DERECHO A DECIDIR, QUÉ?

DERECHO A DECIDIR, QUÉ?

RÉPLICA A PISARELLO Y ASENS

Javier de Lucas

No puedo estar más de acuerdo con el objetivo que expresamente proponen Pisarello y Assens en los prolegómenos del ensayo publicado recientemente en Sin Permiso, (11.11.2012)  en el que desarrollan tesis formuladas poco antes en un artículo en Diagonal. En efecto, me parece capital comprender que, como ellos escriben, “Sería un error que para revertir la hegemonía que CiU y el Partido Popular están consiguiendo en torno a la cuestión nacional, las izquierdas de Catalunya y del resto del Estado se atrincheraran en la negación o el desprecio del derecho a decidir. Su desafío es otro: hacerlo suyo y conseguir que las aspiraciones federalistas, confederalistas o independentistas converjan, en las urnas y más allá de ellas, en iniciativas comunes de lucha contra las políticas ‘austeritarias’ europeas y contra un régimen constitucional bipartidista que ha abdicado de toda función democratizadora”. Sí: ignorar o, aun peor, despreciar la reivindicación del derecho a decidir es un error de principio, además de estratégico. Y sí, la izquierda debe reivindicar ese derecho e insertarlo en la luchas contra el austericidio y en la redemocratización en profundidad de una democracia que necesita urgentemente de revisiones, empezando por la De la Constitución. Porque también estoy de acuerdo en otra tesis central de mis colegas: la lucha por la igualdad es un rasgo de identidad de la izquierda, pero también lo es la defensa de una democracia plural e inclusiva que no excluya sino que reconozca plenamente la diversidad, y no desde el horizonte cerrado de los viejos Estados-nación, sino desde las exigencias que impone un mundo cada vez más interdependiente, en el que los riesgos y las oportunidades deben ser afrontadas con una perspectiva global y transgeneracional.

Pero mis discrepancias con el desarrollo de ese proyecto, tal y como es argumentado por Pisarello y Assens, no son menores. Y eso  es debido a la centralidad que otorgan a una interpretación del “derecho a decidir” que, contra lo que sostienen en su propósito inicial,  me parece contaminada por la estrategia  que está cultivando la derecha catalanista –cierto, no sólo la derecha- de cara a las elecciones del próximo día 25. Dejaré dicho de entrada que, a mi juicio, es un error sostener que la reivindicación del derecho a decidir es un argumento de la izquierda, so capa del origen remoto de la posición favorable del PSUC. Creo que el juicio sobre si una proposición es de derecha o izquierda no depende tanto de quien lo enuncia, sino de su fundamento y su función en un contexto concreto. Y en mi opinión, aquí y ahora, esta pretensión juega objetivamente a favor de los intereses conservadores: los de la burguesía catalana y, como efecto dialéctico, los de la más rancia derecha española. Pero lo que me parece más grave es que en el fondo, aceptar la prioridad del derecho a decidir (como lo hace también IC en su lema electoral) supone plegarse o al menos deja la vía libre al planteamiento caudillista respecto a un procedimiento de ejercicio que, a mi entender, vulnera una <línea roja> de la democracia y del Estado de Derecho: la sujeción igual a la ley.

No niego que eso se pueda plantear y que sea legítimo. Niego el planteamiento exclusivista, el de quienes nos advierten que no hay marcha atrás posible ni oportunidades para negociar sobre el lugar de Catalunya en España y sobre el reconocimiento que España debe a Catalunya. Niego el dictat de quienes sostienen que  ya han pasado 30 años sin resultado alguno de reconocimiento de la identidad de Catalunya como nación y por eso la única vía es hacer un camino separado. Niego, porque me parece otro trágala (tanto como el habitual del centralismo españolista) el que nos anuncian quienes proclaman que sólo cabe –sí o sí-  aceptar el planteamiento del derecho a decidir como un fait accompli y nos reprochan que de no hacerlo así será como reconocer que no hay democracia…

Es éste un debate que, entre nosotros, ha acabado por plantearse en términos casi excluyentes de toda posibilidad de diálogo. Los de quienes entienden que la cuestión del derecho a decidir no es siquiera planteable sin romper con una legalidad que enuncian como una categoría casi sagrada. Pero también los de quienes sostienen que, en democracia, lo primero es consultar al pueblo y, por tanto, quienes se opongan a que el pueblo (el poble catalá, la nació catalana) sea consultado y así tome la palabra y ejerza el derecho “natural” a decidir, serían antidemócratas, aunque lo hagan en nombre de las reglas de juego, de la Constitución vigente, porque “ninguna legalidad formal puede estar por encima de la legitimidad democrática”. En dos palabras: para los primeros, sólo los antidemócratas (catalanes, claro) pueden plantear como cuestión previa la del derecho a decidir. Para los segundos, sólo los antidemócratas (españoles y catalanes, que también los habrá)  temen el derecho a decidir…

