LA TENTACIÓN DE LA ESPADA Y EL NUDO GORDIANO DE UCRANIA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 28 de enero de 2022)

Por muchas razones -geoestratégicas, económicas, culturales- tiene fundamento la referencia a Ucrania como nudo gordiano de la geopolítica internacional. Y parece que hay quien, a un lado y a otro, se toma a pies juntillas la leyenda que relata el historiador grecorromano Lucio Flavio Arriano en La Anábasis de Alejandro Magno: aquel que consiguiera desatar ese nudo, gobernaría todo Oriente. Cuentan que Alejandro fue a lo sencillo: un buen tajo de espada. Una solución que, aplicada hoy, supone para empezar que no se cuente con la voz de los ciudadanos de Ucrania, ni con sus legítimos representantes. Pero lo cierto es que tampoco se cuenta mucho con su voz por parte de quienes dicen querer evitar la espada y negocian en este momento con Putin.

La historia y también, por qué no, la ficción literaria y la cinematográfica, nos enseñan la necesidad de precaverse frente esos análisis simplistas y también contra los maniqueos, esas narrativas de los buenos contra los malos, que están proliferando en estos días a propósito del conflicto -los conflictos- de Ucrania, tratando de imponer las razones de Ucrania, las de Putin o Biden, o las de la OTAN y la UE. Y nos enseñan también no poco acerca de las consecuencias del recurso a la espada, en el que todos, también el que la empuña primero, salen perdiendo. En lo que sigue, trato de proponer algunas pistas para la reflexión, orientadas por la convicción de que, en un mundo como el de las relaciones internacionales, dominado por el propósito pragmático de los intereses de cada nación (por no decir, de cada gobierno), debe prevalecer el respeto básico a la legalidad internacional y, desde luego, la prohibición del recurso a ese mal absoluto que es la guerra. Lo que no quiere decir ignorar la lección de que la provocación bélica es una herramienta que siguen manejando todos los que aspiran a un lugar predominante en esas relaciones internacionales. No podemos ignorar que el sentimiento belicista es alimentado por los líderes autocráticos en momentos de debilidad interna, según el mecanismo de apelación al «agresor externo», de probada eficacia centrípeta. Una eficacia a la que, por desgracia, tamopco se es ajeno en las democracias. Baste pensar en la propaganda belicista del gobierno Thatcher en el conflicto de las Malvinas y quizá en los halcones que hoy, en los EEUU y en Europa (en la OTAN) agitan el argumento del miedo a la guerra, hasta el punto de exagerar la inminencia de un invasión o agresión a gran escala por parte de Rusia en Ucrania.

Sobre los simplismos y maniqueísmos.

Para tratar de evitar esos errores de planteamiento, acerquémonos al elenco de personajes, sus versiones y razones. Recordaré, ante todo, que la necesidad de evitar simplismos y maniqueísmos no implica la famosa equidistancia, porque es imposible estar ciego a algunos hechos difícilmente contestables.

El líder d la Federaión Rusa, Vladimir Putin, tiene todas las papeletas para cargar con el personaje del «malo» en esta historia. si alguien no se ha dado cuenta, Putin reúne todos los rasgos de un autócrata dispuesto a todo, que reproduce los modos y propósitos de los más poderosos zares de la vieja Rusia. Así lo ha descrito David Remnick en un artículo en The New Yorker -a mi juicio extremado-, en el que subraya su ambición por emular al zar Alejandro III, pionero del proceso de rusificación del gran imperio, que abarcaba ya en ese momento una inmensa realidad multicultural de pueblos y naciones diversas (https://www.newyorker.com/magazine/2022/01/31/putin-ukraine-and-the-preservation- of-power).

Lo que parece indiscutible es que Putin ha hecho de la Federación Rusa un régimen en el que apenas quedan restos de lo que debe ser, no ya una democracia, sino un Estado de derecho. No tiene problemas en pisotear derechos de los homosexuales o de minorías étnicas, por no hablar de las ONG de defensa de los derechos humanos, de la prensa libre o de los disidentes. Si hay que expropiar, se arrasa. Si hay que envenenar, se envenena. Cultiva hasta extremos difícilmente soportables la imagen de <líder fuerte>, que ofrece a la humillada alma rusa recuperar el orgullo perdido. Y sabe utilizar perfectamente la guerra de inteligencia. Por lo demás, lo que es seguro es que a Putin no le conviene el contagio democrático, y esa es, creo, una de las claves de su preocupación por desactivar el peso de la Unión Europea, su influencia, aunque nunca se formule expresamente.

Hay que convenir que la estrategia de Putin no es de ayer. Su proyecto de recuperar la dimensión de la URSS y su papel como potencia decisiva en las relaciones internacionales, es casi transparente. Lo ha descrito quien quizá hoy sea el historiador que mejor conoce la historia de Rusia, Orlando Figes, al centrar el proyecto de Putin enla recuperación del <Ruski Mir, el mundo ruso> (cfr. https://elpais.com/babelia/2022-01-29/en-el-conflicto-con-ucrania-moscu-se-aferra-a-las-las-coartadas-del-pasado.html). Los objetivos y los pasos en la estrategia están bien explicados, creo en el artículo, “Escalade du verbe entre la Russie et l’Ouest. Que cherche Moscou? Quid de l’invasion de l’Ukraine?”, del conocido blog bruselense B2 (https://www.bruxelles2.eu/2022/01/escalade-du-verbe-entre-la-russie-et-louest-que-cherche-moscou-quid-de-linvasion-de-lukraine/): el objetivo primordial sería recuperar el status de Gran Potencia en igualdad con los EEUU y China, para lo que necesita mantener y aun desarrollar su potencial armamentístico, asegurar su presencia en el Mediterráneo y fracturar el bloque occidental, en particular el vínculo entre los EEUU y la UE y la cohesión interna de la propia UE. En un sentido coincidente se muestra el documentado análisis de Andrea Rizzi en El País, que recoge entre otros los argumentos de expertos como Carmen Claudín (https://elpais.com/internacional/2022-01-23/que-busca-putin-con-su-gran-ordago-a-occidente-claves-para-entender-la-crisis-de-ucrania.html).

En el camino a la consecución del éxito de su estrategia, Putin lleva ya mucho tiempo jugando con mucha habilidad sus bazas (véase, por ej., el caso de Siria), lo que incluye sostener como aliados básicos de la Federación Rusa a Bielorusia y Kazajstán. Y parece muy claro el requisito mencionado: no es aventurado sostener que, entre los que Putin considera obstáculos para ese éxito, no se encuentran sólo los EEUU de Biden – tampoco China, con la que consigue mantener algo más que un pacto de no agresión-, sino de forma destacada la Unión Europea y la OTAN. Dividir a una y a otra es condición para su propósito. Añadamos que la compleja historia de las relaciones entre Rusia y Ucrania, como veremos enseguida, proporciona a Putin herramientas para una estrategia reivindicativa: lo que llamamos Ucrania (incluida Crimea) no está exenta de fuertes elementos de vinculación con cierta idea de Rusia.

Putin no es el único «malo» de la historia. Conversando sobre esto con el profesor Massimo LaTorre, me recordó que Gorbachov relata en sus Memorias que, en las negociaciones de 1990 con Bush y el secretario de Estado Baker, éste le prometió que “ni la jurisdicción ni las tropas de la OTAN se extenderían a territorios situados al este de los actuales límites de la Alianza… no avanzaría ni un centímetro». El propio Gorbachov, que confiesa que en aquel momento no consideraba ni remotamente la posibilidad de una reunificación alemana, sostuvo con firmeza que “en cualquier caso, sería inaceptable una ampliación del territorio de la OTAN”. Ese testimonio no diverge demasiado de lo que sostiene Mary Elise Sarott, (catedrática de Historia de la Universidad de Southern California y autora de un libro de referencia, 1989: The Struggle to Create Post-Cold War Europe), en su muy comentado artículo publicado en el número de octubre de 2014 de la revista Foreign Affairs,A broken Promise? La tesis de Gorbachov entonces, que es la de Putin en buena medida, era que Rusia no podía aceptar jamás tener frontera con un país de la OTAN, porque, como lo fue la instalación de los misiles en Cuba, a escasos kilómetros del territorio norteamericano, eso sería una línea roja, inadmisible. Putin ha reiterado en múltiples oportunidades esa tesis. Por ejemplo, en un famoso discurso en la 43 Conferencia Internacional de Munich sobre política de seguridad, en 2007: “Creo que es obvio que la expansión de la OTAN no tiene ninguna relación con la modernización de la propia Alianza ni con garantizar la seguridad en Europa. Por el contrario, representa una grave provocación que reduce el nivel de confianza mutua. Y tenemos derecho a preguntar: ¿contra quién va dirigida esta expansión? ¿Y qué pasó con las garantías que hicieron nuestros socios occidentales después de la disolución del Pacto de Varsovia? ¿Dónde están hoy esas declaraciones?” ¿Tiene razón Putin para sostener que la expansión de la OTAN y singularmente la incorporación de Ucrania a la OTAN sería una amenaza inaceptable para Rusia? Eso nos lleva a la vexata quaestio del papel estratégico de la OTAN, el segundo actor en el escenario. 

De entrada, diré que no parece que la analogía entre la crisis de los misiles y la presencia de fuerzas de la OTAN en Ucrania pueda sostenerse sin más. Tendríamos que admitir esa tesis de Putin según la cual la OTAN es una amenaza. Pero la OTAN es una alianza defensiva, que sigue teniendo sentido frente al riesgo (no digamos la amenaza) de agresión, que existe, aunque haya desaparecido la URSS: baste pensar en Corea del Norte y en la amenaza que supone la impresionante capacidad nuclear en manos de Putin. Pregunten a los ciudadanos de los Estados bálticos si creen que ese riesgo es verosímil. No digamos nada si preguntamos a los gobiernos de Polonia y Hungría, estados en los que siguen vivas las heridas de la férrea dominación soviética. 

Por supuesto que eso no significa que debamos ignorar la existencia de quienes, desde hace tiempo, no conciben la OTAN como una alianza defensiva, sino como un instrumento para asentar la hegemonía en eso que los británicos dan en llamar el «gran tablero». Y desde luego, la oportunidad que ven los EEUU de reafirmar su papel en el escenario internacional y, de paso, fortalecer la imagen de Biden, que está en horas bajas, empezando por su propio país.

Un veterano iusinternacionalista, el profesor Faramiñán, en uno de los artículos que ha dedicado a este asunto, Ucrania sobre un trípode inestable, ha subrayado que la OTAN y Putin, en el fondo, comparten una estrategia similar: la creación de lo que denomina “cuñas de influencia”. Así, escribe, “entiendo que estamos ante una estrategia muy meditada que implica ir generando cuñas de influencia, que he bautizado como «zonas buffer» por seguir un símil de laboratorio, acuñado por la ecobiología, en las que se van generando zonas de amortiguamiento en un probablemente muy bien diseñado modelo expansionista, muy calculado para determinadas áreas”. Por cierto, el Consejo de ministros de Asuntos Exteriores de la UE, en su reunión del lunes 24 de enero, como luego recogeré, ha negado enfáticamente la aceptación de “zonas de influencia” en territorio europeo.

Pero es que hay más en relación con este segundo actor: sucede que Putin tiene la ventaja de la situación de la propia OTAN, seriamente debilitada y agrietada. Por eso Macron ha podido hablar de la «muerte cerebral» en la que se encuentra la OTAN. No sólo por la asimetría en su sostenimiento (los reproches de Trump sobre la débil contribución de los socios europeos fueron idénticos a los de Obama), sino también por las tensiones entre quienes quieren hacer de ella algo más y los que tratan de encontrar una alternativa propia, al menos, europea. El reciente episodio del vicealmirante alemán Shönbach, no me parece un error por parte de éste, sino una forma deliberada de evidenciar que no todos comparten las directrices de Stoltenberg y Biden. 

Y hablemos del tercer actor, un secundario de lujo: la Unión Europea. La UE – menos aún, una potencia menor como España- no tiene asiento ni piezas clave en ese juego. ¿Puede y debería tenerlo? Sin duda, la respuesta es sí. Sin embargo, para hacer verosímil esa respuesta, deberían cumplirse dos condiciones.

