La herencia de sombras del capitalismo
Este es un congreso necesario. Lo explica sobre todo el subtítulo del propio Congreso, “La sombra del capitalismo en el siglo XXI”. Quiero detenerme un poco en ese lema: no se trata sólo de que el capitalismo hoy, en este siglo, tenga un lado oscuro, que lo tiene, porque asistimos a la enésima vuelta de tuerca de un modelo, el del neoliberalismo fundamentalista de mercado, que incrementa su dimensión depredadora y su coste en términos de incremento de desigualdad. Recordemos que ese lado oscuro no es una novedad: comienza a mostrarse en la primera fase de globalización, con el embrión de ese capitalismo que ponen en marcha las grandes compañías europeas de Indias (española, inglesa, holandesa…), que se disputan la explotación de los recursos de los países de todo el mundo que los europeos descubren en el siglo XVI y se enriquecen gracias en buena medida al negocio del esclavismo. Lo retrata magníficamente una serie de televisión, Taboo, escrita por el padre de Tom Hardy, que la protagoniza, y que sugiero recuperar. Es la primera etapa de esa “industria del desecho humano”, de la que hablaba Baumann a propósito de las políticas migratorias, funcionales a ese modelo depredatorio de riquezas, que siembra el mundo de sombras. Porque sombras, que no seres humanos, son esas vidas precarizadas, sin esperanza, como ha estudiado Judith Butler. Y parece claro que esa destrucción de la posibilidad de vidas dignas y autónomas no es un daño colateral, sino medio necesario para el éxito de ese modelo económico propio del individualismo posesivo, el del capitalismo sin reglas.
Por eso, creo que tiene razón el filósofo camerunés Achille Mbembé cuando habla de la necropolítica que el colonialismo puso en marcha y cuyo reflejo más claro, a mi juicio, son nuestras políticas migratorias y de asilo. Un modelo que, también en mi opinión, nos han descrito la literatura y el cine, mejor que muchos análisis sociológicos, económicos o políticos. Pensemos, por ejemplo, en la actualidad de las novelas de Dickens (Oliver Twist, Tiempos difíciles, Casa Desolada) en las que se describe el coste de esa consolidación del capitalismo en Inglaterra (tan bien analizado por Marx y por Engels): las vidas precarizadas, sin esperanza, de millones de mujeres y niños, y no sólo de los hombres adultos. Pero ese coste no se queda en el seno de los países que viven el primer proceso de industrialización. El viaje al corazón de las tinieblas que nos describe Conrad, lo explica paradigmáticamente: la prosperidad de los capitanes europeos (y americanos) de empresa en el XIX y bien entrado el XX, se construye sobre el expolio de las colonias y el negocio de la esclavitud, cuyo símbolo es el enriquecimiento de la familia real belga y de su burguesía, bajo el reinado de Leopoldo I. Seres humanos desprovistos de sus características humanas y que se llegan a exhibir con un afán científico en exposiciones y -disecados- en museos. Yesa necropolítica se muestra en la necesidad del recurso a la guerra, su funcionalidad para ese tipo de capitalismo, que queda bien ilustrada en la versión cinematográfica de la novela de Conrad que nos dejó Francis Ford Coppola, Apocalyse Now., en la que Kurz no es un loco, sino un genio que ha entendido la funcionalidad del horror bélico.
Por su parte, el cine de Ken Loach y Paul Laverty nos ha descrito eficazmente cómo el capitalismo depredador crea vidas precarias al describir los efectos del modelo thatcheriano que destruyó el Estado del bienestar surgido después de la guerra (y descrito por ellos en su película de 2013, El espíritu del 45): hablo de películas como Rif-Raff (1991), Lloviendo piedras (1993), Me llamo Daniel Blake (2007) o Sorry, we miss you (2019). Pero Loach y Laverty han denunciado también el coste humano de esas políticas migratorias en el mundo global, en films como Es un mundo libre (2007) y en su muy reciente The Old Oak (2023), en la que nos cuentan cómo las políticas migratorias y de asilo se utilizan para separar a la clase obrera del universalismo.
