LA IMPORTANCIA DE UNA «MARCA». SOBRE LA TERCERA ACEPCIÓN DE LA PALABRA «AUTISTA» (publicado en Infolibre, 29 de diciembre de 2022, Javier Garcinuño/Javier de Lucas)

Como todos los años, la Real Academia de la Lengua  ha hecho público el catálogo de  nuevos términos admitidos  en el Diccionario. En la presentación de esas novedades, la directora del diccionario, Paz Battaner, avanzó que se han incluido 3.152 modificaciones (lo que supone 280 artículos nuevos). Por su parte, el reconocido jurista Santiago Muñoz Machado, recientemente reelegido como director de la institución, comentó que una parte importante corresponde a la necesidad de atender a los cambios que impone el sector tecnológico, que exige la introducción de neologismos. También subrayó que «hay muchas palabras que se deben al impulso de particulares”, como asociaciones que reúnen a personas y fines de colectivos, y que «sirven de mucho».

El director de la Academia ha explicado frecuentemente, por ejemplo, a propósito de las polémicas sobre el lenguaje inclusivo o sobre las pretensiones de “cancelación”, como las que exigen sectores que postulan el imperio de lo “políticamente correcto”, que la institución actúa sobre todo como fedataria de lo que usa el dueño del lenguaje, que son sus hablantes, dejando en desuso o incorporando nuevos términos. Pero, de suyo, la institución no toma iniciativas transformadoras de la lengua, ajenas a ese uso por sus hablantes.

Como es lógico, en ese balance no se ha prestado tanta atención a un tipo de novedades que responden a lo que en la Academia se denomina “marca”, una cuestión que tiene entidad menor, pero que no carece de relevancia. El propio diccionario señala esa acepción lexicográfica de la palabra marca: “en lexicografía, indicador, a menudo abreviado, que informa sobre la naturaleza y ámbito de uso del vocablo definido”.

Pues bien, precisamente es a una de estas nuevas “marcas” a la que responden estas líneas, que pretenden dar cuenta y agradecer a la Academia la marca introducida a propósito de la tercera acepción de la palabra “autismo”. La introducción de esta marca es el resultado de una propuesta en la que han insistido asociaciones de familiares de personas con autismo, que condujeron a una iniciativa del grupo parlamentario socialista en el Senado, presentada a su vez al director de la Academia y adoptada por unanimidad como moción en la Comisión de Políticas integrales de discapacidad del Senado, a propuesta del senador Garcinuño, miembro de la misma en representación del grupo parlamentario socialista, tal y como tuvimos ocasión de explicar en estas mismas páginas (“Autismo, con dignidad”). La RAE ha decidido incorporar esta marca a la tercera acepción de la palabra autismo: “Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”, para advertir que se trata de un uso peyorativo, despectivo. Con ello, nos parece claro, se reconoce que tal uso no es aconsejable.

El objetivo de esta marca no es —y hemos insistido en ello— una exigencia de lo “políticamente correcto”, ni de la cultura de la cancelación. Somos conscientes de que no basta con dejar de usar una palabra en una acepción peyorativa para que desaparezcan los problemas de estigmatización, rechazo y menoscabo de la dignidad que afectan a las personas que tienen alguna de las manifestaciones del Trastorno de Espectro Autista (TEA) que, a su vez, son muy diversas y en muchos casos no afectan a su capacidad intelectual; de hecho, no es infrecuente que algunas de esas personas cuenten con un potencial cognitivo superior a la media. El objetivo de esta campaña no es otro que defender su autonomía personal, el ejercicio de sus derechos, su participación en la sociedad.

Por todo ello, celebramos la inclusión de esta marca y queremos aprovechar la oportunidad para destacar dos aspectos. El primero es que, como señalaba el profesor Muñoz Machado, esta propuesta ha seguido el camino, el método, de incorporación de novedades en el uso de la lengua: en este caso, desde una parte relevante de los hablantes, las asociaciones que luchan por la dignidad de las personas con autismo —a los que han contribuido a dar voz sus representantes políticos, el Senado—, a la Academia. Y creemos un deber de justicia —y no solo de cortesía— reconocer la acogida que hizo el profesor Muñoz Machado, como director, cuando le presentamos, como senadores, la iniciativa. Una acogida propia de lo que es una institución científica, como la Academia: escuchar las razones, estudiar las propuestas, y sugerir una posible solución (la introducción de una marca), que fue la que se incorporó como moción unánime del Senado, y que ha quedado recogida en el Diccionario.

Y, en segundo lugar, claro está, queremos destacar el reconocimiento que ello supone a los movimientos ciudadanos, a su capacidad de incidir en las instituciones y ganar etapas en la lucha por los derechos. En este caso, a las familias y asociaciones que luchan por los derechos de las personas con TEA, como la que conduce Anabel Cornago, “Autismo con dignidad». La lucha por los derechos es una tarea —muchas veces larga, con éxitos y sinsabores— que nos concierne a todos, un derecho y un deber de ciudadanía. Y este, creemos, es un buen ejemplo. 

