MALES QUE DURAN CIEN AÑOS (versión ampliada del artículo ublicado en el suplemento dominical de Levante-EMV, 23 de mayo de 2021)

Para entender lo que ha sucedido en Gaza, como casi siempre, hay que mirar atrás, a las raíces del peor de los males según los clásicos del pensamiento político: ese mal radical no es otro que la guerra civil, la guerra que destroza una sociedad para generaciones, sobre todo si en ella habitan grupos diferentes que muy fácilmente pasan de ser vecinos (incluso hermanos) a enemigos destinados a la eliminación.

Para los palestinos, el mal por antonomasia es la Nakba, la catástrofe ((النكبة), el éxodo de los palestinos, obligados a huir de las tierras en las que habían vivido durante siglos sus antepasados. No pocos historiadores -como me recordaba mi compañero Vicent Martínez- datan el origen de este desastre en la Declaración Balfour, en noviembre de 1917, es decir, hace 104 años, que contiene el siguiente y significativo párrafo: “His Majesty’s government view with favour the establishment in Palestine of a national home for the Jewish people, and will use their best endeavours to facilitate the achievement of this object, it being clearly understood that nothing shall be done which may prejudice the civil and religious rights of existing non-Jewish communities in Palestine” y no falta quien ha hecho notar que el Gobierno del Reino Unido quería reconocer los servicios prestados por el químico Chaim Weizmann, profesor de la Universidad de Manchester, que habría tenido un notable papel en el desarrollo de explosivos bélicos. El mismo Weizmann que en 1948 se convertiría en el primer presidente del Estado de Israel. De forma más directa, el punto de partida fue la Resolución 181, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 29 de noviembre de 1947, que supuso la división del territorio del Mandato británico en Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, con Jerusalén como territorio internacional. En ese momento, los judíos solo poseían el 7% de las tierras de Palestina. La parte correspondiente al Estado judío abarcaría el 55% del territorio, donde convivían ya 500.000 judíos y 400.000 árabes palestinos. El Estado árabe palestino tendría el 44% del territorio y una minoría de 10000 judíos. Desde el día siguiente, comenzaron los incidentes armados con víctimas de una u otra comunidad, con episodios particularmente sangrientos como la masacre de Deir Yassin, el 9 de abril, en la que murieron 109 palestinos, hombres, mujeres y niños, y que provocó una huída masiva de palestinos de sus tierras, que fue respondida un mes después con la masacre del kibutz Kfar Etzion. Para finales de abril de 1948 se calcula que 250000 palestinos habían emprendido la huida. Al día siguiente de la declaración de la independencia del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, se pone fin al mandato británico en Palestina y comienza el verdadero éxodo. Por eso los palestinos conmemoran la Nakba el 15 de mayo (al-Hijra al-Filasteeniya, الهجرة الفلسطينية).

Desde entonces no han transcurrido los cien de rigor, pero sí 77 años, en los que ese mal se mantiene, con seis grandes episodios bélicos, no tanto de los palestinos contra Israel, sino de Estados árabes contra Israel y viceversa, en las que los perdedores son siempre los palestinos: la primera guerra es desencadenada el 19 de mayo de 1948 por Egipto, Siria, Iraq y Trasnjordania contra Israel y se salda con la victoria de Israel, que amplía su territorio hasta un 78% y provoca el éxodo de los palestinos, que deben vivir como refugiados (se estima no menos de 750.000), lo que dará lugar a la creación de la UNWRA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, cuyo número hoy se estima en 4 millones. Sumemos a esas guerras las revueltas populares palestinas o intifadas: la primera abarcó de 1987 a 1993 y la segunda desde 2000 a 2005. Añadamos los enfrentamientos entre Israel y Hamas en 2008, 2012 y 2014. Los intentos de acuerdos de paz se han sucedido a lo largo de cuarenta años, sin alcanzar éxito, en términos de asegurar una convivencia pacífica y estable, poner fin al mal, algo que quizá sólo se puede lograr desde la perspectiva original de los dos Estados, a la que parece regresar la administración Biden en sus últimas declaraciones. En cualquier caso, en estos episodios, no hay simetría o equidistancia: lo ha explicado muy bien Olga Rodríguez en este artículo: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/claves-israel-palestina_129_7942979.html. La situación de los palestinos en Gaza y Cisjordania, agravada por el muro erigido por Israel en clara violación del Derecho internacional, supone en la práctica un régimen de apartheid, por duro que parezca emplear este símil. Además, nada se puede entender sin referencia a las disputas políticas internas en Israel y a la batalla política entre Hamás y Al Fatah entre los palestinos. Sugiero respecto a esto último el libro de Leïla Seurat, Le Hamas et le monde (2015) y también su agudo y reciente ensayo sobre cómo han evolucionado los apoyos a la causa palestina y a la de Israel: “les nouveaux soutiens de la cause palestinnienne”, https://aoc.media/analyse/2021/05/23/les-nouveaux-soutiens-de-la-cause-palestinienne/)