No es nueva esa mirada cinematográfica, ni mucho menos: baste pensar en la novela de Steinbeck Las uvas de la ira, que John Ford llevó al cine en 1940. O en esa representación de la Alemania que se entrega a la II Guerra Mundial que nos muestra la película de Fosse, Cabaret (1972), con su emblemática canción Money, Money. Por no hablar de la magistral novela de Solmssen Una princesa en Berlín. Lo narra también muy eficazmente la secuencia del mitin patriótico de los profesores a los jóvenes estudiantes de un liceo alemán, que se simultanea con el remiendo de los uniformes de los soldados muertos como carne de cañón, en la última versión de la novela de Remarque, Sin Novedad en el frente, rodada por el director alemán Edward Berger en 2022.
Las políticas migratorias y de asilo y la extrema derecha
Decía que, si hay un espacio político en el que es posible advertir esas sombras y, más específicamente, cómo el discurso de la extrema derecha, su mensaje de cerrazón y estigmatización de los otros, los diferentes, potencia tales sombras y contamina la práctica política de la derecha y aun de la izquierda, ese es el de los modelos de gestión de la movilidad humana, es decir, las políticas migratorias y de asilo. Lo recoge el Manifiesto que nos propondrá hoy Luis García Montero, cuando señala que “El racismo imperante en las sociedades y la tragedia humana de la migración y las fronteras son el síntoma más doloroso del cultivo de las identidades cerradas, que desprecian el compromiso universal de los Derechos Humanos”.
Eso es posible por la concurrencia de varios factores, entre los cuales quiero empezar por señalar la torpeza, la insistencia en el error, por parte de la izquierda y en concreto de una parte de la izquierda que en los últimos treinta años ha gobernado en diversos países de la Unión Europea. Se trata de una estrategia que, a mi juicio, inauguró Mitterrand en Francia, al fomentar de una manera que algunos llamarían maquiavélica (en la peor de las acepciones del maquiavelismo) el crecimiento del Front National, para debilitar a la derecha republicana. Con ello, debilitó en realidad el republicanismo y a corto plazo a la izquierda, sometida al chantaje continuo de escoger entre personajes de derecha -Chirac, Macron- y la extrema derecha. Pero lo que es peor, dio alas al mensaje populista, simplista y de odio en el que la extrema derecha no tiene rival.
Es preciso denunciar la indiferencia, si no el miedo, de la izquierda, (pero desde luego habría que reconocer que ese miedo atenaza a buena parte de los políticos demócratas europeos) a perder votos si defienden una política migratoria y de asilo que reconozca la prioridad del reconocimiento efectivo de los derechos de inmigrantes y demandantes de refugio. Un miedo que les lleva a abandonar la exigencia de ser coherentes con los principios que proclaman, esa igual libertad en el reconocimiento y garantía de los derechos (incluidos los derechos sociales, objeto de una estrategia de destrucción por el capitalismo neoliberal), con alcance universal. Esa coherencia con los principios sería “cosa de idealistas ingenuos o buenistas”, según la respuesta que solemos escuchar cuando señalamos tal contradicción. Una contradicción que, a mi juicio, como titulé en un libro en 2015, supone el naufragio moral, jurídico y político del alma de la Unión Europea, al menos del ideal de Estado de Derecho bajo la garantía de los derechos humanos, que es el verdadero sciboleth, la seña de identidad de la UE. Porque si hay algo que se supone que define a la UE es, sobre todo, ser una comunidad de Derecho, y no sólo de intereses. Ese tipo de argumentación realista, es el que recurre a una simplista interpretación de la distinción weberiana entre ética de principios y ética de responsabilidad. De esa manera, se pliegan a la advertencia de Bismarck: “quien se mete en política pertrechado sólo de sus principios es como el que se adentra en un bosque infestado de ladrones con un palillo entre los dientes”.