La primera, la autonomía defensiva y estratégica europea, un desiderátum tantas veces aplazado ad calendas graecas. Una autonomía que ha de completarse, como he recordado en algún otro artículo, con la autonomía energética: por eso la cuestión del gas es tan importante en este conflicto. Recomiendo la lectura de los artículos que Enric Juliana ha dedicado a la cuestión (por ejemplo: «Barcelona, cabecera del gas de la OTAN»: https://www.lavanguardia.com/internacional/20220130/8021276/barcelona-cabecera-gas-otan.html?fbclid=IwAR1S8LtTzWySJcVTIs5YnBsrZy_DczymPbIUSRhzuB4UGw5iL2qzy74CRhE).

La segunda, más al alcance, consiste en que la UE supiera hacer valer su soft power, su enorme capacidad en el plano comercial, económico y cultural (e incluyo en ello la promoción de la cultura del estado de derecho, la primacía de los derechos humanos y la democracia). Sucede que nadie parece creer en serio que baste con eso para disuadir a Putin de su estrategia.

Aún así, se aprecia que, dentro de la UE, hay posiciones dispares, por más que el secretario general Stoltenberg y los norteamericanos lo nieguen. Además de las reticencias de Alemania (cuya dependencia del gas ruso y su interés en el gasoducto del Norte es de importancia crucial) , hay que destacar la iniciativa del presidente Macron, al reactivar el «cuarteto de Normandía» (creado precisamente en 2015 para encontrar una solución al enfrentamiento entre Rusia y Ucrania en el curso de la revolución del Maidán, que depuso al régimen filoruso en Ucrania) y tomar la decisión de abrir un diálogo -bilateral- con Putin, que se inscribe en la línea de la tradicional buena relación entre Francia y Rusia. De paso, refuerza su imagen presidencial de cara a los comicios en Francia…

Volvamos a la estrategia de Vladimir Putin. Putin necesita dividir, debilitar esa potencialidad de la UE. Para ello, une a su capacidad de presión militar, armamentística, la baza de su capacidad energética y de la dependencia de ésta por parte de Alemania y, en el fondo, de la propia UE. Anotemos, además, que el ex espía de la KGB no pierde ocasión de recurrir a nuevas formas de ciberguerra, como hemos visto en las elecciones en EEUU y en la campaña del Brexit. La intoxicación con fake news es una herramienta habitual. Hemos visto que Putin reacciona sin titubeos cuando una pieza clave como Kazajstán se ve amenazada por revueltas inspiradas más o menos abiertamente en exigencias democráticas. La misma respuesta que ofreció a su títere Lukachenko, frente a la verdadera marea democrática en Bielorusia. Y en Bielorusia ha ensayado esa modalidad de guerra híbrida que es la presión migratoria.

Tras el examen de algunas de las simplificaciones y maniqueísmos, pasemos a repasar algo de historia, iluminada por alguna gota de ficción cinematográfica.

Dos referencias históricas, para precisar el contexto.

(I) La Rus de Kiev, Rusia y Ucrania en perspectiva histórica

Quizá la primera lección que nos ofrece la historia es que, sin poner en entredicho la condición de Ucrania como Estado soberano y, por tanto, su derecho a la integridad territorial, Ucrania no puede entenderse como una realidad social, cultural y política completamente desligada de la de Rusia.

No hace falta saber tanto de historia rusa como el mencionado Orlando Figes, para reconocer que la referencia histórica para comenzar a hablar de Ucrania como entidad política propia es la elección de Kiev como capital, por el líder tribal Riurik en 882. A partir de ese momento se habla de la <Rus de Kiev>, una referencia imprescindible para entender el proyecto panruso de los zares, heredado por Putin, tal y como señala el propio Figes. Kiev es entendida como corazón de la patria de los rusos, con la cultura y la religión ortodoxa en el centro de esa identidad desde que uno de sus sucesores, Vladimir, príncipe de Kiev, comienza la cristianización de sus dominios, bajo la guía de la iglesia ortodoxa. Su hermano Yaroslav el sabio, que comenzó a gobernar en 1019, fue probablemente el gobernante más importante de esta dinastía rúrika y estableció relaciones con los principales reinos cristianos. Conviene recordar que el nombre «Ucrania» quiere decir «zona fronteriza». Posteriormente, la parte occidental de lo que hoy conocemos como Ucrania pasó a quedar bajo dominio del ducado de Lituania y luego del reino de Polonia, mientras Crimea era un Kanato tártaro. Crimea y el resto del territorio pasaron a ser dominio de los zares rusos en el XVIII, y se impuso un proceso de rusificación, mucho más señalado en la mitad oriental del territorio, que en la occidental, homogéneamente ucraniana.

Tras la revolución del 17, Ucrania se declaró república independiente, pero integrada en la URSS. Crimea era de soberanía de Rusia y no fue hasta 1954 cuando un ucraniano, nada menos que Kruschev, la devolvió a soberanía ucraniana. Con la disolución de la URSS, en 1991, el soviet de Ucrania proclamó su independencia, En 1992, apoyada por Rusia, Crimea proclamó su separación de Ucrania y anexión a Rusia, proclamación rechazada por la Rada ucrania que lo consideró una gravísima violación de su soberanía e integridad territorial. Huelga señalar nada sobre la importancia estratégica de Crimea, por sus puertos que permiten salida al mar Negro y al Mediterráneo y por la importancia de la flota y el armamento.

Por cierto, recordemos que Ucrana renunció a su armamento nuclear (el tercero del mundo en importancia) en el memorando de Budapest sobre garantías de seguridad de 5d e diciembre de1994, suscrito por Rusia, el Reino Unido y los EEUU, por el que Ucrania se adhirió al Tratado de no proliferación nuclear y mediante el cual Ucrania cedió a Rusia 5000 bombas nucleares junto a los vehículos que permitían usarlas, 176 misiles intercontinentales y 44 bombarderos de largo alcance y capacidad nuclear. El memorándum incluyó garantías de seguridad frente a las amenazas o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de Ucrania, así como la de Bielorrusia y Kazajstán..

Pero la tensión con Rusia no cesó. Ucrania se vió sacudida desde 2014 por un enfrentamiento bélico con los movimientos secesionistas prorrusos en el territorio oriental conocido como Dombass, que proclamaron las repúblicas independientes y prorrusas de Donetsk y Lugansk. Se interpreta mayoritariamente que esos movimientos alentados por la Federación Rusa, nacen dela presencia de fuertesminorías rusas en la zona pero sobre todo como respuesta a la revolución democrática y antirusa del Maidán, que salió victoriosa en Ucrania. En septiembre de 2014 se firmó el protocolo de Minsk (Minsk I), que supuso un cierto armisticio en esa zona de conflicto en el Dombass.

Recordemos que en el ámbito de la legalidad internacional, ni la ONU ni la UE han aceptado la anexión de Crimea y han expresado su condena a cualquier propósito de alterar mediante la guerra la integridad territorial de Ucrania en el Dombass. Por ejemplo, la Asamblea General de la ONU adoptó en 2014 la resolución 68/282 sobre la integridad territorial de Ucrania -con la oposición de Rusia- y por su parte, el 17 de marzo de 2014, el Consejo de la UE adoptó la decisión 2014/145/PESC , relativa a «medidas restrictivas respecto de acciones que menoscaban o amenazan la integridad territorial, la soberanía y la independencia de Ucrania», frente a la Federación Rusa.

Pero los combates en el Dombass no cesaron y eso provocó que Francia impulsara el denominado «cuarteto de Normandía», con Rusia, Ucrania, Alemania y Francia, que condujo a los Acuerdos de Minsk, de febrero de 2015, conocidos como Minsk II, bajo el amparo de la OSCE, acuerdos que incluyeron medidas de contención para Rusia y Ucrania y un compromiso de alto el fuego de los secesionistas en el Dombass, hoy incumplidos.

Ucrania, pues, constituye una entidad política compleja, plural y cuyos vínculos con Rusia son innegables. Creo que eso puede ayudar a matizar los planteamientos simplistas.

(II) El apaciguamiento frente a la provocación bélica. El caso Chamberlain

Una segunda lección de la historia nos la ofrece un pasado mucho más reciente y aparentemente ajeno a Ucrania. Reconoceré, desde luego, que las analogías con el pasado -incluso si, como digo, es reciente- hay que tomarlas siempre con precaución. Pero lo cierto es que, salvando todas las distancias, ante la eventualidad de una nueva intervención de a Rusia de Putin en Ucrania, tras la mencionada anexión de Crimea (no reconocida por la UE ni por los EEUU) y el poco disimulado apoyo a los movimientos secesionistas en el Dombas, no podemos dejar de tener en cuenta un acontecimiento del siglo XX.

Me refiero a las reivindicaciones y amenazas de Hitler de apropiarse de los Sudetes, la estratégica región checa con una importante población de origen alemán, so pretexto del trato discriminatorio que sufrían supuestamente esos alemanes de origen (el mismo argumento que sirvió Francia e Inglaterra en su día, en la <cuestión de oriente>, frente al imperio otomano y al zarista) y de la doctrina de la necesidad de Lebensraum para Alemania. A ello se enfrentó, como se recordará, el premier británico, Arthur Neville Chamberlain, que desplegó lo que se conoce como doctrina del apaciguamiento, una estrategia orientada a asegurar a toda costa la paz y evitar una guerra. Chamberlain predijo que, de producirse, sería mucho mas terrible que la Gran Guerra del 14. Esa estrategia, tras tres reuniones entre Hitler y el propio Chamberlain, condujo al Pacto de Munich, suscrito por ellos, junto a Mussolini y el primer ministro francés Daladier.

A propósito de ese objetivo de apaciguamiento existe una verdadera querella de historiadores, que juzgan a Chamberlain en términos enormemente contrapuestos. Hasta hoy, se ha impuesto la interpretación de que Chamberlain se equivocó, por cobardía o miedo a la guerra, sumada a una falta de visión política realista. Otros, como el conocido historiador y novelista Robert Harris (autor, por ejemplo, de una conocida trilogía sobre Cicerón), sostienen que Chamberlain sabía perfectamente lo que hacía y que, además de retrasar cuanto pudo la guerra, dio tiempo a su propio país para prepararse. De hecho, Chamberlain dedicó importantes recursos a reforzar la potencia militar del Reino Unido, en particular la RAF, lo que permitió afrontar el desafío nazi en la denominada “batalla de Inglaterra”.

Una película de Schwochow, Munich. The Edge of War (2021) basada en la novela de Robert Harrris (2017) y recién estrenada en Netflix, ilustra esa tesis, al mostrarnos a Chamberlain firmemente determinado a evitar la guerra, a negociar una y otra vez con Hitler (menospreciando por cierto la relevancia de los intereses checos), y sostenido por la mayoría del pueblo británico y por el rey Jorge VI, que celebraban esa estrategia de apaciguamiento. Técnicamente, no es un gran film, pero se apoya en buena medida en el soberbio trabajo de Jeremy Irons y en los elementos de ficción incluidos en el libro de Harris, que más que un trabajo de historia está escrito como thriller político, aunque todos sepamos lo que sucedió al final. Eso no ha evitado las críticas a tal modesta reivindicación de Chamberlain. Véase por ejemplo el contundente alegato de Richard J. Evans en The New Statesman (https://www.newstatesman.com/culture/history/2022/01/why-neville-chamberlain-will- forever-be-discredited-by-his-policy-of-appeasement).

Más allá de la película y del libro de Harris, la razón por la que traigo a cuento esta segunda referencia histórica es el debate sobre el papel de la diplomacia y la negociación y la relevancia del objetivo de salvar la paz a toda costa, cuando existe una amenaza seria de guerra.

El debate de los historiadores sobre el papel de Chamberlain frente a Hitler y el error que habría supuesto su doctrina del <apaciguamiento>, según la interpretación dominante durante mucho tiempo, me parece ilustrativo, aunque -insisto- hay que ser muy prudente con la analogía entre las pretensiones de Hitler sobre los Sudetes y las de Putin sobre territorios de Ucrania (comenzando por el aparente fait acompli de la anexión rusa de Crimea, en violación del principio de soberanía e integridad territorial de los Estados, y siguiendo por su aliento a las pretensiones secesionistas en el Dombass). Como decía, durante mucho tiempo se ha impuesto mayoritariamente la interpretación de que la estrategia de apaciguamiento fue un craso error de Chamberlain, pese a conocer las críticas a su posición, que rechazó. Es la tesis de libros como Guilty Man y, sobre todo, del primero de los volúmenes que escribió Churchill sobre la guerra, The Gathering Storm, publicado en 1948.