Dejemos de lado la vexata quaestio de los <derechos naturales>, aún más ardua cuando se habla de colectivos como “nación” o “pueblo”. Excusemos en estas páginas las discusiones sobre los agravios  a la dignidad del pueblo catalán causados por la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y sobre el “expolio”. Argumentos a favor  y en contra de una y otra tesis no faltan y en algunos casos parecen incluso apoyarse en discrepancias metodológicas sobre tecnología presupuestaria (véase por ejemplo el artículo “Malentendidos sobre el saldo fiscal publicado en El País por Antoni Zabalza, catedrático de Economía y  y antiguo Secretario de Estado en Gobiernos del PSOE). Dejemos también aparte que haya sido exitosa la estrategia electoral de CiU en las elecciones de 25 de noviembre, que cifraba el debate en reducirlo a un referéndum sobre el derecho a decidir. Un referéndum enunciado en término del telegrama de respuesta pagada (por no decir algo más grave, en términos tan simplistas que se aproximan peligrosamente al caudillismo, también en la evocación épica), pues el derecho a decidir se presenta como paso obligado para la vía aúrea que permite llegar a un futuro mejor (una tautología, puesto que eso es lo deseable, salvo que se sea masoquista), más aún si se describe casi en los términos de la tierra prometida de leche y miel. Dejemos de lado, sobre todo, que haya servido para orillar lo que todo programa electoral debe explicar, es decir, qué objetivos se trata de alcanzar respecto a las necesidades y los intereses inmediatos de los ciudadanos (salud, educación, servicios públicos, étc) y cómo, lo que significa también con qué prioridades en el proyecto presupuestario o, como apuntaba Pla, el evidente “y todo esto, ¿quién lo paga?”.

Más allá de todo eso, sucede que, en mi opinión, con el planteamiento de “quién tiene miedo al derecho a decidir?”,  no sólo es que se desvió la atención de cualquier otro tema de discusión electoral porque se creó otro marco de discusión (que prácticamente ha ocultado todo lo demás, según las tesis conocidas de Lakoff  en su No pienses en un elefante) sino que, sobre todo y a mi juicio, se obvió la presentación, la justificación y el debate acerca de tres presupuestos obligados.

El primer argumento orillado es precisamente el del significado profundo del derecho a decidir. El segundo, el del sujeto del mismo, el pueblo o la nación: ¿cuál?. Y en ambos casos, se obvió también la discusión sobre el tercero, esto es, las condiciones de su ejercicio legítimo hic et nunc, es decir, en una situación como la de Catalunya en 2012, un contexto en el que invocar la analogía colonial, la ausencia de libertad, es mucho más que una analogía impropia, un disparate. Ciertamente se me dirá que las referencias remiten a Escocia y Quebec como situaciones análogas. Pero es una analogía indebida; porque en una y otra se ha aceptado las reglas de juego existentes, el procedimiento que marca el orden jurídico vigente y no se ha lanzado el desafío histórico, formulado en los términos épicos tan caros al nacionalismo romántico y sus mitos,  de afirmar la voluntad del pueblo “por encima de leyes y tribunales”. Y porque, en cualquier caso, me parece evidente que ni en el caso de Quebec, ni en el de Escocia está justificado sostener, como se ha pretendido sin mayores matizaciones, que Catalunya “debe recuperar su libertad”, y liberarse de la “dominación”. Tampoco, a mi juicio, en el de Catalunya.