LA SIMPLIFICACIÓN DE LA NOCIÓN DE GOLPE DE ESTADO

En su día, a propósito de los acontecimientos que se vivieron en Cataluña en 2017, se discutió sobre la pertinencia de aplicarles la noción de golpe de Estado. La mayor parte de los secesionistas catalanes calificaron los hechos como un ejercicio democrático («poner urnas») relacionado con la libertad de expresión, reunión y manifestación y, en todo caso, como una muestra de desobediencia civil . Por eso, desde los partidos independentistas catalanes (y no sólo desde ellos) a los políticos presos por su responsabilidad en las leyes de desconexión y en los acontecimientos que prepararon y siguieron al 1 de octubre, se les denominó «presos políticos», rechazando de plano que hubieran cometido ningún delito y advirtiendo sobre la degradación democrática que. supone penalizar la disidencia. Un argumento éste que hay que tener siempre en cuenta, porque la calidad de una democracia se mide por su capacidad de albergar la disidencia sin criminalizarla (justo lo contrario del propósito de la aún vigente ley <mordaza>). En el otro extremo argumental, los que sostuvieron la calificación de golpe de Estado apuntaban a un delito de rebelión (en realidad había quien hablaba de alta traición, por la condición de funcionarios y representantes del Estado).

En el debate doctrinal, hubo politólogos como Sánchez Cuenca y filósofos como J.Luis Villacañas, que rechazaron que pudiera hablarse de golpe de Estado, con el a mi juicio peregrino argumento de que un golpe de Estado exige uso de la fuerza y, así, acudían a la comparación con el golpe del 23F, evidentemente muy diferente al menos en su planificación y ejecución, por el protagonismo de militares y fuerzas armadas (aunque no eran los únicos responsables). En su día, ya señalé que entendía un error esa posición. Cuando vivimos en tiempos de la ciberseguridad y de la capacidad de desestabilizar a un Estado simplemente con operaciones financieras online o con boots, trolls en redes sociales y manipulación de elecciones, me parece simplista y anticuado ese análisis. Tal y comoargumentaron otros colegas juristas, puse entonces como ejemplo la tesis de Kelsen sobre la ruptura de la legalidad como «golpe de Estado jurídico»: «La revolución –en sentido amplio, que incluye el golpe de Estado– es toda modificación de la Constitución o todo cambio o sustitución de Constitución que no son legítimos, es decir que no se producen siguiendo lo dispuesto por la Constitución en vigor…es indiferente que la modificación del orden jurídico se produzca por un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o por miembros del mismo gobierno, o provocado por un levantamiento popular, o por un pequeño grupo de individuos”2 (Teoría pura del derecho, 209-211). Para Kelsen hay golpe de Estado jurídico si hay ruptura con el fundamento de la legalidad, esto es, con el orden constitucional y por tanto lo decisivo no es el recurso a la violencia: «solo una cosa cuenta: que la Constitución en vigor sea o bien modificada o bien completamente sustituida por una nueva Constitución de otra forma que la prevista constitucionalmente” (Teoría pura del derecho, 210). Que no triunfe esa modalidad de golpe de Estado -la sustitución del orden constitucional por procedimientos aconstitucionales o abiertamente contraconstitucionales- sólo significa que ha habido un intento fallido de golpe, no que no se trate de un golpe.

Yo creo que en el caso de los políticos independentistas catalanes el uso de la noción de golpe de Estado, incluso si se hablara de golpe de Estado <jurídico>, esto es, en el sentido kelseniano, es impropio, porque no existieron los medios para dar de hecho ese golpe de estado juridico. Pero la intención de ruptura unilateral de la legalidad constitucional es a mi juicio, manifiesta. Como resulta asimismo manifiesto la torpeza o ingenuidad y sobre todo la irresponsabilidad con la que se trató de poner en marcha esa ruptura y el engaño (una jugada de póker, dixit una de las responsables) al que se sometió a los ciudadanos, con consecuencias lesivas en el orden económico, o en la convivencia social, para los ciudadanos , para la Generalitat, para España.Y asimismo, desde luego, la ignorancia manifiesta sobre la capacidad de respuesta del Estado y sobre la posición de la UE ante un proyecto semejante, carente de todo acuerdo o negociación y que invocaba un uso absolutamente impropio del derecho de autodeterminación de los pueblos, reconocido por el Derecho internacional en supuestos tasados que poco tienen que ver con Cataluña: los procesos de descolonización y la ruptura con Estados que practican graves y masivas violaciones de derechos humanos contra grupos determinados.

Ahora, con motivo de la desaparición del tipo de sedición en el Código penal (sustituido por un tipo de desórdenes públicos agravados, pero sin que se haya introducido un tipo penal para graves delitos contra el orden constitucional que no impliquen violencia), se ha vuelto a hablar desde círculos conservadores de la noción de golpe de Estado en relación con el procés y de nuevo politólogos y algún filósofo de la política han insistido en esa vieja noción de golpe de Estado, acudiendo, como mucho, a lecturas apresuradas de Malaparte y caricaturizando -como Innerarity- la hipérbole de hablar de golpes de Estado posmodernos…

Creo que les convendría opinar después de estudiar un poco más. Leer, por ejemplo, el ensayo de Gabriel Naudé, el gran bibliotecario y consejero de Mazarino, <Considérations politiques sur les coups d’Etat>. Claro, es de 1639, ¡ay! y quizá no les parece «actual»…Naudé, que mantiene tesis muy próximas a las de Maquiavelo, explica cuál es el núcleo de la noción de golpe de Estado, que no se caracteriza por aspectos instrumentales (el recurso a la violencia, a la fuerza armada) sino por la finalidad: la razón de Estado…Y por eso Naudé sostiene que el que tiiene capacidad de dar ese golpe de Estado es sobre todo el propio Estado, el propio soberano (en el contexto de los monarcas absolutos en el que escribe).

SIN CRISIS, NO HAY DERECHOS HUMANOS (Conferencia de clausura de la 3ª Semana de derechos humanos, IDHUV, 15 diciembre 2022)

Mi propósito en esta conferencia de clausura, cuando ya se ha dicho y discutido prácticamente todo sobre el impacto de las crisis sobre los derechos humanos y en particular de esta encrucijada en que vivimos, es muy sencillo. Como enuncia el título de la conferencia, se trata de recordar que sin crisis no hay derechos , porque -como aseguraba Jhering, de quien tomamos el lema para nuestro Instituto- ningún derecho ha sido adquirido sin lucha. Y la lucha por los derechos se activa precisamente en las crisis.

