Introducción: la construcción del espacio público
La noción de espacio público está lejos de ser precisa y el debate, que podríamos remontar a cada una de las etapas de inflexión de las relaciones entre público y privado, parece una obra inacabable. Por supuesto, en el núcleo del mismo se encuentra la discusión sobre los sujetos que pueden y deben ser reconocidos como agentes de ese espacio y no sólo simplemente admitidos de forma más o menos paternalista, como concesión y no como un derecho. Si se quiere, buena parte de la historia de la lucha por los derechos y por la democracia podría leerse en la misma clave: desde los movimientos obreros, las reivindicaciones de las sufragistas o la lucha contra el esclavismo y el colonialismo, por no hablar de las reivindicaciones de reconocimiento de grupos minoritarios o de nuevos agentes (es el caso de los inmigrantes).
La lógica del empoderamiento, de la igual libertad y de la distribución, se entrecruzan en esos procesos sociales en los que junto a la justicia social y distributiva se impone la exigencia de una justicia que atiende al reconocimiento, como se ha destacado por una tradición de filosofía política en la que destacan los nombres de Taylor y Honneth, siguiendo la inspiración de Aristóteles y Hegel.
En mi contribución en estas Jornadas focalizo la atención sobre los avatares de ese título de protagonismo en el espacio público que llamamos ciudadanía y de su carácter de privilegio, de mecanismo de exclusión, una tesis nada original, desde luego, pero que ha encontrado impulso más recientemente gracias, entre otros, a la contribución de L Ferrajoli.
Creo que esas luchas, hoy, siguen dos vías que no tienen por qué aparecer como antagónicas, sino como complementarias. Una, básica, es la de la democracia como proceso de democratización, de <reempoderamiento> de los sujetos que constituyen el pueblo, secuestrados o marginados en esa democracia representativa que tantas veces parece más bien un mixtum de aristocracia política (elites, expertos) y oligarquía económica (casta). Esta es una lucha por la egalibertad de todos los ciudadanos que no deben sólo controlar mejor al poder sino recuperarlo. La otra, es la ampliación del espacio público a quienes estaban marginados o excluidos de él por su condición de no nacionales: esta es una lucha por el reconocimiento de la inclusión pluralista (por ejemplo, en el caso de los inmigrantes residentes estables) que, en algunos otros casos, puede devenir en una lucha por la recuperación del poder originario (por ejemplo, en el caso de los miembros de minorías concentradas o pueblos sin nación) y derivará en procesos de reclamación de la independencia, vía, por ejemplo, de la secesión.
1. Ciudadanía: una noción que ha perdido sus presupuestos.
La necesidad de repensar la categoría de ciudadanía constituye una constante en la filosofía política y la ciencia política contemporáneas, aunque hay que reconocer que se impone muy recientemente desde, al menos, el muy citado trabajo de Barbalet en 1988[1]. Esa tesis adquirió un enfoque propositivo en un conocido trabajo de 1994 de Kymlicka y Norman[2], quienes, en su repaso a la literatura científica sobre la cuestión, pusieron el énfasis en lo que denominaron el “retorno del ciudadano”. Una tarea que hoy puede entenderse en los términos propuestos por las politólogas Danielle Juteau[3] o Michèlle Riot-Sarcey[4] , que, atendiendo a la renovación exigida desde el feminismo y desde los estudios sobre multiculturalidad, enuncian como objetivo prioritario el de romper el estrecho corsé de la noción de ciudadanía, pushing the Boundarys of the (old) citizenship .
Esa necesidad de renovación está aún pendiente y cada vez se vive con mayor urgencia. Las crecientes manifestaciones de descrédito creciente de los representantes políticos ante los ciudadanos, son quizá sólo un síntoma, aunque elocuente. Y sabemos, como ya propusiera el cardenal de Retz, que “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen, pierden el respeto”[5]. Hoy, esos fenómenos que llevan de la indignación a la revuelta, tienen en común el reclamo por otro modelo de ciudadanía que incorpore una dimensión activa, protagonista de la acción política, tal y como se encontraba en sus orígenes. Es una reacción de hartazgo frente a una concepción de la democracia que, como sostiene Rancière[6], tendría como rasgo definitorio el miedo -cuando no la aversión- al pueblo. Estemos o no de acuerdo con esta visión crítica, ciertamente debemos reconocer que buena parte de los elementos del concepto todavía canónico de ciudadanía parecen hoy insostenibles, por inadecuados[7].
Ante todo, porque ya no es posible seguir ofreciendo las respuestas tradicionales sobre el vínculo social y político. Han cambiado los supuestos sociales, económicos, ideológicos y culturales en los que se asentaban nuestras respuesta. No sirven en un mundo en el que, a las dimensiones de globalidad y multiculturalidad -los rasgos más definitorios de nuestra realidad- se une la percepción de las crecientes contradicciones entre la democracia (incluso la representativa, en su versión más acorde con la mejor tradición liberal) y el modelo de capitalismo financiero, de mercado global, que habría acabado aparentemente para siempre con nuestra noción de trabajo y con buena parte de los derechos de los trabajadores, arrancados tras durísimas luchas sociales, sacrificados a la ley del mercado. Mejor dicho, al horror que muestra el mercado (la ideología en cuestión, se entiende) por su sujeción a la ley, para retornar a los propósitos desnudados con tanta claridad por Ferguson[8], antes que Hegel, Dickens o Marx.
Probablemente los retos capitales a los que se enfrenta la teoría y la práctica de la democracia se sitúan en dos ejes a los que dedicaré los epígrafes siguientes. De un lado, el de las exigencias del pluralismo en serio, derivadas del avance de sociedades que, como advirtiera Charles Taylor, están cada vez más marcadas por la deep diversity. Esto nos sitúa ante la necesidad de la inclusión igualitaria, del reconocimiento y respeto del otro. Y de ahí el segundo reto, que es el mismo al que ya tratara de responder Rousseau: cómo construir la igualdad en ese contexto de profunda diferencia o, si se prefiere, cómo reaccionar frente al vertiginoso incremento de la desigualdad, acentuado en este mundo líquido en el que nos ha instalado el proceso de globalización tecnoeconómica.
Encontramos así argumentos de peso para sostener que nuestra concepción de la democracia -de la política incluso- y por ello la de ciudadanía aparecen como caducas ante las transformaciones espectaculares que derivan del desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación e información y sobre todo, ante el imperio abrasivo de esa bestia salvaje en que ha devenido la forma dominante de mercado global, que secuestra a la sociedad civil y justifica así el calificativo de bestia salvaje que le atribuyeran Ferguson y Hegel. El ya mencionado Ensayo de Ferguson[9] ofrece una particular versión de la teoría de los estadios o etapas de la evolución de nuestras sociedades, en el que es patente la influencia de Montesquieu, tanto como su oposición a las tesis contractualistas. Ferguson explica así el paso del salvajismo a la barbarie y a la sociedad civil, entendida como sociedad comercial (la propia de su tiempo), resultado de una evolución natural, fruto de los instintos y de las circunstancias. Al mismo tiempo, concede enorme importancia al conflicto social, incluso a la guerra, pero para subrayar que ese es un factor omnipresente, no una patología y llega a afirmar que “el orden social nace del propio conflicto y de la oposición entre las partes”.
