SOBRE LA VANA PRETENSIÓN DE ADORNAR EL DISCURSO POLÍTICO CON CITAS QUE ACREDITEN PEDIGREE INTELECTUAL

Dice el refrán que no conviene olvidar la viga en el ojo propio, antes de señalar la paja en el ajeno.
Todos nos equivocamos y algunos de nosotros varias veces al día. Eso debería conducirnos a un ejercicio de humildad y prudencia antes de criticar a los demás y, sobre todo, a tratar de leer un poco más, y hablar un poco menos. O, al menos, a pensar dos veces antes de hablar. Y si esto nos sucede al común de los mortales, resulta más llamativo cuando tales errores o incontinencias verbales los cometen quienes ocupan puestos de la más alta responsabilidad pública, llevados por la pretensión de adornarse en el discurso con citas que muestren una superior cultura filosófica, literaria, musical, étc. El resultado es que queda así en evidencia una ignorancia sólo comparable a su vana pretensión. Vamos, que hacen el ridículo.
Se recordará, por ejemplo, la garrafal metedura de pata de Pablo Iglesias en un debate en la Universidad Carlos III, cuando se inventó una obra de Kant que recomendó leer y que evidentemente él no podía haber leído, porque no existía. Otros líderes, con mayor conciencia de sus propios límites, pero con no menor desvergüenza, se atreven a recomendar al público que lea lo que ellos confiesan no haber leído. De otra medida, creo, fue la pretensión de uno de nuestros presidentes de gobierno de mostrarse como estudioso de la obra de una cumbre de la literatura universal, como Borges, por el mero hecho de ser un entusiasta lector y así entregarse a la publicación de las propias emociones como si éstas fueran de interés general. Claro que, en este caso, hay dos disculpas importantes que llevan a la comprensión e incluso a la ternura por el propósito: la evidencia de que ha leído aquello de lo que habla y el fervor por la obra de este argentino universal. A lo que se ha de unir la ausencia de ambición venal, al haber cedido todos los derechos de autor a causas de voluntariado. A mi juicio, queda suficientemente disculpado.


Escribo ésto, a la vista de algunas anécdotas sucedidas en los últimos días, que ponen de manifiesto lo que -por otra parte- ya sabíamos: algunos de nuestros líderes políticos no dedican lo mejor de su tiempo a desentrañar los argumentos filosóficos de Hobbes, Kant, Hegel o Habermas. Tampoco, a leer cumbres de la poesía, la novela o el teatro. Y, seguramente, no hay ninguna necesidad de que lo hagan: no es preciso que nuestros líderes políticos sean intelectuales de la talla de Masaryk o Havel, aunque leer, estudiar, escuchar música o ir al teatro y al cine no le viene mal a nadie.

El problema en los tres casos recientes que voy a evocar consiste, creo, en que sus asesores piensan que queda bien adornarse de esa manera. Pero, como se verá, a veces estos asesores están faltos de sueño y se equivocan. Hace unas semanas, por ejemplo, les sucedió a los «escribidores» del Alto Representante Borrell, que le metieron en el jardín de comparar las obras de Hobbes y Kant, con un resultado manifiestamente mejorable. Más recientemente, los asesores del líder del PP le sugirieron adornarse con la consabida cita de Orwell y resultó que se trabucó con la fecha de <1984>; y para redondear, los hay que sugirieron al secretario general del PSOE que en su discurso en Sevilla pusiera en boca de Blas de Otero muy conocidos versos que escribió, en realidad, Gil de Biedma. Claro está que siempre cabe la posibilidad de que en los tres casos se trate de un lapsus atribuible a la propia cosecha del orador. De cualquier forma, lo ocurrido pone en evidencia a quienes se apresuraron a ridiculizar a quien citaba a Orwell en vano y silencian a continuación la confusión entre poetas.


A la postre, como recomienda el refranero, «zapatero, a tus zapatos», para que no te digan «dime de lo que presumes y te diré de lo que careces». Claro que también cabe otra lección, como decía al principio: leer un poco más y hablar un poco menos; mayormente, de aquello de lo que se sabe.

La delgada línea entre realpolitik y belicismo. El «giro hobbesiano» del Alto Representante Borrell (versión corregida y ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 19 de octubre de 2022)

La realpolitik como presupuesto de la gestión de las relaciones internacionales. La “escalada” argumentativa de Borrell

El Alto representante de la UE y vicepresidente de la Comisión, Josep Borrell, es, sin duda, es una de las mentes más brillantes que ha dado la política española. Es también uno de los políticos con mayor capacidad de irritar, incluso a los más anónimos ciudadanos, por el frecuente tono de condescendencia con el que se dirige al común de los humanos para sacarnos de nuestros errores, o amonestarnos, desde la superioridad intelectual que le posee. Enric González le dedicó recientemente un brillante artículo (https://elpais.com/ideas/2022-10-15/el-efecto-y-el-defecto.html), en el que me pareció advertir alguna analogía -salvando las distancias, claro- con el famoso y terrible retrato que Velázquez hizo del papa Inocencio X y ante el que éste, según parece, clamó: “¡troppo vero!”.

En efecto, con su apabullante y casi siempre bien articulada argumentación, quien debiera dar muestra de la mejor diplomacia europea, no rehúye entrar en todo tipo de charcos y parece haberse concentrado en las últimas semanas de este mes de octubre en una escalada retórica a propósito de la guerra en Ucrania que, más allá de la polémica, produce -a mi juicio- no poca preocupación e incluso espanto.

Lo de menos es la floritura filosófica, entre Hobbes y Kant, con la que nuestro Borrell adereza esta escalada y que me parece más fruto de estereotipos sobre la contraposición entre ambos filósofos, que no el resultado de un conocimiento preciso de sus tesis: los estudiosos de las ideas políticas saben que el propósito de Hobbes no es el elogio de la fuerza y la guerra, ni mucho menos. Hobbes, partiendo de un planteamiento “realista” -propio del pesimismo antropológico- trata de encontrar una solución racional al fatal destino de la “ley natural de la selva”. Esa solución no es otra que un contrato o pacto, por el que los hombres abdicamos de toda fuerza y de todo derecho (salvo el de la vida), cediendo el monopolio de la misma al monstruo –Leviathan– que es el Estado. Y, por cierto, cabe también recordar que la solución que Kant propone en escritos como Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, o, sobre todo, en La paz perpetua, no es la de un Estado mundial, sino la de una Federación de Estados que haga posible el modelo de un Derecho cosmopolita que vincule a todos. Un proyecto cuyos ecos resuenan, evidentemente en el acuerdo del Tratado de Versalles por el que se crea la Sociedad de las Naciones (1919) y, luego, en el que dio lugar a la creación de la Organización de las Naciones Unidas (1948). Uno y otro, recordemos, después de que la humanidad experimentase como nunca el horror de la guerra, en las dos denominadas guerras mundiales. Pero, insisto, tampoco se trata de someter al eminente profesor a un examen de historia de las ideas, aunque, puestos a adornarse, al menos convendría cierto rigor en su uso.

Lo que me interesa tratar de entender, reitero, es la posición de Borrell en torno a una cuestión recurrente y clave en política internacional, la de la supuesta inevitabilidad del recurso a la fuerza (de la amenaza de recurrir a la fuerza) que, en el fondo, es la decisión que interpela a la Unión Europea ante el hecho terrible que nos afecta, desde el mes de febrero de este año: una guerra brutal que comenzó como una invasión de Ucrania ordenada por Putin, una decisión, a su vez, que en términos jurídico-internacionales podría considerarse un crimen de agresión y a la que ha seguido, según muy numerosos indicios, la comisión de numerosos y terribles crímenes de guerra. Con el coraje personal e intelectual y la ausencia de lengua de trapo que le caracteriza, el buen doctor Borrell nos ha llamado a los europeos a despertarnos de nuestro ingenuo sueño de vivir en un jardín pacífico y aislado, para descubrirnos que debemos afrontar el “horizonte existencial de la guerra”.

Cabe así considerar que Borrell adopta un pragmatismo próximo a la concepción que, como he recordado, podríamos calificar de hobbesiana. Sí, porque la solución que propone Hobbes a ese mal supremo que es la guerra civil, el bellum omnium contra omnes, es, reitero, acordar la cesión del monopolio de la violencia a un constructo, el Estado, una tesis que desarrollará siglos más tarde Weber. El problema es que eso nos deja en difícil posición cuando de la hipótesis de evitar ese mal supremo que es la guerra civil pasamos a la necesidad de evitar otro mal terrible, la guerra entre Estados. En efecto, como advirtió Hegel, “entre los Estados no hay pretor”, de donde se deduce que la guerra sería, finalmente, un horizonte vital inevitable. Aún más, como también señalara Hegel, la prueba de nuestra convicción acerca de la importancia de la libertad es precisamente nuestra disposición a ser capaces de afrontar el sacrifico de ir a la guerra para salvaguardar la libertad, un bien aún más importante incluso que la vida.

Esa concepción doctrinal realista es propia de todos cuantos han postulado que la mejor máxima de seguridad y defensa es la atribuida a Vegetio <si vis pacem, para bellum>, un apotegma que adora la industria de armamento (aunque parece que la formulación original era menos asertiva: igitur, qui desiderat pacem, praeparet bellum, escribió literalmente Vegetio). Ese realismo como condición del buen gobernante, es también el que expresa la metáfora admonitoria atribuida a Bismarck sobre la necesidad de evitar el idealismo propio del político que sólo se pertrecha de principios para realizar su tarea, a quien compara con el ingenuo que se adentra en un bosque infestado de ladrones, con un palillo entre los dientes. Entre las grandes figuras de la diplomacia y la política internacional contemporáneas es notoria la pragmática concepción de Kissinger -continuada por la muy influyente Madeleine Allbright- acerca de la prioridad de disponer de una posición de fuerza en las relaciones internacionales.

Lo que nos dicen todos los prudentes partidarios de este pragmatismo es que debemos abandonar el wishfull thinking y reconocer que, a la hora de la verdad, ni la diplomacia, ni las normas del Derecho internacional ni ninguna autoridad superior (esto es, la fuerza de la razón jurídica y política, la fuerza del Derecho) nos protegerán frente a la razón de la fuerza. Sólo ser capaces de oponer una fuerza mayor -la amenaza de recurrir a ella- nos ofrece esa garantía. Ergo, ante las amenazas de Putin, sólo cabría confiar en la existencia de una capacidad de respuesta bélica que permita la amenaza de “aniquilar al ejército ruso”, como sostuvo el jefe de la diplomacia europea (https://www.europapress.es/internacional/noticia-borrell-avisa-ejercito-ruso-seria-aniquilado-caso-ataque-nuclear-contra-ucrania-20221013120622.html). La pregunta, pues, es si debe cambiar la concepción del papel de la UE en las relaciones internacionales, como consecuencia de la guerra en Ucrania.

Aprovechar la oportunidad que nos brinda la guerra en Ucrania, para “despertar a la política real”, al enfrentamiento entre dos visiones de las relaciones internacionales.

