EL RETROCESO IMPARABLE DE UN DERECHO IMPRESCINDIBLE (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 20 de junio de 2024)

Cada año dedicamos un día a conmemorara los refugiados -no cabe hablar de celebración, desde luego-. Pues bien, este de 2024 exige, si cabe, insistir con mayor énfasis en el proceso de degradación que vive el derecho al que aspiran, la protección que constituye, como explicó Arendt,  la llave para poder ser reconocidos como sujetos de derechos. Porque la situación jurídica que padecen quienes se ven obligados a huir de su país y encontrar refugio fuera de él, se puede describir así: son sin derechos, o, como explicó el entonces Comisionado de derechos humanos dela ONU, el príncipe jordano Zaid Ra’ad al Hussein, en su intervención ante la Asamblea General de la ONU el 30 de marzo de 2016: “These are people with death at their back and a wall in their face»: huyen de la muerte y nosotros les oponemos un muro.

El informe 2024 de la agencia de la ONU para los refugiados, ACNUR, Global Trends Forced Displacements 2023 (acnur.org/es-es/tendencias-globales), nos presenta las principales características de los desplazados internos y los solicitantes de refugio en todo el mundo: un total de 120 millones de personas que se han visto forzadas a huir de sus hogares, incluso e sus países. Más de una de cada 70 personas en el mundo, es decir, el 1,5% de la población mundial. De ellos, casi 7 millones son demandantes de asilo y casi 32 millones se encuentran bajo el mandato de ACNUR. Contra el tópico que difunden los mensajes tremendistas de la invasión o el gran reemplazo, que nos quieren hacer creer que Europa está asediada por inmigrantes y refugiados, lo cierto es que el 75% de quienes buscan la protección del refugio son recibidos en países con renta muy baja o media y, más concretamente, el 70% se quedan en los países limítrofes a los de su país de origen. Hay un dato terrible: el porcentaje de niños constituye más de un 30% del total, es decir, cerca de 37 millones (casi 14 millones de los refugiados y casi 23 millones entre los desplazados internos)

 

La paradoja constitutiva de la noción de refugiado

La primera contradicción que se impone en este día mundial dedicado a los refugiados  afecta al equívoco terminológico: en efecto, conforme al artículo 1 de la Convención de Ginebra (ratificada por todos los Estados de la UE), llamamos refugiados a millones de personas que en todo el mundo huyen de sus países, lo que propicia que entendamos que ya gozan de protección, pero en rigor no lo son. La inmensa mayoría de esos millones de personas son sólo asylum seekers, seres humanos que huyen y buscan protección en otro país y quedan a la espera de respuesta, al menos de una respuesta que no suponga que les devuelvan al país del que huyen. Por eso, el principio de non refoulement es el santo y seña de esa protección que anhelan. Pues bien, conviene recordar que el proceso que media enyre la huída de sus hogares y la obtención de esa respuesta, no sólo es largo, peligroso, azaroso, sino que incluso cuando llegan a un país en el que pueden solicitar la protección, deben permanecer largo tiempo a la espera. Y lo que es peor: en este año 2024, como señalaré, se ha incrementado la tendencia a mantener a esos asylum seekers fuera del territorio de la supuesta acogida, o deportarlos («trasladarlos» es el eufemismo) a países terceros donde deben esperar esa respuesta, extremando los procedimientos que conocemos como <externalización del asilo>.

Volvamos al inicio de la cuestión y recordemos qué quiere decir ser un refugiado. De acuerdo con el Derecho internacional de refugiados que componen la Convención de Ginebra de 1951, concretamente su artículo primero y el Protocolo de Nueva York de 1966 (que eliminó los límites geográficos y temporales enunciados en la Convención, que tenía en cuenta casi exclusivamente la situación de grupos de desplazados europeos tras la segunda guerra mundial), podemos definir como refugiado a “Toda persona que tiene fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opciones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad y no puede o no quiere acogerse a la protección de ese país, o regresar a él a causa de dichos temores”.

Ese marco definitorio fue ampliado en los instrumentos jurídicos de dos ámbitos regionales diferentes, el africano y el latinoamericano. Así, la Convención de la OUA de 1969 que atiende a los problemas de los refugiados en Africa, entiende por refugiado “Toda persona que, debido a agresiones externas, ocupación, dominación extranjera u otros eventos que alteren gravemente el orden público en una parte o en la totalidad del territorio del país de su origen o nacionalidad, se vea obligada a huir del lugar donde habitualmente reside”. Por su parte, la conocida como Declaración de Cartagena, considera refugiados a “Las personas que han huido de sus países, porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”.

Pero lo cierto es que cada vez ponemos más difícil a las personas que necesitan de esta protección internacional el llegar a ser refugiados, comenzando porque cada vez ponemos más obstáculos para que puedan siquiera plantear formalmente su solicitud de asilo o de la protección internacional subsidiaria y, por tanto, alcanzar la condición formal de refugiados. Y además, porque cada vez más se multiplica la casuística de los motivos de persecución y la propia noción de persecución resulta restrictiva para comprender a una categoría reciente de personas que se ven obligados a huir de sus países de origen, por otros motivos: es el caso de los denominados refugiados o desplazados climáticos o medioambientales.

 

La tendencia a restringir la protección que necesitan los refugiados

Ante todo, es necesario reiterar una precisión, frente al tópico: como demuestran machaconamente las estadísticas del ACNUR, la inmensa mayoría de los que huyen, insisto en ese dato, no llegan a los países europeos, porque el 70 % se quedan en los países limítrofes al suyo de origen, o en los más próximos: de los cinco principales países de destino, según los datos de 2023, Irán (3,4 millones), Colombia (2,5 millones), Pakistán (1,5 millones), sólo uno es europeo (Alemania, 2 millones).