Trataré de explicar esa tesis a través de tres pasos:

(1) Ante todo, llamaré la atención sobre la noción misma de cirsis, sobre la que existe un notable malentendido.

(2) Después de proponer la acepción de crisis que me parece más útil en clave de la lucha por los derechos, tengo una mala y una buena noticia que explicaré brevemente

(3) Pero, al final, no ofreceré ninguna receta mágica, ninguna solución. Eso sí, como buen profesor de filosofía del derecho, propondré que se tengan en cuenta tres sugerencias que pueden ser de utilidad para seguir reflexionando sobre crisis y derechos…

  1. 1. Comencemos por el malentendido: ¿qué significa Crisis?

Acudamos a las pistas sobre la noción de crisis que nos proporcionan dos de las grandes culturas de la humanidad, la grecolatina y la china

En griego, el término crisis es κρίσις  que remite a su vez al verbo κρίνω, krinein, que significa separar, decidir (y de ahí, también, tener <criterio>).

Este significado etimológico nos permite entender la crisis como momento de análisis de una situación, para reflexionar y actuar. Siendo conscientes, eso sí, de lo que Kant entendió como los límites constitutivos de la razón práctica (de la moral, del derecho, de la política) y que se resumen en ésto: nuestra necesidad de actuar supera nuestras posibilidades de conocer…Nunca tendremos la absoluta seguridad de cómo actuar en las crisis. Aunque la ciencia, hoy, nos dice bastante; al menos, sobre lo que no debemos hacer. La pista de lo que no debemos hacer, ese criterio negativo (Spinoza nos explicó que toda determinación es negación) nos da un criterio mínimo para actuar: evitar el daño a otros.

Ahora bien, junto a esta acepción de crisis hay otra, la que nos ofrece la cultura china. John F Kennedy en un discurso en Indianápolis en 1957, recordó que, en chino, crisis se expresa mediante el ideograma Wei Ji, que reúne dos caracteres, Wei (peligro) y Ji (oportunidad). Las crisis encierran siempre ambos elementos: el riesgo, incluso el peligro, pero también la oportunidad

Si acudimos al castellano, la RAE formula siete acepciones de crisis: en su primera acepción, la RAE define crisis como “Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”.

En la séptima y con la advertencia de que es una acepción en desuso, “Examen y juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente”. Esto es, la pista en la que confluyen la tradición grecolatina y la china. Es la noción de crisis que, a mi juicio, resulta más útil en relación con los derechos humanos.

(2) Una mala y una buena noticia

Pues bien, si partimos de esa acepción de crisis, es fácil concluir lo que puedo presentar en términos de una mala y una buena noticia.

Comencemos por la mala. Desengáñense: ninguno de los que mueven los hilos de la política, tampoco ninguno de los que escenifican el guiñol en que en mala medida se ha convertido la gestión de la cosa pública, nos va a regalar los nuevos derechos, como tampoco los derechos a los que una parte de la población sigue aspirando aunque no sean nuevos. Nunca ha sido así. Ni para el cambio climático, ni para la ZAL, o la ampliación del puerto, ni para los derechos de inmigrantes y asilados, ni para los neuroderechos. Los derechos los ganaremos con nuestro trabajo ciudadano, con nuestra presión sobre quienes gestionan la política en nuestro nombre.

Y ahora, la buena: es bueno saber que debemos estar aterrados por la crisis, porque saberlo, y saber qué es lo que nos da miedo, lo que nos aterra, es la condición para ganar y salvaguardar nuestros derechos (Hölderlin), para salir de nuestro sueño dogmático (Kant-Hume-Ferguson), para abandonar esa condición clientes pasivos consumidores que han aceptado el diktat de la muerte del ciudadano, la que procura la ideología del individualismo posesivo (MacPherson), el liberalismo de mercado, que sustituye la asamblea por el mercado y a los ciudadanos por consumidores con inagotables expectativas, que confunden con derechos.

Las crisis, como la sindemia que desencadenó la pandemia de la Covid, y desde luego la crisis civilizatoria, la encrucijada en la que se encuentra hoy la humanidad, y que no sólo afecta a los seres humanos sino a la vida misma del planeta, como explica Luigi Ferrajoli en su último libro «Por una Constitución global de la tierra», las crisis, insisto, deben ser tomadas como oportunidades de extensión de la conciencia de la necesidad de la lucha por los derechos. Oportunidades para organizarse y actuar y para exigir el reconocimiento y la mejor garantía de los derechos de todos. Por eso, la pista básica es luchar por la verdadera universalidad de los derechos proclamados en la DUDH de 1948: todos esos derechos, para todos los seres humanos. Aunque hoy hemos entendido que, en la medida en que vivimos con la naturaleza y no en ella ni de ella, eso nos remite a la existencia de bienes comunes y derechos que van más allá de los proclamados en la DUDH.

