VIEJOS Y NUEVOS DERECHOS (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 23 de enero de 2023)

Uno de los aniversarios más destacados que conmemoraremos en este 2023 es el de los 75 años de la Declaración universal de derechos humanos (DUDH), el 10 de diciembre de 1948. Al hilo de esa celebración es seguro que se escribirán análisis y valoraciones de muy diferente orden. Aprovechando que estamos en el comienzo de año, quiero proponer una reflexión sobre una cuestión que, de suyo, no es nueva, pero sobre la que se está llamando la atención desde diferentes foros: ¿es necesario reconocer nuevos derechos, que habría que añadir al elenco de los proclamados en la DUDH?

No pocos de los derechos proclamados en la DUDH siguen siendo hoy derechos inéditos, nuevos, para una parte de la población mundial

La primera consideración que me parece necesario sugerir es que, desde el punto de vista del reconocimiento de los derechos y, aún más, de su garantía real, antes de hablar de añadir nuevos derechos, deberíamos atender a una cuestión previa. En efecto, para una parte importante de la población mundial, todavía hoy —75 años después—, esos derechos siguen siendo inéditos porque no están suficientemente garantizados e incluso ni siquiera reconocidos: son nuevos. Esta, si se me permite decirlo así, no es tanto una cuestión jurídica, cuanto política (aunque nada que toque a los derechos deja de tener una profunda dimensión política): es un problema de ausencia de voluntad política de reconocerlos y garantizarlos eficazmente a todos, y no sólo a los ciudadanos privilegiados con pasaporte de los Estados del norte rico.

Este debate tiene mucho que ver, claro, con cuestiones filosóficas básicas: a quién y por qué reconocemos como iguales, a quién y por qué reconocemos como seres humanos titulares de derechos en condiciones de igualdad. Pero también ideológicas: por ejemplo, el modo de entender el papel de los poderes públicos a este respecto, lo que tiene bastante que ver con el modelo de Estado.

Dejando de lado cuestiones tan lacerantes como el derecho a no padecer hambre y la lucha por una alimentación adecuada, o el derecho a las condiciones básicas de salud, los más elementales derechos, que siguen siendo desiderata para una parte importante de la población mundial, parece claro que una parte de esa población está lejos de tener reconocida la igualdad en los derechos fundamentales proclamados en la DUDH, porque pareciera que, como en la fábula de Orwell, todos los seres humanos son iguales, pero algunos menos iguales que otros.

Pensemos por ejemplo en el acceso a la educación entre hombres y mujeres (no hay más que mirar al brutal régimen talibán en Afganistán, o al régimen de la república islámica de Irán), o, desde otra perspectiva, el reconocimiento a los miembros de determinadas minorías de la igualdad en el derecho a la autonomía personal, que es lo mismo que decir en su dignidad, en punto a su opción sexual o de género.

En realidad, habría dos ámbitos prioritarios para avanzar en la tarea de que todos los seres humanos sean sujetos de los derechos ya proclamados, pero no reconocidos y, sobre todo,no garantizados eficazmente, no justiciables para todos.

  1. De un lado, la necesidad de luchar eficazmente contra las situaciones de subordiscriminaciónque suponen violación de derechos elementales de seres humanos por su condición de pertenencia a un grupo. El ejemplo más claro sigue siendo el de las condiciones que afectan a una buena parte de las mujeres, sometidas a un estatus de subordiscriminación, junto a las prácticas de violencia de género, que se cobran víctimas mortales a millares. Pero lo cierto es que consideraciones semejantes se pueden extender a otros grupos vulnerables: menores, tercera edad, minorías LGTBIQ.
  2. De otra parte, la ausencia de voluntad política de tomar en serio los derechos económicos, sociales y culturales como derechos universales, que deben ser garantizados eficazmente a todos. Y eso vale también para nuestro primer mundo: pienso, por ejemplo, en tres derechos cuyo reconocimiento y justiciabilidad efectiva están pendientes. En primer lugar, el derecho a un mínimo vital, entendido como derecho universal para poder contar con una cantidad mínima de recursos para hacer frente a sus necesidades más básicas, un derecho que puede tener diferentes modalidades, de las que la más conocida es la renta básica universal teorizada por von Parijs y Raventós, tal y como explica muy didácticamente en este vídeo mi compañera, la profesora Añón. O dos derechos que son considerados como desiderata, o, en todo caso, principios orientadores, pero que no cuentan con esa justiciabilidad efectiva, la garantía fuerte, propia de los derechos: el derecho a la vivienda (inexistente de facto para los jóvenes), y el derecho a pensiones dignas.  

Nuevas necesidades, nuevas amenazas, nuevos derechos

En todo caso, sólo desde una perspectiva tan miope como ahistórica cabe sostener la idea de que el listado de derechos enunciado en 1948 es un catálogo cerrado. Como producto histórico que son los derechos, esa cartografía cambia, porque el contexto nos hace tomar conciencia, por ejemplo, de la aparición de nuevas necesidades que debemos proteger como derechos, o de la aparición de nuevas amenazas que ponen en riesgo derechos que considerábamos suficientemente reconocidos y garantizados.

La mayor parte de ejemplos de la necesidad de revisar el listado de derechos tiene que ver con las consecuencias del vertiginoso desarrollo tecnológico, en particular en el ámbito biomédico, pero también en el de las cibertecnologías. Baste pensar en la diversificación de riesgos en el ámbito de nuestra privacidad e intimidad, en la salud, o en los derechos reproductivos, o, para decirlo mejor, en las paradojas que ha producido la cibertecnología a ese respecto, como ha explicado recientemente en la  Revista de las Cortes Generales  uno de los juristas que mejor conoce estos temas, Pablo García Mexía.

Un ejemplo particularmente interesante es el de los denominados neuroderechos, como garantías básicas ante el desarrollo de las neurotecnologías (entendidas éstas en un sentido amplio, como confluencia entre la Inteligencia Artificial, las ciencias de la computación y la neurociencia), que permiten la aparición de herramientas o técnicas —entre ellas los algoritmos— capaces de manipular, registrar, medir y obtener información del cerebro: son una gran oportunidad que nos sitúa ante lo que podríamos considerar un salto cualitativo en nuestra especie, pero también entrañan un grave riesgo si no se garantiza la protección jurídica de nuestra conciencia.

Es así como, desde diferentes instancias, se ha propuesto una nueva categoría de derechos, los neuroderechos. Como ha señalado una de las autoridades mundiales en este debate, el  neurocientífico Rafael Yuste,  eso incluiría derechos como el derecho a la identidad personal, a la privacidad mental, o al acceso equitativo a la mejora cerebral o a la protección contra sesgos introducidos por esas técnicas.

Habría que señalar que en el abortado proyecto de Constitución chilena se había incluido un innovador reconocimiento de los neuroderechos (cfr.  por ejemplo).

La principal “novedad”: bienes fundamentales vitales

Pero si queremos hablar de  nuevos derechos  en sentido estricto, la novedad más relevante, a mi juicio, viene dada por la toma de conciencia de que hay nuevos riesgos que —al mismo tiempo que ya nos afectan personalmente, como individuos— amenazan a bienes o necesidades de todos (desde luego de nuestros hijos, de las generaciones futuras, pero también de todos nosotros como especie y aun de la vida misma, del planeta) y de cuya relevancia hemos caído en la cuenta sólo recientemente, como consecuencia de la evolución de las nuevas tecnologías, aunque la semilla estaba puesta por el modelo de crecimiento económico propio del dominio de una lógica de mercado insaciable y realmente depredadora, que ha dado lugar a lo que conocemos como Antropoceno. Aparece así la conciencia de un interés común a todo el género humano, el del cuidado de la vida, la supervivencia no ya de nuestra especie, sino de otros seres vivos (y en ese sentido, la reivindicación de reconocimiento de derechos a los animales: https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/hablemos-progreso-persona-no-humana_129_1238814.html) y en definitiva, de la vida del planeta, como muestra el concepto One Health, acuñado por la OMS.

Esta es una de las líneas que ha sabido sacar a la luz lo que se conoce como “constitucionalismo ecológico”, que ha sido desarrollado sobre todo por el nuevo constitucionalismo latinoamericano, al que los europeos debemos prestar atención, aunque no falten aquí iniciativas que han puesto el acento en esa perspectiva. Lo ha recordado  Luis Lloredo, quien ha puesto en valor la aportación de la denominada Comisión Rodotá, en Italia, en 2011, a propósito de la lucha de movimientos sociales por el derecho al agua, entendido como ejemplo de “bienes comunes”, un  tertium genus respecto a la clásica distinción entre bienes públicos y privados.

Precisamente, lo característico de esos “nuevos bienes” que se encuentran amenazados hoy es que supone una revisión de una noción ya existente en derecho romano, pero ahora desde la impugnación de que la regla jurídica aúrea a seguir sea el derecho de propiedad: ya no deben ser entendidos en los términos de bienes que no son propiedad de nadie (res nullius), sino como bienes comunes, imprescindibles, condiciones de la vida, algo que estaba presente en cierto modo en la escuela española del ius Gentium que, a su vez, recupera el mejor estoicismo, el que habla de los bienes comunes de toda la humanidad.  

En definitiva, como se ha dicho, el leit motiv es subrayar la necesaria recuperación de lo común, como redefinición de lo público —a no confundir con lo estatal, por más que al Estado le compete un especial deber de tutela y promoción de ese ámbito—. A ese respecto, a mi juicio, la prioridad debería ser obtener un acuerdo sobre los bienes o necesidades que son imprescindibles para la vida pero que se encuentran hoy particularmente amenazados, sobre su reconocimiento y su protección, lo que incluye su justiciabilidad efectiva.

