Algunas falacias y errores en el debate sobre el derecho a decidir y la Declaración de soberanía de Catalunya (23 enero 2013)

Los términos del debate

El propósito de esta Jornada, de acuerdo con sus organizadoras,  es “abordar, desde una perspectiva pluridisciplinar, el vínculo entre política cultural e identidad, entre política cultural e ideología”. Más concretamente, habida cuenta de “La existencia en España de procesos de nacionalización alternativos al español se traduce sin duda por propuestas políticas distintas”,  se señala que  “…en estas jornadas se preste especial atención a estas propuestas subestatales y a su encaje –o no– en un determinado proyecto español.”

Pues bien, mi presentación, incluida en esta primera temática, pretende ofrecer algunos elementos de análisis acerca del estado de la cuestión hoy, en lo que toca a la más significativa de esas propuestas subestatales, el proceso de (re)nacionalización catalana. He recordado en el título que ese proceso fue criticado de forma más que provocadora por el Ministro de Educación del Gobierno Rajoy en unas declaraciones a TeleMadrid donde afirmó que la escuela catalana “adoctrinaba en el independentismo”. Esa afirmación dio lugar a una réplica de la consellera de educación de la Generalitat, que le acusó de querer “españolizar” a los niños catalanes. La polémica llegó al Congreso de los Diputados donde Wert, ante la pregunta de un diputado del PSC sobre ese cruce de declaraciones, reafirmó su pretensión de “españolizar a los niños catalanes”[1].   Lo que me interesa, claro está, no es la polémica en cuestión –ya se trate de “españolizar” o del más racial  “españolear” (en su acepción en el Diccionario de la RAE: “Hacer propaganda exagerada de España»), aunque el papel de la escuela en los procesos nacionalizadores es obviamente un lugar común no desprovisto de fundamento. Lo que haré es tomar la anécdota como pretexto para una reflexión de otro calado.

Trataré de proporcionar elementos de análisis de lo que algunos consideran el punto de inflexión o, más claramente, una iniciativa de ruptura –si no de secesión tout court– en el modelo de las relaciones políticas entre Catalunya y (el resto de) España[2]. Un proyecto que me parece basado como argumento fuerte (aunque no exclusivo) en una <comprensión propia> del proceso de “nacionalización cultural”. Hablo de comprensión propia no sólo en el clásico sentido idiográfico[3], sino también,  si se me permite expresarlo así,  en el de resultado de la exclusiva y particular “voluntad nacional”: una cultura catalana que exigiría un grado de desarrollo institucional imposible de alcanzar en el marco del Estado español y, por tanto, abocaría necesariamente a la construcción de un Estado propio[4]. Pero, a mi juicio y como trataré de argumentar,  si ese resultado -es decir, la tesis de que nación cultural exige hoy un Estado propio- aparece como inevitable, no se debe a que se trate de un corolario en el sentido lógico,  sino precisamente a la argucia o falacia que consiste en que, en realidad, lo presupone (en el sentido de una comprensión previa o, para ser más claros, de un prejuicio), lo que quiere decir que nos encontramos ante un ejemplo de petitio principii, una más de las falacias argumentativas de ese proyecto y también del debate en torno a él, a las que me referiré enseguida.

Por supuesto, entiendo que el propio enunciado de la cuestión en los términos utilizados es susceptible de importantes matizaciones e incluso de un planteamiento de alcance radicalmente diferente. Y justamente lo que me interesa discutir en las páginas que siguen son precisamente esas matizaciones o interpretaciones. A esos efectos, utilizaré sobre todo las perspectivas propias de la argumentación jurídica y constitucional y de la filosofía política, que  me parecen particularmente útiles ante no pocas falacias y trampas argumentativas de los diferentes planteamientos presentes en el debate. Y no sólo en un campo: tanto de los que, por simplificar, denominaré nacionalistas, como de los soi-dissants constitucionalistas aunque, en rigor, buena parte de los que se autopresentan como tales constitucionalistas son ante todo nacionalistas que se ignoran a sí mismos -como le sucedía al Monsieur Jourdan de Molière- y en ese sentido, en realidad, predemocráticos: pienso por ejemplo en alguno de los fundadores  de la recientemente erigida Fundación en defensa de la Constitución, como los señores Bono o Acebes que, cuando se llenan la boca de la manoseada expresión <patrotismo constitucional>, parecen más próximos a un modelo medieval de patriotismo, el de los Reyes Católicos (sobre todo a Isabel de Castilla) que al constitucionalismo  de Azaña o Tierno y no digamos a los creadores de la expresión, Stenberger  y Habermas[5].