(3) tres sugerencias

No tengo una solución mágica sobre qué hacer, en qué debe consistir nuestra lucha por los derechos. En lugar de eso, propondré tres sugerencias, que van del cine a la poesía y la filosofía

  • (I) La primera es que vuelvan a ver una joya del cine de animación, producida por Pixar, en 2008: Wall-E (se puede encontrar en you tube). Es una hermosa metáfora sobre la tarea prioritaria de nuestra generación, que no puede ser otra que salvar la vida del planeta. Les sugiero que, al hilo de eso, lean el articulado de la «Constitución de la tierra», propuesta por Ferrajoli
  • (II) La segunda, lean un poco de poesía. Recuerden que poesía viene de Poiesis (ποίησις, pronunciado «poíesis») es un término griego que significa «creación» o «producción», derivado de ποιέω, «hacer» o «crear» . Yo les propondré dos textos, uno de Hölderlin y otro de René Char:
  • * Hölderlin en los 4 primeros versos de Patmos, un poema escrito en 1802 (sobre el que Heidegger escribió páginas muy certeras en su Holzwege), sostiene: “Cercano está el dios/y difícil es captarlo/pero donde está el peligro/crece lo que salva”. Y algo similar escribe en su poema Hyperion: “sólo en el dolor cobramos conciencia de nuestra libertad”
    • * René Char, quizá el mejor poeta francés del siglo XX, amigo de Camus, escribió en su Les matinaux (1950): “Au plus fort de l’orage/ il y a toujours un oiseau pour nous rassurer/C’est l’oisseau inconnu/Il chante avant de s’envoler” (En el punto álgido de la tormenta siempre hay un pájaro para tranquilizarnos. Es el pájaro desconocido. Canta antes de volar”), es lo de Honneth, el imperativo moral del optimismo…
  •  (III) Mi tercera sugerencia es que se dejen guiar por el consejo de la que considero la mejor filósofa del siglo XX, Simone Weil, una hoja de ruta, la mejor aplicación para orientarse, escrita en su maravilloso ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza. Weil escribió páginas indispensables sobre los dos objetivos en los que se condensa el propósito de una vida decente, el vínculo de reconocimiento con los otros en términos de la fraternidad, incluso del amor (aunque ni éste ni la amistad que son dos de los bienes más valiosos para un ser humano, se pueden garantizar, no son asequibles a través del Derecho) y en términos de justicia que, ésta sí, se puede y debe garantizar. Y ¿cómo lograrlo? Ante todo, conociendo el mayor obstáculo, la imposición a traves de la fuerza,que es lo contrario de la fraternidad, de la solidaridad (por eso escribe: “No es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo) Y clo concreta en cuatro sencillos mandatos
  • no confiar en la suerte,
  • no admirar la fuerza,
  • no odiar a nuestros enemigos y
  • no despreciar a los desdichados…

Aunque Weil sabe de la dificultad de ese aparentemente ssencillo programa y por eso concluye: «pero es dudoso que esto suceda pronto”.

Festina lente. Reformas necesarias, pero con sosiego (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 12 de diciembre de 2022)

Me parece innegable el valor político y aun constitucional de la acción del gobierno de coalición que persigue el objetivo de desactivar el conflicto político en Cataluña. Un conflicto entre catalanes, pero también un conflicto entre los catalanes y el resto de los españoles, avivado por quienes sacan réditos electorales del enfrentamiento entre Cataluña y España, tanto los separatistas como los separadores. Estoy convencido de que el gobierno de coalición se ha marcado ese objetivo de recuperar la convivencia, la concordia civil y me parece imprescindible tratar de conseguirlo. A mi juicio, es evidente que se ha avanzado en ese propósito y como sostiene el gobierno, a este respecto la situación en Cataluña y en España está mejor que en 2017. El  problema es la elección de los medios que ahora se han anunciado para avanzar en ese objetivo, esto es, una reforma de varios artículos del Código penal, presentada con una urgencia que, en mi opinión, se compadece mal con la entidad de ese cuerpo legislativo, que no es una ley cualquiera. 

En su momento, escribí a favor de la primera y audaz medida, propuesta por el Gobierno: los indultos, una iniciativa que se ha mostrado eficaz y nada lesiva para la estabilidad constitucional (cfr. “Concordia discors: una interpretación sobre los indultos a los políticos catalanes en prisión”). Sin embargo, la actual propuesta de modificación de determinados artículos del Código Penal, presentada por los grupos parlamentarios Socialista y de Unidos Podemos, me parece que merece una consideración específica y distinta, porque estamos ante una propuesta jurídica de muy diferente entidad.

Tengo el honor de haber sido elegido senador por los ciudadanos valencianos en las listas del PSPV-PSOE. Me enorgullece pertenecer al grupo parlamentario socialista en el Senado. Dicho ésto, añadiré que esa condición es, obviamente, transitoria. Mi profesión durante más de 40 años ha sido -es- la de profesor de filosofía del derecho. Desde esa condición, tengo el convencimiento de que la cultura del respeto a la ley, en un sentido que va más allá de lo que supone el respeto debido al principio de legalidad, es condición sine qua non del Estado de Derecho. Ni éste, ni la democracia, pueden sobrevivir si los ciudadanos no tenemos claro esa exigencia primordial. Eso no significa obedecer como un rebaño. Pero en democracia, las leyes aprobadas por el parlamento, que encarna la soberanía del pueblo, cuentan con una fuerte presunción de legitimidad. Es posible y legítimo, claro, criticarlas y aun en determinadas condiciones es legítimo, y así lo he defendido y defiendo, recurrir a la desobediencia civil para que la mayoría revise el acuerdo que ha dado lugar a la ley impugnada. Pero la desobediencia civil no es cualquier tipo de desobediencia, ni un cheque en blanco para desobedecer cualquier mandato legal que a uno no le guste.