En este mes de mayo de 2021, durante dos semanas, hemos asistido a una destrucción inmisericorde de Gaza, un territorio de 365 Km2 donde se apretujan 2 millones de palestinos (comparen: en la provincia de Valencia vivimos 2 millones y medio, en una extensión de casi 11000 km2, esto es, 30 veces mayor), en un intercambio desigual de golpes entre Israel y Hamás. El origen del enfrentamiento bélico entre Israel y Hamás ha sido otra vez una nueva iniciativa israelí de desalojos forzados de palestinos -acompañados de asentamientos de colonos israelíes-: varias familias se ven expulsadas de sus casas en el barrio de Sheij Yarrah, en Jerusalén Este. La inmediata protesta popular en la <explanada de las mezquitas>, donde se encuentra el tercer lugar sagrado del Islam, la mezquita Al-Aqsa, es reprimida por Israel y Hamas ve la ventana de oportunidad. Hamas toma la iniciativa bélica el 10 de mayo y pone a prueba la denominada <Cúpula de hierro> de Israel, con el lanzamiento de miles de misiles desde la franja de Gaza con objetivos indiscriminados (básicamente, civiles). Israel responde invocando legítima defensa, con una respuesta que no cumple el requisito de tal, por su desproporción, sobre todo si se advierten los daños causados a  civiles: un despliegue descomunal de bombardeos sobre la franja, que causan no menos de 200 muertos, cientos de heridos y la destrucción de una parte importante de construcciones civiles, incluida la torre de comunicaciones Al Jalaa, sede de Associated Press y Al-Jzeera, un hospital de MSF (vean este artículo del doctor Mohammed Abu Mughaiseeb coordinador adjunto de MSF en Gaza: https://www.msf.es/actualidad/territorios-palestinos-ocupados/gaza-los-injustificables-e-intolerables-ataques-aereos?utm_source=sfmc&utm_medium=email&utm_campaign=Newsletter+Mayo+2021&utm_term=Gaza_cta&utm_id=762646&sfmc_id=145186366) y las principales calles que dificultan el tránsito a hospitales y centros de atención. Más de 70000 palestinos han debido refugiarse en las escuelas de la ONU. No hay lugar seguro, libre de las bombas del ejército israelí, decidido a proseguir la ofensiva en su intento de debilitar al máximo a Hamás, y respaldado por una administración Biden que, pese a la presión de la izquierda demócrata, en las primeras dos semanas se limitó a subrayar una y otra vez el derecho de legítima defensa de Israel y a bloquear las resoluciones de paz en el Consejo de Seguridad ONU hasta que, alcanzado finalmente el alto el fuego, Biden ha reconocido que la única solución es la de lso dos Estados..

