Por qué la extrema derecha ha impuesto su mensaje sobre política migratoria y de asilo (Ponencia en el Congreso de la Fundación Primero de mayo, «Sociedad, derechos, extrema derecha. la sombra del capitalismo en el siglo XXI, Valencia, 28 de octubre de 2023)

La herencia de sombras del capitalismo

Este es un congreso necesario. Lo explica sobre todo el subtítulo del propio Congreso, “La sombra del capitalismo en el siglo XXI”. Quiero detenerme un poco en ese lema: no se trata sólo de que el capitalismo hoy, en este siglo, tenga un lado oscuro, que lo tiene, porque asistimos a la enésima vuelta de tuerca de un modelo, el del neoliberalismo fundamentalista de mercado, que incrementa su dimensión depredadora y su coste en términos de incremento de desigualdad. Recordemos que ese lado oscuro no es una novedad: comienza a mostrarse en la primera fase de globalización, con el embrión de ese capitalismo que ponen en marcha las grandes compañías europeas de Indias (española, inglesa, holandesa…), que se disputan la explotación de los recursos de los países de todo el mundo que los europeos descubren en el siglo XVI y se enriquecen gracias en buena medida al negocio del esclavismo. Lo retrata magníficamente una serie de televisión, Taboo, escrita por el padre de Tom Hardy, que la protagoniza, y que sugiero recuperar. Es la primera etapa de esa “industria del desecho humano”, de la que hablaba Baumann a propósito de las políticas migratorias, funcionales a ese modelo depredatorio de riquezas, que siembra el mundo de sombras. Porque sombras, que no seres humanos, son esas vidas precarizadas, sin esperanza, como ha estudiado Judith Butler. Y parece claro que esa destrucción de la posibilidad de vidas dignas y autónomas no es un daño colateral, sino medio necesario para el éxito de ese modelo económico propio del individualismo posesivo, el del capitalismo sin reglas.

Por eso, creo que tiene razón el filósofo camerunés Achille Mbembé cuando habla de la necropolítica que el colonialismo puso en marcha y cuyo reflejo más claro, a mi juicio, son nuestras políticas migratorias y de asilo. Un modelo que, también en mi opinión, nos han descrito la literatura y el cine, mejor que muchos análisis sociológicos, económicos o políticos. Pensemos, por ejemplo, en la actualidad de las novelas de Dickens (Oliver Twist, Tiempos difíciles, Casa Desolada) en las que se describe el coste de esa consolidación del capitalismo en Inglaterra (tan bien analizado por Marx y por Engels): las vidas precarizadas, sin esperanza, de millones de mujeres y niños, y no sólo de los hombres adultos. Pero ese coste no se queda en el seno de los países que viven el primer proceso de industrialización. El viaje al corazón de las tinieblas que nos describe Conrad, lo explica paradigmáticamente: la prosperidad de los capitanes europeos (y americanos) de empresa en el XIX y bien entrado el XX, se construye sobre el expolio de las colonias y el negocio de la esclavitud, cuyo símbolo es el enriquecimiento de la familia real belga y de su burguesía, bajo el reinado de Leopoldo I. Seres humanos desprovistos de sus características humanas y que se llegan a exhibir con un afán científico en exposiciones y -disecados- en museos. Yesa necropolítica se muestra en la necesidad del recurso a la guerra, su funcionalidad para ese tipo de capitalismo, que queda bien ilustrada en la versión cinematográfica de la novela de Conrad que nos dejó Francis Ford Coppola, Apocalyse Now., en la que Kurz no es un loco, sino un genio que ha entendido la funcionalidad del horror bélico.

Por su parte, el cine de Ken Loach y Paul Laverty nos ha descrito eficazmente cómo el capitalismo depredador crea vidas precarias al describir los efectos del modelo thatcheriano que destruyó el Estado del bienestar surgido después de la guerra (y descrito por ellos en su película de 2013, El espíritu del 45): hablo de películas como Rif-Raff (1991), Lloviendo piedras (1993), Me llamo Daniel Blake (2007) o Sorry, we miss you (2019). Pero Loach y Laverty han denunciado también el coste humano de esas políticas migratorias en el mundo global, en films como Es un mundo libre (2007) y en su muy reciente The Old Oak (2023), en la que nos cuentan cómo las políticas migratorias y de asilo se utilizan para separar a la clase obrera del universalismo.

No es nueva esa mirada cinematográfica, ni mucho menos: baste pensar en la novela de Steinbeck Las uvas de la ira, que John Ford llevó al cine en 1940. O en esa representación de la Alemania que se entrega a la II Guerra Mundial que nos muestra la película de Fosse, Cabaret (1972), con su emblemática canción Money, Money. Por no hablar de la magistral novela de Solmssen Una princesa en Berlín. Lo narra también muy eficazmente la secuencia del mitin patriótico de los profesores a los jóvenes estudiantes de un liceo alemán, que se simultanea con el remiendo de los uniformes de los soldados muertos como carne de cañón, en la última versión de la novela de Remarque, Sin Novedad en el frente, rodada por el director alemán Edward Berger en 2022.

