Contradicciones sobre el futuro del Estado social de Derecho
La primera reacción ante el título de esta mesa (“Horizontes del actual Estado social de Derecho”) es, seguramente, de escepticismo, porque resulta más que problemático hablar de horizontes en el Estado social de Derecho (incluso de horizontes del Estado de Derecho, sin más), teniendo en cuenta las condiciones actuales.
Quizá más que debatir acerca de los horizontes -desde luego, no en el sentido positivo- habría que hacerlo acerca de si tiene posibilidad de continuar el modelo de Estado social de Derecho, y no sólo por las dificultades empíricas (en primer lugar, de financiación) que amenazan seriamente las políticas públicas reales, propias del modelo. Por decirlo con claridad, el contexto en el que vivimos no sólo afecta a esas condiciones empíricas, sino a la viabilidad y a la pertinencia misma del modelo. Aún no hemos salido de la pandemia, que ha puesto en entredicho un elemento clave del Estado de Derecho, la noción de seguridad jurídica (tantas veces mal entendida, como supo advertir entre nosotros anticipadamente el profesor Pérez Luño, al desarrollar las tesis de Wiethölter en diferentes trabajos[1]) sustituida por el simplismo securitario. Más aún, vivimos las graves consecuencias de la guerra de Ucrania (ese “conflicto tribal de Vds que nos está fastidiando a todos”, según declaraba el embajador de Senegal ante UNESCO) que, en buena medida, es un exponente de la pugna entre el modelo autoritario/populista y el democrático liberal no sólo desde el punto de vista estatal, sino del propio orden y relaciones internacionales. cComo se ha repetido, el motor más valioso de la democracia liberal, la libertad de expresión, se convierte en su mayor debilidad, que aprovechan sus enemigos: no hay más que pensar en cómo el incremento de la inflación que estrecha las condiciones de vida de una buena parte de la población en las democracias europeas, actúa como freno para la coherencia de la defensa de lso valores democráticos en un orden internacional que parece haber regresado a una de las pesadillas de la “guerra fría”, la verosimilitud de la amenaza de uso de armas nucleares. Y, sobre todo, ¿es no sólo viable, sino pertinente, el modelo de Estado social cuando las pruebas del cambio climático nos sitúan ante la evidencia del fin de un modelo supuestamente civilizatorio, que merece más el calificativo de Antropoceno? ¿Es verosímil seguir apostando por él en la modalidad de recreación que supondría un Estado de Derecho global, como preconiza, por ejemplo, Luigi Ferrajoli?
Pero, por otra parte, ese cúmulo de dificultades ha obligado a volver los ojos sobre la necesidad de retornar o en su caso reforzar esa condición de garantía que es el Estado del bienestar, incluso en un ámbito supraestatal -al menos regional- como es el caso de la UE. La experiencia de la necesidad de una respuesta basada en ese modelo ante fenómenos como el de la pandemia o la crisis actual, así lo acredita. Como apuntaba, lo argumenta minuciosamente Luigi Ferrajoli en su reciente Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada[2]: la principal, a su juicio, es la “dramática confirmación de la necesidad de la expansión del paradigma constitucional a escala supranacional”. Pero, a efectos de lo que nos interesa en la discusión en esta mesa, la pandemia nos ha advertido, subraya Ferrajoli, sobre “el papel vital de la esfera pública frente al modelo liberista de devaluación de la misma”, sobre la “necesidad de refundar el papel de la esfera pública en el gobierno de la economía”, frente al leit-motiv de la desregulación que promueven lo que el jurista italiano ha calificado como “poderes salvajes”.
La lucha contra la exclusión
En mi intervención, hoy, voy a centrarme en un asunto que creo resume el propósito del modelo de Estado del bienestar o, por mejor decir, del Estado social de Derecho: la lucha contra la exclusión social, entendida sobre todo como lucha contra la desigualdad. Y utilizaré una clave interpretativa en la que han insistido sobre todo Axel Honneth y Etienne Balibar el test de la progresiva universalización de la garantía de los derechos sociales, lo que exige una capacidad de financiación de los correspondientes servicios. Éste, como venimos comprobando en las últimas semanas, es el verdadero punctum dolens en un modelo de Estado social complejo como el del Estado de las autonomías, en nuestro país, pese al esfuerzo que está haciendo la Unión Europea.