Sostienen los expertos en geopolítica que la guerra de Putin en Ucrania supone un punto de inflexión en el modo de entender las relaciones internacionales. Quizá la cuestión no es tanto que ese cambio radical sea consecuencia de la guerra en Ucrania, sino más bien que esta terrible decisión de Putin debe entenderse en el marco de la deriva a la que parece conducirnos la competición por la hegemonía mundial entre los EEUU y China, flanqueados por la Federación Rusa y coreados por sus respectivos aliados (con la OTAN en primer término), una competición que nos ha devuelto a escenarios propios de la guerra fría, incluida la pesadilla de un conflicto nuclear, en la medida en que China y Rusia (y sus aliados) apuestan por otra visión del mundo, de las relaciones internacionales, claramente incompatible con el modelo de democracia liberal y de un orden internacional regido por los principios y normas de un Derecho internacional puesto en pie desde el sistema onusiano que, al menos, en la letra de la norma se inspira en la prioridad de la defensa de la paz, la cooperación y el respeto a los derechos humanos.

Hay que recordar que todo el esfuerzo que conduce a la Carta fundacional de la ONUestá presidido por una convicción suprema: la guerra es el mal absoluto, el peor azote de la Humanidad, y por eso la prescribieron como el ilícito que debe ser desterrado en las relaciones internacionales. Recordemos asimismo que los visionarios que junto a Eleanor Roosevelt dieron a luz la declaración universal de los derechos humanos en 1948, entendían que el proyecto de las naciones unidas sólo podía asentarse en el cimiento que procurase una firme arquitectura institucional de garantía de los derechos humanos enunciados en la declaración, cuya ambición resulta más sorprendente hoy que en 1948, si me apuran.

Por el contrario, la filosofía del “gato blanco, gato negro; lo importante es que cace ratones”, inspira en realidad una profunda subversión de las reglas de juego del Estado de Derecho, de la democracia y de la legalidad en las relaciones internacionales. La Federación Rusa (no olvidemos que no es sólo Rusia), bajo el diktat de Putin, se apunta con armas y bagajes al mensaje de unpopulismo nacionalista que exige acabar con el mal que representa el modelo que estigmatizan con la fórmula de “dominio occidental”, una falacia argumentativa para la que se sirven, claro, de las ominosas manchas del colonialismo, la explotación descarnada y los crímenes de guerra y contra la humanidad que llenan la alforja de esa “carga del hombre blanco” a la que tan orgullosamente se refirió Kipling en su poema de 1899 en el que explicaba cómo esa pesada tarea de “civilizar” al mundo bárbaro que había sido asumida por el imperio británico, debía pasar a manos de otros, los EEUU (https://www.kiplingsociety.co.uk/poem/poems_burden.htm). Una retórica cuyo lado oscuro fue descrito de forma inigualable por Conrad en  El corazón de las tinieblas.

Creo que ese es el motor del despliegue argumental del Alto Representante Borrell a lo largo de estos meses. Dar una respuesta, proponer un modelo. A mi juicio, su propósito es la necesidad de aprovechar la oportunidad que nos brinda esta guerra para volver a pensar las relaciones internacionales y así, “despertar a los europeos” de su falta de comprensión de la realidad que nos rodea. En ese sentido, me parece imprescindible leer con detenimiento el argumentado ensayo que publicó en marzo de este año, apenas un mes después del comienzo de la invasión (https://geopolitique.eu/en/2022/03/24/europe-in-the-interregnum-our-geopolitical-awakening-after-ukraine/). En esas páginas sostiene con toda claridad un giro en el papel tradicional asumido por la UE en las relaciones internacionales: “I am convinced that the EU must be more than a soft power: we need hard power too”. Es un propósito de importancia crucial y que, insisto, merece ser discutido, sobre todo porque no hay hard power sin poder armamentístico.

El problema, pues, a mi entender, es que el mensaje que nos propone Borrell parece decantarse por un descarnado realismo político, que linda con el belicismo y que no parece tan fácilmente compatible con la defensa del núcleo de la legitimidad del propio proyecto de la UE, eso es, la noción de Estado de Derecho y la primacía de la legalidad internacional, un a priori que todo demócrata europeísta, y estoy convencido de que el Sr Borrell lo es desde siempre, ha de sostener.

El imperio del Derecho y la prioridad de la paz y de la garantía de los derechos humanos es la clave de la fortaleza de la UE, de su papel en el mundo.

Para que la UE desempeñe un papel relevante la UE en las relaciones internacionales es preciso desarrollar sus fortalezas y reducir sus debilidades. ¿Cómo nos propone conseguir esa tarea el Alto Representante de la UE?

A la hora de entender su propuesta me parece significativo, y nada anecdótico, analizar su conferencia “Cómo la guerra ha cambiado Europa”, pronunciada en la XVII Lección conmemorativa de la Fundación Carlos de Amberes (https://www.youtube.com/watch?v=ljZvS2eJzmo). En esa intervención, al modo de Alejandro Magno en Gordium, Borrell propuso un tajo realista: “no se puede ser herbívoro en un mundo de carnívoros”, sostuvo. Si la UE quiere tener un papel propio, nos recuerda Borrell a los ciudadanos europeos, no hay otro camino que el de la autonomía energética y el del rearme, con todos los sacrificios que ello comporte.

Pero la delgada línea roja entre el realismo político y el belicismo fue traspasada por el Alto Representante, a juicio de algunos de nosotros, sobre todo en la intervención inaugural de la Conferencia Anual de embajadores de la UE, de 2022 (https://www.eeas.europa.eu/eeas/eu-ambassadors-annual-conference-2022-opening-speech-high-representative-josep-borrell_en) y en su importante discurso en el Colegio de Europa en Brujas (https://legrandcontinent.eu/es/2022/10/16/los-jardineros-europeos-deben-ir-a-la-jungla/), en el que introdujo otra metáfora, la de la UE como un jardín, un espacio privilegiado de libertad política, prosperidad económica y cohesión social, que se cree preservado de la selva que es el resto del mundo por un muro: “y la selva podría invadir el jardín y los jardineros deberían cuidar el jardín. Pero para evitar que entre la selva en ese bonito y pequeño jardín, la solución no es rodearlo de altos muros, porque la selva tiene una gran capacidad de crecimiento y el muro nunca será lo suficientemente alto como para proteger el jardín. Los jardineros tienen que ir a la selva. Los europeos tienen que estar mucho más comprometidos con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá por diferentes medios”. Fue en ese contexto en el que, como ya recogí anteriormente, pareció doblar la apuesta matonista de Putin al amenazar a Putin con “aniquilar el ejército ruso” (sic), si éste recurría al uso de armamento nuclear en Ucrania (https://www.europapress.es/internacional/noticia-borrell-avisa-ejercito-ruso-seria-aniquilado-caso-ataque-nuclear-contra-ucrania-20221013120622.html).

Tiene razón el doctor Borrell cuando se embarca en esa batalla argumentativa por combatir la tentación de un (cada vez más supuesto) espléndido aislacionismo europeo. No sólo es que, por sus principios constitucionales, la UE debe comprometerse en la tarea de cooperación y en la lucha por la paz, la democracia y el desarrollo en todo el mundo, sino que no puede mantenerse al margen. Como bien señalaba en su metáfora del jardín, la UE no debe ni puede adoptar una posición aislacionista. Ha de salir del jardín e incluso hacer partícipe al resto del mundo de las condiciones que han hecho posible ese jardín, lo que exige, claro, abandonar el paternalismo y todo propósito necolonialista.

La cuestión a debatir es si ello exige aquí y ahora primar como objetivo destinar una parte tan significativamente importante de nuestros recursos a armarnos y hacerlo –seamos realistas, pues– en el marco que definen los intereses del Pentágono y de las industrias de armamento que tanto peso tienen en la OTAN.

No descubro nada si recuerdo que una de las debilidades más relevantes de la UE es nuestra absoluta dependencia de la OTAN en lo relativo a la política de seguridad y defensa. Quiero explicar bien mi posición en el debate: como la gran mayoría de los europeos, prefiero contar con el paraguas de la OTAN a la hora de enfrentarnos a las amenazas de Putin. Pero como ya escribí en Infolibre a propósito de la cumbre de la OTAN en Madrid y de su nuevo concepto estratégico (https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/europa-bloque-atlantico-deberia-apuesta-madrid_129_1266037.html), eso no significa renunciar a una política europea de seguridad y defensa. Una política que debe llevar el sello de aquello que constituye el núcleo y la fortaleza de la Unión. Que no es otro que la asunción de la prioridad del Estado de Derecho y del modelo de legalidad internacional, algo que se aproxima a lo que Ferrajoli ha propuesto como constitucionalismo global. 

Europa tiene su fuerza, insisto, en el hecho de constituir ante todo una comunidad de Derecho, bajo el imperio de la ley (hoy decimos, de la Constitución), al que incluso se subordina la comunidad de intereses que es su motor (el mercado común, el espacio de libre circulación de personas y mercancías que se autodefine como espacio de libertad, seguridad y justicia). Y eso conlleva una decidida opción por un modelo de negociación y cooperación multilateral, que entiende, como pregona la Carta de la ONU, que la guerra es el peor azote de la humanidad y que es incompatible con la legalidad internacional, salvo el caso excepcional de la legítima defensa, que asiste sin duda a Ucrania. Por eso debemos estar a su lado, contribuir activamente a su defensa, porque, sin la menor duda, a Ucrania le ampara la razón del Derecho. Pero porque creemos en la superioridad de la razón del Derecho sobre la razón de la fuerza, nuestros esfuerzos deben orientarse a acabar con la guerra, no a alimentarla, ni a servirse de ella para aplastar a Rusia, como parece el designio de los EEUU.

Europa debe ser un actor comprometido en la tarea de promover la colaboración y el apoyo de quienes puedan empujar a Putin a detener la guerra, como China, sobre todo, y quizá India y Turquía. Convencer también a Ucrania de que no debe perseguir el clásico objetivo bélico de una victoria militar que aplaste al adversario. Sin ingenuidades, sin romper con las exigencias propia de nuestra seguridad. Pero sin la épica belicista que, a la postre, no sale gratis para nadie.