En primer lugar, decía, se ha orillado la discusión sobre el significado mismo del derecho a decidir. Porque es cierto que cabe presentarlo como un derecho colectivo que corresponde a un grupo. Es la única perspectiva presente en el debate, con referencia a la nación o pueblo, el catalán, of course. Pero cabe conectarlo asimismo (y no necesariamente en oposición al anterior) con cuanto he tratado de apuntar acerca de la necesidad de un proceso de redemocratización que recupere para los ciudadanos el derecho a decidir en el sentido de la soberanía democrática y de derechos de la que son titulares. Soberanía en el sentido profundo de emancipación, que es precisamente el de autonomía para pensar y actuar, para decidir  con la propia cabeza y conforme a la libre y propia voluntad. Sin interferencias indebidas de terceros, y menos aún desde terceros que con su posición hegemónica (e ilegítima) anulan esa libertad de decidir, como lo hacen en tantas situaciones los agentes financieros. Salir del status pasivo de consumidor político exige recuperar ese derecho a decidir. Y para eso hay que desactivar las barreras que sujetan a los ciudadanos impidiéndoles una decisión libre. Ese ámbito del derecho a decidir es, en mi opinión, previo a ningún otro. Ese es el que asegura el principio de egalibertad, que exige un programa político en el que la prioridad la tenga la igual libertad en los derechos, incluidos, obviamente, los derechos sociales. Es decir, el programa de emancipación que debería caracterizar a las fuerzas de izquierda. Creo que ese es el planteamiento correcto de la emancipación, de la independencia, en el siglo XXI y estoy de acuerdo en eso con lo que señalan Alvarez Junco y Fradera cuando escriben: “Vivimos un mundo en el que es absurdo ya proclamar la “soberanía nacional” o hablar de “independencia” en términos absolutos. Quien sueñe con una España homogénea y se sienta molesto por los “dialectos regionales” está tan fuera de la realidad como quien sueñe con nuevos Estados independientes y felices, de los que desaparecerán las interferencias a las que imputan todos sus males”[1]

En segundo término, como hemos visto, la estrategia electoral en cuestión enfatizó un presupuesto obvio del debate -sobre el que no cabe desacuerdo- y dejó en segundo plano otros dos presupuestos, menos obvios, sobre los que existe un desacuerdo frontal, que a mi juicio es lo decisivo. Ante todo, el presupuesto obvio que consiste en que el único sujeto del derecho a decidir es el pueblo. En democracia, sólo éste tiene el poder constituyente o, al menos sólo a él corresponde el acto constituyente originario[2]. El problema viene con la necesidad de determinarlo en el contexto preciso, es decir, con el adjetivo, el que especifica de qué pueblo se trata. En nuestro caso, la alternativa se plantea entre el pueblo catalán, como pretenden CiU, ERC, CUP, por ejemplo, o el pueblo español previamente, como sostiene la Constitución española de 1978 que limita la posibilidad de modificar la ley de consultas en ámbitos como éste. Porque, si se respeta el procedimiento jurídico vigente, eso exige al menos una reforma jurídica que casi inexcusablemente toca a la Constitución, en cuyo caso el sujeto de la reforma que debe posibilitar el ejercicio del derecho en cuestión por el pueblo o la nación de Catalunya sería el pueblo que es soberano en la Constitución, el español. Pero aquí topamos con el tercer presupuesto, una condición que simplemente se ha descartado en aras de un principio democrático predicado en abstracto, con exención de supuestos (lo que es antipolítico) y, sobre todo, prescindiendo de aquello que, como he tratado de recordar siguiendo a Ferrajoli, constituye al pueblo como sujeto político, su Constitución. En mi opinión, es claro que ha de respetarse el Derecho, las reglas de juego (que son sobre todo las de procedimiento) a la hora de defender democráticamente cualquier pretensión. Si no, estamos ante la ley del más fuerte, a dos pasos de la irracionalidad o del imperio de quien impone por fuerza su voluntad. Por eso el empeño que comparto  (que no es “españolista”, ni sacraliza la Constitución, que no son las tablas de la ley) en sostener el respeto a la Constitución. Un respeto que por descontado incluye la posibilidad de reformarla. Y tras una reforma constitucional al efecto, reforma que tiene como reglas las establecidas al efecto en el texto constitucional y que remite al pueblo español como sujeto, cabría una consulta referendaria al pueblo de Catalunya. Si no, en el agua sucia que tiramos, va nada menos que el Estado de Derecho, el respeto a la ley, que es la garantía de la igualdad, la barrera a la que pueden aferrarse los más débiles. De otro modo, si el sentimiento se impone a la ley, ¿qué impide el bucle permanente? por qué no el pueblo aranés? Y la franja?. Por eso, aunque duelan, creo acertadas las palabras de Alvarez Junco y Fradera cuando escriben: “Convocar manifestaciones y recurrir a referéndums para forjar unanimidades solo sirve para enmascarar la complejidad de la realidad. Los problemas colectivos no pueden resolverse con sencillas preguntas a las que solo cabe responder sí/no. La democracia es más que eso: es hablar y escuchar, pensar y decidir, sobre datos y cifras, sobre intereses legítimos y sobre resentimientos ».

