UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS: LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA*
Una historia inacabada, inacabable.
Quisiera comenzar por agradecer de corazón el honor que se me ha ofrecido. Para un profesor que ha dedicado la mayor parte de la propia trayectoria académica y, en buena medida, vital a la investigación y la docencia de los problemas del reconocimiento y la garantía de los derechos humanos, esta es una oportunidad excepcional. Soy consciente de ello, al mismo tiempo que lo soy de los riesgos que comporta una intervención como la que se me ha propuesto. Por eso, antes de cualquier otra consideración, me parece obligado advertir que no hablo en nombre de ninguna autoridad moral ni represento a ningún país o institución que pueda permitirse hacerlo en esos términos.
Dicho más claramente, no creo que pueda ni deba tratar de aleccionar a nadie partiendo de una supuesta posición de superioridad, de una mejor experiencia, o de cualquier otro argumento que inevitablemente sería paternalista y no precisamente de aquel raro tipo de paternalismo que los iusfilósofos y los filósofos morales consideran “paternalismo justificado”. Añadiré que -hoy y ahora- alguien que viene de la UE, de España, debe ser muy atento al mandato evangélico de evitar señalar la paja en el ojo ajeno sin advertir la viga en el propio…Y eso sin ignorar que no hay país en el mundo que supere al ciento por ciento el test de la observancia y garantía plena de los derechos. Precisamente porque éstos no son sólo el fundamento de legitimidad del orden social, sino también y sobre todo el ideal regulativo, la concreción histórica de la idea de justicia a la que debemos aspirar aun conscientes de que su plenitud está fuera del alcance de la dimensión legal, de la acción política.
Con estas consideraciones previas no pretendo enunciar un principio de acomodamiento, de autosatisfacción. Al contrario, el mío pretende ser un recordatorio de la exigencia, del esfuerzo que debemos poner al servicio de esta tarea, una exigencia y esfuerzo que nunca serán suficientes, que nunca permitirán decir: ya está, ya lo hemos conseguido, ya hemos garantizado suficientemente los derechos, pasemos a otra cosa. ¿No les parece que el sólo enunciado de esta afirmación nos remueve, nos incomoda? Por qué?
Es que, en primer lugar, la de lo derechos humanos es, como el título de la novela de Ende, Die unendliche Geschichte, The neverending Story, una historia interminable, inacabada e inacabable. Lo muestra la mirada global que los derechos humanos nos imponen, pero también la regional o nacional, como la que nos ofrece este imprescindible Informe.
Pero además, la universalidad es también unidad de los derechos, de todos los derechos de todos los seres humanos. No sólo de las libertades públicas, sino también de esos derechos económicos, sociales y culturales que son la piedra de toque de la igualdad. Porque si algo significa la universalidad de los derechos es lo que expresa el término propuesto por Etiénne Balibar: egalibertad. No hay universalidad si no se dan garantías para el acceso igual a los derechos que satisfacen necesidades básicas: salud, educación, trabajo, vivienda. Y eso obliga en primer lugar a ocuparse de quienes por condiciones no elegidas, padecen a ese respecto de una desigualdad incluso heredada y transmitida
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Pues bien, lo que me gustaría es compartir con Vds algunas reflexiones sobre el significado de la universalidad de los derechos y de la responsabilidad que ello comporta y para quién. Claro, eso en el caso de que, más allá de la retórica obligada, nos los tomemos en serio. Por ejemplo, comenzando por tomar en serio un Informe como el que hoy presenta ante Vds la directora Lorena Fríes, en nombre del INDH de Chile, una Institución que ha sabido ganarse un prestigio internacional por su trabajo comprometido y crítico en la tarea de promover y proteger los Derechos Humanos de todos los chilenos y chilenas. Esa es su misión fundacional conforme a la ley 20405 que lo instituyó en 2009. Un trabajo del que ese informe no es la única muestra, desde luego, pero sí capital.