Por eso, creo que vale la pena prestar atención a propuestas como las de Luigi Ferrajoli (inspiradas en los trabajos de la mencionada Comisión Rodotá), en su reciente ensayo Por una constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada. De acuerdo con su análisis, esos son los nuevos derechos prioritarios: de un lado, bienes vitales naturales, como el agua, el aire incontaminado, el clima estable. Y de otro, bienes vitales sociales, fruto de nuestro ingenio e investigación, como la comida imprescindible, los fármacos esenciales, las vacunas. Unos y otros deberían estar sustraídos al mercado y en particular los naturales, bajo formas fuertes de garantía que recuperen su carácter extra patrimonium y extra commercium. Baste pensar, por ejemplo, en el escándalo del negocio de agua, que priva a una parte importante de la población mundial del acceso a un bien común indispensable. Nuestra tarea prioritaria, nuestro empeño, debería centrarse en proteger estos bienes, incluso de forma aún más severa que los derechos fundamentales individuales y así garantizar el acceso universal a los mismos.

RADICALIZAR LA DEMOCRACIA. UN PROGRAMA POLITICO REALISTA (artículo publicado en el nº 166 de la Revista EXODO, diciembre 2022)

Radicalizar la democracia, extender la igual libertad

La propuesta que me formulan los amigos de la revista Éxodo, escribir sobre el significado de “radicalizar la democracia”, puede ser entendida de maneras diferentes. La que me interesa considerar aquí es la que atañe a la ampliación del sentido de su sujeto, el pueblo, algo que puede equipararse a la propuesta de una democracia más inclusiva. Pero eso significa sobre todo recuperar el ideal de la democracia como diálogo de iguales, sin que esa igualdad pase por una homogeneidad que diluya al pueblo en muchedumbre o masa, y no en el conjunto de ciudadanos libres e iguales.

En algún otro trabajo he tratado de subrayar que semejante propuesta es una suerte de hilo rojo en la historia de las ideas y de la experiencia política. Un hilo que bien podemos remontar al relato de Herodoto sobre lo que distingue a la democracia frente a otras formas de organización política. Herodoto nos presenta un diálogo entre tres nobles persas, Otanes, Darío y Megabizo sobre cuál es la mejor forma de gobierno para los persas. Al decir de Ótanes, cuyo lema es «no quiero ni mandar, ni obedecer a los otros», la única solución es la democracia, porque en ella se reconcilian autonomía y obediencia en la convivencia social: “No quiero mandar como rey, ni ser mandado como súbdito… (prefiero) el poder del pueblo, que tiene el más bello de los nombres, isonomía” (Herodoto, Historias, III, 80-83). La raíz de la democracia, pues, consiste en que todos los miembros de la comunidad política mandan y obedecen por igual. Eso es posible en la medida en que existe una ley que es común por su origen (nos la hemos dado todos a nosotros mismos) y al mismo tiempo nos hace iguales en el trato: todos iguales bajo la misma ley, la que nos hemos dado todos a nosotros mismos. En suma, lo mismo que buscará Rousseau: la democracia consiste en ser libre, obedeciendo a una regla general; conciliar la obediencia a una ley general, con la autonomía, la obediencia a la propia razón, un propósito que Rousseau resuelve mediante la noción de voluntad general, que no es la mera suma de la voluntad de todos (la suma de intereses particulares), sino la identificación del interés común, mediante la ficción de la regla de mayoría.

Así, radicalizar la democracia puede entenderse como la tarea que consiste en extender (y garantizar) lo que Balibar ha denominado la egalibertad, la igualdad de todos en las libertades y en los derechos[1]. Es una tarea de reconocimiento y de garantía. Reconocimiento y garantía de una igualdad que no supone tratar a todos por igual, sino promover que todos puedan ser igualmente libres desde su propia condición y, por tanto, exige políticas públicas para remover los obstáculos que hacen que una buena parte de la población, por razones de muy diverso orden, no esté en condiciones de alcanzar y disfrutar establemente, con garantías, esa igual libertad. Esa exigencia tiene, a su vez un doble sentido.

En primer lugar, es exigencia de inclusión, en el sentido de que trata de ampliar la condición de sujetos, de ciudadanos, al máximo posible de quienes quieran forma parte del cuerpo político, del pueblo, rompiendo las barreras que vetan el acceso a esa condición de ciudadanía por razones de sexo, raza, lengua, cultura, u origen nacional. Ese proceso de extensión ha tenido sobre todo un reto mayor y multisecular, romper la barrera que apartaba a las mujeres de la igual consideración de ciudadanía. La revolución feminista es por eso un proyecto prioritario y universal de extensión de la condición de sujeto a la mayor parte de los seres humanos, que estaba excluida de tal título, las mujeres.

Las otras barreras para el carácter inclusivo de la democracia han sido objeto de procesos de demolición, al amparo de la herencia ilustrada como motor. Entre ellas, a mi juicio, el desafío más importante de la inclusión afecta a la superación del rasgo de identidad entre ciudadanía y origen nacional. En un mundo globalizado e interdependiente, la condición de origen se revela como un requisito injustificado para excluir de la ciudadanía a quienes llegan con la intención de formar parte de la comunidad política, a quienes trabajan y viven entre nosotros, contribuyendo al bien común, pero siguen soportando la condición de ser destinatarios de las leyes sin poder tomar parte en su elaboración (a través de la elección de representantes). Creo que hay que reconocer que, en el espacio de libertad, seguridad y justicia que pretende constituir la Unión Europea y pese al déficit notable de sus políticas migratorias (de las políticas migratorias de los Estados miembros) se ha avanzado en ese proceso de democratización que es, como digo, un proceso de inclusividad. Se flexibilizan las condiciones de acceso a la nacionalización y se abre camino la idea de que la voluntad de pertenecer, acreditada mediante la residencia estable y la contribución al mantenimiento de los bienes comunes, debe ser la llave del acceso a la ciudadanía. Pero aún hay camino por recorrer.

Hay otro sentido de la exigencia de igual libertad para todos que, a mi juicio, ha sido explicado por Axel Honneth con mucho acierto[2]. Para que ese objetivo no se quede en un ideal abstracto, en mera retórica, coartada para una legitimidad vacía o como mucho parcial, la extensión de la democracia se debe medir en términos de la progresiva universalización de la garantía de los derechos sociales, lo que exige una capacidad de financiación de los correspondientes servicios.  A esto quiero dedicar una consideración específica.

La importancia del test de los derechos sociales en el proceso de radicalización de la democracia

Las tesis de Balibar y Honneth sobre la igual libertad como exigencia del proceso de democratización y sobre la concreción de la igual libertad en el acceso y garantía de los derechos sociales comportan tres matizaciones que afectan al modo de entender el modelo de Estado social de Derecho como instrumento clave para garantizar ese objetivo.

Ante todo, como expresamente subraya Balibar, una concepción activa de los sujetos de esa libertad: activa, es decir, no pasiva, no reducidos a la condición de consumidores de los bienes y mercancías que les procura una visión asistencialista y paternalista del Estado social Además, exige ser conscientes de las exigencias de lo que podríamos denominar el alma cívica, la necesidad de actuar en común, y no como mónadas, tal y como quiere el mercado (y aquí sigue siendo pertinente la denuncia de la ideología del individualismo posesivo que hiciera MacPherson). Y precisamente por eso, como subraya por su parte Honneth, la insistencia en que los derechos sociales son el test concreto de las políticas de reconocimiento, lo que a mi entender es la respuesta clave a la pregunta sobre cómo garantizar la inclusión.

El problema que Honneth sabe identificar bien, a mi entender, es la generalización de dos de las formas de menosprecio (en el sentido profundo de negación explícita de reconocimiento, no sólo de omisión): el menosprecio que se manifiesta en la negación de derechos y en la exclusión de la comunidad jurídica y política y, en segundo lugar, el menosprecio hacia los valores propios de una forma de vida calificados como indignos, como un obstáculo para la propia realización, para el progreso. Una y otra forma de negación del reconocimiento no sólo producen exclusión, sino también la pérdida de autoestima, la autodestrucción. Muy concretamente, y en relación con la primera de estas dos manifestaciones, Honneth insiste en la importancia de las exigencias de reconocimiento y en el marco normativo que debe asegurar su satisfacción, como pistas para reconstruir ese modelo. El motor de esta demanda de reconocimiento, sería -insisto- el acceso y la garantía universal -igual, que no mecánica, uniforme- de los derechos sociales, que lejos de ser conquistas adquiridas se encuentran en permanente proceso de cuestionamiento. Como ha recordado Ferrajoli, para implementar estable y adecuadamente el acceso a los derechos sociales deben desarrollarse lo que él denomina ‘garantías primarias’, esto es, una agenda legislativa que empodere a la administración para llevar a cabo esas garantías de la igual libertad en el acceso a la educación, a la salud, al trabajo, a la vivienda, el derecho a una pensión digna, el derecho a la protección de la dependencia, y un mínimo vital, lo que exige a su vez y ante todo ante todo una política fiscal igualitaria y eficaz. Y exige regular una lógica del mercado dominada por lo que califica como “poderes salvajes” y que hoy, dejada a su deseo de irrestricción, impulsa a vaciar de la condición de derechos a los derechos sociales (que Balibar entiende como palancas de la igualdad real), convertidos en mercancías y sujetos por tanto a la desregulación y competencia feroz que es propia de la lógica del capitalismo financiero[3]. La cuestión es que ese el proceso de desmantelamiento -palancas de igualdad real- no tiene consecuencias sólo en términos de pérdida de capacidad adquisitiva o de empeoramiento de las condiciones laborales. Es el sentido más profundo de la precarización como condición social definitiva.  