La cultura del respeto a la ley -al Derecho-, que es también la de la seguridad jurídica, una condición imprescindible para la estabilidad social y para la garantía de nuestras libertades y derechos, supone que hay que cargarse de razones cuando uno propone modificar el orden jurídico vigente (esto es, la carga argumentativa la tiene sobre todo quien quiere modificar leyes previamente aprobadas por la mayoría parlamentaria). Además, se debe seguir los procedimientos que permiten proponer y aprobar las reformas. A ese respecto, siguen siendo útiles las Directrices de técnica normativa aprobadas por Consejo de ministros el 22 de julio de 2005 (BOE 29 julio 2005), así como las Better Regulation Guidelines, aprobadas por la Comisión Europea en noviembre de 2021 (https://commission.europa.eu/law/law-making-process/planning-and-proposing-law/better-regulation/better-regulation-guidelines-and-toolbox_en), que, entre otros, enfatizan los principios de racionalidad, coherencia y homogeneidad («único objeto de la norma»).

Pues bien, esos requisitos son aún más necesarios cuando se trata de tocar el nervio mismo del ordenamiento jurídico, la denominada «constitución negativa»: el Código Penal. Decidir qué conductas no deben ser permitidas y qué sanciones oponer a sus infractores, exige un cuidadoso respeto al principio del favor libertatis y, por ello, debe hacerse con el máximo consenso y no a golpes de emociones, o de coyuntura partidaria. Por eso, en materia penal deben extremarse la carga argumentativa y el respeto al procedimiento legislativo y huir de toda improvisación o precipitación. Porque se trata de evitar lo que denuncia con mucho acierto el profesor Manuel Cancio cuando escribe que “los tiempos de cierta política no son compatibles con el respeto que la ley penal merece en el Estado de derecho”. Expondré brevemente, a continuación, algunas consecuencias de esa cultura del respeto a la ley.

Para empezar, las leyes no deben ser medidas intuitu personae, un recurso para solventar situaciones políticas, económicas o jurídicas de determinadas personas, con nombres y apellidos. Las leyes no están ni deben estar para eso y metáforas como las de «precisión quirúrgica» utilizadas por representantes de ERC son de todo punto indebidas y muestran, a mi entender, un escaso respeto al Estado de Derecho.

Además, como es obvio, la cultura del respeto a la ley exige que se observen con el mayor cuidado las exigencias de procedimiento formal en el iter legislativo, que son garantías de la calidad en la técnica legislativa, como tuve ocasión de comentar en estas mismas páginas. Porque, a mi entender, lo importante no es que reformas de este tipo, para las que hay razonable argumentación que debe ser objeto de debate y negociación, se aprueben cuanto antes, aunque eso sea el requisito que ERC ha impuesto en su negociación con el Gobierno y aunque eso despeje el camino de la inminente campaña electoral de autonómicas y municipales. Lo importante, como decía el poeta, no es llegar antes, sino con todos y a tiempo. Lo importante es que esas reformas se hagan bien y con el mayor consenso posible. Ello exige la mayor participación en la negociación parlamentaria y, desde luego, que se escuche a los expertos y a los órganos consultivos en materia legislativa, como es el caso del Consejo General del Poder Judicial cuando se trata de leyes penales (artículo 561.8 de la LOPJ), por deteriorado que esté en su más que caduco mandato. En punto a la técnica legislativa parece aplicable el oximoron que Suetonio considera uno de los lemas preferidos de l emperador Augusto, festina lente (De vita Caesarum, 25: “Caminad despacio, si queréis llegar antes a un trabajo bien hecho» y que, al parecer, tendría su origen en otro oximoron, éste, griego: σπεῦδε βραδέως, cuya traducción es «Apresúrate despacio».

A la vista de lo anterior, siento decir que, a mi juicio, el camino y el momento elegidos para tramitar las actuales propuestas de modificación de los delitos de sedición y malversación no son los que mejor garantizan esas condiciones que, insisto, son muy importantes. 

El primer problema, creo, deriva de la opción elegida para su tramitación: como proposiciones de ley y no como proyectos de ley (cfr. lo que dispone el Reglamento del Congreso, en las secciones primera y segunda del capítulo 1º -Del procedimiento legislativo común-, dentro del Título V (Procedimiento legislativo), en los artículos 108 a 129). De haberlas presentado el Gobierno como un proyecto de ley, se habría garantizado un iter legislativo más sosegado, con mayor capacidad de escucha a todos los interlocutores, con un debate más amplio. Por el contrario, lo que parece haber primado con la elección de este procedimiento es, sobre todo, la velocidad en su aprobación.. La profesora Carmona, en su artículo «El arte de legislar o cuando el fin no justifica los medios» (El País, 13 de diciembre de 2022) ha explicado con claridad por qué tendría que haberse elegido el procedimiento de proyecto de ley y cuáles son sus exigencias.

Los grupos parlamentarios han podido presentar sus enmiendas a esa proposición de ley, y significativamente ERC, cuya negociación con el PSOE (y con Unidos Podemos), está, indiscutiblemente, en el origen de esas reformas. Algunos dirigentes de ERC ya habían expresado sin ambages el objetivo de sus propuestas, que se ordenan sólo a que se apliquen los nuevos tipos de sedición y malversación a los políticos catalanes que fueron condenados por la Sala de lo penal del Tribunal Supremo, por su participación en el proceso del ilegal referéndum de independencia y en la proclamación unilateral ilegal e inconstitucional de la independencia de Cataluña. Así, la señora Vilata aseguró que, si se aprueban las reformas, ninguno de los encausados debería haber recibido ni recibir reprensión penal, porque los actos del 1 de octubre son legítima expresión de disidencia política, con arreglo a sus tesis, que hablan de «presos políticos» para referirse a los condenados . Son una cuarentena los políticos catalanes a los que se busca proteger con esta reforma que impulsa ERC. Al haber elegido esa vía, se calcula que la proposición de ley pueda estar aprobada ante de fin de año por las Cortes Generales, tras su paso por el Senado. Sería un ejemplo de lo que ya en su día se denominó «legislación motorizada».