En efecto, lo que distingue el proyecto de gramática social y política propuesto por Honneth es la reivindicación de la igualdad, entendida al modo de Balibar, como egalibertad, igualdad en las libertades y derechos, lo que supone, creo, tres matizaciones que afectan al modo de entender el modelo de Estado social de Derecho. Ante todo, como expresamente subraya Balibar, una concepción activa de los sujetos de esa libertad: activa, es decir, no pasiva, no reducidos a la condición de consumidores de los bienes y mercancías que les procura una visión asistencialista y paternalista del Estado social (una perversión sobre la que ya llamó la atención Ferguson en su Ensayo sobre la sociedad civil, en 1767, cuando advirtió que la contaminación de la lógica del espacio público por la lógica del marcado ponía en peligro el alma de ciudadano). Además, consciente de su alma cívica, de la necesidad de actuar en común, y no como mónadas, tal y como quiere el mercado (y aquí sigue siendo pertinente la denuncia de la ideología del individualismo posesivo que hiciera MacPherson). Y precisamente por eso, como subraya por su parte Honneth, la insistencia en que los derechos sociales son el test concreto de las políticas de reconocimiento, lo que a mi entender es la respuesta clave a la pregunta sobre cómo limitar la exclusión.
Lo primero a subrayar cuando hablamos de exclusión es que se trata de procesos sociales, más que de categorías fijas. Ni integración, ni segregación, ni exclusión lo son: como han explicado muy bien R.Castel y G.Mauger[3]. Castel concibe la exclusión social no tanto como un status, cuanto como un “recorrido”, el deslizamiento de degradación o pérdida de los mecanismos de la cohesión social (de la inclusión), que viene configurado por factores de vulnerabilidad, en los que la clave son la precariedad laboral y la fragilidad de los “soportes sociales relacionales”, hasta configurar lo que denomina procesos de marginalidad y segregación, caracterizados por la ausencia estable de trabajo y el aislamiento del mainstream social.
Por lo demás, he explicado en otras ocasiones[4] mi adhesión a la tesis que propone la relación entre lucha contra la exclusión y la caracterización de la democracia deseable, en términos de una sociedad decente, tal y como inicialmente la formula[5] y, sobre todo, como la ha desarrollado la filosofía del reconocimiento, que sitúa las claves de ese modelo en una sociedad de respeto y reconocimiento, en la que no se den el menosprecio o humillación, ni el exilio. Una tesis, por cierto, en la que la resonancia de los acentos de Pèguy y Camus resulta ineludible.
En efecto, es sabido que, para Pèguy, en el fundamento del orden político debe situarse la lucha contra la miseria, contra la imposición de la miseria, contra la humillación y el exilio, pero esa es una empresa permanentemente inacabada[6]. Prescindiendo de la dimensión mística presente en Pèguy, ese es también, a mi juicio, el sentido del camusiano “se rèvolter contre la injustice”, que se formula ya en sus Lettres à un ami allemand. Y, también en mi opinión, esa tradición es la que encuentra una formulación más precisa en el ideal al que apuntan las tesis de Honneth sobre la sociedad del menosprecio[7], corregidas e integradas en buena medida con algunos elementos que proceden de la reflexión sobre la alteridad propia de Emmanuel Lévinas[8] y también en diálogo con Nancy Fraser[9] y a las que me referiré de inmediato.
En todo caso, la denuncia de esa patología del menosprecio tiene como antecedente filosófico la crítica de la categoría del desarraigo, tal y como fue analizada por Simone Weil, a mi juicio una de las cumbres del pensamiento contemporáneo. La obra probablemente capital de Simone Weil es precisamente L’Enracinement, traducida al castellano como Echar raíces[10], quizá el esfuerzo más penetrante por proporcionar un análisis que desentrañe el arraigo como una categoría no vinculada exclusivamente a la angustia existencial, sino a la condición misma del ser humano. Pero no en abstracto, sino del ser humano definido por su relación con el trabajo que, para la inmensa mayoría de la humanidad, es precisamente un factor de deshumanización, tal y como pone de manifiesto en buena parte de su obra, largamente vinculada a una experiencia real de la condición obrera.
