Entre las conmemoraciones de este año 2020, hay una que sobresale: el 250 aniversario del nacimiento de Beethoven, aunque es verdad que habrá que esperar casi al final del año, el 16 de diciembre. Seguro que muchos de los lectores coincidirán conmigo en que, en este 2020 que parece cargado de incertidumbres, es un magnífico motivo para celebrar, hasta el punto que me atrevo a decir que le da sentido a todo el año.
Por supuesto, la primera razón es la música. De suyo, una razón importantísima. Déjenme que repita un tópico muy conocido. Me refiero a aquello de “sin música, la vida sería un error”, que se atribuye al filósofo que mejor ha entendido la música, Friedrich Nietzsche, en una carta que escribió a su amigo Gast. Aunque, a decir verdad, la competencia es reducida: Pitágoras, Platón, Schopenhauer, Adorno y poco más. Habría que añadirles, sí, la figura filosófica singular de quien fue probablemente el más original de los filósofos de su generación en España y un auténtico pitagórico, en el sentido de filósofo musical: Eugenio Trías.
Puede que sea exagerado decir que sin la música de Beethoven nuestra vida sería un error, pero lo que es seguro es que sería infinitamente más pobre. Por cierto, no era Beethoven el compositor preferido por Trías, aunque en alguna ocasión reconoció que el músico que más amaba, por encima incluso de Haydn y de Mendelssohn, era el Beethoven de las sonatas y los cuartetos. Pero Trías era crítico con la novena y desde luego con el movimiento final, el que conocemos como Himno a la alegría y que compuso en 1823, a partir de los versos originales de la Oda a la alegría de Schiller, escrita a su vez en 1785. Así lo argumentó el filósofo catalán, por ejemplo, en el capítulo que dedicó a Beethoven en la segunda de sus dos monumentales obras sobre música y filosofía. Me refiero a La imaginación sonora (2010), un análisis del contexto cristiano que hace posible a partir de la Edad Media un <espíritu de la música> diferente, aunque complementario, del que estudió en la primera, El canto de las sirenas (2007), centrada en la escenografía y el universo grecolatinos, aquél en el que aparece el sonido que, al decir de Trías, está en el origen. Más incluso que el verbo, la palabra.
Precisamente Eugenio Trías es quien descubre al lector español la que probablemente es la obra más interesante sobre la novena sinfonía y, en particular, sobre su archifamoso movimiento final. En efecto, en una reseña publicada en El Cultural, publicada el 23 de enero de 2002 (https://elcultural.com/La-novena-de-Beethoven), daba cuenta de la traducción en castellano de un ensayo del musicólogo argentino asentado en Paris, Esteban Buch, quien había publicado en Gallimard en 1999 un ensayo titulado La <neuviéme> de Beethoven. Une histoire politique, Gallimard (la versión en castellano, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, traducida por Juan Gabriel López Guix se publicó en El Acantilado). La leve diferencia entre el subtítulo en una y otra versión, que seguro habrá advertido el lector, resulta un detalle del mayor interés en la que, sin duda, es la referencia obligada sobre la más conocida de las obras del compositor de Bonn. Trías elogia el ensayo de <sociología musical> de Buch, aunque hace constar una vez más que pesa sobre ella (en particular sobre el <finale>) “la sospecha del pastiche…un movimiento descomunal, gigantesco, pero que a los contemporáneos más avisados pudo parecer en ocasiones de “muy mal gusto…uno de nuestros fetiches musicales más insignes”, aunque añade de inmediato que se trata también, de “una de las piezas musicales (me refiero a la Novena Sinfonía como totalidad orgánica) más interesantes y apasionantes”.
Pero hay otro motivo, además de la música, para traer a los lectores a este aniversario. Una cuestión ya debatida, pero que a mi juicio es oportuno volver a plantear. Se trata de un asunto político, presente en el título de la obra de Buch, con esos matices diferentes. Es sabido que la de la novena sinfonía, incluso desde el momento mismo de su composición, es una historia política y, como se ha escrito, su <finale> es la música “política” más célebre de la historia. Lo es sobre todo por su carácter de himno. La pregunta es de qué, o de quiénes.