Lo peor es que cada vez resulta más evidente que una parte de los países hacia los que huyen estos millones de personas se empeñan en impedir que alcancen su territorio o, en todo caso, en conseguir expulsarlos rápidamente de él. Me refiero a los países occidentales: además del caso extremo de Australia, pionera en arrendar o comprar islas fuera del continente australiano para confinar en ellas a los inmigrantes o solicitantes de asilo que no quieren recibir, habría que incluir en este grupo a los Estados de la UE, así como Estados Unidos y México.

En el caso europeo, es imposible dejar de constatar la tendencia creciente  de esa voluntad política de dejarlos fuera, de alejar a esas personas de nuestro territorio, mientras esperan el proceso de selección y la respuesta a sus demandas de protección. Sin duda, las fuerzas políticas de ultraderecha, que han obtenido importantes avances en las recientes elecciones europeas, han conseguido contagiar de su lógica a buena parte de la derecha conservadora. Hasta el punto de revertir el elemento básico del derecho internacional de refugiados al que me he referido al comienzo, el principio de non refoulement, enunciado en el apartado 1 del artículo 33 de la misma Convención de Ginebra de 1951. Y ello, mediante una interpretación cada vez más discrecional de lo que dispone el apartado 2:

  1. Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas.
  2. Sin embargo, no podrá invocar los beneficios de la presente disposición el refugiado que sea considerado, por razones fundadas, como un peligro para la seguridad del país donde se encuentra, o que, habiendo sido objeto de una condena definitiva por un delito particularmente grave, constituya una amenaza para la comunidad de tal país.

 

Dos test del deterioro del derecho de asilo

Dejo de lado, porque requiere un análisis específico, el caso de la inmensa mayoría del pueblo palestino, que son refugiados en peligro, como lo acredita la existencia de una agencia específica de la ONU, la UNRWA. Los palestinos viven en una situación límite desde que, en respuesta a los terribles atentados de Hamas, el 7 de octubre de 2023,  el gobierno de Israel decidió emprender una respuesta indiscriminada a sangre y fuego que no distingue entre Hamás y la población civil palestina y ha provocado más de 35000 muertos y un número enorme de heridos, entre ellos, niños.

Quiero centrarme en dos argumentos que constituyen, a mi juicio, muestra evidente de ese proceso de deterioro del derecho al que aspiran los refugiados, en el ámbito de la Unión Europea.

Me refiero en primer lugar al Pacto europeo de migración y asilo (PEMA), aprobado el 10 de abril de 2024 por el Parlamento europeo, después de que en diciembre de 2023 el Consejo de la UE (Consejo europeo), bajo la presidencia española, alcanzara in extremis un acuerdo. A juicio de muchos de nosotros, el pacto supone una nueva vuelta de tuerca en el estrechamiento del derecho de asilo y de la protección internacional subsidiaria, porque pensamos que amenaza principios básicos del Derecho internacional de asilo y propicia una lógica jurídica discriminatoria. En todo caso, está aún lejos del proyecto de un Sistema europeo común de asilo (SECA).

Quiero advertir sobre la necesidad de evitar las generalizaciones: hay que tener en cuenta que el PEMA es un acuerdo muy complejo, que se despliega en una decena de instrumentos jurídicos. Entre ellos, en punto a la regulación del derecho de asilo y protección internacional subsidiaria, hay seis reglamentos a tener en cuenta, de los que dos son clave: el Reglamento sobre los Procedimientos de Asilo (APR, por sus siglas en inglés) y el Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM). A ellos, como digo, hay que añadir el Reglamento de control previo a la entrada (screening), el Reglamento de Crisis y Fuerza mayor (donde se recoge el principio de solidaridad “a la carta”), el Reglamento sobre Procedimiento Fronterizo de Retorno y el Reglamento Eorodac.

La crítica formulada por ONGs con experiencia en asilo, como ECRE, CEAR, el SJM, ACCEM, y otras como Save the Children, Caritas, o PICUM, subraya por ejemplo que se ha renunciado a garantizar la asistencia legal gratuita en todas las fases del procedimiento de asilo, así como también a la reubicación obligatoria como modelo de solidaridad de todos los países europeos respecto a la acogida de refugiados (en su lugar, se ha optado por la solidaridad a la carta, que permite el rechazo de refugiados a cambio de una especie de multas), o un sistema de acceso al procedimiento que se parece demasiado a un laberinto burocrático, con plazos dilatados y con una rebaja en las garantías para personas en situación de especial vulnerabilidad, al tiempo que se priorizan procesos acelerados de deportación, lo que implica el debilitamiento de la defensa jurídica en los procedimientos administrativos en las fronteras, junto a la posibilidad de ser deportadas mientras se resuelve el recurso de expulsión.

En todo caso, resulta desolador la escasísima atención que han prestado a la garantía de los derechos de los refugiados los programas electorales de los partidos que han competido en las recientes elecciones europeas. No digamos nada de la ausencia de propuestas concretas, a propósito de los problemas a los que trata de responder (a mi juicio, de forma muy equivocada) el PEMA. El gobierno, por cierto, ha sacado pecho de la aprobación del plan, sin rectificar los problemas que afectan al laberinto burocrático de los demandantes de asilo en nuestro país, o al doble rasero entre la rápida y muy positiva solución prestada a los refugiados ucranianos frente a los que huyen de otros conflictos bélicos o de situaciones de extrema necesidad (Sudán, por ejemplo).