Sin pretensión de originalidad, pues se trata de un motto frecuente en los trabajos de Balibar, Castel o Mauger, he escrito en alguna ocasión que uno de los desafíos que afrontan hoy nuestras democracias es el grado de exclusión institucional que son capaces de albergar, en términos del establecimiento de una discriminación en cuanto a la titularidad y garantía efectiva como sujetos de derechos de una parte de la población, es decir, en términos de déficit de egalibertad. La historia nos muestra que no es en absoluto infrecuente el modelo de regímenes democráticos que conviven o incluso exigen e institucionalizan la exclusión. Ante todo, porque la propia concepción del Estado nacional se presenta como un mecanismo de gestión de la inclusión y de la exclusión o, por mejor decir, de la gestión de los procesos sociales de inclusión y exclusión (de los mecanismos de cohesión social), que se concretan en las condiciones de atribución de derechos y de la categoría de ciudadanía, todavía hoy. En ese sentido puede decirse que las democracias viven bajo la sombra de lo que se puede calificar como “síndrome de Atenas”: la democracia ateniense es el ejemplo por antonomasia de democracia basada en un modelo socioeconómico y también jurídico y político que institucionaliza la esclavitud y la existencia de infrasujetos, comenzando por la barrera de la pertenencia, de la identidad “nacional” decimos, que es el sciboleth para distinguir a los ciudadanos. Un modelo guiado por el “mito de Procusto”, que sólo permite reconocer como ciudadanos a los que se ajustan a un patrón (etnocultural o nacional, pero también socioeconómico: los trabajadores útiles y consumidores pasivos) y que constituye, por lo demás, el pecado original que subyace a la gran democracia norteamericana.
Si me parece relevante la aportación de Honneth[11], en lo que se refiere a la precisión del uso que hay que dar hoy a las categorías de emancipación y exclusión, es porque contribuye a entender el nexo entre ambas categorías en el contexto histórico en el que nos encontramos. La premisa capital de su trabajo es que el proyecto de realización personal (de emancipación, diríamos) depende de nuestra capacidad de conocer y construir una relación de reconocimiento con el mundo, con los otros, con uno mismo. Por eso, señala tres esferas de ese reconocimiento[12]: la del amor/amistad, la jurídico-política y la social-cultural, indispensables para la adquisición de la autoestima, del respeto por uno mismo, del reconocimiento del propio valor. Aunque sin duda la más relevante es la primera, a los efectos del argumento que me interesa hay que referirse a las otras dos y, en primer lugar, a la jurídico-política, cuya necesidad reside en que no puede haber conciencia de la propia autonomía (y dignidad) si el individuo no es reconocido como “un sujeto universal, titular de derechos y deberes”.
Los derechos sociales, palancas de igual libertad
Desde el punto de vista que nos interesa más aquí, esto es, la concreción del objetivo de reducir la exclusión, lo interesante es la función como test de la garantía de los derechos sociales, un indicador del grado de universalización de la inclusión jurídica y política. En el bien entendido de que, como ha señalado Ferrrajoli al presentar su idea de un constitucionalismo global, se trata de empujar el objetivo más allá de la limitación institucional propia de la lógica del Estado nacional, que los considera un atributo exclusivo de sus ciudadanos.
Dicho de otro modo, el paso decisivo frente a la exclusión institucionalizada es el reconocimiento y garantía del elenco de derechos y deberes que el Derecho permite concretar; el que las declaraciones americana y francesa ejemplificaron de diversa forma, y que desarrolla el constitucionalismo contemporáneo ha contribuido a desarrollar y precisar, como garantías exigibles por parte de todos los ciudadanos -no como concesiones o privilegios de unos pocos-, hasta alcanzar su lógica consecuencia en la Declaración universal de derechos y en la arquitectura de la legalidad internacional del sistema de las Naciones Unidas.
Aun así, esta segunda esfera del reconocimiento es indispensable, pero insuficiente, porque sin la tercera, el reconocimiento sociocultural, la estima de los valores y capacidades que se relacionan con el ámbito siempre complejo de la identidad cultural, no es posible construir la autoestima.
El problema que Honneth sabe identificar bien, a mi entender, es la generalización de dos de las formas de menosprecio (en el sentido profundo de negación explícita de reconocimiento, no sólo de omisión): el menosprecio que se manifiesta en la negación de derechos y en la exclusión de la comunidad jurídica y política y, en segundo lugar, el menosprecio hacia los valores propios de una forma de vida calificados como indignos, como un obstáculo para la propia realización, para el progreso. Una y otra forma de negación del reconocimiento no sólo producen exclusión, sino también la pérdida de autoestima, la autodestrucción. Muy concretamente, y en relación con la primera de estas dos manifestaciones, Honneth insiste en la importancia de las exigencias de reconocimiento y en el marco normativo que debe asegurar su satisfacción, como pistas para reconstruir ese modelo. El motor de esta demanda de reconocimiento, sería -insisto- el acceso y la garantía universal -igual, que no mecánica, uniforme- de los derechos sociales, que lejos de ser conquistas adquiridas se encuentran en permanente proceso de cuestionamiento, como concretaré enseguida.
