LOS JUECES Y SU PODER, versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 25 de julio de 2021

Casi todo lo que sostendré en estas líneas pertenece al acervo básico que se le supone a un ciudadano medianamente informado. Otra cosa es, respetado lector, que vivamos tiempos en que hay que luchar por recordar obviedades. Veamos.

Montesquieu -persona avisada y de buen criterio, según creo que podemos convenir-, al mismo tiempo que teorizó sobre la división de poderes en cita ineludible («Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder», Espíritu de las leyes, XI, 4), relativizó la caracterización del poder judicial como poder del Estado: “de los tres poderes de que hemos hablado el de juzgar es, en cierto modo, nulo” (ibid., XI, 6).

Se ha dado muchas vueltas a esa afirmación, para entender por qué uno de los tres poderes sería en realidad nulo como tal poder. Al mismo tiempo, la tesis debe ponerse en relación con otra del mismo Montesquieu, cuando caracterizó al poder del juez como “ese poder tan terrible para los hombres”. Un poder terrible, como certificó Napoleón cuando, según se le atribuye, sostuvo que los hombres más poderosos de Francia eran los jueces de instrucción, porque podían poner a cualquiera en la cárcel y ordenar la incautación de sus bienes.

Sí, los jueces tienen ese poder sobre las libertades y la propiedad de los ciudadanos. Un poder terrible, y que es legítimo en la medida en que se ejerce conforme a la ley, sobre todo en en sistemas como el nuestro, en el que los jueces carecen de la legitimidad democrática de origen, la que en cambio concurre en el poder legislativo y en el gobierno, ya sea directamente votado en las urnas, ya por la mayoría parlamentaria habilitada por ellas.

La pregunta es ¿eso significa que todos y cada uno de los jueces son, deben ser, un poder del Estado equiparable al legislativo y al ejecutivo? Dicho de otro modo, ¿en qué consiste el poder de los jueces?

La tesis que quiero recordar es que todos y cada uno de los jueces son funcionarios del Estado que desempeñan un importantísimo servicio público, que llamamos función jurisdiccional, sin el que no pueden sostenerse ni el imperio de la ley, ni la paz social. Pero eso no significa que cada juez sea un poder del Estado en sentido propio, uno de los tres poderes del Estado.

Los poderes de los jueces y los poderes del Estado

El iusfilósofo F Atria, en un artículo publicado hace años a propósito de la cuestión, avisaba sobre lo que consideraba un riesgo, nada novedoso: “Hoy está de moda devaluar la autoridad del legislador y sobrevalorar la autonomía del juez. No hay en esto nada novedoso. Esto es un retroceso a formas premodernas de comprensión del Derecho, en el cual éste no era creado por los ciudadanos (que entonces eran súbditos), sino descubierto a través del ejercicio de la razón entrenada de jueces y abogados. El Derecho moderno, fundado en la idea de voluntad soberana del pueblo, hace posible la transformación de súbditos en ciudadanos que se autogobiernan”. Y, tras subrayar la imprescindible tarea de los jueces -la de juzgar, aproximar las leyes a la vida, al caso concreto, pero sin usurpar la función del legislativo-, insistía precisamente en eso, en que “todas las características que atribuimos a los jueces y en particular su independencia e inamovilidad, no responden a que sean un poder del Estado, sino al servicio público que deben prestar, esto es, la función que deben cumplir precisamente con arreglo a las leyes, y por tanto, conforme a la exigencia de la mayor imparcialidad, la ausencia de arbritariedad.”

En corto y por derecho: el poder del que dispone cada juez no es lo mismo que el poder judicial como uno de los tres poderes del Estado. Como explica la Exposición de Motivos de la LO 6/1985 del Poder Judicial (LOPJ), “El conjunto de órganos que desarrollan esa función constituye el Poder Judicial del que se ocupa el titulo VI de nuestra Constitución, configurándolo como uno de los tres poderes del Estado y encomendándole, con exclusividad, el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, según las normas de competencia y procedimiento que las leyes establezcan”.Quizá lo que explica la tesis que quiero recordar es la doble dimensión de ese principio de exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional.

Ante todo, ese principio supone que sólo los jueces pueden desempeñar esa función, ese servicio público esencial que se describe en el apartado 3 del artículo 117: “El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan”. Lo que significa que los jueces han de estar libres de toda interferencia de los poderes públicos o privados. Y por eso las notas de independencia e inamovilidad atribuidas a todos y cada uno de los jueces. O sea, esta primera dimensión de la exclusividad protege a los jueces de cualquier intento de interferencia en su función jurisdiccional, para que sólo los jueces puedan desempeñar esa función, que es un servicio público esencial. Nada de <politizar la justicia>, pues, tentación muy presente en todos los agentes del poder y,, obviamente, más en los más poderosos, con el ejecutivo a la cabeza.

Pero la otra cara del principio de exclusividad es lo que dispone el apartado 4 del mismo artículo 117: “Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho”. Y esta segunda dimensión de la exclusividad quiere decir que los jueces no pueden atribuirse otra función que la jurisdiccional. Cada juez obtiene su legitimidad del ejercicio de la función jurisdiccional y sólo la función jurisdiccional, conforme a la ley. Ni mas, ni menos. Está al servicio de la ley: no tiene legitimidad más que para hacer eso a lo que la ley le obliga. Nada de judicializar la política, tampoco. Y reconozcamos que esa tentación también existe y no sólo por parte de los que quieren utilizar los tribunales para ganar lo que perdieron en las urnas, sino también, en no pocas ocasiones, por parte de algunos miembros de esos tribunales de justicia que quieren hacer política ese a que no han sido nombrados para ello.