Se trata ante todo de saber si avanzamos o no en ese objetivo. Creo que la crisis que estamos viviendo y que parece paralizar el proceso de recuperación de la gran recesión de 2008, como consecuencia entre otros factores de la guerra en Ucrania y de la batalla por los recursos energéticos que está generando un desbocado proceso de inflación, puede inclinarnos a un balance negativo sobre el avance en el objetivo de inclusión en términos de los derechos sociales. Podemos acudir a algunas herramientas que ayuden a medir lo que hoy parece un proceso inverso, esto es, un incremento de la desigualdad. Por ejemplo, el coeficiente o índice Gini, que mide la desigualdad que hay entre los ciudadanos de un mismo país y tiene en cuenta factores como el PIB, la oferta educativa, o la disposición de bienes y servicios y así permite orientar las políticas públicas que puedan garantizar el objetivo de mayor igualdad salarial (siendo el valor 0 el de mayor igualdad y 1 el de mayor desigualdad[4]). La misma tendencia se observa en el informe FOESSA recientemente publicado y es confirmada por los datos de exclusión social que ha proporcionado el INE[5] y por el Indice AROPE de la UE (“At Risk of Poverty and/or Exclusion”), una tasa que sirve para medir el grado de cumplimiento del proceso de inclusión social que la propia UE incluyó entre sus objetivos en la Estrategia EU 2020, y que remite al porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión social. Los resultados de ese índice por lo que se refiere a España en 2021 muestran que hay mucho por hacer. Por ejemplo, la población en riesgo de pobreza o exclusión social en España aumentó en 2021 hasta el 27,8 %, ocho décimas más que el año anterior. El INE explica que este porcentaje se establece con un nuevo concepto de la tasa AROPE, que mide la población que se encuentra en alguna de estas tres situaciones: riesgo de pobreza, personas con carencias material y social severa, o con baja intensidad en el empleo[6].

Sin embargo, creo que hay que matizar ese balance. Sobre todo, porque, a diferencia de la gran depresión de 2008, en esta ocasión la UE y también el Gobierno de España han entendido la necesidad de intervenir y precisamente, en buena medida, en las condiciones de acceso a derechos sociales y a los bienes y servicios que son su garantía primaria. Hablo, en primer lugar, de la decisión de la UE de crear los Fondos Next Generation, con una dotación de más de 800.000 millones de euros, de los que 426.700 millones se destinan a fondos de resiliencia y cohesión social. Y, en segundo lugar, creo que ha de valorarse el esfuerzo de la agenda legislativa desplegada por el gobierno de coalición en España para la garantía de derechos sociales, con prioridad para la clase media y trabajadora, que se cifra en partidas que suponen casi 30.000 millones de euros (un 2,3 del PIB) y muy concretamente en medidas de contención del coste del suministro de energía y de reforma del mercado eléctrico y gasístico, así como para imponer una contribución más proporcionada a la banca y a las grandes empresas energéticas en relación con las exigencias de ahorro y austeridad que recaen sobre toda la población. Con todo, no puedo terminar esta contribución a la revista sin destacar un objetivo de radicalización de la democracia que excede el ámbito de las políticas nacionales. Como han subrayado Balibar y Ferrajoli en dos importantes libros recientes cuya lectura recomiendo con énfasis[7], la humanidad vive en una encrucijada como nunca en nuestra historia. Una encrucijada que es la de la amenaza real de la destrucción de la vida en el planeta, desde luego, de la vida de nuestra especie, pero no sólo. La ciencia y la experiencia acreditan la existencia de problemas globales (las amenazas a la paz mundial, el incremento de las desigualdades a escala global, la muerte de millones de personas por falta de acceso a recursos como el agua y a medidas de higiene y salud, de alimentación y de medicamentos, la muerte y penuria de millones de personas que se ven obligadas a desplazarse de sus hogares, el calentamiento global, la crisis de recursos energéticos…) que en buena medida no son (o no son sólo) desastres naturales, sino violaciones de derechos fundamentales que no son atajadas desde los Estados nacionales, en buena medida porque les superan, porque no son capaces de regular lo que el mismo Ferrajoli denomina “poderes salvajes”. Por eso, un grupo de juristas y políticos ha lanzado la idea de una Constitución global que enuncie las prioridades y la agenda a desarrollar (los bienes y derechos a garantizar, sus garantías primarias y secundarias), desde una perspectiva que esté a la altura de las amenazas globales, inabordables desde los Estados nacionales. Esa es la radicalización de la democracia que habrá que construir, un Estado de Derecho, una democracia de alcance global, que garantice lo que, en sus propias palabras, califica como “lo no decidible”, lo que no puede estar a merced del juego político


[1] Cfr. Etiénne Balibar, La igualibertad, Herder, 2017 (original, La proposition de l’égaliberté, PUF, 2010). Más recientemente, Cosmopolitique. Des frontières à l’espèce humaine, écrits 3, La Découverte 2022.

[2] Aunque el ensayo fundamental de Honneth a ese respecto es El derecho de la libertad, Katz, 2014 (original, Das Recht der Freiheit, Suhrkamp, 2011), deben examinarse sus trabajos sobre la aplicación de la teoría del reconocimiento del otro, que se pueden consultar en castellano y que analizan la construcción de lo que él mismo ha calificado como “sociedad del menosprecio”. Desde, por ejemplo, La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales, Crítica, 1997, a ¿Redistribución o reconocimiento? (con Nancy Fraser), Morata, 2006, Reificación. Un estudio en la teoría del reconocimiento, Katz, 2007, Crítica del agravio moral: patologías de la sociedad contemporánea, FCE, 2009, hasta el más reciente, Reconocimiento. Una historia de las ideas europea, Akal, 2019. A mi juicio, es imprescindible en todo caso la lectura de su La sociedad del desprecio, Trotta, 2011.

[3] Luigi Ferrajoli, magistrado, penalista y profesor de Filosofía del Derecho, es el mejor representante de la teoría del garantismo penal, pero también, en lo que aquí más nos interesa, de un constitucionalismo que trata de embridar la lógica del mercado y que se proyecta con carácter global. Sobre ello, su Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, 1999, Constitucionalismo más allá del Estado, Trotta, 2017, Manifiesto por la igualdad, Trotta, 2019 y, muy recientemente, Por una Constitución de la Tierra. La Humanidad en la Encrucijada, Trotta, 2022

[4] El país con un índice de Gini más igualitario en 2021es Islandia (con un índice de 0,246). El más desigual es Sudáfrica, que tiene un índice de 0,630. En la UE, España tiene un índice de 0,345, por 0,315 del Reino Unido. Cfr. Cfr. https://datos.bancomundial.org/indicator/SI.POV.GINI?locations=EU

[5] Cfr. https://www.foessa.es/blog/confirmacion-oficial-del-aumento-de-la-desigualdad-la-pobreza-y-la-exclusion-social-en-espana/.

[6] La tasa que determina el umbral de pobreza se fija en el 60% de la media de los ingresos. La “carencia material severa” se mide por referencia a los mínimos en siete de un total de 14 aspectos de la vida, desde no poder permitirse una semana de vacaciones, ni comer carne o pescado al menos cada dos días a no disponer de ordenador personal o no estar en condiciones de asumir gastos imprevistos. La baja intensidad en el empleo determina cuántas personas que conviven en un mismo hogar están ocupadas

[7] Me refiero a los ya mencionados en las notas 1 y 3: Cosmopolitique. Des frontières à l’espèce humaine, écrits 3, La Découverte 2022, de Etienne Balibar, y Por una Constitución de la tierra. La Humanidad en la encrucijada, Trotta, 2022, de Luigi Ferrajoli.

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL, EL ESTADO DE DERECHO Y LA SOBERANÍA POPULAR (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 12 de enero de 2023)

https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/soberania-constitucion_129_1403072.html

El profesor González Trevijano, en el acto de despedida de su relevante posición institucional como presidente del Tribunal Constitucional y quinta autoridad del Estado, pronunció un elaborado discurso, ilustrado con referencias literarias, artísticas y filosóficas, una pieza doctrinal de indiscutible interés y relevancia jurídico-constitucional y aun  política, que vale la pena estudiar con detenimiento. Pero, como me comentó un ilustre compañero, especialista en Derecho constitucional y buen conocedor de la historia de las ideas filosóficas, jurídicas y políticas, creo también que su carga ideológico-política bien podría dar pie a considerar este discurso como muestra de una suerte de bonapartismo jurídico, en la expresión de Engels que erróneamente se atribuye a Marx, quien nunca la utilizó en ninguno de sus ensayos sobre el significado político de Bonaparte (probablemente Marx hablaría de  cesarismo).

Antes de seguir, recordaré una consideración elemental, sobre la cual he insistido siempre a mis estudiantes de Derecho: el Derecho no es una ciencia exacta que permita sostener que existe siempre la verdadera solución, en términos jurídicos. En Derecho, prácticamente todo es opinable; se puede defender casi cualquier interpretación de los problemas que se someten a su veredicto. Pero también hay que decir que hay argumentaciones, soluciones, jurídicamente mejores que otras. Y en punto a las cuestiones de fondo, el criterio de evaluación es la solución que mejor se adapte a las exigencias, a las reglas y principios propios de la legitimidad democrática tal y como las consagra la Constitución.

