Cuestiones pendientes tras la aprobación de la ley
El BOE ublicó el martes 11 de junio la ley de amnistía, cuya denominación oficial es «Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña», tras ser definitivamente aprobada por el Congreso, que levantó el veto del Senado en la votación celebrada el pasado 30 de mayo de 2024 (en el sitioweb del Congreso de los Diputados se pueden seguir todos los documentos de su tramitación parlamentaria: https://www.congreso.es/es/proposiciones-de-ley?p_p_id=iniciativas&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_iniciativas_mode=mostrarDetalle&_iniciativas_legislatura=XV&_iniciativas_id=122%2F000019). Tras el veto en el Senado al texto aprobado por el Congreso, la ley obtuvo el respaldo de la mayoría absoluta de la Cámara baja. Un respaldo no abrumador, sino estrecho (177 a favor; 172 en contra y ninguna abstención), pero en todo caso suficiente y, por tanto, desde el punto de vista de la lógica parlamentaria, la ley cuenta con legitimidad irreprochable.
Contra lo que se ha escrito, eso, a mi juicio, no quiere decir que la única cuestión pendiente sea su aplicación por los tribunales de justicia, un trámite que, según todos los indicios, no será sencillo y que algunos se han apresurado a poner bajo sospecha, so pretexto de lo que llaman «rebelión de las togas» y otros califican de lawfare.
Conviene precisar en este punto una premisa: frente a ciertas interpretaciones paleoformalistas (y aquí la paradoja es interesante: los más férreos defensores de la necesidad de superar el formalismo jurídico, antes de la ley, es decir, los partidos independentistas, se han transformado ahora, una vez aprobada la ley, en férreos formalistas que reiteran el mantra «la ley es la ley»), lo cierto es que los jueces, que están vinculados obligatoriamente al cumplimiento de la legalidad vigente, fuente de su legitimidad, no se limitan a aplicar mecánicamente la ley. No hay tal: ni en ésta, ni en ninguna otra ley. La actividad judicial es siempre interpretativa y la interpretación jurídica, lo sabemos muy bien hoy, no es un trámite mecánico que lleven a cabo los jueces como autómatas. Pero esta vexata quaestio no es cuestión a la que quiera dedicar mi comentario: vayan a las aulas o estudien quienes sostengan un modelo de interpretación jurídica propio de concepciones jurídicas del XIX, como la escuela de la exégesis (un modelo en todo similar al teológico, como supo denunciar eficazmente Kant en su opúsculo El conflicto de las Facultades). Otra cosa es que haya jueces -que los hay- que se movilizaron públicamente frente al proyecto de ley de amnistía, incluso de forma colectiva, lo que no parece que sea un ejemplo del respeto al principio de división de poderes: la elaboración de las leyes es la competencia del poder legislativo.
Es cierto que la posibilidad de recursos de constitucionalidad y, sobre todo, en lo que toca a los jueces, el planteamiento desde los tribunales de cuestiones de constitucionalidad ante nuestro Tribunal Constitucional, o de cuestiones prejudiciales ante las instancias europeas (el tribunal de la UE, de Luxemburgo), pueden llevar a modificaciones de envergadura en el texto aprobado. Por muchas proclamaciones retóricas de sus defensores (que pretendieron desde la primera versión del texto y luego en sus correcciones posteriores que se trataba de una ley impecable desde el punto de vista constitucional), tan enfáticas como las de sus detractores (para los cuales se trata de una modificación constitucional encubierta, una ley groseramente anticonstitucional), el primer test, pero no el único, será el de su refrendo por el Tribunal Constitucional al que corresponde ese juicio de forma exclusiva. Su fallo determinará la validez constitucional o no de la ley.