Dicho de otro modo, la objeción que se puede formular es que hacer bien unas reformas legales de tanto alcance exige, ante todo, no forzar las condiciones de procedimiento propias de ese tipo de reformas, que exigen otros plazos más amplios y, por eso, como he tratado de argumentar, habrían aconsejado su tramitación como proyectos de ley, para permitir un debate más sosegado y amplio en el Parlamento. Con ello, además, tendríamos mejores posibilidades de garantizar las condiciones que aseguren su calidad técnica legislativa en temas de reforma penal, al modificar tipos, anular algunos y crear otros nuevos. Lo acabamos de ver a propósito de una ley reciente y por eso me parece plausible sugerir que habría sido preferible una discusión serena sobre, por ejemplo, cómo se debe proteger mejor el orden constitucional frente a autoridades que tratan de deponerlo sin recurrir a la violencia, sobre la voluntad inequívoca de combatir eficazmente la corrupción política, o sobre la necesidad de salvaguardar el uso correcto del dinero de todos, que es el bien jurídico que trata de proteger el tipo penal de malversación. La nueva tipificación de la malversación plantea no pocas dudas sobre cómo procederán los tribunales y si será, en efecto, el mejor marco normativo para salvaguardar el bien jurídico, el dinero público.

Insistiré en que, a mi entender, el gobierno de coalición y los grupos parlamentarios que lo sostienen cuentan con buenas razones, con argumentos jurídicos y políticos razonables, para llevar a cabo estas modificaciones del Código Penal. Es cierto, además, que a la vista de la experiencia, parece difícil contar con una participación razonable de la derecha en ese debate, dedicada como está a un bloqueo constitucional que se diría que ha hecho suyo el lema medieval de «¡Santiago, y cierra, España!» (cerrar, en el sentido de acometer, recuerdo). Pero uno habría querido que alguien en el Gobierno hubiera rememorado ese “sosegaos, sosegaos y decidid, el célebre consejo que -según se cuenta- dió el rey Felipe II a una mujer que, presa de agitación, acudió ante él para plantear una queja. Porque las prisas para legislar, y aún más en materias penales, son el peor de los consejeros.

SOBRE TÉCNICA LEGISLATIVA, IDEOLOGÍA Y DEMOCRACIA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 4 de diciembre de 2022)

El debate en torno a la interpretación judicial de la L.O. 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual, nos ha dejado un florilegio de opiniones: desde las que se han ocupado de los complejos aspectos técnico-jurídicos (reconforta constatar la abundancia de expertos con los que contamos en nuestro país en asuntos tan complicados como los cuadros penológicos, el derecho transitorio o los requisitos de calidad de la técnica legislativa), a las simples descalificaciones partidistas, propias de la más burda demagogia y trufadas de acentos populistas. Claro está que ha habido también aportaciones rigurosas, que han contribuido al esclarecimiento de la discusión.

En lo que sigue, tomaré pie de uno de los argumentos sobre los que se ha insistido, la supuesta ilegitimidad de la ley, consecuencia, al decir de algunos, de su “carácter ideológico”, para ofrecer una reflexión que trata de ir algo más allá de este caso concreto.

Sobre las condiciones de calidad de las leyes.

Para juzgar de la calidad de una norma en términos de técnica legislativa, debemos preguntarnos por su necesidad, su adecuación a los fines que propone y su justificación. Son cuestiones que los expertos han explicado en términos de las condiciones de racionalidad de las leyes, y remiten a cinco manifestaciones de esa racionalidad (a) lingüística/comunicativa, (b) jurídico formal, (c) pragmática, (d) teleológica y (e) ética. Esos criterios y en particular los dos primeros, se reflejan en buena medida en las Directrices de técnica normativa aprobadas por Consejo de ministros el 22 de julio de 2005 (BOE 29 julio 2005), así como en las Better Regulation Guidelines, aprobadas por la Comisión Europea en noviembre de 2021 (https://commission.europa.eu/law/law-making-process/planning-and-proposing-law/better-regulation/better-regulation-guidelines-and-toolbox_en), que, entre otros, enfatizan los principios de racionalidad, coherencia y homogeneidad («único objeto de la norma»).

En principio, la función de los letrados de las cámaras legislativas consiste en asegurar esas condiciones, al menos las tres primeras. Pero con alguna frecuencia comprobamos que, respecto a las otras dos, el debate excede el juicio técnico de los mismos y nos lleva a la arena pública, esto es, precisamente al ámbito del pluralismo ideológico. En lo que sigue, propongo una reflexión sobre el lugar de la ideología en la técnica legislativa, a partir de la discusión sobre esta ley.

Creo que conviene avanzar alguna precisión sobre el uso peyorativo o descalificador del término “ideológico”. Sin perjuicio de entrar en ello con más detalle después, me parece imprescidible recordar que resulta inaceptable que alguien pretenda descalificar a sus adversarios alegando que actúan por motivos “ideológicos”, como si eso fuera ilegítimo, mientras uno mismo siempre lo haría por razones “objetivas” o de interés general. Tener una ideología no sólo es algo inevitable, sino legítimo. En una sociedad democrática, el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Intentar excluir del espacio público a alguien, o a un grupo, so pretexto de su ideología, y, no digamos, querer obligar a alguien a renunciar su ideología, es inaceptable, siempre que esa ideología se defienda por medios pacíficos y no implique violación de derechos fundamentales de nadie. Por lo demás, no cabe asombrarse por el hecho de que un grupo político pretenda que su programa político sea coherente con la propia ideología: eso es sólo una muestra de consistencia lógica.