En todo caso, hay que anotar que Chamberlain no dudó en declarar la guerra a la Alemania de Hitler en el momento en que los nazis invadieron Polonia el 5 de septiembre de 1939, y estuvo todavía al frente del gabinete hasta que, tras la invasión de Noruega y luego de los países Bajos por Hiter, dimitió y sugirió al rey el nombre de uno de sus más feroces críticos, Churchill -cuyo primer volumen está en el origen de la interpretación dominante contra Chamberlain- y tampoco conviene olvidar que el propio Churchill lo incluyó en su gabinete como lord Presidente del Consejo, tarea a la que Chamberlain se aplicó con denuedo hasta su muerte en 1940.

La guerra siempre es un mal, lo que no significa, desde luego, que haya que ceder a las pretensiones del matón de turno. El precedente de la posición de Chamberlain (y, en cierto modo, de las tesis de Gandhi) me parece interesante para evitar un debate maniqueo, que presenta de modo simplista, insisto, una confrontación entre dos extremos. De un lado, los pacifistas ingenuos que se rinden ante el matón y le dejan hacer, con tal de no recurrir a la guerra, al mismo tiempo que verbalizan ostentosamente una oposición a la guerra (“No a la guerra”) tan genérica que todos podemos compartirla, aunque las más de las veces no añaden cómo actuar frente al susodicho matón. Del otro lado, los partidarios entusiastas de una interpretación demasiado literal del si vis pacem, para bellum, demasiado prestos a demostrar que son más rápidos con el gatillo y tienen más capacidad de destrucción. Lo cierto es que hay otra vía, la del Derecho y langociación, esto es, la de la diplomacia, sin renunciar por ello a la defensa de la legalidad internacional.

¿Qué hacer?

La cuestión que se plantea aquí y ahora al gobierno de España (a la oposición también, obviamente) es cuál debe ser la posición de la Unión Europea, de la OTAN y de España como socio de una y otra, en el escenario de unas negociaciones que tienen como protagonistas prácticamente exclusivos a Putin y Biden.

Acabamos de asistir este pasado lunes 24 de enero a la toma de posición de los ministros de Asuntos Exteriores de la UE, que han reafirmado la soberanía, independencia e integridad territorial de Ucrania, han negado la pertinencia de la doctrina de las zonas de influencia en Europa, y se han mostrado dispuestos a severas sanciones económicas inmediatas en el supuesto de una intervención armada de Rusia en Ucrania (cfr. https://www.consilium.europa.eu/es/press/press-releases/2022/01/24/european-security- situation-notions-of-spheres-of-influence-have-no-place-in-the-21st-century/).

A mi juicio, probablemente el objetivo al que apunta la estrategia de tensión que ha puesto en marcha Putin no implica necesariamente una intervención bélica significativa en territorio de Ucrania. En otras palabras, creo que se puede sostener que Putin no está dispuesto a la guerra. Creo que lo que pretende, y estoy de acuerdo en ello con el análisis del mencionado artículo del blog B2, es, de un lado, hacer imperiosa la negociación por parte de Biden y la OTAN, con el objetivo de obstaculizar de facto el ingreso de Ucrania en la OTAN, para lo que, si es necesario, está dispuesto a extremar la provocación militar. Putin buscaría en realidad aumentar la presión política y militar sobre Ucrania, quizá con el propósito verosímil de conseguir un cambio de régimen en ese país y de nuevo propiciar un gobierno proruso. Así lo sostienen los EEUU y el Foreign Office del Reino Unido EEUU según han explicado en un reportaje de investigación los periodistas de The Guardian, Julian Borger, Luke Harding y Andrew Roth (https://www.theguardian.com/world/2022/jan/20/us-russia-ukraine-government- sanctions). Se trataría de Yevhen Murayev, Serhiy Arbuzov, viceprimer ministro de Ucrania entre 2010 y 2012, y primer ministro interino en 2014; Vladimir Sivkovich, exvicedirector de la Seguridad Nacional Ucraniana, y del Consejo de Defensa (RNBO, en sus siglas originales); Andriy Kluyev, viceprimer ministro entre 2010 y 2012 y jefe de Gabinete del presidente Yanukovich; y Mykola Azarov, primer ministro de Ucrania entre 2010 y 2014. Murayev lo desmintió de inmediato, al igual que el ministerio de exteriores ruso.

Pues bien, por mi parte, recordaré lo obvio: las actuaciones en la política internacional no deben ni pueden apartarse de los principios de legalidad y legitimidad que emanan de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y del sistema de derecho internacional y de relaciones internacionales que descansan en ella. La razón fundamental de la fundación de las Naciones Unidas fue evitar el flagelo de la guerra. A partir de ahí, hablar de guerras justas, como vuelven a sostener los defensores de una respuesta bélica frente a Putin, carece de sentido.

El recurso a la noción de guerra justa es una trampa carente de justificación, por importantes que sean sus defensores, como el admirado Michael Walzer (tan proclive siempre a la noción de guerra justa frente a las agresiones que sufre Israel, como indiferente ante la agresión que sufren los palestinos). A fortiori, sería absolutamente inaceptable una intervención bélica de Rusia en Ucrania. Por supuesto, en lo que se refiere a Ucrania, cosa muy distinta de la guerra es la legítima defensa frente a la agresión, un argumento que, en todo caso, debe utilizarse con todas las precauciones que imponen los artículos 39 a 51, en el Capítulo VII de la Carta, titulado, como se recordará, «Acción en Caso de Amenazas a la Paz, Quebrantamientos de la Paz o Actos de Agresión». Algunos de nuestros iusinternacionalistas, como los profesores Remiro Brotons, y Ramón Chornet (véase su reciente libro La guerra contra el terrorismo, veinte años después. Zero Dark Thirty) han analizado críticamente las coartadas de la <intervención humanitaria > y la <legítima defensa preventiva> y han desmontado cuidadosamente la coartada de la guerra inevitable (no digamos justa) frente a ese penúltimo enemigo que es el terrorismo internacional y los Estados que lo promueven.

Hoy, en todo caso se habla de la doctrina de la responsabilidad de proteger, reconocida desde la Cumbre Mundial 2005, en la que todos los Jefes de Estado y de Gobierno afirmaron la responsabilidad de proteger a las poblaciones frente al genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. este deber de responsabilidad de protección, de alcance internacional, se basa en tres conceptos: la responsabilidad de cada Estado de proteger a sus poblaciones; la responsabilidad de la comunidad internacional de ayudar a los Estados a proteger a sus poblaciones y, en tercer lugar, la responsabilidad de la comunidad internacional de proteger a las poblaciones de un Estado cuando es evidente que este no logra hacerlo que es, evidentemente, la más controvertida.

España es miembro de la UE y socio de la OTAN desde hace 40 años, tras un debate público enconado y para muchos traumático. España está obligada a cumplir con el marco de obligaciones internacionales que nacen de esa doble pertenencia, de la que, por cierto, se beneficia, por más que haya matices al respecto.

Por tanto, la acción del gobierno en esta crisis debe guiarse por dos criterios básicos que, a mi juicio, subrayó pertinentemente el ministro de Asuntos Exteriores. En primer lugar, el deber de salvaguardar la legalidad internacional, con los medios que proporciona la Carta, lo que implica la clara voluntad de no ceder a chantajes. En segundo término, la prioridad de la acción diplomática, de la negociación, que es donde hay que plantear las medidas disuasorias, pero siempre por encima de las tentaciones bélicas, aunque estén revestidas de la etiqueta de «causa justa». Esto quiere decir que se trata de negociar y negociar, mantener la cabeza fría y así, propiciar la desescalada de ese escenario de tensión que alimentan irresponsablemente los que querrían actuar como Alejandro y más pronto que tarde, echar mano a la espada.

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UNA MODESTA PROPOSICIÓN PARA HUIR DE UN DEBATE SIMPLISTA Y MANIQUEO SOBRE EL CONFLICTO DE UCRANIA

Cuando parece reabrirse un debate de tonos, a mi juicio, simplistas en torno a los conflictos que vive Ucrania y a las estrategias de Putin y de la OTAN, me parece que puede ser útil ver el film de Schwochow “Munich. The Edge of War” (2021) basado en la novela de Robert Harrris (2017).

No es una gran película, pero propone una cierta revisión de los tópicos sobre el papel de Neville Chamberlain (soberbiamente interpretado por Jeremy Irons) y sobre la conferencia de Munich y el papel de la diplomacia y la negociación.

La guerra siempre es un mal, lo que no significa, desde luego, que haya que ceder a las pretensiones del matón de turno. El precedente de la posición de Gandhi me parece interesante para evitar un debate maniqueo, que presenta de modo simplista, insisto, una confrontación entre pacifistas ingenuos que se rinden ante el matón con tal de no recurrir a la guerra y belicosos partidarios del si vis pacem, para bellum, de gatillo rápido.

En este caso, la ficción literaria y la cinematográifica y, desde luego, la historia, nos enseñan a evitar ese tipo de análisis de buenos y malos que está proliferando en estos días. La razón fundamental de la fundación de las Naciones Unidas fue evitar el flagelo de la guerra. A partir de hí, hablar de guerras justas carece de sentido. Otra cosa es la legítima defensa, un argumento que, en todo caso, debe utilizarse con todas las precauciones que imponen los artículos 39 a 51, en el Capítulo VII de la Carta, titulado, como se recordará, «Acción en Caso de Amenazas a la Paz, Quebrantamientos de la Paz o Actos de Agresión». El recurso a la noción de guerra justa me parece impertinente, injustificado. Como me parece abusivo -a mi juicio, lo han analizado muy bien por ejemplo algunos de nuestros iusinternacionalistas, como los profesores Remiro Brotons, y Ramón Chornet- el recurso a la noción de intervenciones «humanitarias», hoy ya sustituidas por la doctrina de la responsabilidad de proteger, reconocida desde la Cumbre Mundial 2005, en la que todos los Jefes de Estado y de Gobierno afirmaron la responsabilidad de proteger a las poblaciones frente al genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. este deber de responsabilidad de protección, de alcance internacional, se basa en tres conceptos: la responsabilidad de cada Estado de proteger a sus poblaciones; la responsabilidad de la comunidad internacional de ayudar a los Estados a proteger a sus poblaciones y, en tercer lugar, la responsabilidad de la comunidad internacional de proteger a las poblaciones de un Estado cuando es evidente que este no logra hacerlo que es, evidentemente, la más controvertida.

Todo ello remite, creo, a dos criterios básicos: en primer lugar, el deber de salvaguardar la legalidad internacional. En segundo término, la prioridad de la acción diplomática, de la negociación, por encima de las tentaciones bélicas, aunque estén revestidas de la etiqueta de «causa justa».. 

A propósito del relato de Joyce «Los muertos», sobre el que Houston dirigió su maravillosa última película, titulada en España «Dublineses»

He releído el magnífico relato de Joyce, «Los muertos», incluido en su extraordinaria «Dublineses», y de nuevo me ha hecho volver a ver la versión que dirigió para el cine, en 1987, un John Houston que tuvo que llevar a cabo el rodaje en silla de ruedas y con botella de oxígeno, aquejado de un enfisema pulmonar del que murió apenas tres meses después de concluir esta, su 29 película.

Aquí en España, la película se estrenó con el título «Dublineses» (por el título del libro y quizá también por temor a que el título original, «Los muertos» no fuera tan comercial).

Confieso que sigue impresionándome cómo el gran director consigue enlazar su propia visión del amor, la vida y la muerte -llena de poesía y música, de fiesta y de melancolía, los rasgos tan propios del alma irlandesa- con la narración de Joyce.

Suele destacarse el momento mágico en el que la canción «The Lass of Aughrim», interpretada por uno de los asistentes, un tenor local, hace que Greta (gran Anjelica Houston) evoque su amor perdido.

Gabriel, su marido, vive, como escribió A Grijalva en su magnífico análisis del film, varias epifanías: la epifanía de descubrir que el amor -por fugaz que sea, como el que vivieron su mujer y su joven amor, Michael- importa más que la vida y así, en cierto modo, toma también conciencia de que hay distintos modos de entender quiénes son los muertos: los que no viven el amor, los que se han conformado con la rutina, aunque sea llevadera a través de ritos y tradiciones como la fiesta que ofrecen las viejas tías a sus invitados.

Toma conciencia, también, de la epifanía que perseguía Joyce en su relato: la transición entre dos mundos, el de los muertos, del que ellos mismos son herederos y el de un mundo que está por llegar y al que se resiste esa veja sociedad irlandesa que Joyce fustigó y que Houston trata con más melancolía que ira.

