Cuando hablamos de “crisis de los refugiados”, a mi juicio, debemos comenzar por cuestionar lo que parece evidente, porque buena parte de los tópicos, de las ideas recibidas que han prendido en la opinión pública a propósito de ese fenómeno que ha conseguido golpear durante unas semanas la sensibilidad de los europeos —foto de Aylan mediante—, son errores, cuando no falacias. Es decir, deformaciones intencionadas de la realidad. Y conviene hacerles frente.
Lo que trato de subrayar con esta advertencia es que lo que venimos viviendo al menos desde octubre de 2013, cuando nos golpearon las imágenes de dos sucesivos naufragios con centenares de víctimas ante las costas de Lampedusa y, en especial, desde la madrugada del 18 de abril de 2015, fecha en que tuvo lugar el desastre que causó la muerte de más de ochocientas personas frente a las costas de Libia, no es una crisis de refugiados. Mi opinión es que hablamos más bien de un problema y de unos desafíos que, en buena medida son nuestros, aunque sus protagonistas, los que sufren, sean ellos, los refugiados. Es nuestra crisis, en varios sentidos y no la crisis de otros, como se ha construido desde una parte de los medios de comunicación y también en buena medida como consecuencia de mensajes de gobernantes europeos, a través de algunas falacias que, insisto, es preciso analizar, criticar. Como consecuencia también de nuestro fracaso, o, si se prefiere, de nuestra renuncia a responder a los desafíos del propio proyecto europeo, que acaban por desvelar contradicciones en el mismo.
No se trata de negar, ni mucho menos, las dimensiones de la tragedia que viven los refugiados hoy. Pero no ahora: esto se ha agudizado desde al menos hace 20 años, en estas dos primeras décadas del siglo XXI. Las estadísticas de ACNUR son muy claras en ese sentido: hablamos de más de 60 millones de personas, si incluimos refugiados y desplazados. Es como si un país de las dimensiones Italia vagara por el mundo en busca de asilo. Y sucede que esta mal llamada “crisis de refugiados” no es nueva, ni imprevisible, ni una trampa.
No. No se trata de un tsunami imprevisible, un desastre casi natural, aciago y frente al que no podemos hacer mucho más que activar la tantas veces mal llamada solidaridad, es decir, esa suerte de moralina que, en realidad, sirve para acallar nuestro desasosiego ante la desgracia ajena y encima hacernos con la buena conciencia de que somos civilizados y solidarios.
No. No es que toda la miseria del mundo —esa con la que políticos realistas y responsables nos recuerdan que no podemos cargar en exclusiva— se haya puesto en marcha en dirección al paraíso europeo, como si se tratara de los escenarios apocalípticos de The Walking Dead o Guerra mundial Z.
No. Por mucho que se empeñen en insistir en ello algunos líderes políticos europeos y destacados príncipes de la Iglesia católica, tampoco se trata del desafío de una amenaza mortal, la llegada del yihadismo, del terrorismo de al Qaeda o el Daesh1, que adopta el disfraz del desamparo para ocultarse cual nuevo caballo de Troya. No estamos ante una nueva modalidad de ese fobotipo del “ejército de reserva de la delincuencia” que denunciara ya Marx.
No. La llegada de algunos centenares de miles de refugiados (quizá 800.000 al final del 2015, según estimaciones de OIM, ACNUR y la propia FRONTEX) hasta las fronteras sud-orientales de la UE y, en menor medida, a las costas italianas a través del canal de Sicilia, es el resultado de causas bien conocidas y por tanto un fenómeno previsible.
Lo sabíamos. Llevamos años asistiendo en directo al espectáculo de la guerra, la persecución, el hambre, la enfermedad, la muerte de millones de personas en Afganistán, Siria, Somalia, Eritrea, Libia, Sudán del Sur o Mali. Y ninguno de nosotros —menos aún, quienes nos gobiernan— podemos llamarnos a andana aduciendo sorpresa ante la primera, evidente y previsible consecuencia de todo esto: la necesidad de huir. Huir para encontrar un sitio más seguro, mejor, un refugio. Una acogida que, por cierto, les proporcionan los países vecinos, incluso con riesgo de verdadero desbordamiento. Ahí están, y no los repetiré, las estadísticas de ACNUR, que nos explican que los Estados que acogen el mayor número de refugiados se llaman —por ejemplo en el caso sirio— Líbano, Jordania, Iraq o Turquía; es decir, no, ni de lejos, los de la Unión Europea. Y lo mismo sucede con los que huyen de Afganistán, Somalia, Sudán del Sur, Eritrea, República Centroafricana o Nigeria, ni del pueblo royhinga: sólo una mínima proporción consigue llegar a Europa. La inmensa, la abrumadora carga de esa acogida, la protagonizan países limítrofes, cuyos PIB están lejísimos del nuestro.