Las políticas migratorias y de asilo y la extrema derecha

Decía que, si hay un espacio político en el que es posible advertir esas sombras y, más específicamente, cómo el discurso de la extrema derecha, su mensaje de cerrazón y estigmatización de los otros, los diferentes, potencia tales sombras y contamina la práctica política de la derecha y aun de la izquierda, ese es el de los modelos de gestión de la movilidad humana, es decir, las políticas migratorias y de asilo. Lo recoge el Manifiesto que nos propondrá hoy Luis García Montero, cuando señala que El racismo imperante en las sociedades y la tragedia humana de la migración y las fronteras son el síntoma más doloroso del cultivo de las identidades cerradas, que desprecian el compromiso universal de los Derechos Humanos”.

Eso es posible por la concurrencia de varios factores, entre los cuales quiero empezar por señalar la torpeza, la insistencia en el error, por parte de la izquierda y en concreto de una parte de la izquierda que en los últimos treinta años ha gobernado en diversos países de la Unión Europea. Se trata de una estrategia que, a mi juicio, inauguró Mitterrand en Francia, al fomentar de una manera que algunos llamarían maquiavélica (en la peor de las acepciones del maquiavelismo) el crecimiento del Front National, para debilitar a la derecha republicana. Con ello, debilitó en realidad el republicanismo y a corto plazo a la izquierda, sometida al chantaje continuo de escoger entre personajes de derecha -Chirac, Macron- y la extrema derecha. Pero lo que es peor, dio alas al mensaje populista, simplista y de odio en el que la extrema derecha no tiene rival.

Es preciso denunciar la indiferencia, si no el miedo, de la izquierda, (pero desde luego habría que reconocer que ese miedo atenaza a buena parte de los políticos demócratas europeos) a perder votos si defienden una política migratoria y de asilo que reconozca la prioridad del reconocimiento efectivo de los derechos de inmigrantes y demandantes de refugio. Un miedo que les lleva a abandonar la exigencia de ser coherentes con los principios que proclaman, esa igual libertad en el reconocimiento y garantía de los derechos (incluidos los derechos sociales, objeto de una estrategia de destrucción por el capitalismo neoliberal), con alcance universal. Esa coherencia con los principios sería “cosa de idealistas ingenuos o buenistas”, según la respuesta que solemos escuchar cuando señalamos tal contradicción. Una contradicción que, a mi juicio, como titulé en un libro en 2015, supone el naufragio moral, jurídico y político del alma de la Unión Europea, al menos del ideal de Estado de Derecho bajo la garantía de los derechos humanos, que es el verdadero sciboleth, la seña de identidad de la UE. Porque si hay algo que se supone que define a la UE es, sobre todo, ser una comunidad de Derecho, y no sólo de intereses. Ese tipo de argumentación realista, es el que recurre a una simplista interpretación de la distinción weberiana entre ética de principios y ética de responsabilidad. De esa manera, se pliegan a la advertencia de Bismarck: “quien se mete en política pertrechado sólo de sus principios es como el que se adentra en un bosque infestado de ladrones con un palillo entre los dientes”.

Pues bien, es hora de denunciar esa falacia que enarbolan una mayoría de los spin doctors, y algunos de los más reputados politólogos en su análisis “realista” de las previsiones electorales: siempre, pues, a corto plazo. Hablo de los que sentencian sin el menor rubor en tertulias y sesudos análisis el mismo mantra: que el mensaje de respeto a los derechos humanos de migrantes y refugiados es propio de una perspectiva naïf, una ingenuidad buenista, una perspectiva acientífica, que ignora la realidad de la presión migratoria, de la dificultades de gestión de la llegada y de las políticas de acogida y asentamiento de los que siguen empeñados en llamar “ilegales”, y de su coste en términos de nuestros servicios sociales (educación, sanidad)…Por eso, concluyen, una política que ponga el foco en los derechos humanos, que descuide ese enfoque realista (lo que significa, por ejemplo, un enfoque unilateralmente utilitarista en las relaciones con los países de origen y tránsito de los movimientos migratorios, vinculado a la obtención de beneficios para nuestros intereses y a la asociación de los gobiernos de esos países en la policía migratoria), equivaldría al hundimiento electoral.