La concepción del Derecho, de la función de los juristas, que ha exhibido el doctor González Trevijano en su condición de presidente del Tribunal Constitucional, en la que esas concepciones resultan particularmente relevantes para los ciudadanos y no sólo para la Academia, guarda perlas como su recordada tesis según la cual  “los juristas somos casi todos gente conservadora, porque el Derecho es una ciencia conservadora”. Algo cabría deducir también de lo que nos ofrecen sus incursiones en la dramaturgia, en la que ha superado el famoso Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, publicado por Maurice Joly en 1864, con su obra de teatro Adonay y Belial. Una velada en familia, una obra en la que el también exrector de la Universidad Rey Juan Carlos presenta un enfrentamiento entre Dios y Satán con tintes jurídicopolíticos y, por qué no añadirlo, malgré soi, moralizantes.

Algo más que piezas de doctrina

Ya alegué en su día que, tomada en su sentido sociológico, la hipótesis de que los juristas son profesionales muy mayoritariamente conservadores y el Derecho una “ciencia conservadora”, no refleja la realidad: a lo sumo, podría considerarse representativa de la condición de una parte relevante de la judicatura, pero en ningún caso de la mayoría de los juristas, que son mucho más diversos y, en general (pienso por ejemplo en los abogados), menos conservadores que la mayoría de los jueces. Pero si la examinamos en su sentido ideológico, esa tesis me parece un ejemplo de manipulación, o de un modo errado de entender el Derecho, los juristas y el tipo de saber sobre el Derecho. Creo que se trata de una concepción característica de una mentalidad poco al corriente de los cambios que se han sucedido en los últimos decenios en el ámbito de la teoría y filosofía del Derecho. Por ejemplo, hoy, sólo los académicos más acartonados siguen considerando el saber del Derecho como una ciencia, cuando más bien es un arte o una técnica, al modo de la medicina: como nos recordaba el profesor Atienza en un reciente seminario, en Valencia, el derecho es una práctica argumentativa de carácter institucional y coactivo, y no una pirámide de normas que caen sobre el ciudadano de a pie; menos aún un sistema racional completo y autosuficiente. Por lo demás, les cierto que os juristas tienen muy en cuenta que una de las principales aportaciones del Derecho es la seguridad jurídica (y, en ese sentido, la conservación del estatus de cada ciudadano en sí y en sus relaciones sociales), pero esa seguridad no se puede entender en una dimensión que, más que conservadora, es reaccionaria, al contraponerla a otra función, la de garantía de la igual libertad de todos los sujetos del ordenamiento jurídico. La seguridad -recordemos la crítica de Kant- no es la de paz los calabozos o los cementerios, sino la garantía estable de las libertades, en condiciones de igualdad para todos.

El debate sobre la posición institucional del Tribunal Constitucional

En todo caso, lo que me importa subrayar en relación con ese discurso de despedida es que, a mi juicio, encierra un alegato sobre la posición institucional del Tribunal Constitucional que parece difícilmente compatible con la inequívoca tesis de la Constitución según la cual las Cortes Generales encarnan la representación de la soberanía popular, cuyo titular, por supuesto, es el pueblo. A mi juicio, este discurso supone un cuarto a espadas —dicho sea sin mala intención— a favor de una peculiar vuelta de tuerca de la tesis schmittiana del guardián de la Constitución, en claro enfrentamiento con la teoría kelseniana de la que es heredero el modelo de Tribunal Constitucional (TC) que establece nuestra Constitución de 1978.

No haré aquí una exposición de la controversia entre Schmitt y Kelsen. Sobre los aspectos, digamos, técnicojuridicos, me remito a este didáctico artículo del profesor  Tajadura. Reconoceré que el propio doctor González Trevijano dice expresamente situarse del lado de Kelsen, al criticar en su discurso la tesis de Schmitt, para quien la creación de un tribunal de esas características suponía “una desviación por razones políticas de la lógica del Estado de Derecho”.

Lo que me parece más relevante es el alcance político de fondo de esta disputa, porque en su argumentación sobre el control de constitucionalidad, pareciera que el expresidente del TC, en un giro que se diría propio del espíritu bonapartista, viene a sumarse malgré soi  y de forma paradójica a las tesis de Schmitt sobre el guardián de la Constitución, al convertir a este órgano constitucional, más allá de un órgano de control constitucional (como intérprete de cierre de la Constitución), en un especie de verdadero soberano, algo que, a mi juicio, no sólo constituiría un grave error doctrinal, sino que sería democráticamente inaceptable.

Sabido es que nuestro modelo de TC es el de legislador negativo, que no tiene nada que ver con la idea de una tercera Cámara, o poder supralegislativo, por encima de las Cortes generales. En efecto, entre las funciones del TC, además de ser (pen)última instancia en la garantía de derechos fundamentales en ejercido del recurso de amparo (digo penúltima porque hay que recordar que, jurídicamente hablando, la última instancia en la UE es el Tribunal de derechos humanos de Estrasburgo) y en la resolución de conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas y entre los diferentes poderes del Estado, tiene en exclusiva la función de control de constitucionalidad respecto a normas o decisiones que puedan ser contrarias a la Constitución, y por eso está dotado de la competencia para expulsar del sistema jurídico aquello que no sea conforme con lo que dispone la Constitución. Un control necesario. Un control a posteriori.

En su discurso, el ex presidente González Trevijano, insisto en reconocerlo, comparte expresamente la tesis del legislador negativo. Sin embargo, en lo que quizá pudiera explicarse por un cierto propósito de aprovechar esta ocasión institucional para argumentar pro domo sua, esto es, para justificar su decisiva toma de posición respecto al, a mi juicio, muy desafortunado auto en el que el TC se permite interferir de raíz y ex ante en la competencia legislativa del Senado (y con el añadido de su descarada no inhibición), cruza una línea roja. Porque, violando el self-restraint que pertinentemente recuerda el discurso como rasgo característico de la tarea de control del TC, el control que asumió el TC en ese auto respecto a la tarea legislativa del Senado desbordó su función de control negativo y a posteriori de la actividad legislativa, pues impidió a priori que el Senado pudiera realizar su competencia legislativa, la discusión parlamentaria sobre un proyecto de ley. Un control preventivo, antes de que existiese un resultado de ese debate parlamentario, una decisión libremente adoptada por los representantes de la soberanía popular en esa Cámara.

Recordemos de dónde viene el pronunciamiento del TC, que supuso la adopción de medidas cautelares que implicaron la suspensión de la tramitación en las Cortes Generales de la Proposición de Ley Orgánica de «transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso».

La Mesa de la Comisión de Justicia del Congreso aceptó la admisión a trámite de dos enmiendas a esa Proposición de ley, enmiendas que no tenían nada que ver materialmente con la Proposición y por las que se introducían cambios en la L.O. 6/1985 del Poder Judicial y en la L.O 2/1979 del Tribunal Constitucional. La obvia finalidad de las enmiendas era modificar el actual sistema de elección de los miembros del TC y, así, desbloquear su situación. El grupo parlamentario popular en el Congreso presentó el 14 de diciembre un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional contra ese Acuerdo de la Mesa de la Comisión de Justicia y pidió al TC que de forma cautelarísima (sin oír a nadie más, por tanto) se suspendiera su tramitación. El presidente convocó al pleno del TC de forma urgente y en un auto de 19 de diciembre acordó por una estrecha mayoría de 6 a 5, aceptar esas medidas cautelarísimas lo que supuso la tramitación de la proposición en lo relativo a las enmiendas mencionadas. La mesa del Senado recurrió esa suspensión, que afectaba al orden del día del pleno siguiente de esa Cámara, pero de nuevo con toda celeridad el TC acordó en un auto de 21 de diciembre desestimar el recurso del senado, por lo que las enmiendas no se somtieron a discusión en el pleno de la cámara alta.

Si se leen los autos del alto tribunal, la razón jurídica que -según el voto formulado por la mayoría del TC- avalaría la adopción de las medidas cautelarísimas y la consigiuente interrupción de la tramitación parlamentaria habría sido proteger los derechos de los parlamentarios del grupo popular, ante la vulneración del procedimiento legislativo que suponía la decisión de la mesa de la Comisión de justicia del Congreso de aceptar la introducción de las enmiendas mencionadas. Algunos constitucionalistas, como el profesor Ruiz Robledo, ha apoyado la decisión de la mayoría del TC porque estiman que «el procedimiento legislativo no es solo una forma de transformar las decisiones políticas de la mayoría en leyes obligatorias para todos, sino una forma de garantizar los derechos de las minorías parlamentarias y, en general, de todos los ciudadanos». Asumen así que la doctrina de interna corporis acta esgrimida para vetar la interferencia del TC en el poder legislativo no es aceptable en este caso, porque tal decisión del TC era la única posible para evitar el daño irreparable que causaría en los derechos de los parlamentarios del grupo recurrente frente a la arbitraria decisión de la Mesa (adoptada, por cierto, en contra del dictamen del letrado de la Comisión).

Por mi parte, no niego que la protección de los derechos de los parlamentarios sea un argumento a considerar. Lo que me parece difícil de aceptar, como alegaron los votos particulares de los magistrados del TC que disintieron de ese fallo, es que en este caso exista un riesgo tal y que fuera necesario interferir por ello la actividad legislativa de las Cortes Generales. Porque al fin de cuentas, esa es la cuestión: ¿cabe admitir que el TC interfiera constitucionalmente en la tarea legislativa de las Cámaras?

Ser intérprete de la Constitución no puede significar ser el verdadero representante de la soberanía popular

Entre las numerosas y bellas metáforas que salpican el discurso que comento,, hay una que me parece exagerada y que anticipa esa transgresión de la línea roja. Me refiero al párrafo en el que el expresidente parangona al alto tribunal con la figura del famoso cuadro de Delacroix, La liberté, guidant le peuple.

