NIÑOS, SI . Revista Entre dos orillas, 2019

Los Menores Extranjeros No Acompañados (MENAS) son niños, con todos los derechos del niño, comenzando por el carácter prioritario del interés del menor.

Hay cuestiones que desbordan el marco específico, sectorial, en el que se suelen plantear, para convertirse en cierto modo en símbolos, en referencias mucho más amplias. Es el caso, a mi juicio, del debate que afecta al trato que dispensamos a los menores -inmigrantes, solicitantes de asilo- que llegan a nuestros países, civilizados. Probablemente este asunto es la <prueba del nueve> de nuestra calidad como sociedades decentes.

Comencemos por el principio. Como ha explicado en diferentes trabajos Elena Arce, probablemente la investigadora española que más ha profundizado en el estudio jurídico del problema[1], no hay grupo más vulnerable a las violaciones de derechos humanos que los niños.

Si a (1) esa condición de menores, añadimos las de (2) extranjeros (inmigrantes o solicitantes de asilo) y (3) no acompañados, nos encontramos ante lo que, con una metáfora que el Derecho penal norteamericano ha tomado del béisbol, se conoce como la regla de <three strikes, and you’re out!>[2]. Se trata de la multiplicación de factores de vulnerabilidad, que convierte a los Menores Extranjeros no Acompañados, los que conocemos en el argot técnico de UNICEF como MENAS, en los sujetos más frágiles, más vulnerables[3].

En España, los datos de 2018 arrojan hasta octubre cifras relevantes, pero en modo alguno preocupantes en el sentido de inabordables. El número total de MENAS en España alcanzó la cifra de 11174, de los que casi 5000 llegaron en 2018, con una distribución territorial muy asimétrica, si se piensa que 4098 de ellos se encuentran en Andalucía y casi 1000 en Melilla. Es decir, hay una desproporción considerable entre las diferentes Comunidades Autónomas: manda la geografía y los responsables del Gobierno central y de esos diferentes territorios han fracasado hasta hoy en el establecimiento de una distribución equilibrada (como sucede en la UE).

El primer problema radica en que las diferentes comunidades autónomas se ofrecieron a acoger sólo a 199 menores extranjeros no acompañados, lo que representa apenas el 1,8% de los 11.174 niños registrados en España (poco más del 4% de los 4.835 que llegaron en este año pasado). El sistema de reparto ideado desde el Gobierno central, que bonificaba a las comunidades que se ofrecieran a acoger a los niños de otras regiones, atribuyéndoles un 25% adicional en la cuantía de la ayuda prevista (40 millones de euros en total) fracasó[4]. Es el pecado de la ausencia de planificación y coordinación; también, de la ausencia de solidaridad. Pero, sobre todo, de no tomar en serio el principio jurídico básico al que aludiré a lo largo de estas páginas, el deber de garantizar la prioridad del interés del menor.

Digámoslo claro desde el primer momento: por supuesto que la creación de categorías o taxonomías técnicas como esta de MENAS tiene una justificación funcional, en el ámbito del Derecho migratorio, de extranjería y asilo. Pero lo cierto es que, antes  de hablar de MENAS, deberíamos hablar de niños, de menores. Por tanto, toda consideración jurídica respecto a ellos debe encuadrarse en un marco normativo que tiene standards internacionales e internos muy bien definidos: la Convención de derechos del niño, de Naciones Unidas (1989) y, en el caso español, la Ley Orgánica 1/1996 de protección jurídica del menor.

De ese standard se desprende un principio jurídico prioritario, tanto desde el punto de vista sustantivo como en su dimensión interpretativa: el interés del menor debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. También sobre elementos administrativos, como el carácter, regular o no, de la presencia de un menor extranjero en territorio de soberanía de otro país.

 

 

 

Las inequívocas Observaciones de los Comités de las Naciones Unidas son reiteradamente incumplidas por los Gobiernos europeos, que parecieran preferir el lema <antes extranjero, que menor>.

Ese criterio prioritario, el del respeto al interés del menor, ha sido reiterado por el Comité de derechos del niño de la ONU en reiteradas recomendaciones[5] y entre ellas revisten particular interés las dos Observaciones Generales emitidas conjuntamente en 2017 por dos Comités de la ONU con competencia en este ámbito (el Comité de derechos de los trabajadores inmigrantes y el propio Comité de derechos del niño). La primera, relativa a “los principios generales relativos a los derechos humanos de los niños en el contexto de la migración internacional”, (Observación general conjunta nº 3 del Comité de derechos de los trabajadores inmigrantes y la Observación General conjunta nº 22 del Comité de derechos del niño). La segunda, sobre “las obligaciones de los Estados relativas a los derechos humanos de los niños en el contexto de la migración internacional en los países de origen, tránsito, destino y retorno” (Observación general conjunta nº 4 del Comité de derechos de los trabajadores inmigrantes y Observación General conjunta nº 23 del Comité de derechos del niño).

Lamentablemente, como veremos, estas Observaciones generales están siendo ignoradas por buena parte de los Gobiernos europeos en su deriva obsesiva hacia el control unilateral de los movimientos migratorios, marcada por el tratamiento en términos de orden público y la supeditación a las exigencias coyunturales del mercado formal de trabajo interno. Los MENAS son un problema, pues no pueden ser considerados inmigrantes irregulares y los Estados están obligados a cumplir con los standards normativos ya referidos, es decir, a acogerlos y garantizar todos sus derechos hasta que cumplan la mayoría de edad, lo que resulta antieconómico. No resulta extraño, pues, que los partidos y los gobiernos que aceptan la lógica jurídica perversa que identifica al inmigrante aceptable como aquel que es funcional a las necesidades coyunturales del mercado de trabajo, esto es, supedita la noción de emigrante a la condición de trabajador útil y que produce beneficios y mientras los aporte, tenga problemas con la llegada de los MENAS: son niños antes que inmigrantes y eso rompe con toda la construcción jurídica de la que se sirven los instrumentos de políticas migratorias. De ahí el empeño, insisto, obsesivo, en tratar de poner en duda la condición de menores o incluso, como se ha propuesto recientemente, en subvertir el principio de que los menores inmigrantes son niños antes que inmigrantes.

 

 

Los niños inmigrantes, instrumento de una política electoralista y cortoplacista

Todo ello viene particularmente a cuento por cuanto, en estas primeras semanas de 2019 y más aún, al calor de las inminentes citas electorales, buena parte de los partidos que participan en la contienda aceptan utilizar el tema migratorio como elemento de discusión partidaria, si es que no hacen de él (de su versión, tendríamos que añadir) el principal caballo de batalla, junto a la denominada cuestión catalana.  

En ese contexto, se producen iniciativas que afectan directamente al estatuto jurídico de los menores extranjeros no acompañados, convertidos, como se ha asegurado, en el espejo de “los intrusos en la fortaleza europea” (https://www.elsaltodiario.com/migracion/los-menores-que-migran-solos-son-los-intrusos-en-la-fortaleza-europa). Como se ha denunciado en numerosas ocasiones, el problema es que, en muchos casos, su situación en centros de menores es incluso peor que en la calle (https://mundoenmovimiento.org/articulo/por-que-la-calle-es-mejor-que-el-centro-de-menores/).

 

 

 

Tres ejemplos de malas prácticas respecto a los niños inmigrantes

Me limitaré a citar tres ejemplos de esta deriva política reaccionaria, propia  de quienes, en aras de un populismo demagógico, no dudan en destruir principios básicos del reconocimiento jurídico de los niños.

El primero, de ya larga trayectoria, es el intento de borrar la condición de menor para anteponer la de inmigrante. Ya en su momento, tras la denominada <crisis de los cayucos>, el Gobierno autónomo de Canarias exigió reiteradamente poder acogerse a la condición prioritaria de inmigrante ilegal para expulsar (para enviar a territorio de la península como paso previo) a los menores inmigrantes no acompañados., pese a que ellos infringía directamente, como hemos visto el standard internacional de derechos de los niños y la propia ordenación española sobre protección jurídica del menor.