 

 

El proceso de nacionalización catalana y la reivindicación política: algunas falacias y errores.

En todo caso, ese punto de inflexión se debería hoy a la tesis de quienes sostienen que la necesidad o inevitabilidad de ruptura no radica en las limitaciones que impone la pertenencia al Estado español respecto al pleno desarrollo de la identidad cultural catalana, limitaciones que en ese caso podrían ser superadas  por vía de reformas constitucionales del modelo de Estado español,  sino a un paso lógico que, a mi juicio, no está necesariamente implícito en la afirmación de la especificidad cultural de Catalunya: la identificación en términos de identidad entre nación cultural y pueblo como sujeto político (esto es, la reivindicación de que Catalunya es un sujeto político soberano, como lo quiere la declaración inicial de CiU y ERC[6]). Es la posición de quienes mantienen que la identidad cultural fuerte de Catalunya da lugar a su existencia como sujeto político propio, enunciado en términos de un hecho histórico, del que se afirma incluso una tradición anterior a la el Estado español (que sólo aparecería en el tránsito del XV al XVI, en 1492). El pueblo catalán precedería al pueblo español como sujeto político y sus derechos políticos, pues, concretados en la recuperación de instituciones de autogobierno -en sentido asimismo fuerte- tendrían un fundamento histórico de largo alcance que justificaría la pretensión, hoy, de construir[7] un Estado propio, en el marco europeo: “Catalunya, un Estado de la UE” fue el lema de la diada de 2012.. Esta tesis, también a mi juicio, se sustenta en una falacia argumentativa bien conocida, además de implicar dos non sequitur desde el punto de vista jurídico (tanto de Derecho constitucional como de Derecho internacional).

La falacia reside en la confusión entre la experiencia histórica y la legitimidad política democrática, una cuestión que, en opinión de no pocos,  lastra la correcta comprensión de los denominados derechos históricos[8], muy en particular por lo que sucede a ese respecto en el texto de la Constitución española de 1978. Para que un proyecto sea legítimo en democracia no basta con alegar la existencia de una tradición, sino que es necesario probar su adecuación a los criterios de legitimidad democrática, que comienzan por el respeto y garantía de los derechos humanos en términos de igualdad (o egalibertad, como propone Balibar) y continúan por el respeto al principio jurídico básico de autonomía individual y su corolario, que es el principio de que la soberanía reside en la libre decisión de los ciudadanos constituidos como soberano. Es ese el sentido o la interpretación que permite reconciliar soberanía popular y soberanía democrática, algo que, por el contrario, como sabemos, resulta enormemente complicado si nos referimos a la noción de soberanía nacional. En efecto, la  noción de “soberanía nacional”  evoca como sujeto político no al demos que resulta de la libre decisión de todos y cada uno de los ciudadanos gracias al Derecho, esto es, a la supremacía de la ley entendida como expresión de la soberanía popular( como explica Ferrajoli), sino al pueblo entendido como nación,   esto es, como sujeto etnocultural. Dicho en plata: aunque Catalunya, Euzkadi o Navarra hayan gozado de una experiencia política de autogobierno –experiencia que en ningún caso, según resulta indiscutible en términos de hechos históricos, ha sido la de Estado[9]-, eso no es razón legítima suficiente para sostener que tienen Derecho a construir un Estado (insisto, no a recuperarlo).

Pero no es menos necesario insistir en que la noción de soberanía enunciada en el artículo  2 de la Constitución española de 1978[10] , a mi juicio (sobre la base establecida en el artículo 1.2 que taxativamente establece que el único sujeto político de soberanía nacional es el pueblo español), incurre en la misma falacia al sostener que la nación española es una e indisoluble. De esta manera, no se habla de soberanía democrática, sino de soberanía nacional, lo que permite identificar que hay un único sujeto político, el pueblo español, reconducido a la nación española. Además, los atributos de unidad e indisolubilidad, presentados como  elementos definitorios de la nación española no serían en todo caso más que ingredientes de una definición estipulativa, es decir, un desiderátum, pero no pueden afirmarse como condiciones de la definición. Y no es así porque al fundamentar la Constitución en la <indisoluble e indivisible unidad de la Nación española> se entra en contradicción con el principio de legitimidad democrática, al sostener que la Constitución se basa en en tales características, que serían ajenas a la libre decisión de los ciudadanos y que se formulan como imposibles de modificar. La Constitución se  adentra así en la metafísica de las esencias etnoculturales, también en la perspectiva constitucionalista, lo que a mi juicio supone un oxímoron inaceptable.