Por lo que se refiere al gobierno de los jueces -del Poder Judicial-, es bien cierto que el Consejo General del Poder Judicial (conforme al artículo 122.2 de la Constitución), es una institución constitucional que ejerce el gobierno del conjunto de órganos que desarrollan la función jurisdiccional y que constituyen el Poder Judicial. La separación de poderes en lo que toca al Poder Judicial ha de entenderse, desde luego y ante todo, como la necesidad de no interferencia del poder ejecutivo ni del legislativo en la actividad jurisdiccional de los jueces; en segundo término, como la capacidad de control jurisdiccional de los actos del ejecutivo; y, en tercer lugar, implica que el órgano de gobierno de ese poder judicial no debe sufrir interferencia en el ejercicio de sus funciones, ni por parte del poder ejecutivo, ni del legislativo.

Ahora bien, eso no quiere decir que en la constitución del órgano de gobierno de los jueces haya que dar un cheque en blanco al corporativismo y eximirlo por tanto del requisito de legitimidad democrática, máxime cuando nuestro sistema judicial no les confiere a los jueces legitimidad democrática de origen (los jueces no son elegidos por el titular de la soberanía, por los ciudadanos), sino sólo de ejercicio, esto es, en la medida en que actúan conforme a la Constitución y a las leyes.

Justamente por esa razón, parece adecuado que su órgano de gobierno nazca de la decisión de los titulares de la soberanía, esto es, de quienes son los representantes de la legitimidad democrática, el legislativo. Que las Cámaras elijan a los miembros del gobierno de los jueces parece un corolario lógico de ese principio. Aunque puede modularse: por ejemplo, exigiendo que sean candidatos los que hayan seleccionado los propios jueces y que entre ellos la Cámaras elijan. O que haya una representación mixta: elegidos por los propios jueces y elegidos por el legislativo. O, incluso, que se introduzca el sorteo, entre los que seleccionen las Cámaras,a propuesta de los jueces.

Del gobierno de leyes al gobierno de jueces

Una última cuestión es la que se plantea cada vez con más fuerza en estos meses, como consecuencia de determinadas decisiones por parte de lo que podríamos considerar un sector significativo de los magistrados que componen los tribunales de justicia de mayor rango, como también de un Consejo del Poder Judicial que ha excedido en más de dos años el período de su mandato, sin que el legislativo haya conseguido proceder a renovarlo, ni tampoco los propios componentes del CGPJ hayan dado muestra de una voluntad suficiente de obligar a tal renovación (por ejemplo, dimitiendo de cargos de los que están cesantes conforme a la previsión legal). Obviamente, no hablo de otras cúpulas de poder como el Tribunal de Cuentas o el Tribunal Constitucional, que no son -en sentido estricto- órganos jurisdiccionales

Algunos han llegado a hablar de que estaríamos asistiendo en España a lo que se conoce como lawfare, un término de origen norteamericano equivalente a <guerra jurídica>, esto es, a la utilización torticera del Derecho para subvertir, por ejemplo, la posición legítima de quien ha ganado las elecciones (la tesis de Trump y sus seguidores frente a Biden), o ha alcanzado el gobierno en virtud de una medida constitucional como la moción de censura constructiva (el gobierno Sánchez en España), sin tener que esperar a que llegue la convocatoria electoral, o sin recurrir a mecanismos constitucionales previstos para cesar al gobierno, como el revocatorio o la citada moción de censura constructiva. Sería un ejemplo extremo de<judicialización de la política>. Me parece una hipótesis excesiva, por más que en ciertos círculos de la magistratura existan sin duda quienes se empeñan pertinazmente en discutir la legitimidad democrática del gobierno de coalición y tratan incluso de torpedearlo mediante fallos que implican la negación de la legalidad de normas jurídicas emanadas del gobierno, o el bloqueo de la aplicación de leyes surgidas de la iniciativa parlamentaria de los grupos que lo sostienen en las Cámaras. En ello coinciden con la estrategia adoptada por el partido VOX y dubitativa, pero progresivamente, por el PP, que hizo suya la peregrina tesis de que un partido que es legal y que legal y legítimamente forma parte del Gobierno, debe quedar excluido de cualquier negociación parlamentaria sobre la renovación del CGPJ, porque así se le antoja al PP.

Más verosímil me parece que en determinados círculos doctrinales, jurídicos, mediáticos y políticos (muchas veces no es fácil distinguirlo) se esté dando pábulo de facto a un fenómeno que conocemos bien, el deslizamiento del Estado de Derecho al Estado de jueces, al gobierno de los jueces. Por ejemplo, cuando se insiste en que la última esperanza, el último reducto del Estado de Derecho y de la democracia hoy sería el poder judicial, entendido en su sentido más corporativo y enfrentado con el gobierno y aun con el legislativo. De donde, por ejemplo, el empeño en que el CGPJ debe ser elegido únicamente por los jueces, porque los jueces deben estar gobernados por los jueces, un argumento de Perogrullo, que ignora, como he recordado más arriba, el diseño constitucional de ese órgano de gobierno y el obvio argumento de que la soberanía popular, la legitimidad democrática, encarna en las Cámaras, no en los jueces.