En los últimos meses, los Gobiernos de Ceuta y Melilla, alegando una situación de crisis excepcional por el número de menores extranjeros no acompañados que, según alegan, “desbordan” las instalaciones de las ciudades autónomas y crearían una situación de emergencia en las calles, volvió a proponer la consideración de estos menores ante todo como inmigrantes. Aunque esta propuesta viene de lejos y, por ejemplo, se trató de poner en práctica en el denominado “verano de los cayucos” y con gobiernos de distinto signo (tanto del PP como del PSOE), en enero de 2019 recuperó actualidad. El nuevo líder del PP, Pablo Casado, anunció en Melilla una iniciativa parlamentaria que vuelve sobre la disyuntiva <menor> y <extranjero> intentado revertir el principio básico de interés del menor. En efecto, en coherencia con tesis ya mantenidas por políticos del mismo partido en esas dos ciudades, Casado planteó la necesidad de superar lo que denominó “perspectiva social” sobre los menores inmigrantes, para abordar de una vez, sin complejos, la situación de los MENA “desde una perspectiva de inmigración económica». Se trata de un eufemismo para plantear una estrategia prioritaria de “devolución” o “retorno” de los menores a sus familias y países de origen que, en la práctica, se traduce en agilizar los procedimientos para su expulsión, puesto que los menores, de acuerdo con el standard normativo al que ya he hecho referencia, no pueden ser expulsados (salvo que sean reclamados por sus familias).  Por supuesto, además de violar el standard normativo en materia de derecho de menores, se introduciría así una discriminación por razón de nacionalidad, de todo punto inaceptable.                        

Cabría señalar que, sin tanta gravedad expresa, otras iniciativas de distinto signo político contribuyen a rebajar la aplicación del principio básico de interés del menor. Así, desde octubre de 2018 el Gobierno Sánchez ha negociado con Marruecos la repatriación de menores sobre todo marroquíes (se calcula que el 70% de los MENAS que se encuentran en España pertenecen a esa nacionalidad), “en aras del reagrupamiento familiar” y en aplicación del acuerdo bilateral de 2007, que entró en vigor en 2013. Como se denunciaba en un reportaje periodístico[6], el Gobierno asegura que las autoridades marroquíes «están dispuestas a empezar con las labores de identificación» en los centros de acogida andaluces para «proceder a la localización de sus familiares» y resolver  los datos de identificación «en un plazo de tres meses, desde que las autoridades españolas envíen los datos obtenidos de los recién llegados”. Es justo añadir que el Ministeriod el Interior español expresó en todo momento que nada en este procedimiento alteraría el principio de interés superior del menor y expresamente garantizaba «condiciones de la reunificación familiar efectiva del menor o su entrega a cargo de una institución de tutela», y la creación de una comisión de seguimiento. 

 

El segundo es el intento de los gobernantes de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla por revisar las reglas consagradas en nuestro Derecho vigente, concretamente en los artículos 17 y 22 del Código Civil,  sobre el acceso a la nacionalidad de niños nacidos en esos territorios de soberanía española.

Así, el Gobierno de Melilla consiguió que la Asamblea de la ciudad autónoma (con los votos en contra de PSOE y Coalición por Melilla y la abstención de C’s) aprobase el pasado 18 de febrero una propuesta para pedir cambios en el Código Civil que permitan endurecer los requisitos para el acceso a la nacionalidad española a los hijos de mujeres marroquíes no residentes en España que nacen en Melilla y Ceuta. Esta iniciativa había obtenido el apoyo del Partido popular, pues en su visita en enero a la ciudad, el Sr Casado adelantó esta posición. La propuesta se justifica, según el gobierno melillense, como “un arma defensiva del estatus político, jurídico y constitucional” de Melilla para “poner freno al desmadre de nacimientos” que se están dando en el hospital de la ciudad, pues el 63,63% de las parturientas son extranjeras y más del 90% de ellas marroquíes. Todo ello, teniendo en cuenta que solo se requiere un año de residencia a los extranjeros nacidos en España para concederles la nacionalidad. Lo cierto es que ya se produjeron medidas de refuerzo de las condiciones de acceso a la nacionalidad en 2012 y 2015.

La propuesta del gobierno melillense consiste en ampliar hasta diez años el requisito de un año de residencia y, a esos efectos, se pide la reforma de lo dispuesto en los artículos 17.1b y 22.2 del Código Civil. Así, donde el primero enuncia “son españoles de origen los nacidos en España de padres extranjeros si, al menos, uno de ellos hubiera nacido también en España. Se exceptúan los hijos de funcionario diplomático o consular acreditado en España”, se añadiría otra excepción: “se exceptúan los hijos de los extranjeros no residentes nacidos en las ciudades de Ceuta y Melilla”. Por lo que se refiere al artículo 22.2, que establece un año  como plazo de residencia para adquirir la nacionalidad, se propone una consideración específica para las ciudades de Ceuta y Melilla:  “En el caso de hijos de extranjeros no residentes nacidos en Ceuta y Melilla, atendiendo a las especiales circunstancias que concurren en ambas ciudades, para acceder a la nacionalidad española por nacimiento se deberá acreditar la vinculación con España mediante la residencia legal continuada en territorio español de 10 años”.

 

El  tercero, el caso más reciente y al que prestaré mayor atención por su trascendencia, es el que ha dado lugar a una seria llamada de atención a España por parte del Comité de derechos del niño de la ONU, el 1 de febrero de 2019, con motivo de la aplicación de la práctica de las <devoluciones en caliente> (que en realidad deberíamos llamar deportaciones o expulsiones sumarias, pues se realizan sin procedimiento administrativo y, obviamente, sin decisión judicial) a un menor de nacionalidad maliense[7] el 2 de diciembre de 2014 (cfr. https://cadenaser.com/ser/2019/02/18/sociedad/1550510829_311777.html?ssm=tw, consultado el 21 de febrero de 2019).

El Comité, recuerda inequívocamente “la obligación de los Estados de proveer protección y asistencia especiales a niños no acompañados”, de acuerdo con el artículo 20 de la Convención, “incluso con respecto a los menores que queden sometidos a la jurisdicción del Estado al tratar de penetrar en el territorio nacional”.

Asimismo, censura que el Gobierno español no consideró el interés superior del niño (artículo 3). Y no lo hizo, pese a que “tiene la obligación de realizar una evaluación previa sobre la existencia de un riesgo de daño irreparable para el menor y de violaciones graves de sus derechos en el país al que será trasladado o devuelto” o “las consecuencias particularmente graves para los menores que presenta la insuficiencia de servicios alimentarios o sanitarios”. 

Es muy importante la concreción que apunta el Comité de los derechos que comporta el interés superior del menor. Así, el Comité señala que “en el contexto de la evaluación de su interés superior y en los procedimientos de determinación de este interés superior, debe garantizarse a los niños el derecho de acceder al territorio, cualquiera que sea la documentación que posean o de la que carezcan, y ser remitidos a las autoridades encargadas de evaluar las necesidades de protección de sus derechos, sin merma de las garantías procesales”.

El Comité denuncia la violación de un buen número de preceptos de la Declaración de los derechos del niño de la ONU y exige al Estado español «una reparación adecuada, incluida una indemnización financiera y rehabilitación por el daño sufrido». Expresamente se advierte que las autoridades españolas no brindaron al menor  la protección y asistencia especiales en su condición de niño no acompañado (artículo 20 de la Convención sobre los Derechos del Niño); no respetaron el principio de no devolución y expusieron al menor a correr el riesgo de sufrir actos de violencia y tratos crueles, inhumanos y degradantes en Marruecos (artículo 37).  

Como señaló la representante del joven maliense y abogado cooperante de ECCHR, Carsten Gericke, “La decisión tiene una importancia fundamental para la protección de los menores no acompañados, no sólo en la frontera hispano-marroquí, sino en las fronteras terrestres en general”. Lourdes Reyzábal, Presidenta de Fundación Raíces, la ONG que lo ha representado, insiste en que “este caso, una vez más, pone en evidencia que, en España, en el caso de los niños extranjeros, las políticas de protección a la infancia están sometidas a las políticas de extranjería y del control de los flujos migratorios y las fronteras siguen siendo espacios donde no se respetan los derechos de las personas y donde no existen las garantías jurídicas básicas”.

Es importante, desde luego, la advertencia del Comité en el sentido de que España tiene asimismo la obligación de evitar que se cometan violaciones similares en el futuro y la exigencia al Gobierno español de reformar disposición adicional décima de la Ley orgánica 4/2015, de protección de la seguridad ciudadana que fue la que habilitó la práctica indiscriminada del Estado parte de deportaciones automáticas en su frontera. Esto significa que para este Comité de la ONU no hay ninguna duda de la ilegalidad de las llamadas devoluciones en caliente.

 

[1] Cfr. su tesis doctoral Menor y extranjero: dos lógicas enfrentadas (Universidad de Málaga, 2016). Cfr. asimismo su artículo “El derecho del menor extranjero a ser escuchado y su interés superior en los procedimientos de repatriación”, CEFD, nº 38/2019.

[2] La analogía con esa regla de juego se encuentra en la Violent Crime Control and Law Enforcement Act (1994), conocida como Three Strikes Law y que pronto fue considerada una manifestación de lo que se denomina Racial Justice, porque parece claramente orientada a procesos relacionados con la inmigración. Sobre la crítica a esa ley puede verse la oposición manifestada por la American Civil Liberties Union () https://www.aclu.org/other/10-reasons-oppose-3-strikes-youre-out. En un reciente artículo, exponente de la, a mi juicio, tan frecuente como rala aproximación positivista, tan rica en erudición técnicojurídica como pobre en análisis crítico, N.Alonso y D. Carrizo emplean a mi juicio desafortunadamente la metáfora futbolística “hat Trick”. Cfr. “La problemática situación en la que se encuentran los menores extranjeros no acompañados: entre la desesperación y la protección”, The Age of Human Rights Journal, vol.13/2019.

