Dividiré mi exposición en cuatro apartados. Primero, enunciaré la tesis del riesgo extremo al que hoy asistiríamos, el de la desaparición del imperativo de universalismo jurídico, que es el núcleo del proyecto de ese orden civilizatorio, puesto en pie a lo largo de casi un siglo, el transcurrido desde la Carta de San Francisco (1945) hasta hoy. Después, recordaré algunos argumentos que impugnan la pretensión de una concepción universalista de los derechos humanos, tomados en su sentido fuerte, es decir, no sólo como principios de moral crítica, ni aun de ética pública, sino como concreción positiva, vinculante, de las exigencias de justicia. Enunciaré en tercer lugar, siguiendo las tesis de Husserl, el fracaso del racionalismo filosófico, sustituido por un elenco de concepciones de diferentes Lebenswelt. Finalmente, ofreceré argumentos acerca de qué universalismo es posible, para lo que me apoyaré en una noción amplia de la interdependencia que conduce, de un lado, a un modelo universalista sostenido desde una concepción fuerte de la alteridad y del cuidado y, de otro, en un universalismo que supere la dimensión antropocéntrica.
I. ¿EL FINAL DE UN MODELO?
En los 80 años transcurridos desde el final de la segunda guerra mundial hasta hoy, ha tomado cuerpo un proyecto que trata de poner en pie lo que, más que un orden jurídico o político, podríamos calificar como orden civilizatorio. Es un proyecto que tiene como referencias la Carta de San Francisco (1945) y la DUDH (1948), los Pacos del 66, el sistema de Convenciones que comienza con la Convención para eliminar todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, 1978), hasta llegar al Convenio o Estatuto de Roma, que estableció un Tribunal Penal internacional (1998). Sus pilares son dos:
- Positivación del universalismo jurídico (cuyo núcleo es la igualdad de derechos para todos los seres humanos), lo que da lugar a un Derecho tendencialmente cosmopolita, que quiere extender la lógica del Estado de Derecho al ámbito global
- Su concreción política en un orden internacional multilateral, de alcance global, basado a su vez en
- el respeto al Derecho internacional de los derechos humanos
- el apoyo en la arquitectura institucional de la Organización de las Naciones Unidas, un complejo de instituciones presidido por la prohibición del recurso a la guerra, el principio de la negociación para solución de conflictos, sujeta a normas e instituciones jurídicas.
Pues bien, hoy, uno y otro parecen más que nunca amenazados.
- Como ha sucedido en otras ocasiones, a lomos del pragmatismo y la realpolitik se abre paso la vieja tesis de que la noción de derechos humanos universales es poco más que la expresión de un wishfull thinking desmentido por los hechos: recordemos que así recibieron Bentham y Marx, desde concepciones ideológicas opuestas, el primer intento de positivación en 1789. Por si fuera poco, la crítica al universalismo viene alimentada hoy también desde concepción cultural supuestamente progresista (hoy se utiliza por doquier la categoría woke, estigmatizada por unos y glorificada por otros), que denuncia la superchería de una construcción al servicio de un modelo cultural reductivamente occidental y de su propósito colonial. Porque incluso dentro de ciertos sectores caracterizados por la militancia a favor de los derechos humanos se extiende lo que el eminente epidemiólogo Gianni Tognoni, se atrevió a enunciar en un artículo en el digital Volere la luna con el título: “E ufficiale: i diritti umani sono scaduti”
- Además, por otra parte, crece la adhesión a un orden global alternativo que en su versión blanda es la vía china, basada en el desarrollo del modelo de la ruta de la seda y en la dura el modelo de la Rusia de Putin. Lo que pocos podrían haber imaginado es que, en la batalla por sostener el orden multilateral onusiano o imponer un nuevo orden basado en gran medida en el lema hobbesiano protego ergo obligo, en definitiva, el orden de la fuerza, se produciría un giro de 180 grados como el que han forzado los primeros cien días del segundo mandato presidencial de Trump, cuyo criterio rector es el de su peculiar interpretación de la lógica del mercado, reducido a la obtención del máximo beneficio para sus propios negocios y los de la élite de los gigantes de la telecomunicación que le sostienen.