Hasta la secuencia final, ese extraordinario plano de tres minutos que describe maravillosamente la inmensa distancia entre Greta y Gabriel, y que cierra la voz en off que reproduce las propias palabras de Joyce, “mientras la nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos”.

Deporte, negocios, poder. El esperpento del Mundial de fútbol de Qatar, como símbolo (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 18 de enero de 2022)

Pecunia adhuc non olet.

El dinero cada vez resulta más difícil de oler. A eso me refiero con la reformulación de una de las más conocidas entre las anécdotas que nos legó Suetonio: la famosa advertencia de Vespasiano a su hijo Tito, pecunia non olet, a propósito de la tasa que el primero impuso a la orina que diariamente se vertía en las letrinas de Roma, y que era recogida en la Cloaca Maxima, la red de alcantarillado público de la que ya disponía la ciudad en ese momento. Orina que producía notables beneficios a curtidores o lavanderos. La literatura que seguimos denominando de ficción ofrece numerosos ejemplos del aserto “detrás de una gran fortuna siempre hay un crimen”, desde el Sarrassine de Balzac, al Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Y el cine y la TV cultivan con éxito historias de esos “blanqueos”. Hoy, no es ya que el dinero no huela; es que, como subrayara Sánchez Ferlosio en su Non olet, se blanquea cada vez mejor: pecunia adhuc non olet.

Por si queda alguien que no haya salido espantado tras este latinista proemio (no me negarán que esto sí que es “cerrarse una puerta”), añadiré que, aunque sostengo con toda pasión esa causa, no escribo estas líneas en reivindicación del papel de la cultura clásica —del latín y del griego— en el currículum educativo. Tampoco se trata sin más de evocar la sentencia del emperador, a la que dio una vuelta castiza nuestro Quevedo con su “poderoso caballero…” No hace falta estar doctorado en la tantas veces sobrevalorada ciencia política (modestamente, siempre sugiero a sus frecuentemente olímpicos representantes comenzar por el conocimiento de la historia de las ideas), para saber que, si se habla de erótica del poder, esta palidece ante la que derrocha el vil metal.

Toda esta introducción viene a cuento porque este año que acabamos de estrenar nos va a ofrecer uno de los ejemplos más obscenos de esa fatal capacidad del dinero. Me refiero, como habrán adivinado, al Mundial de fútbol que se celebrará en Qatar, en fechas distintas de las habituales, por aquello de respetar las inversiones de los magnates que se gastan una pasta en deportistas. Porque convendrán Vds conmigo en que lo que no puede ser es que el precio de las estrellas futbolísticas en el mercado (precio, no valor) se devalúe por un bajo rendimiento debido al impacto del calor en su salud, mientras se exhiben en el escaparate de ese importante evento. Porque esto del mundial que han negociado la FIFA y Qatar es, en el fondo, un nuevo episodio de la política que se denomina en inglés sportwashing que, al fin y al cabo —nihil novum sub sole—, no es más que una modalidad algo más sofisticada del viejo panem et circenses…Y hasta aquí, el latín.

El deporte lava más blanco: el dinero y también el poder

Puzo y Coppola nos mostraron en la tercera parte de El Padrino que el afán de lavar los negocios sucios lleva a buscar blanqueadores profesionales, esos que practican a gran escala lo que el señor lobo de Tarantino ofrecía al por menor. Esa es la razón de que Michael Corleone acuda al obispo Gilday (trasunto de Marzinckus), para ser admitido como accionista del grupo Inmobiliari, una multinacional bajo el sello de El Vaticano, aparente garantía de blancura. Ese uso de la capacidad persuasiva de la religión al servicio de los intereses de dominación (las más de las veces, disuasiva, merced al miedo y al prejuicio), es tan viejo como el mundo y, por desmentirme y volver al latín, recordaré la fórmula acuñada por Estacio y popularizada por Petronio en su Satiricon: primus in orbe deos facit timor.

Pero hoy sabemos que la nueva religión pagana que con sus iglesias, clérigos, ritos y ceremonias contribuye a domeñar a la opinión pública y, así, a prolongar la eficacia del lema de Vespasiano, es el deporte. Hace mucho tiempo que periodistas de investigación como el notable Andrew Jennings alzaron el velo sobre el increíble negocio en que devino el movimiento olímpico, sobre todo gracias a Samaranch (The Great Olympic Swindle, The Lord of the Rings), que transitó muy rápidamente de los ideales enunciados por Coubertin a convertirse en formidable instrumento de propaganda política y en un entramado de privilegios y sinecuras. Los juegos de Berlín, en 1936, fueron el ensayo más obvio. Y aunque el tiro le saliera a Hitler parcialmente por la culata, gracias a Jesse Owens, la competencia técnica de Leni Riefenstahl, que dirigió el largometraje Olimpia (1938) puso de manifiesto que el séptimo arte, unido al espectáculo del deporte, podía ser el gran instrumento de manipulación popular. Y ofreció un escalón para quienes entendieron el beneficio de la política como espectáculo, particularmente en las sociedades de masas que propician la degradación de la democracia en demagogia. Sin necesidad de ser ingenuos —la idea de competición deportiva lleva en sí desde su origen su supeditación a funciones sociales, económicas y políticas—, hay que reconocer la aceleración de esas tendencias desde el pasado siglo. Esto es, la casi inevitable transformación del deporte —y muy específicamente el fútbol— en espectáculo y negocio. Al servicio de quienes dominan, que no son necesariamente quienes figuran en la política institucional, claro. La “épica” de las selecciones nacionales, de las competiciones deportivas olímpicas o los campeonatos regionales y mundiales de las diferentes disciplinas, con el fútbol siempre en cabeza, e suficientemente elocuenta de esa manipulación a la que sirve el deporte, con el concurso de medios de comunicación que rivalizan en la narrativa de la exaltación de la tribu.

Por supuesto, frente a la ingenua sabiduría del “fútbol es fútbol”, el deporte de masas por excelencia no podía dejar de ser utilizado así. Que el fútbol dejó de ser deporte lo mostró el citado Jennings cuando puso en evidencia las tramas de corrupción de la FIFA (The Dirty Game. uncovering the Scandal at FIFA), las mismas que luego alimentaron noticias en todos los medios de comunicación, implicando a dirigentes y exjugadores. Hoy quizá sólo conservan esa dimensión deportiva del viejo deporte inventado en Inglaterra el fútbol aficionado y el fútbol femenino; éste, en trance de una transformación que podría ser peor que la machista orientación de exhibición de carne que parece regir en otros “deportes” minoritarios, como el voleibol o el vóley-playa femeninos. Ha dado ejemplo la Federación Internacional de Balonmano (FIH, por sus siglas en inglés) con sus reglas sexistas sobre vestimenta de las mujeres que practican el balonmano-playa,  reglas que fueron contestadas corajudamente el pasado verano por la selección noruega.

El fútbol profesional, lo sabemos, ha pasado a ser casi exclusivamente otra cosa, porque así lo exige la lógica del business, aplicada a su vez a la política: espectáculo regido por un único criterio, el del beneficio de unos pocos. Y a ello contribuyen decisivamente unos medios de comunicación que, en buena medida —con las notables y honrosas excepciones que Vds quieran señalar—, son la correa de transmisión de esa lógica implacable, como lo evidencia la ruidosa “renovación comunicativa” que sufrimos, en la que las gestas futbolísticas del domingo se alternan en las ondas con ilustradoras metáforas de productos bancarios, manjares o productos inmobiliarios. El poder de la comunicación se muestra precisamente en la capacidad de imponer al “aficionado” esa indigesta ración de “información en vivo”.

Lo interesante de esta evolución reciente es que hemos pasado de la fase de un negocio al servicio de los intereses financieros de grandes multimillonarios (el modelo de los Tapie y Berlusconi, los Florentino Pérez o Abramovich), a otro tipo de millonarios que, en realidad, son la fachada del fenómeno conocido como los  club-estado, con el PSG como emblema; un club al que, conforme a la  genial invención de Valdano, habría que denominar PSQ. Otros clubs, británicos sobre todo —desde luego, también españoles— participan de esa estrategia, como ha mostrado Walter Oppenheimer a propósito del  Newcastle o Chadwick en relación con el Manchester City, propiedad de la empresa de capital privado Abu Dhabi United Group, perteneciente al jeque Mansour bin Zayed Al Nahayan, de la familia real del emirato de Abu Dabi. Pero el PSG, insisto, es el arquetipo.

En efecto, el club de París, cuyo presidente es Nasser al Khelaifi, miembro de la familia real qatarí, es hoy propiedad de Qatar Sports Investment (QSi), firma presidida por el propio Al Khelaifi y subsidiaria de Qatar Investment Authority, un fondo soberano de inversión cuyo director ejecutivo, a su vez, es el emir qatarí Tamim bin Hamad Al Zani. En 2019, Al Khelaififue elegido por la Asociación de Clubes Europeos (ECA) como delegado del comité ejecutivo de la Unión Europea de Asociaciones de Fútbol (UEFA), el verdadero organismo rector del fútbol continental.

Como decía,  el PSG es el arquetipo del fenómeno que conocemos como sportwashing y que ha sido ilustrado muy bien por las investigaciones del profesor de Geopolítica Económica del deporte de la Escuela de Negocios EM Lyon en Francia, Simon Chadwick. Se trata de la utilización del deporte como medio de blanqueo de negocios y también de regímenes políticos despóticos y corruptos y que no se limita, desde luego, al fútbol ni sólo a Qatar. Baste pensar en la organización de la Paris-Dakar bajo el patronazgo de Arabia Saudí, que también ha albergado la última edición de la supercopa española de fútbol, tras el más modesto intento de “exportación” que supuso celebrarla en Marruecos. Amnistía Internacional lleva denunciando desde 2019 este proyecto de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) y los peregrinos argumentos de su presidente, el Sr. Rubiales, para vestir como iniciativa que favorece los derechos humanos en el reino saudí, cuando se trata de un ejemplo más —desde luego, muy hiriente— de esta lógica que trato de ilustrar.

Recientemente los lectores de infoLibre han podido leer la investigación llevada a cabo por el digital Orient XXI, a propósito de las ingenierías financieras en las que se muestra campeón los Emiratos Árabes Unidos (EAU, que todos identificamos con la ciudad de Dubái), un verdadero “infierno para los derechos humanos”, a la par que un paraíso para blanqueo de capitales, como han denunciado  rigurosas investigaciones  llevadas a cabo por la Federación Internacional por los Derechos Humanos y el  Observatoire des Armements.

Hipocresía y servilismo ante los petroemiratos: el Mundial de Qatar

Volvamos al ejemplo de Qatar. Para los que aún lo ignoren, el pequeño Estado de Qatar (apenas 11.500 Km2 y poco más de 600.000 habitantes), el país con mayor renta per cápita del mundo, fruto sobre todo del hecho de que alberga la tercera reserva mundial de gas, es un emirato, una monarquía absoluta. Desde su independencia del protectorado británico, en 1971, reina un clan, el de los Al Thani: una familia que monopoliza el gobierno del país y que ha desplegado un impresionante conglomerado de empresas multinacionales, con propiedades inmobiliarias cuyo capital es muy difícil de precisar. Desde 2013, el emir es  Tamim bin Hamad al Thani,  hijo de la más famosa de las esposas de su padre,  Mozah bint Nasser al-Missned, una  celebritie  internacional de primer rango, emblema de lo  fashion, conocida en su día en todo el mundo como “la jequesa de Qatar“.

Es verdad que el régimen qatarí ha dado algunos pasos que lo alejan del wahabismo saudí o de los Emiratos árabes (por ejemplo, ha adoptado algunas medidas de reconocimiento de derechos a las mujeres: tienen derecho a voto en elecciones municipales y pueden ser candidatas). A ello ha contribuido muy notablemente la creación de su célebre agencia de noticias Al-Jazeera, una referencia en el mundo árabe, pero también en el ámbito internacional. Es la alternativa a CNN, pero también a la muy conservadora MBC saudí y a la cadena integrista de los EAU, Al Arabiya. Y valga la digresión para reconocer la notable tergiversación acerca de los medios árabes que impera en la opinión pública occidental; no digamos en medios conservadores como la FOX. Lo ha explicado con su habitual rigor la profesora de la Universitat de València y periodista  Lola Bañón. Es verdad también que ese mundial de fútbol puede entrañar efectos positivos, entre los que se apunta de nuevo el argumento de ciertas mejoras en la posición de las mujeres en el espacio público.