[3] Sobre los rasgos de los MENAS que multiplican el efecto discriminatorio puede verse el artículo de Angelidou y Agauded, (2016), “Los derechos de los menores extranjeros no acompañados en los Centros de Menores”, Revista internacional de Didáctica y Organización educativa, diciembre 2016, pp. 4 y ss y también Aguaded-Ramírez, E. y Angelidou, A. (2017) “Menores Extranjeros no Acompañados. Un fenómeno relevante en la sociedad española. La perspectiva de los trabajadores en los centros de acogida”. Revista de Educación de la Universidad de Granada, 24/2017, pp. 47-63.

[4] Estas son las cifras, a octubre de 2018: Castilla y León, que había registrado en 2018 un incremento de 23 menores y se ofreció a hacerse cargo de otros 40 procedentes de otras regiones, por los que recibiría 545.660 euros. Extremadura, que no registró ninguna entrada de niños entre el 31 de diciembre de 2017 y el 30 de septiembre de 2018 atendería a 34 niños. La ayuda del Gobierno sería de 317.678 euros. Asturias  tenía un incremento de 11 menores y acogería 31, por los que recibiría 371.871 euros. Castilla-La Mancha habilitaría plazas adicionales para 24, Aragón y Galicia para 20 y BalearesNavarra y Cantabria para 10.  Ni Madrid, ni La Rioja, se ofrecieron; tampoco Cataluña, Comunidad Valenciana, Canarias, Murcia, País Vasco, Andalucía, Ceuta ni Melilla. El Gobierno atribuyó un total de 38 millones de euros, comenzando por las Comunidades que habían recibido el mayor número. Así, a Andalucía, la comunidad que recibió más del 50% de los menas llegados a España entre el 1 de enero y el 30 de septiembre de 2018 se le atribuía la mayor cuantía: 25,5 millones de euros, que suponen dos tercios de las ayudas. Le seguían Cataluña, con dos millones; el País Vasco, con 2,05; y la Comunidad Valenciana, con 2,003 millones. Melilla recibía 1,2 millones, mientras que en el caso de Ceuta se atribuían. 1,09.

[5] Cfr. por ejemplo Observación  General  Nº 5  (párrafos  18 a  23): Trato  de  los  menores no  acompañados  y  separados de  su  familia fuera de su país de origen; Observación General Nº 6: Trato de los menores no acompañados y separados de su familia fuera de su país de Origen; Observación General Nº 12 (2009) El derecho del niño a ser escuchado; Observación  General  Nº  14  (2013)  sobre  el  derecho  del  niño  a  que  su  interés  superior  sea  una  consideración primordial; Observaciones Finales a España 55º período de sesiones 13 de septiembre a 1º de octubre de 2010.

 

[6] Cfr. https://www.eldiario.es/desalambre/PP-defiende-menores-migrantes-adultos_0_853565138.html, (consultado el 20 de febrero de 2019). Pueden leerse las declaraciones del Consejero de Bienestar social de Melilla el Sr. Ventura, en https://www.eldiario.es/desalambre/Daniel-Ventura-Asuntos-Sociales-legislacion_0_537197079.html , o en https://elfarodemelilla.es/gobierno-melilla-anuncia-subira-muros-centro-menores-la-purisima/ (ambos consultados el 21 de febrero 2019).

 

[7] El menor, conocido por las siglas D.D., huyó de la guerra de Mali. Pasó casi un año en el Monte Gurugú y logró entrar a España con 15 años, pero nadie le ofreció pedir asilo o protección. Nadie le preguntó cómo se llamaba, o si era un niño. La Guardia Civil lo bajó de la valla de Melilla, lo esposó y lo “expulsó por el procedimiento sumario. Pero el menor, 28 días después, consiguió saltar y quedarse en España. Fue el 30 de diciembre de 2014.  Después de pasar dos meses en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), en febrero de 2015, fue trasladado a la península y aAfinales de julio de 2015, gracias a la asistencia de la ONG Fundación Raíces y a la tarjeta de registro consular expedida por el consulado de Mali en Madrid, donde constaba su fecha de nacimiento el 10 de marzo de 1999, obtuvo protección como niño no acompañado y fue alojado en una residencia de menores bajo la guarda de autoridades españolas. Cinco años después, el Comité ha emitido el primer dictamen de la ONU que constata la “deportación sumaria de un niño no acompañado de España a Marruecos” y que certifica la ilegalidad de estas llamadas “devoluciones en caliente” lo que lo convierte en un caso de referencia en la lucha por los derechos de los niños migrantes.

 

«Vayas donde vayas, vallas», Prólogo al libro «Fronteras», libros.com, 2019

Es legítimo suponer que una parte importante de los lectores que acuden al encuentro de este libro, buscan reflexiones que le ayuden a analizar, a entender y -por qué no- a actuar, frente a un asunto tan capital como contradictorio y controvertido, la realidad de las fronteras, hoy. Una realidad que no es sólo un elemento de la concepción clásica de la geopolítica, sino también y sobre todo -quizá hoy como nunca- una de las claves de desarrollo de ese instinto presente en cada uno de nosotros, la incomprensión, el miedo y finalmente el odio al otro. En otras palabras, una manifestación de esa enfermedad moral que es la xenofobia, que rebrota con fuerza entre los europeos. Sí: en buena medida, el propósito de los cuatro autores de este libro es ese combate cívico, moral y político contra el mal de la xenofobia, que encarna en una concepción ideológica que se sirve de las fronteras.

Fronteras. El nuestro, se suponía, era el escenario de desterritorialización, propio de la fase avanzada del proceso de globalización en que vivimos y que habría acabado con los restos del orden interestatal heredero del modelo westfaliano. Digo interestatal, para subrayar lo que nos han enseñado maestros del Derecho y las relaciones internacionales como Antonio Remiro: todavía a finales del siglo XX, era impropio utilizar el adjetivo internacional en sentido estricto. El Derecho al que intentaron dar cuerpo los teólogos y juristas españoles del XVI (Vitoria, Suárez, Las Casas) era y sigue siendo hoy sobre todo un Derecho entre Estados, protagonizado por ellos o, a lo sumo, por potencias de ambición imperial. La dimensión de internacionalidad en sentido estricto, la proporcionan otro tipo de agentes, no estatales, pero tampoco públicos: las empresas y corporaciones transnacionales y, en menor medida, las Organizaciones No Gubernamentales que aspiran a una proyección, si no internacional, al menos regional. Lo cierto es que la noción de frontera está preñada de ambigüedad incluso si, como es el caso, parece traducir una barrera natural. Porque la noción dominante hoy de frontera es una reducción que no hace justicia al papel histórico.

Pero, ¿qué es hoy una frontera? Creo que la notable politóloga y feminista nor- teamericana Wendy Brown ha explicado muy bien en su imprescindible Walled States, walling Sovereignity (del que hay traducción castellana, Estados amurallados, soberanía declinante, Herder, Barcelona, 2015) las contradicciones que nos depara el proceso de globalización que, como decía, identificábamos ingenuamente con la progresiva desterritorialización del mundo. Pensábamos que la lógica de ese proceso llevaría antes o después a la caída (a la abolición) de las fronteras, al menos entendidas como instrumento de afirmación de soberanía territorial respecto a quien se la disputa (es decir, otros estados o bien «hordas» invasoras). Una desaparición de las fronteras entendidas como limite geográfico fortificado frente al enemigo exterior, ese que criticara Buzzatti en su novela El desierto de los tártaros, como también lo hicieron Kavafis –en su poema Esperando a los bár- baros– y Coetzee –en su novela homónima Waiting for the Barbarians–. Pero la realidad inmediata nos demuestra que no sólo no desaparecen (aun cuando sea con una función simbólica que, en todo caso, mantiene la carga represiva, violenta), sino que se incrementan. Nos faltaba por ver el refuerzo de muros y vallas al que asistimos aceleradamente desde 2015 en buena parte de la UE, que parece redescubrir el mito de la Europa fortaleza, desde Polonia y Hungría a Austria, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Países bajos, Francia y España. La UE no es la única en mantener esa noción de frontera que más que policial deviene en militar. Baste pensar en lo que sucede entre México y EEUU, en la política que practica Australia o en la que sufren los rohingyas, ese grupo etno-religioso (musulmán) de aproximadamente un millón de personas, que habita en el Estado de Rajine (o Rakain), en Myanmar, perseguidos por el Gobierno de Aung San Su Kyi y rechazados por todos los estados del sureste asiático. Ese mundo sin fronteras que nos prometían el modelo hegemónico de mercado global y sus agentes y apologetas y al que aspiraban en su denominación una pléyade de organizaciones que tomaban la expresión como apellido (…Sin Fronteras), se ha revelado, en gran medida, una ilusión. Peor, una cruel contradicción. No vivimos en un mundo ancho y de todos. Más bien, como escribiera el peruano Ciro Alegría, para la mayoría de la población, el mundo sigue siendo ancho y ajeno. Para ellos valdría este lema: vayas donde vayas, vallas.