Por supuesto, esos análisis obvian, por ejemplo, análisis científicos como los que nos ofrece la geografía humana, así, la noción de declive demográfico, que afectan a los cimientos y a la sostenibilidad de nuestro modelo social, desde las pensiones a la sanidad universal y la educación pública. Obvian el impacto del deterioro ambiental y de la sobreexplotación de los recursos en los países del denominado tercer mundo, sobre la movilidad humana forzada. Obvian que todos los análisis económicos ponen de relieve que el saldo económico de la inmigración es positivo: aportan más que reciben…

Por lo demás, esas recetas realistas privilegian como elementos clave de la discusión en torno a la política migratoria y de asilo precisamente aquello que, por decirlo con el famoso análisis de Lakoff, es el marcodel mensaje que consigue imponer la extrema derecha, con la complicidad de los medios de comunicación (ávidos de noticia sensacionalistas): una visión securitaria, torpemente cerrada (“la preferencia nacional) instrumentalista, cortoplacista y, desde luego, las más de las veces esencialista, en torno a las nociones de unidad y cohesión nacional -nuestra cultura, nuestro modo de vida (recuerden el primer intento de von der Leyen de crear una comisaría al respecto y la insistencia de Vox, secundada por el PP, en las leyes de defensa de las señas de identidad). Es esta una insistencia que, digámoslo todo, estaba presente en las versiones más xenófobas propias de los discursos de determinados líderes fundadores y carismáticos de los partidos nacionalistas (ERC -Barrera-, CiU -Ferrusola-, o el PNV -Arana, Arzallus), nada lejos de los Urban, Moriawski o el eslovaco Findus.

Insisto, siguiendo a Lakoff, la extrema derecha -con la complicidad de unos medios que, en su batalla por el share, ceden a los enfoques que combinan el tremendismo humanitario con la utilización del lenguaje bélico –“invasión”, avalancha…-, ha ganado la batalla del lenguaje y del marco cognitivo: los inmigrantes son ese otro amenazante, por su competencia desleal en el mercado laboral, su coste para nuestro estado social, su carácter disolvente de la cohesión social, porque llevan consigo otra identidad (sobre todo la musulmana) e incluso enfermedades (concejal Torrox). Es el viejísimo mensaje del agresor externo, del otro como hostes, como enemigo, modernizado hoy con el fobotipo del emigrante como competidor desleal, como free rider, que algunos vinculan con la contraposición que sostuviera Marx entre la masa campesina y el proletariado…

Súmense a ello otros factores que pesan sobre la posibilidad de una política europea migratoria y de asilo, diferente de la actual, que es vicaria del mensaje de la extrema derecha, como acabamos de comprobar en el giro impuesto por el gobierno Scholz sobre políticas masivas de retorno de inmigrantes irregulares so pretexto de proteger el asilo, una medida que beneficiará sobre todo a la retórica del AfD…

Razones del fracaso de la política europea migratoria y de asilo

Las razones de este fracaso anunciado son, desde luego, complejas y podríamos agruparlas en tres clases. De un lado, las técnico-jurídicas. De otro, las de orden político, sobre todo las derivadas de la tensión política interna en la UE. Y en tercer lugar, las de carácter geopolítico global.

De las primeras es muestra la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los diferentes reglamentos en los que se concreta el pacto, y en particular el Reglamento sobre la gestión de crisis migratorias, así como el debatido Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM), que sigue teniendo como eje el modelo del Reglamento de Dublín II y el Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional.

En todo caso, las dificultades mayores son las de orden político. El enfrentamiento de intereses entre tres bloques de Gobiernos en la UE (sintéticamente, el sur, el este y el centro-norte ricos), que hace imposible un verdadero modelo común europeo y obliga a descartar una política de cuotas o contribuciones obligatorias.

En el contexto geopolítico, las relaciones entre la UE y buena parte de los países de origen y tránsito de los movimientos de población son problemáticas. Las dificultades se han visto acrecentadas por las consecuencias desestabilizadoras de la guerra en Ucrania, por la creciente influencia de China y Rusia.

Por otro lado, la llamada política bilateral entre la UE (y cada uno de sus Estados miembros) y los países de origen y tránsito sigue regida por una perspectiva de beneficio unilateral de los europeos, próxima a las pautas del pasado colonial, como hemos comprobado recientemente en Niger y Mali.

Los gobernantes de la UE y de la mayoría de sus Estados parecen negarse a la primera lección que hay que aprender: reconocer que los desplazamientos masivos de población que denominamos de modo genérico migraciones no son un fenómeno coyuntural ni sectorial. Lejos de eso, son una constante de la historia de la humanidad. Y tienen no solo un carácter global (son imposibles de abordar por un solo Estado), sino también holista. Las migraciones no se vinculan solo al mercado laboral, porque también son un fenómeno social total que afecta a todas las dimensiones del hecho social.

La mejora en la garantía de derechos humanos, democracia y desarrollo sostenible en los países de origen y tránsito, antes que la obsesión prioritaria por exigirles su subordinación en las tareas de policía de fronteras, debiera ser la condición de una política migratoria y de asilo realista y legítima, a la altura de este desafío global.