Es verdad que eso se puede predicar de todos los derechos, según la lección aprendida de Ihering, pero es inquietante sobre todo cómo la lógica del mercado global impulsa a vaciar de la condición de derechos a los derechos sociales (que Balibar entiende como palancas de la igualdad real), convertidos en mercancías y sujetos por tanto a la desregulación y competencia feroz que es propia de la lógica del capitalismo financiero. La cuestión es que ese el proceso de desmantelamiento -palancas de igualdad real- no tiene consecuencias sólo en términos de pérdida de capacidad adquisitiva o de empeoramiento de las condiciones laborales. Es el sentido más profundo de la precarización como condición social definitiva. La lógica de esta etapa del capitalismo, la de la precarización, trata de reducir el trabajo a mercancía cuyo coste es preciso abaratar y, por tanto, tiende a construir al trabajador como objeto intercambiable, cuyas necesidades son un coste, si no un obstáculo para el beneficio. Para eso, es necesario un trabajo de demolición de las reglas, comenzando por las del Derecho del trabajo. Pero con la extensión de la precarización, es el estatus mismo del trabajador como sujeto de Derecho, como ciudadano y protagonista del espacio público, el que desaparece por el sumidero.
Creo que tiene razón Mauger cuando, en consonancia con la tesis de “democracia de rechazo” de Rosanvallon, sostiene que esta tercera exigencia es, en realidad, una cuestión política o incluso prepolítica: no tiene sentido hablar de representación y menos aún de participación política si no se da el mínimo de respeto y reconocimiento. En esas condiciones, lo que se produce es la sustitución de la democracia de adhesión (de la representativa, no digamos de la participativa) por esa “democracia de rechazo”. Es la evidencia de que asistimos a un proceso de pérdida, a una degradación de la condición de ciudadanía, como resultado de su identificación exclusiva en términos formales, técnicojurídicos y por eso apolíticos, un proceso reforzado por la sustitución del ciudadano activo por el consumidor satisfecho, pasivo. El vínculo político, un lazo estrecho con la sociedad política se ha convertido en un adjetivo menor, porque la condición de ciudadano no tiene apenas nada que ver con el ejercicio de la soberanía, con el protagonismo en la toma de las decisiones relevantes para todos, las decisiones públicas qua comunes y relevantes.
En todo caso, Honneth advierte que la evolución del capitalismo moderno (y a mi juicio en ello coincide con cuanto había anticipado MacPherson en su examen de la “teoría política del individualismo posesivo”) se orienta en una dirección que impide esa relación de respeto y reconocimiento, e impone una patología social, una sociedad del desprecio y de la exclusión. Ello lleva a concluir que el capitalismo neoliberal -en la modalidad del capitalismo financiero- exacerbará la concepción de la sociedad como una agregación (“colección”) de individuos motivados por el cálculo racional de sus intereses y la voluntad de construirse un lugar en la lucha por afirmar ese propio interés. Precisamente por eso, esa concepción del mundo es incapaz de dar cuenta e incluso de entender los conflictos que derivan las expectativas morales insatisfechas y que, por el contrario, Honneth considera que constituyen el núcleo de lo social. Por tanto, las perspectivas de emancipación, de vida buena, pasan por la lucha contra los dispositivos sociales, ideológicos, políticos, que generan el olvido del reconocimiento.