La segunda señal de alarma es el avance de la lógica de externalización en el ámbito del procedimiento de refugio y asilo en la UE. Es fácil constatar cómo avaanza en la UE la tendencia a crear un sistema de selección mediante centros o campos (hotspots) ubicados en países terceros, a los que se enviaría a los demandantes de esa protección internacional, a la espera de resolución. No ya países limítrofes (como lo fuera Turquía, o como pretende ahora el gobierno de Meloni con Albania), sino incluso fuera del círculo de vecindad (Mauritania, Marruecos, Libia) o, directamente, muy alejados (Ruanda), como fue objetivo del proyecto inicial del gobierno danés, que el gobierno de Sunak consiguió recientemente convertir en ley. Es cierto que el Reino Unido no forma parte de la UE, pero la lógica de la ley Sunak inspira, a todas luces, la iniciativa eufemísticamente denominada “diplomacia de la migración”, suscrita por 15 Estados miembros de la UE (Dinamarca, República Checa, Bulgaria, Estonia, Grecia, Italia, Chipre, Letonia, Lituania, Malta, Países Bajos, Austria, Polonia, Rumania y Finlandia), que entregaron el pasado 15 de mayo una carta a la Comisión Europa en la que proponían crear  centros de selección para la petición de asilo en países terceros, donde se debería trasladar a todas los inmigrantes y potenciales solicitantes de asilo rescatados en el mar (https://www.lemonde.fr/international/article/2024/05/17/quinze-pays-de-l-ue-reclament-l-externalisation-des-demandeurs-d-asile_6233893_3210.html). Subrayaré que esa iniciativa coinciudió en el tiempo con la propuesta asumida en el Manifiesto electoral del Partido Popular Europeo para las elecciones europeas celebradas el 9 de junio, “Nuestra Europa: un hogar seguro y bueno para nuestros ciudadanos” (https://www.epp.eu/papers/epp-manifesto-2024), según la cual “Cualquier persona que solicite asilo en la UE también podría ser trasladada a un tercer país seguro y someterse allí al proceso de asilo”. Por cierto, resultó desolador la ausencia de propuestas relativas a la garantía del derecho de asilo en el PEMA, en la inmensa mayoría de los programas electorales que concurrieron el 9 de junio.

La hipocresía es insoportable, además, porque se disfraza de cooperación bilateral e incluso multilateral lo que, hablando claro, es un descarado proyecto de quitarse el problema de encima, a base de la complicidad con gobiernos tan poco fiables en términos de standards de democracia y derechos humanos como los de Marruecos, Túnez, Mauritania o Nigeria. Gobiernos corruptos, que no revertirán en sus ciudadanos las ayudas que les enviamos como contrapartida a nuestra exigencia de que desempeñen el papel de poli malo. Y así, les corrompemos más, al tiempo que no ayudamos a la mejora de los derechos humanos y de las expectativas de calidad de vida de esos ciudadanos. Ya ni siquiera disimulamos con la supeditación de esas ayudas a cláusulas de contraste de sus índices de desarrollo humano.

Esos reglamentos del PEMA, estas iniciativas, parecen inspirarse en el cinismo descarnado que profesan quienes entienden que los derechos humanos y sus garantías son algo opcional o, a lo sumo, un desiderátum buenista, que debe ceder ante las exigencias que impone el realismo político. Un eufemismo para disfrazar la enésima utilización del miedo al otro como principal y recurrente argumento electoral, por parte de quienes no tienen programas de mejoras concretas para los problemas de garantía universal del derecho a la salud, y a la educación, del derecho de jóvenes y dependientes a una vivienda digna, del derecho de todos a alimentación saludable, a una política energética sostenible, o medidas eficaces para afrontar el invierno demográfico europeo.

 

PESE A UNA CAMPAÑA DESOLADORA, EUROPA MERECE NUESTRO VOTO

Creo que pocas veces hemos asistido a una campaña electoral tan decepcionante como en estas elecciones europeas. Y eso que, como se ha repetido, se trata de unas elecciones existenciales: está en juego por primera vez que la lógica nacionalista y contraria al legado de los fundadores del proyecto europeo crezca hasta situarse con capacidad de condicionar un giro decisivo en las instituciones de la UE: Parlamento, Comisión y Consejo. Este momento potencialmente disruptivo es fruto de diferentes factores, pero quiero centrar mi comentario en el penoso espectáculo de la campaña, que reforzaría la tendencia a la abstención, pese a que el voto por Europa (a mi juicio, por otra Europa) parece más necesario que nunca

A mi juicio, la evolución de la campaña ha evidenciado el abandono de la discusión sobre las políticas europeas, sustituido por un tono personalista y una lógica referendaria en la que se han empleado a fondo los dos principales partidos.

Al líder del PP y la cúpula de su partido se les ha hecho larguísima la segunda semana, y han acabado casi resignados al empate técnico, cuando habían partido de un pronóstico inicial general (salvo la conocida excepción del CIS) que les daba más de seis puntos de ventaja. El ninguneo de sus líderes a su propia cabeza de lista, Dolores Montserrat, veterana europarlamentaria, es muestra de ese desconcierto. El PP, obsesionado con presentar estas elecciones como la revancha del 23-J, como la oportunidad para desalojar a Pedro Sánchez de la Moncloa, ha acabado planteando las elecciones como una impugnación personalista del presidente, a partir de dos argumentos domésticos, la ley de amnistía y la acusación de corrupción por las actividades de su mujer, Begoña Sánchez. Al tiempo que, pese a hacerse con los votos de la desaparecida Cs, no conseguía arañar en el caladero de Vox, lo que confirma la fortaleza de esa extrema derecha antieuropea. Y le ha pesado  la encrucijada común en la que se encuentran la derecha conservadora europea, cada vez más proclive a blanquear a una buena parte de la extrema derecha (hay que reconocer el éxito de Meloni como estratega), como confirman los líderes de esa derecha conservadora,   la señora von der Leyen (https://es.euronews.com/2024/05/23/von-der-leyen-reafirma-su-intencion-de-llegar-a-un-acuerdo-con-meloni), su compatriota Manfred Weber https://table.media/en/europe/news/manfred-weber-epp-cooperation-with-meloni-people-conceivable/), a quienes ha seguido el líder del PP, Núñez Feijoo (https://www.ondacero.es/elecciones/europeas/feijoo-abre-puerta-pactar-meloni-porque-homologable-extrema-derecha-europea_20240523664f8fab3a4a7f0001326644.html.