El riesgo de propiciar un “gobierno de jueces” no viene de ahora, por más que algunos hayan desempolvado una monografía de  Bernd Rüthers, publicada en 2014, <Die Heimliche Revolution vom Rechtstaat zum Richterstaat>: la tesis del deslizamiento del Estado de Derecho a un <Estado de jueces> no es una novedad entre juristas críticos alemanes, como por ejemplo Henning, autor en 1962 de un trabajo con el título «Rechtstaat und RichterStaat» (publicado en el volumen 3 de la revista Jahrbuch für Christliche Sozialwissenschaften), y sobre todo, René Marcic, quien estudió y advirtió sobre el fenómeno en su fundamental ensayo de. 1957 <Vom GeesetzStaat zum RichterStaat>. Por no decir que todo ello tiene mucho que ver con el conocido como Movimiento del Derecho Libre <FreiRechtsBewebung>, una escuela doctrinal que propició Ehrlich en una obra seminal de 1903, Freie Rechtsfindung Und Freie Rechtswissenschaft y que continuaron Kantorowiz y Fuchs. Por lo demás, en el fondo, todo se remonta a Platón y a la disputa sobre el gobierno de filósofos/sabios/expertos o técnicos, frente al gobierno de leyes. Nihil novum sub sole, salvo para quien piensa que lo novedoso es lo que se publicó ayer, en inglés. O, para ser mas exactos, como me recordaba en una reciente conversación en redes el profesor Javier Zamora Bonilla, invocando al Mairena de Machado, que los novedosos apedrean a los originales…En cualquier caso, lo importante es esto: los jueces y también su gobierno, obtienen su legitimidad del desempeño de sus funciones conforme a lo que establecen las leyes. Y quienes tienen legitimidad para establecer las leyes son los diputados y senadores elegidos por el pueblo y que, por ello, encarnan por representación la voluntad del soberano, que son los ciudadanos, no ningún funcionario del Estado, por imprescindible y noble que sea su función.

CONCORDIA DISCORS: una interpretación de los indultos a los políticos catalanes en prisión (artículo publicado en el nº 29-2021 de la revista Teoría y Derecho, pp.280-291)

INDULTOS: POLÍTICA Y DERECHO

Llama la atención que, incluso en círculos jurídicos, parezca necesario comenzar cual- quier intervención sobre la decisión de conceder el indulto a los políticos y activistas ca- talanes independentistas que se encuentran en prisión como consecuencia de la Sentencia del Tribunal Supremo en la conocida como «causa del procés»1, recordando algo elemental. Me refiero al hecho de que, como tales, los indultos son expresión de una medida de gracia, no de justicia. Y, como herederos de una tradición —la prerrogativa de gracia— ligada a los poderes del rey en la monarquía absoluta, constituyen, como se ha recordado, una verdadera china en el zapato del Estado de Derecho y de la separación de poderes, pues quiebran la línea de la ortodoxia en las relaciones entre el poder judicial y el ejecutivo (con el legislativo al fondo).

No solo es que los indultos, en el caso de los políticos condenados por su intervención en el procés, sean una decisión obviamente controvertida y con un importante eco social. Lo cierto es que las particulares características de la institución misma del indulto, que no debe considerarse un acto estrictamente técnico-jurídico, sino que ha de tener presente siempre su dimensión política, como acto de competencia exclusiva del poder ejecutivo, hacen del ins

tituto en cuestión un asunto doctrinalmente poco pacífico2. Es así, incluso si entendiéramos que la tarea de los tribunales de justicia consistiera precisamente en realizar la justicia, algo que, en términos de teoría y filosofía del Derecho, como también se recordará, es en extremo discutible. Baste recordar la conocida anécdota atribuida al muy influyente justice Oliver Wendell Holmes, de la que Dworkin se sirvió para explicar su influyente concepción acerca de la tarea del juez, la labor de interpretación jurídica y la dimensión moral del Derecho. Se cuenta que siendo Holmes magistrado del Tribunal Supremo de los EE. UU., de camino al tribunal llevó en su carruaje a un joven Learned Hand, que luego sería a su vez juez y al que asistiría como letrado Dworkin. Cuando Hand se bajó, se despidió de Holmes diciéndole «¡Haga justicia, magistrado!». Holmes paró el carruaje y, sacando la cabeza por la ventana, le dijo: «¡Ese no es mi trabajo!». También se dice que añadió: «it is my job to apply the Law». Lo cierto es que incluso para un lego es sabido que los tribunales de justicia no aspiran a traer a la tierra el ideal de justicia, sino a aplicar correctamente el Derecho, aunque hoy sepamos que esa aplicación está lejos del modelo mecánico de la subsunción y encierra siempre una labor interpretativa, porque los tribunales deben motivar sus decisiones, lo que comporta ar- gumentarlas conforme a Derecho, en un sentido que, como mínimo, quiere decir conforme al orden jurídico constitucional (en el que se integran disposiciones provenientes del Derecho europeo y del Derecho internacional, por decirlo de forma breve).

Que se trata de un acto de gracia, que no de justicia, es algo que pueden admitir la se- ñora Paluzie o el señor Cuixart, tanto como los señores García Ortega, García Egea o Bal, y desde luego el señor Campo, ministro de justicia (en otro tiempo lo habría sido de Gracia y Justicia). Claro, debemos añadir de inmediato que cada uno de ellos entendería eso de «gracia, que no justicia» conforme a sus premisas y objetivos, porque su visión de la justicia, en general y en el caso del que tratan los indultos, en particular, difiere enormemente.

Para los independentistas, y eso es cierto en particular para los líderes de la ANC (Cuixart fue el presidente anterior a Paluzie) lo propio de la «justicia» es una amnistía, porque entienden que lo que se llevó a cabo el día 1 de octubre de 2017 y todos los pre- parativos y actos que lo acompañaron y siguieron, incluidas las «leyes de desconexión» y la «declaración de independencia», fueron actos legítimos, ya que sostienen que por encima de la legitimidad constitucional hay otra fuente de legitimidad, superior, que reside en la voluntad de ser nación y aun Estado independiente, conforme a su peculiar interpretación del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Por eso toman la medida de gracia como un acto paternalista e incluso insultante, porque no admiten ser tratados como autores de delitos.