Acaso el problema radicaría en una deficiente o, peor, manipuladora comprensión previa del hecho de la plurinacionalidad y la pluriculturalidad: la que sostiene la doctrina que identifica las nociones etnoculturales de nación y cultura (cultura nacional, cultura en todo caso específica, diferente) y la noción política de pueblo y, además, propugna no sólo que allí donde se dan aquéllas debe existir éste, sino que debe reconocérsele el “derecho natural” a constituirse como Estado. Que esa sea la lógica que han recorrido las construcciones de los diversos Estados-nación que surgen desde el siglo XVI en Occidente y, posteriormente, de los nacionalismos que se han batido contra situaciones coloniales en lo que hemos llamado “tercer mundo”, hasta llegar a los nacionalismos “periféricos” que hoy encarnan tales reivindicaciones (de Quebeq a Cataluña pasando por Escocia), no significa que ese proceso deba repetirse inevitablemente por la vía del Estado nación.

Y quizá cabría plantearse asimismo qué significa independencia en el segundo decenio del XXI, en un rincón de Europa, en un mundo en el que la soberanía política estatal, al modo de Bodin o Hobbes es un concepto demediado, no ya frente a instancias políticas supraestatales, sino frente a instancias no políticas: las multinacionales, las entidades financieras, los mercados…Es lo que argumentan De qué quieren ser independientes los ciudadanos, los ciudadanos de Catalunya, de Escocia o del Véneto? Sólo ellos quieren la independencia? La quieren los ciudadanos que forman parte del 25S?

En definitiva, a mi juicio, se trata del mismo el error: el error de quienes se encastillan en el Estado nación como realidad irrebasable (indivisible, esencial) y consideran la Constitución española de 1978 como una especie de Tablas de le ley, expresión de una realidad más que “natural”, “sagrada”: la de la unidad de España como Estado. Pero también el error de quienes, desde el otro lado de la trinchera, rechazan para las pretensiones de autoafirmación política otras modalidades de sujeto político – como el Estado federal o el confederal o la federación multiestatal- que no sean la de convertirse a su vez en otro Estado nacional.

Quizá todo esto puede ser explicado como un debate sobre la interpretación de otro conocido texto de Spinoza: «No cabe duda que los contratos o leyes por los que la multitud transfiere su derecho a un Consejo o a un hombre, deben ser violados, cuando el bien común así lo exige» (Tratado Político, Cap.4, 6). Pero conviene tener en cuenta que ese no es un alegato para saltarse « leyes y tribunales », como ha propuesto el President Mas. Lo que Spinoza  propone es la prioridad del bien común, de la cosa pública  a la que aspiraba ese pequeño territorio, la República de las Provincias Unidas que, bajo la guía de Johann de Witt  fue el refugio del filósofo y óptico marrano y un efímero ejemplo de sociedad civil libre y próspera. Nada que ver con la mística vacía de la nación, que es otro opio con el que se trata de eludir los problemas reales, los de desigualdad e injusticia que las políticas públicas que practican al igual hoy unos y otros nacionalistas –los que quieren « españolizar » y los orgullosos de haber « catalanizado »- no dejan de incrementar sus consecuencias sobre los más vulnerables. Como recordara El Roto, el sueño de la nación produce –cuando menos- exilios…

 

 

 

 

 

 

 

 


[1] “Afrontar el futuro con recetas del pasado”, El País, 20 de noviembre de 2012.

[2] Que esto tiene que ver y mucho con la reivindicación de un nuevo proceso constituyente como solución a la crisis profunda de la democracia, tal y como señalé al comienzo, es evidente.

desintegración social: un proceso que se extiende

Contra lo que el prejuicio generalizado e interesado que hoy impera en buena parte de la opinión pública, el proceso de integración no se (debe) construir sólo ante la presencia de agentes sociales externos al cuerpo social -los inmigrantes- o de minorías  (nacionales, lingüísticas, religiosas) presentes en nuestro territorio estatal, sino que forma parte de la construcción del vínculo social. Pues bien, las políticas de gestión de la crisis que lleva a cabo nuestro Gobierno, bajo el dogma del déficit fiscal arteramente introducido en la Constitución a través de un pacto semiclandestino entre el anteriorPresidente del Gobierno y el actual, en octubre de 2011, están acelerando el proceso de desintegración social.