Por su parte, el PSOE, que contaba con una cabeza de lista de calidad, como Teresa Ribera,  con un reconocimiento internacional por su trabajo en la política de transición energética y una clara dimensión verde, y con candidatas de experiencia en el área internacional y en el parlamento europeo, como Hana Jalloul, Lina Gálvez y Javier López , dio un giro táctico radical tras la insólita carta del presidente, a quien pareciera que le pesan más en sus decisiónes políticas los bulos contra su mujer que los insultos de los fundamentalistas del gobierno Netanyahu. El presidente volvió a jugar la baza de pedir auxilio frente a la arremetida del fango y de la conspiración de la extrema derecha y de la derecha contra su persona (de paso, metió en la conspiración al  inquietante juez Delgado, lo que supondría prevaricación: algo insólito, un presidente combatiendo a un juez en una carta oficial dirigida a los ciudadanos). De esa forma, recondujo  en la segunda semana la estrategia del PSOE en campaña, que abandonó las políticas europeas y se entregó a la misma lógica personalista, y a una retórica aclamatoria del lider y de su mujer, convertida en la baza electoral, en un tono más propio de groupis de concierto, un papel en el que sobresale la vicepresidenta Montero. Probablemente, reducida la campaña a ese enfrentamiento populista, el PSOE acabe sacando ventaja: no cabe descartar en absoluto la remontada. El coste de este giro es  que no será una remontada por el contraste de las propuestas sobre políticas europeas y que el mensaje que se envía a los ciudadanos es que lo que importa es frenar el fango y el contubernio y salvar a Begoña y a su marido presidente.

En la extrema derecha, Vox ha aguantado bien esta campaña y ha resistido al PP, machacando coherentemente con el manual trumpista, mileista y brexista: durante las dos semanas ha reiterado sus slogans xenófobos y racistas,  las falacias y bulos antimigratorios, el fantasma de la burocracia bruselense como enemigo de los intereses nacionales, apoyado en socios de extrema derecha que, por cierto, hacen uso de estigmatizar a los agricultores españoles como enemigos desleales. La sorpresa es la aparente consolidación de un extremista demagogo y profesional del bulo y del insulto en las redes, conocido como <Alvise>, que -agarrado al terreno abonado del descontento («se acabó la fiesta»)- puede repetir el resultado de Ruiz Mateos e incluso incrementarlo. 

En la izquierda, Sumar y Podemos, que habían comenzado con debates y propuestas sobre políticas europeas verdes, de defensa, migración, o vivienda, se recondujeron enseguida a la conocida y estéril competición doméstica por desunir a la izquierda según la conocida secuencia de La vida de Brian, con exigencias maximalistas centradas en un irenismo desconcertante como receta frente a la agresión de Putin en Ucrania y en exigir que Netanyahu pase mañana mismo -si no ayer- al banquillo de los acusados. En esa competición, han acentuado hasta la caricatura la descalificación del PSOE, al que han presentado casi sin matices como un partido al servicio de los intereses de la derecha, algo que difícilmente pueden aceptar los socialistas y tampoco cualquier espectador neutral. Lo que no quiere decir que el grupo europarlamentario de los socialistas y democrátas europeos no practique una política de un pragmatismo a veces feroz, como por ejemplo en el pacto migratorio y de asilo, que promovieron pese a violar criterios básicos de la legalidad internacional en materia de derecho d e asilo y buena parte de las recomendaciones del Global Compact de la ONU sobre inmigración.

La paradoja es que las dos agrupaciones de carácter nacionalista, Coalición por la Europa Solidaria, CEUS -de la que forman parte el PNV y Coalición Canaria- y Ahora República -que integra a Bildu, ERC, BNG y Ara Més-  han sido las más empeñadas en debatir los temas de políticas europeas, seguramente porque comprenden bien que sus reivindicaciones pasan necesariamente por Europa, pero su peso en la campaña ha sido muy débil. No incluyo aquí a Junts, cuyo inane cabeza de lista (lástima que no hayan permitido un papel mayor a la excelente candidata Torbisco) se ha limitado a proclamar a los cuatro vientos que todo pasa por hacer president de la Generalitat al señor Puigdemont. Y me permito señalar la esperanza de una formación muy joven, como VOLT, genuinamente europeísta, con propuestas muy concretas y razonables  en los principales ámbitos de las políticas europeas, próximas a los verdes, aunque desconocida por completo en la campaña en nuestro país.

Me parece que, por el contrario, en esta campaña se ha consolidado una falacia  que a mi juicio desvirtúa esos signos de identidad europea, impulsada hoy por la derecha conservadora, que quiere que el test de idoneidad europeísta pase por asumir tres exigencias: una política de defensa plegada a las directrices de la OTAN, que sostenga la lucha de Ucrania frente a Putin y que sea fiel al modelo liberal económico (hoy algunos  como Richard Youngs hablan de la política europea deseable como política «geoliberal«). De esa manera, socios como Meloni quedan blanqueados y se abre el camino a una alianza de la derecha conservadora europea  con partidos que, en realidad, son iliberales, pues las políticas de la hábil Meloni en materia de derechos de minorías, derechos de las mujeres y libertad de prensa y expresión, lo son.  

