TIEMPOS DE DESOBEDIENCIA
No descubro nada si recuerdo que vivimos en tiempos de desobediencia. Tampoco añado nada nuevo si pongo en relación este “estado de rebelión” con lo que se conviene en denominar la era de los indignados, que designa el proceso de globalización de un movimiento que se extendió desde las plazas de ciudades árabes a Madrid, Génova, Nueva York o Hong Kong y que hunde sus raíces en la concepción altermundialista, en el lema otro mundo es posible, que es sobre todo una propuesta de rechazo de un (des)orden social percibido como insoportable, por injusto y aun suicida, en términos de la sostenibilidad de la vida (la de los seres humanos y la del propio planeta). Pero no pretendo una disquisición sobre cuestiones que han sido ya muy tratadas (y sobre las que acaba de volver la activista N.Klein en su <Decir no,no basta (Estado y sociedad)>, que, comparado con el anterior, <La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre> o con el clásico <No Logo>,decepciona y mucho) , sino más bien apuntar a una pregunta y ofrecer algunas pistas para el debate a quien interese la cuestión.
La pregunta es por qué hoy el prestigio social está del lado de la desobediencia, mientras que la actitud de obediencia parece sometida a sospecha. Debo precisar de inmediato que no me refiero a esa constante en toda sociedad que viene simbolizada por el atractivo de la negación, vinculada a una necesidad generacional, biológica, la que todos experimentamos al constatar que nos encontramos en un mundo que hemos recibido y que percibimos como ajeno e incluso impuesto. En definitiva, un mundo que no es nuestro, de donde la necesidad de crear el propio. Prácticamente en todas las culturas y en todos los momentos históricos encontramos testimonios de ese rechazo, de esa desobediencia, que es sobre todo una actitud vital de “los jóvenes” hacia las pautas y valores imperantes, testimonios enunciados generalmente en tono de lamentación por la decadencia que ello supone para el orden social existente, cuyos valores son impugnados.
No. Hablo de algo más, de un fenómeno que, por su generalización, parece nuevo: se trata de reconocer que se ha producido una inversión de la comprensión de la desobediencia, que pasa de ser una actitud sospechosa y reprobable para la mayoría, en cuanto incompatible con las condiciones de una convivencia civil, a convertirse en la vía necesaria para construir una sociedad que de verdad merezca ese calificativo. Una sociedad decente, en el sentido de Péguy o Margalit o, digámoslo abiertamente, una sociedad justa.
DESOBEDIENCIA, SÍ, PERO CIVIL
Mi propuesta es que la desobediencia, si es civil, constituye la expresión genuina del espíritu de la democracia y del derecho, por paradójica que pueda parecer esta expresión que, en punto al Derecho, parece rozar el oxímoron. Y advierto sobre la necesidad del adjetivo, que matiza de forma muy importante la tesis inicial, la del prestigio de la desobediencia. No hablo de la desobediencia, sin más, hablo de desobediencia civil.
Quizá nadie como Howard Zinn haya planteado mejor, más provocadoramente, la razón de ser de esta desobediencia, desde que lo hiciera Sófocles, en el diálogo entre Antígona y Creonte, donde, claro está, no se habla de desobediencia civil, sino de la obligación de obedecer el mandato de leyes superiores, no escritas, cuando la ley no es justa. En un debate de 1970 sobre desobediencia civil, Zinn comenzó su intervención señalando que toda la discusión estaba planteada al revés, porque –afirma– “nos dicen que el problema es la desobediencia civil, cuando en realidad el problema es la obediencia civil” (puede verse aquí la lectura que hizo Matt Demon de ese texto de Zinn). Zinn es probablemente el más prolífico defensor de la desobediencia civil, el concepto teorizado por Thoreau en una conferencia escrita en 1848, que lleva ese título y en la que propuso los elementos conceptuales desarrollados luego entre otros por Bedau, Russell, Rawls o Habermas y, sobre todo, llevados a la práctica por los movimientos de defensa de los derechos civiles (Martin Luther King) y por los ecopacifistas, movimientos en los que jugaron un papel fundamental los críticos con el desarrollo del armamento nuclear y la generación de resistencia a la guerra del Vietnam.