Unas palabras sobre la política de asilo

Alguna vez he recordado que la maldición que parece acompañar a quienes se ven obligados a abandonar su hogar porque necesitan refugio, parecería remontarse a la expulsión de Adán y Eva del paraíso, el castigo que reciben por desobedecer la norma básica de su creador, probar la fruta del árbol del bien y del mal, y con ello haber dado paso a la libertad de juicio, o lo que es lo mismo, a la condición de ser humano.

Lo más terrible es que semejante prejuicio sobre la condición sospechosa del que huye a la busca de asilo, parece incrementarse hoy, precisamente cuando un número cada vez mayor de seres humanos necesitan de respuestas que les proporcionen ese mínimo imprescindible de protección, basado en un mandato multisecular y transcultural, el que obliga a ofrecer hospitalidad al extranjero. Y ya no sólo por huir de la guerra o de persecuciones por sus creencias o convicciones políticas, o por su pertenencia a grupos estigmatizados (por religión, etnia, opción sexual), sino también como consecuencia de la destrucción de recursos naturales, de la hambruna, del desastre climático: los nuevos desplazados que, según todas las previsiones, serán la mayoría de los que se verán obligados a abandonar su tierra antes de diez años.

La conclusión es sencilla: ese mandato civilizatorio que exige dar cobijo al extranjero que llega a nuestras tierras (como lo expresa la mitología griega o la historia de Ruth y Booz), un imperativo multisecular, casi inveterado, que nos habla de una condición común a todos los seres humanos, de una noción de igual dignidad y un vínculo de solidaridad abierta, está hoy, más que nunca, en entredicho.

Todo lo anterior tiene reflejo en algunas falacias y mentiras en torno a la condición de refugiados, que se han abierto paso de forma tramposa en el lenguaje común, en el que encontramos en la calle, y también, a mi juicio de forma irresponsable cuando no culpable, por ausencia de visión crítica y voluntad de explicar la complejidad sin recurrir a píldoras simplificadoras, en buena parte de los mensajes que distribuyen los medios de comunicación. Basta echar una ojeada a los titulares que oscilan entre la lágrima de cocodrilo ante la enésima “tragedia en el mar” y el manto de sospecha ante la amenaza de invasión incontrolada que supondrían millones de personas que supuestamente están al acecho en nuestras fronteras, esperando la menor oportunidad de “colarse”, para disfrutar de nuestro nivel de vida y nuestros derechos, sin merecerlo, porque no son de aquí. Quiero recordar dos de ellas.

La falacia básica: dejemos de hablar de refugiados

Quiero llamar la atención sobre una primera falacia, un uso lingüístico absolutamente indebido, por tramposo. Hablamos de millones de refugiados, cuando en sentido estricto refugiados sólo lo son las personas que han conseguido obtener ese estatuto jurídico internacional, después de conseguir presentar una solicitud y de un proceso las más de las veces semejante a un laberinto de incertidumbres –si no de arbitrariedades–, una carrera de obstáculos que parecen destinados a acumular vallas que impidan alcanzar la meta. Por eso propuse hace años que respecto a los refugiados y a los inmigrantes valía la expresión “vayas donde vayas, vallas”. 

Todas las estadísticas fiables, las de ACNUR o las de la OIM, nos muestran que son cada vez más los millones de personas que necesitan obtener la protección que no tienen en su hogar –donde les persiguen, donde una vida digna es imposible– y arriesgan sus vidas y las de sus hijos, sus familias, en viajes que son hacia la muerte en muchísimos casos, en los que emplean años de penalidades y violaciones espantosas de derechos, que luego se multiplican en burocracias desesperantes. Y sin embargo, son cada vez menos los que obtienen esa respuesta positiva, esa protección. Lean por ejemplo el informe 2023 de CEAR, o las advertencias de la red ECRE sobre el enésimo empeño de la UE en reiterar las falacias y prejuicios en los instrumentos jurídicos del Pacto europeo de migración y asilo, que he tratado de explicar recientemente. Por eso, deberíamos dejar de hablar de caravanas o barcos de “refugiados”, de naufragios o de muertes de “refugiados”, o incluso de campamentos de “refugiados”, que más parecen campos de concentración, como en las islas griegas, o modernos contenedores humanos, como los barcos para confinar a solicitantes de refugio e inmigrantes irregulares, que han inventado en la civilizada Gran Bretaña de Sunak

Más valdría que dijéramos sin eufemismos que ponemos todo nuestro empeño y nuestros recursos en tratar de impedir que quienes buscan asilo o refugio (asylum seekers, como se dice más correctamente en inglés), o una forma subsidiaria de protección internacional, puedan convertirse de verdad en refugiados. Lo último, lo inventó Dinamarca y lo ha patentado del Reino Unido: hacer que no puedan ni siquiera plantear su solicitud en nuestra tierra sino enviarlos a otro país, a poder ser lejos y que no cumpla con los más mínimos estándares de derechos humanos, para que se gestione allí esa solicitud. Aunque, a decir verdad, esta ingeniosa medida, que ya intentaron implantar otros gobiernos europeos hace muchos años –junio de 2002, en el Consejo Europeo celebrado en Sevilla siendo Aznar presidente del Gobierno–, tiene una indiscutible patente australiana. Es esa antigua colonia británica la que se adelantó en el alquiler de islas, para confinar en ellas a quienes tuvieran la osadía de querer llegar al paraíso australiano.