Para los nacionalistas españolistas, que presumen de constitucionalistas, pero —en realidad— ponen su visión de la unidad de España por encima de la Constitución, perdonar parte de la pena a los condenados por sentencia del Tribunal Supremo sería un acto contra- rio a la justicia por vergonzoso y aun antijurídico: aunque reconozcan que se trata de una medida de gracia, la entienden contraria a su exigencia de justicia que, en una formulación que no puede dejar de invocar el brocardo fiat iustitia et pereat mundus, incluye el máximo rigor posible con los condenados o, al menos, la máxima literalidad en la aplicación de las penas. No es posible ignorar que esta interpretación contraria tiene un firme aval en buena parte de los términos del informe del TS sobre los indultos3. Informe que, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 23 de la ley de 1870, que rige los indultos y que fue modiificada en 1988, es preceptivo, pero no vinculante.

En todo caso, unos y otros coincidirán, porque así lo establece la ley de 18 de junio de1870, en que es una competencia exclusiva y discrecional del Consejo de Ministros, y que, aunque esté establecido que, para otorgar el indulto debe existir un informe del tribunal sentenciador en el que se examine la decisión atendiendo a razones «de justicia, equidad o utilidad pública» (artículo 11 de la ley), este no es vinculante. Cabe subrayar que la configuración discrecional de la facultad de gracia conferida al Gobierno desde la ley de 1870, obra del ministro Montero, se ha reforzado. En efecto, desde la reforma de 1988 y a diferencia de lo que establecía el texto original del artículo 30 de la ley de 1870, el Decreto de publicación de indulto no incluye la exigencia de motivación. Con todo, eso no significa que sea una decisión totalmente exenta del control por los tribunales. No, desde que así lo apreció el Tribunal Supremo en el fundamento jurídico octavo de su sentencia de 20 de noviembre de 2013, al afirmar a su vez la competencia del alto tribunal (de su Sala Tercera) para entender de recursos encaminados a comprobar «si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente». Añadiré que la mayoría de quienes se han ocupado recientemente del estudio de los indultos en España critican que la reforma de 1988 prescinda del requisito de motivación4.

DOS CERTEZAS SOBRE EL INDULTO A LOS PRESOS DEL PROCÉS

Pues bien, en la medida en que los indultos se configuran como un acto de gracia, casi por completo discrecional, y no como un acto jurídicamente debido, cabe avanzar algunas pocas certezas jurídicas. Voy a referirme a dos.

La primera es que, cuando el Gobierno decreta un indulto, precisamente por respeto a la división de poderes, no puede ni debe tratar de sustituir o corregir las decisiones judiciales. Los indultos no son, no pueden ser, una segunda sentencia, una suerte de recurso de alzada que «active una segunda instancia». Así lo reitera la Sala del TS en los fundamentos jurídicos primero y segundo de su mencionado y preceptivo Informe, en el que se pronuncia contundente e inequívocamente sobre los indultos y critica a buena parte de los escritos en solicitud de los indultos al advertir en ellos esa intención, la de revisar la propia sentencia, propósito contra el que la Sala, lógicamente, se pronuncia en términos contundentes. Pero incluso si alguno de los solicitantes de indulto ha incurrido en ese error, la concesión del indulto no sería, no puede serlo, una revisión de la sentencia, porque eso está vetado por la legislación vigente: no es el sentido ni el alcance de la institución del indulto. Y de ahí se desprende una importante consecuencia: precisamente porque deben atenerse escrupulosamente a ese marco legal, carece de fundamento sostener, propagar, que los po- sibles indultos introduzcan por la puerta trasera alguna suerte de impunidad respecto a las actuaciones de los condenados en la STS 459/2019, algo que sería una consecuencia letal para la confianza social en el Derecho y en los tribunales. Estoy absolutamente convencido de que esto es algo que sabe el ministro de Justicia, como experimentado jurista que es, y por tanto también el propio Gobierno.

Pero habrá que convenir en que la apariencia de que la decisión del indulto pudiera supo- ner una revisión contraria a la decisión de los tribunales de justicia, tal y como algunos sostienen (insisto, apoyándose en la literalidad del informe del TS), preocupa y de buena fe, según estoy convencido, a buena parte de los ciudadanos españoles, que no entenderían que se anulase — siquiera fuera parcialmente— una decisión judicial, adoptada con todas las garantías procesa- les (aunque sea discutible la cuestión de la competencia, esto es, que el caso fuera abocado al Tribunal Supremo). Una sentencia que dejó claro que hubo una actuación contraria a la ley, de carácter delictivo y estableció quiénes incurrieron en responsabilidad penal por haberse saltado las leyes, las decisiones de los tribunales y la propia Constitución —que declararon unilateralmente no vinculante— y así pusieron en serio peligro los fundamentos de la convi- vencia y la concordia, objetivos constitucionales de primer orden. Eso, sin dejar de reconocer que, por parte de los Gobiernos de Madrid, se ha venido actuando durante años con mucha torpeza y, en particular el gobierno Rajoy incurrió en notoria irresponsabilidad con ocasión del intento de referéndum del 1 de octubre de 2017.