Tras el alto el fuego, es hora de hacer balance. ¿Quién gana? Como señalaba este análisis de Angeles Espinosa (https://elpais.com/internacional/2021-05-18/la-violencia-en-gaza-da-combustible-a-los-islamistas-radicales.html), esta enésima versión alimenta sobre todo a los dos extremos. Quizá hay que insistir en el hecho de que haya sido Hamas quien golpeó primero en esta ocasión (https://www.liberation.fr/international/le-hamas-veut-avoir-letoffe-dun-heraut-20210518_3BASBWWKMNGL5HVR5BSJ4CUJLQ/). Pero, a fin de cuentas, los vencedores son los dos contendientes: Netanyahu y Hamás. El primero, consigue seguir en el poder, pese al cerco jurídico y político por sus actuaciones corruptas que están tras el fracaso para formar gobierno en las 4 últimas elecciones. Hamas obtiene el premio de una sólo relativa derrota, el prestigio en el mundo árabe de haber puesto en jaque al mítico ejército israelí y la tecnología de la Cúpula de Hierro, lo que supone un paso más en su identificación como los verdaderos patriotas, defensores de la causa palestina y no sólo de Gaza, frente a su cada vez más inane rival, el régimen oficial de Al Fatah, del presidente oficial palestino, Mahmud Abbás, carente de control efectivo del territorio de Cisjordania.

¿Quién pierde, además de los muertos y heridos, y de los eternos perdedores, los palestinos que son ya re-refugiados? Quién pierde, además de la causa misma de la paz? Pierde, por ejemplo, el tímido desbloqueo que parecía iniciarse con el régimen de Irán. Anoten también como perdedores los nombres de los Estados árabes que cedieron al <Plan Abraham> de paz de los Trump y entre ellos, éste: Mohamed VI. Y ahora piensen en Ceuta, porque no toda esa sobreactuación del autócrata marroquí es respuesta frente a la acogida humanitaria al líder del Polisario. El monarca alauí esAmir al-Mu’minin (‘líder religioso de los fieles’) y defensor de Al Qods/Jerusalén como ciudad santa de los árabes, pero esa jugada le situó como traidor que vendió a los palestinos a cambio del reconocimiento por Trump de la soberanía sobre el Sáhara occidental…

DEBERES ¿SÓLO PARA LA IZQUIERDA? (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 20 de mayo de 2021)

Es una norma elemental de cortesía para con el lector explicar el propio punto de partida cuando se va a terciar en un debate. A falta de ideas originales propias, lo haré y me disculpo, a la manera usual de los profesores: recomendando algunas lecturas. Comenzaré por reconocer que me cuento entre los que son -somos- tan antiguos que seguimos considerando básicamente válida, casi 30 años después, la propuesta que ofreció Bobbio en un conocido ensayo publicado en 1994, sobre el significado de la distinción entre izquierda y derecha (Destra e sinistra. Ragioni e significati di una distinzione política). En esas páginas, el intelectual italiano tomaba nota de lo que calificaba como “constantes repiques de muerte” sobre esa distinción, calificada como un anacronismo ya en los 90. Vamos, que los certificados de defunción de la <vieja forma de hacer política>, que se presentaban como novedad en las plazas de aquel 15 M de 2011, tenían poco de originales. Pero no es mi propósito contribuir a la literatura que se ha producido en torno a este aniversario, para establecer cuánto y en qué ha cambiado nuestra visión de la política y de los políticos. Sólo trato de apuntar algo sobre los deberes pendientes que la izquierda no ha sabido o podido afrontar, aceptando que, como señalara Bobbio, más allá de las necesarias matizaciones y actualizaciones, la dicotomía no obedece a cajas vacías -o significantes vacíos que gustan algunos de decir-, porque el reto de la igualdad (o de la igual libertad) es la tarea que, según el iusfilósofo italiano, marca eso que llamamos izquierda.

Sucede que el deber de volver a pensar la política, para ajustarla a las necesidades y demandas reales de los ciudadanos y a las amenazas, retos y oportunidades que caracterizan lo que, sin exageración, puede considerarse un punto de inflexión civilizatorio, no parece una tarea exclusiva de eso que llamamos izquierda, término que prefiero al vergonzante de “progresismo”, hoy herido de muerte ante los males que aquejan a buena parte de los elementos definitorios de un progreso que tiene poco que ver con el objetivo al que se encaminaría la humanidad, en la célebre requisitoria de Kant, y demasiado con un modelo depredador cuyos resultados han quedado justamente estigmatizado en los estudios que nos hablan del <antropoceno>. Se trata de una tarea más amplia y que parece exigible a quienes nos piden nuestra confianza para gobernar: me refiero a la responsabilidad de crear valores como tarea política. Y, por cierto, en su sentido más genuino, que no como instrumento de la denominada <batalla por la hegemonía cultural>, que algunas águilas de la derecha preconizan, quizá tras una mala digestión de Gramsci.