Lo más interesante, a los efectos de la reflexión sobre la caducidad de nuestra forma de entender la política, es que Ferguson advierte la ambigüedad que subyace a esa sociedad comercial y a su principal motor que (mucho antes de que lo hiciera Durkheim) identifica con la división del trabajo social. En su opinión, adelantándose en este caso a las conocidas tesis de Marx en Miseria de la Filosofía o El capital, esa división que instalará o, peor, reforzará la desigualdad y la dominación, desarrollará la especialización y con ella escindirá al hombre (al trabajador) y al ciudadano: por utilizar su expresión, “hace perder el alma del ciudadano” y rompe así con el proyecto de la política como cosa pública, de todos (del pueblo, dirán los modernos) que nació en Atenas. Así es como aparecerá la figura del político profesional y con él los dos vicios que arruinarán a la sociedad civil, el nepotismo y sobre todo la corrupción, entendida como desentendimiento de la cosa pública, por recentramiento en el propio interés. En ese sentido, el progreso de la sociedad civil que produce el mercado la hace alejarse del ideal republicano y destruye la ciudadanía.
2. Ciudadanía: el déficit de pluralismo en la gestión de las sociedades multiculturales.
En un libro reciente[10], Tzvetan Todorov propone como cuestión política fundamental la delimitación del pluralismo en tanto que valor imprescindible de la democracia (es lo que, en lenguaje más clásico, llamaríamos principio de pluralismo político). Se trata de una advertencia tan poco novedosa como particularmente necesaria, incluso hoy más que nunca, como lo es también, a mi juicio, la reivindicación del pluralismo como un bien jurídico primario, fundamental.
En el fondo, la tarea a la que Todorov nos convoca es la de desarrollar la democracia pluralista, por tomar la expresión de Dahl, en el sentido de una democracia abierta a la pluralidad, igualitaria e inclusiva, lo que inevitablemente nos lleva a la necesidad o la oportunidad de redefinir el pluralismo. Y ello porque, frente al desafío de la multiculturalidad, que es un hecho indefectible, no una ideología (como sí lo es la del multiculturalismo en sus diversas manifestaciones), no vale ni la descalificación apriorística a la Sartori (la multiculturalidad como amenaza para el pluralismo), ni tampoco el ingenuo elogio de la Babel arcádica que subyace a tanto relativista cultural entusiasta.
El reto que nos interesa, creo, es el que plantea el incremento de la multiculturalidad visible a la par que reivindicativa, un incremento que no debe ligarse exclusivamente a la presencia estable en nuestras sociedades de un número importante de inmigrantes y que, de otro lado, no tiene que ver tanto con la ampliación de las demandas de reconocimiento de preferencias individuales, en el sentido clásico de las libertades individuales que contempla el pluralismo político según la ortodoxia liberal, como con la profundización en la igualdad y en la inclusión política, tal y como sostenía Dahl y subrayan Taylor o Tully. Porque el desafío al que debemos hacer frente hoy, no es tanto una cuestión de conflicto de culturas, de concepciones del mundo, como sobre todo de acceso equitativo al espacio público, de distribución del poder y de los recursos desde un mínimo de egalibertad que está muy lejos de ese mínimo al que nos conduce la ideología neoliberal.
Si trato de llamar la atención sobre consideraciones tan elementales es porque, como he recordado en algún trabajo anterior, basta mirar alrededor para constatar que sigue teniendo vigencia aquella calificación utilizada por Schmid y Cohn-Bendit en un trabajo de primera hora sobre esa manifestación de la pluralidad profunda que podemos llamar la encrucijada multicultural, a la que identificaban como un auténtico “laberinto de equívocos”. Incluso se podría decir que no cesan de aumentar los senderos que se bifurcan y complican aún más la orientación, la gestión de esa diversidad. Eso es lo que ha sucedido, sin duda, en el caso español, una sociedad de suyo plural desde el punto de vista cultural e incluso nacional, a la que se ha añadido de forma vertiginosa en los últimos veinte años un incremento de la presencia del agente exógeno por excelencia de la multiculturalidad, la inmigración. La consecuencia es que, por decirlo en términos machadianos, la discusión sobre la gestión de la multiculturalidad en España es un buen ejemplo de la dificultad de separar las voces de los ecos, o, para formularlo más claramente, un terreno de confusión conceptual, un auténtico campo minado de falacias, simplificaciones, prejuicios.
En mi opinión, toda esa cacofonía obedece básicamente a que el fenómeno mismo, el hecho de la multiculturalidad, continúa siendo objeto de estigmatización interesada y también, pero en menor medida, a que es entendido en términos ingenuamente ideales.
Para empezar, y como se ha subrayado tantas veces, es dificil sustraerse a una comprensión previa de la multiculturalidad que viene impuesta por el contexto en que se ha producido la visibilidad del fenómeno, desde el último tercio del pasado siglo y más recientemente con carácter de emergencia desde la deriva de la respuesta generada por la administración Bush a partir de los atentados del 11 de septiembre.
Si subrayo la nota de visibilidad es porque, aunque se trate de un error reiterado, lo cierto es que la condición multicultural de nuestras sociedades –sí, de las europeas, no sólo de las americanas o asiáticas- es una constante histórica. Pero sólo ha recuperado visibilidad y presencia social cuando se ha resquebrajado la jaula de hierro a la que fue confinada la pluralidad social –cultural, nacional, lingüística, religiosa, etc- en el proceso de construcción de los Estados-nación. En efecto, la quiebra del orden del mundo que se oficializa en 1989 es en buena medida la palanca que hace salir a la luz con toda la fuerza la existencia y las reivindicaciones de los agentes de esa pluralidad. Una emergencia que, por supuesto, se hace aún más presente como consecuencia del proceso de globalización.