La pista del índice AROPE
Creo que eso es lo que trata de concretar, en el marco de la Unión Europea, lo que conocemos como indicador Arope (“At Risk of Poverty and/or Exclusion”), una tasa que sirve para medir el grado de cumplimiento del proceso de inclusión social que la propia UE incluyó entre sus objetivos en la Estrategia EU 2020, y que remite al porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión social. Los resultados de 2021 son descorazonadores, por lo que se refiere a nuestro país. La población en riesgo de pobreza o exclusión social en España aumentó en 2021 hasta el 27,8 %, ocho décimas más que el año anterior. El INE explica que este porcentaje se establece con un nuevo concepto de la tasa AROPE, que mide la población que se encuentra en alguna de estas tres situaciones: riesgo de pobreza, personas con carencias material y social severa, o con baja intensidad en el empleo. La tasa que determina el umbral de pobreza se fija en el 60% de la media de los ingresos. La “carencia material severa” se mide por referencia a los mínimos en siete de un total de 14 aspectos de la vida, desde no poder permitirse una semana de vacaciones, ni comer carne o pescado al menos cada dos días a no disponer de ordenador personal o no estar en condiciones de asumir gastos imprevistos. La baja intensidad en el empleo determina cuántas personas que conviven en un mismo hogar están ocupadas
Desde febrero de 2022, con la invasión de Ucrania por Rusia, estamos ante otra vuelta de tuerca de ese proceso. El debate político en serio es sustituido por la propaganda en torno al simplismo securitario, por el retorno casi desnudo del motto hobbesiano del miedo a la guerra (el miedo político por antonomasia), por la amenaza de un enemigo ad portas y eso es lo que justifica la problematización de la cuestión migratoria, de la amenaza de la invasión por los diferentes -e incompatibles- con nuestro modo de vida (mercado, derechos, democracia), en un contexto de inflación creciente que para algunos es la antesala de una nueva recesión. Pese a la reacción de la Unión Europea y de los gobiernos que reencuentran o refuerzan los postulados de la socialdemocracia clásica, del keynesianismo, vivimos un proceso de adelgazamiento de los recursos que nos obliga a apretarnos el cinturón, que opera en dirección contraria al proceso de universalización, de extensión progresiva de los derechos sociales, volviendo a la lógica de la primacía nacional, que muestra los límites de la lógica de la solidaridad, extensiva de la igual libertad más allá del vínculo de ciudadanía. Lo hemos visto con ocasión de la gestión de la pandemia. Lo vemos con el doble rasero en el reconocimiento de protección internacional a los refugiados y desplazados de primera, frente a los otros. El proceso de reducción de exclusión, el camino hacia la universalización, la extensión de esa concreción de la egalibertad que son los derechos sociales, sigue siendo, como en el tema ya clásico, a long and winding road. Pero, como advirtiera Vico, mucho antes de que Heine escribiera sus famosos versos sobre el peligro y la salvación, estos desastres que nos acechan parecen desgracias, pero son oportunidades. Puede que estemos ante una de las últimas.
[1] Se trata de poner de relieve que la seguridad jurídica no es tanto un resultado, cuanto el presupuesto mismo del Derecho, es decir, condición sine qua non para hablar de un sistema de derechos y libertades garantizadas. Por eso, la forma en que definamos la seguridad jurídica es clave para entender la fortaleza del Estado de Derecho y aun para hablar de Estado constitucional de Derecho. Es así, como propone el mismo Pérez Luño, un concepto que evoluciona en el transcurso del desarrollo del Estado de Derecho y se desliza, según la conocida fórmula acuñada por Denninger, “von der Rechtssicherheit zur Rechtsgütersicherheit als sozialer Gerechtigkeit”,. Se trata de la progresiva toma de conciencia de que la seguridad jurídica no es tanto la dimensión positiva de legalidad, cuanto la garantía de los bienes jurídicos básicos que el orden social y político considera necesario asegurar, desde una perspectiva de justicia social. Sobre ello, me permito remitir al monográfico del número 28 (2020) de la revista Teoría y Derecho, coordinado por el profesor Angel López, y dentro de él a mi “El derecho, desde la pandemia”, pp.16-37.
[2] Cfr en particular el capítulo 2, La pandemia del COVID y sus enseñanzas, pp. 21-27
[3] Cfr. R.Castel, Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, 1995; también La discriminación negativa ¿Ciudadanos o indígenas?, Hacer Editorial, 2010. Asimismo, El ascenso de las incertidumbres: trabajo, protecciones, estatuto del individuo. Fondo de Cultura Económica, 2010. Sobre la aportación de G. Mauger, puede consultarse “Précarisation et nouvelles formes d’encadrement des classes populares”. Actes de la recherche en sciences sociales. Vol. 136-137, 2001. “Rebelión contra la precariedad”, Le Monde Diplomatique, 126, 2006; también, “Los jóvenes de los suburbios en Francia”, Papeles de trabajo. Revista del IDAES, vol.2 2008
[4] Cfr. por ejemplo “En los márgenes de la legitimidad: exclusión y ciudadanía”, Doxa, nº 15-16, 1994, pp 353 ss. También, “Les raisons de l’exclusion”, en S. Naïr/J de Lucas, Le déplacement du monde. Migrations et thémaiques identitaires, Kimé, 1996; “Un mal no sólo francés”, Pasajes, 2007; Sobre los fundamentos de la igualdad y del reconocimiento. Un análisis crítico de las condiciones de las políticas europeas de integración ante la inmigración, Eurobask, 2012; más recientemente, Decir No: el imperativo de la desobediencia, Tirant, 2020, pp.69-75, sobre el umbral de exclusión que pueden tolerar las democracias y Nosotros que quisimos tanto a Atticus Finch: de las raíces del supremacismo al Black Lives Matter, Tirant, 2020, pp. 109-179 sobre el límite institucional de exclusión que arrastra el proyecto democrático de la revolución norteamericana desde 1776.