Lamentablemente, esa tarea, como digo, es otro de esos asuntos que parece haber pasado lamentablemente del terreno de la estrategia al de la mera táctica y eso me obliga a añadir otra precisión de cortesía: cuando hablo de esa responsabilidad como un deber exigible y pendiente, no es para echar un cuarto a espadas a la tesis de la superioridad moral de la izquierda. Pero sí estoy convencido de algo que subrayaba la economista Mariana Mazzucato en una entrevista reciente (http:// https://elpais.com/ideas/2021-05-16/mariana-mazzucato-la-izquierda-se-ha-vuelto-perezosa-debe-centrarse-en-la-creacion-de-riqueza.html), al hilo de sus dos últimos libros y, en particular, del segundo, No desaprovechemos esta crisis, que reúne alguno de sus ensayos más <políticos>. Quien leyera sólo el titular de la entrevista (“La izquierda se ha vuelto perezosa”) podría pensar que Mazzucato propinaba una cura de humildad a una izquierda que, en línea con el tópico que machaca otra defunción -la de la vieja socialdemocracia europea, incapaz de despertar de su letargo o de la caducidad de su proyecto-, parecería sestear en la administración del poder, allí donde pena y mucho por mantenerlo. En realidad, en un tuit que publicó la misma entrevistada, criticaba el gancho publicitario de ese titular y explicaba que su propósito era más bien pedir de la izquierda un esfuerzo en la innovación, en la producción de nuevos valores e ideas, y por eso sus tesis se centran en la predistribución, más que sólo en la redistribución.

Insisto en que ese esfuerzo de producción de nuevas ideas se puede y debe exigir de cualquiera que hoy pretenda tomar la política en serio y no sólo de la izquierda. Eso, por cierto, no es tarea sólo de economistas, politólogos o matemáticos e informáticos dispuestos a encontrar los algoritmos que algunos se empeñan en convertir en el nuevo grial de la política. Modestamente, recordaré que, para transformar la realidad, para poder gestionarla eficazmente, es preciso primero saber interpretarla (comprender el propio tiempo gracias al pensamiento, decía Hegel de la tarea de la filosofía) y, en segundo término, proponer programas y objetivos de gestión que puedan superar un juicio de aceptabilidad. En el contexto de nuestras democracias y por perfectibles que todas sean, eso quiere decir que tales propuestas deben responder a las necesidades y demandas que exigen los ciudadanos, los sujetos del juicio de aceptabilidad que al lector avisado le habrá evocado aquello de la democracia como conversación y negociación, una modalidad menos ideal de la pura democracia deliberativa, sólo al alcance de la ensoñación -o pesadilla- de una sociedad de filósofos.