Insisto: no creo que la mayoría de los ciudadanos que se oponen al indulto lo hagan por venganza o revancha. Como tampoco creo que el tribunal juzgador, al que se vilipendia un día sí y otro también desde medios independentistas (y desde quienes querían algo así como una pena de por vida a los encausados), actuara movido por eso motivos espúreos de venganza o revancha. Otra cosa, lo reitero, es que en el terreno técnico-jurídico no se pueda discrepar y, desde luego criticar —incluso a fondo— aspectos importantes de su fallo y también del informe. Y asimismo es asunto diferente, desde luego, el hecho difícilmente discutible de que, entre quienes se oponen a conceder los indultos, haya quienes lo sostengan por un afán de «venganza» o de «revancha», algo que no se puede excluir. Pero, a mi juicio, introducir, como hizo el presidente del Gobierno, los términos «venganza» o «revancha», habría requerido mayores precisiones de las que formuló, para evitar la interpretación (estoy convencido de que ajena a su voluntad) de que alguien pueda pensar que ahora juzga como actos de revancha o venganza las sentencias y decisiones judiciales recaídas sobre los presos independentistas catalanes. Serán más o menos técnicamente correctas y se puede y se debe llegado el caso discrepar y criticar su argumentación. En todo caso, a mi juicio carece de fundamento asegurar que son, como pretende una parte del mundo independentista, actos de persecución contra el independentismo como ideología, actos de venganza o revancha contra sus líderes. No digo nada del disparate de hablar de actos de venganza o persecución a «Cataluña», conforme a la metonimia habitual (que no mera sinécdoque) en el discurso nacionalista fundamentalista de todo signo.

Se haya o no introducido en la opinión pública la tesis de que el indulto sería una contravención de la STS 459/2019, lo cierto es que ni puede ni debe ser así. Este, como cualquier otro indulto, no es una decisión que consista en volver a juzgar a los inculpados para declararlos y borrar su delito. Por eso, no se puede interpretar en modo alguno que en caso de concederse, estos indultos signifiquen sostener ahora que los líderes políticos y ciudadanos que llevan ya más de tres años en prisión (bien que en condiciones notable- mente ventajosas respecto a la inmensa mayoría de quienes están encarcelados en nuestro país), fueran inocentes, jurídicamente hablando, admitir que están en prisión de forma totalmente injustificada, por el ejercicio de algo democráticamente elemental como «poner las urnas». Porque el indulto no puede negar, ni mucho menos, que esos líderes, tal y como estableció la sentencia, actuaron unilateralmente y con desprecio de las leyes, de las sentencias y de la Constitución, con tal de conseguir un propósito, el de la independencia de Cataluña que, por otra parte, si no se actúa unilateralmente y por encima de la ley, es perfectamente sostenible y del que no tienen por qué arrepentirse ni abdicar. Al actuar así, cometieron varios delitos (sedición, malversación, desobediencia) en diferente grado, según sentencia firme, aunque aún sometida a lo que pueda decidir el TEDH. Y, con independencia de que sea más que discutible la imputación de un delito como el de sedición, obviamente mal tipificado y desproporcionadamente castigado en el Código Penal y en la sentencia, lo que a muchos de nosotros nos parece fuera de cuestión es lo que también deja claro la sentencia por la que se les condenó: se saltaron el respeto a las leyes y al Estado de Derecho y las consecuencias de todo ello es que pusieron en grave peligro la concordia, la convivencia, en Cataluña y entre Cataluña y el resto de España.

La segunda de las certezas a las que me refería —desde el punto de vista del actual marco legal— tiene que ver con los límites de posibilidad de control de la decisión de indulto por parte del Tribunal Supremo (de su Sala Tercera), una vía abierta, como he recordado, por la STS de 2013 y que permite que el Supremo pueda entender de recursos encaminados a comprobar «si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente». Esta cláusula, puede suscitar dudas —y problemas—, en términos de la debida separación de poderes. Creo que, como ha argumentado el profesor Arbós (<https://www.elperiodico.com/es/opinion/20210529/li- mites-indulto-presos-independentistas-articulo-xavier-arbos-11771362>), si bien la mencionada STS de 2013 contempla la posibilidad de un recurso contra el Decreto que publique los indultos, el margen de su competencia a esos efectos es muy reducido, conforme a la literalidad de la propia sentencia. Por eso, me parece difícilmente discutible la tesis del catedrático de Derecho constitucional de Barcelona: «Podemos esperar que en los futuros indultos haya una mínima justificación del acuerdo. Si se da, el Tribunal Supremo no debería erigirse en guardián de lógica, porque su papel es el de verificar, en caso de recurso, que no existe arbitrariedad porque se manifiesta una justificación, aunque no complazca a los magistrados. Y en ningún caso puede imponer sus criterios acerca de lo que es “utilidad pública” a los del Gobierno. Porque eso entra dentro de las atribuciones de cualquier gobierno, que puede ejercer sus atribuciones con su propia visión de lo que es oportuno y conveniente para el interés de la ciudadanía».

A mi juicio, la mejor justificación posible de los indultos (una condición deseable y aun posiblemente necesaria para resolver un problema social y político prioritario para España, pero —seguramente también— insuficiente), como trataré de argumentar en el segundo apartado de esta reflexión, es la de «utilidad pública». Y, a ese respecto, me parece claro, como señala el profesor Arbós, que el poder judicial no tiene legitimidad para entrar a discutir y corregir un criterio tan eminentemente político como ese. Hacerlo sería suplantar la competencia del Ejecutivo y, por tanto, faltaría a la división de poderes. De hecho, en el primero de los fundamentos jurídicos del informe emitido por el Tribunal Supremo el 26 de mayo de 2021 en el que por unanimidad se pronuncia negativamente sobre la concesión del indulto, ni total ni parcial, el alto tribunal afirma: «lo que la ley pide de esta Sala es la elaboración de un informe que tome en consideración el significado jurídico del indulto como forma de extinción de la responsabilidad criminal (cfr. artículo 130.1.4 del Código Penal). Quedarán fuera de consideración, por tanto, aspectos de indudable presencia en el análisis de los hechos enjuiciados pero que son ajenos a las exigencias de justicia y equidad que delimitan nuestro espacio valorativo (cfr. artículo 29 de la Ley de Indulto)». La cursiva es mía porque el propio Tribunal no menciona la tercera de las razones a las que cabe atender atener para la concesión del indulto, la «utilidad pública», pues así lo establece el artículo 29 de la ley: «El indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador» (la cursiva es mía). Que el informe del TS se haya abstenido de entrar en las consideraciones de utilidad pública señala obviamente el camino de las limitaciones en la competencia del alto tribunal: no lo ha hecho, porque, aunque el tenor literal del precepto invocado (el ar- tículo 29) sí incluye esta referencia, la Sala es perfectamente consciente de que discutir las razones de utilidad pública que pueda alegar el ejecutivo excede de su competencia.