Pues bien, es hora de denunciar esa falacia que enarbolan una mayoría de los spin doctors, y algunos de los más reputados politólogos en su análisis “realista” de las previsiones electorales: siempre, pues, a corto plazo. Hablo de los que sentencian sin el menor rubor en tertulias y sesudos análisis el mismo mantra: que el mensaje de respeto a los derechos humanos de migrantes y refugiados es propio de una perspectiva naïf, una ingenuidad buenista, una perspectiva acientífica, que ignora la realidad de la presión migratoria, de la dificultades de gestión de la llegada y de las políticas de acogida y asentamiento de los que siguen empeñados en llamar “ilegales”, y de su coste en términos de nuestros servicios sociales (educación, sanidad)…Por eso, concluyen, una política que ponga el foco en los derechos humanos, que descuide ese enfoque realista (lo que significa, por ejemplo, un enfoque unilateralmente utilitarista en las relaciones con los países de origen y tránsito de los movimientos migratorios, vinculado a la obtención de beneficios para nuestros intereses y a la asociación de los gobiernos de esos países en la policía migratoria), equivaldría al hundimiento electoral.
Por supuesto, esos análisis obvian, por ejemplo, análisis científicos como los que nos ofrece la geografía humana, así, la noción de declive demográfico, que afectan a los cimientos y a la sostenibilidad de nuestro modelo social, desde las pensiones a la sanidad universal y la educación pública. Obvian el impacto del deterioro ambiental y de la sobreexplotación de los recursos en los países del denominado tercer mundo, sobre la movilidad humana forzada. Obvian que todos los análisis económicos ponen de relieve que el saldo económico de la inmigración es positivo: aportan más que reciben…
Por lo demás, esas recetas realistas privilegian como elementos clave de la discusión en torno a la política migratoria y de asilo precisamente aquello que, por decirlo con el famoso análisis de Lakoff, es el marcodel mensaje que consigue imponer la extrema derecha, con la complicidad de los medios de comunicación (ávidos de noticia sensacionalistas): una visión securitaria, torpemente cerrada (“la preferencia nacional) instrumentalista, cortoplacista y, desde luego, las más de las veces esencialista, en torno a las nociones de unidad y cohesión nacional -nuestra cultura, nuestro modo de vida (recuerden el primer intento de von der Leyen de crear una comisaría al respecto y la insistencia de Vox, secundada por el PP, en las leyes de defensa de las señas de identidad). Es esta una insistencia que, digámoslo todo, estaba presente en las versiones más xenófobas propias de los discursos de determinados líderes fundadores y carismáticos de los partidos nacionalistas (ERC -Barrera-, CiU -Ferrusola-, o el PNV -Arana, Arzallus), nada lejos de los Urban, Moriawski o el eslovaco Findus.
Insisto, siguiendo a Lakoff, la extrema derecha -con la complicidad de unos medios que, en su batalla por el share, ceden a los enfoques que combinan el tremendismo humanitario con la utilización del lenguaje bélico –“invasión”, avalancha…-, ha ganado la batalla del lenguaje y del marco cognitivo: los inmigrantes son ese otro amenazante, por su competencia desleal en el mercado laboral, su coste para nuestro estado social, su carácter disolvente de la cohesión social, porque llevan consigo otra identidad (sobre todo la musulmana) e incluso enfermedades (concejal Torrox). Es el viejísimo mensaje del agresor externo, del otro como hostes, como enemigo, modernizado hoy con el fobotipo del emigrante como competidor desleal, como free rider, que algunos vinculan con la contraposición que sostuviera Marx entre la masa campesina y el proletariado…
Súmense a ello otros factores que pesan sobre la posibilidad de una política europea migratoria y de asilo, diferente de la actual, que es vicaria del mensaje de la extrema derecha, como acabamos de comprobar en el giro impuesto por el gobierno Scholz sobre políticas masivas de retorno de inmigrantes irregulares so pretexto de proteger el asilo, una medida que beneficiará sobre todo a la retórica del AfD…
Razones del fracaso de la política europea migratoria y de asilo
Las razones de este fracaso anunciado son, desde luego, complejas y podríamos agruparlas en tres clases. De un lado, las técnico-jurídicas. De otro, las de orden político, sobre todo las derivadas de la tensión política interna en la UE. Y en tercer lugar, las de carácter geopolítico global.
De las primeras es muestra la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los diferentes reglamentos en los que se concreta el pacto, y en particular el Reglamento sobre la gestión de crisis migratorias, así como el debatido Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM), que sigue teniendo como eje el modelo del Reglamento de Dublín II y el Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional.