En cualquier caso, corresponde libremente a los ciudadanos optar por una u otra preferencia ideológica y dar su apoyo a las correspondientes opciones políticas. Otra cosa es, claro, que con la descalificación como “ideológica” (que, insisto, suele ser selectiva: unos rechazan la ideología comunista, social comunista, otros, la liberal conservadora, o la independentista) en realidad se persiga mostrar que, en lugar de apuntar al interés general, al bien común, se ponen por encima intereses particulares. Pero en ese caso, lo menos que se debe decir es que se trata de un empleo absolutamente impropio del término <ideológico>.

La inexorable dimensión ideológica: el Derecho no puede ni debe ser un instrumento aséptico

En relación con la L.O. 10/2022, se ha alegado por algunos de sus críticos que la ley quedaba “desnaturalizada” por su sesgo ideológico. Con independencia de que, en ese caso, la cuestión es saber si se pretende que las leyes no tengan una dimensión ideológica o que sólo sean válidos unos contenidos ideológicos (¿cuáles?), creo que la discusión sobre la supuestamente espuria “contaminación ideológica de la ley” remite en realidad a la necesidad de evitar un error conceptual de fondo, que es el que tratamos de explicar a los estudiantes de Derecho desde el primer día de clase de teoría del Derecho.

Frente a la pretensión de que el Derecho es una creación científica o técnica, dotada de asepsia valorativa (suele hablarse de “neutralidad ideológica”), lo cierto es que por sus características como herramienta de intervención en las relaciones sociales y en los conflictos, y por las que son propias (inevitables) de los operadores jurídicos, está inevitablemente cargado de ideología. Por supuesto, eso es así también en el caso de un sistema jurídico de carácter democrático. Trataré de presentar brevemente las razones de una afirmación como ésta, que no me parece difícil de justificar.

El primer argumento roza el terreno de la obviedad, por más que sea ese tipo de obviedad que se consigue ocultar o enmascarar. Eso que llamamos Derecho, no tiene nada que ver con una suerte de deus ex machina. No consiste en la revelación o descubrimiento de verdades inmutables, como parece sugerir el lenguaje jurídico cuando habla, por ejemplo, de la “naturaleza jurídica” de sus normas e instituciones. Ni la propiedad, ni el matrimonio, ni la hipoteca, ni los desahucios, ni los préstamos personales, ni las suspensiones de pago o la adquisición de la nacionalidad responden a nada parecido a la naturaleza o a las leyes naturales. Son soluciones, herramientas, que hemos inventado para obtener y asegurar determinados objetivos. Por tanto, su razón de ser depende de esos propósitos, que es tanto como decir de la finalidad que persiguen los actores sociales que tienen capacidad para imponer sus soluciones para alcanzarlos.

Durante la mayor parte de la historia de nuestras sociedades, esos objetivos, su prioridad, los medios para asegurarlos, han sido decididos por quienes dominan en ellas. Las más de las veces, mediante la amenaza o el ejercicio de la fuerza (luego se llamará a esto “monopolio legítimo de la coacción”), que ya a San Agustín le servía para mostrar la analogía entre los imperios y los piratas o bandas de ladrones. La única diferencia entre unos y otros, señala el de Hipona, es que esa fuerza esté al servicio de la justicia, lo que reenvía a un problema conceptual muy difícil de resolver, tanto que llevamos más de veinticinco siglos sin establecer una respuesta inequívoca: ¿qué es la justicia? Respuestas aparentemente claras (“dar a cada uno lo suyo”) se han mostrado en el fondo ambiguas, si recordamos que tal fórmula literal fue utilizada como emblemas en los campos de concentración nazis: jedem das seine. Esto es, para pervertir esa fórmula de justicia, basta con que quien tenga la competencia de decidir sostenga que <lo suyo de los otros> es nada, o peor que nada: discriminación, explotación, tortura, genocidio para mujeres, judíos, negros, indígenas colonizados, palestinos, rohingyas, personas pertenecientes a grupos LGTBQ y tutti quanti. Y eso es el límite ideológico inaceptable. Por tanto, sí: la ideología es relevante como argumento a la hora de justificar una iniciativa legislativa. Y sí, dentro del pluralismo ideológico que debe tener cabida en la democracia, sí que hay un criterio, al menos negativo, que nos sirve para juzgar si la ideología que inspira una norma ofrece una justificación aceptable.

Aún más, si nos preguntamos qué ideología es la que más nos aproxima al ideal de justicia, qué ideología debe guiar la técnica legislativa, hay una pista fiable, la que ofrecieron quienes prepararon la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH): la garantía y desarrollo de los derechos humanos, para todos los seres humanos, es la ideología de la justicia, la idea regulativa que debe presidir cualquier trabajo de técnica legislativa. Preguntémonos: esta medida que queremos adoptar, esta iniciativa legislativa, ¿ayuda a mejorar las condiciones de vida, el acceso y disfrute de los derechos humanos, sobre todo para aquellas personas y grupos que tienen más dificultad para alcanzarlos y disfrutar de ellos? ¿las garantiza suficientemente?

Y aquí vamos al segundo argumento, relativo a lo que sucede en un sistema jurídico como el nuestro. La legitimidad democrática del Derecho ha venido a proporcionarnos una solución que, si no es mágica ni perfecta, resulta la más convincente: establece una presunción a favor de la fundamentación justa (ideológicamente justa) que tienen las normas e instituciones jurídicas que median en las relaciones sociales, cuando cuentan con el acuerdo de la mayoría de los sujetos que tienen derecho a decidirlas y que son también los mismos a quienes serán aplicadas.