PRO CONCORDIA DISCORS

Por todo lo anterior, creo que cabe argumentar que la mejor vía en la que el Gobierno puede fundamentar la decisión del indulto, en este caso —si, como parece previsible cuan- do escribo estas líneas, así lo decide— es la de la utilidad pública, no las razones de «justicia», y ni siquiera las de equidad, aunque hay quien puede sostener que esta última puede sustentarlo, en una interpretación clásica de la noción de equidad, tal y como apareciera originalmente al formular Aristóteles el concepto de epieikeia (Etica a Nicómaco, V.10.2-7).

Recordaré que Aristóteles define la επιεικία como «lo que es justo y a veces mejor que la justicia» porque corrige los déficits que produce la generalidad de la ley, incapaz de adaptarse a las particularidades del caso concreto. Lo ejemplifica con la imagen de la regla de plomo usada por los arquitectos de Lesbos para adaptarse a las anfractuosidades de las rocas: «Tratándose de cosas indeterminadas, la ley debe permanecer indeterminada como ellas, igual a la regla de plomo de que se sirven en la arquitectura de Lesbos; la cual, como es sabido, se amolda y se acomoda a la forma de la piedra que mide y no queda rígida; pues de este modo el decreto especial se acomoda a los diversos negocios que se presentan». Aristóteles sigue aquí un argumento básico en su teoría de la virtud y también en su concepción de la sociedad y del orden político, esto es, el predominio de la prudencia. Eso le lleva a postular la necesidad de corrección de la ley, en aras de aquello que es también el meollo de su concepción de la razón práctica, aplicada al ámbito jurídico, la búsqueda —muchas ve- ces frustrada— de lo justo concreto, cuya fuente no se encuentra de modo determinante en el texto legal, sino en la propia experiencia5. Ahora bien, no veo fácilmente argumentable que esta apreciación de lo justo concreto sea un acto jurídico, sino más bien un acto que, sin oponerse a la coherencia jurídico-constitucional, encuentra su justificación en consideraciones de oportunidad política y, por tanto, me inclino más bien por el argumento de la utilidad pública.

Si afirmo que el mejor fundamento para estos indultos es la consideración de utilidad pública es porque pocos propósitos me parecen tan merecedores de ese título como el de restablecer la convivencia, o, como propondré, la concordia, entre catalanes y dar también una oportunidad para un nuevo comienzo de la concordia en las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Eso es conforme con el propósito inicial que busca la propia Constitución española de 1978, según se asegura en su preámbulo: «Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo». Aprovechar, pues, esta oportunidad de restablecer, de asegurar la convivencia democrática, a mi juicio, es lo que más importa y coincido con lo señalado a ese respecto por Fernando Vallespín en otra columna de opinión (<https://elpais.com/ opinion/2021-05-30/un-nuevo-comienzo.html>).

La decisión política de ofrecer un gesto no exigible y sin que haya ninguna contrapartida concreta desde el Govern, ni tampoco seguridad alguna respecto a la reciprocidad por parte del mundo independentista catalán, puede y debe ser interpretada, como se ha pro- puesto, como muestra de la fortaleza democrática del Gobierno del Estado y ello, a mi juicio, sin desdoro de lo que exige el Derecho. En contra de esta interpretación cabe invocar el muy claro informe contrario del propio tribunal sentenciador —preceptivo, pero insisto, no vinculante—, que no encuentra motivos para justificar el indulto6. Pero convendría ser rigurosos en el examen de este informe. Ante todo, como ya he señalado, porque la Sala se abstiene de entrar en consideraciones de utilidad pública. Y si fueran esas las que alegara el ejecutivo, está cerrada cualquier posibilidad de que pueda prosperar recurso, a mi juicio. Además, porque hay una notable discrepancia técnicojurídica en la doctrina con relación al elemento clave de apreciación de la violencia que estimó el Tribunal (y al que también se acoge el Informe), en el que se basa la calificación del delito de sedición. Cuando, por otra parte, la Sala insiste en su informe en que, desde el punto de vista del Derecho comparado la proporcionalidad de la pena en el delito de sedición no difiere de los tipos delictivos similares contemplados en otros ordenamientos (el francés, el belga el alemán), se omite que la analogía solo es posible si la violencia es constitutiva de esos hechos y no solamente circunstancial, esto es, presente solamente en una de las actuaciones (en el acoso a la Conselleria de Economía que estaba siendo judicialmente inspeccionada). Bien es cierto que, a juicio de quien suscribe —y en ello me remito a las tesis de los especialistas más reputados en sus análisis del delito de sedición y en su adecuación a los hechos juzgados en la STS 459/20197— es absolutamente necesario reformar la tipificación de este delito y el de rebelión en el Código Penal. Si así se hiciera, ello abonaría aún más la tesis favorable a los indultos. Tiempo, ha transcurrido el suficiente para abordar esa tarea. Pero no es óbice para que se emprenda ahora.