Pero podría y debería recordársenos, también, que en buena medida nada de eso nos es ajeno. Y no hablo de un vago sentimiento de piedad o de humanidad con nuestros prójimos tan lejanos. Los refugiados son nuestro problema, aunque, como trataré de hacer ver, al mismo tiempo son elsíntoma de nuestro problema.
Los refugiados son nuestro problema porque ante todo tenemos un contrato con ellos, con los refugiados. Un contrato, una promesa jurídica de protección y garantía, del que no podemos ni debemos desentendernos: todos los Estados de la UE son Estados-parte, es decir, firmantes de la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1966 —por no hablar de las convenciones y pactos que reconocen lo allí aprobado: desde el Convenio Europeo de Derechos Humanos hasta la Carta de Derechos de la UE y las Constituciones de los Estados de la propia UE—. Hablamos de instrumentos jurídicos vigentes, que dejan claro cuáles son los derechos de los refugiados y los deberes que adquieren los Estados que firman esos instrumentos para garantizar tales derechos. La primera y fundamental consecuencia es que no podemos desdecirnos de ese contrato, no podemos decir ahora que no va con nosotros. Tenemos la obligación de cumplir con nuestro compromiso de reconocerles y garantizarles los derechos que son el contenido del estatuto de los refugiados a quienes se reconoce como tales; bien como refugiados plenos y por tanto el contenido del derecho de asilo, bien a quienes al menos reconocemos el derecho a una protección internacional subsidiaria.
En segundo lugar, los refugiados son nuestro problema porque los gobiernos que hemos votado los europeos en los últimos años son, en no poca medida, responsables por acción y/o por omisión de eso que ahora llamamos erróneamente catástrofes humanitarias, es decir, de los acontecimientos que obligan a los refugiados a huir. Y al hilo de este argumento me permito insistir una vez más en el juego perverso de términos y conceptos. Nos gusta llamarlos así, “catástrofes”, “emergencias”, “desastres”, cuando no directamente “tsunamis”, porque parecen apuntalar la idea —tan falsa como reconfortante— de que se trata de fenómenos tan imprevisibles como ajenos a nuestra responsabilidad. Como si fueran consecuencias aciagas de factores naturales, del azar, o, en todo caso, de la brutalidad, del salvajismo de esos pueblos que están tan lejos de nuestra civilización y nuestras maneras, que gustan de exterminarse periódicamente, de perseguirse por sus diferencias étnicas, lingüísticas o religiosas. Pero no. Los refugiados no son un problema lejano y ajeno que ahora ha conseguido acercarse a nuestras costas. Debemos recordar que en el origen de estas huidas masivas se encuentran también nuestros intereses y negocios: por ejemplo, los de explotación de recursos minerales y energéticos en Libia o Mali; los de venta de armamento a Siria, Iraq, Somalia, Eritrea o Afganistán; los de tecnología de desecho y contaminante del que el archiejemplo es Nigeria.
Y no sólo son nuestro problema por la responsabilidad que tenemos en las causas que desatan la necesidad de huir. Se trata también de nuestra indiferencia, de nuestra responsabilidad por omisión ante la persistencia de esos factores desencadenantes de la huida. Y recordaré el ejemplo de Siria: ¿acaso carecemos de responsabilidad por nuestra indiferencia ante cuatro años de genocidio y guerra civil que han devenido en un multienfrentamiento sanguinario y que sólo ahora, en las conversaciones de Viena que acaban de comenzar a finales de octubre de 2015, parecen ser abordadas para evitar el primer mal, la guerra? ¿Desconocemos quién arma al Daesh, a las milicias franquicias de al Qaeda, al régimen de Al Assad o al dictador de Eritrea? ¿Hemos adoptado sanciones y bloqueos a quienes se enriquecen con esas ventas? No, porque o bien son aliados nuestros —Arabia Saudí el primero—, o rivales con los que no queremos negociar como Rusia, China o Irán, o bien, directamente, somos nosotros mismos, nuestras propias empresas e industrias de armamento y tecnología.