Dos ejemplos de lo que digo: el impacto demoledor de esas verdaderas «ejecuciones sociales» que son los desahucios, al amparo de una ley arquetípica de lo que conocemos como contratos de adhesión, en los que una de las partes impone condiciones abusivas a la otra, mediante engaño y gracias a la asimetría de relación, y los recortes en derechos sociales fundamentales, como el de la salud, que afectan a los inmigrantes irregulares desde la entrada en vigor el pasado 1 de septiembre del RD 16/2012 de racionalización del sistema nacional de salud. Ambas han dado pie a un certero comentario del Presidente ecuatoriano Correa, durante su visita a España con motivo de la Cumbre Iberoamericana de Cádiz. Correa subrayó el disparate de una política de desahucios que «deja a la gente sin casa y a las casas sin gente» y prometió tratar de reparar esa lesión gravísima a los derechos fundamentales de sus conciudadanos ecuatorianos.

De eso trataba la ponencia que presenté en el encuentro internacional de Institutos de Investigación en derechos humanos que organizó el IDH de la Universitat de València el pasado 15 y 16 de noviembre. A continuación, transcribo un resumen de la nota de prensa de esa intervención, con el título “Immigració i integració a Espanya, en temps de crisi: símptomes de la patologia i elements per a un diagnòstic”

Els grups més vulnerables, i entre ells els immigrants, han estat les primeres víctimes de les polítiques de retallades, malament anomenades ‘reformes’ o ‘polítiques d’ajustament’, amb les quals el Govern Rajoy al llarg de 2012, ha tractat de respondre a la indiscutiblement greu situació de crisi que viu Espanya que permeten parlar de xenofòbia institucionalitzada i fins i tot la reculada preocupant en l’Estat de Dret i en la qualitat de la democràcia a Espanya”. Només cal examinar el retall del dret fonamental a la salut i la demolició de la política de cooperació i dels fons per a acollida i integració dels immigrants.

Aquestes mesures  han de situar-se en el programa del neoliberalisme conservador que sembla cercar una sort d’assetjament i enderrocament als drets socials de tots els ciutadans i residents en el nostre país, no només dels immigrants. A això s’ha d’unir l’implacable abandó dels més vulnerables, fins i tot ciutadans espanyols, sumits en el laberint d’una impossible recerca d’ocupació, d’iniciatives legislatives imposades per via Decret-Llei que desnaturalitzen serveis socials bàsics com la salut, l’educació o les pensions i acorralats per la feroç rapinya de les entitats financeres que practiquen aqueixes execucions socials que són els desahucis, regits per una legislació de començaments del XIX, fidel trassumpte de la descripció del Codi Civil que fera Marx en el capítol VII del seu llibre El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: ‘El Codi de Napoleó no és ja més que el codi dels embargaments, de les subhastes i de les adjudicacions forçoses’.

Aquestes respostes parlen de la nostra barbàrie ací on vam presumir de civilització i obliden la vella asserció de Condorcet contra el colonialisme i el paternalisme, segons el qual els pobles aprendran que no poden convertir-se en conquistadors sense perdre la seua pròpia llibertat. Això és el que passarà, si en l’ordre internacional prosseguim amb el perfil neocolonial i paternalista i no aprenem la lliçó de la importància cabdal de promoure polítiques de cooperació i codesenvolupament mútues, si les nostres polítiques d’integració s’obstinen a subratllar el model d’imposició monocultural i a excloure les conseqüències ineludibles de prendre de debò el principi d’igualtat de drets i deures i la importància decisiva del reconeixement de tots els ciutadans també dels immigrants- com subjectes de l’espai públic en condicions d’igualtat.

Pel que fa al dret a la salut,  el passat 1 de setembre va entrar en vigor el Reial decret Llei 16/2012, l’aplicació del qual deixa sense assistència sanitària (excepte urgències i assistència a embarassades), entre uns altres, als immigrants irregulars, als quals no els bastarà estar empadronats per a disposar de targeta sanitària. Amb aquesta mesura, es posa als immigrants irregulars en situació de risc i d’absoluta inseguretat jurídica quant a un dret fonamental; se’ls imposa un laberint administratiu caòtic per a aconseguir la menor prestació. Per als emigrants, una vegada més no regeixen les regles comunes de l’Estat de Dret, sinó un permanent estat d’excepció.