La trampa de nuestra hipocresía: el miedo a tomar en serio el coste electoral de la defensa de los derechos de los otros

La segunda falacia tiene que ver con nuestra hipocresía. Salvando la honrosa actitud que ejemplificó la canciller Merkel en la crisis de 2015 y que tuvo un coste político terrible, porque dio alas a los extremistas xenófobos, racistas y neonazis de AfD, lo que cala en la opinión pública europea es ese mensaje de discriminación, prejuicio y de claro menosprecio de obligaciones jurídicas elementales que nos impone el Derecho internacional de refugiados, que como ha sido ratificado por todos los Estados europeos, forma parte de nuestro propio Derecho, como el Código civil o la ley hipotecaria. Oponerse a esta condena que sufren quienes buscan refugio, quienes quieren llegar a ser refugiados, no es una manía de buenistas. Es una obligación de demócratas, insisto. Subrayo demócratas, porque esto no es un asunto de izquierdas, sino de respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. De respeto a lo que da sentido al Derecho y a nuestra condición de seres humanos.

Rebelarse contra los hechos, no contra los derechos (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 23 de octubre de 2023)

Son muchos los análisis, las reflexiones que se publican en estas semanas a propósito del conflicto bélico desatado por los atentados terroristas de Hamas en territorio de Israel, con masacres de centenares de personas y toma de rehenes, y de la brutal respuesta del gobierno extremista de Netanyahu, que ha desatado contra los palestinos, contra la población civil y no sólo contra Hamás, una respuesta que causa espanto y desborda todos los límites propios del Derecho internacional humanitario, aunque invoque el indiscutible derecho a la legítima defensa. Si me atrevo a añadir otra reflexión más es porque me parece útil tratar de aportar un punto de vista desde la filosofía política o, incluso, diría, desde la filosofía del Derecho internacional, que son disciplinas poco cultivadas en las facultades de Derecho (con notables excepciones, como la profesora García Pascual, autora además de relevantes trabajos sobre esta perspectiva), y de escasa presencia y prestigio en los medios y entre analistas y opinadores, más proclives al realismo de la perspectiva propia de la ciencia política, o de la geopolítica y las relaciones internacionales.

Son, sin duda, malos tiempos para mis colegas, los profesores de Derecho Internacional y, en particular, para los de Derecho internacional Humanitario (DIH). Tienen que explicar su disciplina a unos estudiantes saturados por las escenas espantosas de los atentados terroristas de Hamas, del sufrimiento de los rehenes israelíes (y extranjeros) y sus familias y, desde luego, de las masacres y del atroz sufrimiento de millares de civiles palestinos en Gaza, como consecuencia de una respuesta absolutamente desproporcionada por parte del gobierno presidido por Netanyahu. Me los imagino, digo, tratando de explicar la razón de ser y la utilidad de los instrumentos de Derecho internacional de los derechos humanos, o el proceso de positivación de ese mismo DIH, a esos estudiantes que escucharán entre el asombro y la irrisión sus disquisiciones sobre cómo Henri Dunant quedó anonadado por la crueldad de la batalla de Solferino y emprendió la tarea de tratar de poner reglas al horror de la guerra mediante un nuevo Derecho. Porque de eso va el DIH, que pretende nada menos que poner reglas al horror de la guerra: un ius in bello, que decimos los juristas. Se trata de un salto cualitativo en la historia jurídica y política, que hasta entonces sólo había hablado del derecho a hacer la guerra y de su justificación, el ius ad bellum, un derecho cuyo tramposo corolario es la noción de guerra justa, que unos y otros alegan cuando les conviene. Una falacia que sólo quedó jurídicamente al desnudo cuando la Carta fundacional de la ONU negó que hubiera justificación alguna para el recurso a ese jinete del Apocalipsis, que definió como flagelo de la humanidad y que se propuso erradicar, o, al menos, expulsarla como institución jurídicamente aceptable.

Pienso en el mismo estupor o irrisión que recibirán probablemente estos días los profesores de filosofía y teoría del Derecho, cuando traten de explicar en sus cursos el proyecto de una paz a través de un Derecho cosmopolita y del modelo de una federación mundial de Estados, tal y como lo formulara Kant o, un poco más tarde, la idea de paz a través de los tribunales internacionales, que preconizara Kelsen. Lo mismo les pasará a quienes traten en el aula la evolución del ideal de un Derecho de gentes, desde los estoicos, a Vitoria y la escuela española del XVI frente al pragmatismo de Grocio y los defensores de las compañías s comerciales que dominaron la primera globalización obra de los europeos, hasta llegar a las versiones contemporáneas, como las de Rawls o Ferrajoli.