Crisis europea: falacias y contradicciones del proyecto europeo
Esa crisis de los refugiados es, en realidad, otra cosa, el síntoma de nuestro problema. Porque lo que ha aflorado a propósito de esta que llamamos “crisis de refugiados” es la verdadera crisis europea, en un sentido tan profundo que quizá requeriría otro Husserl para glosarla. Se trata de una crisis europea, porque amenaza con hacer naufragar al proyecto europeo. Y es así porque la crisis de los refugiados se ha convertido en la prueba de fuego de los principios, de las instituciones, del proyecto mismo para el que nació la UE: ha desnudado nuestros problemas de fondo como europeos, como ciudadanos de la UE. Ha sacado a la luz contradicciones entre los objetivos del proyecto. Falacias sobre las prioridades y los medios supuestamente necesarios —la inatacable racionalidad y prioridad absoluta de las políticas de contención del déficit, por ejemplo— y ha desvelado, otra vez, que el rey está desnudo, que tras la tramoya de reuniones, burocracia, cargos, funcionarios, privilegios y todo eso que llamamos “Bruselas”, no hay nada que valga la pena si perdemos su sentido, su razón de ser. Dicho de otra manera; el proyecto europeo está en riesgo de perecer porque hemos tratado de sustituir la razón política, la que da sentido al mismo, por la instrumental, un discurso pretendidamente verdadero, que secuestra la racionalidad en régimen de monopolio, el del liberalismo económico y sus dogmas supuestamente científicos, en el que naufraga la cuestión del sentido: qué sentido tiene unirnos como europeos.
Advertiré que no quiero hablar en estas páginas de los problemas técnico-jurídicos de un sistema europeo de asilo, que los hay y constituyen un enorme desafío. Pero para el que existen respuestas y bien conocidas, ofrecidas incluso desde dentro de las instituciones europeas. Por ejemplo, en la resolución 250/2015 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa The Human Tragedy in the Mediterranean: inmediate Action needed2, en las intervenciones de las eurodiputadas Roberta Metsola y Cécile Kyenge para la Comisión de derechos y libertades del Europarlamento3, o en las sugerencias de los eurodiputados Ska Keller y Ernest Urtasun en su artículo Actúen4. Ahí se pueden encontrar respuestas a cuestiones de este tipo: ¿cómo garantizar vías seguras y legales para plantear las demandas de asilo? ¿Cómo establecer un verdadero sistema europeo de asilo, es decir, estable, mejor, permanente y común, un sistema que ha de ser obligatorio y proporcionalmente compartido por todos los países de la UE?
Quiero hablar de otra cosa. De los desafíos políticos de fondo: discutir, por ejemplo, la contradicción entre el intento de establecer un espacio de libertad, justicia y seguridad en el que impere la libre circulación de las personas, y la necesidad correspondiente, pero antitética, de reforzar y aun incrementar las fronteras. Surgen nuevos muros y vallas en las rutas del sureste, desde Turquía hasta Centroeuropa (sobre todo hacia Alemania y en menor medida Suecia), tanto en la inicial, a través de Hungría, como en las que ahora atraviesan los Balcanes, y naufraga la garantía de un derecho básico, el de asilo, que no se puede supeditar a cuotas. Y entonces aparecen cuestiones de enorme complejidad: ¿Por qué tiene derecho al asilo el refugiado numero 160.000 y no el refugiado número 160.001?, ¿podemos desentendernos de éste y de los que le sigan?, ¿son menos refugiados? No digo que tengamos que garantizar efectivamente el asilo a todos los refugiados del mundo. Ante todo porque esa es una hipótesis contrafáctica: la inmensa mayoría de los refugiados del mundo no van a venir, no pueden llegar a las fronteras europeas. Pero sobre todo esa cuestión nos interpela acerca de los medios que estamos dispuestos a adoptar para contribuir a garantizar ese derecho. Lo que significa qué medidas debemos adoptar para hacer más fácil el acceso legal al derecho de asilo y evitar que se jueguen la vida intentando llegar hasta donde les permitimos plantear su demanda. Aún más, lo decisivo es nuestra contribución a que desaparezcan las causas que obligan a millones de personas a huir. ¿Qué debemos hacer para acabar con la guerra en Siria, en Afganistán, en Mali, en Libia?, ¿y para acabar con las dictaduras y los Estados fallidos en Eritrea, Sudán del Sur?