Buch sostiene que el Himno a la alegría es, probablemente el gran emblema de la música política, por encima de himnos nacionales como La Marsellesa. Y lo es, a su juicio, porque en él concurren tres elementos. Ante todo, la dimensión de himno, esto es,“una relación entre una comunidad humana que se pone en escena a través de un canto conjunto”. Además, “la retórica de la música militar, especialmente en el solo del tenor donde se convoca una música de marcha que confluye con una noción heroica de la existencia humana, relacionada con el combate y la lucha”. Finalmente, “una música con sentido religioso”.
Probablemente, las claves para entender la tesis de Buch se encuentran en la entrevista que le hizo Eduardo Febbro, en Paris, el 13 de junio de 1999, para el diario argentino Página 12, (puede leerse aquí: https://www.pagina12.com.ar/1999/suple/radar/99-06/99-06-13/nota3.htm). En ella, el musicólogo recuerda el afán de unos y otros por apoderarse del himno de Beethoven, pese a la inequívoca huella del leit-motiv francmasónico que inspiró la Oda de Schiller: el optimismo, la alegría que nacen del profundo sentimiento de fraternidad entre todos los seres humanos. Buch hace notar que hay un acontecimiento histórico que marca la diferencia entre la Oda de Schiller y el Himno de Beethoven, la revolución de 1789, el momento de un cambio trascendental en la sociedad europea, el nacimiento de la Modernidad: “la Novena Sinfonía se ubica en un momento de cambio absoluto y creo que ésa es una de las razones por las cuales ha concentrado tantas paradojas y tantas apropiaciones diferentes”.
Es evidente que la <novena> fue objeto de apropiaciones ideológicamente antagónicas: “durante la Primera Guerra encarnó los principios de la Revolución para los franceses, mientras que en las trincheras alemanas sonaba como el emblema de la superioridad aria”. Aún más, como también apunta Buch, casi al mismo tiempo que el Consejo de Europa iniciaba, en 1972, el procedimiento para declararlo <himno europeo>, el régimen racista de Rodhesia lo adoptaba como propio. Algo nada extraño si tenemos en cuenta, recuerda, que, “durante los años 30 los nazis potenciaron el discurso nacionalista tradicional agregándole algunos ingredientes racistas como decir que Beethoven era un ejemplo de la capacidad creadora de la raza aria, aunque Beethoven no tenía nada de ario”. Por cierto, Buch destaca la acerada ironía de Kubrick, que cambió la idea original de la terapia que se aplica al protagonista de su versión cinematográfica de La naranja mecánica que, en la novela original de Burgess, era sometido al visionado de escenas de los campos nazis mientras suena la quinta sinfonía, sustituida por la novena en la película.
Como decía, el <finale> de la novena fue adoptado como himno por el Consejo de Europa en 1972. Con posterioridad, la UE decidió hace de él uno de sus símbolos oficiales y el Consejo Europeo de la UE encargó al gran director Herbert von Karajan, pese a su bien conocido pasado nazi, tres arreglos instrumentales para solo de piano, viento y orquesta sinfónica que se estrenaron en 1985 como versión del himno europeo, sin letra. La página web oficial de la UE (https://europa.eu/european-union/about-eu/symbols/anthem_es) asegura que “El lenguaje universal de la música, es la expresión de los ideales europeos de libertad, paz y solidaridad” y que “no pretende sustituir a los himnos nacionales de los países de la UE, sino más bien celebrar los valores que todos ellos comparten”.