COMPARECENCIA ANTE LA COMISIÓN JURÍDICA Y REGLAMENTARIA DEL CONSELL VALENCIÀ DE CULTURA, SOBRE EL INORME DEL CVC ACERCA DE LA SITUACIÓN DE LA INMIGRACIÓN Y LAS POLITICAS DE GESTIÓN DE LAS MIGRACIONS

Informe sobre la situación de los migrantes

13 10 2022

SUMARIO: (I) DOS CONSIDERACIONES PREVIAS: (I.1) De qué hablamos cuando hablamos de Derecho. (I.2). Las migraciones, hecho social total, rasgo estructural, constante histórica. (II) SOBRE LA GESTIÓN POLÍTICA DE LAS MANIFESTACIONES DE MOVILIDAD HUMANA: LA GOBERNANZA DE LAS MIGRACIONES: (II.1) Ejes de la política migratoria. (II.2). Condición de complejidad. La colaboración multinivel. (II.3.) Gestionar la inmigración laboral

(I)

DOS CONSIDERACIONES PREVIAS

Mi perspectiva sobre el fenómeno migratorio es la de un estudioso del Derecho, de las funciones -más que de los fines- sociales (culturales, económicos y políticos) que se atribuyen a lo que llamamos Derecho, desde el punto de vista más específico de la denominada “gobernanza migratoria”, esto es, la gestión de las principales manifestaciones de la movilidad humana (las migraciones y los desplazamientos forzados a la búsqueda de protección, que mal llamamos refugiados) y de los desafíos que ello implica desde el punto de vista jurídico político, en el orden internacional y también en nuestras estructuras jurídicopolíticas estatales (también regionales en el caso europeo), que son los campos a los que he prestado una atención preferente como investigador y docente en estos 40 años,

Esta perspectiva me exige al menos formular dos precisiones, sobre el modo en el que entiendo el Derecho y también sobre cómo entiendo el fenómeno de las migraciones.

(I.1)

De qué hablamos cuando hablamos de Derecho

Soy de los que piensan que el Derecho es una de nuestras más extraordinarias creaciones culturales, pero también, de los que han aprendido a tratar con cuidado los límites de esa impresionante herramienta.

Entiendo el Derecho como una práctica argumentativa que ha adquirido a lo largo de una evolución multisecular (sobre todo en la tradición occidental,) una muy poderosa y compleja dimensión institucional, bajo la idea guía de lo que llamamos Estado de Derecho y luego, de la democracia.

Esta creación cultural tiene su atractivo -y su cruz- en el modo en que contribuye a la seguridad en las relaciones sociales y en el status de cada uno de nosotros, seguridad en las libertades, certeza y previsibilidad en las relaciones sociales.

El Derecho es en buena medida un juego lingüístico, una herramienta que contribuye a l construcción social de la realidad. Pero no uno cualquiera: a diferencia de otros, está dotado de una capacidad terrible, la de la coacción, incluso, con la pretensión de estar apoyado por el monopolio de la coacción, una pretensión hoy desdibujada en no poca medida, porque sabemos de la existencia de otros actores que disputan al Estado ese monopolio y porque sabemos de otras modalidades de coacción que van más allá del uso de la fuerza o de la privación de libertad: la ruina económica, por ejemplo, o el borrado, la cancelación social: es el poder de los medios de comunicación y de quienes los dominan. El poder hoy, de las redes sociales, que bien sabemos que no son libre expresión de voluntades individuales.

Como juego lingüístico dotado de fuerza coactiva, el Derecho impone una atribución de sentido a las palabras que usamos y a las instituciones y prácticas sociales a las que denomina: propiedad, matrimonio, inmigrante, refugiado… Frente a una concepción esencialista -el complejo Munschaussen- el Derecho no descubre naturalezas jurídicas, sino que conforme a la fórmula de Durkheim (“el Derecho, ritmo de la vida social”), o a la sabia lección de Humpty Dumpty a Alicia (“lo importante no es saber qué significan las palabras; lo importante es saber quién manda”), construye el sentido que interesa a quien manda, ya sea un autócrata, una elite o la mayoría de la sociedad, como se supone sucede en democracia.

El poder del Derecho es tal que llegamos a considerar que el matrimonio, la propiedad, la filiación, la deuda, son realidades que responden a su definición jurídica: que el emigrante es lo que el derecho nos dice: un trabajador apto en nuestro mercado de trabajo, necesario y menos costoso que otras alternativas. Algo que tiene poco que ver con la realidad científica de qué es una persona migrante: el concepto de migrantes que maneja el derecho migratorio no es neutro, no es científico. Es un constructo que depende de nuestrs intereses para gobernar la migración, para gestionarla en nuestro beneficio. Por eso, el concepto jurñidico de mirante se limita al mercado y al orden público. Hacemos política con la migración, no política migratoria.

Eso es así porque el problema es que el lenguaje jurídico, debajo de su aparente sofisticación, esconde una voluntad de simplificación en aras de la seguridad, que se adapta mal a las realidades complejas, como la de las migraciones o los <refugiados>, como elefante en cacharrería. Nos da una seguridad aparente, aquella que nos parece incluso “científica”, veraz: por ejemplo, el apotegma en el que se basa nuestra política de migración y asilo: hay migrantes y hay refugiados, que son dos realidades distintas como agua y aceite, que hay que separar y para ello organizar sofisticados sistemas de triage que permitan atribuir consecuencias jurídicas diferentes, derechos y prestaciones diferentes. Pero la realidad es otra, como señalaré enseguida.

El Derecho es balanza, ponderación, argumentación, sí, pero también espada y, al final, actúa como Alejando en Gordium, para dirimir la cuestión en aras de la seguridad. En un mundo crecientemente global, complejo, en el que ni la ciencia es capaz de proporcionarnos certidumbres duraderas, la capacidad del Derecho para gestionar luna realidad tan dinámica y global se reduce. Algunos nos dirán que el Derecho envejece mal y en cierto modo hacen buenos los diagnósticos de Saint Simon o Comte, que son los de Hume y Marx: la sustitución del Derecho por otras técnicas sociales en la medida en que se pueda superar la precariedad de los recursos y la necesidad de distribución. El Derecho, tal y como lo conocemos, como se sigue estudiando, es propio de un mundo que está en trance de una profundísima transformación. Lo que sucede es que creo que no desaparecerá, sino que se transformará, porque la necesidad que determina su función, la seguridad, la igualdad en las libertades, no va a desaparecer.

(I.2)

Las migraciones, hecho social total, rasgo estructural, constante histórica

Las migraciones son un fenómeno global y holístico: un hecho social total, en la terminología durkheimiana, porque implican todas las dimensiones de lo social: no sólo la laboral y económica, también la cultural y la política.  Y, además, como he repetido muchas veces, las migraciones son res politica, porque afectan al corazón de los conceptos e instituciones de la política, como enseguida recordaré. O, por decirlo con la conocida frase del dramaturgo suizo, con las migraciones, no nos llegan sólo los trabajadores que queríamos: nos llegan personas, sociedades.

Las migraciones son, además, una realidad estructural, una constante de la historia de la humanidad, en la que coinciden las grandes narraciones, como los mitos bíblicos (La historia de los seres humanos, según el génesis, es una historia de migrantes o incluso de refugiados que son expulsado del paraíso original; la historia de la diversidad como maldición, según el mito de Babel), con los testimonios de la antropología científica y de la etnografía (la historia de Lucy, las huellas en la altiplanicie keniata): los seres humanos somos animales que caminamos. Caminamos en busca de la mejor adaptación, de una vida mejor, o, como lo expresara Montesquieu, “en busca de la libertad y de la riqueza”.

Como realidad estructural y global, las migraciones no son sólo un desplazamiento sur-norte. La mayor parte de esos desplazamientos se producen en el eje sur-sur, por razones obvias: se mueven hacia donde pueden llegar, a lo más próximo. Y no debemos ignorar que hay un importantísimo flujo de desplazamientos (que no solemos considerar migraciones) que sigue el eje norte-norte: el de los trabajadores cualificados (por ejemplo, científicos, técnicos, investigadores), que buscan especialización o más altas condiciones de vida. Incluso, aunque en menor medida, hay un eje migratorio norte-sur.

Las migraciones, por tanto, no son una emergencia a tratar en términos de orden público (no digamos, de seguridad y defensa), centrada en el control de fronteras y en el equilibrio de vasos comunicantes. Tampoco, un fenómeno económico-laboral que debe ajustarse a las leyes de mercado, sino, insisto, un rasgo estructural de la historia de la humanidad, que ha evolucionado a la par que esa misma historia.

Las migraciones, como hecho global y holístico, impactan profundamente sobre una tensión básica del orden internacional, esto es, los intereses guía de la acción geopolítica que, en democracia, chocan frecuentemente con lo que decimos una prioridad, la garantía de los derechos humanos, el respeto al modelo de una cooperación multilateral que supuestamente inspiran la legalidad internacional. Las crisis migratorias y de refugiados nos desvelan nuestra incapacidad o quizá mejor nuestra falta de voluntad política para gestionar esa tensión con coherencia: se vence de un lado, según es evidente, tanto en el caso de las migraciones como en el de los refugiados: Afganistán, Siria, Sudán, Rohingyas, Sahel, Mali, Yemen, son sólo algunos ejemplos

Pero, además y sobre todo, es imposible ignorar el desafío que suponen las migraciones (en sentido amplio) sobre los supuestos sociales (la homogeneidad cultural y social) en los que se asientan nuestras categorías políticas básicas (ciudadanía, soberanía): ¿quién tiene derecho a pertenecer, a formar parte de nuestra sociedad por qué, en qué condiciones? ¿quién tiene derecho a decidir, a ser ciudadano, pueblo y con ello soberano? ¿cómo gestionar una diversidad social y cultural más profunda, sin arriesgar la cohesión, sin dar pábulo a esos tóxicos que son el racismo, la xenofobia, los discursos de odio? 

La gestión migratoria es un test para la vigencia del Estado de Derecho y la democracia y también para la legitimidad en las relaciones internacionales. Pero es importante señalar que la dimensión global hace imposible que la gobernanza de las migraciones esté al alcance de un solo país. ESPAÑA (Y NO SÓLO POR FORMAR PARTE DE LA UE) NO PUEDE TENER LA PRETENSIÓN DE UN MODELO PROPIO DE GESTIÓN DE LAS MIGRACIONES. LA TENTACIÓN SOBERANISTA, TAN PRESENTE EN LAS CONCEPCIONES DE RENACIONALZIACIÓN DE LA POLÍTICA DE MIGRACIONES, ES, SOBRE TODO, UN INMENSO ERROR.

(II)

SOBRE LA GESTIÓN POLÍTICA DE LAS MANIFESTACIONES DE MOVILIDAD HUMANA: LA GOBERNANZA DE LAS MIGRACIONES

(II.1)

Ejes de la política migratoria

La evolución de los acontecimientos en un contexto global exige gestionar un nuevo ciclo migratorio, marcado por transformaciones profundas en ese contexto global (la más significativa, a mi juicio, el cambio climático).

Por lo que se refiere a España, debemos prestar atención ante todo a un hecho condicionante, nuestra realidad demográfica. Es bien sabido que nuestra pirámide demográfica se invierte, con cada vez menos nacimientos y cada vez más jubilados. Un país que quiere tener estabilidad y no digamos, una importante presencia en la UE, necesita fortaleza demográfica. En ese sentido, y aun admitiendo que se trata de una perspectiva instrumental, la inmigración ha de ser vista como una oportunidad: nos puede ayudar a obtener y asentar esa fortaleza, a aportar un mayor equilibrio demográfico, a enriquecernos y hacernos más fuertes como país. Eso exige un programa de <inmigración para la ciudadanía>, el modelo canadiense que replicaron, desde nuestra especificidad, los PECI que se pusieron en marcha en la primera legislatura del gobierno socialista de R. Zapatero.