Pero adentrémonos un poco más en el uso del término <fronteras> y a su repercusión en lo que más importa, el reconocimiento y garantía de los derechos humanos.

Es necesario insistir en que la noción de frontera, históricamente, no es equivalente de forma exclusiva a la de muro defensivo, ni al confín de soberanía. Incluso en términos clásicos, la distinción entre los términos romanos de limes, confines o vallum es muy compleja. Resumiendo, casi al riesgo de la simplificación, diría que si bien ha quedado en nuestra concepción de frontera la idea de confín, de límite y barrera del Estado, esto es, de instrumento de delimitación de la soberanía territorial, al modo que ejemplifica el famoso <muro de Adriano>, no es menos cierto que en el origen mismo de este concepto, la frontera es sobre todo una zona de contacto, de tensión, pero de intercambio. Y es que, más allá de las delimitaciones artificiales que los estados convienen (o imponen), es decir, construyen, a efectos de gesto ostensible de soberanía (y por tanto de lógica militar o al menos de policía y defensa), hay pueblos, culturas, intereses y necesidades sociales y económicas que se relacionan a través de la frontera como zona o espacio de contacto. Insisto: frente a la noción de frontera como limes, esto es, una línea fortificada que sirve para separar civilización de barbarie, hemos de recuperar la dimensión de frontera como espacio de interacción económica y social que paulatinamente puede propiciar el intercambio, la negociación y el mestizaje: cultural, económica, social, política. Eso habría sido el Mediterráneo como frontera, escenario de conflictos, pero inevitablemente de conflictos que nos han constituido, que han construido lo que somos. Y, precisamente por eso, Mar común, Mar nuestro. Precisamente por esto el cierre, el bloqueo, el alzamiento de continuas y enormes dificultades que reducen hasta casi eliminar ese espacio de contacto —insisto, no arcádico— les o que a mi juicio constituye el error más grave de nuestras políticas de inmigración y asilo. Un error que, por lo demás, constituye una gravísima contradicción con todos los intentos de optimizar los beneficios que ambas partes (la UE, desde luego) podrían obtener de la existencia de un espacio común.

La realidad es que la fuerza de la noción de <frontera> va mucho más allá de su acepción como marcador espacial, territorial. Lo había advertido Foucault en su premonitoria conferencia de 1967 “De los espacios otros”, donde sostenía: “Nuestra vida está controlada aún por un cierto número de oposiciones que no se pueden modificar, contra las cuales la institución y la práctica aún no se han atrevido a rozar oposiciones que admitimos como dadas: por ejemplo, entre el espacio privado y el espacio público, entre el espacio de la familia y el espacio social, entre el espacio cultural y el espacio útil, entre el espacio del ocio y el espacio del trabajo, todas dominadas por una sorda sacralización”. Para Foucault, la primera frontera, la que delimita lo público y lo privado, se alimenta de esa otra frontera que es la construcción del sexo como género y que apreciamos en Aristóteles: la mujer ocupa el núcleo de lo privado, la procreación, la casa; sólo el hombre es dueño de lo público, lo que exige, obviamente, que sea el cazador y el guardián de la frontera.

Y en ese sentido es en el que Balibar hablaba de fronteras, en su clarividente libro de 1992 Las fronteras internas de la democracia y en dos ensayos de 1997,  “Qu’est-ce-qu’une frontiére” y  “Les frontiéres de l’Europe”: esas líneas divisorias son ante todo interiores y siguen una vez más la lógica terrible de la actio finium regundorum característica del derecho de propiedad erigido en paradigma del Derecho y de los derechos, esa acción en la que Rousseau veía el origen de toda desigualdad. Las fronteras no son sólo ni fundamentalmente líneas físicas que siguen accidentes geográficos, sino las barreras que marcan las diferencias de status, de clase, de derechos.

Pues bien, parece un hecho incontrovertible que en los últimos treinta años han aumentado las fronteras. en una y otra acepción: sobre todo, se ha multiplicado su utilización funcional al proceso de construcción social, de delimitación del otro como diferente y, por consiguiente (pese a que se trata de un non sequitur, de una inferencia lógica ilegítima) como desigual. Las nuevas fronteras, los muros y las vallas son instrumentos que sirven para el rechazo, el miedo y el odio al otro, que se han apoderado de nuestro universo simbólico, incentivados por el uso partidario de esa construcción social del otro como enemigo, propia de la concepción maniquea, schmittiana de la política. No es nuevo, insisto: es el viejo recurso de quienes no tienen propuestas políticas que ofrecer y, conscientes de la pérdida de adhesión social, recurren al viejo argumento del miedo al otro como mecanismo centrípeto, de adhesión social, que exige siempre un enemigo o, al menos, un chivo expiatorio para el que nadie mejor que el que es definido como ajeno a nosotros. Es en ese sentido en el que, según creo, se ha acrecentado en buen aparte de las democracias europeas la frontera interna de la desigualdad (jurídica y política) en línea con lo que denunciara Balibar, forzando así los límites admisibles del Estado de Derecho y de la democracia que difícilmente pueden soportar sin degradarse inaceptablemente el grado de exclusión que esto comporta.

Junto a ese proceso de repliegue, de reacción social, que alimenta la actual ola xenófoba, hay que destacar esa segunda acepción (nada novedosa) de las fronteras  en su peor concepción espacial, la que las entiende como barreras que separan, que exhiben de forma contundente (tendencialmente bélica, aunque sea en su acepción defensiva) el atributo por excelencia del Estado nacional, que es una concepción de soberanía ligada a un territorio y a una comunidad etnocultural las más de las veces definida como nación homogénea. Las fronteras son así entendidas como ámbitos del ejercicio de la policía administrativa, de orden y control de la circulación hacia o desde ese territorio soberano. Pero fácilmente se deslizan hacia esa otra noción de seguridad y defensa que es, inevitablemente, prevención frente a una amenaza, contra un enemigo. De donde el deslizamiento hacia el énfasis en esa función defensiva (insisto, bélica) como mensaje que pretende reafirmar una vieja noción de soberanía en un mundo en el que se desvanece. Se trata de una paradoja que ha explicado muy convincentemente la politóloga y ensayista feminista Wendy Brown. Es la lógica que despliega Trump cuando aduce un problema de emergencia nacional (el peligro inmigrante, identificado con la amenaza que significarían miles de <criminales> extranjeros que esperan pasar la frontera) para justificar la necesidad de financiar incluso de modo excepcional -de más que dudosa legalidad-su proyecto estrella, el muro. Pero no queda tan lejos de esa lógica que exige amurallar, vallar con elementos agresivos (las concertinas) las fronteras de Ceuta y Melilla.

En todo caso, conviene recordar que un examen objetivo de lo que está sucediendo en el contexto de la actual etapa del proceso de globalización impone el reconocimiento de la porosidad de las fronteras y el fracaso de todo intento de cerrar las fronteras como fortaleza, un intento que la UE trata de resucitar de tanto en tanto, desde una miope visión económica (centrada en la obtención del ejército de reserva, ni más ni menos) que daña exigencias elementales del Estado de Derecho respecto a los inmigrantes y aún peor, obligaciones internacionales de los estados miembros en materia de derechos de los refugiados. En efecto, aunque algunos puedan pensar que esa situación resulta de utilidad para el mantenimiento de un abundante contingente laboral o, en los términos acuñados por Karl Marx en El Capital, de un copioso ejército industrial de reserva, siempre disponible para cubrir las demandas de la economía (ya sea formal o sumergida), incurre en el error de reducir un fenómeno social global (en el sentido de Mauss) a su dimensión económico laboral y aun así de forma dudosamente eficaz, por su conjugación (si no supeditación) a la dimensión de orden público, exigencia/coartada de la política de miedo que trata de paliar la pérdida de agregación de las clases convertidas en precariado y produce un efecto de estratificación social que propicia una situación estructural de violación de los derechos humanos muy poco acorde con los presupuestos normativos mínimos del Estado de Derecho. 