Uno echa en falta que la campaña se dirigiera a debatir propuestas como las que enuncia Sartorius en su último libro, «La democracia expansiva». Se trata de discutir las prioridades y la viabilidad de políticas europeas que hagan sostenible el Estado del bienestar (que, junto al Estado de Derecho, son los signos de la identidad euopea), esto es, compatible con el pacto verde que hoy se tambalea en la UE, desde una estrategia de unificación de la lucha social por reducir la desigualdad. Hemos perdido la oportunidad de  debatir sobre propuestas concretas en las políticas públicas europeas como las que, por ejemplo, trató de llevar a la campaña el Manifiesto Por una Europa democrática, de justicia y de igualdad de la Plataforma Europea Progresista (https://www.informacion.es/opinion/2024/06/01/europa-democratica-progreso-justicia-igualdad-103184229.html), sin éxito: cómo hacer viable una transición hacia energías renovables y limpias,  un mayor impulso a la economía circular, el control de la inteligencia artificial y del oligopolio de las tecnologías de comunicación, el invierno demográfico europeo, las vías para el acceso seguro de los inmigrantes y las políticas de cohesión de su presencia estable entre nosotros, el modelo de sanidad pública y de pensiones, el acceso de los jóvenes a la vivienda, la calidad de vida de los mayores, sin discriminaciones por edadismo, o las medidas fiscales que aseguren los ingresos que la Unión Europea debe destinar a promover la cohesión social, mejorar las condiciones de vida y reducir la desigualdad entre las regiones. En definitiva, para hacer posible otra Europa y no la que pretenden quienes quieren simplemente amarrar el statu quo, o reforzar las tendencias iliberales.

Pero aún nos queda nuestra arma, el voto: el domingo, más que nunca, ¡hay que ejercerlo!

 

 

 

 

 

EL TEST DE LA LEY DE AMNISTIA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 3 de junio de 2024)

 

 

Cuestiones pendientes tras la aprobación de la ley

El BOE ublicó el martes 11 de junio la ley de amnistía, cuya denominación oficial es «Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña», tras ser definitivamente aprobada por el Congreso, que levantó el veto del Senado en la votación celebrada el pasado 30 de mayo de 2024 (en el sitioweb del Congreso de los Diputados se pueden seguir todos los documentos de su tramitación parlamentaria: https://www.congreso.es/es/proposiciones-de-ley?p_p_id=iniciativas&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_iniciativas_mode=mostrarDetalle&_iniciativas_legislatura=XV&_iniciativas_id=122%2F000019). Tras el veto en el Senado al texto aprobado por el Congreso, la ley obtuvo el respaldo de la mayoría absoluta de la Cámara baja. Un respaldo no abrumador, sino estrecho (177 a favor; 172 en contra y ninguna abstención), pero en todo caso suficiente y, por tanto, desde el punto de vista de la lógica parlamentaria, la ley cuenta con legitimidad irreprochable.

Contra lo que se ha escrito, eso, a mi juicio, no quiere decir que la única cuestión pendiente sea su aplicación por los tribunales de justicia, un trámite que, según todos los indicios, no será sencillo y que algunos se han apresurado a poner bajo sospecha, so pretexto de lo que llaman «rebelión de las togas» y otros califican de lawfare.

Conviene precisar en este punto una premisa: frente a ciertas interpretaciones paleoformalistas (y aquí la paradoja es interesante: los más férreos defensores de la necesidad de superar el formalismo jurídico, antes de la ley, es decir, los partidos independentistas, se han transformado ahora, una vez aprobada la ley, en férreos formalistas que reiteran el mantra «la ley es la ley»), lo cierto es que los jueces, que están vinculados obligatoriamente al cumplimiento de la legalidad vigente, fuente de su legitimidad, no se limitan a aplicar mecánicamente la ley. No hay tal: ni en ésta, ni en ninguna otra ley. La actividad judicial es siempre interpretativa y la interpretación jurídica, lo sabemos muy bien hoy, no es un trámite mecánico que lleven a cabo los jueces como autómatas. Pero esta vexata quaestio no es cuestión a la que quiera dedicar mi comentario: vayan a las aulas o estudien quienes sostengan un modelo de interpretación jurídica propio de concepciones jurídicas del XIX, como la escuela de la exégesis (un modelo en todo similar al teológico, como supo denunciar eficazmente Kant en su opúsculo El conflicto de las Facultades). Otra cosa es que haya jueces -que los hay- que se movilizaron públicamente frente al proyecto de ley de amnistía, incluso de forma colectiva, lo que no parece que sea un ejemplo del respeto al principio de división de poderes: la elaboración de las leyes es la competencia del poder legislativo.

Es cierto que la posibilidad de recursos de constitucionalidad y, sobre todo, en lo que toca a los jueces, el planteamiento desde los tribunales de cuestiones de constitucionalidad ante nuestro Tribunal Constitucional, o de cuestiones prejudiciales ante las instancias europeas (el tribunal de la UE, de Luxemburgo), pueden llevar a modificaciones de envergadura en el texto aprobado. Por muchas proclamaciones retóricas de sus defensores (que pretendieron desde la primera versión del texto y luego en sus correcciones posteriores que se trataba de una ley impecable desde el punto de vista constitucional), tan enfáticas como las de sus  detractores (para los cuales se trata de una modificación constitucional encubierta, una ley groseramente anticonstitucional), el primer test, pero no el único, será el de su refrendo por el Tribunal Constitucional al que corresponde ese juicio de forma exclusiva. Su fallo determinará la validez constitucional o no de la ley.