II. LA CRÍTICA DE LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS
Esta impugnación no es ninguna novedad. A lo largo de los años, se ha opuesto a la tesis de la universalidad de los derechos diferentes críticas, comenzando por la más reiterada, lo que podríamos calificar como el argumento del desmentido empírico, que a su vez tiene que ver con las críticas basadas en el relativismo cultural.
A mi juicio, el argumento nada novedoso, pero sí con mayor eficacia para sostener la tesis de la caducidad de los derechos humanos universales, y con ello la demolición del universalismo jurídico, es la negación del sujeto mismo de la universalidad, la humanidad, diluida en una miríada de individuos que sólo buscan su propio interés, en línea con la advertencia de Freud sobre el egoísmo de las pequeñas diferencias. Un mundo que parece diluirse en la lógica tribal de un conjunto de grupos, que hacen real el veredicto de Tagore sobre una época en la que the few are more that the many. Un argumento que está relacionado directamente con el modo en que se ha modulado —o incluso abandonado— el primer contenido de la nota de universalidad: la igualdad.
Comenzaré por advertir que, en un mundo en el que la ideología del individualismo es condición ontológica y deontológica, parece agotada la pretensión de un discurso jurídico universalista, e incluso (esa es otra cuestión) el proyecto de cosmopolitismo jurídico, porque lo que hay es una pugna en defensa de los intereses individuales o a lo sumo, de los intereses de grupos (sean minorías, pueblos sin Estado, o empresas multinacionales). Una pugna en la que una negociación en pie de igualdad —igualitaria y por eso, tendencialmente universalizable— no es posible, porque depende de la asimetría de poder, de modo que el escenario está trucado: no se debaten derechos sino posiciones de poder, y además en un contexto de progresiva desregulación, esto es, de impugnación de un marco normativo común que, a su vez, es condición de universalidad.
A propósito de la deconstrucción del sujeto universal -los seres humanos, la humanidad-, es preciso tener en cuenta el alcance de las críticas formuladas desde lo que se considera un movimiento de izquierda progresista, el movimiento woke. No podemos ignorar que hay quien ha visto en el movimiento woke el epítome de esa lógica particularista, que se concreta en debates relativos a la cultura de cancelación, la denuncia de injusticias históricas, como la que llevó a una oleada de ataques contra estatuas y monumentos de colonizadores y esclavistas e incluso a debates en el seno del feminismo, entre un feminismo tradicional (conservador con respecto a la cuestión trans y abolicionista de la prostitución) y otro más proclive a la teoría queer y la regulación del trabajo sexual. Así, se ha dicho que se produciría la paradoja de que el movimiento contemporáneo más universalista, el feminismo, quedaría fragmentado y amenazado de una implosión interna al abandonar la causa de la igualdad de las mujeres y los hombres, atomizada en una demolición de la noción misma de mujer y en la defensa (en muchos casos, justa) de los derechos de colectivos minoritarios y la lucha contra la discriminación que sufren.
Es la paradoja que ha subrayado reecientemente el filósofo Manuel Cruz en su ensayo sobre los presupuestos teóricos de la cultura de cancelación, en el que señala los riesgos de que la necesidad de defenderse frente a la discriminación de que son objeto esas minorías, derive paradójicamente en la construcción de relatos o narrativas que, en el fondo, suponen el intento de afirmación de un trato no ya específico, sino preferencial, que lleva a su extremo la reivindicación de la diferencia. Esto es, el riesgo, perfectamente verificable, de que quienes se identifican como miembros un grupo marginado, excluido, discriminado, víctima de injusticia social y de restricciones de sus libertades, reaccionen con el síndrome de autoafirmación de una identidad diferenciada y reivindiquen a partir de ahí el reconocimiento de derechos diferenciales, en detrimento de la reivindicación de derechos iguales para todos, es decir, en detrimento de la condición de universalidad. Habría que decir que las más de las veces el proceso de identificación de estas minorías les es atribuido desde fuera, esto es, que son señalados, identificados, por parte de quienes tienen el poder, para imponer su visión como “natural” o legítima, por mayoritaria.