En realidad, pese al mensaje continuado de la necesidad de control absoluto de las fronteras en términos de filtro que no deje pasar al no deseado, al que seguimos denominando «ilegal» (no tanto porque sea un delincuente peligroso sino porque se trata de un inmigrante «excedente»), es casi imposible ofrecer ejemplos de Estados cuyo territorio esté completamente sellado, incluso pese al continuo perfeccionamiento de los sistemas de vigilancia de las fronteras. La porosidad de las mismas es una señal más del fenómeno señalado por W. Brown, la progresiva erosión de la soberanía estatal, aún más escandalosamente visible en el caso de la UE, con una geometría variable de definición de su territorio y sus fronteras, que acaba impactando sobre la movilidad de sus propios ciudadanos, como estamos viendo ahora en los casos de Bélgica, Alemania o Reino Unido: el nexo político y jurídico entre soberanía y territorio se ha visto cuestionado por la multiplicación de poderes y ordenamientos supranacionales, el rápido crecimiento e intensificación de los vínculos transnacionales, así como el afianzamiento de los nuevos circuitos globales de producción e intercambio de capitales.

 

Vayamos a la cuestión. Hemos llegado a un punto en el que se hace verosímil plantear la pregunta: ¿son las fronteras un daño y, por tanto, violencia? Aún más, ¿son violencia estructural? Parece indiscutible reconocer que, hoy, para muchos millones de seres humanos, las fronteras son sobre todo la evidencia de un riesgo serio de muerte o de daños importantes en la integridad física, una restricción a la libertad de circulación que resulta difícil justificar en su alcance, por discriminatoria e inaceptable. ¿Debemos abolirlas porque son un daño? ¿son simplemente una más de las reglas que hacen posible la libertad?

A la vista de las estadísticas de muerte, de violación de derechos en los campos externalizados, como los de Libia y en esa perversión en que hemos convertido los campos de acogida de refugiados, transformados en campos de concentración donde no son excepcionales los suicidios de niños,  es imposible negar que el resultado del empeño de los gobiernos europeos es construir la frontera y en particular el Mediterráneo como frontera, desde la playa del Tarajal a las islas de Kos y Lesbos, como emblema de la necropolítica, según he propuesto en otros trabajos. Un apolítica para la que el bien jurídico elemental, el derecho a la vida, no cuenta. Las aguas del Mediterráneo nos arrojan cadáveres, que son solo la punta del iceberg respecto a los cadáveres que sepultan. Por cada Aylan, cuya foto conmueve a la opinión pública, son centenares los cuerpos de niños que yacen ocultos en el suelo

La legalidad que hace y define hoy las fronteras de los Estados europeos parece, en no pocos ámbitos, incompatible con principios básicos del Estado de Derecho y muy concretamente con el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos fundamentales. Esta política de fronteras que insisto en recordar que se empeña en la anacrónica lógica territorial estatal, está sobre todo al servicio de una noción de mercado y de poder caducas: las fronteras violan la lógica universalista de la globalización jurídica y política, que sigue la vía del cosmopolitismo jurídico al menos en lo relativo al igual reconocimiento de los derechos humanos universales y de sus garantías. en el caso de la UE y como consecuencia del proceso de renacionalización de las políticas migratorias y de asilo, el régimen jurídico de las fronteras parece convertirlas en <instrumento de guerra contra inmigrantes y refugiados>, tal y como viene sosteniendo Migreurop: una guerra en la que el Derecho es instrumento básico, lo que supone la destrucción del Estado de Derecho y de aquello que da sentido al Derecho mismo, la lucha por los derechos. Insisto, ese modelo de política de las fronteras viola la lógica propia del Estado de Derecho, sus principios y valores, sus reglas: la primacía de los derechos, los bienes jurídicos e intereses prioritarios porque están al servicio de las necesidades básicas. Cuando todo el empeño de la política migratoria es conceptualizar la inmigración en tiempos de crisis como una amenaza de orden público y aun de seguridad, de defensa, se construye una lógica jurídica de estado de excepción permanente para algunos grupos sociales y se multiplican sus instrumentos, como los campos de internamiento, la utilización de fuerzas armadas o análogas y la criminalización de inmigrantes y aun de refugiados.

 

En las páginas que siguen, el lector encontrará cuatro ensayos escritos por periodistas y escritores especializados en el análisis de la movilidad humana forzada, puesto que no sólo los que huyen de la persecución, los que ansían la protección el asilo son desplazados forzados; también lo son la mayor parte de los que denominamos inmigrantes laborales o económicos, que huyen de un estado de necesidad. Javier Bauluz, Nicolás Castellano, Daniela Pastrana y Juan José Téllez, a lo largo de cuatro capítulos, nos traen a la vista ante todo lo más necesario, la historia de personas que, lejos de ser anónimas, meras cifras de una estadística implacable, tienen rostro, nombre, identidad. Son los protagonistas concretos de una condición estructural y trágica impuesta por el modelo de globalización de un negocio del que se lucran no sólo las mafias, sino las empresas transnacionales que se sirven de ese tráfico y explotación de seres humanos, y las que engrosan su cuenta de beneficios con el negocio de la seguridad, como ha analizado Claire Rodier.

Los relatos de este libro recorren las diferentes fronteras, desde las más próximas para los españoles y europeos, las del Mediterráneo, Ceuta y Melilla, hasta aquellas otras que llevan desde la América Central hasta el muro de Trump. Fronteras que acumulan no sólo violaciones de derechos, sino un insoportable número de pérdidas de vidas humanas. Son ensayos que analizan diferentes aspectos de las historias de inmigrantes y refugiados que protagonizan estos nuevos éxodos, el signo de nuestro siglo XXI. Son ensayos, también, de militantes por los derechos humanos, porque los cuatro autores de estas páginas tienen en común, a mi juicio, saber hacer de su trabajo un ejemplo de la lucha por los derechos. Un compromiso que no quita un ápice de rigor e interés en sus escritos.

Los verdaderos protagonistas del libro, como decía, son seres humanos, que merecen ser reconocidos pero que, desgraciadamente, en tantas ocasiones son sólo cadáveres anónimos. Cadáveres como el que fotografió Javier Bauluz, fotografía que le valió el premio Conde de Godó a quien luego sería el primer premio Pulittzer español. Antes, había cubierto las guerras de Centroamérica de finales de los años ochenta, los últimos años de Pinochet en el poder, la Primera Intifada palestina, la guerra de Bosnia, o la crisis de Ruanda. Afrontar esas realidades le espoleó al fundar en 2010 el proyecto <Periodismo Humano> y a documentar, como lo hace en este libro, uno de esos viajes desesperados, acompañando personalmente a quienes desde las islas griegas tratan de alcanzar territorio europeo a través de fronteras que se convierten en obstáculos terribles como las de Macedonia y Hungría. Bauluz narra su viaje acompañando a aquellos que buscan refugio para sus hijos y que protagonizan estas historias de amor y muerte desde Lesbos, pasando por Atenas, recorriendo a pie los viejos raíles del Orient Express, acampando precariamente en parques de Belgrado, hasta esa última (¿) etapa que comienza en Horgos, cerca de la frontera Serbia con la fortificada Hungría que niega brutalmente cualquier esperanza a estos errantes que perseveran en la esperanza contra toda esperanza y les obligará a intentarlo en Austria. Un viaje en el que, como en la paradoja cargada de brutal ironía que narra Swift en el último de los viajes protagonizado por su Gulliver, Bauluz encuentra la solidaridad, el humor, la humanidad, no entre esos países civilizados a los que aspiran a llegar, sino entre los propios desesperados.

Fronteras de muerte que, como explica Nicolás Castellano en las páginas de este libro en las que hace un análisis tan documentado como crítico de la mal llamada <crisis de refugiados>, encarnan los cadáveres que nos devuelven constantemente las aguas del Mediterráneo que se han cobrado la vida de más de 35597 personas desde 1988. Personas, niños, mujeres, adultos, como ese primer cadáver de un inmigrante, descubierto en las costas de Cádiz, hace ya treinta años, tal y como ilustra el documental El naufragio, de cuyo guión es autor. Castellano, que ha recibido numerosos premios en reconocimiento de su trabajo constante en torno a la inmigración desde hace más de 16 años, ha descrito con rigor y detalle y ha puesto rostro, nombre a los protagonistas de esos viajes, como ya lo hizo con el niño de la maleta, Adou, protagonista de su libro Me llamo Adou. Y nos invita a hacerlo arrancando con el testimonio de una exposición de la artista colombiana Doris Salcedo, Palimpsesto, un minucioso trabajo de investigación en equipo, instalación que se pudo ver y recorrer entre 2017 y 2018 en el Museo Reina Sofía de Madrid, para llorar los nombres de esos muertos anónimos con algunas de cuyas familias conversó Salcedo antes de presentar ese suelo que era también la lápida que no vemos, una lápida a la que llegaban las lágrimas que tantas veces no derramamos. En un mundo más amurallado que nunca, desde la Edad Media, nos enseña Castellano, el muro europeo simbolizado en el Mediterráneo causa diez veces más muertes que el muro de Trump. Un muro que atrapa a los que consiguen llegar, que son sólo una parte mínima de los que vagan errantes desde tantas crisis reales que quedan muy lejos de nosotros.