Respecto a los dos  non sequitur jurídicos, me parece sencillo argumentar ese error lógico. En primer lugar, hay una inconsecuencia respecto al marco político del Estado español puesto que, por definición, ese marco político es la Constitución española que de suyo (pese a lo que se sostiene en  los mencionados artículos 1.2 y 2) es modificable: por tanto, antes de denunciar que ese marco cierra toda posibilidad de reconocimiento y sobre todo si se pretende negociar el marco y no simplemente romper con él, cabría (aún más, debería) explorar las posibilidades de reconocimiento de la identidad cultural y de los derechos políticos derivados supuestamente de tal identidad, sin necesidad de afirmar como ineludible  la ruptura con el Estado. Por ejemplo, mediante un modelo constitucional federal o incluso confederal. Parece difícil apostar por una vía democrática al margen de lo que impone el respeto al Estado de Derecho y a la legalidad. Pero es que sucede que en la Declaración aprobada el día 23 de enero de 2013 se enuncia un “principio de legalidad” (el 7º) que resulta absolutamente contradictorio puesto que expresamente se dice que “S’utilitzaran tots els marcs legals existents per fer efectiu l’enfortiment democràtic i l’exercici del dret a decidir”.

 Es una interpretación inédita de ese principio de legalidad, pues parece implicar que si no viene bien una legalidad se utilizará otra…lo que supone ignorar que incluso en un sistema jurídico complejo hay una sola legalidad, que integra y articula los órdenes jurídicos de diferente plano (por ejemplo, el comunitario, el estatal y el autonómico en el caso español). Además, siguiendo las reglas elementales de la lógica, la carga de la prueba respecto a la inviabilidad de esas alternativas de reforma en términos de su adecuación al proyecto de pleno desarrollo de la identidad cultural reside obvia y prioritariamente  en quien niega. Y aunque no creo que podamos discutir que no sería superfluo que quienes sostienen la tesis de la integración política (constitucional) del pleno reconocimiento de la especificidad cultural, proporcionen razones que permitan sostener esa tesis, lo cierto es que la argumentación de la imposibilidad de atender  a esa reforma no parece concluyente, tal y como es presentada en el texto del preámbulo.

En todo caso, lo que subyace es un dilema de fondo, mal resuelto a mi juicio porque está mal planteado. Se trata de saber si debe prevalecer la “voluntad política colectiva” (por cierto, el Preámbulo habla de <voluntades colectivas> (¿!) a la que parece hacer referencia el “derecho a decidir”, presentado así como exigencia democrática que no puede ser condicionada de ningún modo, y el respeto a la legalidad (la Constitución española) de la que extrae su legitimidad las instituciones autonómicas en el caso de Catalunya. Podríamos replicar como lo hacen los representantes de ERC que, en realidad, es un conflicto de legitimidades en la que debe prevalecer la legitimidad “democrática” –esa voluntad colectiva- frente a la legitimidad legal que es presentada casi en términos de imposición ajena a la libertad- Viviría así Catalunya una situación de dominación ilegítima. Y ahí es donde nos encontramos con dos problemas argumentativos. Parece más que dudoso que un observador imparcial ajeno a España –a Catalunya- pueda aceptar la descripción de que la Catalunya del siglo XXI vive un status de colonización o de dominación asfixiante de su libertad y desarrollo. Pero es que en el fondo eso no importa, porque la posición que sostiene esa denuncia arranca de la falacia autorreferencial que ya he insistido en denunciar.

¿Quiere ello decir que es ilegítimo el planteamiento de pedir un ejercicio del derecho a decidir por parte de los ciudadanos de Catalunya? No. Antes bien, me parece que es legítimo e incluso conveniente. Pero no en el modo, en el procedimiento en que lo plantea esta Declaración y sobre todo en que lo sostiene ERC: consulta sí o sí, sin negociación, puesto que se la considera inútil por no decir contradictoria con su presupuesto autorreferencial: nosotros decidimos y nosotros decidimos cómo decidimos porque en caso contrario no somos nosotros los que decidimos.