El objetivo debería ser profundizar en las exigencias de la pluralidad inclusiva, sin incurrir en los errores de la asimilación impuesta: se trata de saber atraer a estas generaciones de new comers a los valores constitucionales, al potencial de desarrollo personal y social que ofrece nuestro modelo de Estado social de Derecho.

Además, es evidente que una parte muy importante de la actual población activa, en torno a 9 millones de personas, estará en edad de jubilación antes de 2030, lo que plantea la necesidad de incorporar a nuestro mercado laboral nuevas generaciones de personas que no han nacido en España y con los perfiles adecuados a las necesidades de empleo, tomando en cuenta las transformaciones que va a experimentar el modelo productivo español.

Cinco ejes:

  • la regulación de flujos migratorios por motivos económicos
  • La gestión bilateral de cooperación, democracia, derechos y desarrollo
  • Los instrumentos de políticas de frontera
  • El sistema de acogida de personas que necesitan protección internacional;
  • La acogida, integración e inclusión de las personas migrantes.

(II.2)

Condición de complejidad. Colaboración multinivel

La gobernanza migratoria en nuestro país, debe actualizarse de modo urgente: porque se requieren instrumentos revisados ante contextos cambiantes; porque debe facilitarse y mejorarse la colaboración multinivel; porque debe levantarse la mirada de la frontera; porque el sistema de acogida humanitaria y de protección internacional necesita repensarse; y porque la buena gestión migratoria es imprescindible para desmontar discursos de odio y favorecer una mejor convivencia democrática.

Déficit en el pilar internacional bilateral (además del condicionamiento europeo …): cooperación decentralizada que privilegie a los actores de las sociedades civiles y a los propios inmigrantes. Es muy importante y no meramente decorativa, la tarea de cooperación internacional desde las administraciones municipales y autonómicas, sobre todo como estímulo a los agentes sociales que vehiculen esa cooperación directa entre las sociedades civiles, con protagonismo de los inmigrantes asentados establemente.

El modelo español, un Estado autonómico integrado en la UE, requiere mejorar la cooperación multinivel en materia migratoria. La falta de un diálogo estructurado y permanente, a nivel político y técnico, entre distintas Administraciones, es una de las principales debilidades del sistema de gobernanza migratorio español. Desde 2018 no se reúne la Conferencia Sectorial de Inmigración, por razones que no han sido suficientemente explicadas y a pesar de las demandas de las comunidades autónomas. El diálogo bilateral es importante, pero la cuestión migratoria requiere de espacios estructurales de cooperación entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos, para evitar, entre otras consideraciones, que este tema también se convierta en un espacio de confrontación política

En punto a la igualdad de derechos, hay que dotar de mayor seguridad jurídica a dos sectores en los que existen importantes irregularidades laborales, que facilitan la explotación y dificultan la lucha contra la misma. En el ámbito del sector de cuidados y del hogar, hay que replantear cómo poder garantizar que se cumplan los derechos laborales en los domicilios particulares, equiparar sus derechos con el Régimen General y plantear instrumentos de regularización administrativa a aquellas personas cuyas condiciones de vida son, hoy en España, degradantes. En el ámbito del sector agrícola (también en los de la construcción y servicios) son necesarias inspecciones de trabajo efectivas que garanticen el cumplimiento de los derechos laborales y herramientas de regularización administrativa de personas temporeras en situación irregular. Por otro lado, impera la necesidad de poner en marcha una política de vivienda digna que facilite alquileres asequibles y proporcione un alojamiento digno a las personas trabajadoras temporeras, así como actuaciones contra la explotación también sexual de las mujeres temporeras.

Mención especial requiere la situación de menores migrantes sin referentes familiares, dado que la normativa ha cambiado recientemente para favorecer su integración e inclusión, a la vez que se han convertido en objeto de deshumanización por parte de algunas voces del panorama político español. Uno de los espacios en los que se ha avanzado de manera determinante ha sido, precisamente, el de las personas menores migrantes sin referentes familiares en España. En octubre de 2021 se aprobó una reforma del Reglamento de Extranjería sobre el régimen jurídico de menores y extutelados/as. Se quería, así, dar respuesta a una situación disfuncional que provocaba que muchos jóvenes pasaran a una situación de irregularidad sobrevenida con riesgo de exclusión social una vez terminada su tutela por parte de la Administración. La reforma recogía las demandas reiteradas por parte del Defensor del Pueblo, así como numerosas voces de entidades de la sociedad civil

Es evidente otra prioridad: la construcción de un discurso público fuerte sobre inclusión e integración, acompañado de instrumentos específicos que lo consoliden. Eso requiere de reforzar la lucha contra los discursos de odio y los delitos afines desde una perspectiva integral. También supone mejorar la colaboración multinivel en acciones y actuaciones de integración e inclusión, apoyando el trabajo de las Administraciones autonómicas y locales, así como el trabajo de las entidades de la sociedad civil (recuperando, por ejemplo, la idea de un fondo para la integración y la inclusión, adecuado, eso sí, a los nuevos tiempos). Evidentemente, cualquier discurso público sobre inclusión debe ir acompañado de políticas públicas encaminadas a la reducción de las desigualdades. Ante una situación de crisis, es responsabilidad pública poner en marcha medidas paliativas para responder al desigual impacto de estas en las situaciones personales, especialmente para quienes están en situaciones de mayor vulnerabilidad. En relación con la población migrante, las únicas medidas específicas que se requieren son aquellas necesarias para evitar las situaciones de irregularidad sobrevenida; para garantizar que no exista discriminación en el accesos y uso de los servicios públicos; y para fomentar una participación ciudadana en condiciones de igualdad. El resto de las medidas deben ser entendidas con carácter general, pues reforzar la lucha contra las desigualdades es un imperativo democrático para fortalecer la cohesión social.

(II.3)

Gestionar la llegada y estancia estable de la inmigración

Desde el punto de vistat del trato a los trabajadores inmigrantes, el objetivo reiterado recurrentemente es el equilibrio en la población activa, lo que exige un planteamiento complejo, que supone anticiparnos a las necesidades, previendo con tiempo cuántos empleos necesitaremos, en qué sectores productivos y cuáles serán los perfiles laborales idóneos.

Para ello es preciso renovar los instrumentos públicos de gestión de la inmigración legal, para ordenar la llegada de personas migrantes y hacer efectiva su conexión con las demandas de los empleadores, a la par que mejorar la selección y la incorporación de nuevos trabajadores a nuestro país.

  • En primer lugar, potenciando una contratación en origen de acuerdo con las necesidades laborales, que funcione de manera rápida en los tiempos, y ágil en los procedimientos.
  • En segundo lugar, extendiendo nuevas fórmulas como los visados temporales de búsqueda de empleo que faciliten la llegada y estancia de aquellas personas con los perfiles adecuados hasta que se establezca la relación laboral. 

Al tiempo, esta anticipación también nos debe permitir colaborar con los países de origen en la formación de los potenciales candidatos a nuestro mercado de trabajo.

A través, de convenios de cooperación con nuestro servicio público de empleo y también con el sistema educativo, puede extenderse una formación ocupacional, bien presencial o bien on line, muy valiosa para aportar contenidos formativos que se ajusten a las demandas.

Esa cooperación también debería servir para ofrecer estancias de formación y especialización para cuadros y trabajadores que luego puedan volver a su país y mejorar así ese “capital humano”.

Esto aconsejaría abrir la vía a permisos de estancia para formación y especialización, que pudieran renovarse periódicamente, de forma que, tras regresar a su país, puedan realizar otras estancias en el nuestro. Sería beneficioso para ellos, para sus países y para el nuestro, sin que se convirtiera en la típica descapitalización que hacemos desde Europa, privando a esos países de sus mejores trabajadores.

Por supuesto, esto debe enmarcarse en un modelo de política de cooperación o de codesarrollo, que busque estimular los progresos de esos países en las tres “D”: democracia, derechos humanos y desarrollo. Cabe pensar así que las claúsulas de colaboración o ayuda o el régimen más favorable acordado a esos países, no se condicione – o, al menos, no sólo, ni prioritariamente- al cumplimiento de cuotas de policía tanto de salida como sobre todo de readmisión por parte de los mismos, sino también al avance en los standards del Indice de Desarrollo Humano, que incluye progresos en educación, sanidad y respeto de derechos y libertades.

Europa, en este terreno, tiene un reto común al que debe ofrecer soluciones compartidas a las que España tiene mucho que aportar. Es necesario lograr una correcta articulación de una solidaridad sólida, estructural y permanente hacia los Estados miembros con fronteras exteriores; una responsabilidad más asistida y suficientemente flexible; el aseguramiento del respeto de los derechos humanos y la dignidad humana en la gestión del asilo y la migración con una dimensión exterior de enfoque global que permita una cooperación efectiva con los países de origen y tránsito, en especial con los países de nuestro entorno más inmediato. La conformación de una política europea común de inmigración es una exigencia que se corresponde con la naturaleza de un fenómeno que busca en el territorio común de la UE el destino de millones de personas. En dos décadas se han producido avances, pero muy alejados de la respuesta que merece un desafío cuya entidad pone a prueba la capacidad de gobernanza de la UE. Para ello, el primer reto es combatir la inmigración irregular que tiene como víctimas a los propios migrantes. El dilema entre control y permisividad es falso. Es posible mantener un efectivo control en los accesos con la plena vigencia de los derechos que asisten a todos los inmigrantes con independencia de su condición legal. Fortalecer las fronteras exteriores de la UE en relación con las llegadas clandestinas es una tarea inexcusable para ordenar adecuadamente los accesos legales o la protección que merecen quienes huyen de la represión y la persecución en sus países. 

La Unión Europea debe durante los próximos años tomar la iniciativa para sellar una alianza estratégica con los países de origen y tránsito de la inmigración irregular que incluya convenios de cooperación migratoria, en los que España es pionera. Estas alianzas estratégicas deben basarse en un enfoque integral, primando una visión positiva de la relación y dotadas de una financiación adecuada.

En ese enfoque integral, la dimensión interna y externa deben estar conectadas, incluyendo medidas que promuevan y agilicen los cauces para la inmigración legal, así como un conjunto coherente de acuerdos de readmisión sujetos a escrutinio parlamentario. Además, el enfoque integral debe desarrollarse bajo una combinación de políticas en diversos ámbitos, en particular, la cooperación para el desarrollo, la política comercial y de inversiones, pero también de las políticas de educación y de programas de formación, así como la política de transporte, la agricultura, etc. Se trataría de utilizar todas las políticas de la UE en diversos ámbitos y poner en marcha durante la presidencia española del 2023 el mecanismo horizontal incluido en la propuesta de nuevo reglamento de gestión de la migración y asilo. 