Violaciones de derechos, laberintos administrativos, limbos legales, han sido estudiados y denunciados de forma incansable, constante, por el periodista, escritor, poeta y activista cultural comprometido que es Juan José Téllez. Téllez formó parte desde su inicio del proyecto <Periodismo Humano>, ha sido director del diario Europa Sur y hoy trabaja como periodista independiente para varios medios. Forma parte del Foro Andaluz de la Inmigración en representación de las asociaciones de prensa de Andalucía y coordinó el grupo de trabajo sobre interculturalidad para la redacción del Plan Estratégico Cultural de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. En su capitulo encontrarán los lectores, entre otras cosas, un análisis contundente de esa variante de la xenofobia que es la islamofobia, del feroz instrumento del durísimo proceso de exclusión social que ha sido la denominada <ley de extranjería> (sin que descuide por ello el estudio de otros colectivos duramente golpeados por la eufemísticamente denominada <crisis>. Aprenderán los nombres y apellidos de tantos santos <laicos en un mundo de demonios> que prohíbe las bienaventuranzas. Santos laicos que son muchas veces los propios inmigrantes, los <refugiados sin refugio> y tantas personas, muchas veces anónimas, que en nombre del lo mejor del ser humano, la solidaridad, el reconocimiento de todo otro como igual, tratan de ayudarles para hacer menos incierta, menos letal, su odisea. Una tragedia que ha dado lugar a otro cementerio marino, que incluye muertes, en Ceuta y Melilla, en Cádiz y Motril, nichos y ataúdes blancos, anónimos. Que incluye prisiones para inocentes, para personas que no ha cometido delito, como los CIE.

Evidentemente, los desafíos de esta política de fronteras no se limitan al ámbito europeo. De ahí el interés de la contribución de la periodista y escritora mexicana Daniela Pastrana, especializada en el análisis de las violaciones de derechos humanos que afectan a los sectores de población más desfavorecidos. Pastrana es la directora ejecutiva de <Periodistas de a Pie>, desde 2010 y escribe para la agencia Inter Press Service (IPS).  En su capítulo, <la ruta del sueño americano>, relata ese viaje de proporciones no ya bíblicas sino casi míticas, que tantos miles de personas emprenden cada año para tratar de alcanzar territorio de los EEUU, desde diferentes países de América Central y que les obliga a transitar México.  Un viaje al que pone música o al menos ritmo el <trum trum> de La Bestia, el tren que tantos deben abordar. Una historia de familias rotas, de desaparecidos, entre dos fronteras, el norte (el <limbo de la espera>) y el Sur (un caminar entre rieles). Una odisea, desde luego, que es también en gran medida el tránsito por limbos legales, y en la que apreciamos, por tanto, rasgos comunes con esos otros viajes forzados descritos por los otros tres autores, comenzando por la condición de anonimato, esos <sin nadie> mucho más trágicos que el <nadie> de la treta de Ulises ante Polifemo. Una empresa desesperada, para la que no parecen suficientes los apelativos del <epicentro del horror>, ese <infierno> donde a, decir de Pastrana, gobierna el diablo.

 

Para que la historia no nos acabe juzgando con la dureza que ahora merecemos, para no quedar indiferentes, para reaccionar ante el espanto, es preciso mirarlo a los ojos, conocer su realidad, su verdadera dimensión. Y ese, creo, es un propósito que logran nuestros cuatro autores. Porque nadie que lea estas páginas saldrá de ellas igual.

 

 

Javier de Lucas

 

 

LA CULTURA DE LOS DERECHOS, El País, 22 de febrero de 2019

Parece de moda sostener que vivimos una nueva etapa de la democracia, caracterizada por la presencia de la indignación como motor primario, incluso por el predominio de los sentimientos, emociones o pasiones, frente a la razón. Abundan las etiquetas: democracia o política de indignados, democracia reivindicativa o reactiva, o, con la conocida fórmula de Rosanvallon, <democracia de la desconfianza> o <contrademocracia>.

Sin embargo, como se ha podido comprobar sin demasiada dificultad ante fenómenos aparentemente locales como la revuelta de los gilets jaunes o el conflicto entre taxi y VTC, el fenómeno es mucho más viejo. Lo saben los estudiantes de primero de Derecho a quienes aún se les habla en clase de la importancia del sentimiento de lo jurídico, en su variante del sentimiento de lo injusto: el “¡no hay derecho!” como urphenomenon del Derecho y aun de la política.

El papel de los cahiers de doléances, esos cuadernos de quejas ciudadanas en los que encarnó el sentimiento de revuelta que llevó a la revolución de 1789, es sólo un antecedente próximo. Las primeras manifestaciones, como la arquetípica de Antígona frente a Creonte, vienen de esa conciencia de humillación, de falta de reconocimiento de lo que es -de lo que creemos que es- nuestro derecho. En el fondo es el mismo leit motiv que expresara el brocardo summum ius, summa iniuria, que conocen bien los lectores del Michael Kohlhaas, de  H.von Kleist, o, más prosaicamente, los espectadores de tantos films de Ch Bronson o, con un poco más de sofisticación, de la serie de films de Clint Eastwood sobre su Dirty Harry. Desde el punto de vista académico, lo han explicado las teorías contemporáneas del reconocimiento, de Taylor a Honneth. Es el orgullo herido que reivindica la dignidad propia, aun a costa de sacrificios importantes, como en el caso del suicidio del vendedor ambulante Mohamed Benazizi, tal y como explicó bien Sami Naïr en su libro La lección tunecina.

Esa clave de <lucha por mi derecho>, es la que aplicó el gran maestro Jhering para explicar su versión del alma del Derecho. Y lo concretó en el lema “todo derecho en el mundo tuvo que ser adquirido mediante la lucha”. En el bien entendido de que esa lucha no consiste sólo, aunque desde luego resulta imprescindible, en la confrontación social. Porque también se lucha por los derechos aplicándose en su conocimiento, esto es, en la pedagogía sobre la mejor forma de satisfacerlos y garantizarlos, de conjugar los derechos inevitablemente enfrentados. Por eso, la educación básica y especializada y la transferencia de conocimientos sobre los derechos humanos, un mandato de la ONU y la UNESCO, forma parte de lo que nos gusta llamar cultura de los derechos, que muchos consideramos la base imprescindible para la tarea política por excelencia, esa permanente paideia que es la formación crítica de la ciudadanía.

Las sociedades democráticas, las sociedades que tratan de hacer y vivir más y mejor democracia, no son sostenibles sin el conocimiento de los derechos de los que son titulares los ciudadanos, sin la toma de conciencia de su condición de verdaderos señores del Derecho, de señores de los derechos. Pero en unas sociedades como las nuestras, en las que impera el atomismo individualista, es preciso educar en la distinción entre deseos, expectativa, intereses y derechos. Aprender que, incluso los que podemos considerar como nuestros derechos, entrarán muchas veces en conflicto con derechos de otros. Porque el verdadero test de los derechos es aprender a conocer, respetar y tomar en serio los derechos de los otros. De donde la prioridad política de educar en la necesidad de conjugarlos, desde el principio básico de evitar el daño a bienes jurídicos prioritarios, ya sean de los otros, ya sean comunes. Una y otra apreciación exigen educar en la igualdad y en la solidaridad, por encima de la pulsión infantil que hace creer que todo lo que está a mi alcance o incluso imagino, debe ser mío, sea cual fuere el coste. Además, hay que aprender que los derechos no se adquieren de una vez para siempre, sino que la lucha por su garantía es una tarea permanente, lo que compromete a todos los ciudadanos -no sólo a los poderes públicos y a los funcionarios-, a una actitud de vigilancia, de control que va más allá del mero uso y disfrute de los mismos. La cuestión, pues, es cómo formar y mantener despierta esa disposición.

Esta es la propuesta: fortalecer los instrumentos para que arraigue en nuestras sociedades la cultura de los derechos. Educar específicamente en derechos, como exigió en sus Observaciones finales (en marzo de 2018) al Gobierno español el Comité de la ONU para la eliminación de las formas de discriminación de la mujer (CEDAW), Comité que mostró su preocupación por <la sustitución de la materia obligatoria de enseñanza en secundaria “educación en la ciudadanía y los derechos humanos” por materias optativas sobre “valores cívicos y sociales”, o valores éticos” >. Esa educación en los derechos, desde la enseñanza secundaria es una necesidad básica y como tal debe ser una prioridad para los poderes públicos, pero también para los agentes sociales, sobre todo para todos los implicados en el proceso educativo. Para tomarnos en serio los derechos y aprender a actuar con y por ellos.