Eso no quiere decir, claro, que no quepan análisis y pronunciamientos doctrinales sobre el particular. Y desde luego, no han faltado, incluso antes de que se conociera el texto de la ley. En su tramitación parlamentaria, es un texto que ha sido sometido a importantes cambios, incluso a un primer rechazo en la votación en el pleno del Congreso. Esos cambios han sido sobre todo resultado de la negociación de Junts con el PSOE: no olvidemos que si estamos hablando de una ley de amnistía, básicamente, es porque Junts puso la fuerza de sus votos para exigir la ley de amnistía como condición para votar la investidura y el presidente Sánchez reconoció que aceptó esa negociación, «haciendo de la necesidad virtud». Salvo para los entusiastas dogmáticos de cualquier consigna que emane de la cúpula del partido, es imposible ocultar que en el caso de que Junts no hubiera tenido esos votos, el PSOE habría mantenido lo que habían aseverado contundentemente todos sus líderes, comenzando por el presidente del gobierno y sus más destacados representantes (de Calvo a Bolaños, pasando por la siempre entusiasta Montero), esto es, que la amnistía no tenía cabida en nuestro ordenamiento ni en su programa político. es decir, sin esos votos, la ley no se habría planteado y no habríamos asistido al trance de ver a los representantes del PSOE obligados a decir «donde dije digo, digo Diego», sometidos a la exposición de sus múltiples declaraciones previas en las que negaban cualquier posibilidad de una ley de amnistía.
Al cabo, esta ley es el resultado de una proposición de ley orgánica presentada por el grupo parlamentario socialista, en solitario, en la que éste se vio abocado a una intensa -y por momentos muy tensa- negociación con los representantes de Puigdemont, que han acabado imponiendo sus exigencias al PSOE, obligando a los dirigentes del PSOE, con su secretario general a la cabeza, a desdecirse de no pocas de las líneas rojas que habían presentado sobre el particular, bajo un imperativo sostenido por el abogado de Puigdemont (y del narco Sito Miñanco), el inefable señor Boye. Conviene recordar, en todo caso, que esa de los votos es la lógica de la negociación política, en la que juega la fuerza parlamentaria de cada parte: los votos le dieron a Junts esa capacidad de presión en la negociación (claro que siempre cabía a la otra parte, el PSOE, poner pie en pared y límites a la negociación, con la consecuencia de la ruptura de la base de investidura, claro). Porque no es menos evidente que las negociaciones deben tener unas reglas de juego claras, que las partes se hayan comprometido a no quebrar, lo que obliga a romper la negociación en caso de tal ruptura. Pero no parece que haya sido así en la negociación entre Junts y el PSOE sobre esta ley.
Sobre la justificación de la ley
Volvamos a la justificación de la ley. La justificación de una norma jurídica, en un sistema democrático, tiene un primer criterio: su conformidad con la legalidad vigente. Las leyes que se han dictado conforme a los criterios de competencia y procedimiento, gozan de una presunción a favor d su justificación. Pero tal justificación remite implícitamente -es decir, que en la mayoría de los casos no se plantea- a la conformidad constitucional, lo que en algunos casos exige que se haga expresa tal conformidad, es decir, remite a un examen del criterio de conformidad constitucional que a su vez reenvía a la interpretación (ponderación, se dice) de lo que podríamos entender como válvulas abiertas de la Constitución. Abiertas, porque reenvían a criterios no estrictamente técnico-jurídicos, sino políticos, de oportunidad, e incluso morales -de moralidad pública, eso sí-. Es lo que conocemos como justificación de segundo orden. En el caso de esta ley, como trataré de argumentar (y en ello no discrepo de tesis sostenidas por los promotores de la ley) los criterios de oportunidad política, esto es, la concordia, la convivencia, la «normalización institucional, política y social en Cataluña», como reza el título de la ley, que son el elemento fundamental de juicio, son el test a demostrar. Todo ello, insisto, sin perjuicio del debate sobre su constitucionalidad (en el que me parece que no carece de argumentos la posición que niega su ajuste constitucional, como también pueden aducirse en sentido contrario) y del debate técnicojurídico que muestra, en mi opinión, argumentos a favor, pero también considerables déficits de la ley.