Y, a mi juicio, la lectura de este informe pone de manifiesto cuánto hay de verdad en la tesis de que la universalidad de los derechos depende todavía hoy sobre todo del compromiso de los Estados por asumir la responsabilidad que les toca en el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos de todos los seres humanos: de todos, no sólo de sus ciudadanos, sus primeros acreedores, sino también de cuantos transitan o residen en su territorio sin esa condición de ciudadanía plena. Y asimismo finalmente, en buena medida, aunque esto pueda parecer una obligación supererogatoria, de los derechos de todos los seres humanos, porque vivimos en una condición global que obliga a replantear la noción de soberanía, sus atributos y límites, su legitimidad.
Un eminente jurista italiano, Luigi Ferrajoli, ha sabido enunciar esa transformación epocal a la que nos enfrentamos y, a mi juicio, mejor que muchos otros que comparten la misma tesis: escribe Ferrajoli que la soberanía en su concepción estatal-nacional al modo en que la concibieron Hobbes y Bodin se enfrenta un oxímoron cuando se trata de cohonestarla con el desarrollo coherente de las exigencias del Estado de Derecho y aun de la democracia, en un mundo que ya no es el del orden de Westfalia, sino la aldea global. El test de esa contradicción irresoluble es precisamente la necesidad de garantizar de modo efectivo los derechos humanos entendidos como universales, que exigen una reformulación del principio de soberanía al mismo tiempo que suponen una fuerte exigencia para los Estados. Y ello sin ignorar la novedad que supone la irrupción de una generalizada toma de conciencia de la responsabilidad, que nos interpela a todos respecto a su protección y que ha dado lugar al creciente activismo de los movimientos sociales, de las organizaciones transnacionales (las ONG), y que nace de la toma de conciencia de nuestra propia responsabilidad individual, la de cada uno de nosotros, a ese respecto.
Este es un cambio en la conciencia de la humanidad, de todos y cada uno de nosotros. La aldea global ha puesto ante nuestros ojos lo inaceptable radical, esto es, el daño que suponen las violaciones de los derechos humanos que padecen millones de personas en todo el mundo. Ese daño, ese mal inaceptable que afecta a tantos otros, nos interpela a cada uno de nosotros. Por eso, los derechos humanos exigen voluntad política de compromiso. Sin esa voluntad política, concretada en medios humanos y materiales y sobre todo, en instrumentos independientes de control, no sólo sociales sino también, sí, institucionales, como este INDH, los derechos no son más que papel mojado.
Por eso también los derechos humanos son siempre una cuestión de política. Pero son ante todo la cuestión política: están en el centro del vínculo social y político y, por supuesto, en el centro de la democracia. En el sentido radical, es decir, profundo, son la cuestión política por excelencia. Porque hoy es inimaginable una propuesta política, un proyecto de sociedad, que no los tenga en su centro.
Qué universalidad? Qué responsabilidad?
Pues bien, si leemos atentamente el Informe, al igual que cualquiera de los indicadores de desarrollo humano, otros informes de las organizaciones de derechos humanos que hacen balance anual de la situación, pese a los datos positivos que podamos encontrar –y ne est caso se señalan- la conclusión es siempre la misma: la de la universalidad de los derechos es casi una empresa desesperada. La realidad y la extensión de la pobreza, la privación del reconocimiento y de la garantía efectiva de derechos que sufren buena parte de los seres humanos por las circunstancias concretas en que han nacido, en primer lugar la del género, pero también la mera pertenencia a colectivos vulnerables (poblaciones indigenas, inmigración, minorías culturales, etc) en todo el mundo, obligan a reconocer que sólo un ingenuo o un cínico puede sostener hoy que los derechos humanos son universales. Mientras el hambre afecte a una buena parte de la humanidad, mientras se vea privada del acceso al agua, a las mínimas condiciones se salud, de educación, de vivienda y de trabajo digno, no podemos hablar en serio de universalidad.
Pero quizá sean necesarias algunas precisiones. La primera, es obvio, nos recuerda que en todo caso la universalidad de los derechos humanos es una exigencia normativa y que el hecho de que no se haya conseguido no desmiente su pertinencia. Dicho de otra manera, como noble desideratum, como justa aspiración, resulta obvia su pertinencia. Incluso deberíamos decir que el concepto mismo de derechos humanos no puede entenderse sin la nota de universalidad, porque si no son universales, si no son derechos de todos los seres humanos, no son derechos humanos. Claro que entonces no faltaría quien dijera que la conclusión evidente es que no existen los derechos humanos, que son un bonito sueño o peor, como apostillara Bentham un disparate con zancos.