[1] «La consellera Rigau dijo el otro día que nuestro interés era españolizar a los alumnos catalanes. ..Pues sí, nuestro interés es ese, para que se sientan tan orgullosos de ser catalanes como españoles y que tengan una vivencia equilibrada de esas dos identidades que les enriquecen», respondió a una pregunta del diputado del PSC, Francesc Vallès el 10 de octubre de 2012: cfr. http://www.lavanguardia.com/politica/20121010/54352442678/wert-admite-interes-espanolizar-alumnos-catalanes.html#ixzz2HBXi9m28

[2] Aunque en el proyecto inicial de CiU –en su programa en las elecciones autonómicas de 2012- se hablaba de ejercicio del “derecho de decisión”, la propuesta pactada entre CiU y ERC plantea a todas luces un proceso de secesión. Eso es más claro aún en el rechazo frontal de toda negociación con el Estado español y en la afirmación reiterada desde ERC de que el referéndum se llevará a cabo sí o sí, al margen si es preciso de la Constitución, el TC o la legalidad española. El resultado de la votación en el Parlament  -el 23 de enero de 2013- sobre las distintas proposiciones no es lo decisivo.

[3] Pese a que casi ruboriza recordarlo, quizá no sea ocioso hacerlo en los tiempos de adanismo que vivimos: me refiero obviamente a la distinción propuesta por Wildeband y desarrollada por Rickert entre ciencias nomotéticas y ciencias idiográficas, que tiene que ver con la distinción utilizada en sociología (comprensión generalizada/explicación ideográfica), en  psicología (mediciones nomotéticas/mediciones ipsativas) o en antropología (emic/etic).

[4] Obviamente no desconozco que la exigencia de Estado propio no se basa exclusivamente en esa consideración de principio sino también  en consideraciones de orden económico (por ejemplo, el desequilibrio o “expolio” fiscal, junto a la tesis de que una Catalunya económicamente independiente –como si eso estuviera al alcance de nadie en esta fase de globalización- se convertiría en una California europea) y estrictamente político, pero lo importante es el punto de partida: la libertad nacional del pueblo catalán.

[5] Fatiga tener que recordar que la noción de Verfassungspatriotismus acuñada por el primero ya en 1979, difundida por él mismo en su libro de idéntico título (publicado en Insel, 1990) y sobre todo luego por Habermas, está en las antípodas de ser una noción susceptible de interpretación nacionalista, siendo como es -en su origen y desarrollo- un proyecto concebido para dar dimensión universalista en un contexto de pluralismo cultural.

[6] Por más que eso supone una reducción. En rigor, la afirmación de soberanía no excluye un modelo de soberanía compartida ni, por tanto, otros modelos de sujeto político diferentes del Estado nacional.

[7] Ese es un matiz que me veo obligado a emplear: en rigor se trata de construir, no de recuperar, pues nunca hubo un Estat propi catalá.

[8] Aunque la lectura del clásico Comunidades imaginadas de B.Anderson (Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism) me parece suficientemente ilustrativa sobre esa falacia, para aplicarla a los casos español y catalán me permito remitir, entre otros, a tres textos bien conocidos, los de Alvarez Junco (Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001), García Cárcel (La herencia del pasado. Las memorias históricas de España, Galaxia Guttenberg, Barcelona, 2011) y Elliott (Haciendo historia, Taurus, Madrid, 2012).

[9] Que, en cambio, tiene una experiencia secular como reino, que la aproxima a la condición de Estado

[10] El artículo 1.2 establece: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado ».  Por su parte, en el artículo 2 se afirma: « La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas » (cursivas del autor).

Seis prejuicios que lastran la cultura de los derechos humanos

MEDIA DOCENA DE PREJUICIOS QUE LASTRAN LA CULTURA DE LOS DERECHOS HUMANOS*

 

 

 

 

 

La polémica acerca de la restricción de la apertura de centros de culto como consecuencia del nuevo (2012) PGOU de Bilbao, nos ofrece una oportunidad para comentar un asunto de interés, que trasciende al debate concreto. Me refiero a la existencia de una comprensión errónea y sin embargo fuertemente asentada en la opinión pública acerca de algunas tesis básicas de la noción de derechos humanos. Porque, en efecto,  no es la primera vez en que un conflicto de derechos que afecta a derechos fundamentales puede entenderse como el resultado de determinados prejuicios arraigados en la opinión pública y que lastran la concepción o, mejor, la percepción dominante sobre estos derechos. Es lo que, a mi juicio, sucede en este caso.