El antirracismo en disputa. La crisis del universalismo, ante la exclusividad identitaria (ponencia en el Congreso de la red «El tiempo de los derechos», Facultad de Derecho, Universidad de Valladolid, 5-6 de octubre de 2022)

Dos precauciones antes del debate

Antes de debatir sobre las perspectivas de la lucha contra la discriminación racial y muy concretamente -en lo que a mí se refiere- acerca de las condiciones de eficacia de la lucha contra el racismo, me parece obligado mencionar dos acotaciones relativas al enfoque de mi propia intervención.

La primera, la más obvia, es recordar que no hablamos en barbecho. El debate sobre el racismo es un clásico en las ciencias sociales (diría que más que en el ámbito jurídico, aunque reconozcamos su peso en la teoría de los derechos humanos). El último giro interesante se produce en torno al eje raza/clase social, sobre el que hay importantes contribuciones desde la sociología y la antropología cultural, como las de Castel y Mauger, a propósito de las revueltas en Francia en 2015[1], y más recientemente, los ensayos de Noiriel, Beaud y Pattieu[2]. En todo caso, desde el punto de vista filosófico jurídico y político, son menos habituales los análisis acerca del peso de un enfoque ligado a la ideología e intereses del racismo en las Constituciones que arrancan de las revoluciones francesa y americana, una cuestión que pesa muy gravosamente sobre la de los EEUU[3].

La segunda tampoco es novedosa: difícilmente podemos debatir sobre el alcance de la discriminación racial y sobre las respuestas desde los ordenamientos jurídicos contemporáneos, singularmente en el Derecho europeo[4], si no nos ponemos de acuerdo en la cuestión previa: qué entendemos por racismo, a qué tipo de racismo nos enfrentamos hoy y en qué debe consistir la lucha contra el racismo.

¿Qué racismo? Las lógicas internas de los diferentes racismos.

Es difícil discutir que toda aproximación teórica al racismo tiene que. dialogar con las tesis asentadas por Allport (La naturaleza del prejuicio) y desarrolladas por Taguieff (La fuerza el prejuicio. El racismo y sus dobles, 1987). Es Taguieff, a mi juicio, quien supo identificar las dos lógicas esenciales del discurso racista, que ha profundizado y actualizado quien es uno de los mejores estudiosos del racismo, Alberto Burgio[5]:

  • La lógica desigualitaria o de la jerarquización, que subyace a la producción de jerarquías antropológicas funcionales a las relaciones de dominación o explotación; En este modelo, como advierte Burgio, el argumento racista está conectado al ejercicio de un poder jerárquico que incluye a quienes son “inferiores”. Es lo que Taguieff ntiende como racismo “asimilacionista” y Burgio califica de “antropofágico”.
  • La lógica diferencialista, que sostiene la alteridad radical de las “razas”, además de servir a la segregación o eliminación física de los grupos considerados “extraños”. Esta lógica es la que propicia procesos de “limpieza étnica”, desde el ostracismo de las polis griegas, hasta el exterminio (Burgio lo califica de “antropoemético”).

Como se ha apuntado, la distinción es sugestiva, pero no debe tomarse en su literalidad como dos tipos diferentes. En realidad, la historia nos muestra la complejidad y multidimensionalidad del fenómeno racista, en el que una y otra lógica se combinan, porque inferioridad de razas y alteridad de sujetos definidos como infrahumanos (no-humanos, en última instancia), tienen continuidad, hasta el punto de que se pueden advertir no pocos elementos comunes, como subraya el mismo Burgio.

En todo caso, no sorprenderé a nadie si recuerdo que no sólo en los EEUU, sino también en casi todo el mundo, se ha producido una ola de recuperación de un racismo que tiene una dimensión sistémica y que quizá nunca desapareció, revitalizado hoy por la modalidad diferencialista o culturalista, en la estela del <conflicto de civilizaciones> preconizado por Hugntinton y del que se hizo eco, a mi juicio muy torpemente, Sartori.

Uso la expresión “racismo sistémico” para referirme(además de a las manifestaciones en la praxis cotidiana) sobre todo a las diferentes modalidades del racismo institucional, entendido éste a su vez como un entramado conceptual que mantiene en un status de subordiscriminación a toda una categoría de sujetos -básicamente los negros, aunque también alcanza a los latinos, y a los asiáticos en el caso de los EEUU- so pretexto de su “identidad racial, considerada “ontológicamente inferior a la etnicidad blanca y mediante discursos, pautas de comportamiento y prácticas sociales, los mantienen en una posición de marginación o exclusión social, en todas las dimensiones (económica, laboral, espacial o territorial y cultural; ergo, política).

En ese sentido, cabría sostener que el racismo sistémico va más allá del prejuicio racial, del racismo o discriminación cotidianos, como señala la ONG Dismantling Racism Works (dRworks), una organización que enseña activismo social en Estados Unidos, porque el racismo institucional consagra, perpetúa, la modalidad de racismo cultural que consiste en que las creencias, los valores y las normas del grupo dominante (en los EEUU, las personas blancas) sean considerados la norma válida, frente a los valores y prácticas socialesde los demás grupos y en particular de las personas afrodescendientes (aunque hoy habría que señalar a los latinos y a los asiáticos) que no son consideradas relevantes si es que no son pura y simplemente descalificadas como inconciliables.

Conforme a ese mecanismo de exclusión, ni las leyes ni el poder son ni pueden ser vividos como propios por el grupo objeto dela discriminación racista, sino que los sufren: la ley no es suya, las leyes, la policía, los tribunales, no les sirven y protegen, sino que sospechan de ellos y los configuran como nueva clase peligrosa. Lo suyo, como formuló la jurista Danielle Lochak, en línea con las tesis de Agamben, es el estado de excepción permanente como estado natural, es decir, la inversión de los mecanismos del Estado de Derecho[6]. Por eso, la necesidad de un salto en la justicia racial, que es tanto como decir un empeño en el desarrollo de mecanismos del Derecho antidiscriminatorio que no sólo tiene por guía la lucha contra la discriminación y la explotación, sino también contra el dominio ilegítimo, de donde la pertinencia de la fórmula de lucha contra la subordiscriminación (Barrére-Morondo[7]).

Es decir, que ese racismo sistémico no puede no ser segregacionista y supremacista, en cuanto instrumento ideológico de construcción y justificación de la organización social (separate but equal). Todo ello, acompañado de la indiferencia, la minusvaloración, cuando no el negacionismo de esa realidad, por parte de un sector relevante de la población, precisamente la que mantiene el poder hegemónico.

En definitiva, como advirtió Bourdieu, el racismo es una estrategia al servicio de una teogonía social que repite la vieja estructura estática, jerarquizada y de castas que Platón teorizara en su República: la estructura de castas “naturaliza” el racismo, lo justifica, le otorga legitimidad social y política. Esta es una tesis que ha sido actualizada por Wilkerson en una obra[8] que ha despertado la polémica al subrayar la analogía entre la estructura de castas en india y el sistema social supremacista en los EEUU.

Es lo que subraya quien, a mi juicio, es hoy el más interesante renovador de las investigaciones sobre el racismo, Ibram X.Kendi[9]: el racismo es sobre todo una ideología de dominación social, jurídica y política, con base laboral y económica: la mano de obra de la esclavitud (hoy, de la migración), cuya reducción a esa condición de infrasujetos se justifica con el mensaje del racismo biológico o del culturalista/diferencialista (baste recordar en nuestro país cómo se alegaba la dificultad para entender la democracia por parte de los inmigrantes, en la primera versión del programa GRECO). Y por eso, sostiene Kendi, siguiendo la tesis enunciada por Angela Davis (“en una sociedad racista no basta con no ser racista; hay que ser activamente antirracista”), no se puede ser demócrata si no se es profunda y activamente antirracista, militante del antirracismo.

Me parece importante destacar un argumento sobre el que ha insistido Kendi para explicar cómo funciona la lógica racista: creo que tiene razón cuando subraya que la clave para entender la pervivencia del racismo es la existencia de una gran negación al respecto, su enmascaramiento, el mirar para otro lado, el asegurar que eso son “cosas del pasado”. Y por esa razón, Kendi entiende que es preciso que se acabe con la gran negación que sufre esa sociedad, la ignorancia o el enmascaramiento del racismo institucional, constitutivo. La cuestión del negacionismo, como es bien sabido, tiene una importancia capital desde el punto de vista de la memoria, de la propia visión de la sociedad[10], una cuestión que está detrás del debate sobre la memoria histórica. Es el mismo punto en el que insiste Malini Ranganathan, del Centro de Investigación y Políticas Antirracistas de la American University: ser antirracista es una posición activa que exige un proceso por el que las personas que mantienen -heredan de forma inconsciente- reconocen su propio privilegio y lo “desnaturalizan”. Lo ha explicado bien la especialista en psicología del racismo Beverly Tatum[11]: el antirracismo exige romper el silencio frente al racismo. “La única persona que puede interrumpir este proceso es la persona que camina activamente en la dirección opuesta. No se puede ser pasivamente antirracista. Requiere acción».

Racismo, universalismo, antirracismo.

Lo que me interesa destacar hoy, en esta mesa de debate, es sobre todo una contradicción que, paradójicamente, viene asentándose en el seno de los movimientos antirracistas. Me refiero a la reivindicación de la incomunicabilidad del verdadero antirracismo, una concepción crítica, ligada a ciertas posiciones de los estudios decolonialistas, que sostiene que sólo pueden ser verdaderos antirracistas quienes a su vez han sido víctimas del racismo colonial, esto es, sobre todo los grupos afrodescendientes de quienes sufrieron la esclavitud o quienes hoy son “racializados” por sus orígenes. En suma: quienes no pertenecen a esos grupos -por tanto, los “blancos”, una amalgama en la que tanto da que seas caucasiano o latino-, serían usurpadores paternalistas de ese verdadero antirracismo[12].

Creo que además de la falacia argumentativa que subyace a esas tesis (la misma que sostiene que sólo se puede ser feminista si eres mujer), lo preocupante es que esta posición implica una negación del universalismo cuando, por el contrario, según sostendré, no se puede ser antirracista si no se mantiene una concepción universalista.

El núcleo de la defensa del universalismo jurídico es el argumento moral de que todos los seres humanos deben ser considerados iguales, herencia del universalismo estoico, el humanismo cristiano y la Ilustración. Como ha subrayado el mencionado Burgio, puede afirmarse que el racismo es el reverso de la ideología universalista propia de la modernidad, de la ilustración, por más que en el seno de esa ilustración hay restricciones de principio a dicho universalismo (Voltaire, Locke, Jefferson), aunque los hay coherentemente universalistas (los Condorcet, por ejemplo, en su debate con Jefferson). Me permito reproducir el texto en el que Burgio plantea y da respuesta a la pregunta a mi juicio clave: ¿es el racismo un cuerpo extraño o un anticuerpo perverso, una enfermedad autoinmune (Alberto Burgio)?