Y aquí viene la pregunta que quería plantear a los lectores: se trata de saber si la Europa de 2020 merece ese himno, si realmente compartimos y tomamos en serio esos valores. Para responder, creo que, una vez más, hay que saber distinguir entre las fuentes de las ideas y el intento de monopolizarlas. Es inequívoco que el himno es europeo en su origen, porque responde al triunfo de los universales que se alumbraron en Europa gracias a la Ilustración y la revolución francesa: los ideales de dignidad, igualdad y libertad que se proclaman para todos los seres humanos; la universalización tendencial de la vieja noción griega de democracia, que tratan de institucionalizar los revolucionarios a través del modelo romano de res publica (más claramente en la revolución americana que en la francesa); la tradición británica del rule of law, devenida en Estado de Derecho, mediante el imperio de la ley y la separación de poderes.
Otra cosa es que, obviamente, los europeos que así los proclamaron, identificaban la categoría de seres humanos y todas esas reglas e instituciones que están presididas por la noción de derechos humanos con la cultura y la historia europea. Además, cuando los proclaman, todavía no son derechos universales porque no contemplan los derechos de las mujeres, como recordó Olympe de Gouges. Y tampoco son derechos efectivos para todos, sino sólo para quienes se pueden permitir vivir como mónadas, sin necesidad de los demás, como recordará Marx. Los demás seres humanos, los demás pueblos, sólo lo serían por aproximación, cuando asimilasen esas características europeas, cuando terminaran su proceso de civilización gracias a los europeos, que es la famosa tesis de Kipling en su poema La carga del hombre blanco. Esa fue una visión <glocalista> avant la lettre. El suyo fue un universalismo de superposición, desde el molde europeo, sobre cuyas contradicciones ya habían advertido irónicamente Montaigne y Montesquieu. Lo cierto es que sólo cuando Europa consiguió romper con esos límites, rectificarse a sí misma, gracias en buena medida a la ayuda de los otros que lucharon contra ella (las revoluciones americanas), esos valores dejaron de ser europeos y se convirtieron realmente en universales. Desde entonces, los europeos no podemos pretender monopolizarlos, no podemos decir que sean sólo nuestros, valores, ideales europeos.
Pues bien, no hace falta ser un lince para reconocer que en este 2020 queda mucho por hacer hasta que la Europa de la UE merezca este himno. Debe dejar atrás la Europa del horror de los campos de Moria; la que negocia los horrores aun más extremos que se viven en Libia; la indiferente ante los ahogados en el Mediterráneo y sepultados a centenares en las arenas del Sahel; la Europa que prospera vendiendo armas y blanqueando con campeonatos de fútbol a regímenes medievales; la Europa de la austeridad impuesta por Bruselas que arruina las vidas de pensionistas y deja en desamparo a los trabajadores frente a las trampas de la flexiseguridad y la economía colaborativa que hunde en el precariado a jóvenes y mayores, los perdedores de la globalización que también son europeos, como ha desnudado Loach en su Sorry, we missed you…
Pero hay, sí, otra Europa, la de los jóvenes de Friday for future y Extinction Rebellion, la de los voluntarios de MSF, Sea Watch, CEAR o Cáritas, la de las ciudades-Refugio, la de millones de ciudadanas y ciudadanos europeos que sí toman en serio y exigen de sus representantes políticos la puesta en marcha de un Green Deal que debiera marcar la agenda de la Comisión von der Leyen, como muchos creemos que marca el programa del nuevo gobierno de coalición en España.
Creo que la lección de Beethoven es que necesitamos afrontar esas exigencias con tanta seriedad como optimismo. Se trata de no ser ingenuos, pero también de no dejarse ganar por el escepticismo de los <realistas>. El arte de la vida, decía el gran Marco Aurelio, se asemeja más al arte de la lucha que al de la danza. Yo creo que es posible matizar ese aserto y decir, gracias a la música, que la vida se asemeja a esa lucha alegre que es la danza, entendida como pas de deux que se ha de convertir en un pas de plusieurs, pas de tous et de toutes. Ese me parece el alegre desafío al que nos convoca el himno de Beethoven en este 2020.