Es una dura tarea. Lo es aún más porque en estos días se acumulan los testimonios de los siempre avisados realistas que nos hacen ver la pertinencia de aquello que ya escribiera Hegel: “entre los Estados, no hay pretor” y, por eso, del carácter indefectible del recurso a la guerra. Nos recuerdan por ejemplo que, desde el fin de la segunda guerra mundial, no ha pasado prácticamente un día sin guerra en diferentes puntos del planeta. Y por eso, los polemólogos tertulianos que hoy rebrotan como setas al calor del espanto de la agresión rusa en Ucrania y del enfrentamiento entre Israel y Hamás, nos reconvienen: deséngañense, la guerra es un fenómeno permanente en la historia de la Humanidad; es, diríase, nuestra condición existencial, como habría dejado escrito Heraclito en un fragmento muy citado: «La guerra es padre y rey de todos, ha creado dioses y hombres; a algunos los hace esclavos, a otros libres». Olvidan por cierto que Heraclito habla de Πόλεμος, que puede entenderse también como conflicto y eso es muy diferente, porque lo que significaría es que la realidad es conflicto, pero no necesariamente que todo conflicto se resuelva o de lugar inevitablemente al recurso a la guerra; para eso hemos inventado otras formas de gestionarlo, como la cultura, la amistad, el amor, el Derecho.

En realidad, la tesis de la guerra como horizonte existencial de la humanidad es una versión del planteamiento propio del pesimismo antropológico que nos explica que la justicia es sólo la ley del más fuerte -lo leemos por boca de Trasímaco en el libro I de la República de Platón y de Calicles en el Gorgias. Y, trasladados a la guerra, son los argumentos presentes también en ese clásico que se estudia en las academias militares, la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, que para muchos es el mejor tratado que se haya escrito sobre la guerra y entienden hoy vigente, cuando sostiene la inevitabilidad del recurso a la guerra frente a la justicia y la negociación (“la justicia sólo se plantea entre fuerzas iguales”). Es, a la postre, el pesimismo antropológico como cimiento de la moderna ciencia política que encontramos en Maquiavelo y sobre todo en Hobbes quien, como ha recordado Jaime Siles fue traductor de Tucídides.

Lo cierto es que hoy, los verdaderos expertos hablan no ya de de la permanencia de la guerra, aunque sea bajo la forma de nuevas guerras, sino de una suerte de guerra permanente, perpetua, endless war. Como ha explicado una de nuestras mayores expertas en el análisis de la estrategia de guerra contra el terrorismo y en su repercusión en el Derecho internacional y el Derecho internacional humanitario, la profesora Ramón Chornet en su libro a propósito de la película La hora más oscura, aunque ya Gresh adelantó la hipótesis de una guerra de mil años, han sido Filkins y sobre todo Moyn quienes han teorizado cómo a partir de la estrategia adoptada por el presidente Bush como respuesta a los atentados de septiembre de 2001, las distintas administraciones norteamericanas han integrado en su estrategia geopolítica, con mayor o menor intensidad, una especie de guerra interminable y global. Hablamos de una estrategia geopolítica macabra, de la que participa una de las democracias más relevantes y que ha contagiado a no pocos de sus aliados, a través de la OTAN. Una estrategia que tiene como motor la guerra contra el terrorismo, pero que se ha visto reforzada por la inaceptable agresión de Putin contra Ucrania y ahora por la férrea alianza de las administraciones norteamericanas con Israel.

Hay un tópico que asegura que donde hay Estado de Derecho y democracia se rechaza la guerra. No es verdad: basta con comprobar los ejemplos en que -si no las practican por sí mismas- no pocas democracias (vean los ejemplos del Reino Unido o Francia) recurren a la guerra por tercero interpuesto y además se encuentran entre los primeros beneficiarios de la industria del armamento, que siempre está presta para encontrar ocasiones de reciclar y ensanchar su mercado. Por supuesto, no digamos nada de los regímenes autoritarios, que no respetan los derechos de los otros, ni de sus propios ciudadanos, a los que tratan como carne de cañón y usan las guerras para distraer de sus innobles prácticas internas.

La triste consecuencia es que se incrementa el coro de quienes hoy se dicen tan conmovidos como escépticos ante el espanto sin remedio que vemos en Israel y Gaza. Son los que denuncian muy realistamente la inutilidad de la ONU, de las agencias internacionales, de las ONGs que trabajan por la paz, y desprecian por irrelevante el DIH o incluso el Derecho internacional. Sólo les falta el paso siguiente: lo que no sirve para nada es el Derecho, que es un eufemismo para disimular la cruda realidad de la ley de la fuerza. Lo peor es que ese tipo de análisis se alza hoy con la vitola de que esa es la posición propia de la inteligencia y realismo, que es el único punto de vista que podemos estos horribles acontecimientos, y que hay que desechar la ingenuidad buenista y las lágrimas de cocodrilo que sólo sirven para acallar las buenas conciencias. La pregunta es: ¿y qué nos proponen como alternativa? ¿Hacer la guerra para combatir la guerra?