La decisión de indultar, pues, constituye una apuesta controvertida, como casi todo en Derecho cuando nos encontramos ante uno de esos supuestos que llamamos casos difíciles. Y es una apuesta arriesgada, además, porque está por demostrar que el sentido de Estado que a mi juicio subyace al criterio de utilidad pública que impulsaría al Gobierno a decretar los indultos, lo tengan los líderes independentistas, que ni creen ni quieren ese Estado. En todo caso, en mi opinión, sí sería exigible que esos líderes políticos y ciudadanos dejaran claro que creen y quieren en la convivencia, en el Estado de Derecho y en las reglas de la democracia, que proscriben cualquier decisión unilateral. Incluso por encima de la independencia. Y eso, a mi juicio, no es lo que sostiene la cúpula dirigente de Junts y tampoco el sector hoy dominante en las CUP. A lo que habría que añadir un sector nada despreciable dentro de ERC.

En todo caso, parece evidente que, aunque pueda garantizar cierta estabilidad en la legislatura y ese resultado sin duda influye en la decisión de conceder el indulto, el indulto no puede juzgarse solo como un recorte partidista para conseguir dos años de estabilidad en el Parlamento (algo que tampoco parece un bien despreciable). No lo es porque también puede erosionar —y seriamente— el apoyo electoral al PSOE, incluso desde sus propios votantes. Pero, de cualquier forma, ese es un coste que un gobierno que persiga la utilidad pública debe afrontar, si de verdad quiere ofrecer una oportunidad de corregir lo que a muchos nos parece una desgracia, el abismo que se abriría entre los catalanes y entre muchos de estos y el resto de los españoles, de llevarse a cabo el proyecto secesionista unilateral.

En ese sentido, los indultos me parecen una decisión que puede interpretarse como genuinamente guiada por el propósito que hace posible la paz civil, la convivencia que su- pera la mera coexistencia. Una solución que trata de superar también aquello que Ortega, en su famoso discurso en la sesión de las Cortes del 13 de mayo de 1932, en la discusión sobre el Estatuto de Cataluña, definió como «conllevancia», para dar cuenta de su firme pesimismo sobre lo que el mismo consideraba «el problema catalán», que —en analogía verdaderamente atrevida— asimila por su extrema dificultad a la cuadratura del circulo y por eso considera que toda invitación a resolver el problema, salvo que sea mera eutrapelia, es una invitación al suicidio: «yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los de- más españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles»8. Creo que no hay tal imposibilidad y lo sostengo porque estoy convencido de la viabilidad que nos ofrece el concepto de concordia. Cabe recordar que la concordia es un valor clave para la convivencia, sobre todo en una sociedad democrática. Pero para ser más precisos, en las sociedades plurales y democráticas, como consecuencia de la pluralidad social e ideológica que les son constitutivas (de donde el valor del pluralismo), tendríamos que atender a esa particular versión de la concordia que es la concordia discors. A algunos les parecerá no ya un objetivo difícil, sino incluso un oxímoron. Pero, tal y como lo propuso por primera vez Horacio (Epistolas, I, 12, 12), quien evoca las tesis de Empédocles, se trata de un objetivo coherente con una visión del mundo en el que la pluralidad es constitutiva de la realidad y desde ella es desde la que se debe hacer posible la convivencia, la paz social, sin tener que pagar el precio de la homo- geneidad9. La concordia, en democracia, tiene como punto de partida la pluralidad. Y por eso me parece muy apropiado para definir como tarea de utilidad pública el propósito de restaurar un sentido de concordia discors, esto es, de concordia entre los que se sienten, se piensan y son, diversos.

Aplicándolo a lo que nos ocupa, diría que la decisión se orienta en primer lugar a ga- rantizar la concordia discors entre los catalanes entre sí, porque no hay tal homogeneidad sustancial del pueblo catalán, como tampoco la hay en ninguna nación si ha evolucionado desde su primera aparición histórica (más o menos próxima a las características de un gru- po social cerrado), hacia los elementos que definen una convivencia social en libertad y, por tanto, a su formulación como sociedad abierta, tal y como supieron analizar desde perspec- tivas muy diferentes Durkheim, Bergson y, en el terreno de la filosofía política, Popper a quien debe relacionarse a este respecto con la mejor tradición del liberalismo democrático, la de J.S.Mill, T.H.Green y Judith Shklar10.

A fortiori, se trata de garantizar la concordia discors entre catalanes, vascos, gallegos, andaluces, canarios… como españoles. Difícilmente alguien puede negarle a ese objetivo, que no hemos conseguido garantizar de modo suficientemente estable tras el último gran intento, el más exitoso en términos de duración, el del pacto constituyente de 1978, el calificativo de utilidad pública.

Por todo ello, creo que es acertada la decisión del presidente del Gobierno de aprobar un indulto que, debido las exigencias técnicas derivadas del informe unánime del Tribunal Supremo, ha de ser necesariamente parcial. Y con la misma convicción creo que es nece- sario que el Gobierno —y con él, todos cuantos compartan este propósito de hacer viable aquí y ahora la concordia discors— ponga de su parte todo el esfuerzo posible y un poco más en el ejercicio de la claridad y de la pedagogía social para explicar esas buenas razones que amparan esta decisión.

NOTAS

[1] STS 459/2019 de la Sala de lo penal, de 14 de octubre de 2019, recaída en la causa especial 20907/2017. El texto puede leerse entre otros en https://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder-Judicial/Noticias-Judiciales/El-Tribunal-Supremo-condena-a-nueve-de-los-procesados-en-la-causa-especial-20907-2017-por-delito-de-sedicion.