Ea paradoja ha sido expresada en otros términos por el filósofo Jose Luis Pardo: la <diferencia> es enfatizada como patrimonio reivindicable exclusivamente por quienes se proclaman a sí mismos como diferentes y, de paso, niegan que exista algo común. Se pierde así de vista lo básico de la noción de individuo en su relación con la humanidad: cada uno de nosotros es insustituible en su individualidad, en su diferencia, pero eso no niega la pertenencia a una especie común, la humanidad.
El problema, creo, es la eficacia del mensaje de deconstrucción de ese sujeto universal, los seres humanos, presentado como una abstracción, al servicio de una categoría muy específica de ser humano (blancos, heterosexuales, “occidentales”, capitalistas…), que ha justificado la dominación y explotación de la mayoría de los seres humanos por una minoría.
La eficacia de esa demolición del sujeto universal, la humanidad, es el resultado de una serie de factores entre los que, además de la ideología del individualismo (posesivo o despojado, como veremos), concurre el leit motiv de Freud (el “egoísmo de las pequeñas diferencias”), así como lo que Giglioli denunció en su conocido ensayo sobre condición de víctima como estrategia en la lucha por el poder, una condición que hace de la víctima, como el mismo Giglioli sostiene, el “héroe de nuestro tiempo”.
Todos ellos desembocan en un resultado trascendental: la sustitución de la causa de la igualdad universal de los derechos por la de la igualdad de derechos de algunos grupos, sin duda discriminados, pero que subrayan su diferencia desde la perspectiva que da prioridad al reconocimiento identitario, un discurso que, paradójicamente, contribuye poderosamente a hacer de los derechos barreras frente a los otros. Ello sin dejar de reconocer que ha sido utilizado sin duda como incentivo para una respuesta política reaccionaria.
III. EL MOTOR DEL UNIVERSALISMO: UNIVERSABILIDAD vs. LEBENSWELT
Creo que la única respuesta razonable es que se responda a todo particularismo con la insistencia en la necesidad de volver a la defensa del motor del universalismo, esto es, la causa de la igualdad como proyecto político necesario frente a la injusticia estructural, y la defensa de un sujeto universal, que no abstracto, de derechos: los seres humanos, desde la condición fuerte de interdependencia, que no es sólo el vínculo con los otros, sin el que no existe el yo, sino también el vínculo con la vida, con el planeta. Lo que no significa en absoluto, dejar de lado la lucha por el reconocimiento de los derechos de los individuos que pertenecen a minorías discriminadas y excluidas. Así entendido, el universalismo o, si se prefiere, el horizonte de universabilidad empuja a romper las fronteras del otro, incluyendo a los otros concretos, forzando su reconocimiento en términos de iguales derechos.
A mi juicio, nos encontramos ante un escenario que supo detectar el genial Huserl cuando anunció la pérdida de la capacidad de universalidad (yo diría universabilidad), en detrimento de la imposición de las diversas y a veces incompatibles Lebenwselt, una tesis que fue retomada por Habermas. Recordemos que, para Husserl, la reflexión sobre la crisis de las ciencias europeas permitía defender el racionalismo filosófico como una forma que tiene pretensión de universalidad para todos los seres humanos. La cuestión es si ese racionalismo filosófico debe ser reformulado o completado para mantener la capacidad de sostener tal pretensión de universalidad.
En relación con la crítica al universalismo de sustitución habría que precisar que resulta inevitable que toda proposición, doctrina o innovación jurídicas nazcan y sean dependientes de un contexto histórico, de unos presupuestos culturales, ideológicos y económicos. Lo que quizá no destaca suficientemente Benhabib es que la idea de humanidad, de una comunidad universal de seres humanos, tal y como nace en Grecia de la mano del estoicismo tardío, presupuesto sine qua non de la noción de derechos humanos universales, supone una ruptura profunda con la propia tradición cultural “occidental” y que así ha venido sucediendo con las innovaciones más importantes en materia de derechos humanos, a propósito, por ejemplo, de los derechos de las mujeres o de los niños, por mencionar sólo dos ejemplos, es decir, que es el propio motor del universalismo el que hace romper las fronteras del otro, incluyendo a los otros concretos, forzando su reconocimiento en términos de iguales derechos, que es a mi juicio el núcleo a rescatar del universalismo..