Volvamos a Kant. Como ha explicado el profesor Rodríguez Aramayo, el modo en el que Kant entiende la guerra experimenta una radical evolución. Inicialmente la concibe como algo natural, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos, y llega a explicarla como un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad. Pero Kant, lejos del tópico del filósofo en las nubes o en su torre de marfil, es un atento observador de cuanto acontece en el mundo y por eso, su concepción de la guerra experimenta una profunda transformación cuando Kant, tras la Paz de Basilea de 1795, escribe su célebre ensayo La paz perpetua. Un diseño filosófico. En ese opúsculo sentará las bases de un proyecto jurídico y político que trata de transformar ese horizonte inevitable de la guerra. La guerra, sostendrá Kant, es un grave obstáculo para el progreso moral de la humanidad. Por eso, formulará la prohibición de la guerra como un imperativo de la razón práctica. Debemos prohibir el recurso a la guerra, porque, de no hacerlo, estaríamos yendo en contra de nuestra propia condición de humanos. Ese propósito, según la brillante interpretación presentada por el profesor Jiménez Redondo, culminará en su ensayo de 1797 Metafísica de las costumbres que, está directamente vinculada con la Declaración de derechos de 1789.

Es hora de recordar que el mínimo de decencia nos exige precisamente lo contrario de ese realismo teñido de escepticismo que, a la postre. conduce a la frustración, a la impotencia. Nuestra tarea debe ser combatir los hechos crueles e inhumanos, como las guerras, y desenmascarar a quienes negocian y se benefician con ellas. Por eso, el único partido posible es el de optar por esa empresa tan inacabable como imprescindible que es la defensa de los derechos, el establecimiento de reglas de negociación pacífica de conflictos y de sanción de quienes los violan, de quienes hacen la guerra pisoteando esos derechos. Pues bien: eso es precisamente el propósito de la ONU, de su arquitectura de convenios internacionales, de la existencia de Tribunales internacionales como el de La Haya y del Tratado de Roma que dio lugar al Tribunal Penal internacional. Esa es la razón de ser del DIH, del Comité internacional de la Cruz Roja, de la Media Luna Roja y del Diamante Rojo. Quienes denuncian la inutilidad del Derecho internacional, del DIH, de la ONU y de las instituciones internacionales, están echando por el sumidero al niño con el agua sucia. Y lo que es peor, su postura crítica es la menos realista si se trata de conseguir algún remedio, alguna contención a los males de la guerra.

Podemos optar, insisto, por el escepticismo elegante, tan propio de quienes nos creemos a salvo de cualquier guerra y formulamos críticas sin salir de nuestros cafés y terrazas, o por situarnos del lado de quienes, precisamente por no ser ciegos al horror de esa realidad, trabajan por poner límites a la crueldad y la violencia, al horror de la guerra. Una vez más, concluyo, Camus nos ayuda a escoger. Hablo del Camus que escribió “Usted acepta silenciar un terror para luchar mejor contra otro. Y algunos de nosotros no queremos silenciar nada”. El mismo Camus que nos recuerda: “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es aún mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Para eso, para impedir que el mundo se deshaga, vale la postura del solitario solidario que fue el director de Combat. Merece la pena luchar por la resistencia de los derechos, luchar por ese ideal de Derecho que puede hacer de él un instrumento civilizatorio y no una herramienta de explotación y dominación. Aunque sólo sea, como decía nuestro Vives, “para sujetar las manos y la ira”. Aunque sólo sea por salvar unas vidas. 

EL SÍNDROME LAMPEDUSA

(versión ampliada del artículo publicado en The Conversation, 3 de octubre de 2023)

En Lampedusa conviven las contradicciones que recorren la política migratoria y de asilo de la mayor parte de los gobiernos europeos y de la propia UE: solidaridad e impotencia, acogida y desbordamiento. En este mes de septiembre, ante la llegada constante y de nuevo creciente de personas –inmigrantes y demandantes de protección internacional– a las costas de esta pequeña isla italiana, acabamos de vivir un nuevo episodio de lo que cabría calificar como «síndrome Lampedusa», la isla convertida en epítome del fracaso de esas políticas, aunque la primera semana de octubre nos haría sumar la isla de Hierro, la «última baldosa» en la senda atlántica de la ruta migratoria atlántica, como ha escrito la periodista María Martín.