[5] Me refiero con ello al ensayo de Avishai Margalit, publicado en 1997 con ese título. En el prólogo del libro, el autor explica cómo en una conversación mantenida con su colega Sidney Morgenbesser, éste le comentó que “el problema más acuciante no era la sociedad justa, sino la sociedad decente”. Un comentario que, según escribe, “le causó una gran impresión” hasta tal punto de ser la base sobre la que construyó este ensayo. Margalit se convenció de la importancia que hay que darle, en el pensamiento político, a los conceptos de honor y humillación. La sociedad decente es aquella que no humilla a sus integrantes.
[6] « La Cité doit placer en son fondement la misère et la lutte contre la misère. Puisque la misère ne peut jamais réellement être vaincue, la Cité s’organise sur la base d’un sentiment d’angoisse et d’inquiétude ; elle est une oeuvre contre la misère condamnée à l’inachèvement », De Jean Coste, Babel, 1993. Todo ello remite a su conocido lema “pour une societé sans exil”.
[7] Honneth ha desarrollado esa tesis de la sociedad del menosprecio (término preferible, a mi juicio, al de “desprecio”, utilizado en la excelente edición publicada por Francesc. J. Hernández y Benno Herzog, La sociedad del desprecio, Trotta, 2011) en diferentes ensayos, desde su Kampf um Anerkennung – Zur moralischen Grammatik sozialer Konflikte, 1992 (hay traducción española, La lucha por el reconocimiento Por una gramática moral de los conflictos sociales, Crítica. 1997); Das Andere der Gerechtigkeit. Aufsätze zur praktischen Philosophie. Suhrkamp, 2000; “El reconocimiento como ideología”, Isegoría, nº 35, pp.129-150, 2006; Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Katz, 2010; Reconocimiento. Una historia de las ideas europeas Akal, 2019.
[8] Lo que no excluye otras fuentes. Por dar otros ejemplos, los estudios sobre los procesos de exclusión que en la sociología contemporánea ofrecen Robert Castel, Etiénne Balibar y Gérard Mauger, o, de otra parte, Ulrich Beck y Zygmunt Baumann.
[9] Cfr. por ejemplo Nancy Fraser, Escalas de justicia, Herder, 2008 y, a los efectos de la discusión sobre emancipación, N.Fraser, L.Boltanski, y Ph.Corcuff, Domination et émancipation, pour un renouveau de la critique sociale, Presses Universitaires de Lyon, 2014. Creo que sigue siendo interesante leer el diálogo entre Honneth y Fraser, Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange, 2003, del que hay edición en castellano, ¿Redistribución o reconocimiento? un debate filosófico-político, Morata, 2006.
[10] Vid. S. Weil, L’Enracinement (trad castellana J.R. Capella, Echar raíces, Trotta, 2014.)
[11] El propósito de la obra de Honneth es revitalizar la <teoría crítica> por medio de una gramática moral y política de los conflictos sociales, basada en la teoría del reconocimiento recíproco de Ch. Taylor y a G.H Mead- y que, en el ámbito jurídico, ha sido aplicada de un modo interesante por W.Kymlicka. El filósofo alemán ha construido a mi juicio una reformulación de la teoría de la justicia que pivota sobre la idea de libertad, desde una perspectiva claramente arraigada en la dimensión de alteridad, en la socialidad que, significativamente, concluye en el Estado democrático de Derecho. Desde el punto de vista filosófico-jurídico y político, ese proyecto culmina en su obra más acabada, Das Recht der Freiheit: Grundriss einer Demokratischer Sittlichkeit Suhrkamp, 2011 (hay edición española, El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática -con traducción de Graciela Calderón-, Clave intelectual, 2014.
[12] Como es sabido, hay una interesante relación de las tesis de Honneth con las de Nancy Fraser, que insiste en que la noción de justicia social se constituye por la interrelación entre tres dimensiones: distribución de recursos, reconocimiento y representación. El balance del acceso a esos tres tipos de bienes es lo que permite determinar el grado de exclusión institucional.