El ascenso, la visibilidad e incremento cualitativo y cuantitativo de la exigencia de reconocimiento de los agentes de la pluralidad social, plantea, en primer lugar, el reconocimiento de su derecho a existir como tales y, en segundo término, el reconocimiento de su derecho a negociar (no a imponer como evidentes o irrenunciables) las consecuencias de su identidad específica –valores, principios, prácticas sociales, normas e instituciones-. Ese proceso de reconocimiento implica la aparición de un buen número de dificultades de orden jurídico y político. En primer lugar porque, por decirlo de una forma quizá grosera, ponen en cuestión el statu quo consolidado en el orden internacional después de Yalta. Además, porque conforme al dictamen de Wilson, que vió en uno de esos agentes de pluralidad –las minorías- auténtica “dinamita para la historia”, amenazan el protagonismo exclusivo de los Estados nacionales ad intra, es decir, en el orden interno, el ámbito primigenio de su soberanía, y no sólo ad extra, esto es, en las relaciones internacionales. La democracia plural, tomada en serio, exige mucho más que la reiteración de las respuestas tradicionalmente formuladas frente a los conflictos de la libertad individual. No basta con la solución kantiana, porque no se juega sólo en el ámbito de la conjugación de la libertad de cada uno con la libertad del otro. El problema es el déficit constitutivo de ese juego de libertades, los límites que son los presupuestos de exclusión de los otros, un déficit que la democracia liberal no quiere examinar, revisar. Y que a mi juicio proporciona buenos argumentos a quienes sostienen, críticamente, que la democracia liberal sostiene un pluralismo cómodo y por ello experimenta dificultades aparentemente irresolubles ante el pluralismo en serio. Lo que casa mal con la tesis de que la piedra de toque de la calidad democrática es precisamente la capacidad de albergar disidencia, que no es otra cosa que pluralidad.
Todo esto es particularmente evidente si hablamos del contexto europeo. No me refiero sólo a cada uno de los Estados de la UE. Hablo también de la UE como un proyecto político que arranca de una realidad social que es y va a ser cada vez más multicultural. Ese contexto nos exige ser capaces de reflexionar y proponer argumentos y medidas que permitan un modelo pluralista e inclusivo, o, dicho de otro modo, igualitario, en el orden jurídico y político, y, al mismo tiempo, abierto a la inserción de nuevos sujetos de lo público, lo que comporta romper el postulado de homogeneidad cultural y social (que no económica, jurídica ni política), que es una condición no expresa pero constitutiva de nuestras democracias, incluso en los modelos aparentemente antagónicos de los EEUU y Francia.
La paradoja europea consiste precisamente en el hecho de que la diversidad cultural es probablemente el rasgo constitutivo más claro y, al mismo tiempo, como acertadamente expresó J S Mill, la riqueza genuina de Europa. Europa sería el ejemplo de conjugación de diversidad y cohesión en un marco democrático. Pero la pretensión es desmentida por la terquedad de los hechos. ¿por qué? Entre otras razones, por dos argumentos de peso.
El primero es que esa diversidad es objeto de una negación (que no es en ningún caso dialéctica) en el proceso histórico de construcción de los Estados nacionales europeos. Pero sucede que hoy ninguno de nuestros viejos Estados europeos puede seguir sosteniendo ya la pretensión de identidad cultural monolítica, aunque sólo sea porque en los últimos años no ha cesado de incrementarse la visibilidad de la diversidad cultural interna.
El segundo, que, al mismo tiempo, esa diversidad cultural se ha hecho más compleja –más diversa y visible si cabe- como consecuencia de la llegada y de la instalación en nuestros países de los nuevos flujos migratorios, que significan no sólo la presencia de nuevos seres humanos sino también la de culturas, es decir, concepciones del mundo, prácticas sociales e instituciones que son diferentes de las que consideramos propias. La multiculturalidad que ha emergido así con mayor fuerza, plantea un buen número de interrogantes a los que es preciso responder. Lo chocante es nuestra dificultad –no creo que debamos hablar de incapacidad- para formular respuestas eficaces y razonables (legítimas).
Y el test en el que podemos verificar este juicio pesimista que contrasta con la abundante retórica de la UE acerca del respeto a la diversidad y el reconocimiento de la diferencia es, precisamente, su política de inmigración que desde 2008 y muy recientemente en el mes de octubre de 2013 (naufragios en Lampedusa, reinstalación de los alambres de cuchillas en la frontera de Melilla) nos ha dejado numerosos ejemplos que muestran de forma inequívoca ese estrechamiento de la pluralidad. Uno de ellos, particularmente significativo, la denominada directiva de retorno, de 2008, de perversas consecuencias en punto a la extensión del recurso a los Centros de internamiento y al trato que se dispensa a los menores inmigrantes no acompañados (MENAS). Por no hablar del estrechamiento del derecho de asilo, de las posibilidades de acudir al asilo. Baste pensar que en 2012, frente a los 50000 refugiados acogidos en los EEUU la UE en su conjunto no llegó a 5000 (4930 según las estadísticas del ACNUR[11]).
Necesitamos, pues, toda la claridad conceptual posible y ello exige además un enorme esfuerzo de imaginación jurídica y política, para ser capaz de reformular las viejas categorías o incluso ofrecer nuevas soluciones. Creo que podemos empezar por la noción misma de uno de los conflictos propios del pluralismo, que hoy se nos ofrece como el ejemplo más visible, el que llamamos conflicto identitario. Se trata de uno de los hilos rojos de la historia europea, al menos formulado en la clave muy conocida -desde Honneth, Taylor y Habermas- de las luchas por el reconocimiento, que son en efecto y en buena medida enfrentamientos por la identidad, con un papel destacado en esa historia por parte de grupos como las minorías de diferente carácter (nacionales, religiosas y hoy, en un sentido muy amplio del término, culturales), los pueblos sin nación y hoy los inmigrantes. En ese tipo de conflictos, como ya advirtiera Wittgenstein, hay un riesgo enorme que deriva sobre todo de la insistencia unilateral en lo que algunos han formulado como “elemento subjetivo y al tiempo colectivo” de la noción de identidad, cuya sola mención provoca las airadas respuestas de quienes desde una posición que más que liberal parece propia de un atomismo individualista, niegan ninguna pertinencia a las dimensiones de grupo. La clave para romper ese círculo vicioso está en comprender que la alegación de identidad no es tan importante (ni interesante) desde el plano ontológico, sino sobre todo, desde la relevancia jurídica y política que tiene el hecho de que determinados individuos decidan -acuerden- presentarse como grupo para reivindicar de forma más adecuada exigencias que son relevantes jurídica y políticamente.
Dicho de otra forma, y como he tratado de apuntar en algún trabajo, creo que lo que nos debemos plantear en nuestra discusión sobre pluralismo no son tanto discusiones de antropología filosófica, ni, menos aún, planteamientos esencialistas –atomistas u holistas- sobre los modelos de gestión de la diversidad. Lo que interesa es sobre todo saber qué hay que reformar en la estructura jurídico-constitucional de nuestros Estados nacionales para acomodar una diversidad que no ponga en peligro los principios básicos de la legitimidad democrática y que no ponga en riesgo en primer lugar su presupuesto elemental, la condición trascendental -si se me permite otra vez la analogía kelseniana- de la sociedad política: establecer lo que es común con carácter imprescindible. Aunque esa tarea entraña muchas más dificultades de lo que parece, sobre todo si no se entiende –si no se acepta- que el establecimiento de lo común no significa el descubrimiento de la verdad irrenunciable, de la esencia del cuerpo social, que hay que preservar de todo cambio. Trataré de explicarme.