Qualsevol alternativa ha de partir d’una condició sine qua non: derogar el Decret i tornar a un sistema de salut basat en drets socials universals, no en la prestació de serveis a assegurats o mitjançant quotes o rebuts. Però com l’arrel d’aquesta polèmica reforma és, malgrat tot, raonable, açò és, contenir la despesa sanitària en un context de forta crisi, cal trobar mesures que servisquen per a estalviar en despesa sanitària sense detriment de la garantia de la salut dels més febles. Aqueixes mesures alternatives existeixen ja perquè la Federació d’Associacions de Sanitat Pública (FADSP) va presentar a l’abril de 2012 una detallada llista de propostes que permetrien disminuir un 30% de la despesa sanitària públic actual. La clau és optar per mesures que, a diferència del principi de copago, milloren l’eficiència i racionalitat del Sistema Nacional de Salut (SNS), des de l’estalvi del 50% en el consum inadequat de medicaments (que suposaria al voltant de 1100 milions d’euros; de per si mateix, el suposat cost de l’atenció als irregulars), o la integració del mutualisme administratiu en el SNS (més de 200 milions d’euros), a la millora de la gestió de l’hospitalització i la reducció en un terç de les estades inadequades (quasi 5000 milions d’euros).

D’altra banda, per a encarar el futur immediat i que la UE complisca el seu objectiu d’aconseguir una taxa d’ocupació del 75 % d’ací a 2020, és fonamental eliminar els obstacles que impedeixen als emigrants accedir a un lloc de treball – més encara tenint en compte que la població activa europea està disminuint com a conseqüència del problema demogràfic existent en la Unió Europea. Referent a això, segons les dades de la pròpia Comissió Europea, la població activa de la Unión es reduirà en uns 50 milions per a 2060 en relació amb 2008: en 2010 havia 3,5 persones en edat laboral (20-64) per cada persona de 65 o més anys; en 2060 s’espera que aquesta proporció siga de 1,7 a 1 . Considerant la demanda futura de cuidadores de persones majors, l’Agenda de noves qualificacions i ocupacions 2010 de la Comissió estima que per a l’any 2020 pot haver una manca de al voltant d’un milió de professionals en el sector sanitari – o de fins a dos milions, si es tenen en compte les professions auxiliars de l’àmbit de la salut.

SOBRE EL DERECHO A DECIDIR

Da la impresión de que en torno a la propuesta política de independencia de Catalunya, planean no pocos malentendidos. Uno de los más importantes, el relativo al “derecho a decidir”.

El primero de esos malentendidos afecta a la propia definición de ese derecho, entendido como prerrequisito (incluso, postulado) o condición definitoria de la democracia misma, lo que permite que quienes defienden su ejercicio por parte del “pueblo de Catalunya” estigmaticen indistintamente no sólo a todos cuantos se oponen a él, sino también a quienes tratan de regular ese ejercicio. Ese argumento se basa en la supuesta evidencia de que, en democracia, lo primero es consultar al pueblo y, por tanto, quienes se oponen a que el pueblo (el poble catalá, of course) tome la palabra y ejerza así el derecho “natural” a decidir, serían antidemócratas, aunque lo hagan en nombre de las reglas de juego, de la Constitución vigente, porque ninguna legalidad formal puede estar por encima de la legitimidad democrática originaria. En dos palabras: a la pregunta retórica “quién tiene miedo al derecho a decidir?”, responden: sólo los antidemócratas temen el derecho a decidir…

Dejemos de lado la vexata quaestio de los  supuestos <derechos naturales>, un oxímoron para cualquiera que sepa rudimentos de análisis del lenguaje jurídico, ya que no existe nada semejante a “naturaleza” en ese ámbito normativo. Dejemos también al margen que la cuestión de los derechos naturales es aún más ardua cuando se habla de colectivos como “nación” o “pueblo”. Y dejemos finalmente aparte, al menos hasta el 26 de noviembre, si la estrategia electoral de CiU en las elecciones de 25 de noviembre -que cifraba el debate en apostar (o no, lo que sería de imbéciles vistos los términos del enunciado) por el derecho a decidir como paso obligado para la vía aúrea que permite llegar a la tierra prometida de leche y miel-, ha sido exitosa. Parece indiscutible que lo ha sido al menos en el sentido de la imposición del marco, del elefante, porque ha permitido en gran medida orillar lo que todo programa electoral debe explicar, es decir, como apuntaba Pla (pese a que su mención irrite a quienes piensan que sólo un buen catalanista puede invocarlo), la pregunta elemental acerca  del  “y todo esto, ¿quién lo paga?”.