[2] Véanse, por ejemplo, tres de las monografías que se han ocupado de la institución del indulto en nuestro país: el libro de Aguado Renedo, Problemas constitucionales del ejercicio de la potestad de gracia (con prólogo de Manuel Aragón), Madrid, Civitas, 2001; el de Ortega Llorca, La ley de indulto. Comentarios, Jurisprudencia, Formularios y notas para su reforma, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003 (3ªed.); y el de la profesora García Mahamut, El indulto. Un análisis jurídico-constitucional (con prólogo de Juan Fernando López Aguilar), Madrid, Marcial Pons, 2004. Desde una perspectiva multidisciplinar y comparada (con notables aportaciones desde la teoría y filosofía del Derecho) me parece interesante consultar el libro colectivo coordinado por Fernando Molina, El Indulto. Pasado, presente y futuro, Buenos Aires, Estudios y Debates de Derecho penal, 2019. Muy recientemente, el colectivo editado por Daniel Pascoe y Andrew Novak, Executive Clemency. Comparative and Empirical Perspectives, Routledge, 2020.

[3] El texto del informe, puede leerse en https://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder-Judicial/Noticias-Judiciales/El-Tribunal-Supremo-se-opone-a-la-concesion-del-indulto-a-los-doce-condenados-en-la-causa-del–proces-.

[4] Destacaré el artículo del letrado de las Cortes, J. Villarino, que subraya esta crítica: Villarino Marzo, J,. (2005). “El indulto en España”, Revista De Las Cortes Generales, (66), pp.63-92.

[5] Escribe Aristóteles: “Lo equitativo y lo justo son una misma cosa; y siendo buenos ambos, la única diferencia que hay entre ellos es que lo equitativo es mejor aún. La dificultad está en que lo equitativo siendo lo justo, no es lo justo legal, lo justo según la ley; sino que es una dichosa rectificación de la justicia rigurosamente legal. La causa de esta diferencia es, que la ley necesariamente es siempre general, y que hay ciertos objetos sobre los cuales no se puede estatuir convenientemente por medio de disposiciones generales. Y así, en todas las cuestiones respecto de las que es absolutamente inevitable decidir de una manera puramente general, sin que sea posible hacerlo bien, la ley se limita a los casos más ordinarios, sin que disimule los vacíos que deja. La ley por esto no es menos buena; la falta no está en ella; tampoco está en el legislador que dicta la ley; está por entero en la naturaleza misma de las cosas; porque esta es precisamente la condición de todas las cosas prácticas”. El texto de la Etica a Nicómaco debe completarse con lo que el mismo Aristóteles sostiene al respecto en la Retórica, I, 13-15. Una aproximación interesante a la noción aristotélica de equidad y a su versión en la obra de Ferrajoli (con la que se muestra muy crítico)es la que ofrece Jesús Vega en su bien argumentado artículo “La equidad según Ferrajoli y la equidad según Aristóteles. Una comparación crítica”, Doxa 36 (2013), pp. 229-273.

[6] Insisto en destacar que una parte de los fundamentos jurídicos del informe parece revestida de una muy razonable fundamentación jurídico constitucional: así, en los fundamentos jurídicos 1 y 2, cuando se destaca el error de la mayoría de los solicitantes del indulto al pretender que éste constituya una revisión del fallo emitido en la STS 459/2019, o el error formal de formular una pretensión de indulto en cierto modo colectiva, lo que ignora que los indultos son de carácter estrictamente individual (fundamento 3), o la supuesta vulneración  durante el proceso de los derechos fundamentales de los condenados (fundamento jurídico 5) , o la precisión de la distinción entre indulto y amnistía (fundamentos jurídicos 3 y 4). Cosa muy distinta es que el informe excluya terminantemente cualquier posibilidad jurídicamente razonable de otorgar los indultos. Y creo que aquí el límite del informe de la Sala es precisamente que no puede entrar ni entra en la consideración de utilidad pública que, por el contrario, y a mi juicio, sí es un fundamento razonable para la concesión.

[7] La revista Teoría y Derecho dedicó la sección monográfica de su número 26 (2019) a la STS 459/2019, con artículos de especialistas de Derecho penal procesal y constitucional. Puede verse, además, por ejemplo, VV.AA., “Manifiesto: la banalización de los delitos de rebelión y sedición”, en Crítica penal y poder: una publicación del Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos, nº 5/2018, pp. 221-223. Del profesor García Rivas se puede leer su artículo ”Rebelión (Delito de)”, Eunomía, nº 18/2020, pp.285-310. También, “Injusta condena por sedición: un delito anacrónico y derogable”, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 82-83/2019, pp. 92-99. Asimismo, “Luces y sombras de una sentencia histórica”, Revista Electrónica de Estudios Penales y de la Seguridad, nº 5/2019.

[8] El discurso de Ortega puede leerse en https://fnff.es/memoria-historica/301149210/discurso-de-ortega-y-gasset-sobre-el-estatuto-de-cataluna-12.html.

[9] El propio Aristóteles (Metafísica. I, 4, 984b) atribuye este propósito al discípulo de Pitágoras, aunque el concepto, como he tenido oportunidad de señalar reiteradamente en el contexto de las discusiones sobre la gestión democrática de la diversidad social y cultural, de acuerdo con la conocida interpretación de Cassirer, obviamente se remonta a Heraclito, en la disyuntiva que el gran filósofo alemán sostiene que marca la tradición occidental, la que opondría los modelos de Parmenides y del propio Heráclito.

[10] Creo que nadie entre nosotros ha explicado mejor esa tradición del liberalismo democrático que la profesora Alicia García Ruiz, en diferentes ensayos. Para muestra, su reciente artículo en El País, “La libertad de todos”, https://elpais.com/opinion/2021-03-26/la-libertad-de-todos.html.