La respuesta de Burgio es muy sugerente: “El hombre moderno, aunque vagamente consciente de la desigualdad del orden social y de la violencia que impregna las relaciones entre los pueblos y las clases, es conocido al mismo tiempo como corresponsable de la violación sistemática de sus propios principios éticos. Esta conciencia provoca dolor y la urgente necesidad de calmarlo. El racismo responde a esta necesidad con una eficacia que por sí sola, en nuestra opinión, explica su continua generalización y la fuerza de su arraigo. Desde sus inicios, el discurso racista ha “demostrado” que los hombres no son iguales y que la especie no los incluye a todos: la mayoría son diferentes o inferiores. El conjunto de conceptos, argumentos y representaciones que han articulado la formación discursiva racista desde finales del siglo XVII ha creado un marco antropológico antitético al del universalismo moderno: un marco que –“ajustando” el universalismo moderno a una realidad que lo niega sistemáticamente; “colonizando” la “razón moral de la modernidad” y redefiniendo sus criterios y propósitos– se ha mostrado capaz de justificar la violación de los principios universalistas y de atemperar el conflicto ético generado por ella “. “proporcionar buenas razones para una reformulación antiuniversalista de los principios éticos fundamentales”. Con él se caracteriza como bestias de carga a esos sujetos infrahumanos.

Precisamente por eso me parece completamente contradictorio el discurso del antirracismo decolonialista al que me refería al comienzo de este apartado. Para combatir el racismo es preciso ante todo desnaturalizar el privilegio (romper el silencio, desvelar la negación), pero -añado- es absolutamente imprescindible reivindicar el ideal normativo universalista, la igualdad como condición normativa, por más que en ese proceso hacia la igualdad resulte necesario recurrir a los instrumentos del derecho antidiscriminatorio.


[1] Sobre el debate raza-nación-clase y la revisión de las tesis de Castel y Mauger, a propósito de les émeutes de otoño de 2005, cfr. de Lucas (2007), “Un mal no sólo francés.”, Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, 2007, Nº 23, pp. 5-15. Me parece muy interesante cómo ha evolucionado la narrativa cinematográfica en Francia sobre el conflicto en la banlieue, desde La Haine, de Mathieu Kassovitz (1995), a las más recientes Los miserables, de Ladj Ly (2019), o BAC Nord, de Cédric Jimenez (2020) , hasta llegar a Athena, de Romain Gavras, (2022), en la que hay algo más que las “migajas de guerra civil”, que diría Enszerbeger..

[2] Cfr. por ejemplo, Stéphane Beaud, Gérard Noiriel, Race et sciences sociales. Essai sur les usages publics d’une catégorie, Marseille, Agone, 2021; también, Jean-Frédéric Schaub et Silvia Sebastiani, Race et histoire dans les sociétés occidentales (XVe-XVIIIe siècles), Paris, Albin Michel, 2021. Es interesante el artículo de Sylvain Pattieu, “Race, classe et sciences sociales: poursuivre le débat”, https://aoc.media/analyse/2022/10/05/race-classe-et-sciences-sociales-poursuivre-le-debat/.

[3] A propósito del racismo y supremacismo como herida original del proyecto del experimento democrático norteamericano de 1776, remito a la segunda parte de mi ensayo Nosotros que quisimos tanto a Atticus Finch, Tirant, 2020.

[4] Hay una jurisprudencia muy relevante en el caso europeo, como señalará mi colega la profesora Solanes, y menos abundante, aunque no exenta de interés, en el caso español, sobre el que el profesor Rey tiene mucha más autoridad y conocimiento que yo, como se verá.

[5] Debo a mi colega Cristina García Pascual la referencia a la importancia de la amplia obra de Burgio, en particular sobre el racismo: por ejemplo, Burgio (1998), L’invenzione delle razze. Studi su razzismo e revisionismo storico; Burgio (2001), La guerra delle razze; Burgio (2011), Il Razismo; Burgio (2020), Critica della ragione razista. Más recientemente, “Racismo y crisis de la conciencia moderna. Cuestiones epistemológicas e historiográficas”, Derechos y libertades nº 47, 2022, pp. 71-95, que he utilizado en este trabajo y donde renueva tesis que apuntó en su “Razzismo e lumi. Su un paradosso storico”, Studi Settecenteschi, nº 13, 1992-1993, pp. 293-330.

[6] Lochak, D. (2007), Face aux migrants: état de droit ou état de siége?.

[7] “Subordiscriminación y discriminación interseccional. Elementos para una teoría del derecho antidiscriminatorio”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, nº 45, 2011, pp. 15-42

[8] Isabel Wilkerson (2020), Caste: the origins of our Discontents.

[9] De la obra de Kendi, destacaré dos libros y un artículo: Kendi (2016), Stamped from the Beginning. The definitive History of racist Ideas in America. Kendi, (2019), How to be an antiracist? También, Kendi (2020) “The End of Denial”, The Atlantic, august 5,2020.

[10] Sobre ello, Géraldine Schwarz, (2019) Los amnésicos. Historia de una familia europea. El libro tiene un epílogo muy relevante de José Alvarez Junco, “El peso de un pasado sucio”, que el propio autor ha desarrollado en un libro reciente, Qué hacer con un pasado sucio (2022).

[11] La obra de mayor impacto de la doctora Tatum fue Why Are All the Black Kids Sitting Together in the Cafeteria? And Other Conversations About Race (2002). En el año 2007 publicó Can We Talk about Race? and Other Conversations in an Era of School Resegregation. Es interesante leer la reciente entrevista en The Atlantic, https://www.theatlantic.com/education/archive/2017/09/beverly-daniel-tatum-classroom-conversations-race/538758/.

[12] En cierto modo, esta concepción que se autopresenta como opuesta al modelo “tío Tom” (que tan eficazmente fustigó Tarantino en su versión de Django unchained, comete a mi juicio el error de ignorar el eje raza/clase e ignorar las razones por las que arraiga el racismo en las clases marginadas. Es lo que ejemplifica el episodio Cunningham en Matar a un ruiseñor: el virus del racismo arraiga de modo particular en el sector social que ocupa el borde del sistema, pero que se siente integrado en él precisamente por ese rasgo identitario, ese marcador de diferencias que es la pertenencia racial. Sobre todo, frente a quien está más próximo a ellos: los negros, los sudacas, los moros trabajadores….

“DERECHOS SOCIALES Y PROCESOS DE EXCLUSIÓN. LECCIONES DEL ÍNDICE AROPE 2021 (ponencia en las XXVIII Jornadas de la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política, Sevilla, 30 septiembre 2022)

Contradicciones sobre el futuro del Estado social de Derecho

La primera reacción ante el título de esta mesa (“Horizontes del actual Estado social de Derecho”) es, seguramente, de escepticismo, porque resulta más que problemático hablar de horizontes en el Estado social de Derecho (incluso de horizontes del Estado de Derecho, sin más), teniendo en cuenta las condiciones actuales.

Quizá más que debatir acerca de los horizontes -desde luego, no en el sentido positivo- habría que hacerlo acerca de si tiene posibilidad de continuar el modelo de Estado social de Derecho, y no sólo por las dificultades empíricas (en primer lugar, de financiación) que amenazan seriamente las políticas públicas reales, propias del modelo. Por decirlo con claridad, el contexto en el que vivimos no sólo afecta a esas condiciones empíricas, sino a la viabilidad y a la pertinencia misma del modelo. Aún no hemos salido de la pandemia, que ha puesto en entredicho un elemento clave del Estado de Derecho, la noción de seguridad jurídica (tantas veces mal entendida, como supo advertir entre nosotros anticipadamente el profesor Pérez Luño, al desarrollar las tesis de Wiethölter en diferentes trabajos[1]) sustituida por el simplismo securitario. Más aún, vivimos las graves consecuencias de la guerra de Ucrania (ese “conflicto tribal de Vds que nos está fastidiando a todos”, según declaraba el embajador de Senegal ante UNESCO) que, en buena medida, es un exponente de la pugna entre el modelo autoritario/populista y el democrático liberal no sólo desde el punto de vista estatal, sino del propio orden y relaciones internacionales. cComo se ha repetido, el motor más valioso de la democracia liberal, la libertad de expresión, se convierte en su mayor debilidad, que aprovechan sus enemigos: no hay más que pensar en cómo el incremento de la inflación que estrecha las condiciones de vida de una buena parte de la población en las democracias europeas, actúa como freno para la coherencia de la defensa de lso valores democráticos en un orden internacional que parece haber regresado a una de las pesadillas de la “guerra fría”, la verosimilitud de la amenaza de uso de armas nucleares. Y, sobre todo, ¿es no sólo viable, sino pertinente, el modelo de Estado social cuando las pruebas del cambio climático nos sitúan ante la evidencia del fin de un modelo supuestamente civilizatorio, que merece más el calificativo de Antropoceno? ¿Es verosímil seguir apostando por él en la modalidad de recreación que supondría un Estado de Derecho global, como preconiza, por ejemplo, Luigi Ferrajoli?

Pero, por otra parte, ese cúmulo de dificultades ha obligado a volver los ojos sobre la necesidad de retornar o en su caso reforzar esa condición de garantía que es el Estado del bienestar, incluso en un ámbito supraestatal -al menos regional- como es el caso de la UE. La experiencia de la necesidad de una respuesta basada en ese modelo ante fenómenos como el de la pandemia o la crisis actual, así lo acredita. Como apuntaba, lo argumenta minuciosamente Luigi Ferrajoli en su reciente Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada[2]: la principal, a su juicio, es la “dramática confirmación de la necesidad de la expansión del paradigma constitucional a escala supranacional”. Pero, a efectos de lo que nos interesa en la discusión en esta mesa, la pandemia nos ha advertido, subraya Ferrajoli, sobre “el papel vital de la esfera pública frente al modelo liberista de devaluación de la misma”, sobre la “necesidad de refundar el papel de la esfera pública en el gobierno de la economía”, frente al leit-motiv de la desregulación que promueven lo que el jurista italiano ha calificado como “poderes salvajes”.

La lucha contra la exclusión

En mi intervención, hoy, voy a centrarme en un asunto que creo resume el propósito del modelo de Estado del bienestar o, por mejor decir, del Estado social de Derecho: la lucha contra la exclusión social, entendida sobre todo como lucha contra la desigualdad. Y utilizaré una clave interpretativa en la que han insistido sobre todo Axel Honneth y Etienne Balibar el test de la progresiva universalización de la garantía de los derechos sociales, lo que exige una capacidad de financiación de los correspondientes servicios. Éste, como venimos comprobando en las últimas semanas, es el verdadero punctum dolens en un modelo de Estado social complejo como el del Estado de las autonomías, en nuestro país, pese al esfuerzo que está haciendo la Unión Europea.