Más allá de esas importantes cuestiones, sucede que, en mi opinión, el planteamiento previo de “quién tiene miedo al derecho a decidir?”, tal y como lo formulan por ejemplo mis admirados colegas Pisarello y Asens[1], enfatiza un presupuesto obvio del debate, sobre el que no cabe desacuerdo y deja en segundo plano otro presupuesto, menos obvio, sobre el que existe un desacuerdo frontal, que a mi juicio es lo decisivo.

El primer presupuesto obvio es que el único sujeto del derecho a decidir es el pueblo. En democracia, sólo éste tiene el poder constituyente o, al menos sólo a él corresponde el acto constituyente originario[2]. El problema viene con el otro presupuesto, el que especifica de qué pueblo se trata. En nuestro caso, sucede que quienes defienden ese derecho excluyen a priori que exista siquiera una alternativa, pues dan por hecho que sólo existe como sujeto un pueblo. Descartan, a mi modo de ver apriorísticamente, es decir, prejudicialmente (una argumentación típica del nacionalismo romántico que me sorprende hasta el estupor en boca de seguidores confesos de la Ilustración) que al menos exista la alternativa entre el pueblo catalán, como pretende CiU o el pueblo español, como sostiene la Constitución española de 1978. Para que no haya equívocos, diré que, en mi opinión, es claro que ha de respetarse la Constitución y que sólo tras una reforma constitucional al efecto, reforma que tiene como reglas las establecidas al efecto en el texto constitucional y que remite al pueblo español como sujeto, cabría una consulta referendaria al pueblo de Catalunya. Si no, el bucle se antoja eterno: por qué no el pueblo aranés? Y la franja?

Acaso el problema radicaría en una deficiente o, peor, manipuladora comprensión previa del hecho de la plurinacionalidad y la pluriculturalidad: la que sostiene la doctrina que identifica las nociones etnoculturales de nación y cultura (cultura nacional, cultura en todo caso específica, diferente) y la noción política de pueblo y, además, propugna no sólo que allí donde se dan aquéllas debe existir éste, sino que debe reconocérsele el “derecho natural” a constituirse como Estado. Que esa sea la lógica que han recorrido las construcciones de los diversos Estados-nación que surgen desde el siglo XVI en Occidente y, posteriormente, de los nacionalismos que se han batido contra situaciones coloniales en lo que hemos llamado “tercer mundo”, hasta llegar a los nacionalismos “periféricos” que hoy encarnan tales reivindicaciones (de Quebeq a Cataluña pasando por Escocia), no significa que ese proceso deba repetirse inevitablemente por la vía del Estado nación.

Por consiguiente, a mi juicio, se trata del mismo el error: el error de quienes se encastillan en el Estado nación como realidad irrebasable (indivisible, esencial) y consideran la Constitución española de 1978 como una especie de Tablas de le ley, expresión de una realidad más que “natural”, “sagrada”: la de la unidad de España como Estado. Pero también el error de quienes, desde el otro lado de la trinchera, rechazan para las pretensiones de autoafirmación política otras modalidades de sujeto político – como el Estado federal o el confederal o la federación multiestatal- que no sean la de convertirse a su vez en otro Estado nacional.

Quizá todo esto puede ser explicado como un debate sobre la interpretación de otro conocido texto de Spinoza: «No cabe duda que los contratos o leyes por los que la multitud transfiere su derecho a un Consejo o a un hombre, deben ser violados, cuando el bien común así lo exige» (Tratado Político, Cap.4, 6). Pero conviene tener en cuenta que ese no es un alegato para saltarse « leyes y tribunales », como ha propuesto el President Mas. Lo que Spinoza  propone es la prioridad del bien común, de la cosa pública  a la que aspiraba ese pequeño territorio, la República de las Provincias Unidas que, bajo la guía de Johann de Witt  fue el refugio del filósofo y óptico marrano y un efímero ejemplo de sociedad civil libre y próspera. Nada que ver con la mística vacía de la nación, que es otro opio con el que se trata de eludir los problemas reales, los de desigualdad e injusticia que las políticas públicas que practican al igual hoy unos y otros nacionalistas –los que quieren « españolizar » y los orgullosos de haber « catalanizado »- no dejan de incrementar sus consecuencias sobre los más vulnerables.



[1] Cfr. su  interesante y provocativo “Quién teme al derecho a decidir?”, Diagonal web, lunes 12 de noviembre de 2012.

[2] Es evidente que ésto tiene que ver y mucho con la reivindicación de un nuevo proceso constituyente como solución a la crisis profunda de la democracia.

