeto de la ciencia no es «verificar»
hipótesis sino «falsearlas». Cfr. por ejemplo lo que escribe en el
Capítulo X de sus Conjectures and Refutations: The
Growth of Scientific Knowledge, Routledge, London,
1974:
«los falsacionistas o falibilistas dicen, a grandes rasgos, que
aquello que no puede ser (por el momento) derrocado por la crítica, no merece
(por el momento) ser considerado seriamente; mientras que aquello que puede ser
derrocado de ese modo y sin embargo resiste todos nuestros esfuerzos críticos
para conseguirlo, muy posiblemente será falso, pero no es inmerecedor de ser
considerado seriamente y quizás de ser incluso creído -aunque sólo de modo
tentativo… Los falsacionistas (el grupo de falibilistas al cual yo
pertenezco) creen -como lo creen también la mayoría de los irracionalistas- que
han descubierto argumentos lógicos que muestran que el programa del primer
grupo no puede ser llevado a término: que nunca podemos dar razones positivas
que justifiquen que una teoría es verdadera…» [Popper 1963, p. 228].
Como ha señalado Artigas (“Conocimiento humano, fiabilidad y fabilismo, 1992) a
quien sigo ampliamente en esta interpretación, es en el Addendum de 1961 a su
conocidísima obra The open Society and its Enemies, donde Popper formula
mejor la idea: «Por falibilismo entiendo aquí la idea, o la aceptación del
hecho, de que podemos equivocarnos, y de que la búsqueda de la certeza (e
incluso la búsqueda de una alta probabilidad) es una búsqueda equivocada. Pero
esto no implica que la búsqueda de la verdad sea una equivocación. Por el
contrario, la idea de error implica la de verdad como el patrón que puede no
ser alcanzado. Implica que, si bien podemos buscar la verdad, e incluso podemos
encontrarla (como me parece que lo hacemos en muchos casos), nunca podemos
estar bien seguros de haberla encontrado. Siempre cabe el error, aunque en el
caso de algunas pruebas lógicas y matemáticas esa posibilidad pueda ser
considerada como pequeña. Pero el falibilismo no tiene en absoluto por qué dar
lugar a conclusiones escépticas o relativistas. Esto se hace patente si
consideramos que todos los ejemplos históricos conocidos de
falibilidad humana -incluyendo todos los ejemplos conocidos de equivocaciones
en la justicia- son ejemplos del avance de nuestro conocimiento. Cada
descubrimiento de una equivocación constituye un avance real en nuestro
conocimiento…Por tanto, podemos aprender de nuestros errores. Esta
perspectiva fundamental es, en realidad, la base de toda la epistemología y la
metodología…»: cfr. “Facts, Standards, and Truth: A Further Criticism of
Relativism», en The Open Society and Its Enemies, Routledge, London
1977, Addenda, I, pp. 369-396.
[15] De nuevo sigo
aquí la interpretación de Artigas, quien remite a Freeman-Skolimowski
, «The Search for Objectivity in Peirce and Popper», en Schilpp, P. ed., The
Philosophy of Karl Popper, Open Court, La Salle (Illinois), pp. 464-519.
Sobre prueba y error, mi colega, el profesor Vicente Martínez, astrofísico, me
brinda esta cita del eminente físico ruso Lev Landau:”Cosmologists are often in
error, but never in doubt”.
[16] “Prediction models for diagnosis and prognosis
of covid-19 infection: systematic review and critical appraisal” (cfr. https://www.bmj.com/content/369/bmj.m1328).