El primero de esos prejuicios tiene que ver con el calificativo de universalidad como predicado del concepto de derechos humanos. Creo que sigue muy presente en la percepción popular de los derechos la identificación entre universalidad y homogeneidad social (sobre todo cultural, ideológica, más que económica), lo que en realidad muestra que pervive el prejuicio monista que entiende el pluralismo como patología o incluso como amenaza, esto es, lo que en otras ocasiones he denominado “complejo de Babel”. De acuerdo con esta visión parcial, la universalidad se concretaría en igualdad, pero en igualdad puramente aritmética o conmutativa, lo que impide entender que hoy, en un mundo globalizado y multicultural, la igualdad es sobre todo igual libertad de los diferentes. El prejuicio opera aquí según el clásico “lo que aquí creemos y practicamos mayoritariamente es lo verdaderamente universal, denunciado por S Benhabib como “universalismo de sustitución”: proyecta como universal nuestra propia idiosincrasia.

El segundo prejuicio es una especificación del anterior y vincula universalidad de derechos y cohesión social: conforme a esta visión arraigada, no habría universalidad de derechos si no existiera la cohesión social, el cerrar filas en torno a un proyecto común. Es decir, no habría universalidad sin unidad social: ideológica (cultural) y política. En el fondo, esta tesis es pareja del miedo a la libertad. En el debate del PGOU el prejuicio se manifiesta bajo el argumento “ya que vienen aquí, que cumplan con lo que es normal aquí”.

El tercero, asimismo corolario del primero,  hace compatible la pretensión de universalidad con la práctica del doble rasero, pues utiliza la diferencia cultural para justificar el trato discriminatorio, confundiendo diferencia y desigualdad: “como son distintos de nosotros, son incompatibles con nosotros y nuestros valores, nuestros derechos, así que no pueden tener los mismos derechos que nosotros.”

El cuarto, confunde la noción de lucha por los derechos con los procesos históricos concretos encabezados por o dirigidos a beneficiar/reconocer a grupos concretos, a “minorías”. Es el error propio de quienes entienden que la libertad religiosa es un derecho establecido para unos pocos, las minorías o grupos religiosos minoritarios, sin entender que, si bien esa es su génesis histórica, se trata de un derecho universal, para todos. Este prejuicio se manifiesta en el debate en Bilbao bajo la forma “esta es una cuestión de unos pocos” e incluso, aún más reductivamente,  “esto es un tema que viene (que interesa sólo) de los inmigrantes”.

El quinto insiste en la necesidad de regular los derechos sin ln no es derecho porque no se puede absolutizar ncia se argumenta que una pretensiatorio, confundiendo diferencia y desigualdad: ímite alguno, esto es, sin caer en la cuenta de que si los derechos se regulan para restringirlos hasta el punto de vaciarlos de contenido, hemos arrojado al niño con el agua sucia, es decir, hemos anulado el derecho…Poner tales condiciones en el PGOU para abrir lugares de culto que, en la práctica, hacen imposible que los fieles se reúnan en esos lugares o que se puedan abrir  los lugares en cuestión, no es regular el derecho, sino abolirlo.

El sexto es, por así decirlo, la otra cara del anterior. Con frecuencia se argumenta que si una pretensión constituye un derecho (“si se tiene una libertad”) no se puede ni se debe regular porque de un lado la libertad es preferible a la limitación de la libertad y, de otro, porque ni el Estado ni el Derecho lo crean, sino que se posee por naturaleza. Obviamente no es así: no hay ningún derecho absoluto, porque en ese caso no existirían derechos de los otros. Y, por lo demás, una libertad que causa un daño relevante a tercero no es admisible jurídicamente: frente a la pretensión de mi libertad se impone la objeción del daño a un derecho o necesidad  relevantes de otro.

 



* Texto para el Seminario en Arrupe Etxea (Bilbao, 26 diciembre de 2012) sobre la denuncia contra el PGOU de Bilbao por la regulación de los lugares de culto.