 

RAZONES PARA LA HUELGA GENERAL

RAZONES PARA LA HUELGA GENERAL

 

Como decíamos esta noche, en la tertulia de Hora 25, la decisión de ir a la huelga general es una decisión política que se adopta por razones justificativas, junto a razones de oportunidad y de eficacia.

 

Vamos a la justificación.

Pocas veces unas políticas públicas han ofrecido tantas razones para la huelga como en esta del 14 de noviembre de 2012. Hablamos de políticas de ablación (no de recortes) de derechos fundamentales, como reforma laboral, las reformas en educación, salud, pensiones, la brutal subida del IVA que daña directamente al acceso a la cultura,  presididas por esa prioridad sagrada de equilibrio del déficit, artera y antidemocráticamente introducido como norma fundamental en la reforma constitucional pactada por Rajoy y Zapatero. Un objetivo que se nos impone con el arma del miedo.

Esta huelga general lo es sobre todo contra el sufrimiento impuesto a los más débiles, a quienes tienen menos recursos. Una huelga como gesto -quizá desesperado, pero más que razonable- de solidaridad de todos los que  no queremos sentirnos mónadas, átomos, sino personas, parte de una sociedad que debería ser mejor, más equitativa, que pueda dar esperanza de futuro a esos jóvenes que debieran tenerlo por delante y sin embargo sólo contemplan el exilio. Porque nosotros, la generación que ha vivido el éxito de una cierta modernización de España, de un incipiente Estado del bienestar, de un país casi «normal», libre de las ataduras de la ignorancia, la superstición y el prejuicio, vamos a aprender en la carne de nuestros hijos lo que es la emigración forzosa, el salir obligados por la necesidad y no para el turismo…

Mal andamos de información y de ciudadanía cuando hay que explicar que sí, que esta huelga es política y precisamente por eso, más necesaria. Aunque lo hagamos con pesimismo, aunque dudemos de la capacidad de entendederas, de reflexión y de respuesta de una clase política que, en gran medida, parece instalada en ritmos geológicos, incapaz de reaccionar a tiempo ante nada…

Una huelga como último recurso legítimo, porque es un derecho fundamental y aún más en tiempos que, lamentablemente, son de guerra, tal y como nos explicara Susan George: una guerra que nos han declarado, que no hemos declarado nosotros. Una guerra contra la que hay que reaccionar utilizando hasta la extenuación, sí, todos los medios del Estado de Derecho.

 

Razones de oportunidad

Sí, es este el momento. Cuándo si no? Y si nos dicen que aquí y ahora esto perjudica a la marca España, hay que responder lo evidente: el perjuicio a la “marca” España es el que provocan estas políticas que priman los intereses de la banca y de las multinacionales, que olvidan a los ciudadanos y en particular a los más débiles. Lo que perjudica a España es no actuar sobre la fuga de capitales, sobre el fraude fiscal de quienes dejan de contribuir con fortunas que escamotean a nuestro país depositándolas en Suiza. Daño a España hacen esas entidades financieras que después de amasar dinero con la burbuja inmobiliaria han practicado a mansalva las ejecuciones civiles que son en nuestro país las ejecuciones hipotecarias, los desahucios (500 diarios, más de 400.000 en estos 4 años)…

Y que no nos hablen de paz social…la huelga general es un derecho (y un último recurso; sí, ese es el riesgo…) que se pretende pacífico aunque, evidentemente, choca con intereses y con el normal ejercicio de otros derechos, como el de deambulación. Pero es un coste mínimo, sobre todo frente a una falaz paz social que se asienta en el miedo.

 

Razones de eficacia

Sí, cabe decir que la huelga puede ser, será eficaz. Sólo que en otros resultados. Probablemente no se conseguirá que el Gobierno cambie de política, ni que convoque el referendum sobre una politica contraria a su programa. Pero apuntalaremos otro resultado y muy importante: nos veremos, nos reconoceremos, sabremos que no estamos solos, aislados. Sacaremos a la luz nuestras razones. Ofreceremos solidaridad frente al sufrimiento, solidaridad con la que al menos por un día venceremos el miedo que nos ahoga como sociedad, ese miedo que según Roy, el personaje de Blade Runner, “significa vivir como esclavo”. El que, según escribía Spinoza en el Tractatus Politicus, invalida el alegato de la paz social, porque esa paz basada en el miedo y la inercia de los ciudadanos, que se ven abocados a comportarse como ganado, como eclavos, no merece el nombre de sociedad, porque es sólo soledad. Vencer el miedo. Ganar el futuro…

 

Sí a la huelga!