Esa metáfora viene reforzada cuando sostiene expresamente que el alto tribunal mantiene un vínculo especial y directo con el poder constituyente, pues, sin entrar en polémicas académicas sobre modelos originalistas o constructivistas, González Trevijano atribuye al TC ser “garantía del respeto a la voluntad del poder constituyente frente a los poderes constituidos” (la cursiva es mía).

El discurso, en su parte final, sostiene la existencia de un vínculo privilegiado entre el poder constituyente y el propio Tribunal Constitucional. Lejos, eso sí, de disputas doctrinales sobre modelos originalistas o constructivistas, el expresidente formula una toría de la soberanía que, si bien parece recordar un principio elemental de la legitimidad democrática, encierra un giro que me parece enormemente preocupante: “El pueblo español, y no otro, es el auténtico prínceps legibus solutus de nuestra democracia constitucional. Ante él no caben desfasadas soberanías regias, ni superadas reservas de jurisdicción, ni tampoco paralelas soberanías parlamentarias, sin perjuicio de reconocer la primacía política de las Cortes Generales (de nuevo, la cursiva es mía). Esa expresión, paralelas soberanías parlamentarias, encierra a mi juicio una trampa argumentativa que, pese a la cláusula relativa a la primacía política de las Cortes Generales, parece sugerir lo que considero una tesis errónea sobre el papel institucional del Tribunal Constitucional.

Por supuesto que el depositario de la soberanía popular —conforme a lo que dispone el artículo 66 del capítulo primero del título III de la Constitución— son las Cortes generales. No lo es el Tribunal Constitucional, cuya legitimidad y función deriva de lo que establece la Constitución y no de la legitimidad democrática directa, de origen, que le otorga a las Cortes generales el hecho de ser las depositarias de la soberanía popular, expresada en las elecciones, desde el voto individual que responde al ejercicio de autodeterminación en que estas consisten, expresión directa de una sociedad libre y plural. Por eso, su posición política y constitucional no es la de la preeminencia sobre las Cortes generales, sino la del control del ejercicio del poder legislativo, una vez que éste se ha ejercido, es decir, a posteriori.

Ningún poder debe ser absoluto, tampoco el legislativo. Pero ninguna instancia, tampoco el TC, puede interferir en el ejercicio del poder por parte de las instituciones que encarnan cada una de las ramas del mismo, tal y como establece la Constitución. Esa es la cara y la cruz de la división de poderes. El TC no pertenece a ninguno de los tres poderes, respecto a los cuales debe cumplir una función de control, pero no sustituir ni interrumpir su ejercicio, antes de que cumplan con el mismo. Eso es lo que niega la tesis expuesta en este discurso. Y por eso, creo, el gesto de la cuarta autoridad del Estado, el presidente del Senado, Ander Gil, que no aplaudió esta intervención, me parece una coherente muestra de dignidad institucional. Y me representa.

SOBRE TÉCNICA LEGISLATIVA, IDEOLOGÍA Y DEMOCRACIA

UNA NOTA A PROPÓSITO DE LA L.O.10/2022*

(Artículo publicado en el nº 33/2022 de la Revista Teoría y Derecho, pp.354-379)


La interpretación y aplicación de la Ley Orgánica10/2022 de garantía integral de la libertad sexual (conocida con la denominación de ley del “sólo sí es sí”) ha provocado un considerable debate, en el que se ha denunciado que el texto de la ley presenta serios problemas de calidad técnica. En esta nota me referiré al argumento de quienes no sólo señalan la deficiente técnica legislativa de esta ley, sino que, además, denuncian la supuesta ilegitimidad de su “carácter ideológico”, con el objetivo de ofrecer algunos argumentos sobre las condiciones de calidad de la técnica legislativa y sobre las exigencias del proceso democrático de elaboración de las leyes.

Sobre los requisitos de una técnica legislativa de calidad.

En nuestra tradición de derecho continental, un argumento reiterado sobre las condiciones de calidad de la producción legislativa consiste en señalar que las leyes han de ser, en lo posible, pocas, breves y claras y que, como señalara Montesquieu, “las leyes innecesarias debilitan a las leyes necesarias” [1]. Pero ya Bentham, ante la evidencia de que ese modelo restrictivo de producción normativa no podía sostenerse, debido al proceso de crecimiento de las tareas asumidas por el Estado moderno[2], tuvo que hacer frente a otra manera de acometer la tarea legislativa y plantearse lo que llamó una nomografía o arte de producir leyes, que sentó las bases de la moderna teoría y técnica legislativas[3].

Para juzgar de la calidad de una norma en términos de técnica legislativa, debemos preguntarnos por su necesidad, su utilidad, su adecuación a los fines que propone y su justificación. En todo caso, son cuestiones que los expertos han explicado en términos de las condiciones de racionalidad de las leyes, y remiten a cinco manifestaciones de esa racionalidad (a) lingüística/comunicativa, (b) jurídico formal, (c) pragmática, (d) teleológica y (e) ética. En principio, la función de los letrados de las Cámaras legislativas consiste en asegurar esas condiciones, al menos las tres primeras. Pero con alguna frecuencia comprobamos que, respecto a las otras dos, el debate excede el juicio técnico de los mismos y nos lleva a la arena pública, esto es, precisamente al ámbito del pluralismo ideológico. A mi juicio, en el caso del debate sobre la L.O.10/2022 se puede advertir una suerte de falacia política que nace de una tergiversación de pluralismo[4], y va mucho más allá de la legítima crítica a toda iniciativa legislativa y a su puesta en práctica, pues tergiversa la noción de interés o utilidad general.

Esto exige una primera reflexión sobre el uso peyorativo o descalificador del término “ideológico”. Sin perjuicio de entrar en ello con más detalle después, resulta inaceptable que alguien pretenda descalificar a sus adversarios alegando que actúan por motivos “ideológicos”, como si eso fuera ilegítimo, mientras uno mismo siempre lo haría por razones “objetivas” o de interés general.

En una sociedad democrática el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Tener una ideología no sólo es algo inevitable, sino legítimo. Intentar excluir del espacio público a alguien o a un grupo, so pretexto de su ideología o, no digamos, querer obligar a alguien a renunciar su ideología, es inaceptable, siempre que esa ideología se defienda por medios pacíficos y no implique violación de derechos fundamentales de nadie. Por lo demás, no cabe asombrarse por el hecho de que un grupo político pretenda que su programa político sea coherente con la propia ideología: eso es sólo una muestra de consistencia lógica.

En cualquier caso, corresponde libremente a los ciudadanos optar por una u otra preferencia ideológica y dar su apoyo a las correspondientes opciones políticas. Otra cosa es, claro, que con la descalificación como “ideológica” (que, insisto, suele ser selectiva: unos rechazan la ideología comunista, social comunista, otros, la liberal conservadora, o la independentista) en realidad se persiga mostrar que, en lugar de apuntar al interés general, al bien común, se ponen por encima intereses particulares. Pero eso es un empleo absolutamente impropio del término <ideológico>.

Volvamos a la cuestión de la calidad de la técnica legislativa, a propósito del caso concreto de esta ley. ¿Cumple la L.O.10/2022 con las exigencias de esas condiciones de racionalidad jurídica?

La racionalidad lingüístico-comunicativa exige que el legislador sepa comunicar, transmitir su mensaje al destinatario, a los ciudadanos, con claridad. ¿Cumple la ley 10/22022 con esta condición?

Antes de responder, me permito señalar que, a mi juicio, la mayor parte de los ciudadanos y, desgraciadamente, la mayoría de quienes han intervenido en el debate, no parecen haber leído con mínima atención el texto de la ley. Que los ciudadanos no lo hagan, es perfectamente comprensible. Pero no lo es en el otro caso: no se debe opinar de aquello que no ya es que no se entienda, es que no se ha leído. En todo caso, si acudimos, por ejemplo, al Preámbulo de la L.O.10/2022 (que equivale a la exposición de motivos), cabe sostener que deja muy claro qué se pretende con esta ley. En el párrafo final del apartado II de ese preámbulo el mensaje de la ley es muy claro[5]. Su lectura habría ahorrado -a mi juicio- buena parte del debate, centrada erróneamente en la relevancia de la gravedad de las sanciones como indicador de la protección que trata de ofrecer esta norma a la libertad sexual de las mujeres.

Asunto diferente es la manifiestamente mejorable comunicación de la ley por parte del ministerio de igualdad, con mensajes a mi juicio muy desafortunados en sus generalizaciones sobre la ideología machista y fascista de “los jueces” (“fascistas con toga”, según llegaron a sostener algunas de esas autoridades ministeriales). Está claro que hay jueces y juezas machistas y jueces y juezas de ideología política reaccionaria. Pero la generalización es inaceptable. También fue un grave error comunicativo el énfasis inicial de los representantes del Ministerio en el agravamiento de las penas y el aventurado diagnóstico de que no se producirían discrepancias interpretativas (ni excarcelaciones) a raíz de las sentencias que se dictaran desde la vigencia de la ley, algo que los hechos, es decir, las sentencias judiciales, han desmentido. Pero insisto, estas manifestaciones de deficiente racionalidad lingüístico/comunicativa no son del texto legal, sino de responsables políticos que no han estado a la altura.