Quizá uno de los graves errores que subyacen a esta ley sea que no resuelve la ambigüedad subyacente a un relato que no sólo es parcial (de parte), sino manifiestamente falso: me refiero a lo que recogió el acuerdo de base entre Junts y el PSOE, suscrito el 9 de noviembre de 2023, en su apartado I (Antecedentes), que puede leerse aquí: https://www.epe.es/es/politica/20231109/lea-texto-integro-acuerdo-psoe-junts-94406323). Que los negociadores socialistas aceptaran esa versión, a mi juicio, fue un grave error. La historia de Cataluña y de su encaje en España no es la versión monocromática que transmiten los defensores del independentismo, del mismo modo que por muy catalanes que sean quienes sostienen la pretensión legítima de una Cataluña independiente, no lo son más que quienes de forma también legítima sostienen lo contrario. Los ciudadanos de Cataluña y, con ello, Cataluña misma, son una realidad plural y el secuestro que realizan los independentistas arrogándose la representación única -verdadera- del pueblo catalán, para presentar un enfrentamiento entre «Cataluña y España», es una falacia lógica muy conocida -la de tomar la parte por el todo- y reiterada por todo nacionalismo que se precie: el catalán, el español, o el que sea.
El segundo déficit, a mi juicio muy importante, es el que señaló la Comisión de Venecia (ver el texto aquí: https://www.venice.coe.int/webforms/documents/?pdf=CDL-AD(2024)003-spa), en un informe cuyo borrador fue objeto de filtraciones interesadas por los partidarios y detractores de la ley, sin esperar al texto definitivo del mismo, algo que puede aceptarse en términos periodísticos por el prurito del scoop (siempre que se advirtiera que no era el texto definitivo), pero que, a mi juicio, no resulta de recibo por parte de juristas, ni de políticos responsables. A mi juicio, ese informe fue objeto de manipulación, tanto por los defensores del proyecto de ley cuando sostuvieron -y así se volvió a asegurar en el último trámite parlamentario- que «Europa bendijo la ley», como por sus detractores, que pretendían que la Comisión consideró que la ley vulneraba elementos clave del Estado de Derecho, núcleo del modelo europeo. Desde luego, el informe definitivo de la Comisión no encontró en la ley ninguna violación a las reglas de juego del Estado de Derecho que Europa (no sólo la UE: la Comisión de Venecia se inserta en el marco institucional del Consejo de Europa) consagra como suyas y afirmó la legitimidad del objetivo de reconciliación política, si bien precisó que ese objetivo se puede garantizar también con otras herramientas legales como los procedimientos de justicia restaurativa y, en todo caso, la Comisión expresó su seria objeción al procedimiento de urgencia seguido en su tramitación y, sobre todo, a la ausencia de un consenso suficiente. Esta segunda observación pone de manifiesto un problema político, más que jurídico. Difícilmente se puede hablar de superar un contexto divisivo si la propuesta que se formula sigue dividiendo a los ciudadanos en dos grandes bloques.
La ley de amnistía se justificó como una solución política para un problema que, sin duda, tiene ese carácter: no sólo social, sino también institucional, político. Así se asegura literalmente en el preámbulo: “Con la aprobación de esta ley, lo que el legislador pretende es excepcionar la aplicación de las normas vigentes a unos hechos acontecidos en el contexto del proceso independentista catalán en aras del interés general, consistente en garantizar la convivencia dentro del Estado de Derecho y generar un contexto social, político e institucional que fomente la estabilidad económica y el progreso cultural y social tanto de Cataluña como del conjunto de España, sirviendo al mismo tiempo de base para la superación de un conflicto político”.
En ese sentido, creo se puede considerar razonable sostener que la solución al conflicto, en efecto, debía ser social y política, esto es, que no se debió reconducir exclusivamente al pronunciamiento de los tribunales de justicia, ni sólo a la lógica penal. Enfatizo los adverbios –exclusivamente, sólo– porque son el importante matiz que yo pondría al mantra de <desjudicializar> lo sucedido en Cataluña en 2017 y “devolver a la política lo que es de la política”. La política democrática no se puede realizar al margen de las exigencias del Estado de Derecho, del imperio de la ley que significa que el depositario de la soberanía popular es el Parlamento (y por tanto que no cabe un gobierno de los jueces), pero también de la separación de poderes, de la independencia judicial.