Dicho lo anterior, resulta necesario reconocer que Qatar no puede, ni remotamente, presentarse como una democracia, ni resiste el contraste con test básicos de respeto y garantía de los derechos humanos. No lo es, aunque ello suponga llevar la contraria al criterio expresado por el otrora eximio jugador Xavi, hoy rescatado por el Barça en el marco del estrecho vínculo del club azulgrana con Qatar. Me refiero a unas recordadas declaraciones del entonces entrenador del club qatarí Al-Sadd, recordadas por ridículas. También, por lo grosero del argumento  pro domo sua, pues, aunque mostraba los varios soles a los que se arrimaba —el propio Qatar, y de paso, la causa independentista—, a duras penas ocultaba que no había más guía que su propio interés. Justo lo que explicó

 Cicerón en su versus Clodio, cuando acuñó la expresión. En efecto, en la  entrevista al diario Ara, el 21 de septiembre de 2019, Xavi sostenía que, aunque Qatar no fuera en sentido estricto una democracia, comparado con España todo funcionaba mucho mejor en el emirato, como había constatado en la media docena de años de residencia allí. Para él y su familia, claro, Qatar era un paraíso. Hace falta querer estar ciego a lo que no sea uno mismo.

Organizaciones de derechos humanos como  Human Rights Watch  han emitido reiteradamente informes que dejan en evidencia la  explotación de trabajadores emigrantes en el país, cruciales para construir los modernos estadios del Mundial de 2022 y que incluyen una cifra de muertes durante la construcción por encima de los 7000. Las  denuncias sobre la corrupción  de miembros de la FIFA para conceder el mundial a Qatar y, posteriormente, las relativas a las condiciones laborales de los trabajadores que han construido los estadios e infraestructuras del mundial, han estado en el punto de mira desde que se confirmó que Qatar sería sede del Mundial de Fútbol en 2022. Así, en marzo de 2021  Amnistía Internacional  publicó una carta abierta a la FIFA para exigir que ésta se comprometiera a «adoptar  medidas concretas y urgentes para garantizar que la competición deje un legado positivo y duradero a todas las personas trabajadoras migrantes de Qatar y no dé lugar a más abusos laborales». No digamos, por lo que se refiere a las acusaciones relativas a su régimen jurídico y político, que viola estándares básicos de la legitimidad internacional,  con leyes que discriminan a mujeres, y a las personas pertenecientes a minorías LGTBIQ. Para guinda, véanse las advertencias del presidente del Comité organizador del campeonato del mundo de Qatar, para que los homosexuales que acudan a esa celebración eviten gestos de afecto en público.

Recordaré, para concluir, que el mundial de Qatar en 2022, como ha advertido el mencionado profesor Chadwick, forma parte de un proyecto de más largo alcance, el Qatar National Vision 2030 que, según la propaganda qatarí, pretende crear «una sociedad avanzada capaz de sostener su desarrollo y proveer un alto estándar de vida para su pueblo». El deporte es pieza esencial de esa estrategia comunicativa de Qatar. Pero esa estrategia de crecimiento se asemeja al otro gran proyecto de crecimiento, el propio del modelo de capitalismo chino, porque ni la democracia ni los derechos humanos forman parte de él.

Sobran, pues, a mi juicio, las razones para oponerse a este evento y por ello me he sumado —e invito a los lectores a hacer lo propio— a la  campaña #BOICOTQATAR2022.

VARIACIONES SOBRE UN TÓPICO WEBERIANO. ACERCA DEL LUGAR DE LA CIENCIA EN LA DECISIÓN POLÍTICA (artículo publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 111/2021, pp. 75-96)

RESUMEN

La pandemia revive el clásico debate sobre el papel de la ciencia en la toma de decisiones políticas, especialmente en las democracias. El autor referencia a filósofos y dirigentes políticos, algunos señalan la necesidad de una confianza plena en la ciencia como guía de la política y de un Estado de derecho que busca seguridad y certeza. No obstante, otros filósofos recuerdan que el concepto de ciencia conlleva incertidumbre intrínseca y error, dado que se trata de un proceso dinámico de acceso a un conocimiento cada vez más cierto, pero sujeto a falsabilidad. La pandemia ha evidenciado los límites de la política pero también de la ciencia, lo que según el autor permitiría descartar una ciencia que justifica o sustituye el poder político. Estos límites deberían también disuadir de exigencias de responsabilidad desproporcionadas a la naturaleza real de la política y de la ciencia.

Palabras clave: ciencia, política, pandemia, democracia, seguridad, Estado de derecho, excepción, expertos, responsabilidad política, asesoramiento, conocimiento, Parlamento.

Sumario: I. un tópico complejo: ciencia y decisión política. II. Sobre el papel del Derecho como instrumento de certeza social. Sentido y alcance de la «seguridad jurídica». III.. Sobre la responsabilidad de las decisiones políticas en la era de la pandemia. IV. Coda: sobre las oficinas de asesoramiento científico y tecnológico en los parlamentos. Bibliografía.  Notas.

(I)

Uno de los tópicos recurrentes a los que nos ha acostumbrado la pandemia es el del reconocimiento del valor de la ciencia, del conocimiento científico (o científico-tecnológico). Se ha dicho hasta la saciedad que, en cierto modo, entre el legado positivo que nos dejan estos meses terribles se encuentra esa confianza renovada en su relevancia social, en su necesidad. Incluso en términos que parecen reverdecer el comienzo de esa ilusión positivista del XIX que alentaron Saint-Simon y, sobre todo, Comte: todo lo que necesitamos, todo lo que podemos esperar, nos llegará de manos de la ciencia.

Es cierto que esta confianza renovada en la ciencia (ingenua en su fundamento, aunque seguramente no hay ingenuidad en el recurso a ella que se ha visto obligado a propagar el político de profesión, al que denominaré, weberianamente, el político) es una reacción, una pulsión casi inevitable que se acentúa a partir del momento en el que el político es consciente de que el conocimiento pone en sus manos un poder colosal, y ambivalente precisamente en esa potencialidad. Pocos alegatos tan explícitos acerca del riesgo que ello supone como el de Robert Oppenheimer (considerado el padre de la bomba atómica por su liderazgo en el laboratorio de Los Alamos, decisivo en el Proyecto Manhattan), quien, abrumado ante la primera prueba de la bomba, el 16 de julio de 1945, parece que recordó algunos versos del Bhagavad-Gita, para afirmar «ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos». Por cierto, Oppenheimer, que sucedió a Einstein en la cátedra de Física Teórica del Institute for Advanced Study, en Princeton, fue durante un tiempo uno de los más conven- cidos representantes del movimiento que defendía la necesidad de acudir a la supremacía de la ciencia en el marco de la nueva política, surgida tras el fin de la guerra. Pero fue sometido a una auditoría de seguridad, en el marco del macartismo, que revocó sus credenciales y le llevó a un cierto ostracismo.

En el otro lado del espejo, cabe destacar la visión del presidente F. D. Roosevelt, quien entendió que debía impulsar decididamente el desarrollo de la ciencia y la investigación científica para dar respuesta a los desafíos que se le presentaban a la nación norteamericana en una encrucijada tan compleja como la que afrontó en las etapas de su presidencia: de la recuperación de la Gran Depresión, a la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt creó en 1940 el Comité de Investigación de la Defensa Nacional (NDRC, National Defense Research Com- mittee), presidido por el profesor Vannevar Bush y cuya finalidad era «coordinar, supervisar y realizar investigaciones científicas sobre los problemas subyacentes al desarrollo, producción y uso de mecanismos y dispositivos de guerra». En 1941, Roosevelt decidió crear la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD, Office of Scientific Research and Development), cuyo objetivo era optimizar la aplicación de las investigaciones científicas en la tecnología de guerra, asegurar la mejor cooperación entre las agencias de investigación civiles y mi- litares y, muy específicamente, el desarrollo y la búsqueda de recursos para la «sanidad militar», en un contexto de guerra. Roosevelt situó al profesor Bush al frente de esta nueva agencia, de la que el NDRC pasó a ser una suerte de organismo asesor hasta que se extinguió en 1947.

Pues bien, pocos testimonios tan elocuentes sobre el papel que la ciencia y la investigación debían desempeñar en las decisiones políticas que habían de adoptarse en aquellas difíciles circunstancias, como la carta que el presidente Roosevelt dirigió el 17 de noviembre de 1944 al director de esa Oficina de Investigación y Desarrollo Científico, el profesor Bush1, en la que le formulaba cuatro preguntas sobre el avance y el papel de la ciencia en el incremento del potencial norteamericano, no solo en el plano armamentístico, sino también en la lucha por la salud y en el bienestar al que apuntaba su New Deal. Una carta que dio lugar al famoso informe que este presentó a Roosevelt el 25 de julio de 1945, con el título Science, the endless frontier (Ciencia, la frontera sin fin) (Bush, 2020), inspirado a su vez en un discurso del propio Roosevelt quien, como es sabido, enunció reiteradamente su tarea en términos de superar fronteras y confiaba para ello en el papel de la ciencia. En ese informe, además de reafirmar las razones del carácter esencial de la ciencia y de las instituciones científicas en nuestras sociedades, en particular en el ámbito de la lucha contra la enfermedad y la consecu- ción del bienestar, se subrayaba el decisivo papel que debía asumir el Gobierno en el impulso y desarrollo de la ciencia y la necesaria, aunque compleja, relación entre ciencia y poder político, entre el científico y el político, por volver al motto weberiano. Asimismo, se ofrecían no pocas pistas y recomendaciones relativas a cómo renovar y asegurar el talento científico. Es un documento que aún hoy impresiona por la clarividencia del gran presidente norteamericano2.

En todo caso, como decía, este no es sino un nuevo escenario para un viejo debate, uno de los más complejos y constantes en la historia del pensamiento social y político: ¿no sería mejor dejar que gobernaran los sabios? O, trasladado a la discusión contemporánea, ¿no habría llegado ya la hora de que la ciencia viera reconocido su papel de guía fiable en la toma de decisiones políticas y se le abrieran, así, las puertas del Ejecutivo y el Legislativo3? ¿No sería esa la forma de asegurarnos de que las decisiones políticas sean apropiadas, nece- sarias, proporcionadas? Este es, al mismo tiempo, un debate mucho más complejo de lo que aparenta, aunque solo sea porque se utilizan, y con frecuencia sin contextualizarlas adecuadamente, diferentes nociones de ciencia, de certeza, de seguridad. Y porque, como decía, en el fondo se trata de un escenario, una variación más, de un asunto clave en toda reflexión sobre el quehacer político, de Platón a Weber, por mencionar dos de las referencias claves a las que acudir cuando se trata de elucidar si la decisión del gobernante debería buscar la legitimación que le ofrece el conocimiento científico (versión con- temporánea de la que le prestaba la sabiduría del filósofo), o si eso es una pretensión que debe quedar limitada al ámbito del asesoramiento, pero sin usurpar el núcleo de la decisión, que ha de ser necesariamente prudencial, por decirlo aristotelico modo.

Hobbes, a quien cabe el honor de haber adelantado la moderna concepción de la política, entendida precisamente como ciencia, aseguraba que la primera tarea de todo gobierno es garantizar la vida de los gobernados. Hasta el punto de que el genial pensador admite una sola excepción a la sumisión al poder ilimitado que los ciudadanos ceden al monstruoso Leviathan: precisamente, la ausencia de esa seguridad4. Esta es la condición que hace posibles todos los demás objetivos de la acción política. Algunos, siguiendo esa lógica, hablan de una contradicción o, al menos, de tensión límite entre seguridad y libertad, que justificaría sacrificar nuestra libertad en aras de la seguridad. Pero creo que es un planteamiento falaz.

Es cierto que, en regímenes dictatoriales o autoritarios, los ciudadanos son súbditos y no tienen más remedio que abandonarse a la fe en su gobierno, o someterse sin más a él. Precisamente por esa razón, tales gobiernos pueden mantener la ficción de que siempre aciertan, porque siempre lo saben todo, lo prevén todo y lo hacen por el bien del pueblo. Ese planteamiento conduce a la tan conocida –sencilla y falaz– alternativa: «O nosotros (o la obediencia a nuestros mandatos), o el caos (la muerte)». De donde, en efecto, frente a la libertad propia del estado de naturaleza y que nos hace devorarnos unos a otros como lobos (la guerra civil como el mal por antonomasia, al fondo), no hay opción: elegimos la seguridad.