El supuesto consenso universal, razonado a partir de la arquitectura que componen la DUDH, los Pactos del 66 y el sistema de Convenciones sobre los derechos (en el sentido positivo y también en el de sanción, tipificación de conductas que exigen respuesta penal internacional) no cierra el debate sobre el catálogo, jerarquía e interpretación de los derechos humanos. No lo hace, pese a que disponemos de respuestas positivizadas y ratificadas —hechas suyas— por los ordenamientos jurídicos de la mayor parte de los Estados miembros de la comunidad internacional, porque presenta líneas de fisura que no podemos desconocer. Grietas que se agravan ante la impugnación de ese contenido de consenso jurídico universal por parte de quienes ponen en tela de juicio la legitimidad del orden universal basado en el modelo de democracia liberal y también, en no poca medida, por parte de quienes alegan que tal universalidad es una superchería, que responde a la imposición como canon universal de lo que son idiosincrasias particulares, las distintas Lebenswelt, marcadas por identidades y tradiciones de género, raza, clase, religión, identidad nacional, intereses económicos, e incluso por prejuicios basados en la edad.
Es decir, como ya he reconocido, ni siquiera los derechos humanos proclamados como universales lo son de forma evidente, porque hay un juicio previo: quién puede ser reconocido como ser humano en condiciones de absoluta igualdad. Y la respuesta a ese respecto es la historia de la exclusión de millones de seres humanos de la categoría de ser humano pleno, por razones, insisto, de sexo, raza, clase, religión, nacionalidad, étc. En todo caso, las violaciones de sus derechos reciben un juicio de reprensión de carácter gradual, en función de tales pertenencias. Lo recordaré brutalmente: el dolor, la pérdida de integridad física o de la vida de un niño somalí, palestino o rohingya, no nos merece ni la misma atención, ni la misma exigencia de respuesta, que la de uno de nuestros niños: los europeos, ergo los ucranios, pero no los gazatíes, los sudaneses o somalíes, los afganos…Como tampoco nos parece que sean igual de importantes las violaciones de derechos de las personas que se identifican como sujetos pertenecientes a las identidades LGTBI, que las de las personas que pertenecen al canon heterosexual construido como natural y asegurado en su status de integridad por el Derecho.
La trampa argumentativa fue denunciada eficazmente por un prestigioso iusinternacionalista, el profesor Remiro Brotons, en su agudo ensayo Civilizados, bárbaros y salvajes en Derecho internacional. Los europeos (los occidentales) imponemos un orden global, acorde con los que consideremos nuestros valores (en realidad, con nuestros intereses de dominación), desde la convicción de que nosotros poseemos el monopolio de la civilización, frente a los demás pueblos y naciones, que son bárbaros y salvajes, salvo que acepten nuestros valores e intereses. En el fondo, es la tesis de Kypling en su poema La carga del hombre blanco, en el que anuncia el traspaso del Imperio británico a la nueva potencia, los EEUU, en de la abrumadora tarea de civilizar al resto de los pueblos del mundo.
No podemos seguir confundiendo nuestros intereses con nuestra condición de depositarios de la civilización. No es digno de un ideario civilizado nuestro doble rasero sobre los derechos de los otros: los que buscan la protección internacional del asilo, los inmigrantes que arriesgan sus vidas en busca de un futuro mejor. No es civilizada nuestra indiferencia ante la suerte de los niños gazatíes, somalís o yemeníes, de las mujeres afganas, o de las poblaciones indígenas en el continente americano, que parecen menos personas que los niños, las mujeres, las minorías europeas. No es propio de la civilización emplear en condiciones de semiesclavitud a las mujeres extranjeras que se ocupan del servicio doméstico en nuestros hogares, de nuestros niños, ancianos y enfermos.