Hay una falacia detrás de esa condición trascendental que quizá sea abordada en otras intervenciones en estas Jornadas, aunque no puedo por menos de enunciarla y prestarle cierta atención. En efecto, creo que una de las dificultades más graves con las que nos enfrentamos en esta discusión nace precisamente de aceptar para esa condición trascendental la misma característica de postulado que Kelsen propusiera para su teoría pura del derecho (y, por cierto, del Estado). Me refiero a la pretensión de que ese núcleo sin el cual no podemos pensar una sociedad viable y, menos aún, una comunidad política viable, es una suerte de coto vedado, trascendental y evidente, que queda al margen de toda discusión y que debemos, o, por decirlo más claramente, deben aceptar sin discusión todos aquellos que se incorporan a nuestra sociedad. Aún más: creo que si podemos hablar de nuestras democracias como democracias demediadas en términos del pluralismo, ello se debe a la falacia de sostener que hay una verdad indiscutible respecto a la que los demás, los otros, no pueden ni deben hacer otra cosa que aceptarla y proclamarla, porque no son sus titulares auténticos, sino adheridos, sobrevenidos. Y esos otros tienen aún más el carácter de sobrevenidos en la medida en que no comulguen con los presupuestos que permiten formular esa verdad. Dicho sea de paso, cuáles sean esos presupuestos es también una tarea a abordar. Hay, por tanto, un problema, un déficit de extensión no sólo de los contenidos y procedimientos, sino de los sujetos del pluralismo. Los otros, los que llegan después y sobre todo como visiblemente otros, no tienen legitimidad para establecer/definir los términos y alcance del pluralismo. En todo caso, podrán llegar a beneficiarse de esa definición si es que sitúan dentro del abanico de opciones previamente establecido y que permanece como incuestionable, al menos para ellos.
En esta misma línea de advertencias probablemente reiterativas, quisiera señalar una vez más la necesidad de evitar la tentación de los planteamientos esencialistas –ya sean atomistas u holistas- sobre los modelos de gestión de la diversidad, porque lo que interesa es sobre todo saber qué hay que reformar en la estructura jurídicoconstitucional de nuestros Estados nacionales para acomodar una diversidad que no ponga en peligro los principios básicos de la legitimidad democrática. Y para evitar esa tentación es necesario también salir de la jaula de hierro de la discusión culturalista, si se me permite la expresión, esto es, de un debate que se fija obsesivamente en la comparación, peor, en el contraste, en el choque de las culturas. Esa jaula de hierro consiste en poner en términos de comparación unas y otras culturas entre sí y cada una de ellas a su vez con la línea roja en la que suele cifrarse el fundamento y límite de la discusión, esto es, la universalidad de los derechos humanos (antes que las exigencias de la democracia), para acabar estableciendo jerarquías de bondad y compatibilidad, según el manido planteamiento de Hungtinton –pero también de Sartori-. Se trata de una propuesta absolutamente incongruente con los propios principios de la teoría liberal, que nos exige hablar de comportamientos concretos, de juicios sobre conductas, y no de generalizaciones que son hipóstasis, y que suponen adoptar de forma ilegítima y contradictoria un punto de vista holista, incurriendo en una falacia de generalización por pertenencia, para justificar la estigmatización, la criminalización.
Esto debería llevarnos a revisar lo que algunos presentan en términos de incompatibilidad o incongruencia, la que se daría entre las reivindicaciones de la multiculturalidad, de un lado, y el mantenimiento de las exigencias del modelo de Derecho acorde con los principios de Estado de Derecho y con la legitimidad democrática. Ya me he referido en otras ocasiones a la versión más extrema de ese argumento, la de quienes ven en el avance de la multiculturalidad –una condición de hecho que estos críticos suelen confundir con un modelo de gestión de la misma que suele denominarse comunitarismo- un cáncer incompatible con nuestra cultura jurídica de la igualdad en el reconocimiento de las libertades a todos los individuos como tales, como seres humanos. En suma, por decirlo brutalmente, quienes denuncian que ese incremento de la multiculturalidad pone en riesgo ese humus de la cultura jurídica que serían los derechos humanos, y a esos efectos multiplican hasta la saciedad los ejemplos de puesta en peligro de derechos fundamentales: desde la libertad sexual a la integridad física, desde la igualdad en la educación a la equiparación de los sexos, desde la neutralidad religiosa (la auténtica libertad religiosa e ideológica) a la libertad de expresión.
Sin embargo, parece fácil de argumentar que la mayor parte de los conflictos jurídicos derivados del incremento de multiculturalidad no son novedosos, y tampoco son básicamente conflictos culturales, sino que nos enfrentan con viejas cuestiones de técnica jurídica, de interpretación, relativas sobre todo a dos órdenes de problemas. El primero y fundamental, el del modelo jurídico de la igualdad y la diferencia, o, para decirlo con más claridad, la gestión y justificación del trato otorgado a la diferencia. La cuestión aquí es si podemos seguir manteniendo los criterios que hasta ahora hemos utilizado para justificar un trato discriminatorio, cuyo espejo fundamental quizá sea el de la distinción entre nacional y extranjero en punto a la atribución de derechos. El problema, a mi entender, reside sobre todo en el requisito de abstracción impuesto al principio de igualdad, que expresa tan gráficamente la fórmula norteamericana de un Derecho blind-coloured, en el fondo no tan lejana de la venda que debe cegar la justicia si quiere ser imparcial y con ello otorgar un trato igual: abstraer las cuestiones de identidad etnonacional parece condición sine qua non de la igualdad. Pero ese individualismo abstracto, que es más bien atomismo, no sólo es un presupuesto metodológica y deontológicamente reprochable sino inviable, desmentido por los hechos. Y esa es la fuerza de cierto tipo de posiciones multiculturalistas. Podemos formularlo diciendo que ante preguntas como las relativas a quién y por qué se ve privado del derecho a decidir, a construir la ley, el Derecho, la pertenencia a un grupo es una cuestión relevante si sabemos que la supuesta razón de esa discriminación, de esa exclusión jurídica y política (que va todavía más allá de la discriminación) es la alegación identitaria, por más que en el debate público ello se plantee en términos simplificadores de humillación/victimismo y de rtiesgo/amenaza de cohesión.