Para que quede clara mi opinión: sostengo que ha habido y hay un conflicto social y político en Cataluña, y de una parte de Cataluña frente a España (que no de toda Cataluña). Un conflicto que no es nuevo, ni siquiera en el marco de la experiencia democrática española: baste recordar los debates en la segunda república y las posiciones de Ortega y Azaña al respecto. Pero sostengo también que en relación con los acontecimientos del procés, es ilegítima democráticamente hablando la pretensión de que los tribunales debían mantenerse al margen, porque, muy al contrario, los tribunales no podían dejar de actuar, si había indicios de que, en ese momento álgido al que condujeron las movilizaciones promovidas y en parte organizadas por los protagonistas del procés (los políticos y los de algunos movimientos sociales), en octubre de 2017, se produjeron actuaciones contrarias a la ley, sobre todo si esas actuaciones causaron daños relevantes a derechos de terceros. Y soy de los que piensan que hubo no pocas actuaciones contrarias a la ley y lesivas de bienes jurídicos relevantes, tanto de los ciudadanos individuales (la vida, la integridad física, la libertad de movimiento), como para el bien común. Correspondía a los tribunales, en buena lógica jurídica propia del Estado de Derecho, el juicio sobre esas conductas con arreglo a los tipos penales vigentes (desórdenes públicos, desobediencia, malversación, sedición o incluso terrorismo, de un lado, y agresión y abuso de poder, de otro) y establecer las correspondientes responsabilidades. Nadie puede pretender impunidad, ni estar por encima de la ley. Otra cosa son, a posteriori, las medidas de gracia que se puedan acordar: los indultos, o incluso una amnistía. Pero esas medidas de gracia, como toda ley, deben estar sometidas a su vez a justificación.
Por tanto, me gustaría que quedase claro que sostengo que los indultos y la amnistía son, ante todo, una medida de gracia. Ya me pronuncié en su momento sobre la justificación de la medida de los indultos, una decisión que apoyé públicamente, en un artículo en el número 29/2021 de la revista Teoría y Derecho (https://teoriayderecho.tirant.com/index.php/teoria-y-derecho/article/view/556). Lo cierto, en mi opinión, es que la amnistía se define también como medida de gracia, aunque tenga unas características diferentes de los indultos. Como tal, y pese a los alegatos de los diputados Rufián y Nogueras, la amnistía no supone dar la vuelta, revertir el orden legal vigente (“derrotar al régimen de 1978”), sino excepcionar su aplicación por razones de interés general. Es una forma de ejercicio del derecho de gracia, de perdón, que, como señala la RAE, «tiene naturaleza colectiva y se ordena normalmente por razones de orden político de carácter extraordinario, como el término de una guerra civil o un período de excepción». Otra cosa es que en la negociación de esa medida de gracia acabaran primando las exigencias de una de las partes, que es lo que a todas luces sucedió con esta ley, para asegurar el sostén de Junts a la investidura. Podemos discutir -y de hecho me parece que hay un considerable margen para la crítica – la inclusión de los delitos de terrorismo en la ley (me parece desafortunada la fórmula finalmente aceptada, que excluye sólo a los delitos de terrorismo que supongan violaciones graves de derechos humanos -como si las violaciones de los derechos humanos pudieran ser leves), o la reformulación de los delitos de sedición y sobre todo, de malversación. Pero ello no invalida que pueda existir una justificación política de carácter extraordinario para adoptar la ley de amnistía. Esa es la cuestión que ahora podemos y debemos verificar.
El test que la ley debe superar
Vamos a lo que, a mi juicio, es la cuestión clave como test de la ley. Una vez aprobada la ley y a la espera de esas incidencias, el verdadero test se presenta en estos términos: verificar si la ley consigue la reconciliación, concordia o convivencia estables, en términos sociales y políticos. Esa reconciliación, desde luego, no puede consistir en que los independentistas renuncien a su objetivo político, que es su razón de ser: la independencia de Cataluña. En una democracia no militante, como la nuestra, el pluralismo político alberga también a quienes pretenden la independencia, aunque eso suponga romper el marco constitucional, si tal pretensión no se `propone al margen de los cauces constitucionales. Pero sí resulta incompatible plantearla de modo unilateral -no digamos, con violencia-.
Como hemos visto que recoge el propio preámbulo de la ley, la amnistía se justificó por parte del gobierno y de los partidos que constituyen la coalición de gobierno (aunque sólo el grupo parlamentario del PSOE firmó la proposición de ley orgánica), como la solución para gestionar un conflicto político, el que existe dentro de Cataluña y, además, entre Cataluña y España. Una solución que se basa, como ha sostenido el propio presidente del Gobierno, en la superior eficacia del perdón para restablecer la convivencia, un argumento que comparto.