En otras palabras, eso que llamamos Derecho, debe responder a la voluntad popular. Y su justificación, lo que llamamos justicia, lo que hace posible que lo veamos aceptable y lo obedezcamos, consiste en aquello que a la mayoría le parece justo. Aunque no sin límite alguno: hay cuestiones que se sustraen a lo decidible: son lo que conocemos como derechos, al menos los derechos humanos y fundamentales que, como se ha dicho, constituyen una suerte de coto vedado, unas garantías para todos y en especial para los más alejados del poder, para las minorías. Y por eso cabe la disidencia e incluso la desobediencia civil frente a las normas adoptadas por la mayoría. Siempre y cuando esa disidencia esas prácticas de desobediencia civil, acepten el principio básico: que las normas aprobadas por la mayoría sólo se pueden modificar pacíficamente y sólo las puede modificar la mayoría. Por eso, la actuación de la disidencia, la práctica de la desobediencia civil consiste en apelar a la propia mayoría para que rectifique su decisión, a la vista de las razones justificativas que ofrece el disidente. Por eso, la calidad de una democracia se mide también por su capacidad para albergar la disidencia, sin criminalizarla. ¿Tiene la ley 10/2022 un sesgo ideológico que la descalifica? La respuesta, a mi juicio, es no. Por supuesto, quienes encuentran en la ley el sello de la “ideología de género” alegan que la ley no está justificada por que aducen que esa ideología es inaceptable. Yerran, en mi opinión: la ideología que justifica esta ley es la del feminismo, que es la ideología de la igualdad entre mujeres y hombres. El feminismo, entendido como componente ideológico imprescindible de la legitimidad democrática. La ideología feminista inspira normas como el Convenio de Estambul de 11 de mayo de 2011, un Convenio para la  prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, que ha sido ratficado por nuestro país y por tanto forma parte de nuestro Derecho interno. La L.O.10/2022, cuyo objetivo es que las mujeres (y los menores) dejen de ser víctimas propiciatorias de la violencia sexual, ofrece una protección integral contra esas violencias. Esta ley es un instrumento que desarrolla ese marco normativo y por tanto, se justifica por él, por la ideología que lo impulsa.

La ideología de la mayoría, fundamento de la ley

Para terminar, añadiré una obviedad: en un sistema democrático, la producción de la ley es el resultado de obtener acuerdos de mayoría. Mayoría que, hoy y en nuestro país, ya no es absoluta, sino que debe ser construida por la negociación y el acuerdo de diferentes grupos que, sumados, constituyan una mayoría parlamentaria. Eso relativiza considerablemente la realización tout court del programa electoral: al no contar con mayoría absoluta, ni siquiera la primera fuerza parlamentaria puede imponer su programa, traducirlo en leyes.

Por tanto, el Derecho propio de una democracia parlamentaria sin mayorías absolutas, como lo es la nuestra, hoy y ahora (y no parece que vayan a regresar los tiempos de las mayorías absolutas y el bipartidismo perfecto) es, forzosamente, un Derecho negociado desde posiciones y proyectos ideológicos plurales. U Derecho que consiste en normas que se negocian, en torno a lo qué es más oportuno en cada momento para gestionar las relaciones sociales, pero también sobre lo que es aceptable o quizá, más claramente, sobre lo que no debemos ni podemos aceptar. Eso último es el cometido del Derecho penal, que en sociedades democráticas es la ultima ratio, el último recurso para garantizar que no se cause a nadie un daño en aquellos bienes que consideramos valiosos: la libertad, la integridad física, la autonomía, la preservación de la intimidad, pero también el acceso a recursos necesarios para una vida digna (trabajo, vivienda, recursos energéticos, por cierto…) y, obviamente, el acceso a la salud y a la educación. Por eso el Derecho ni puede ni debe ser neutral ideológicamente: no lo es ante la tortura, ante las manifestaciones de crueldad, violencia, discriminación o explotación.

Esa toma de posición ideológica, propia de un Derecho democrático, exige que evitemos que quienes ejercen posiciones de poder puedan imponer su propia conciencia o su ideología) frente a las de la mayoría. Y esto sirve en particular como advertencia frente a la falacia argumentativa y profundamente antidemocrática de la que se sirven quienes reservan a algunos privilegiados una suerte de capacidad de decisión superior: por encima o incluso contraria a la de la mayoría. Como recordaba mi compañero, el profesor Carbonell, en un artículo en estas páginas (https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/retroactividad_129_1373557.html), esto debe tenerse muy en cuenta ante el riesgo de que determinadas decisiones judiciales puedan invadir o suplantar la voluntad general que expresan las leyes.

Los jueces no son una especie de última cámara legislativa, ni deben pretenderlo. Ni siquiera lo es el Tribunal Constitucional, cuya función -conforme al modelo kelseniano- es la de control negativo, esto es, expulsar del sistema jurídico aquello que no es conforme con lo que dispone la Constitución, pero no la de decir cómo se debe legislar esta o aquella materia, algo que es competencia del poder legislativo, como representación de la voluntad soberana del pueblo. La conciencia de un juez -por refinada que sea- no es argumento suficiente ni legítimo para corregir -a fortiori, menos aún para suplantar- la conciencia de la mayoría que se expresa en las leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria. En nuestro sistema, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad, la que dictan las cámaras legislativas. En todo caso, pueden plantear cuestiones de constitucionalidad cuando entiendan que una ley plantea problemas respecto a las exigencias constitucionales. Otra cosa sería tomar en vano los principios de soberanía popular y separación de poderes.