En lo que se refiere al requisito de que las leyes cuenten con una racionalidad jurídico-formal –el aspecto más propiamente técnico jurídico- la tradición legislativa continental apunta que la calidad legislativa exige leyes que cumplan tres características formales, no materiales: que sean claras, sistemáticas y unívocas. Pero lo cierto es que, en nuestro país, se ha optado por una dimensión aún más estrictamente formal como requisito de calidad legislativa, tal y como señala una reiterada jurisprudencia constitucional[6]. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado que no hay una exigencia constitucional para que las Leyes sean de una determinada forma. Por decirlo a la llana, esa jurisprudencia sostiene que las Cortes generales pueden aprobar malas leyes, con tal de que se respeten los requisitos formales de competencia y procedimiento, sin que eso suponga un reproche constitucional. Las Cortes tienen, por así decirlo, plena libertad para aprobar los que deseen, con el único límite de la Constitución. Con una única excepción: en materia de sanciones y especialmente en materia penal, sí se exige el requisito de claridad: no caben leyes penales o de sanciones administrativas que sean confusas, carentes de precisión suficiente, de forma que no permitan a los individuos acomodar sus conductas a las normas[7].

Pues bien, desde ese modo de entender el requisito de racionalidad técnicoformal, la L.O. 10/2022 parece coherente con la jerarquía normativa y constitucional y también con los compromisos internacionales de nuestro país en materia de Derecho internacional de los derechos humanos, específicamente en lo relativo a la lucha contra la violencia de género. Cumple asimismo con los requisitos de competencia y procedimiento.

Eso no significa, insisto, que desde el punto de vista técnico no sea manifiestamente mejorable. Los problemas relativos al establecimiento de las penas, debido a la fusión de tipos penales que se lleva a cabo en la ley y a la ausencia de una disposición específica de carácter transitorio, han sido señalados como deficiencias que deberían haberse subsanado. En relación con las resoluciones judiciales dictadas como consecuencia de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, la Comisión Permanente del CGPJ emitió el 12 de noviembre de 2022 un comunicado en el que se reitera en el Informe sobre la ley, emitido el 25 de febrero de 2021 y en particular sobre las consecuencias del nuevo cuadro de sanciones que contempla la ley y que según expresaba el Consejo, conducía a la revisión de las condenas en las que se hubieran impuesto las penas máximas, conforme a la legislación vigente [8] .

Tampoco veo objeciones insuperables desde el punto de vista de las exigencias de una racionalidad pragmática, que exige que la conducta de los ciudadanos se pueda adecuar a lo prescrito en esta ley y que haya mecanismos de exigencia suficiente para su puesta en práctica y para sancionar su incumplimiento y, sobre todo, proteger a las víctimas. La palabra aquí la tienen los tribunales de justicia que, conforme a lo que ha resuelto el Tribunal Supremo en la sentencia en que se ha resuelto el recurso por el denominado caso Arandina[9], han de proceder caso a caso, sin que valga un criterio general a priori, como propuso la instrucción de noviembre de 2022 del fiscal general del Estado (FGE)[10]. Si la ley hubiera mejorado los aspectos técnicos señalados, se podría haber evitado esa necesidad de ir caso por caso, que debilita lo que debería ser regla cuando hablamos de una ley (la condición de generalidad). En buena medida, será cuestión de esperar a su “rodaje”.

Dicho esto, vamos al núcleo de la cuestión que, a mi entender, atañe a las dos últimas formas de racionalidad, pues lo que más nos importa es (d) si la ley se ordena adecuadamente a los fines sociales perseguidos y si (e) las conductas que se prescriben y la propia finalidad de la ley presuponen valores susceptibles de justificación ética. No de cualquier de las concepciones éticas que concurren en una sociedad plural, ni de la ética de tal o cual juez, sino de la ética pública, que es lo relevante en términos jurídicos: la ética consagrada de forma positiva en la Constitución y en las leyes, que establecen qué es lo relevante, lo valioso y por tanto digno de proteger y de manera negativa en el Código Penal, que determina qué conductas resultan inaceptables y deben ser castigadas.

Por lo que se refiere a las exigencias de la racionalidad teleológica, me parece que la L.O.10/2022 se formula y ordena adecuadamente a los fines de la norma, que son la garantía de la libertad sexual de las mujeres y de los menores, su adecuación de cara a la garantía de la libertad sexual y la protección de las víctimas que sufren violaciones de esa libertad. El problema de la adecuación y proporcionalidad de las sanciones no es determinante desde el punto de vista de la adecuación teleológica, pero sin duda constituye una cuestión a considerar y ensombrece el juicio positivo sobre esta cuarta exigencia.

Pero la cuestión prioritaria es la racionalidad justificativa, esto es, esclarecer si hay una suficiente justificación de la ley, lo que obliga a un juicio ético, social y político. Lo relevante para valorar la argumentación justificativa de esta ley, a mi entender, es precisamente lo que señalaron Clara Serra y otros autores en un esclarecedor artículo[11]: la ley se justifica porque trata de asegurar a las mujeres que se garantizará siempre su consentimiento en sus relaciones sexuales y, con ello, su libertad sexual. Ese argumento es el más importante, mucho más que la exigencia de evitar que se rebajen las penas por la infracción de tal consentimiento, o que éstas sean más graves (cuestión compleja ante la modificación de los tipos penales), o el debate sobre la interpretación del principio de retroactividad en el ámbito penal, cuestiones sin duda significativas y que a mi juicio ha explicado muy bien mi compañero el profesor Carbonell, en un reciente artículo[12].

Es decir, la ley trata de garantizar el principio básico que la inspira y que, en última instancia, no es otro más que el viejo argumento del favor libertatis (D.29,2,71pr.; 35,2,32,5), en la modalidad de garantía básica de la libertad sexual, lo que remite acertadamente a mi juicio, no tanto a la existencia o no de violencia en la relación sexual, sino a la de consentimiento. Esta exigencia, a mi juicio, está pertinentemente puesta de relieve en la ley y, no lo olvidemos, expresa un consenso ideológico amplio (una mayoría holgada en las Cámaras) sobre la relevancia de la justificación de esta iniciativa legislativa que, insisto, es una cuestión de igual libertad entre hombres y mujeres y por eso, es una exigencia del feminismo, entendido como componente ideológico imprescindible de la legitimidad democrática.

La inexorable dimensión ideológica: el Derecho no puede ni debe ser un instrumento aséptico

Pero quiero volver sobre la crítica que aduce una supuestamente espuria “contaminación ideológica de la ley”. Se trata de un alegato que, a mi juicio, revela un error conceptual de fondo, que es el que tratamos de explicar a los estudiantes de Derecho desde el primer día de clase. Una sugerencia: cuando escuchen a alguien sostener que las leyes no deben tener elementos ideológicos, sospechen que en realidad lo que se pretende es que las leyes consagren la ideología de quien eso sostiene, excluyendo cualquier otra. Esto es, que los defensores de la tesis de la asepsia ideológico-valorativa de las leyes lo que sostienen en realidad es que hay una ideología <verdadera>, unos verdaderos valores que las leyes deben transmitir: los suyos, claro. Es decir, que son enemigos del pluralismo ideológico que es un elemento constitutivo de cualquier sociedad democrática.

Frente a la pretensión de que el Derecho es una creación científica o técnica, dotada de asepsia valorativa (suele hablarse de “neutralidad ideológica”), lo cierto es que, por sus características como herramienta de intervención en las relaciones sociales y en los conflictos, y por las que son propias (inevitables) de los operadores jurídicos, el Derecho está inevitablemente cargado de ideología. Por supuesto, eso es así también en el caso de un sistema jurídico de carácter democrático. Trataré de recordar brevemente las razones de una afirmación como ésta, que caen por su propio peso.

El primer argumento roza el terreno de la obviedad, por más que sea ese tipo de obviedad que se consigue ocultar o enmascarar. Eso que llamamos Derecho, no tiene nada que ver con una suerte de deus ex machina. No consiste en la revelación o descubrimiento de verdades inmutables, como parece sugerir cierto lenguaje jurídico al uso, cuando habla, por ejemplo, de la “naturaleza jurídica” de sus normas e instituciones. Ni la propiedad, ni el matrimonio, ni la hipoteca, ni los desahucios, ni los préstamos personales, ni las suspensiones de pago o la adquisición de la nacionalidad responden a nada parecido a la naturaleza o a las leyes naturales. Son soluciones, herramientas, que hemos inventado para obtener y asegurar determinados objetivos. Por tanto, su razón de ser depende de esos propósitos, que es tanto como decir de la finalidad que persiguen los actores sociales que tienen capacidad para imponer sus soluciones. Durante la mayor parte de la historia de nuestras sociedades, esos objetivos, su prioridad, los medios para asegurarlos, han sido decididos por quienes dominan en ellas. Las más de las veces, mediante la amenaza o el ejercicio de la fuerza (luego se llamará a esto “monopolio legítimo de la coacción”), que ya a San Agustín le servía para mostrar la analogía entre los imperios y los piratas o bandas de ladrones[13]. La única diferencia entre unos y otros, señala el de Hipona, es que esa fuerza esté al servicio de la justicia, lo que reenvía a un problema conceptual muy difícil de resolver, tanto que llevamos más de veinticinco siglos sin establecer una respuesta inequívoca: ¿qué es la justicia? Respuestas aparentemente claras (“dar a cada uno lo suyo”) se han mostrado en el fondo ambiguas, si recordamos que tal fórmula literal fue utilizada como emblemas en los campos de concentración nazis: jedem das seine. Esto es, para pervertir esa fórmula de justicia, basta con que quien tenga la competencia de decidir sostenga que <lo suyo de los otros> es nada, o peor que nada: discriminación, explotación, tortura, genocidio para mujeres, judíos, negros, indígenas colonizados, palestinos, rohingyas, personas pertenecientes a grupos LGTBQ y tutti quanti. Y eso es el límite ideológico inaceptable.

Por tanto, sí: la ideología es relevante como argumento a la hora de justificar una iniciativa legislativa. Y sí, dentro del pluralismo ideológico que debe tener cabida en la democracia, sí que hay un criterio, al menos negativo, que nos sirve para juzgar si la ideología que inspira una norma ofrece una justificación aceptable.