Eso no quiere decir, claro, que no quepan análisis y pronunciamientos doctrinales sobre el particular. Y desde luego, no han faltado, incluso antes de que se conociera el texto de la ley. En su tramitación parlamentaria, es un texto que ha sido sometido a importantes cambios, incluso a un primer rechazo en la votación en el pleno del Congreso. Esos cambios han sido sobre todo resultado de la negociación de Junts con el PSOE: no olvidemos que si estamos hablando de una ley de amnistía, básicamente, es porque Junts puso la fuerza de sus votos para exigir la ley de amnistía como  condición para votar la investidura y el presidente Sánchez reconoció que aceptó esa negociación, «haciendo de la necesidad virtud». Salvo para los entusiastas dogmáticos de cualquier consigna que emane de la cúpula del partido, es imposible ocultar que en el caso de que  Junts no hubiera tenido esos votos, el PSOE habría mantenido lo que habían aseverado contundentemente todos sus líderes, comenzando por el presidente del gobierno y sus más destacados representantes (de Calvo a Bolaños, pasando por la siempre entusiasta Montero), esto es, que la amnistía no tenía cabida en nuestro ordenamiento ni en su programa político. es decir, sin esos votos, la ley no se habría planteado y no habríamos asistido al trance de ver a los representantes del PSOE obligados a decir «donde dije digo, digo Diego», sometidos a la exposición de sus múltiples declaraciones previas en las que negaban cualquier posibilidad de una ley de amnistía.

Al cabo, esta ley es el resultado de una proposición de ley orgánica presentada por el grupo parlamentario socialista, en solitario, en la que éste se vio abocado a una intensa -y por momentos muy tensa- negociación con los representantes de Puigdemont, que han acabado imponiendo sus exigencias al PSOE, obligando a los dirigentes del PSOE, con su secretario general a la cabeza, a desdecirse de no pocas de las líneas rojas que habían presentado sobre el particular, bajo un imperativo sostenido por el abogado de Puigdemont (y del narco Sito Miñanco), el inefable señor Boye. Conviene recordar, en todo caso, que esa de los votos es la lógica de la negociación política, en la que juega la fuerza parlamentaria de cada parte: los votos le dieron a Junts esa capacidad de presión en la negociación (claro que siempre cabía a la otra parte, el PSOE, poner pie en pared y límites a la negociación, con la consecuencia de la ruptura de la base de investidura, claro). Porque no es menos evidente que las negociaciones deben tener unas reglas de juego claras, que las partes se hayan comprometido a no quebrar, lo que obliga a romper la negociación en caso de tal ruptura. Pero no parece que haya sido así en la negociación entre Junts y el PSOE sobre esta ley.

 

Sobre la justificación de la ley

Volvamos a la justificación de la ley. La justificación de una norma jurídica, en un sistema democrático, tiene un primer criterio: su conformidad con la legalidad vigente. Las leyes que se han dictado conforme a los criterios de competencia y procedimiento, gozan de una presunción a favor d su justificación. Pero tal justificación remite implícitamente -es decir, que en la mayoría de los casos no se plantea- a la conformidad constitucional, lo que en algunos casos exige que se haga expresa tal conformidad, es decir, remite a un examen del criterio de conformidad constitucional que a su vez reenvía a la interpretación (ponderación, se dice) de lo que podríamos entender como válvulas abiertas de la Constitución. Abiertas, porque reenvían a criterios no estrictamente técnico-jurídicos, sino políticos, de oportunidad, e incluso morales -de moralidad pública, eso sí-. Es lo que conocemos como justificación de segundo orden. En el caso de esta ley, como trataré de argumentar (y en ello no discrepo de tesis sostenidas por los promotores de la ley) los criterios de oportunidad política, esto es, la concordia, la convivencia, la «normalización institucional, política y social en Cataluña», como reza el título de la ley, que son el elemento fundamental de juicio, son el test a demostrar. Todo ello, insisto, sin perjuicio del debate sobre su constitucionalidad (en el que me parece que no carece de argumentos la posición que niega su ajuste constitucional, como también pueden aducirse en sentido contrario) y del debate técnicojurídico que muestra, en mi opinión, argumentos a favor, pero también considerables déficits de la ley.

Quizá uno de los graves errores que subyacen a esta ley sea que no resuelve la ambigüedad subyacente a un relato que no sólo es parcial (de parte), sino manifiestamente falso: me refiero a lo que recogió el acuerdo de base entre Junts y el PSOE, suscrito el 9 de noviembre de 2023, en su apartado I (Antecedentes), que puede leerse aquí: https://www.epe.es/es/politica/20231109/lea-texto-integro-acuerdo-psoe-junts-94406323). Que los negociadores socialistas aceptaran esa versión, a mi juicio, fue un grave error. La historia de Cataluña y de su encaje en España no es la versión monocromática que transmiten los defensores del independentismo, del mismo modo que por muy catalanes que sean quienes sostienen la pretensión legítima de una Cataluña independiente, no lo son más que quienes de forma también legítima sostienen lo contrario. Los ciudadanos de Cataluña y, con ello, Cataluña misma, son una realidad plural y el secuestro que realizan los independentistas arrogándose la representación única -verdadera- del pueblo catalán, para presentar un enfrentamiento entre «Cataluña y España», es una falacia lógica muy conocida -la de tomar la parte por el todo- y reiterada por todo nacionalismo que se precie: el catalán, el español, o el que sea.

