Recupero, 10 años después de su muerte, el artículo que publiqué en homenaje a la mejor actirz de la historia del cine, un ser humano absolutamente excepcional:
KATHARINE, LA GRANDE
Javier de Lucas
Hepburn, por supuesto. Enseguida hubo quien encontró similitud con la otra Catalina, también grande y temible, y la llamaron “la zarina de Hollywood”, aunque el origen del apodo parece estar en la obra de teatro The Czarine, con la que debutó en Baltimore en 1928, el mismo año de su graduación en el Bryn Mawr College, un centro progresista para las hijas de la burguesía ilustrada, como la propia Kaharine, nacida de un urólogo que se carteaba con B Shaw y de una sufragista a la que acompañaba de pequeña a repartir octavillas.
Para muchos de nosotros, Katharine Hepburn es la mejor actriz de la historia del cine. Capra lo sentenció magistralmente: «hay actrices y actrices. Y hay Hepburn». Así los prueban sus récords: Cuatro oscars y doce candidaturas, además del Emy que ganó por su duelo interpretativo con L.Olivier en el drama de TV <Amor entre ruinas> (1975). Los críticos -Fernández Santos, Diego Galán, Francisco Boyero, por ejemplo- han insistido en su energía expresiva, en su velocidad de gesto, en sus dotes para la réplica, que desarrolló en diálogos vibrantes con Tracy, Bogart y Grant, pero también con James Stewart, Peter O´Toole o Paul Sofield. Su capacidad para crear la transformación de Rose Sayer, el papel protagonista de <La reina de Africa>, queda como una de las más grandes actuaciones del séptimo arte. Pero lo cierto es que nunca congenió con Hollywood y el star system: el poderoso distribuidor Harry Brandt la calificó como «veneno para la taquilla» y es famosa la decisión de Hepburn de comprar a los estudios su propio contrato para liberarse y trabajar en otro estudio, o en el teatro, algo que hizo primero con la RKO en 1938 y después con la MGM en 1953. Como actriz de teatro, representó con enorme éxito personajes de Shakespeare, como Rosalind, Portia o Cleopatra, pero también contemporáneos, como la Mary Tirone del drama de O’Neill <Largo viaje hacia la noche>. Tennesse Williams la llamó «actriz de ensueño» tras su representación de Violet Venable en <De repente, el último verano>.
Pero Katharine Hepburn ha sido la mejor actriz de la historia del cine y algunas cosas más. Frente al canon de curvas y redondeces que dominaba en la pantalla y en la vida norteamericana, ella, una pelirroja que era toda ángulos («tengo una cara angulosa, un cuerpo anguloso y, supongo, una personalidad angulosa»), fue capaz de inventar otra belleza, la propia, única, en todo caso difícilmente repetible. Y, sobre todo, como persona, Hepburn luchó, como han descrito casi todos sus biógrafos (Britton, Edwards, Ryan o Dickens, más que Bergan, Bryson o Leaming), por ser quien era, por defender su independencia, su libertad, muy lejos del papel atribuido a las mujeres todavía en su época. Hepburn tenía mucho de alguno de sus personajes en la pantalla: Tess Harding, la columnista política que rivaliza con el periodista deportivo Sam Craig, encarnado por Spencer Tracy en su primera película juntos, <La mujer del año>, dirigida por Georges Stevens en 1942. Era fácil adivinar también su parecido con la compleja Tracy Lord, la aristócrata protagonista de <Historias de Filadelfia>, una obra de teatro de Philip Barry, que ella estrenó en Brodway y cuyos derechos cinematográficos compró. Y qué decir de la encarnación misma de la libertad de espíritu, Susan Vance, la dueña del leopardo «baby » que da título a <Bringing up, Baby > –La fiera de mi niña-, de Hawks, auténtica joya del género de comedias enloquecidas –screwball comedy- de los 30, al que también pertenece <Vivir para goza>r, otra obra de Philip Barry que Cukor, Hepburn y Grant convirtieron en una perla de la comedia. Pero Katharine fue también Leonor de Aquitania, una mujer excepcional, reina de Francia con Luis VII y de Inglaterra con Enrique II, madre de Ricardo Corazón de León, protectora de Chretien de Troyes, inspiradora de la poesía trovadoresca y una de las grandes protagonistas de la historia universal.
En todos los artículos escritos tras su muerte aparecen repetidos estos adjetivos: indomable, inconformista, libre, rebelde, independiente, feminista. Y se ha recordado una y otra vez la contradicción que representa su relación con algunos de los hombres que amó: no tanto Ludlow Stevens (su único marido), o Howard Hugues, sino dos católicos conservadores, casados y alcohólicos, John Ford y sobre todo Spencer Tracy. No hay grandeza sin contradicción y la de Hepburn es difícil de entender: una mujer que, según su propio testimonio, «vivió como un hombre», se sometió a las exigencias de Ford y, mucho más, a las de Tracy. Pero su inconformismo y la firmeza de sus convicciones es indiscutible: le condujo por ejemplo a apoyar decididamente la causa del presidente F.D. Rooselvelt y sobre todo las iniciativas de Eleanor Rooselvelt. Lo muestra su discurso ante 30.000 personas en el Gilmore Stadium, en 1947, para denunciar como enemigo de la libertad al temible Comité de Actividades Antinorteamericanas. Fue un discurso propio de la abogada Amanda Bonner, la costilla de Adam Bonner/Spencer Tracy en la comedia de Cukor. Porque Katharine supo estar del lado bueno, por ejemplo, con Bogart, Bacall, y Huston, frente a la caza de brujas desatada por Maccarthy, aunque, como decía el subtítulo del libro que escribió en 1984 y en el que contó el rodaje de la Reina de Africa, casi pierde la cabeza en la aventura que vivió con ellos (The making of the Queen of Africa, or how I went to Africa with Bogart, Bacall and Huston, and almost lost my Mind).
En su biografía, Me: Stories of my Life (1991) y en los documentales Starring Katharine Hepburn (1981) y Katharine Hepburn. All about Me (1993), estrenados en televisión, repitió algunas de las afirmaciones que se le atribuyen y que certifican su imagen de mujer de una pieza. Por ejemplo, a propósito de su ateísmo, una cuestión de la que nunca hizo bandera pero que jamás ocultó, pese a la mala prensa que eso provocaba en la bien pensante e hipócrita industria de Hollywood: “soy atea; es así. Creo que no hay nada que podamos saber, salvo que debemos ser amables los unos con los otros y hacer lo que podamos hacer por los demás…No tengo miedo del más allá. No temo al infierno, ni busco el cielo…” Es la misma convicción expresada en otra entrevista: «la vida sigue estando hecha de las mismas y viejas cosas que la componían cuando trabajé en Mujercitas: el amor de los amigos y por los amigos, el de la madre por los hijos, el espíritu de sacrificio, el honor, la decencia. Esas cosas permanecen. Hunca han dejado de existir. Sólo que no se escribe de ellas: se consideran un tema aburrido!». O sobre la eutanasia activa, una cuestión presente el la película La última solución de Grace Quigley (1984), que le valió también críticas feroces a las que respondió alto y claro: «¿por qué no van a tener derecho los viejos y los enfermos a poner fin a sus vidas si así lo desean?». Fue probablemente la más grande del cine, pero su vida llegó mucho más allá del cine.