Pero en este punto hay que destacar una primera dificultad: los partidos independentistas catalanes con representación en la Cámara (Junts, ERC, CUP) aborrecen de la presentación de esa medida en términos de perdón, porque sostienen que todo cuanto sucedió en octubre de 2017 fue en ejercicio de derechos legítimos -libertad de expresión, de reunión, de manifestación y aun el derecho de autodeterminación- frente a los cuales la respuesta penal era ilegítima, como lo era, a su juicio, la medida constitucional prevista en el artículo 155 de la Constitución, adoptada por iniciativa del gobierno Rajoy, con el respaldo parlamentario de los grupos parlamentarios del PP y del PSOE en el Senado. Este posicionamiento -que es ideológicamente legítimo, como es obvio-, parece chocar con la condición exigible para asegurar el fin compartido que legitima la ley de amnistía, la resolución del conflicto, y esa condición es renunciar a la vía de imposición unilateral de la propia pretensión. No se le pide a esa parte que renuncien a su objetivo de independencia. Se les pide, y me parece exigible, que renuncien al proyecto de imponerla unilateralmente. Y eso hay que demostrarlo con hechos. Pero los discursos, los gestos, los alegatos contrarios a la renuncia de una proclamación unilateral («lo volveremos a hacer»), por mucho que respondan a una retórica de consumo interno en la contienda entre los independentistas por alzarse con la hegemonía en el sector social que da respaldo a tal pretensión en Cataluña, no son anecdóticos. Parece evidenciar que no se acepta tal condición.
Por lo demás, hay una parte del test, la que se refiere al final o, al menos, al apaciguamiento de la lógica divisiva en España, que arroja hoy por hoy un resultado poco positivo: parece difícil negar que la ley ha sembrado e incluso incrementado una fuerte división en el resto de la sociedad española, fuera de Cataluña. Todas las encuestas que conocemos (y es increíble que el CIS no haya preguntado jamás por la cuestión en todo este tiempo) muestran un resultado inequívocamente contrario y mayoritario a la ley, por parte de los ciudadanos del resto de España: es más, se ha acrecentado una opinión de rechazo frente a Cataluña (otro error de sinécdoque) en no pocas regiones. El anuncio de iniciativas de diferentes Comunidades Autónomas, (incluida la que preside el dirigente socialista García Page) para presentar recursos de constitucionalidad frente a la ley, siendo sin duda una respuesta legítima, (habrá que ver si se ajustan a la legalidad y si se llegan a cursar), no parece que vaya a contribuir a corto y medio plazo a acabar con el clima divisivo.
Debemos añadir la otra parte del test, la que se centra en la convivencia en Cataluña,. A ese respecto, la verificación queda dificultada no tanto por la utilización de la ley de amnistía en la campaña electoral europea (sobre todo por parte de la derecha y de la ultraderecha), cuanto por la estrategia en Cataluña de los partidos independentistas en las próximas semanas, que no es del todo previsible. Hasta que no veamos cómo se compone la mesa del Parlament y si venimos abocados a unas nuevas elecciones autonómicas, no podremos verificar los efectos benéficos en la convivencia, por más que las encuestas reflejen un enfriamiento del clima social de polarización en la sociedad civil catalana. Más allá de las inaceptables intervenciones e insultos de diputados de Vox en el pleno del Congreso celebrado el día 22 de mayo y que verosímilmente buscaban dinamitar el pleno, creo que las intervenciones parlamentarias de los portavoces de Junts y ERC en el mismo debate no parecen abonar la hipótesis de una renuncia a la estrategia de polarización, como tampoco las proclamas del inane eurodiputado Comín, exigiendo que el PSC apoye la investidura de Puigdemont, so pena de mandar al traste la legislatura en Madrid. Antes de que acabe el verano tendremos elementos de juicio sobre lo que suceda en Cataluña. Si vamos a una repetición de elecciones, me temo que el argumento de la concordia, el objetivo que legitima esta ley, no se sostendrá.