La segunda cuestión es también muy conocida. Se trata de la conjugación de los límites en los derechos, lo que nos lleva a la vexata quaestio de la ponderación de derechos, de bienes jurídicos, de argumentos jurídico-constitucionales. Lo diré de otra manera. No creo que, hablando de inmigración como fuente de pluralidad social y cultural, el problema consista en conflictos derivados de la reivindicación de nuevos derechos. No niego que los haya y creo que la cuestión de la identidad cultural y en particular la del derecho a la lengua y cultura propias y a sus prácticas, valores e instituciones, junto a la revisión del lugar público de las creencias religiosas y al estatuto de la laicidad, por decirlo en términos generales, son dos ejemplos particularmente difícil y destacados. Pero hay poco más. Y menos aún creo que la cuestión consista, como tan a menudo se dice, en la generalización de la violación de derechos como consecuencia de la carta de naturaleza que habría que otorgar a prácticas culturales bárbaras por el hecho de ser diferentes. Si nos dejamos de ejemplos de laboratorio y de fantasmas, es fácil advertir que en la mayoría de los casos los conflictos son relativamente sencillos de decidir en línea de principio, aunque quizá no lo sea tanto gestionar su resolución. Y por eso la dificultad mayor en la gestión de la multiculturalidad recae sobre los jueces, porque el legislador tiende a no advertir la necesidad de esa finura en el trato y porque la gestión de la diferencia es sobre todo tarea del juez.
3. Ciudadanía: a la busca del soberano
Al comienzo de estas páginas describía la tarea pendiente en términos de pushing the Boundarys of the (old) citizenship. Es evidente que los derechos de ciudadanía son hoy objeto de luchas cuyo objetivo es defenderlos, pero sobre todo reinterpretarlos y ampliarlos (Lister), habida cuenta de las limitaciones de la noción de ciudadanía ligada al Estado-nación y al presupuesto (e ideal) de homogeneidad, esto es una especie de “jaula de hierro” nacida del monismo ontológico y deontológico, según el análisis de Cassirer que, como he sugerido en otras ocasiones, ilustra el mito de Babel.
Esa jaula de hierro de la ciudadanía la inhabilita para dar respuestas satisfactorias en un orden político que, como consecuencia del impacto de la globalización y de la multiculturalidad como datos estructurales, exige otras respuestas pero que no debería abdicar del principio clave de egalibertad, por decirlo con Balibar. Unos déficit en nuestras categorías, enn nuestra forma de pensar la política, la democracia, que se unen a lo que Rancière denomina el déficit constitutivo, el odio hacia la democracia como tal, hacia el poder del pueblo, de los ciudadanos. Una tarea que supone una comprensión del espacio público o, por mejor decir, de lo político, como el que creo describió acertadamente Ricoeur antes de que lo hiciera Walzer: “lo político parece constituir hoy una esfera de justicia entre otras, en tanto que el poder político es también un bien a distribuir y al mismo tiempo envuelve todas las demás esferas en su condición de guardián del espacio público en el interior del cual se enfrentan los bienes sociales constitutivos de las esferas de justicia”.
Me parece que eso es precisamente lo que subraya Ferrajoli, en su estudio sobre la ciudadanía dentro de su monumental Principia iuris (en adelante, PI) al rechazar la conocida definición de Marshall (“La ciudadanía es el status que se concede a los miembros de pleno derecho de la comunidad”), poniendo el acento en el vínculo entre pueblo, constitución y ciudadanía, de donde la noción de ciudadanos que propone: “Ciudadanos son las personas naturales pertenecientes a un determinado pueblo en cuanto dotados de las mismas situaciones constituidas”.
La clave reside en la definición de pueblo que propone Ferrajoli (PI, D7.16[12]), y que trata de recoger tanto la dimensión prejurídica (“sujetos colectivos que reivindican con su independencia y liberación un papel constituyente”) como la jurídica, a partir de la formulación ciceroniana de populus formulada en De Republica I,39 (…non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus”). Pero Ferrajoli sustituye en esa definición D7.16 el consensus iuris por la noción de iguales derechos (par condicio civium y iura paria), que está también en otros dos pasajes de la misma obra de Cicerón (De republica, I.41y I.49), “a fin de incluir también a los pueblos que son constituyentes de entidades políticas”, pues la esfera pública, es decir, la esfera de los intereses de todos (D 11.36), “se funda, en simultaneidad con el pueblo, en el momento en que viene estipulada por el pacto constitucional la par condicio civium” (§13.10, p.53).
Es decir, Ferrajoli invierte la tradicional vinculación entre las nociones de derechos, pueblo y ciudadanía (PI, D7.17, T.7.89 y T.17.91) que remonta a las tesis expuestas por Kant en Los principios metafísicos de la doctrina del Derecho, y entre pueblo y constitución para dar cabida a una concepción convencionalista y democrática no sólo de los pueblos, sino del Derecho mismo: “la constitución, con la igualdad en los derechos que establece, es precisamente la condición política y cultural del reconocimiento de los demás como <iguales> y, por ello, el principal factor de la esfera pública y de la identidad colectiva de un pueblo”(§13.10, p.53). “El pueblo cobra existencia tras la estipulación , normalmente por obra de una constitución, de los derechos fundamentales, que son justamente los derechos concedidos a todos los que pertenecen a él”. La unidad del pueblo radica, pues, en esa igualdad en los derechos. Aún más, “la legitimidad de una constitución no reside en la existencia de un mítico demos, sino en los principios de igualdad en los derechos fundamentales y de igual dignidad de las personas en ellos estipulados” (nota 146, p. 620). Una concepción en la que, al contrario del tópico, no es la homogeneidad, el consenso, el presupuesto de la constitución democrática, “ni en el plano histórico o fáctico, ni en el axiológico filosófico político”, sino la diversidad y aun el conflicto (PI, §.13.10, p.51), de donde el acierto, a su jucio del lema de la Unión Europea, “unidos en la diversidad” por contraposición al de los EEUU: e pluribus unum.
Lo más interesante, a mi juicio, para esta necesaria reconstrucción de la ciudadanía, es lo que el propio Ferrajoli invoca como invención ciceroniana, esto es, que “todo pueblo viene constituido por su ciudadanía, esto es, por su institución política generada a su vez a partir de una deliberación colectiva “ (PI 2, nota 47, p.189). El pueblo, insiste Cicerón y recoge Ferrajoli , más aún, la sociedad civil, permanece unida por el vínculo de la ley igual para todos y más concretamente por la igualdad en los derechos. Esa lucha, que tiene ecos del dictum de Heraclito “un pueblo debe luchar por sus leyes como por sus muros”) es un compromiso a favor de lo que, con Balibar, llamaré egalibertad y es lo que me interesa comentar a la hora de proponer vías para la ciudadanía inclusiva.