Aún más, si nos preguntamos qué ideología es la que más nos aproxima al ideal de justicia, qué ideología debe guiar la técnica legislativa, hay una pista fiable, la que ofrecieron quienes prepararon la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH): la garantía y desarrollo de los derechos humanos, para todos los seres humanos, es la ideología de la justicia, la idea regulativa que debe presidir cualquier trabajo de técnica legislativa. Preguntémonos: esta medida que queremos adoptar, esta iniciativa legislativa, ¿ayuda a mejorar las condiciones de vida, el acceso y disfrute de los derechos humanos, sobre todo para aquellas personas y grupos que tienen más dificultad para alcanzarlos y disfrutar de ellos? ¿las garantiza suficientemente?

Plantearé ahora un segundo argumento, relativo a lo que sucede en un sistema jurídico como el nuestro. La legitimidad democrática del Derecho ha venido a proporcionarnos una solución que, si no es mágica ni perfecta, resulta la más convincente: establece una presunción a favor de la fundamentación justa (ideológicamente justa) que tienen las normas e instituciones jurídicas que median en las relaciones sociales, cuando cuentan con el acuerdo de la mayoría de los sujetos que tienen derecho a decidirlas y que son también los mismos a quienes serán aplicadas.

En otras palabras, eso que llamamos Derecho debe responder a la voluntad popular. Y su justificación, lo que llamamos justicia, lo que hace posible que lo veamos aceptable y lo obedezcamos, consiste en aquello que a la mayoría le parece justo. Aunque no sin límite alguno: hay cuestiones que se sustraen a lo decidible. Lo indecidible son lo que conocemos como derechos, al menos los derechos humanos y fundamentales que, como se ha dicho, constituyen una suerte de coto vedado, unas garantías para todos y en especial para los más alejados del poder, para las minorías[14]. Y por eso cabe la disidencia e incluso la desobediencia civil frente a las normas adoptadas por la mayoría. Siempre y cuando esa disidencia, esas prácticas de desobediencia civil, acepten el principio básico: que las normas aprobadas por la mayoría sólo se pueden modificar pacíficamente y sólo las puede modificar la mayoría. Por eso, la actuación de la disidencia, la práctica de la desobediencia civil consiste en apelar a la propia mayoría para que rectifique su decisión, a la vista de las razones justificativas que ofrece el disidente. Por eso, la calidad de una democracia se mide también por su capacidad para albergar la disidencia, sin criminalizarla.

 ¿Tiene la ley 10/2022 un sesgo ideológico que la descalifica? La respuesta, a mi juicio, es no. Por supuesto, quienes encuentran en la ley el sello de la “ideología de género” alegan que la ley no está justificada por que aducen que esa ideología es inaceptable. Yerran, en mi opinión: la ideología que justifica esta ley es la del feminismo, que es la ideología de la igualdad entre mujeres y hombres. El feminismo, entendido como componente ideológico imprescindible de la legitimidad democrática. La ideología feminista inspira normas como el Convenio de Estambul de 11 de mayo de 2011, un Convenio para la prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, que ha sido ratficado por nuestro país y por tanto forma parte de nuestro Derecho interno. La L.O.10/2022, cuyo objetivo es que las mujeres (y los menores) dejen de ser víctimas propiciatorias de la violencia sexual, ofrece una protección integral contra esas violencias. Esta ley es un instrumento que desarrolla ese marco normativo y por tanto, se justifica por él, por la ideología que lo impulsa.

La ideología de la mayoría, fundamento de la ley

Para terminar, añadiré una obviedad: en un sistema democrático, la producción de la ley consiste en obtener acuerdos de mayoría. Mayoría que, hoy y en nuestro país, ya no es absoluta, sino que debe ser construida por la negociación y el acuerdo de diferentes grupos que, sumados, constituyan una mayoría parlamentaria suficiente. Eso relativiza considerablemente la realización tout court del programa electoral: al no contar con mayoría absoluta, ni siquiera la primera fuerza parlamentaria puede imponer su programa, traducirlo en leyes.

Por tanto, el Derecho propio de una democracia parlamentaria sin mayorías absolutas como lo es la nuestra, hoy y ahora (y no parece que vayan a regresar los tiempos de las mayorías absolutas y el bipartidismo perfecto) es, forzosamente, un Derecho negociado, desde posiciones y proyectos ideológicos plurales. Un Derecho que consiste en normas que se negocian, en torno a lo que se considera más oportuno en cada momento para gestionar las relaciones sociales, se decide lo que es aceptable y también, lo que suele ser más sencillo, qué es lo que no debemos ni podemos aceptar.

Eso último es el cometido del Derecho penal, que en sociedades democráticas es la ultima ratio, el último recurso para garantizar que no se cause a nadie un daño en aquellos bienes que consideramos valiosos: la libertad, la integridad física, la autonomía, la preservación de la intimidad, pero también el acceso a recursos necesarios para una vida digna (trabajo, vivienda, recursos energéticos, por cierto…) y, obviamente, el acceso a la salud y a la educación. Por eso, el Derecho ni puede ni debe ser neutral ideológicamente: no lo es ante la tortura, ante la discriminación de las mujeres, ante la violencia de género, ante la explotación de los menores, ante cualquiera de las manifestaciones de crueldad, violencia, discriminación o explotación.

Esa toma de posición ideológica, propia de un Derecho democrático, exige que evitemos que quienes ejercen posiciones de poder puedan imponer su propia conciencia (o su ideología) frente a las de la mayoría. Y esto sirve como advertencia frente a la falacia argumentativa y profundamente antidemocrática de la que se sirven quienes reservan a algunos privilegiados una suerte de capacidad de decisión superior: por encima o incluso contraria a la de la mayoría. Esto se aplica en particular, como recordaba el profesor Carbonell[15], al riesgo de que las decisiones judiciales puedan invadir o suplantar la voluntad general que expresan las leyes.

Ni los jueces ni los tribunales de justicia son una especie de legislador de reserva, una última cámara legislativa. Ni siquiera lo es el Tribunal Constitucional (TC), cuya función -conforme al modelo kelseniano- es la de control negativo, esto es, expulsar del sistema jurídico aquello que no es conforme con lo que dispone la Constitución. Pero, en ningún caso, la tarea del TC consiste en decir cómo se debe legislar esta o aquella materia, algo que es competencia del poder legislativo, como representación de la voluntad soberana del pueblo.

Por lo mismo, las propias convicciones ideológicas de cada juez, su conciencia -por refinada que sea-, no constituyen argumento suficiente ni legítimo para sustituir o corregir -menos aún, para suplantar- la conciencia de la mayoría que se expresa en las leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria. En nuestro sistema, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad, la que dictan las cámaras legislativas. En todo caso, los jueces pueden plantear cuestiones de constitucionalidad, cuando entiendan que la ley es incompatible con exigencias constitucionales. Por eso, cuando el juez se encuentra en el dilema de incompatibilidad entre sus propias convicciones y la exigencia de la legalidad, no tiene otro camino que atenerse a lo que establece la ley, o renunciar a ser juez[16]. Porque en un sistema como el nuestro, en el que los jueces son funcionarios del servicio público de justicia, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad. Otra cosa supondría tomar en vano el principio de soberanía popular y el de separación de poderes.

NOTAS

  • No puedo dejar de manifestar mi agradecimiento a los letrados del Senado, de quienes he aprendido en la XIV legislatura la mayor parte de lo que sé acerca del trabajo específico de técnica legislativa. En particular, al letrado y profesor Pablo García Mexía.

[1] Cfr. Montesquieu, El espíritu de las leyes, libro XXIX.

[2] Un proceso, evidentemente, incrementado desde el modelo de Estado social. Sobre las lógicas de “inflación” y “deflación” normativas pueden consultarse los ensayos de Alberto del Real y María José Fariñas en el reciente libro colectivo Inflación y deflación normativa, Dykinson-Fundación Gregorio Peces Barba, 2022.

[3] Como es sabido, Jeremy Bentham es la figura decisiva para la construcción de una teoría de la legislación y también el precedente obligado para los ensayos de técnica legislativa. Entre sus múltiples trabajos sobre el particular llamo la atención sobre su Nomography, or the Art of inditing Laws, que cito por la edición de Bowring, The Works of Jeremy Bentham, vol III, pp 231-297 (puede consultarse la edición en castellano, Nomografía o el arte de redactar leyes, que preparó Virgilio Zapatero en la colección del CEC, 2000). Sobre teoría y técnica legislativas, en castellano, además del texto pionero de J.H. Meehan, Teoría y técnica legislativas, Depalma, 1976, cabe mencionar las obras colectivas de GRETEL (Grupo de Estudios de Técnica Legislativa), La forma de las leyes:10 estudios de técnica legislativa, Bosch, 1986 y Curso de Técnica Legislativa, Centro de Estudios Constitucionales, 1989 y el volumen colectivo La calidad de las leyes, Parlamento Vasco,1989. Entre los ensayos de teoría de la legislación mencionaré el de Manuel Atienza, Contribución a una teoría de la legislación, Civitas, 1997 y también el de Virgilio Zapatero, El Arte de legislar, Thomson, 2009. Desde el punto de vista más estricto de técnica legislativa, los de Benigno Pendás, “Función de los parlamentos en materia de técnica legislativa”, en La calidad de las leyes, cit., pp. 339-37, y “La ley, contra el Derecho. Reflexiones sobre la calidad de las normas”, Revista de las Cortes Generales, nº 104/2018, pp.215-220; Angel Sanz Pérez, “Apuntes sobre la técnica legislativa en España”, Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid, nº 26/2012, pp 11-38; Mario G. Losano, “Las técnicas legislativas, de la “prudentia legislatoria” a la informática”, en La proliferación legislativa: un desafío para el Estado de Derecho, Civitas, Madrid, 2004, pp. 163-181. Son destacables los trabajos de Piedad García Escudero: “Nociones de técnica legislativa para uso parlamentario”, Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid nº 13/2005, pp. 121-164 y su Manual de Técnica legislativa, Civitas, 2011.