SIN DEMAGOGIAS: ES NECROPOLITICA, El Periódico de Catalunya, Más Domingo, 10.02.2019

Hace tiempo que tomé prestada la noción de necropolítica, acuñada por el filósofo camerunés Achille Mbembé (con raíces obvias en Foucault), para tratar de explicar la sin razón del modelo de políticas migratorias y de asilo que practican buena parte de los Gobiernos de los países del norte (del centro, si lo prefieren), destinatarios de movimientos masivos de personas. Políticas que, a mi juicio, en el caso europeo están inevitablemente vinculadas con esa consecuencia terrible de la que se habla en este monográfico, con motivo del proyecto artístico de Bannu Cenetoglu, The List: la transformación del Mediterráneo (antes, mar común) en la frontera más peligrosa del mundo, un auténtico cementerio de niños, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, en su inmensa mayoría anónimos.

Mbembé habla de necropolítica para referirse a una concepción de la política en la que la vida de los otros es objeto de cálculo y, por tanto, carece de valor intrínseco. Sólo cuentan esas vidas en la medida en que cuentan, esto es, que resultan rentables o dejan de serlo. A mi juicio, esta concepción ha de ser relacionada con lo que nos han explicado, entre otros, Sassen y Bauman sobre el advenimiento de una etapa del capitalismo en la que el proyecto de la democracia inclusiva queda orillado, reforzándose por el contrario los mecanismos no sólo de desigualdad, sino de exclusión y expulsión de una parte de la población respecto a los beneficios del crecimiento económico. Ese es el rasgo más notable del modelo de capitalismo neoliberal en la etapa actual de la evolución del proyecto del mercado global, cuya idea-fuerza es obtener una desregulación que permita liberarse incluso de la sujeción a normas básicas, como las que responden a la garantía de derechos humanos elementales entendidos como universales. El derecho a la vida también. Así, la condición del precariado es crecientemente la de caducidad u obsolescencia programada, al igual que la de las mercancías: no afecta sólo al tipo de trabajo, sino al propio trabajador. Por eso, el acierto de la fórmula de Bauman, “industria del desecho humano”, que se puede aplicar a las políticas migratorias (incluso a las de asilo) y justifican su definición como emblemas de la necropolítica.

Ya sé que cuando se dice esto los más piensan en Trump y su obsesión por el muro y algunos otros señalan con el dedo a Australia, con su lema <No Way>, dirigido a los inmigrantes irregulares para disuadirles y con su empeño en recluir a los demandantes de asilo en islas alquiladas al efecto, como la de Nauru. Pero lo cierto es que buena parte de los Gobiernos europeos practican de modo descarado o vergonzante esta misma respuesta, a mi juicio ignominiosa. Una respuesta a la que aludía el anterior Comisionado de la ONU para derechos humanos, el jordano Said Ra’ad al Hussein, cuando definía así a los refugiados: “These are people with death at their back and a wall in their face”. No somos ajenos a esa amenaza de muerte que tratan de dejar atrás, porque nuestras políticas ignoran (y a veces colaboran incluso activamente, y no por omisión) las causas de las que huyen los demandantes de asilo; las mismas, por cierto, en muchos caos, que imponen el viaje migratorio como única opción para escapar de la miseria, la pobreza, la falta de expectativas. Por no hablar de esas otras causas, ligadas al cambio climático, que ya empujan desplazamientos masivos y que todos los pronósticos aseguran que multiplicarán exponencialmente las diásporas, si no actuamos ya. Y tampoco les ofrecemos esa acogida que necesitan, porque nos empeñamos en poner delante de ellos muros, vallas, fosos que les impidan llegar. Sí: nuestras políticas para imponer unilateralmente el control migratorio, han llegado a la perversión de incluir como objetivo prioritario dificultar que quienes necesitan la protección internacional puedan llegar a presentarla. De ahí la falacia de seguir denominándolos refugiados, cuando gran parte de nuestro empeño está puesto en obstaculizar que puedan llegar a serlo. Por eso erigimos muros, creamos campos de internamiento, abandonamos a su suerte a menores, pagamos a terceros países sin importarnos su standard de garantía de los derechos humanos, incluso entrenamos a fuerzas que se asemejan más a mafias que a funcionarios públicos (como sucede en el caso de Libia), para externalizar ese control: tratamos por todos los medios de reducir al mínimo el número de solicitudes de asilo que nos veamos obligados a reconocer.

Y lo mismo practicamos con los inmigrantes, para asegurarnos de que sólo lleguen los que sean estrictamente necesarios para las exigencias de nuestro mercado de trabajo y sólo mientras su presencia incrementa la cuenta de beneficios. En este último caso, en el de los inmigrantes irregulares, hemos alcanzado el punto de cinismo de sostener que la pérdida de vidas, el riesgo que afrontan en el desesperado proyecto migratorio y que llena de cadáveres las arenas del Sáhara y las aguas del Mediterráneo, no nos incumbe porque sólo desde una posición <buenista>, frívolamente irresponsable desde el punto de vista político, se puede pedir que asumamos su protección: no podemos hacernos cargo de toda la miseria del mundo, se repite invocando el viejo aserto de Rocard. Bastante hacemos ya patrullando en el Estrecho o en la zona SAR del mediterráneo central. Hay que conseguir que no vengan.

No seré yo quien niegue que, en efecto, el servicio de salvamento marítimo español y las fuerzas armadas que componen la operación UNAVFOR MED (Sophia) han salvado muchos miles de vidas humanas, como recordaba pertinentemente hace unos días el ministro de Interior, el magistrado Grande Marlaska. Eso es muy cierto. Pero no entiendo que se alegue como mérito, cuando se trata del cumplimiento estricto de deberes jurídicos elementales (deber de socorro) y de los específicos propios el Derecho internacional del mar. Sólo faltaría que no se cumplieran. Por eso me parece un ejercicio de cinismo inaceptable contrapesar esa obligación con su teórico <efecto llamada>: de verdad, ¿alguien en su sano juicio sería capaz de decidir no salvar a náufragos para evitar que haya otros náufragos? No lo creo: ni las personas que patrullan en lanchas de la Guardia Civil, ni las que lo hacen en los buques de la Armada ni, desde luego, los pescadores que faenan en esas aguas. Saben que es su obligación, aunque sepan también que esos que rescatan, casi con toda seguridad, no serán los últimos. Habrá más.

Pero parece que nuestros gobiernos europeos han asumido que esos cadáveres anónimos son <efectos colaterales>, cuya responsabilidad exclusiva remitiría, de un lado, a la inconsciencia (la desesperación) de esa pobre gente y, de otro, a la criminal avaricia de las mafias. Habría que recordarles que si las mafias hacen negocio es porque hay un mercado. La primera causa de este peculiar mercado es el conjunto de factores que crean el efecto salida y contra los cuales no luchamos decididamente con la mal llamada política de cooperación, encaminada más bien, muchas veces, a incrementar nuestra cuota de negocio en esos países. Pero es que, además, no luchamos eficazmente contra los contratantes e intermediarios que se benefician de ese mercado clandestino. Por ejemplo, cuando nos negamos a ampliar las vías legales y seguras para llegar a trabajar y a buscar trabajo. Es ese trapicheo el que asegura la precariedad de la condición de los trabajadores extranjeros y por tanto garantiza el beneficio desmedido de quienes trafican con ellos y les explotan.

Vidas humanas, como la mía o la suya, lector. Porque respetar el derecho a la vida es sobre todo respetar la vida de esos otros, que son igualmente dignos que nosotros. Y no lo son si los reducimos a números, sepultados por las arenas o las aguas, o a siglas anónimas (N.N.), mal inscritas en precarias tumbas. Por eso la importancia de campañas como #UnsereToten (#OurDead, en inglés) de la ONG alemana Sea Watch, para recopilar los nombres de los muertos, el trabajo de forenses como Cristina Cattaneo o Jose Pablo Baraybar o, ahora, este proyecto artístico de Bannu Cenetoglu. Porque cada uno de los seres humanos tiene un nombre. Y lo que no se nombra por su nombre, no existe.  

«CORAJE CÍVICO, FRENTE A LA LÓGICA DE LA CONTAMINACIÓN», Luces Rojas, Infolibre, 04/02/2019

La ONG alemana Sea Watch lanzó a comienzos de diciembre la campaña #UnsereToten (#OurDead, en inglés) para denunciar que, como consecuencia de la política migratoria de cierre de fronteras de los Gobiernos de la UE, se priva a quienes perecen en el intento de llegar a Europa “ no sólo la vida, sino también su identidad». La campaña, de la que dio cuenta Infolibre (https://www.infolibre.es/noticias/mundo/2018/12/10/una_ong_alemana_publica_una_esquela_por_cada_una_las_800_personas_ahogadas_mediterraneo_desde_junio_89706_1022.html) consistió en difundir una esquela por cada uno de las personas ahogadas en el Mediterráneo, con el siguiente mensaje: «No son números y cifras lo que Europa está dejando que se ahogue en el Mediterráneo, son personas. Tienen amigos y familiares, miedos y sueños. Son personas como tú y yo. Ellos son #ourdead también».