Con esto quiero decir que, incluso si nos situamos en el marco de la discusión de la definición y tesis de ciudadanía en PI, no creo traicionar a Ferrajoli si subrayo que no podemos limitarnos a la definición del marco jurídico-institucional, porque eso sería tanto como olvidar el carácter decisivo de las prácticas sociales, movimientos y reivindicaciones que fuerzan esos confines, que contribuyen a recrudecer -o recuperar, si se quiere- el carácter conflictual, la configuración de la ciudadanía como espacio de conflicto Mezzadra (2006: 92). Y entre ellos, a mi juicio, son particularmente relevantes los movimientos migratorios en sentido amplio[13], que lejos de constituir como siguen creyendo algunos un fenómeno sectorial (menor, en el discurso hoy imperante sobre la crisis), son no sólo un factor estructural de nuestra realidad, sino también y sobre todo, a mi juicio, el fenómeno que nos interpela más radicalmente sobre la inadecuación de los viejos conceptos de ciudadanía y soberanía, razón por la que me permito traerlo aquí, en esta discusión sobre los Principia Iuris de Luigi Ferrajoli. Y ciertamente el mismo Ferrajoli es quien señala esa función del fenómeno migratorio como el factor determinante de una de las aporías relevantes de la ciudadanía (PI, §16.3, p.481). Y es que contribuyen decisivamente a crear el fenómeno de transnacionalidad y así cuestionan, insisto, el marco jurídico-institucional de la ciudadanía, además de subrayar la complejidad de una cuestión que, indiscutiblemente, no puede obviar la discusión en términos de reconocimiento e identidad, claves de la pertenencia que, a su vez, es una dimensión constitutiva de la ciudadanía[14].
Lo cierto es que, si su alcance va más allá, ello se corresponde con algunas de las tesis fuertes sobre las que ya venía insistiendo Ferrajoli mucho antes de sus PI, esto es, la antinomia entre soberanía y derechos humanos universales y el proyecto de democracia cosmopolita (que en su primera formulación es en gran parte coincidente con la propuesta de Held, 1999), al que correspondería la noción de ciudadanía cosmopolita. Por mi parte, estando de acuerdo básicamente con la definición de ciudadanía y las tesis de Ferrajoli acerca de su carácter de privilegio hoy, frente a lo que fuera su significado emancipatorio en el XVIII y XIX, coincido (aunque creo que por razones diferentes) con otras posiciones críticas, pues no comparto la apuesta por la democracia cosmopolita que es condición de viabilidad[15], aunque me apresuro a añadir que tampoco la sujeción al estrecho marco estatal-nacional que confina la cuestión al viejo recurso a la nacionalización o a mecanismos de reciprocidad (tal y como lo interpreta nuestro Consejo de Estado y el propio Tribunal Constitucional). Propondré, en el campo de juego de esa lucha por ampliar los límites de la ciudadanía, la extensión de la ciudadanía estatal (y europea en el caso de los Estados miembros de la UE) a todos los sujetos con residencia estable en el territorio de soberanía del Estado en cuestión (en el espacio de “soberanía” de la UE) y con el solo requisito de la competencia lingüística.
De todos modos, incluso si nos situamos en el marco de la discusión de la definición y tesis de ciudadanía propuestas por Ferrajoli, no podemos limitarnos al marco jurídico-institucional, porque eso sería tanto como olvidar el carácter decisivo de las prácticas sociales, movimientos y reivindicaciones que fuerzan esos confines, que contribuyen a recrudecer -o recuperar, si se quiere- el carácter conflictual, la configuración de la ciudadanía como espacio de conflicto[16]. Y entre ellos, a mi juicio, son particularmente relevantes los movimientos migratorios en sentido amplio[17], que lejos de constituir como siguen creyendo algunos un fenómeno sectorial (menor, en el discurso hoy imperante sobre la crisis), son no sólo un factor estructural de nuestra realidad, sino también y sobre todo, a mi juicio, el fenómeno que nos interpela más radicalmente sobre la inadecuación de los viejos conceptos de ciudadanía y soberanía. Y es que contribuyen decisivamente a crear el fenómeno de transnacionalidad y así cuestionan, insisto, el marco jurídico-institucional de la ciudadanía, además de subrayar la complejidad de una cuestión que, indiscutiblemente, no puede obviar la discusión en términos de reconocimiento e identidad, claves de la pertenencia que, a su vez, es una dimensión constitutiva de la ciudadanía[18].
Lo cierto es que si su alcance va más allá, ello se corresponde con algunas de las tesis fuertes sobre las que ya venía insistiendo Ferrajoli mucho antes de sus PI, esto es, la antinomia entre soberanía y derechos humanos universales y el proyecto de democracia cosmopolita (que en su primera formulación en gran parte es coincidente con la propuesta de Held, 1999), al que correspondería la noción de ciudadanía cosmopolita. Por mi parte, estando de acuerdo básicamente con la definición de ciudadanía y las tesis de Ferrajoli acerca de su carácter hoy de privilegio, frente a lo que fuera su significado emancipatorio en el XVIII y XIX, coincido (aunque creo que por razones diferentes) con otras posiciones críticas, pues no comparto la apuesta por la democracia cosmopolita que es condición de viabilidad[19], aunque me apresuro a añadir que tampoco la sujeción al estrecho marco estatal-nacional que confina la cuestión al viejo recurso a la nacionalización o a mecanismos de reciprocidad (tal y como lo interpreta nuestro Consejo de Estado y el propio Tribunal Constitucional) y propondré, en el campo de juego de esa lucha por ampliar los límites de la ciudadanía, la extensión de la ciudadanía estatal (y europea en el caso de los Estados miembros de la UE) a todos los sujetos con residencia estable en el territorio de soberanía del Estado en cuestión (en el espacio de “soberanía” de la UE) y con el solo requisito de la competencia lingüística.
4. Sobre ciudadanía y democracia hoy: ciudadanía como resistencia.
Pero quizá el rasgo que emerge con más fuerza hoy, en esas luchas por la ciudadanía a las que me refería con anterioridad, es la condición de resistente. Por eso conviene retomar con Balibar la idea de democracia como insurgencia, como insurrección justificada precisamente por el leit-motiv de la <lucha por los derechos>, que se remonta a Heraclito, aunque hay que esperar a Ihering -y más explícitamente respecto a los derechos humanos, a Arendt- para encontrar su formulación expresa y detallada. Tiene mucho que ver con el recurso creciente a un discurso que apela al miedo y a la cohesión frente a supuestas amenazas que es una constante en momentos de crisis. Y ese recurso no puede desligarse de la concepción propia del individualismo posesivo, una filofofía liberal monadista -más incluso que individualista- que subyace a la propuesta neoliberal aparentemente triunfante tras el fin de la historia que se habría producido con la caída del muro.