En las sociedades democráticas, abiertas, plurales, eso no funciona así. Los ciudadanos son mayores de edad y han superado, a la manera en que nos enseñó el psicoanálisis, el mito del padre que todo lo sabe y nos protege frente a cualquier peligro. Sabemos, como explicaron Rousseau y Kant5, que esa seguridad de los calabozos, o, peor, de los cementerios (la verdadera paz perpetua), no es tal. La seguridad es, ante todo, seguridad en y desde las libertades, que es lo que nos proporciona el Estado de derecho, con el imperio de la ley. Por eso, los ciudadanos pueden y deben someter a juicio crítico, a control, las decisiones de sus gobernantes, incluso (quizá, sobre todo) las que se adoptan en circunstancias excepcionales, en las que están en juego las vidas de todos. Eso no quiere decir que sea tarea fácil, ni siquiera en un momento histórico como el presente, en el que los ciudadanos llevamos en nuestro bolsillo, en nuestros smartphones, mucha más información que la que nunca antes estuvo al alcance de las élites de gobierno.

¿Necesitamos una revisión de los instrumentos que contribuyen a la percepción de que las decisiones políticas proporcionan certeza, seguridad? Quizá convendría comenzar por una breve reflexión sobre la forma en que el Derecho aparece como la más poderosa herramienta de seguridad en nuestras sociedades: ¿sigue cumpliendo esa función?

II.

Es comúnmente admitido que la primera de las funciones del Derecho consiste en proporcionar seguridad en las relaciones sociales.

Seguridad, en primer lugar, como garantía del status de los individuos que pertenecen al grupo en el que existe ese Derecho como sistema normativo, es decir, garantía del conjunto de derechos y deberes de cada individuo del grupo, basada en la previsibilidad de las conductas del otro (incluido el poder institucional), gracias a la amenaza de la sanción que monopoliza el Derecho. En efecto, no es posible ninguna relación social sin un mínimo grado de seguridad sobre lo que cabe esperar de la otra parte; también del poder institucional. Y el Derecho, en eso, parece un instrumento eficaz: el otro se atendrá a la conducta que el Derecho ha establecido mediante la norma, porque en caso contrario sabe que será objeto de sanción que le obligará a realizar esa conducta prevista o una sustitutoria. Y la parte contraria puede así confiar en obtener esa conducta o una equivalente gracias a la sanción. La conducta del poder institucional (en un Estado de derecho) resulta también previsible, porque está sometido asimismo a control por el Derecho, gracias sobre todo al principio de legalidad, al de irretroactividad de las normas desfavorables (en particular, las penales) y a la división de poderes. Pero esa previsibilidad, como acabamos de ver, se basa a su vez en la certeza de la norma, esto es, en la pretensión de que siempre existe una norma clara y que es eficaz, es decir, que se cumple inexorablemente.

Ambos predicados, sin embargo, contra lo que han pretendido algunos modelos explicativos de qué sea el Derecho, como el iusnaturalismo racionalista o el positivismo legal formalista, no carecen de excepciones, incluso en un modelo de Estado constitucional. No siempre existe una norma cierta: hay problemas de lagunas normativas –situaciones no previstas, para las que no hay norma– y de antinomias o contradicciones entre normas, máxime en sistemas jurídicos plurales, como los de los Estados de la Unión Europea [UE], con varias instancias normativas, desde la local, la autonómica, la estatal y la estrictamente europea. O sea, que incluso la certeza jurídica es tentativa, como subrayó el realismo jurídico frente al positivismo jurídico más formalista, con su crítica a la noción de validez como una creencia ingenua, paralela a la necesidad psicológica del padre6.  

La defectibilidad de la certeza que proporciona el derecho se acrecienta en situaciones de grave excepcionalidad, como la que sufrimos en la pandemia de la COVID-19, en la que la necesidad de actuar es tan urgente que obliga a reducir excepcionalmente las reglas y procedimientos que tratan de garantizar la certeza, al mismo tiempo que se deben conjugar las garantías de los derechos y libertades fundamentales y la garantía del derecho a la vida y la salud pública. Esa necesidad obliga a una gestión política que recurre (como estamos viendo en nuestro país) a los supuestos de excepción previstos en los Estados constitucionales7 y, aún más, a una modalidad extrema, nunca vista, del fenómeno que Carl Schmitt ya advirtió en 1950 y que Ernst Forsthoff calificara como «legislación motorizada»8, para referirse a los nocivos efectos que sobre la seguridad jurídica suponía esta manía de legislador de producir cada vez más leyes y de menor duración en el tiempo. Ese problema de teoría y técnica legislativa se complica todavía más si concurre con lo que, en conocido trabajo de 1993, el profesor Pérez Luño denominara «El desbordamiento de las fuentes del Derecho», algo evidente en nuestro contexto jurídico, como Estado de estructura cuasi federal y miembro de la UE, lo que añade complejidad pluridimensional.

III.

Volvamos, pues, a las cuestiones que planteaba al comienzo de estas páginas. ¿Cómo guiarnos en esa prueba tan difícil para nuestra madurez cívica a la que nos somete la gestión política de la pandemia? ¿Cómo podemos estar seguros de la certeza de esas decisiones, de las que depende, en sentido estricto, nada menos que la vida de miles de personas?

Una respuesta habitual es la que ya nos propusiera Platón (1949), apoyada, por cierto, en la presunción de la unidad entre bien y verdad. «Quien sabe, actúa bien, necesariamente». Ergo, si queremos certeza, fiémonos de los que saben.

Desde el filósofo rey hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy mismo, esa solución conduce a lo que los profesores Moreno, De Pinedo y Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo (12 de abril, 2020), denominan epistocracia, un modelo que discuten a fondo siguiendo las tesis de von Neurath. La epistocracia supone, cito, «la tesis del gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los verdaderos especialistas». Pero los supuestos en los que se asienta resultan más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como añaden, “un hecho, registrado como protocolo científico, es algo complejo de determinar. Puede haber mentiras e incompetencia, pero quizá hay más… pensar en cómo tienen que actuar las instituciones a partir de la información que aportan los modelos, ni es sencillo ni puede llevarse a cabo con una regla y un compás. Especialmente cuando, como en el caso de la covid-19, los modelos se construyen sobre datos heterogéneos y posiblemente corruptos, sujetos a un nivel de incertidumbre muy elevado, no es evidente qué significa para una institución actuar de manera razonable a partir de la evidencia”. Por eso, sostienen que «no sólo no hay forma «experta» de ponerse de acuerdo sobre quiénes son los expertos; ni siquiera es fácil reconocer dónde está la frontera entre los asuntos que involucran negociación sobre valores y preferencias y los asuntos que se resuelven sabiendo cómo son las cosas»9.

Es por esa razón por la que me parecen criticables tesis como las del prestigioso neurocientífico y catedrático de Columbia Rafael Yuste, en su artículo «Que la ciencia revolucione la política» (firmado también por Darío Gil) (7 de junio, 2020), en el que proponían «institucionalizar la ciencia en la cúpula del estado», lo que se concretaría en una llamada a que los científicos hagan política, a que entren en cargos de decisión y se creen vicepresidencias científicas (y también consejos asesores científicos que puedan tomar las decisiones en situaciones excepcionales10). No digo con ello que, como ha escrito ácidamente la profesora Depraz, nos encontremos ante «ciegos que guían a otros ciegos», porque «la brújula de los científicos parece más bien una veleta»11.

Pero me parece difícil de discutir que, comenzando por la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) (que, pese a poder invocar que se rige por criterios científicos, no puede ocultar la dimensión burocrática y el peso de los criterios «políticos» en su actuación debido a su dimensión intergubernamental, como sucede con toda la estructura de la Organización de las Naciones Unidas [ONU]) y continuando por los muy diferentes comités científicos y equipos de investigación creados ad hoc en cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que necesitamos) creer. Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme contribución de esos equipos científicos, la crítica, incluso la autocrítica de la propia comunidad científica, es ineludible12.

Creo que Jürgen Habermas nos ha ofrecido en no pocas ocasiones algunas excelentes pistas para orientarse en este debate. Lo hizo, de nuevo, en la entrevista que le planteó Nicolas Truong en Le Monde (10 de abril, 2020). En ella, señalaba algo que los estudiosos de lo que se conviene en denominar ámbito de la «razón práctica» tienen muy en cuenta, en la tradición aristotélica que supo recuperar Kant: la defectibilidad constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Lo traduzco así:” la pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional, de golpe y de forma simultánea un principio que hasta ahora sólo era cuestión de los expertos y no del gran público: la necesidad de actuar desde el conocimiento explícito de nuestro des-conocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden que sus gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos revela a plena luz, una luz cruel, cómo la acción política se lleva a cabo, por así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual experiencia deje huella en la conciencia pública”.

Pues bien, por duro que parezca el mensaje, creo que hay que aceptarlo: ni siquiera la ciencia, ni la tecnología puesta al servicio de la biología, la farmacia y la medicina nos proporcionan esa certeza que instintivamente necesitamos. La ciencia no es el demiurgo que nos gustaría creer13.

Al mismo tiempo, la decisión que ha de adoptar el político es insustituible e indefectible, más aún en un contexto democrático. Es insustituible: solo el político (que cuenta con la legitimidad demo- crática) está habilitado, es decir, legitimado, para ello. Y, al tiempo, es indefectible: el político no puede recurrir a escudarse en la duda, ni remitir su responsabilidad al científico (aunque esa tentación ha estado presente en la pandemia y ha sido irresistible en no pocos momentos). No es cierto que la ciencia pueda y deba saberlo todo, y por tanto no es cierto que el no saber lo que conviene sea siempre ignorancia culpable o interesada. La verdad es que la ciencia, aunque conoce muchas cosas, es sobre todo el proceso metódico de conocer: lo que nos falta por conocer excede con mucho a lo que conocemos.

Por todo ello, creo que no conocen las características del método científico, basado en el procedimiento «prueba y error», quienes nos proponen una versión de la ciencia como conjunto de dogmas asentados e inatacables. La comunidad científica no funciona así. Popper lo formuló muy bien: la ciencia avanza mediante el recurso a «conjeturas y refutaciones», y es que, a juicio de este gran filósofo, el objeto de la ciencia no consiste en «verificar hipótesis», sino en «falsarlas»14.

En ese sentido, me parece elocuente el juicio crítico del Premio Jaume I de Nuevas Tecnologías 2015, Pablo Artal (10 de abril, 2020), quien ha llegado a hablar de «gran fracaso de la ciencia española» y que ejemplifica con estos argumentos: «La ciencia española no tiene una estructura sólida de ayuda al tejido productivo del país. En las últimas décadas, se ha promovido la actividad científica por resultados en publicaciones, primándose casi exclusivamente la cantidad. Los científicos, para sobrevivir, nos hemos adaptado a esas directrices. Esto ha sido en parte beneficioso. Se han creado grupos de excelencia y com- petitivos en el entorno europeo. Pero se han destruido casi por completo las actividades de investigación menos glamurosas que ofrecían pocas opciones de generar publicaciones de relumbrón, pero que pueden resultar de importancia vital para una sociedad, en especial en tiempos de crisis. No tenemos una estructura científico-técnica que trabaje por objetivos estratégicos, como los laboratorios nacionales en otros países. Prácticamente, todo nuestro sistema se guía por una actividad independiente por parte de los científicos. Podríamos decir que es una ciencia puramente académica. Por ello tenemos buenos resultados en número de publicaciones, pero no existe un entramado que pueda responder en casos de dificultad, ni que ayude de manera eficiente al sector productivo. No tienen más que ver nuestra actividad en patentes. No es por flagelarles mentalmente, pero conviene que sepan que una sola compañía tecnológica produjo el año pasado tres veces más patentes que toda España».

En realidad, como sostiene Artigas, quizá sean Freeman y Sko- limowski quienes supieron formularlo con mayor claridad, al subrayar que la clave del método científico es «llegar asintóticamente cada vez más cerca de la verdad». En efecto, mediante el sistema de prueba y error, mediante la refutación, se procede mediante los siguientes pasos15:

  • se reconocen los errores,
  • se eliminan
  • se avanza más allá de ellos, de modo que
  • se llega más cerca de un conocimiento más seguro, menos erróneo.

Por eso, lo que llamamos evidencias científicas  nunca son definitivas. Y habría que añadir que, en un contexto tan dinámico y complejo como el de esta pandemia global, pretender que contamos con evidencias científicas irrefutables es un disparate simplista.