Personas, no inmigrantes, ni demandantes de asilo. Personas, adultos, mujeres embarazadas, niños, como ese niño maliense de 14 años que llevaba cosidas sus notas como certificado de buena conducta y que se hundió en el pozo marino sin atención mediática alguna, salvo para la forense italiana Cristina Cattaneo que nos ha contado su historia en su libro Naufraghi senza volto (cfr. la entrevista a la profesora Cattaneo en Libero: http://247.libero.it/rfocus/37533678/1/il-medico-legale-cristina-cattaneo-tra-cold-case-e-migranti-senza-nome/).

Historias de personas. Como las que, según relataba en este mes de enero un artículo del periodista Nicolás Castellano (https://cadenaser.com/ser/2019/01/23/sociedad/1548270430_098181.html), trata de identificar un grupo de forenses que encabeza José Pablo Baraybar para el Comité Internacional de la Cruz Roja, a fin de tratar de identificar a los 1.050 víctimas del mayor naufragio documentado hasta ahora en las rutas migratorias hacia Europa, en abril de 2015).

Uno de los barcos de esta ONG, el Sea Watch 3 (con bandera holandesa), tras  rescatar a 47 náufragos, ha pasado casi dos semanas pidiendo un puerto seguro a las autoridades de Malta e Italia y, en su caso, a los Gobiernos europeos. El Gobierno italiano rechazó esa peticióny añadió el escarnio: por boca del progresista Di Maio, que no del xenófobo Salvini,  lanzó un órdago al Gobierno holandés para que acepte un “corredor humanitario” que llevara a Holanda a los 47 personas rescatadas y amenazó con llevar el caso ante el Tribunal Europeo de derechos humanos de Estrasburgo (cfr. https://www.repubblica.it/cronaca/2019/01/28/news/sea_watch_salvini_sui_migranti_entro_l_anno_chiudiamo_il_cara_di_mineo_-217649754/?fbclid=IwAR05G-UmT4FhdjnrLRrhr0aAbK3U670TF-e-KFQRjfHeTI6vsJw41H-OnUs), por la responsabilidad de Holanda en el  ¡incumplimiento de los derechos humanos! Finalmente, admitió la llegada del barco al puerto de Catania, pero a continuación lo ha retenido en puerto, de forma que, a comienzos de febrero de 2019 ya no hay ningún barco de ONGs en la zona SAR  (Salvamento y rescate) junto a Libia y en el «canal del mediterráneo central». El gobierno italiano ha conseguido su propósito, ayudado, por cierto, por las decisiones del Gobierno español de retener en puerto a otros dos barcos de salvamento, el Open Arms y el Aita Mari.

Esto es l más grave de todo, que Salvini va ganando. Sí, esa política está consiguiendo contaminar a sus socios europeos, en un fenómeno que va más allá de las políticas migratorias y de asilo aunque se sirve de ellas como mascarón de proa y abarca cuestiones más amplias de políticas públicas, hasta tocar el meollo de los principios en los que se asienta el modelo europeo, la defensa del Estado de Derecho y de los principios y valores democráticos, que tienen como emblema tomar en serio los derechos humanos, lo que quiere decir los derechos de los otros, y no sólo los de nuestros compatriotas.

Esta es la verdadera amenaza. La contaminación de los partidos conservadores, liberales y socialdemócratas por la lógica de exclusión, de repliegue frente al otro, que amenaza mucho más que este o aquel modelo de política migratoria. Porque frente al giro que propician los movimientos sociales y los partidos políticos de extrema derecha, la peor opción para combatirlas es adoptar sus posiciones, por miedo a perder votos, esto es, por falta de coraje cívico para esa batalla de ciudadanía, de paideia, que quienes se afirman como defensores del Estado de Derecho -en nuestro caso, los partidos soi-dissants constitucionalistas- no deben, no pueden dejar de dar. En otro caso, como en el cuento de Pedro y el lobo, esa profecía cumplida acabará estallando ante nuestros ojos en el mes de mayo, en las elecciones europeas, en las que esas formaciones de corte xenófobo, racista, aislacionistas, parecen caminar con el viento a favor.

Insisto. Lo grave no es ya que existan esas formaciones, que aparezcan ahí donde no existían como tales (nuestro caso Vox). Lo peor es esa contaminación de la lógica que exhiben sin complejos, políticos como Salvini. Claro que algunos de los gobiernos europeos, como el gobierno holandés, parecen dispuestos a dejarse contaminar sin poner mucha resistencia. Y por eso me parece preocupante una deriva en la toma de posición del Gobierno Sánchez que, tras haberse erigido en el mayor contrapeso del modelo Salvini, ahora se diría nada reluctante a sus tesis.

Seguramente influye en este giro la conciencia de que su primera toma de posición sobre la necesidad de organizar un sistema coordinado y seguro por parte de los Gobiernos europeos para el rescate y desembarco para las personas que se encuentran en peligro en su arriesgado viaje hacia Europa (una posición humanitaria, no lo olvidemos, pues nunca fue una alternativa de política migratoria y de asilo) es hoy una opción aislada: ya no cuenta con el más o menos tibio apoyo que había obtenido inicialmente por parte de los gobiernos de Macron y Merkel, significativamente de perfil en los últimos casos de rescate de náufragos por barcos humanitarios.  

Influye también, probablemente, la arremetida de la derecha, que huele sangre gracias a la manipulación habitual de la cuestión migratoria ante las inminentes citas electorales. Es decir, parece haberse impuesto entre una parte de los spins doctors del Gobierno el tópico asentado, la profecía del miedo, que pronostica una segura pérdida de votos si se defiende una política migratoria no ya de puertas abiertas (que nunca fue ese el propósito del Gobierno Sánchez, pese a los malintencionados rumores), sino simplemente basada en la prioridad de los derechos y en la tentativa de medidas europeas, es decir, de la existencia de un plan si no obligatorio, conjunto, multilateral, por parte de los Gobiernos de la UE.

Ciertamente, resulta difícil aceptar esta inflexión en la política migratoria y de asilo del gobierno, que se manifiesta ahora en tres líneas de acción.

La primera, la negativa a entrar en repartos multilaterales de las personas rescatadas en la ruta del Mediterráneo central, tal y como se concreta palmariamente en el caso del Sea Watch-3. La segunda, en los obstáculos a las ONGs que organizan acciones de rescate en el Mediterráneo: véase las excusas de leguleyo exhibidas por el Ministerio de Fomento para impedir la salida de puerto de los barcos Open Arms y Aita Mari, que pretenden trabajar en las tareas de rescate de náufragos en esas aguas, próximas a las costas libias (cfr. https://www.infolibre.es/noticias/politica/2019/01/18/el_gobierno_deniega_permiso_otro_buque_deja_mediterraneo_vacio_barcos_espanoles_que_rescatan_migrantes_90924_1012.html). Un trabajo aún más necesario hoy, precisamente porque ya no quedan barcos de Organizaciones humanitarias en esas aguas, salvo el mencionado Sea Watch-3. Y, en tercer lugar, de la mano del ministro del Interior, el magistrado Grande-Marlaska, en la adopción como objetivo prioritario de una batalla por conseguir que Bruselas dote de más fondos al Gobierno marroquí, de acuerdo con la más vieja lógica de externalización del control migratorio. Ello, hasta el punto de cinismo que exhibió la Secretaria de Estado de migración en Bruselas, la Sra Rumi, que, interrogada por los periodistas acerca de las denuncias de ONGs a Marruecos por violaciones de los derechos humanos, respondió, sin complejos: “¿quién dice que Marruecos no cumple los derechos humanos? Eso lo dirá Vd” (https://www.eldiario.es/desalambre/inmigracion/Gobierno-vulneracion-Marruecos-Bruselas-Rabat_0_859864300.html).


El Gobierno español debe reaccionar, si no quiere que se le pueda aplicar el duro diagnostico sobre la izquierda italiana que hacía en 2018 el jurista italiano especializado en migraciones, Gianfranco Schiavone: «la inerte corriente de centroizquierda italiana apoyó y asumió un enfoque político-cultural que no correspondía siquiera a la política de los partidos de derecha, sino de la extrema derecha…La izquierda italiana, que durante años ha sido incapaz de producir su propia idea política acerca de la migración, ha terminado por canibalizarse a sí misma, ofreciendo un horrible espectáculo. No es un error táctico ni estratégico: se trata de algo más serio y profundo, que podría tener nefastas consecuencias a largo plazo». Ojalá reaccionen. Aún están a tiempo.