El segundo déficit, a mi juicio muy importante, es el que señaló la Comisión de Venecia (ver el texto aquí: https://www.venice.coe.int/webforms/documents/?pdf=CDL-AD(2024)003-spa), en un informe cuyo borrador fue objeto de filtraciones interesadas por los partidarios y detractores de la ley, sin esperar al texto definitivo del mismo, algo que puede aceptarse en términos periodísticos por el prurito del scoop (siempre que se advirtiera que no era el texto definitivo), pero que, a mi juicio, no resulta de recibo por parte de juristas, ni de políticos responsables. A mi juicio, ese informe fue objeto de manipulación, tanto por los defensores del proyecto de ley cuando sostuvieron -y así se volvió a asegurar  en el último trámite parlamentario-  que «Europa bendijo la ley», como por sus detractores, que pretendían que la Comisión consideró que la ley vulneraba elementos clave del Estado de Derecho, núcleo del modelo europeo. Desde luego, el informe definitivo de la Comisión no encontró en la ley ninguna violación a las reglas de juego del Estado de Derecho que Europa (no sólo la UE: la Comisión de Venecia se inserta en el marco institucional del Consejo de Europa) consagra como suyas y afirmó la legitimidad del objetivo de reconciliación política, si bien precisó que ese objetivo se puede garantizar también con otras herramientas legales como los procedimientos de justicia restaurativa y, en todo caso, la Comisión expresó su seria objeción al procedimiento de urgencia seguido en su tramitación y, sobre todo, a la ausencia de un consenso suficiente. Esta segunda observación pone de manifiesto un problema político, más que jurídico.  Difícilmente se puede hablar de superar un contexto divisivo si la propuesta que se formula sigue dividiendo a los ciudadanos en dos grandes bloques.

La ley de amnistía se justificó como una solución política para un problema que, sin duda, tiene ese carácter: no sólo social, sino también institucional, político. Así se asegura literalmente en el preámbulo: “Con la aprobación de esta ley, lo que el legislador pretende es excepcionar la aplicación de las normas vigentes a unos hechos acontecidos en el contexto del proceso independentista catalán en aras del interés general, consistente en garantizar la convivencia dentro del Estado de Derecho y generar un contexto social, político e institucional que fomente la estabilidad económica y el progreso cultural y social tanto de Cataluña como del conjunto de España, sirviendo al mismo tiempo de base para la superación de un conflicto político”.

En ese sentido, creo se puede considerar razonable sostener que la solución al conflicto, en efecto, debía ser social y política, esto es, que no se debió reconducir exclusivamente al pronunciamiento de los tribunales de justicia, ni sólo a la lógica penal. Enfatizo los adverbios –exclusivamente, sólo– porque son el importante matiz que yo pondría al mantra de <desjudicializar> lo sucedido en Cataluña en 2017 y “devolver a la política lo que es de la política”. La política democrática no se puede realizar al margen de las exigencias del Estado de Derecho, del imperio de la ley que significa que el depositario de la soberanía popular es el Parlamento (y por tanto que no cabe un gobierno de los jueces), pero también de la separación de poderes, de la independencia judicial.

Para que quede clara mi opinión: sostengo que ha habido y hay un conflicto social y político en Cataluña, y de una parte de Cataluña frente a España (que no de toda Cataluña). Un conflicto que no es nuevo, ni siquiera en el marco de la experiencia democrática española: baste recordar los debates en la segunda república y las posiciones de Ortega y Azaña al respecto. Pero sostengo también que en relación con los acontecimientos del procés, es ilegítima democráticamente hablando la pretensión de que los tribunales debían mantenerse al margen, porque, muy al contrario, los tribunales no podían dejar de actuar, si había indicios de que, en ese momento álgido al que condujeron las movilizaciones promovidas y en parte organizadas por los protagonistas del procés (los políticos y los de algunos movimientos sociales), en octubre de 2017, se produjeron actuaciones contrarias a la ley, sobre todo si esas actuaciones causaron daños relevantes a derechos de terceros. Y soy de los que piensan que hubo no pocas actuaciones contrarias a la ley y lesivas de bienes jurídicos relevantes, tanto de los ciudadanos individuales (la vida, la integridad física, la libertad de movimiento), como para el bien común. Correspondía a los tribunales, en buena lógica jurídica propia del Estado de Derecho, el juicio sobre esas conductas con arreglo a los tipos penales vigentes (desórdenes públicos, desobediencia, malversación, sedición o incluso terrorismo, de un lado, y agresión y abuso de poder, de otro) y establecer las correspondientes responsabilidades. Nadie puede pretender impunidad, ni estar por encima de la ley. Otra cosa son, a posteriori, las medidas de gracia que se puedan acordar: los indultos, o incluso una amnistía. Pero esas medidas de gracia, como toda ley, deben estar sometidas a su vez a justificación.

Por tanto, me gustaría que quedase claro que sostengo que los indultos y la amnistía son, ante todo, una medida de gracia. Ya me pronuncié en su momento sobre la justificación de la medida de los indultos, una decisión que apoyé públicamente, en un artículo en el número 29/2021 de la revista Teoría y Derecho (https://teoriayderecho.tirant.com/index.php/teoria-y-derecho/article/view/556). Lo cierto, en mi opinión, es que la amnistía se define también como medida de gracia, aunque tenga unas características diferentes de los indultos. Como tal, y pese a los alegatos de los diputados Rufián y Nogueras, la amnistía no supone dar la vuelta, revertir el orden legal vigente (“derrotar al régimen de 1978”), sino excepcionar su aplicación por razones de interés general. Es una forma de ejercicio del derecho de gracia, de perdón, que, como señala la RAE, «tiene naturaleza colectiva y se ordena normalmente por razones de orden político de carácter extraordinario, como el término de una guerra civil o un período de excepción». Otra cosa es que en la negociación de esa medida de gracia acabaran primando las exigencias de una de las partes, que es lo que a todas luces sucedió con esta ley, para asegurar el sostén de Junts a la investidura. Podemos discutir -y de hecho me parece que hay un considerable margen para la crítica – la inclusión de los delitos de terrorismo en la ley (me parece desafortunada la fórmula finalmente aceptada, que excluye sólo a los delitos de terrorismo que supongan violaciones graves de derechos humanos -como si las violaciones de los derechos humanos pudieran ser leves), o la reformulación de los delitos de sedición y sobre todo, de malversación. Pero ello no invalida que pueda existir una justificación política de carácter extraordinario para adoptar la ley de amnistía. Esa es la cuestión que ahora podemos y debemos verificar.