Esto no quiere decir que la UE ignore el carácter perentorio de dar solución a estas dificultades: baste decir que en el Consejo JAI celebrado en Bruselas el 28 de septiembre, la comisaria europea de Asuntos Internos, Ylva Johansson, reconoció que “el principal aumento se dirige a Italia y principalmente a Lampedusa, que está realmente bajo presión”. Se trata de una isla de apenas 7 000 habitantes que ha recibido en las últimas semanas alrededor de 10 000 personas llegadas en algo más de 100 embarcaciones. La voluntad y capacidad de acogidas acreditada por los isleños está manifiestamente desbordada y se vive como un ejemplo de la falta de solidaridad europea entre los socios, de la ausencia de una política migratoria y de asilo común a la altura de los desafíos.

Lampedusa como símbolo de una crisis europea

La historia de estas llegadas tiene un hito trágico: octubre de 2013. En un lapso de apenas una semana (entre los días 3 y 11) se produjeron dos terribles naufragios en las costas de Lampedusa. En el primero murieron 366 personas. En el segundo, 34. La entonces alcaldesa, Giusi Nicolini, rechazó las condolencias expresadas por las autoridades europeas que se desplazaron a la isla y reconvino su falta de voluntad política para responder de manera legítima y eficaz a esos viajes de la muerte. “¿Cómo de grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”, fue la pregunta con la que concluyó su mensaje.

Dos años después, el presidente de la República Sergio Mattarella explicaba así Lampedusa como símbolo: “Lampedusa puede convertirse en el símbolo de una crisis en Europa, tras estar en la frontera de la esperanza y la solidaridad”.

Desgraciadamente, a juicio de muchos –del papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, muy señaladamente–, Lampedusa sigue siendo hoy la metáfora del Mediterráneo como frontera cruel de Europa, de su naufragio moral y político, del naufragio del respeto al Estado de derecho como identidad europea, y no de su renacimiento, como quería Mattarella.

Cabe recordar que Lampedusa fue elegida por el Papa Francisco para su primer discurso oficial en julio de 2013 y es un rubrum que aparece reiteradamente en sus intervenciones sobre política migratoria y de asilo.

Un objetivo frustrado

Los desastres se han repetido y se repetirán. Ante este desafío, la UE como potencia en la cooperación y en el objetivo de defensa de la multilateralidad en las relaciones internacionales, se encuentra en una posición privilegiada.

Solo un verdadero plan europeo de política migratoria y de asilo común permitiría una gestión eficaz y legítima, solidaria y realista. Pero se trata de un objetivo tan largamente perseguido como frustrado, una vez más, a pesar de constituir la prioridad del programa del semestre europeo que preside España.

Las razones de este fracaso anunciado son, desde luego, complejas y podríamos agruparlas en tres clases. De un lado, las técnico-jurídicas. De otro, las de orden político, sobre todo las derivadas de la tensión política interna en la UE. Y en tercer lugar, las de carácter geopolítico global.

De las primeras es muestra la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los diferentes reglamentos en los que se concreta el pacto, y en particular el Reglamento sobre la gestión de crisis migratorias, así como el debatido Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM), que sigue teniendo como eje el modelo del Reglamento de Dublín II y el Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional.

El gobierno de Giorgia Meloni hace frente a una situación extremadamente difícil, y no se resiste a hacer política interna con la inmigración, a la vista de que los socios (Alemania y los países del este europeo) no concretan su solidaridad.

En todo caso, las dificultades mayores son las de orden político. El enfrentamiento de intereses entre tres bloques de Gobiernos en la UE (sintéticamente, el sur, el este y el centro-norte ricos), que hace imposible un verdadero modelo común europeo y obliga a descartar una política de cuotas o contribuciones obligatorias.

Relaciones entre la UE y los países de origen

En el contexto geopolítico, las relaciones entre la UE y buena parte de los países de origen y tránsito de los movimientos de población son problemáticas. Las dificultades se han visto acrecentadas por las consecuencias desestabilizadoras de la guerra en Ucrania, por la creciente influencia de China y Rusia.

Por otro lado, la llamada política bilateral entre la UE (y cada uno de sus Estados miembros) y los países de origen y tránsito sigue regida por una perspectiva de beneficio unilateral de los europeos, próxima a las pautas del pasado colonial, como hemos comprobado recientemente en Niger y Mali.

Los gobernantes de la UE y de la mayoría de sus Estados parecen negarse a la primera lección que hay que aprender: reconocer que los desplazamientos masivos de población que denominamos de modo genérico migraciones no son un fenómeno coyuntural ni sectorial. Lejos de eso, son una constante de la historia de la humanidad. Y tienen no solo un carácter global (son imposibles de abordar por un solo Estado), sino también holista.

Las migraciones no se vinculan solo al mercado laboral, porque también son un fenómeno social total que afecta a todas las dimensiones del hecho social.

La mejora en la garantía de derechos humanos, democracia y desarrollo sostenible en los países de origen y tránsito, antes que la obsesión prioritaria por exigirles su subordinación en las tareas de policía de fronteras, debiera ser la condición de una política migratoria y de asilo realista y legítima, a la altura de este desafío global.