En todo caso, las dificultades mayores son las de orden político. El enfrentamiento de intereses entre tres bloques de Gobiernos en la UE (sintéticamente, el sur, el este y el centro-norte ricos), que hace imposible un verdadero modelo común europeo y obliga a descartar una política de cuotas o contribuciones obligatorias.
En el contexto geopolítico, las relaciones entre la UE y buena parte de los países de origen y tránsito de los movimientos de población son problemáticas. Las dificultades se han visto acrecentadas por las consecuencias desestabilizadoras de la guerra en Ucrania, por la creciente influencia de China y Rusia.
Por otro lado, la llamada política bilateral entre la UE (y cada uno de sus Estados miembros) y los países de origen y tránsito sigue regida por una perspectiva de beneficio unilateral de los europeos, próxima a las pautas del pasado colonial, como hemos comprobado recientemente en Niger y Mali.
Los gobernantes de la UE y de la mayoría de sus Estados parecen negarse a la primera lección que hay que aprender: reconocer que los desplazamientos masivos de población que denominamos de modo genérico migraciones no son un fenómeno coyuntural ni sectorial. Lejos de eso, son una constante de la historia de la humanidad. Y tienen no solo un carácter global (son imposibles de abordar por un solo Estado), sino también holista. Las migraciones no se vinculan solo al mercado laboral, porque también son un fenómeno social total que afecta a todas las dimensiones del hecho social.
La mejora en la garantía de derechos humanos, democracia y desarrollo sostenible en los países de origen y tránsito, antes que la obsesión prioritaria por exigirles su subordinación en las tareas de policía de fronteras, debiera ser la condición de una política migratoria y de asilo realista y legítima, a la altura de este desafío global.
Unas palabras sobre la política de asilo
Alguna vez he recordado que la maldición que parece acompañar a quienes se ven obligados a abandonar su hogar porque necesitan refugio, parecería remontarse a la expulsión de Adán y Eva del paraíso, el castigo que reciben por desobedecer la norma básica de su creador, probar la fruta del árbol del bien y del mal, y con ello haber dado paso a la libertad de juicio, o lo que es lo mismo, a la condición de ser humano.
Lo más terrible es que semejante prejuicio sobre la condición sospechosa del que huye a la busca de asilo, parece incrementarse hoy, precisamente cuando un número cada vez mayor de seres humanos necesitan de respuestas que les proporcionen ese mínimo imprescindible de protección, basado en un mandato multisecular y transcultural, el que obliga a ofrecer hospitalidad al extranjero. Y ya no sólo por huir de la guerra o de persecuciones por sus creencias o convicciones políticas, o por su pertenencia a grupos estigmatizados (por religión, etnia, opción sexual), sino también como consecuencia de la destrucción de recursos naturales, de la hambruna, del desastre climático: los nuevos desplazados que, según todas las previsiones, serán la mayoría de los que se verán obligados a abandonar su tierra antes de diez años.
La conclusión es sencilla: ese mandato civilizatorio que exige dar cobijo al extranjero que llega a nuestras tierras (como lo expresa la mitología griega o la historia de Ruth y Booz), un imperativo multisecular, casi inveterado, que nos habla de una condición común a todos los seres humanos, de una noción de igual dignidad y un vínculo de solidaridad abierta, está hoy, más que nunca, en entredicho.
Todo lo anterior tiene reflejo en algunas falacias y mentiras en torno a la condición de refugiados, que se han abierto paso de forma tramposa en el lenguaje común, en el que encontramos en la calle, y también, a mi juicio de forma irresponsable cuando no culpable, por ausencia de visión crítica y voluntad de explicar la complejidad sin recurrir a píldoras simplificadoras, en buena parte de los mensajes que distribuyen los medios de comunicación. Basta echar una ojeada a los titulares que oscilan entre la lágrima de cocodrilo ante la enésima “tragedia en el mar” y el manto de sospecha ante la amenaza de invasión incontrolada que supondrían millones de personas que supuestamente están al acecho en nuestras fronteras, esperando la menor oportunidad de “colarse”, para disfrutar de nuestro nivel de vida y nuestros derechos, sin merecerlo, porque no son de aquí. Quiero recordar dos de ellas.