En suma, hablamos de un doble rasero que reconoce d facto como titulares de derechos humanos a quienes forman parte de los nuestros y regatea ese reconocimiento a los otros. Hay que concluir que ni siquiera los derechos humanos proclamados como universales lo son de forma evidente, porque hay un juicio previo: quién puede ser reconocido como ser humano en condiciones de absoluta igualdad.
Con todo y hasta ahora, la relativización y crítica de ese consenso jurídico básico, universal, presentaba unos límites, una línea roja que nadie osaba impugnar, aunque fuera objeto de constantes violaciones de facto. Me refiero a lo que bien podríamos denominar lo inaceptable universal, basada en lo que la mencionada Lochack denomina “la humanidad víctima”, constituido por las conductas que hemos conseguido tipificar como crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. El Estatuto de la Corte Penal Internacional, aprobado en Roma el 17 de julio de 1998 —y que ha sido ratificado por todos los Estados miembros de la Unión Europea— confirma que los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto, en particular el genocidio, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra, no deben quedar sin castigo y que, a tal fin, hay que adoptar medidas en el plano nacional e intensificar la cooperación internacional para asegurar que sean efectivamente sometidos a la acción de la justicia.
Para tratar de aportar argumentos a favor de ese universalismo jurídico, a mi juicio, la verdadera condición es la que propusiera Kant en sus Principios metafísicos de la Doctrina del Derecho, la primera parte de su Metafísica de las costumbres. Una doctrina del Derecho que, como ha sabido mostrar Manuel Jiménez en su agudo ensayo introductorio a la reciente edición española de ese texto, es la teorización de un Derecho, si no universal, cosmopolita, desde la Declaración universal de 1789, que Kant trasciende. Recordemos las tres condiciones señaladas por Kant para un orden efectivo de Derecho: el Derecho (común) a los Estados de Derecho (Derecho estatal), el Derecho que regula las relaciones entre éstos (Derecho de gentes) y el orden del Derecho global, (tendencialmente, Derecho cosmopolita): “si falla una de las tres partes, necesariamente tienen que fallar las otras dos”.
De todo ello lo que cabe deducir es una conclusión quizá poco estimulante: el universalismo jurídico, o, al menos, un orden jurídico tendencialmente universalista, es un horizonte lejano. Pero de inmediato hay que añadir que es un imperativo que obliga a construir un proyecto al que no debemos renunciar. Un proyecto que exige una revisión de la noción misma de universalismo.
Creo que necesitamos otro modelo de universalismo que, a mi entender, podríamos construir a partir de dos puntos de partida.
El primero, la necesaria revisión de una noción abstracta de humanidad, para asentar lo que podríamos llamar el “universal plural”.
El segundo, el reconocimiento de la prioridad de integrar la propuesta universalista en una visión global, ecológica, que sitúa la humanidad en el contexto del valor de la vida global, la vida en el planeta.
Uno y otro tienen en común algo necesario: trascender la individualidad para reconocer que la defensa de la centralidad del individuo no es completa, si no lleva al reconocimiento de la humanidad como sujeto, pero no como sujeto abstracto, sino en el reconocimiento del otro y, aún más, en el reconocimiento de que la humanidad no es posible sin el nicho ecológico al que pertenecemos.
IV. CUIDADO Y ATENCIÓN AL OTRO, CLAVES DEL NUEVO UNIVERSALISMO JURÍDICO
Creo que no podemos sostener un nuevo universalismo, un universalismo posible, si, como advirtieron Ricouer y Levinas, no está abierto a la alteridad y habitado por la pluralidad.
Junto a la visión de Lévinas, creo que la más interesante aportación a ese otro universalismo tiene mucho que ver con lo que conocemos como filosofía ubuntu, una noción arraigada en la tradición cultural bantú, que puede traducirse bajo el principio “soy porque somos” y que choca con el individualismo como presupuesto teórico y condición ética del universalismo en la tradición liberal de los derechos humanos. Como explica la profesora Bea, citando a Barbara Cassin, el ubuntu es, en definitiva, una manera de designar el respeto como sentimiento fundador de lo político y no está tan alejado de la intuición formulada entre otros por Schelling y luego por la moderna teoría de reconocimiento, de Charles Taylor, de que el yo es ser-con-otros, ser-con los demás.