Permítame el lector añadir que no envidio el desafío al que están sometidos todos los equipos de investigación vinculados hoy a la lucha contra la pandemia y sometidos a una presión múltiple. Ante todo, la de los ciudadanos legos (como quien suscribe) que, literalmente, esperábamos ese milagro que se ha encarnado en las vacunas. También, la de los políticos que necesitan exhibir que ya se cuenta con soluciones eficaces. Y, por supuesto, la de los laboratorios y la industria farmacéutica, ante el negocio indiscutible que supone hacerse con las patentes. Adviértase que, por más que resulte evidente que ha habido la natural comunicación y colaboración propia de la comunidad científica, no se puede ignorar el peso de la competencia en la lucha por esas patentes que dan rendimientos en el mercado.

Por supuesto, todo ello no significa dejar de reconocer que es suicida que el político adopte decisiones políticas contra lo que nos indica el científico, siempre que no olvidemos lo que acabo de recordar: la ciencia, la comunidad científica, se caracteriza por una discusión abierta y en permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia de la COVID-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos16.

Es decir: no es sólo que los dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo.

Parto, desde luego, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien común en la inmensa mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros de decisión durante esta pandemia, pero lo que trato de subrayar es no solo la enorme responsabilidad que les ha tocado afrontar, sino sobre todo las con- diciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir. Y, por esa razón, me parecen mezquinos y falaces los juicios –no ya peyorativos, sino criminalizadores– tan comunes en redes, que comienzan asegurando que a los responsables políticos «les va en el sueldo» asumir la excepcionalidad de la situación porque para eso han sido elegidos, para terminar afirmando que no solo no han estado a la altura de las circunstancias absolutamente excepcionales, sino que son responsables directos de las muertes ocurridas en dichas circunstancias. Dicho esto, quiero dejar claro que tampoco intento convertirles en inimputables, ni eximirles de la crítica, ni del control, absolutamente imprescindibles en democracia.

Weber concluía sus reflexiones sobre la política y la ciencia como vocación, dos conferencias reunidas en El político y el científico (1979), con esta afirmación: «¡Sólo la persona que está segura de no desesperar cuando el mundo, desde su punto de vista, es de mente simple y debilitado para aceptar lo que sea que se tenga que ofrecer, y sólo la persona que sea capaz de decir «¡A pesar de Todo!» tiene el llamado para la profesión de la política!». El político debe ser cons- ciente de sus limitaciones, de la dosis de incertidumbre ineliminable, a la hora de prever el curso de las acciones que ha de dirigir. Esto es, ha de ser capaz de tomar esas decisiones y de persuadir a los ciudadanos de que vale la pena intentarlo.

Pero, en primer lugar, el político democrático está obligado a hacerlo sin engaño, sin recurrir a esa noble mentira, de raigambre platónica y sobre la que discutieron en 1778 un puñado de ilustra- dos a raíz de una convocatoria de la Real Academia de Ciencias de Berlín, cuyo tema decidió el rey Federico II, a instancias de Voltaire: ¿conviene engañar al pueblo por su propio bien?17 La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos. Lo que incluye reconocer las limitaciones, el grado de incertidumbre en el que nos movemos. Y, en segundo lugar, el político democrático debe respetar a los ciudadanos como titulares del poder que él administra, es decir, debe atenerse al cumplimiento de lo establecido en las reglas de juego institucionales y en los principios que basan la acción política, que son, ante todo, la garantía y desarrollo de los derechos humanos. Con todo, esas condiciones no nos proporcionan la seguridad absoluta que nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que, además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo supiéramos.

IV

Ya he señalado la previsión de la que hizo gala el presidente Roosevelt al comprender la necesidad de institucionalizar agencias u oficinas de asesoramiento científico, de cara a poder adoptar decisio- nes políticas (muchas de ellas convertidas en normas) que permitan diseñar políticas públicas para las que el conocimiento científico y tecnológico es condición sine qua non. Es decir, no solo para ase- sorar al Gobierno, sino también para guiar al Poder Legislativo. Eso lleva a plantear la cuestión específica del lugar de la ciencia en los Parlamentos, el asesoramiento científico en la tarea legislativa, que ha obtenido muy diferentes respuestas institucionales18. A mi juicio, el modelo de la Parliament Office of Science and Technology (POST), que lleva mucho tiempo consolidado en el Parlamento británico, parece particularmente apropiado19.

No puedo ahora extenderme acerca de esta compleja cuestión, sobre la que, como es sabido, en nuestro país existe ya un instrumento específico, gracias a un convenio suscrito entre el Congreso de los Diputados y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), el pasado 21 de marzo de 2021, por el que se ha creado la denominada Oficina de Ciencia y Tecnología en el Parlamento, concebida como instrumento para la práctica de la asesoría científica en la vida parlamentaria (aunque es necesario precisar que, pese a la denominación, la Oficina solo presta asesoramiento a los diputados del Congreso, y al Congreso; no al Senado ni a los senadores). El proceso de creación de esa oficina se remonta a las propuestas de la ya mencionada iniciativa Ciencia en el Parlamento, y que, después de diversas negociaciones con esa organización y con la COSCE, entre otros interlocutores, desembocó en el mencionado convenio con la FECYT. En su presentación, la presidenta del Congreso de los Dipu- tados sostuvo que «el convenio permitía institucionalizar la asesoría científica en la cultura parlamentaria española» y, así, proporcionar el apoyo de la ciencia ante la elaboración de las políticas públicas. El Congreso optó así por un modelo de oficina de carácter prospectivo, a la que la Cámara planteará en cada período los temas que pueden requerir la tarea de asesoramiento.

Sin perjuicio de que el tema requiere, como es obvio, un análisis específico y detallado, me limitaré a recordar la conveniencia de que, en la creación y funcionamiento de estas oficinas de asesora- miento, se mantengan las condiciones de autonomía e independencia de las Cámaras, tanto por lo que se refiere a su independencia del Gobierno20 como en cuanto atañe a la competencia de la Cámara (a través de su Presidencia y de la Mesa), en particular en todo lo relativo al respecto del principio de autonomía de la Cámara en cuanto afecta a su personal (por ejemplo, en la selección del personal laboral de esas oficinas debería salvaguardarse la competencia de la Mesa de la Cámara) e, incluso, lo que se da en calificar como autonomía tecnológica que, evidentemente, es cada vez más importante21.

NOTAS

1 La carta de Roosevelt, así como la contestación del director de la Oficina de Inves- tigación y Desarrollo Científico, el profesor Vannevar Bush, y el informe que este presentó en nombre de la Oficina al visionario presidente norteamericano, pueden consultarse en la versión castellana que ofreció la revista Redes. Revista de Estudios Sociales de la Ciencia (Bush, 1999), que puede descargarse en el siguiente enlace: http://iec.unq.edu.ar/index.php/ es/publicaciones/revista-redes/numeros-anteriores/item/67-redes-%E2%80%93-revista- de-estudios-sociales-de-la-ciencia-14. La versión original del informe puede consultarse en https://www.nsf.gov/od/lpa/nsf50/vbush1945.htm.

2 Sobre F. D. Roosevelt recomiendo vivamente la biografía escrita por el profesor H. W. Brands (2008).

3 Cfr. por ejemplo en nuestro país la iniciativa ciudadana Ciencia en el Parlamento, que, en su website cienciaenelparlamento.org, se define como una «iniciativa ciudadana independiente que tiene como objetivo que la ciencia y el conocimiento científico sean una de las fuentes de información en la formulación de propuestas políticas. #Cienciae- nelParlamento promueve una cultura política cercana a la ciencia y potenciar una actividad científica centrada en las necesidades de la sociedad. Para lograr este fin, es importante que los responsables políticos y el sector de la ciencia, la tecnología y la innovación en España mantengan contactos regulares que permitan facilitar el empleo de la ciencia de manera efectiva para el asesoramiento de decisiones políticas».

4 «La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas» (Hobbes, 2018: capítulo xxi, «De la libertad de los súbditos»).

5 Recuérdese el texto del capítulo IV («De la esclavitud») de El contrato social (Rous- seau, 1993): «Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser de- vorados. Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprehensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho». Por su parte, Kant encabeza su panfleto sobre la paz perpetua (1982) con esta «cláusula salvatoria»: «A la paz perpetua. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?».

6 Me refiero a la crítica de Alf Ross (1961) a la noción de validez sostenida por Kelsen, como «construcciones metafísicas erigidas sobre la base de una falsa interpretación de la «fuerza obligatoria» experimentada en la conciencia moral».

7 En nuestro caso, básicamente se trata de lo dispuesto en el artículo 116 de la Cons- titución española de 1978 y en la ley de desarrollo, la Ley Orgánica (LO) 4/1981 de los estados de alarma, excepción y sitio. Sobre el debate a propósito de la adecuación de esos supuestos de estado de excepción en la pandemia de la COVID-19, pueden leerse, entre otros muchos estudios, los artículos de los profesores Pérez Royo (14 de abril, 2020), J. Urías (14 de abril, 2020), García Figueroa (8 de abril, 2020), Xavier Arbós (31 de marzo, 2020), Tomás de la Quadra-Salcedo (8 de abril, 2020) y Pedro Cruz Villalón (17 de abril, 2020). Tras la Sentencia del Tribunal Constitucional de 14 de julio de 2021, recaída en el recurso 2054-2020 sobre la constitucionalidad del decreto de estado de alarma, se han sucedido otros análisis: por ejemplo, el de Manuel Aragón (6 de julio, 2021), Javier García Roca (12 de julio, 2021), Tomás de la Quadra-Salcedo (22 de julio, 2021), Ramón Soriano (23 de julio, 2021), Miguel Pasquau (20 de julio, 2021) y Pedro Cruz Villalón (23 de julio, 2021). Finalmente, como es sabido, el TC, en una muy discutible y discutida Sentencia (con cinco votos particulares), la STC 148/2021, de 14 de julio de 2021 formulada frente al Recurso de inconstitucionalidad 2054-2020, Interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados, invalidó el estado de alarma, sosteniendo que habría sido preciso el recurso al estado de excepción. Esa Sentencia fue confirmada luego por la STC 183/2021, de 27 de octubre de 2021, recaída en el recurso de inconstitucionalidad 5342-2020, interpuesto de nuevo por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados.

8 Schmitt (1950: 20) habló ya de «das «motorisierte Gesetz»». Pero fue Forsthoff (1964) quien desarrolló el concepto. Recordaré que, por su parte, Irti (1978) anunció lo que denominó una etapa de «decodificación», caracterizada por el recurso generalizado a las leyes especiales. En las décadas siguientes se popularizó esa crítica. Así, Luhmann (1986) habló de «marea de leyes o hiperjuridificación» y García de Enterría (1999) de «un mundo de leyes desbocadas». Sobre ello, Laporta (2004: 45 y 63).

9 Y así, concluyen: «Es difícil saber cuál es la naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen al ámbito de lo normativo».

10 Esta última propuesta, sin embargo, que ha sido formulada también por el astrofísico Avi Loeb (30 de abril, 2020), me parece más interesante y deseable.

11 Cfr. su «Science et pouvoir: quand un aveugle guide un aveugle» (14 de abril, 2020), en el que escribe: «Et si la boussole scientifique, aussi humble soit-elle, n’était qu’une girouette dans la main des politiques? Qu’y a-t-il de pire: être aveugle et le savoir? On peut penser que c’est ce que vivent aujourd’hui de nombreux scientifiques, authentique- ment déboussolés… Ou bien: être aveugle et croire qu’on a la situation en main? A force de se croire maîtres et possesseurs de l’univers, nos gouvernants ont réussi à persuader certains scientifiques de se faire guides même chancelants de leur action publique. Double illusion, double aveuglement: quand un aveugle guide un aveugle, la chute de Scylla sera pire que celle de Charybde…».

13 Pero convendría matizar. Así, un informe del Reuters Institute, publicado el 15 de abril de 2020 (Nielsen, 2020), ponía en entredicho esa confianza de los ciudadanos en la ciencia, con motivo de la crisis de la COVID-19, y mostraba diferencias considerables según los países. Un año después, se diría que esa confianza ha aumentado, o, mejor, que la opinión pública sostiene en efecto que la ciencia merece todo el prestigio, aunque lo cierto es que ese estado de opinión contrasta con el hecho de que, en los meses de desescalada desde mayo de 2021, parece que no se sigan –incluso masivamente– las recomendaciones y llamadas a la prudencia que vienen desde el mundo científico, ante el «cansancio social» por las medidas de confinamiento.