La falacia básica: dejemos de hablar de refugiados
Quiero llamar la atención sobre una primera falacia, un uso lingüístico absolutamente indebido, por tramposo. Hablamos de millones de refugiados, cuando en sentido estricto refugiados sólo lo son las personas que han conseguido obtener ese estatuto jurídico internacional, después de conseguir presentar una solicitud y de un proceso las más de las veces semejante a un laberinto de incertidumbres –si no de arbitrariedades–, una carrera de obstáculos que parecen destinados a acumular vallas que impidan alcanzar la meta. Por eso propuse hace años que respecto a los refugiados y a los inmigrantes valía la expresión “vayas donde vayas, vallas”.
Todas las estadísticas fiables, las de ACNUR o las de la OIM, nos muestran que son cada vez más los millones de personas que necesitan obtener la protección que no tienen en su hogar –donde les persiguen, donde una vida digna es imposible– y arriesgan sus vidas y las de sus hijos, sus familias, en viajes que son hacia la muerte en muchísimos casos, en los que emplean años de penalidades y violaciones espantosas de derechos, que luego se multiplican en burocracias desesperantes. Y sin embargo, son cada vez menos los que obtienen esa respuesta positiva, esa protección. Lean por ejemplo el informe 2023 de CEAR, o las advertencias de la red ECRE sobre el enésimo empeño de la UE en reiterar las falacias y prejuicios en los instrumentos jurídicos del Pacto europeo de migración y asilo, que he tratado de explicar recientemente. Por eso, deberíamos dejar de hablar de caravanas o barcos de “refugiados”, de naufragios o de muertes de “refugiados”, o incluso de campamentos de “refugiados”, que más parecen campos de concentración, como en las islas griegas, o modernos contenedores humanos, como los barcos para confinar a solicitantes de refugio e inmigrantes irregulares, que han inventado en la civilizada Gran Bretaña de Sunak.
Más valdría que dijéramos sin eufemismos que ponemos todo nuestro empeño y nuestros recursos en tratar de impedir que quienes buscan asilo o refugio (asylum seekers, como se dice más correctamente en inglés), o una forma subsidiaria de protección internacional, puedan convertirse de verdad en refugiados. Lo último, lo inventó Dinamarca y lo ha patentado del Reino Unido: hacer que no puedan ni siquiera plantear su solicitud en nuestra tierra sino enviarlos a otro país, a poder ser lejos y que no cumpla con los más mínimos estándares de derechos humanos, para que se gestione allí esa solicitud. Aunque, a decir verdad, esta ingeniosa medida, que ya intentaron implantar otros gobiernos europeos hace muchos años –junio de 2002, en el Consejo Europeo celebrado en Sevilla siendo Aznar presidente del Gobierno–, tiene una indiscutible patente australiana. Es esa antigua colonia británica la que se adelantó en el alquiler de islas, para confinar en ellas a quienes tuvieran la osadía de querer llegar al paraíso australiano.
La trampa de nuestra hipocresía: el miedo a tomar en serio el coste electoral de la defensa de los derechos de los otros
La segunda falacia tiene que ver con nuestra hipocresía. Salvando la honrosa actitud que ejemplificó la canciller Merkel en la crisis de 2015 y que tuvo un coste político terrible, porque dio alas a los extremistas xenófobos, racistas y neonazis de AfD, lo que cala en la opinión pública europea es ese mensaje de discriminación, prejuicio y de claro menosprecio de obligaciones jurídicas elementales que nos impone el Derecho internacional de refugiados, que como ha sido ratificado por todos los Estados europeos, forma parte de nuestro propio Derecho, como el Código civil o la ley hipotecaria. Oponerse a esta condena que sufren quienes buscan refugio, quienes quieren llegar a ser refugiados, no es una manía de buenistas. Es una obligación de demócratas, insisto. Subrayo demócratas, porque esto no es un asunto de izquierdas, sino de respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. De respeto a lo que da sentido al Derecho y a nuestra condición de seres humanos.