Mientras tanto, no podemos ser ciegos a la evidencia de otro desafío político y jurídico: se abre y ensancha la crisis del principio jurídico de solidaridad entre los propios socios europeos (la referencia es el artículo 80 del Tratado), y se pone en evidencia una confrontación de intereses y aun de valores entre esos socios, especialmente por lo que se refiere a los del este europeo (Polonia, Eslovaquia, Rumania y Hungría), que ingresaron en la gran ampliación. No compartimos intereses, valores, prioridades y estrategias. Y se hacen evidentes también las grietas entre el norte y el sur europeos, al menos en lo referido a prioridades de intereses y estrategias. Eso es palmario en el caso de España y sobre todo Italia y Grecia, ante la “emergencia migratoria” y la “crisis de refugiados”.
La respuesta: más democracia, más ciudadanía europea
Hay un último desafío, aunque en su núcleo se encuentra, paradójicamente, una razón para la esperanza política en el proyecto europeo. Me refiero al del déficit democrático de la UE, a la distancia abismal entre los gobernantes europeos y una ciudadanía que recupera el sentido común, el orden de prioridades, y se pone manos a la obra para tratar de encontrar soluciones que garanticen nuestro primer deber. Ahí donde está la crisis, está la oportunidad, como dijera Hölderlin: la oportunidad de la constitución de una ciudadanía europea que ha tomado conciencia de que, antes que los juegos burocráticos y competenciales en los que se enredan nuestros gobernantes y que les permiten, por ejemplo, utilizar su lengua de trapo para decir que “convocarán una reunión urgente para quince días después” (sic), que antes de parapetarse en la “sagrada intangibilidad de nuestras fronteras y nuestra soberanía”, hay deberes primarios correspondientes a derechos con cuya garantía estamos comprometidos.
Porque lo que está en juego en la mal llamada “crisis de los refugiados” es, ante todo, tomar en serio los derechos que la UE dice defender y promocionar como signo de identidad. Nuestra disyuntiva, más allá de tecnicismos jurídicos, es si estamos dispuestos a evitar la muerte, el riesgo que corre la vida e integridad física de decenas de miles de personas que, literalmente, se juegan su vida y la de sus hijos ante nuestros ojos. Nuestro desafío es si queremos ser coherentes y evitar la vergüenza, la indignidad que suponen las imágenes de seres humanos que huyen del peligro y se ven hacinados, bloqueados en fronteras y angustiados, mientras se agolpan desesperados en estaciones o campamentos y que, en no pocos casos, son acosados y maltratados por la policía, como hemos visto sobre todo en Hungría.
Creo que la embajadora de Hungría en España puso el dedo en la llaga de nuestro cinismo, al menos de nuestro desasosiego. En una entrevista del pasado mes de septiembre5, la oímos hablar de la “política ejemplar de fronteras” que España desarrolla en Ceuta y Melilla y de la que son estandarte esas concertinas que, además, exportamos ahora por doquier. O al señalar el doble rasero de quienes, como Francia o Inglaterra, critican los campamentos para refugiados en Hungría mientras mantienen la vergüenza de Calais.
Las imágenes de la “crisis de refugiados” son imágenes que, para cualquier europeo (para cualquiera que sepa algo de historia) evocan precisamente aquello que queremos desterrar para siempre. Aquello para lo que nacieron primero las Naciones Unidas y luego la propia Unión Europea. El primado del Derecho, del Estado de Derecho, es decir, del reconocimiento y garantía de los Derechos Humanos, como condición sine qua non de la paz y la prosperidad de las naciones.