Recordaré dos condiciones obvias de ese juicio de aceptabilidad propio de la democracia de conversación y negociación. La primera es que los sujetos que deben ejercer ese juicio, los ciudadanos, estén bien formados e informados: no hay democracia sin un pueblo educado, que decía Giner. Y no la hay, como advirtieron los padres fundadores de la democracia norteamericana, sin pluralismo informativo. Respecto a lo primero, habrá otras ocasiones para hablar sobre lo que a mi juicio es una preocupante tendencia actual, la subversión del modelo de educación como paideia y su sustitución progresiva por una capacitación profesional, orientada a lo que necesite el mercado. En relación a la condición de libertad de prensa e información baste repetir lo evidente: parece cada vez más difícil de garantizar, ante la actual evolución  de los mecanismos de mercado global que han concentrado los esfuerzos del capitalismo financiero pro construir oligopolios mediáticos, que extienden su poder de manipulación de la opinión pública gracias a su dominio de las TIC -y en particular, a esa genialidad de haber convertido nuestros datos en la principal mercancía, que manejan gracias otra vez a los algoritmos-. Crece el riesgo de que, por mucha  que sea la información que circule, los ciudadanos sean sólo consumidores que periódicamente de ven distraídos de esa satisfacción consumista por el molesto requerimiento de emitir un voto respecto a programas que le prometen todo, para desentenderse de los compromisos al día siguiente de la elección, algo que ya criticara Rousseau en un pasaje célebre de su Contrato Social («El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada»). Eso no lleva a descartar la democracia representativa, pero sí a exigir una segunda condición de la democracia de conversación y negociación, esto es, la existencia de mecanismos que refuercen la participación de los ciudadanos en dos momentos: primero, en el debate y decisión sobre tales objetivos (lo que siempre es más fácil en la política municipal, aunque no se haya pasado todavía del experimento de los presupuestos participativos). Además, en el momento deexigir de modo efectivo y en tiempo razonable la rendición de cuentas, sin que esa accountability se reduzca al ejercicio del voto ni a la vigilancia que ejercen los medios de comunicación y, de modo institucional, conforme a la división de poderes propia del Estado de Derecho, los tribunales: esos son mecanismos irrenunciables. La innovación en la búsqueda de una efectiva rendición de cuentas que no se someta al emplazamiento desesperante ad calendas graecas, propio tantas veces del ritmo de los tribunales de justicia, o hasta la próxima elección, ha sido objeto de interesantes aportaciones que nos han llegado, por cierto, de esa América Latina que ha funcionado como laboratorio de innovación política en no pocos aspectos, pese a que sea denostada con los dicterios de bolivariana o populista.

En todo caso, el cumplimiento de esas condiciones facilita, pero no asegura la tarea de innovación política. Eso exige, vuelvo a insistir, una disposición al análisis que lleva consigo a su vez la disposición y capacidad de cambio para saber adaptarse y -si no anticipar- dar respuesta a los desafíos -amenazas y oportunidades- a los que hacemos frente hoy. Y aquí es donde, a mi juicio, exigir un plus a la izquierda sí tiene sentido, en caso de que, como creo, tenga sentido que sigamos hablando de izquierda. El plus de estar atento a los factores que marcan hoy para tantos millones de personas, para tantos grupos, su situación de desventaja, que les sitúa en peores condiciones para afrontar esas amenazas y oportunidades. Para afrontar, por ejemplo, la sindemia, esto es, las consecuencias sociales, económicas y políticas derivadas de la pandemia y de su gestión que, como ha señalado con acierto Manuel Cruz, potencian el virus social más poderoso que conocemos, junto a la ignorancia: el virus del miedo. Para afrontar las transformaciones y esfuerzos que nos exige el desafío del cambio climático en nuestro modo de vida, en la forma de garantizar nuestras necesidades y expectativas.

La tarea de la izquierda tiene sentido si se tiene claro el objetivo pues, como parece que señalara Séneca, para quien no sabe hacia dónde quiere ir, nunca hay viento favorable. Y la izquierda debe renovarse y desarrollar esa capacidad de invención para asegurar ese objetivo que es su signo de identidad: vencer la desigualdad y el miedo, el temor fundado de no poder alcanzar una vida digna, de poder caer, quedar atrás en cualquier momento, si no el de no poder salir jamás de ese no lugar en el que nacieron. Esto es, para saber actuar sobre la necesidad de predistribución, que obliga a otras respuestas en términos de redistribución y reconocimiento, como por ejemplo ha explicado pedagógicamente en este artículo Pau Marí-Klose (https://elpais.com/elpais/2017/02/06/opinion/1486375480_991157.html).

El objetivo que a mi juicio no se debe perder de vista en cualquier proyecto de innovación debe ser que todas esas personas que se encuentran en situación de desventaja inicial por razón de género, edad, opción sexual o creencias, por haber nacido o habitar en países que sufren el flagelo de la guerra, de la persecución, de las hambrunas o del desastre climático, por pertenecer a ese mundo rural y cada vez más desatendido, por no estar alfabetizados, o no ser beneficiarios (o clientes) de las innovaciones tecnológicas, en suma, por todos los viejos y los nuevos factores de discriminación, obtengan garantías efectivas para que la vieja y persistente desigualdad no sea su fatal destino.