Parece claro que debemos concretar. Si universalidad significa algo es igualdad en el reconocimiento. Pero lejos del complejo de Procusto, de pretensiones de homogeneidad propias del monismo ontológico y deontológico que cultivan el mito de Babel como patología y amenaza, esa igualdad no puede tener como condición la desaparición de la diversidad, de la pluralidad, de las diferencias de identidad. Mientras aquellos que son visiblemente diferentes (por sexo, edad, posición social, lengua, religión, nacionalidad o cultura) sigan siendo construidos como desiguales, mientras se utilice esas diferencias como justificación del regateo en el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos, la universalidad será una más de esas bellas ideas que no se toman en serio, una promesa incumplida cuando no una herramienta más para adormecer las conciencias. Basta leer esa lección magnífica de ironía política que son los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, o la no menos crítica Animal Farm, de Georges Orwell, con el principio contrarrevolucionario instaurado por el cerdo Napoleón: “todos los animales son iguales, pero algunos más iguales que otros”.
Ahora bien, ese contraste abismal entre la aspiración de universalidad, que figura en todos los textos de proclamación de estos derechos, y la cruda realidad, que desmiente que existan derechos de todos los seres humanos, nos obliga a reflexionar. No basta con argucias del tipo de la que ya examinara Kant en su panfleto sobre el dicho: esto es verdad en teoría pero no en la práctica. Porque si en la experiencia de la vida de tantos seres humanos esos derechos no existen no tiene sentido que sigamos proclamándolos como universales.
Podemos y debemos tratar de entender esta contradicción. Por ejemplo, podemos sostener que es un problema de falta de medios, de falta de voluntad política, pero que eso puede cambiar con el tiempo, y sobre todo, como resultado de las luchas sociales. Podemos decir, entonces, que la historia de los derechos humanos es la de su progresiva extensión, la de su continua ampliación hacia la meta de la universalidad. Como una piedra en el agua, que va creando círculos concéntricos cada vez más amplios, la propuesta de derechos para todos los seres humanos ha ido realizándose, ampliando el ámbito de sujetos a los que se aplica y ampliando y diversificando también el número de derechos. Ha ido convirtiéndose en más universal, más inclusiva, en la medida en la que la lucha por los derechos arrancaba su reconocimiento para otros seres humanos distintos de sus primeros titulares, nada universales, porque tenían sexo (sólo los varones) edad (sólo los adultos) clase (sólo los ricos), etnia o raza (sólo los blancos). Progresivamente se han roto las barreras que hacían impensable que las mujeres, los trabajadores, los niños, los negros, los diferentes otros, fueran reconocidos como titulares de los derechos humanos. Esas barreras no han desaparecido totalmente y todavía quedan algunas. La condición de extranjero, simbolizada hoy en la de inmigrante, la pertenencia a minorías nacionales, sigue siendo hoy un impedimento en muchos casos para que se reconozca la condición de sujeto de los derechos humanos. Estamos lejos de hacer efectiva la universalidad.
No es ese el único argumento que pone en tela de juicio la característica de universalidad. El ascenso de la visibilidad global, el conocimiento de las importantes diferencias culturales, de la condición creciente de multiculturalidad, y la constatación de las diferencias en el reconocimiento y garantía de los derechos según el contexto social o geográfico, o el momento histórico en el que nos movamos, ha llevado al avance de cierta crítica relativista que sostiene que cada cultura tiene sus derechos y por tanto no hay derechos universales. Que lo que es derecho a este lado del océano, resulta delito al otro y viceversa. Y de nuevo es preciso distinguir.