[4] Imposible dejar de tener en cuenta el ensayo clásico de J Bentham, Falacias políticas, CEC, 1990, en el que denuncia como tales la presencia ilegítima de intereses particulares que suplen a la razón y a la utilidad pública en la elaboración de las leyes.

[5] Literalmente, se afirma: “Esta ley orgánica pretende dar cumplimiento a las mencionadas obligaciones globales en materia de protección de los derechos humanos de las mujeres, las niñas y los niños frente a las violencias sexuales, integrándose también en la política exterior española; y, siguiendo el mandato del artículo 9.2 de la Constitución, remover los obstáculos para la prevención de estas violencias, así como para garantizar una respuesta adecuada, integral y coordinada que proporcione atención, protección, justicia y reparación a las víctimas. Para ello, esta ley orgánica extiende y desarrolla para las violencias sexuales todos aquellos aspectos preventivos, de atención, sanción, especialización o asistencia integral que, estando vigentes para otras violencias, no contaban con medidas específicas para poder abordar de forma adecuada y transversal las violencias sexuales. Además, como novedad, se desarrolla el derecho a la reparación, como uno de los ejes centrales de la responsabilidad institucional para lograr la completa recuperación de las víctimas y las garantías de no repetición de la violencia”. El mensaje que la ley transmite, a mi juicio, es muy claro: se trata de proporcionar una protección de carácter integral a las víctimas de violencias sexuales. La cuestión de la gradación de la penas a los culpables no es, ni de lejos, su objetivo principal.

[6]  Cfr, por ejemplo, STC 76/1983; STC 109/1987, STC 226/1993; STC 195/1996; STC 136/2001, por citar algunas.

[7] Así, STC 150/1990; en el mismo sentido STEDH de 30 de julio de 2009

[8] El comunicado sostiene lo siguiente: “La aplicación de la norma más favorable constituye un principio básico del Derecho penal, derivado del artículo 9.3 de la Constitución Española y del artículo 2.2 del Código Penal, que establece que ‘tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena’. .Las resoluciones judiciales conocidas en los últimos días y dictadas como consecuencia de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual resultan, por tanto, de la aplicación estricta de estos preceptos por parte de los miembros del Poder Judicial, sometidos únicamente al imperio de la ley tal y como dispone el artículo 117.1 de la Constitución Española.  Este Consejo General del Poder Judicial, en ejercicio de las competencias que le atribuye el artículo 599.1.12ª de la Ley Orgánica del Poder Judicial, emitió el 25 de febrero de 2021 el correspondiente informe sobre el anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que fue aprobado por unanimidad. El informe, que fue remitido al prelegislador, constataba que el cuadro penológico contemplado en el anteproyecto para los delitos de agresiones sexuales tipificados en los capítulos I y II del título VIII del Código Penal suponía una reducción del límite máximo de algunas penas y concluía que ‘la reducción de los límites máximos de las penas comportará la revisión de aquellas condenas en las que se hayan impuesto las penas máximas conforme a la legislación vigente’. Esta Comisión Permanente, por otra parte, expresa su más firme repulsa a los intolerables ataques vertidos en las últimas horas contra los miembros del Poder Judicial por algunos responsables políticos, que se contraponen con el acreditado compromiso de la Carrera Judicial con la protección de las víctimas de los delitos contra la libertad sexual. Este tipo de actuaciones minan la confianza de las víctimas en las Administraciones y, singularmente, en la de Justicia, aumentando su desprotección”. Cfr. https://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder-Judicial/En-Portada/Comunicado-de-la-Comision-Permanente-en-relacion-con-las-resoluciones-judiciales-dictadas-como-consecuencia-de-la-entrada-en-vigor-de-la-Ley-Organica-10-2022–de-garantia-integral-de-la-libertad-sexual.

[9] Cfr. https://elpais.com/espana/2022-11-29/el-supremo-eleva-las-penas-del-caso-arandina-pero-dice-que-serian-mas-altas-sin-la-ley-del-solo-si-es-si.html.

[10] El FGE dictó el 21 de noviembre de 2022 un decreto para que todos los integrantes del Ministerio Fiscal den una respuesta uniforme que garantice el principio de unidad de actuación ante la revisión de sentencias firmes derivada de la entrada en vigor de la LO 10/2022, conforme al cual se instruye a los fiscales para que no se revisen las condenas firmes cuando la pena impuesta en la sentencia sea susceptible de ser impuesta con arreglo al nuevo marco legal resultante de la reforma. Cfr. https://elderecho.com/decreto-fiscalia-general-estado-para-fijar-criterio-actuacion-sobre-ley-solo-si-es-si.

[11] Cfr. “A propósito de la ley del sólo si es si. Los árboles y el bosque”: https://elpais.com/opinion/2022-11-20/a-proposito-de-la-ley-solo-si-es-si-los-arboles-y-el-bosque.html. En el mismo sentido, Joan Coscubiela, “Lecciones de la ley del sólo sí es sí”, https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/lecciones-ley-si-si_129_9750838.html.

[12] Cfr. su artículo “Retroactividad”, https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/retroactividad_129_1373557.html).

[13] De Civitate Dei, IV, 4. Cito por la edición de la BAC, 2000.

[14] La justificación básica de la limitación es la enunciada por John Stuart Mill en su On Liberty, la misma que se encuentra en el célebre texto de Jeremias Bentham -el padre de la moderna teoría y técnica de la legislación- en 1789, Introduction to the Principles of Moral and Legislation: evitar causar daño a intereses, necesidades o, digámoslo así, bienes jurídicamente relevantes. La tesis del “coto vddo”, un núcleo indisponible sobre el que la mayoría no debe ni puede decidir, fue formulada con mucha claridad y elegancia conceptual por el profesor Garzón Valdés, en su “Democracia y representación”, Doxa 6/1989, pp 143-163 y, en respuesta a algunas observaciones críticas que yo mismo le formulé, en “Algo más acerca del coto vedado”, en el mismo número de la revista Doxa, pp. 209-213.

[15] Se trata de su artículo “Retroactividad”, https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/retroactividad_129_1373557.html.

[16] Sobre ello, J Muguerza, “El tribunal de la conciencia y la conciencia del tribunal. Una reflexión ético-jurídica sobre la ley y la conciencia”, Doxa, nº 15/16, 19994, pp 535-559. En contra, J de Lucas, “Conciencia y ley penal”, en el colectivo coordinado por José Jiménez Villarejo, Vinculación del juez a la ley penal, CGPJ, 1995, pp. 167-208

Sobre nuestro fracaso en el combate contra el feminicidio

En el día de ayer coincidieron dos reflexiones que me han parecido particularmente interesantes, a propósito de lo que debería ser la preocupación prioritaria de todos nosotros: encontrar las medidas más eficaces para afrontar ese mal espantoso que azota a nuestras sociedades, el feminicidio, la violencia de género que continúa cobrándose vidas de mujeres y daños terribles para las mujeres (y también para los menores) que, sin perder la vida, sufren el terror de la violencia de género en sus diversas manifestaciones. Porque nuestra prioridad, más incluso que el castigo de los agresores, debe ser la prevención y la garantía eficaz de protección de las mujeres, de las víctimas. Y es evidente que no lo estamos consiguiendo, cuando más de la mitad de las últimas víctimas mortales habían denunciado a sus agresores y no se ha conseguido evitar su asesinato, pese al sistema vigente, el Viogen.

De un lado, en la reunión de la Comisión Ejecutiva del PSPV-PSOE que celebramos en Alicante, la primera del año 2023, escuché una muy oportuna y argumentada reflexión de la compañera Rosa Peris, que puso en valor la estrategia que está siguiendo el govern del Botánic y concretamente la Conselleria de justicia, para garantizar la protección de las víctimas de esta plaga. Rosa señaló el refuerzo de centros de atención integral a las víctimas de violencia de género en los juzgados y muy específicamente la voluntad de implantar en todos los partidos judiciales juzgados específicos de género (sin abandonar lo que es más común, juzgados mixtos; por ejemplo, reagrupando juzgados específicos de partidos judiciales próximos). Como ella misma subrayó, esas eran, precisamente, medidas prioritarias establecidas en la importante Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de protección integral contra la violencia de género, que las actuales dirigentes del ministerio de igualdad parecen no tener suficientemente en cuenta.

Al mismo tiempo, leí un interesante artículo de la vicepresidenta de la Asociación Themis de Mujeres Juristas y presidenta del Consejo Asesor de Igualdad del PSOE, Altamira Gonzalo (https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/porque-tenemos-peores-cifras-violencia-machista/20230109100302206866.html), en la que esta jurista ofrece una hipótesis acerca del fracaso en la lucha contra el feminicidio. Gonzalo no señala una única responsabilidad, porque expresamente reconoce que en eta causa prioritaria deben empeñarse todos los poderes públicos y todos los agentes de la sociedad civil (desde los medios de comunicación a, obviamente, la educación) y señala a su vez líneas de actuación en estudio, prevención y protección de las mujeres. Personalmente, comparto la crítica al error de prioridades de los responsables de UP en el Ministerio de igualdad. Y, por contraste, me parece que debería estudiarse la actuación constante y sistemática de la Consejería de justicia de la Comunidad Valenciana.