En efecto, lo que distingue el proyecto de gramática social y política propuesto por Honneth es la reivindicación de la igualdad, entendida al modo de Balibar, como egalibertad, igualdad en las libertades y derechos, lo que supone, creo, tres matizaciones que afectan al modo de entender el modelo de Estado social de Derecho. Ante todo, como expresamente subraya Balibar, una concepción activa de los sujetos de esa libertad: activa, es decir, no pasiva, no reducidos a la condición de consumidores de los bienes y mercancías que les procura una visión asistencialista y paternalista del Estado social (una perversión sobre la que ya llamó la atención Ferguson en su Ensayo sobre la sociedad civil, en 1767, cuando advirtió que la contaminación de la lógica del espacio público por la lógica del marcado ponía en peligro el alma de ciudadano). Además, consciente de su alma cívica, de la necesidad de actuar en común, y no como mónadas, tal y como quiere el mercado (y aquí sigue siendo pertinente la denuncia de la ideología del individualismo posesivo que hiciera MacPherson). Y precisamente por eso, como subraya por su parte Honneth, la insistencia en que los derechos sociales son el test concreto de las políticas de reconocimiento, lo que a mi entender es la respuesta clave a la pregunta sobre cómo limitar la exclusión.

Lo primero a subrayar cuando hablamos de exclusión es que se trata de procesos sociales, más que de categorías fijas. Ni integración, ni segregación, ni exclusión lo son: como han explicado muy bien R.Castel y G.Mauger[3]. Castel concibe la exclusión social no tanto como un status, cuanto como un “recorrido”, el deslizamiento de degradación o pérdida de los mecanismos de la cohesión social (de la inclusión), que viene configurado por factores de vulnerabilidad, en los que la clave son la precariedad laboral y la fragilidad de los “soportes sociales relacionales”, hasta configurar lo que denomina procesos de marginalidad y segregación, caracterizados por la ausencia estable de trabajo y el aislamiento del mainstream social.

Por lo demás, he explicado en otras ocasiones[4] mi adhesión a la tesis que propone la relación entre lucha contra la exclusión y la caracterización de la democracia deseable, en términos de una sociedad decente, tal y como inicialmente la formula[5] y, sobre todo, como la ha desarrollado la filosofía del reconocimiento, que sitúa las claves de ese modelo en una sociedad de respeto y reconocimiento, en la que no se den el menosprecio o humillación, ni el exilio. Una tesis, por cierto, en la que la resonancia de los acentos de Pèguy y Camus resulta ineludible.

En efecto, es sabido que, para Pèguy, en el fundamento del orden político debe situarse la lucha contra la miseria, contra la imposición de la miseria, contra la humillación y el exilio, pero esa es una empresa permanentemente inacabada[6]. Prescindiendo de la dimensión mística presente en Pèguy, ese es también, a mi juicio, el sentido del camusiano “se rèvolter contre la injustice”, que se formula ya en sus Lettres à un ami allemand. Y, también en mi opinión, esa tradición es la que encuentra una formulación más precisa en el ideal al que apuntan las tesis de Honneth sobre la sociedad del menosprecio[7], corregidas e integradas en buena medida con algunos elementos que proceden de la reflexión sobre la alteridad propia de Emmanuel Lévinas[8] y también en diálogo con Nancy Fraser[9] y a las que me referiré de inmediato.

En todo caso, la denuncia de esa patología del menosprecio tiene como antecedente filosófico la crítica de la categoría del desarraigo, tal y como fue analizada por Simone Weil, a mi juicio una de las cumbres del pensamiento contemporáneo. La obra probablemente capital de Simone Weil es precisamente L’Enracinement, traducida al castellano como Echar raíces[10], quizá el esfuerzo más penetrante por proporcionar un análisis que desentrañe el arraigo como una categoría no vinculada exclusivamente a la angustia existencial, sino a la condición misma del ser humano. Pero no en abstracto, sino del ser humano definido por su relación con el trabajo que, para la inmensa mayoría de la humanidad, es precisamente un factor de deshumanización, tal y como pone de manifiesto en buena parte de su obra, largamente vinculada a una experiencia real de la condición obrera.

Sin pretensión de originalidad, pues se trata de un motto frecuente en los trabajos de Balibar, Castel o Mauger, he escrito en alguna ocasión que uno de los desafíos que afrontan hoy nuestras democracias es el grado de exclusión institucional que son capaces de albergar, en términos del establecimiento de una discriminación en cuanto a la titularidad y garantía efectiva como sujetos de derechos de una parte de la población, es decir, en términos de déficit de egalibertad. La historia nos muestra que no es en absoluto infrecuente el modelo de regímenes democráticos que conviven o incluso exigen e institucionalizan la exclusión. Ante todo, porque la propia concepción del Estado nacional se presenta como un mecanismo de gestión de la inclusión y de la exclusión o, por mejor decir, de la gestión de los procesos sociales de inclusión y exclusión (de los mecanismos de cohesión social), que se concretan en las condiciones de atribución de derechos y de la categoría de ciudadanía, todavía hoy. En ese sentido puede decirse que las democracias viven bajo la sombra de lo que se puede calificar como “síndrome de Atenas”: la democracia ateniense es el ejemplo por antonomasia de democracia basada en un modelo socioeconómico y también jurídico y político que institucionaliza la esclavitud y la existencia de infrasujetos, comenzando por la barrera de la pertenencia, de la identidad “nacional” decimos, que es el sciboleth para distinguir a los ciudadanos. Un modelo guiado por el “mito de Procusto”, que sólo permite reconocer como ciudadanos a los que se ajustan a un patrón (etnocultural o nacional, pero también socioeconómico: los trabajadores útiles y consumidores pasivos) y que constituye, por lo demás, el pecado original que subyace a la gran democracia norteamericana.

Si me parece relevante la aportación de Honneth[11], en lo que se refiere a la precisión del uso que hay que dar hoy a las categorías de emancipación y exclusión, es porque contribuye a entender el nexo entre ambas categorías en el contexto histórico en el que nos encontramos. La premisa capital de su trabajo es que el proyecto de realización personal (de emancipación, diríamos) depende de nuestra capacidad de conocer y construir una relación de reconocimiento con el mundo, con los otros, con uno mismo. Por eso, señala tres esferas de ese reconocimiento[12]: la del amor/amistad, la jurídico-política y la social-cultural, indispensables para la adquisición de la autoestima, del respeto por uno mismo, del reconocimiento del propio valor. Aunque sin duda la más relevante es la primera, a los efectos del argumento que me interesa hay que referirse a las otras dos y, en primer lugar, a la jurídico-política, cuya necesidad reside en que no puede haber conciencia de la propia autonomía (y dignidad) si el individuo no es reconocido como “un sujeto universal, titular de derechos y deberes”.

Los derechos sociales, palancas de igual libertad

Desde el punto de vista que nos interesa más aquí, esto es, la concreción del objetivo de reducir la exclusión, lo interesante es la función como test de la garantía de los derechos sociales, un indicador del grado de universalización de la inclusión jurídica y política. En el bien entendido de que, como ha señalado Ferrrajoli al presentar su idea de un constitucionalismo global, se trata de empujar el objetivo más allá de la limitación institucional propia de la lógica del Estado nacional, que los considera un atributo exclusivo de sus ciudadanos.

Dicho de otro modo, el paso decisivo frente a la exclusión institucionalizada es el reconocimiento y garantía del elenco de derechos y deberes que el Derecho permite concretar; el que las declaraciones americana y francesa ejemplificaron de diversa forma, y que desarrolla el constitucionalismo contemporáneo ha contribuido a desarrollar y precisar, como garantías exigibles por parte de todos los ciudadanos -no como concesiones o privilegios de unos pocos-, hasta alcanzar su lógica consecuencia en la Declaración universal de derechos y en la arquitectura de la legalidad internacional del sistema de las Naciones Unidas.

Aun así, esta segunda esfera del reconocimiento es indispensable, pero insuficiente, porque sin la tercera, el reconocimiento sociocultural, la estima de los valores y capacidades que se relacionan con el ámbito siempre complejo de la identidad cultural, no es posible construir la autoestima.

El problema que Honneth sabe identificar bien, a mi entender, es la generalización de dos de las formas de menosprecio (en el sentido profundo de negación explícita de reconocimiento, no sólo de omisión): el menosprecio que se manifiesta en la negación de derechos y en la exclusión de la comunidad jurídica y política y, en segundo lugar, el menosprecio hacia los valores propios de una forma de vida calificados como indignos, como un obstáculo para la propia realización, para el progreso. Una y otra forma de negación del reconocimiento no sólo producen exclusión, sino también la pérdida de autoestima, la autodestrucción. Muy concretamente, y en relación con la primera de estas dos manifestaciones, Honneth insiste en la importancia de las exigencias de reconocimiento y en el marco normativo que debe asegurar su satisfacción, como pistas para reconstruir ese modelo. El motor de esta demanda de reconocimiento, sería -insisto- el acceso y la garantía universal -igual, que no mecánica, uniforme- de los derechos sociales, que lejos de ser conquistas adquiridas se encuentran en permanente proceso de cuestionamiento, como concretaré enseguida.

Es verdad que eso se puede predicar de todos los derechos, según la lección aprendida de Ihering, pero es inquietante sobre todo cómo la lógica del mercado global impulsa a vaciar de la condición de derechos a los derechos sociales (que Balibar entiende como palancas de la igualdad real), convertidos en mercancías y sujetos por tanto a la desregulación y competencia feroz que es propia de la lógica del capitalismo financiero. La cuestión es que ese el proceso de desmantelamiento -palancas de igualdad real- no tiene consecuencias sólo en términos de pérdida de capacidad adquisitiva o de empeoramiento de las condiciones laborales. Es el sentido más profundo de la precarización como condición social definitiva. La lógica de esta etapa del capitalismo, la de la precarización, trata de reducir el trabajo a mercancía cuyo coste es preciso abaratar y, por tanto, tiende a construir al trabajador como objeto intercambiable, cuyas necesidades son un coste, si no un obstáculo para el beneficio. Para eso, es necesario un trabajo de demolición de las reglas, comenzando por las del Derecho del trabajo. Pero con la extensión de la precarización, es el estatus mismo del trabajador como sujeto de Derecho, como ciudadano y protagonista del espacio público, el que desaparece por el sumidero.

Creo que tiene razón Mauger cuando, en consonancia con la tesis de “democracia de rechazo” de Rosanvallon, sostiene que esta tercera exigencia es, en realidad, una cuestión política o incluso prepolítica: no tiene sentido hablar de representación y menos aún de participación política si no se da el mínimo de respeto y reconocimiento. En esas condiciones, lo que se produce es la sustitución de la democracia de adhesión (de la representativa, no digamos de la participativa) por esa “democracia de rechazo”. Es la evidencia de que asistimos a un proceso de pérdida, a una degradación de la condición de ciudadanía, como resultado de su identificación exclusiva en términos formales, técnicojurídicos y por eso apolíticos, un proceso reforzado por la sustitución del ciudadano activo por el consumidor satisfecho, pasivo. El vínculo político, un lazo estrecho con la sociedad política se ha convertido en un adjetivo menor, porque la condición de ciudadano no tiene apenas nada que ver con el ejercicio de la soberanía, con el protagonismo en la toma de las decisiones relevantes para todos, las decisiones públicas qua comunes y relevantes.