Cobra así un lugar central en la argumentación del universalismo la doctrina del reconocimiento, de raíces aristotélico-hegelianas. Es verdad que en la tradición occidental y en su formulación aristotélica (no así en la hegeliana) arranca del yo, del individuo. Pero en el giro comunitario presente en Hegel y Fichte (su tesis del yo y el no-yo, el otro) y en Schelling, el yo arraiga en los otros concretos, esto es, en la importancia de la segunda persona y, con ello, en el vínculo que algunos denominan simpatía, otros empatía o solidaridad, Schelling entiende como amor y Simone Weil como actitud de atención al otro. Detrás de toda esa concepción se encuentra, insisto, el hecho difícilmente refutable de nuestra interdependencia, pese a las tesis del individualismo ontológico y ético que alimentan al neoliberalismo y a la ideología fundamentalista del mercado.
V. LA DIMENSIÓN ECOLÓGICA DEL UNIVERSALISMO JURÍDICO
Si admitimos que la clave de un universalismo posible es la noción de interdependencia, el alcance de ese fundamento trasciende los límites antropológicos, es decir, el universalismo de raíz antropocéntrica. Entre otros, lo han destacado filósofos como Bruno Latour y Olivier Abel, y juristas como Danièle Lochack, Mireille Delmas-Marty, o Luigi Ferrajoli.
Quiero llamar la atención en particular sobre el interés de los ensayos de Bruno Latour, uno de los primeros en saber relacionar el horizonte del riesgo global ecológico con la noción de justicia social y con la dimensión política, incluido también el papel del Derecho. Precisamente es interesantísimo que Latour apoye su metodología en los célebres cahiers de doléances que son el prólogo a la revolución de 1789: a través de ellos, escribe Latour, se demostró que “un peuple qui sait s’autodécrire est capable de se réorienter politiquement”. Esa nueva autodescripción, ese nuevo autorreconocimiento de los seres humanos es su punto de partida: Latour nos propone una nueva forma de afrontar la crisis ecológica que exige actuar, y hacerlo jurídica y políticamente, lo que a su vez requiere una nueva manera de concebir nuestra relación con el planeta: aterrir, en lugar de vivir sobre él y explotarlo hasta el agotamiento. No se trata de que pensemos en la tierra como el lugar en el que vivimos y disfrutamos, sino sobre todo del que vivimos, y del que formamos parte y dependemos: por eso, como escribió Nicolas Truong en su nota necrológica sobre Latour, su obra es una invitación a que los humanos entendamos una nueva forma de ser terrestres, a una empatía con nuestro planeta que él denominó Geopathia.
Por su parte, Luigi Ferrajoli ha formulado, desde una perspectiva ecológica que desborda incluso el ámbito del Derecho internacional tout court, un proyecto normativo, una verdadera Constitución de la Tierra (como reza el título del ensayo del iusfilósofo italiano) que, desde su preámbulo sostiene la necesidad de este giro civilizatorio (“Nosotros los pueblos de la Tierra, que en el curso de las últimas generaciones hemos acumulado armas mortíferas capaces de destruir varias veces la humanidad, hemos devastado el medio ambiente natural y puesto en peligro, con nuestras actividades industriales, la habitabilidad de la Tierra (…), promovemos un proceso constituyente de la Federación de la Tierra (…) a fin de estipular este pacto de convivencia y de solidaridad”) y se plantea como prioridad la garantía de los que define como “bienes fundamentales”, que abarcan tres categorías, los bienes naturales, los bienes sociales y los personalísimos .
Son esos, creo, puntos de partida útiles para un debate que debe continuar, si queremos reformular y al mismo tiempo sostener la noción de derechos humanos universales y un orden jurídico basado en la lógica expansiva del Estado de Derecho.