Me parece evidente que los derechos humanos no son una realidad “natural”, un dato esencial, metafísico, sino un producto, mejor, una conquista histórica. Que tienen por tanto orígenes y desarrollo en lugares y culturas muy concretos y que no todos se han positivizado (se han formulado en textos de Derecho positivo, nacionales o internacionales) en todos los países, o aún no se dan en algunos. Que no siempre hemos hablado de los derechos humanos (no en la antigüedad clásica, ni en el medievo), ni siempre de los mismos derechos. Y también sabemos que cuando la evolución de un modelo industrial, tecnológico o económico pone en peligro algunos bienes es el momento histórico en el que aparece la necesidad de articular derechos para protegerlos (el medio ambiente es quizá el mejor ejemplo). Que se puede ampliar, por tanto, el número de derechos. Baste pensar en el derecho a la intimidad, en el derecho a la protección de datos personales, étc. Y sabemos que tiene sentido hablar de algunos derechos humanos que, además de su condición individual, tienen una dimensión colectiva, como el derecho al medio ambiente, a la lengua o a la cultura, al desarrollo, a la libre determinación de los pueblos.
Todo ello no significa que los derechos humanos sean creados por los Estados, o por determinados poderes. Con una afortunada expresión de un filósofo del Derecho norteamericano, decimos que los derechos humanos son triunfos frente a los intereses u opiniones de los demás, sean estos demás la mayoría de la población, de los poderosos, de las autoridades: de cualquier otro. Por eso, los derechos humanos hoy, deben afrontar además una etapa de profundización en el ls exigencias del pluralismo, para fortalecer su pretensión de universalidad: la prueba o el test de universalidad es su transcultularidad, y eso exige escuchar, dar voz a las pretensiones y visiones del mundo de otras tradiciones culturales, pero no para admitirlas sin más, sino para examinar si hay algo que debemos cambiar o añadir. El diálogo intercultural a propósito de los derechos humanos, desde luego, no significa aceptar posiciones absolutamente relativistas, si se permite la expresión. Dicho en plata: no basta alegar la existencia de una tradición, de una pretensión o una demanda apoyada por un grupo de individuos para que tengamos que aceptar que se trata de un derecho humano: no es así, por ejemplo, en las tradiciones o prácticas que suponen violación de derechos individuales, como la violencia doméstica, la discriminación sexual, la esclavitud, las mutilaciones impuestas contra la voluntad y libre decisión de un individuo, étc. El criterio de la satisfacción de necesidades básicas de todos los seres humanos y de prohibición de daño a esas necesidades es un buen rasero para medir qué cambios deben producirse como consecuencia de este diálogo.
Así lo hace este informe que, tras señalar los avances y reconocer las iniciativas políticas que a lo largo de este pasado año tratan de dar soluciones (la ley contra la discriminación, la ley de derechos y deberes del paciente, por ejemplo), pone el dedo en la llaga: la necesidad de luchar por los derechos (que es la razón misma de ser del Derecho, como lo entendiera el gran Ihering), significa luchar por la igualdad de los más vulnerables: las mujeres, los pueblos indígenas, los niños, los inmigrantes. La violencia de género, la desigualdad estructural que aún padecen las mujeres, el déficit en el reconocimiento de las necesidades de los pueblos indígenas son algunos ejemplos. Y al mismo tiempo, como se advierte en el informe, son síntomas de un grave riesgo, el de la fragmentación del vínculo social, de la cohesión social, del proyecto común.
De ahí el énfasis que pone el Informe del INDH en la necesidad del reconocimiento de la igualdad compleja, la igualdad que entiende las diferencias. Porque ese reconocimiento, como ha explicado Axel Honneth, es la clave de la justicia. Y por eso también como lo hace el filósofo alemán, el Informe pone el acento en los derechos sociales como test de la lucha por la igualdad. La desigualdad tiene siempre ese coste, más pronto que tarde. Es así como aparece el mal que se extiende en nuestra civilización, el incremento de lo que Honneth ha denominado la “sociedad del menosprecio”. Muchos europeos, muchos españoles, estamos redescubriendo esa evidencia. Y añoramos el compromiso de los poderes públicos, el modelo de un Estado que asuma esa tarea de la lucha contra la desigualdad, contra el menosprecio, como prioridad.
Concluyo. Creo que el mejor homenaje que se puede y debe hacer al trabajo de INDH es escuchar sus críticas y recomendaciones, para discutir, negociar y encontrar propuestas que permitan hacer frente a los déficits que señala. Un proceso de interacción en el que las voces de los agentes sociales, de la ciudadanía, deben tener espacio, reconocimiento. Porque haciéndolo así, respondemos al imperativo de la universalidad de los derechos y lo haremos vivo.