En todo caso, Honneth advierte que la evolución del capitalismo moderno (y a mi juicio en ello coincide con cuanto había anticipado MacPherson en su examen de la “teoría política del individualismo posesivo”) se orienta en una dirección que impide esa relación de respeto y reconocimiento, e impone una patología social, una sociedad del desprecio y de la exclusión. Ello lleva a concluir que el capitalismo neoliberal -en la modalidad del capitalismo financiero- exacerbará la concepción de la sociedad como una agregación (“colección”) de individuos motivados por el cálculo racional de sus intereses y la voluntad de construirse un lugar en la lucha por afirmar ese propio interés. Precisamente por eso, esa concepción del mundo es incapaz de dar cuenta e incluso de entender los conflictos que derivan las expectativas morales insatisfechas y que, por el contrario, Honneth considera que constituyen el núcleo de lo social. Por tanto, las perspectivas de emancipación, de vida buena, pasan por la lucha contra los dispositivos sociales, ideológicos, políticos, que generan el olvido del reconocimiento.

La pista del índice AROPE

Creo que eso es lo que trata de concretar, en el marco de la Unión Europea, lo que conocemos como indicador Arope (“At Risk of Poverty and/or Exclusion”), una tasa que sirve para medir el grado de cumplimiento del proceso de inclusión social que la propia UE incluyó entre sus objetivos en la Estrategia EU 2020, y que remite al porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión social. Los resultados de 2021 son descorazonadores, por lo que se refiere a nuestro país. La población en riesgo de pobreza o exclusión social en España aumentó en 2021 hasta el 27,8 %, ocho décimas más que el año anterior. El INE explica que este porcentaje se establece con un nuevo concepto de la tasa AROPE, que mide la población que se encuentra en alguna de estas tres situaciones: riesgo de pobreza, personas con carencias material y social severa, o con baja intensidad en el empleo. La tasa que determina el umbral de pobreza se fija en el 60% de la media de los ingresos. La “carencia material severa” se mide por referencia a los mínimos en siete de un total de 14 aspectos de la vida, desde no poder permitirse una semana de vacaciones, ni comer carne o pescado al menos cada dos días a no disponer de ordenador personal o no estar en condiciones de asumir gastos imprevistos. La baja intensidad en el empleo determina cuántas personas que conviven en un mismo hogar están ocupadas

Desde febrero de 2022, con la invasión de Ucrania por Rusia, estamos ante otra vuelta de tuerca de ese proceso. El debate político en serio es sustituido por la propaganda en torno al simplismo securitario, por el retorno casi desnudo del motto hobbesiano del miedo a la guerra (el miedo político por antonomasia), por la amenaza de un enemigo ad portas y eso es lo que justifica la problematización de la cuestión migratoria, de la amenaza de la invasión por los diferentes -e incompatibles- con nuestro modo de vida (mercado, derechos, democracia), en un contexto de inflación creciente que para algunos es la antesala de una nueva recesión. Pese a la reacción de la Unión Europea y de los gobiernos que reencuentran o refuerzan los postulados de la socialdemocracia clásica, del keynesianismo, vivimos un proceso de adelgazamiento de los recursos que nos obliga a apretarnos el cinturón, que opera en dirección contraria al proceso de universalización, de extensión progresiva de los derechos sociales, volviendo a la lógica de la primacía nacional, que muestra los límites de la lógica de la solidaridad, extensiva de la igual libertad más allá del vínculo de ciudadanía. Lo hemos visto con ocasión de la gestión de la pandemia. Lo vemos con el doble rasero en el reconocimiento de protección internacional a los refugiados y desplazados de primera, frente a los otros. El proceso de reducción de exclusión, el camino hacia la universalización, la extensión de esa concreción de la egalibertad que son los derechos sociales, sigue siendo, como en el tema ya clásico, a long and winding road. Pero, como advirtiera Vico, mucho antes de que Heine escribiera sus famosos versos sobre el peligro y la salvación, estos desastres que nos acechan parecen desgracias, pero son oportunidades. Puede que estemos ante una de las últimas.


[1] Se trata de poner de relieve que la seguridad jurídica no es tanto un resultado, cuanto el presupuesto mismo del Derecho, es decir, condición sine qua non para hablar de un sistema de derechos y libertades garantizadas. Por eso, la forma en que definamos la seguridad jurídica es clave para entender la fortaleza del Estado de Derecho y aun para hablar de Estado constitucional de Derecho. Es así, como propone el mismo Pérez Luño, un concepto que evoluciona en el transcurso del desarrollo del Estado de Derecho y se desliza, según la conocida fórmula acuñada por Denninger, “von der Rechtssicherheit zur Rechtsgütersicherheit als sozialer Gerechtigkeit”,. Se trata de la progresiva toma de conciencia de que la seguridad jurídica no es tanto la dimensión positiva de legalidad, cuanto la garantía de los bienes jurídicos básicos que el orden social y político considera necesario asegurar, desde una perspectiva de justicia social. Sobre ello, me permito remitir al monográfico del número 28 (2020) de la revista Teoría y Derecho, coordinado por el profesor Angel López, y dentro de él a mi “El derecho, desde la pandemia”, pp.16-37.

[2] Cfr en particular el capítulo 2, La pandemia del COVID y sus enseñanzas, pp. 21-27

[3] Cfr. R.Castel, Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, 1995; también La discriminación negativa ¿Ciudadanos o indígenas?, Hacer Editorial, 2010. Asimismo, El ascenso de las incertidumbres: trabajo, protecciones, estatuto del individuo. Fondo de Cultura Económica, 2010. Sobre la aportación de G. Mauger, puede consultarse “Précarisation et nouvelles formes d’encadrement des classes populares”. Actes de la recherche en sciences sociales. Vol. 136-137, 2001. “Rebelión contra la precariedad”, Le Monde Diplomatique, 126, 2006; también, “Los jóvenes de los suburbios en Francia”, Papeles de trabajo. Revista del IDAES, vol.2 2008

[4] Cfr. por ejemplo “En los márgenes de la legitimidad: exclusión y ciudadanía”, Doxa, nº 15-16, 1994, pp 353 ss. También, “Les raisons de l’exclusion”, en S. Naïr/J de Lucas, Le déplacement du monde. Migrations et thémaiques identitaires, Kimé, 1996; “Un mal no sólo francés”, Pasajes, 2007; Sobre los fundamentos de la igualdad y del reconocimiento. Un análisis crítico de las condiciones de las políticas europeas de integración ante la inmigración, Eurobask, 2012; más recientemente, Decir No: el imperativo de la desobediencia, Tirant, 2020, pp.69-75, sobre el umbral de exclusión que pueden tolerar las democracias y Nosotros que quisimos tanto a Atticus Finch: de las raíces del supremacismo al Black Lives Matter, Tirant, 2020, pp. 109-179 sobre el límite institucional de exclusión que arrastra el proyecto democrático de la revolución norteamericana desde 1776.

[5] Me refiero con ello al ensayo de Avishai Margalit, publicado en 1997 con ese título. En el prólogo del libro, el autor explica cómo en una conversación mantenida con su colega Sidney Morgenbesser, éste le comentó que “el problema más acuciante no era la sociedad justa, sino la sociedad decente”. Un comentario que, según escribe, “le causó una gran impresión” hasta tal punto de ser la base sobre la que construyó este ensayo. Margalit se convenció de la importancia que hay que darle, en el pensamiento político, a los conceptos de honor y humillación. La sociedad decente es aquella que no humilla a sus integrantes.

[6] « La Cité doit placer en son fondement la misère et la lutte contre la misère. Puisque la misère ne peut jamais réellement être vaincue, la Cité s’organise sur la base d’un sentiment d’angoisse et d’inquiétude ; elle est une oeuvre contre la misère condamnée à l’inachèvement », De Jean Coste, Babel, 1993. Todo ello remite a su conocido lema “pour une societé sans exil”.

[7] Honneth ha desarrollado esa tesis de la sociedad del menosprecio (término preferible, a mi juicio, al de “desprecio”, utilizado en la excelente edición publicada por Francesc. J. Hernández y Benno Herzog, La sociedad del desprecio, Trotta, 2011) en diferentes ensayos, desde su Kampf um Anerkennung – Zur moralischen Grammatik sozialer Konflikte, 1992 (hay traducción española, La lucha por el reconocimiento Por una gramática moral de los conflictos sociales, Crítica. 1997); Das Andere der Gerechtigkeit. Aufsätze zur praktischen Philosophie. Suhrkamp, 2000; “El reconocimiento como ideología”, Isegoría, nº 35, pp.129-150, 2006; Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Katz, 2010; Reconocimiento. Una historia de las ideas europeas Akal, 2019.

[8] Lo que no excluye otras fuentes. Por dar otros ejemplos, los estudios sobre los procesos de exclusión que en la sociología contemporánea ofrecen Robert Castel, Etiénne Balibar y Gérard Mauger, o, de otra parte, Ulrich Beck y Zygmunt Baumann.

[9] Cfr. por ejemplo Nancy Fraser, Escalas de justicia, Herder, 2008 y, a los efectos de la discusión sobre emancipación, N.Fraser, L.Boltanski, y Ph.Corcuff, Domination et émancipation, pour un renouveau de la critique sociale, Presses Universitaires de Lyon, 2014. Creo que sigue siendo interesante leer el diálogo entre Honneth y Fraser, Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange, 2003, del que hay edición en castellano, ¿Redistribución o reconocimiento? un debate filosófico-político, Morata, 2006.

[10] Vid. S. Weil, L’Enracinement (trad castellana J.R. Capella, Echar raíces, Trotta, 2014.)

[11] El propósito de la obra de Honneth es revitalizar la <teoría crítica> por medio de una gramática moral y política de los conflictos sociales, basada en la teoría del reconocimiento recíproco de Ch. Taylor y a G.H Mead- y que, en el ámbito jurídico, ha sido aplicada de un modo interesante por W.Kymlicka. El filósofo alemán ha construido a mi juicio una reformulación de la teoría de la justicia que pivota sobre la idea de libertad, desde una perspectiva claramente arraigada en la dimensión de alteridad, en la socialidad que, significativamente, concluye en el Estado democrático de Derecho. Desde el punto de vista filosófico-jurídico y político, ese proyecto culmina en su obra más acabada, Das Recht der Freiheit: Grundriss einer Demokratischer Sittlichkeit Suhrkamp, 2011 (hay edición española, El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática -con traducción de Graciela Calderón-, Clave intelectual, 2014.

[12] Como es sabido, hay una interesante relación de las tesis de Honneth con las de Nancy Fraser, que insiste en que la noción de justicia social se constituye por la interrelación entre tres dimensiones: distribución de recursos, reconocimiento y representación. El balance del acceso a esos tres tipos de bienes es lo que permite determinar el grado de exclusión institucional.