Lo que se reivindica hoy es que cabe una ciudadanía diferente, una noción de ciudadanía activa y combativa (agónica, como propone Conelly). Habría llegado la hora de la responsabilidad de los ciudadanos, de la toma de conciencia de que su protagonismo activo en la vida pública no se concreta sólo en el derecho al sufragio, ni siquiera con el añadido necesario del control del ejercicio de los poderes, sino también en asumir las cargas, responsabilidades y deberes que derivan de la existencia de tal vida pública, y que no pueden ser vistas tan sólo como tarea de la Administración a partir de las contribuciones de tipo económico que los ciudadanos realizan. Es decir, una concepción de la ciudadanía, en cierto sentido, camusiana: la ciudadanía responsablemente solidaria.
Frente a lo que suele argumentarse, esta tesis no supone necesariamente aceptar que el Estado social se construya sobre un modelo de ciudadano-consumidor, cliente pasivo que lo espera todo (insaciablemente, cada vez más) del Estado/padre/intervencionista. Al contrario, exige una noción de ciudadanía que debe estar profundamente arraigada en el compromiso social y por tanto en la idea de responsabilidad, porque no hay solidaridad sin responsabilidad. En otras palabras, lo que aquí se propone no es el proyecto de sustitución solapada de las exigencias político-jurídicas de la igualdad por un más o menos vaporoso alegato en pro de la solidaridad. No es un alegato a favor de la propuesta del capitalismo compasivo, que las oculta una mentalidad que trata de retrotraerse al modelo de la beneficencia, o, en todo caso al del asistencialismo, en los que la solidaridad, digámoslo otra vez, es un sucedáneo laico de la caridad, o, para ser más exactos, de la limosna, porque la caridad en sentido estricto es mucho más exigente para el creyente. La noción de ciudadanía que propongo no trata de arrimar el ascua a la hoguera en que parece consumirse hoy el principio de igualdad. En ese sentido, me parece justo denunciar que una parte considerable de los conversos de la solidaridad se encuentra próxima a tales incendiarios, los mismos que claman contra la asfixia producida por el Estado clientelar. Esa es una de las perversiones de la solidaridad, de sus trampas, que es preciso estudiar y criticar. Por eso, la condición de ciudadanía ofrece una conexión, o, mejor, una reactualización del recurso a la desobediencia civil.
En efecto, creo que el recurso a la desobediencia civil, hoy, a diferencia de sus precedentes, obedece sobre todo a la exigencia de recuperar el impulso democrático. Y es que, aunque tradicionalmente se vinculan democracia y consenso, lo cierto es que tanto la historia como la teoría de la democracia nos hacen ver que es al contrario: la clave de la democracia es la capacidad para reconocer y aun garantizar el disenso y la crítica o, incluso más aún, la resistencia al poder establecido[20]. Esto es así, porque la democracia es confianza, pero también y sobre todo desconfianza, permanente actitud crítica ante el ejercicio del poder al que es imprescindible controlar, si es que pretendemos que conserve algún sentido la noción de poder del pueblo. Pero es una desconfianza que circula en los dos sentidos. Porque, volviendo a J. Rancière[21], la historia de la democracia real, de sus encarnaciones históricas, puede ser explicada las más de las veces como la historia del odio a lo que ésta significa en su radicalidad, en sus raíces, es decir, el poder del pueblo como soberano, el poder de los iguales, los dotados de paria iura, al decir de Cicerón cuando explica su noción de respublica. De ahí nace la dificultad, la renuencia que han experimentado siempre los centros de poder de la denominada <democracia institucionalizada> (la representativa, que, las más de las veces, es un mixtum de aristocracia “política” y oligarquía económica) para confiar en el pueblo como sujeto soberano auténtico.
En mi opinión, lo más interesante es que se recupera de ese modo la concepción de la democracia como proyecto de autonomía, de emancipación, tal y como han sabido argumentar en sus trabajos Castoriadis, Balibar o Rancière. Recordemos, en efecto, que Castoriadis, a partir sobre todo de la disolución del grupo <Democracia o barbarie> que él mismo había contribuido a fundar, desarrolló a lo largo de su obra esa noción de la democracia como proyecto emancipatorio, que concebía unido al socialismo[22], en el que desempeña un papel relevante el Derecho (los derechos) y la noción de Asamblea o ecclesia, superadora del ámbito privado y del público/privado o agora: como explica Roca, para Castoriadis “la democracia es la única isonomía, es decir la única manera de plantear la igualdad para todos delante de la ley. Es por definición socialista, autónoma y libre y sólo ella posibilita un espacio social autogestionario donde la libertad sea efectiva, social y concreta. Los objetivos de la democracia, es decir, de la política son la igualdad y la libertad, que no son contrapuestos sino complementarios. Implica necesariamente una participación instituyente en el poder”[23].
Por su parte, Balibar concibe la democracia como actividad de democratización, en el sentido de reapropiación de la autonomía y el poder por parte del pueblo: “la democracia, entendida de una manera radical, no es el nombre de un régimen político, sino sólo el nombre de un proceso que podríamos llamar tautológicamente la «democratización de la democracia» (o de lo que dice representar un régimen democrático), y por lo tanto el nombre de una lucha, una convergencia de las luchas por la democratización de la democracia… es más bien una lucha permanente por su propia democratización y en contra de su propia conversión en oligarquía y monopolio del poder. » [24]. Dicho de otra manera, de nuevo con Rancière, lo que conocemos como democracia representativa administra de forma paternalista el interés general que, las más de las veces, queda secuestrado por los intereses particulares (oligárquicos) de acuerdo con la ley de bronce enunciada por R. Michels.
Por eso, en definitiva, la necesidad de esa lucha por la democratización de la democracia que, insisto, en gran medida, nace de tres nociones estrechamente relacionadas, de un lado las de igualdad y autonomía y, de otro, la de desconfianza hacia la mediación de poder ajena al pueblo, desconfianza hoy quizá más viva porque precisamente ahora constatamos el auge de movimientos sociales que denuncian el alejamiento cada vez mayor de las elites políticas y de los cauces de representación de la democracia real, respecto a las necesidades, intereses y expectativas de los ciudadanos, de donde la crítica que se ha convertido en lema original del denominado movimiento de los indignados en España, o movimiento 15 M: “no nos representan”.
[1] Cfr. Barbalet, J., Citizenship: Rights, Struggle and Class Inequality. Open University Press, London, 1988..
[2] Vid. W Kymlicka/Wayne Norman, “A survey of recent work on citizenship theory”, Ethics, 104 (1994), pp. 352-381.
[3] Cfr. “Multicultural Citizenship Beyond Recognition”, en E. Isin (Ed.), Recasting the Social in Citizenship. Toronto: University of Toronto Press, 2008.