 

El test que la ley debe superar

Vamos a lo que, a mi juicio, es la cuestión clave como test de la ley. Una vez aprobada la ley y a la espera de esas incidencias, el verdadero test se presenta en estos términos: verificar si la ley consigue la reconciliación, concordia o convivencia estables, en términos sociales y políticos. Esa reconciliación, desde luego, no puede consistir en que los independentistas renuncien a su objetivo político, que es su razón de ser: la independencia de Cataluña. En una democracia no militante, como la nuestra, el pluralismo político alberga también a quienes pretenden la independencia, aunque eso suponga romper el marco constitucional, si tal pretensión no se `propone al margen de los cauces constitucionales. Pero sí resulta incompatible plantearla de modo unilateral -no digamos, con violencia-.

Como hemos visto que recoge el propio preámbulo de la ley, la amnistía se justificó por parte del gobierno y de los partidos que constituyen la coalición de gobierno (aunque sólo el grupo parlamentario del PSOE firmó la proposición de ley orgánica), como la solución para gestionar un conflicto político, el que existe dentro de Cataluña y, además, entre Cataluña y España. Una solución que se basa, como ha sostenido el propio presidente del Gobierno, en la superior eficacia del perdón para restablecer la convivencia, un argumento que comparto.

Pero en este punto hay que destacar una primera dificultad: los partidos independentistas catalanes con representación en la Cámara (Junts, ERC, CUP) aborrecen de la presentación de esa medida en términos de perdón, porque sostienen que todo cuanto sucedió en octubre de 2017 fue en ejercicio de derechos legítimos -libertad de expresión, de reunión, de manifestación y aun el derecho de autodeterminación- frente a los cuales la respuesta penal era ilegítima, como lo era, a su juicio, la medida constitucional prevista en el artículo 155 de la Constitución, adoptada por iniciativa del gobierno Rajoy, con el respaldo parlamentario de los grupos parlamentarios del PP y del PSOE en el Senado. Este posicionamiento -que es ideológicamente legítimo, como es obvio-, parece chocar con la condición exigible para asegurar el fin compartido que legitima la ley de amnistía, la resolución del conflicto, y esa condición es renunciar a la vía de imposición unilateral de la propia pretensión. No se le pide a esa parte que renuncien a su objetivo de independencia. Se les pide, y me parece exigible, que renuncien al proyecto de imponerla unilateralmente. Y eso hay que demostrarlo con hechos. Pero los discursos, los gestos, los alegatos contrarios a la renuncia de una proclamación unilateral («lo volveremos a hacer»), por mucho que respondan a una retórica de consumo interno en la contienda entre los independentistas por alzarse con la hegemonía en el sector social que da respaldo a tal pretensión en Cataluña, no son anecdóticos. Parece evidenciar que no se acepta tal condición.

Por lo demás, hay una parte del test, la que se refiere al final o, al menos, al apaciguamiento de la lógica divisiva en España, que arroja hoy por hoy un resultado poco positivo: parece difícil negar que la ley ha sembrado e incluso incrementado una fuerte división en el resto de la sociedad española, fuera de Cataluña. Todas las encuestas que conocemos (y es increíble que el CIS no haya preguntado jamás por la cuestión en todo este tiempo) muestran un resultado inequívocamente contrario y mayoritario a la ley, por parte de los ciudadanos del resto de España: es más, se ha acrecentado una opinión de rechazo frente a Cataluña (otro error de sinécdoque) en no pocas regiones. El anuncio de iniciativas de diferentes Comunidades Autónomas, (incluida la que preside el dirigente socialista García Page) para presentar recursos de constitucionalidad frente a la ley, siendo sin duda una respuesta legítima, (habrá que ver si se ajustan a la legalidad y si se llegan a cursar), no parece que vaya a contribuir a corto y medio plazo a acabar con el clima divisivo.

Debemos añadir la otra parte del test, la que se centra en la convivencia en Cataluña,. A ese respecto, la verificación queda dificultada no tanto por la utilización de la ley de amnistía en la campaña electoral europea (sobre todo por parte de la derecha y de la ultraderecha), cuanto por la estrategia en Cataluña de los partidos independentistas en las próximas semanas, que no es del todo previsible. Hasta que no veamos cómo se compone la mesa del Parlament y si venimos abocados a unas nuevas elecciones autonómicas, no podremos verificar los efectos benéficos en la convivencia, por más que las encuestas reflejen un enfriamiento del clima social de polarización en la sociedad civil catalana. Más allá de las inaceptables intervenciones e insultos de diputados de Vox en el pleno del Congreso celebrado el día 22 de mayo y que verosímilmente buscaban dinamitar el pleno, creo que las intervenciones parlamentarias de los portavoces de Junts y ERC en el mismo debate no parecen abonar la hipótesis de una renuncia a la estrategia de polarización, como tampoco las proclamas del inane eurodiputado Comín, exigiendo que el PSC apoye la investidura de Puigdemont, so pena de mandar al traste la legislatura en Madrid. Antes de que acabe el verano tendremos elementos de juicio sobre lo que suceda en Cataluña. Si vamos a una repetición de elecciones, me temo que el argumento de la concordia, el objetivo que legitima esta ley, no se sostendrá.