14 Cfr., por ejemplo, lo que escribe en el capítulo X de sus Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge: «[…] los falsacionistas o falibilistas dicen, a grandes rasgos, que aquello que no puede ser (por el momento) derrocado por la crítica, no merece (por el momento) ser considerado seriamente; mientras que aquello que puede ser derrocado de ese modo y sin embargo resiste todos nuestros esfuerzos críticos para conseguirlo, muy posiblemente será falso, pero no es inmerecedor de ser considerado seriamente y quizás de ser incluso creído –aunque sólo de modo tentativo […] Los falsacionistas (el grupo de falibilistas al cual yo pertenezco) creen –como lo creen también la mayoría de los irracionalistas– que han descubierto argumentos lógicos que muestran que el programa del primer grupo no puede ser llevado a término: que nunca podemos dar razones positivas que justifiquen que una teoría es verdadera» (1963: 228). Como ha señalado Artigas (1992), a quien sigo ampliamente en esta interpretación, es en el addendum de 1961 a su conocidísima obra The open Society and its Enemies donde Popper formula mejor la idea: «Por falibilismo entiendo aquí la idea, o la aceptación del hecho, de que podemos equivocarnos, y de que la búsqueda de la certeza (e in- cluso la búsqueda de una alta probabilidad) es una búsqueda equivocada. Pero esto no implica que la búsqueda de la verdad sea una equivocación. Por el contrario, la idea de error implica la de verdad como el patrón que puede no ser alcanzado. Implica que, si bien podemos buscar la verdad, e incluso podemos encontrarla (como me parece que lo hacemos en muchos casos), nunca podemos estar bien seguros de haberla encontrado. Siempre cabe el error, aunque en el caso de algunas pruebas lógicas y matemáticas esa posibilidad pueda ser considerada como pequeña. Pero el falibilismo no tiene en absoluto por qué dar lugar a conclusiones escépticas o relativistas. Esto se hace patente si consideramos que todos los ejemplos históricos cono- cidos de falibilidad humana –incluyendo todos los ejemplos conocidos de equivocaciones en la justicia– son ejemplos del avance de nuestro conocimiento. Cada descubrimiento de una equivocación constituye un avance real en nuestro conocimiento […] Por tanto, podemos aprender de nuestros errores. Esta perspectiva fundamental es, en realidad, la base de toda la epistemología y la metodología» (1977: Addenda, I, «Facts, Standards, and Truth: A Further Criticism of Relativism», 369-396).

15 De nuevo sigo aquí la interpretación de Artigas, quien remite a Freeman-Skoli- mowski (1974). Sobre prueba y error, mi colega, el profesor Vicente Martínez, astrofísico, me brinda esta cita del eminente físico ruso Lev Landau: «Cosmologists are often in error, but never in doubt».

16 Así lo señaló una revisión científica de treinta y un modelos publicados hasta el 24 de marzo de 2020, realizada por un equipo de científicos de Holanda, Austria, Reino Unido y Alemania, y publicada en la prestigiosa revista British Medical Journal (VV. AA., 2020). El estudio advertía que, con la pandemia de coronavirus en plena expansión, los modelos que intentan ayudar a los médicos a diagnosticar la COVID-19 o a saber si un paciente puede sufrir complicaciones o morir por la infección, no funcionan.

17 Hay una completa edición de ese concurso (Becker et al., 1991).

18 El website de European Parlamientary Technology Assessement, eptanetwork. org, reúne enlaces no solo a oficinas ubicadas en países europeos, sino también del resto del mundo. Cfr. también, por ejemplo, la presentación de experiencias comparadas sobre sistemas de asesoramiento parlamentario en ciencia y tecnología, ofrecida por la Dra. Sarah Foxen, directora de la oficina POST del Parlamento británico (agosto 2019).

19 La información sobre la POST puede encontrarse en su website: https://post. parliament.uk/. Agradezco al catedrático de Astronomía y Astrofísica de la Universitat de València y miembro de la directiva de la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), profesor Vicent Martínez, su asesoramiento en ese estudio comparado y el contacto con la Dra. Sarah Foxen.

20 Por ejemplo, respecto a la mencionada Oficina de Ciencia y Tecnología en el Par- lamento, creada por convenio entre el Congreso de los Diputados y la FECYT, convendría que se matizara con cuidado y precisión el papel de la FECYT, puesto que esta agencia, aunque es una fundación del sector público cuya misión es impulsar la ciencia e innovación, promoviendo su integración y acercamiento a la sociedad, tiene una dependencia orgánica del Ministerio de Ciencia e Innovación.

21 Sobre ello, remito al excelente artículo «Parlamento y Ejecutivo en la era digital: ¿hacia la autonomía tecnológica de las Cámaras?» (García Mexía y Pereira González, 2018).

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POR FUSTER, MALGRÉ CIERTO FUSTERIANISMO (versión amplada del artículo publicado en La Vanguardia, edición Comunidad Valenciana, 4 de enero de 2022 -Any Fuster-)

La celebración en 2022 del Any Fuster, una acertada e incluso necesaria iniciativa del Consell de la Generalitat Valenciana, propiciará un sinnúmero de interpretaciones y comentarios sobre el escritor de Sueca y sobre su obra.

No sé si harán falta cien años más para que se diluya el feroz y atávico antagonismo de la derecha hacia el autor de Nosaltres, els valencians. Pero no hace falta ser un profeta para prever que se produzcan, en el otro extremo, intentos de «beatificación» por parte de quienes subrayan hasta la hipérbole más disparatada su dimensión intelectual. Como se ha dicho también, semejantes procesos de sacralización seguramente le parecerían al propio Fuster collonades.

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RETRATO DE JOAN FUSTER. AÑOS 80 

Comienzo por reconocer que, para quienes nos situamos en las antípodas del nacionalismo como ideología política -sin que eso signifique desconocer en absoluto su importancia histórica, su eficacia política- es evidente que el Fuster político, oculta a menudo al Fuster escritor, como ha subrayado pertinentemente un experto fusterólogo a la par que fusteriano, el profesor Furió. Pero conviene reconocer la dificultad de separar una y otra dimensión, como añadiré enseguida.

Es ese Fuster político, y su legado en tales términos, el que a algunos de nosotros -a mí, desde luego- nos obliga a cobrar distancia de su figura, porque simboliza un proyecto que consideramos más que cuestionable. Conste que eso no significa -no, en mi caso- poner en duda su relevancia y su eficacia, su influencia, en la formulación de ese que seguramente es el más verosímil valencianismo político. Un proyecto que, como es obligado en toda versión del nacionalismo, exige la (re)creación de una cultura e identidad propias, basada de forma prioritaria, aunque no exclusiva, en la propia lengua. Tal valencianismo político -ligado a la unidad lingüística del idioma que se habla en Catalunya, Valencia y les illes, una tesis que considero científicamente incuestionable- no existiría sin Fuster, creo. Tampoco sus herejías, alguna las cuales pone en cuestión el dogma nacionalista en su versión más pura, como se recordará.

El pero a esa concepción política fusteriana se refuerza para cualquier lector de la reciente y excelente edición que ha cuidado D. Sasson de los escritos de Hobswam (Sobre el nacionalismo, Crítica, 2021). Volver a Hobswam me reafirma en la necesidad de garantizar la riqueza cultural que supone el reconocimiento del nacionalismo cultural, al mismo tiempo que me confirma la necesidad de sostener el rechazo hacia un proyecto, el del nacionalismo político, que consista en crear una multitud de Estados propios cuya razón de ser estribe en el monismo cultural.

El problema es precisamente este: que una parte de quienes reivindican el reconocimiento de esa identidad cultural – el propio Furió- sostiene que eso no es posible, no será eficaz, sin la reivindicación de un Estado propio. Aún más: se empeñan en denostar fórmulas como la del federalismo, que es -a juicio de muchos de nosotros- la que puede permitir conjugar uno y otro propósito, el del reconocimiento de la identidad propia, en el marco de un espacio político común, presidido por el principio de lealtad federal, que se conjuga, sí, en las dos direcciones.

Sin pretender usurpar la categoría de historiador, de la que carezco, un lector suficientemente atento de esos trabajos de E.Hobswam, o de los de John Elliot (por ejemplo, su Scots&Catalans: Union&Desunion, Yale U.P., 2018), puede concluir que la historia muestra cómo esa opción del nacionalismo político nos sitúa ante el riesgo de la pendiente resbaladiza de modelos desigualitarios, si no excluyentes, y que plantea no pocas dificultades para la garantía de las condiciones básicas de la democracia y del Estado de Derecho, como la igual libertad de todos los ciudadanos, sea cual fuere esa identidad cultural, que no tiene sólo la clave nacionalista, sino otras: género, etnia, religión u opción sexual, por ejemplo. Lo saben bien quienes vivieron el nacionalcatolicismo franquista. Y también los que padecen la mimética ideología excluyente sostenida por los Arana, Barrera, Torra o Puigdemont de turno.

Pero volvamos a la figura y obra del Joan Fuster escritor. Por lo que se refiere a su dimensión intelectual, y con todo el respeto a los más autorizados fusterólogos, como el ya citado profesor Furió y mi respetado Toni Mollà, cuyo libro Converses inacabades (Joan Fuster), Tándem, 1992, sigue siendo referencia obligada, discrepo del juicio sobre la entidad del personaje y, sobre todo, de su obra.

Estoy convencido de que Fuster fue un excelente articulista, un buen escritor, un notable ensayista, a la altura -en mi opinión- de Josep Pla, o Eugeni D’Ors. Creo que puede sostenerse con fundamento que fue sin duda el intelectual valenciano por antonomasia en el pasado siglo, un intelectual en el mejor sentido del término, porque como señala Antoni Furió, su legado no es sólo su escritura, sino lo que contribuyó a mover. Y ahí precisamente radica la dificultad de separar al Fuster escritor del Fuster político.

Pero, en todo caso, reconocer su relevancia como intelectual no autoriza dislates como el de quienes, a mi juicio sin rastro alguno de sindéresis, han sostenido en los prolegómenos de la conmemoración que se trata de alguien comparable a Habermas. No digamos ya, parangonarlo con Montaigne, de quien tanto bebió.. Sobre todo, porque Fuster carece de estatura “filosófica”. Y a ese respecto, me permito evocar el conocido episodio del juicio de Fuster sobre Unamuno, en mi opinión, un ejemplo de uso mezquino de la ironía por parte del de Sueca. Mezquino porque lo formula desde una evidente asimetría en el conocimiento y en la capacidad para un pensar filosófico, que es algo muy distinto de la agudeza periodística e incluso de la habilidad para el ensayo. Por supuesto que habrá quien prefiera el tipo de escepticismo y -digámoslo así- cierto epicureísmo mediterráneo de Fuster, frente a un pensamiento que profundizó en la exigente angustia existencial de sello kierkegardiano. No es mi caso, desde luego. Y si se trata de sacar varas de medir sobre profundidad filosófica, dejémonos de frivolidades: no hay comparación posible, entre otras cosas porque creo que Fuster no aspiraba (no habría podido) a la tarea filosófica. Eso no lo hace ni mejor, ni peor: son dimensiones distintas. Y me permito añadir que buena parte de quienes se autocalifican de filósofos no merecen el calificativo de buenos profesores de filosofía, un menester muy digno y hoy quizá más necesario que nunca, frente a desmanes legislativos de toda laya. Reitero: Unamuno fue además de escritor, un profesor y un filósofo que, a mi juicio, no tiene parangón en el siglo XX español. Incluso frente a Ortega. En ese aspecto, a años luz de Fuster.

Por concluir este alegato: creo que la importancia e interés intelectual de Fuster radica, en buena medida, en algo que ha destacado bien   el admirado y ya citado fusteriano, Toni Mollà , esto es, que su obra se inspira en y dialoga con buena parte de lo mejor de la cultura europea y por tanto abre en nuestra tierra el debate con esos vínculos intelectuales. Ahora bien, insisto: elevarlo al partenón de grandes intelectuales europeos, como B Russell o A. Camus, me temo que es otra cosa. De esas que merecen algo más de prudencia y sentido de la proporción.

Porque, en definitiva y a mi juicio, honrar a Fuster es un deber de agradecimiento que incluye evitar la hipérbole de su sacralización, algo que quienes le conocieron bien aseguran que habría detestado.