[4] Cfr. La République dans tous ses états, (avec Claudia Moatti), Payot, 2009
[5] La cita completa es la siguiente: “Je choisis cette remarque entre douze ou quinze que je vous pourrais faire de même nature, pour vous donner à entendre l’extrémité du mal, qui n’est jamais à sa période que quand ceux qui commandent ont perdu la honte, parce que c’est justement le moment dans lequel ceux qui obéissent perdent le respect; et c’est dans ce même moment où l’on revient de la léthargie, mais par des convulsions ». Se encuentra en Jean-François-Paul de Gondi, cardinal de Retz, Mémoires 1675, tomo 1 p.66. Así lo destacan Massimo Ciavolella y Patrik Coleman, estudiosos de quien fuera rival de Mazarino, en su Culture and Athority in the Baroque, University of Toronto, Press, 2005, pp 69 y 219.
[6] Cfr. La haine de la démocratie, Paris, La Fabrique, 2005.
[7] Por esa razón, en algunos trabajos he tratado de explicar, parafraseando a Beck, que la ciudadanía entraría dentro de lo que él denomina categorías-zombie.
[8] Me refiero, desde luego, a su A essay on the History of the Cicil Society, 1767. La obra está editada en castellano por Isabel Wences Simón, Ensayo sobre la historia de la sociedad civil , Akal, 2010.
[9] Recordaré que Ferguson (1723-1816), fue contemporáneo de Hutcheson, Vico, Montesquieu, Voltaire, Hume, Rousseau, Smith, Robertson, Milar, Herder, Kant, Burke, Bentham, Condorcet, Malthus. De su personalidad da una pista el hecho de que la Edinburgh Review lo calificara como “el Catón escocés”. Sucedió a Hume como bibliotecario de la Facultad de Derecho de Edimburgo y fue profesor de Filosofía natural, hasta que obtuvo la cátedra de Filosofía moral en 1764. Es en 1767 cuando publica su Ensayo ya citado, que es una reflexión sobre el crecimiento y deterioro de la humanidad, presentando la permanente tensión entre progreso material y avance moral. Sobre Ferguson, es muy aconsejable el trabajo de Isabel Wences Simón, Sociedad civil y virtud cívica en Adam Ferguson, CEC, Madrid, 2006
[10] Los enemigos internos de la democracia, Barcelona, Galaxia Guttemberg, 2012. Todorov denuncia en ese libro las falacias de las respuestas a la crisis que considera basadas en una concepción que es en sí un verdadero oxímoron, el “neoliberalismo de Estado”: utilizar los recursos públicos para salvar los intereses privados. Nada que objetar salvo que ese aparente desvío es la regla de oro misma del liberalismo económico, pero también de todas las ideologías cuyo propósito es secuestrar el poder para ejercerlo en su propio beneficio. Ya apunté las tesis de Antón Costas que coinciden con las de Todorov, aunque sin el sólido fundamento antropológico y social de éste.
[11] La respuesta europea al mayor drama de refugiados que se vive desde 2012, la guerra que asola Siria, es igualmente mezquina. Pero aún peor la española, que en 2013 ha ofrecido un cupo de ¡30! refugiados sirios.
[12] Cfr. Principia Iuris, Madrid, Trotta, 2012. “Pueblo es el sujeto colectivo formado por sujetos que tienen intereses comunes y son titulares de las mismas modalidades constituyentes o bien, en virtud de reglas téticas, de las mismas expectativas constituidas”.
[13] No hablo sólo de los mal llamados “inmigrantes económicos” (laborales), que alcanzan los 214 millones de personas según el informe de 2011 de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), sino también de los desplazados internos, los refugiados, es decir, esa parte de la humanidad que la propia OIM cifra en más de 1.000 millones de habitantes del planeta.
[14] Aunque, por supuesto, la profundidad o radicalidad de esa interpelación puede ser relativizada en aras de una perspectiva puramente electoralista. Es lo que está sucediendo en buena parte de los países de la UE, meses antes de las elecciones europeas de 2014, en los que el reconocimiento de ciudadanía (en realidad, la igualdad en derechos básicos para los extranjeros, y en particular a los inmigrantes) se sitúa el centro de la disputa política.
[15] Tampoco con las propuestas de Beck (2004) que retoma Todorov (2008: 267) sobre un cosmopolitismo que presenta como modelo conceptual que integra diversas maneras de vivir la alteridad cultural, bajo el imperio de 3 condiciones (norma común a la que se someten todos los grupos; estatuto legal de las diferencias; igualdad de derechos para todos).
[16] Sobre ello, Mezzadra (2006: 92).
[17] No hablo sólo de los mal llamados “inmigrantes económicos” (laborales), que alcanzan los 214 millones de personas según el informe de 2011 de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), sino también de los desplazados internos, los refugiados, es decir, esa parte de la humanidad que la propia OIM cifra en más de 1.000 millones de habitantes del planeta.
[18] Aunque, por supuesto, la profundidad o radicalidad de esa interpelación puede ser relativizada en aras de una perspectiva puramente electoralista. Es lo que está sucediendo en la actualidad política más inmediata en el momento en que celebramos este coloquio, pues el reconocimiento de ciudadanía y/o derechos políticos a los extranjeros, y en particular a los inmigrantes está siendo invocado demagógicamente como el centro de la disputa política en las elecciones presidenciales francesas en 2012, por mor de la estrategia irresponsable del candidato-presidente Sarkozy.
[19] Tampoco con las propuestas de Beck (2004) que retoma Todorov (2008: 267) sobre un cosmopolitismo que presenta como modelo conceptual que integra diversas maneras de vivir la alteridad cultural, bajo el imperio de 3 condiciones (norma común a la que se someten todos los grupos; estatuto legal de las diferencias; igualdad de derechos para todos).
[20] Y hablamos del disenso en sentido propio que se extiende más allá de un derecho de resistencia concebido como último recurso, tal y como lo encontramos en la Ley Fundamental de Bonn, bajo el imperativo de rechazar supuestos como el de la toma del poder por Hitler.
[21] Cfr. Le Maître ignorant: Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle, Paris, Fayard 1987 (hay trad castellana, El maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación intelectual. Buenos Aires, 2007, Libros del Zorzal) y su ya mencionado La haine de la démocratie, Paris, La Fabrique, 2005. También Momentos políticos. Madrid, Clave Intelectual, 2011
[22] Baste señalar que, para Habermas, Castoriadis es el filósofo contemporáneo que emprendió “la tentativa más original, ambiciosa y reflexiva de pensar de nuevo como praxis la emancipadora mediación de historia, sociedad, naturaleza interna y naturaleza externa.«, <Excurso sobre C. Castoriadis> en Habermas, El discurso filosófico de la modernidad. Katz Edit. Madrid 2008. p. 353
[23] L Roca, “La democracia como proyecto emanipatorio en Castoriadis”, Rebelión, 2013.
[24] “Los dilemas históricos de la democracia y su relevancia contemporánea,” Enrahonar, nº 48/2012: 14-15