Para Thoreau, la desobediencia civil expresa el desacuerdo político de quien no halla justificado el imperativo concreto de una ley, porque choca con los fundamentos del pacto social al que se ha prestado consentimiento, el de los founding fathers en el caso de Thoreau, es decir, la Constitución, en términos de la teoría contemporánea de la desobediencia civil. Para Thoreau, la desobediencia civil es una conducta exigente, lo que significa que ha de ser pública y pacífica y, además, debe aceptar la sanción para probar su coherencia. Sin duda hay en Thoreau un impulso de moral crítica, un fundamento ético de la desobediencia civil, pero la clave está en la dimensión política: Thoreau no trata de cambiar el régimen político, pero tampoco salvar la aplicación de una ley a su caso concreto (la excepción personal o suspensión personal de la ley, propia de la objeción de conciencia). Por eso, su propuesta no es la de la revolución. Es una rebelión para preservar los valores del pacto político que comparte y defiende. De paso, diré que a mi juicio, aunque resulta indiscutible la importancia que tuvo para Gandhi la lectura de Thoreau, el movimiento que éste impulsó y que será decisivo en la independencia de la India no es en realidad desobediencia civil, sino rebelión inspirada en una concepción religiosa, la doctrina de la satyagraha y que adquiere la dimensión de una revolución política. Porque obviamente Gandhi no comparte ni los valores ni las reglas del sistema político del virreinato, la dominación inglesa en la joya de la corona que es la India,no se rebela apelando a esa legitimidad, sino que la impugna. Aunque alguna de las convicciones de Thoreau están muy vivas en el Mahatma,comenzando por aquella que asegura que en un régimen injusto el único lugar para un hombre justo es la cárcel, tesis que llevó a Thoreau a la cárcel de Concord, al negarse a pagar los impuestos con los que se pagaba una aventura colonial, imperialista, la del gobierno de los EEUU de la época en México.
Como decía, creo que, en cierto modo, esta recuperación de la desobediencia como virtud, como motor de la vida política, tiene que ver con la percepción de que la desobediencia es la genuina expresión del espíritu de la democracia, de la reapropiación del poder por parte de we, the people (apelación que, más que a las nociones de pueblo y, desde luego, más que a la de nación, hace referencia a todos y cada uno de los ciudadanos como sujeto político constituyente, como poder político originario). En cierto modo, es un desarrollo coherente de la concepción que desde el humanismo a la Ilustración reivindicará en profundidad el valor de la autonomía como principio sine qua non de la moral, la política y el derecho y que se refleja en la noción de contrato social como única justificación del poder. Una concepción presente en el agudo ensayo de Etienne de La Boétie, El discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contrauno, escrito en 1548, pero que se publicó en 1571 (por Montaigne, su amigo, hay fundadas sospechas de que éste fuera su verdadero autor) y en el que La Boétie impugna la obediencia propia de las monarquías absolutas, que es la obediencia de quien, en lugar de ciudadano, es tratado como súbdito o, como dirá Nietzsche, como rebaño. Una obediencia que es un hábito generado por el miedo, por la amenaza del monopolio de la violencia que detenta el rey. Impugnación de la obediencia como servidumbre voluntaria que encontramos también en la advertencia prudente que se recoge en las Mémoires del que fuera rival de Mazarino, el cardenal de Retz (1675): “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”. Sí: en ese régimen no cabe la desobediencia civil, sino sólo la revolucionaria.
Cuando la desobediencia es civil, aparece, además, a mi juicio, como expresión indefectible de lo que constituye el alma del derecho, que no es otra cosa sino la idea de lucha por los derechos, parafraseando el famoso lema de Jhering. Sí: para que el derecho sea instrumento de satisfacción de las necesidades reales de los ciudadanos, y no instrumento de dominación y discriminación, expresión de violencia, ley del más fuerte, ha de estar al servicio de los derechos como intereses legítimamente dominantes. En una sociedad democrática esa lucha está institucionalizada, a priori, a través de los mecanismos institucionales de representación y de participación. Pero la democracia representativa ha evidenciado sus límites a la hora de garantizar esa lucha genuina por los derechos, de donde la necesidad de encauzarla a través de otros mecanismos y ahí es donde aparece la legitimidad del recurso a la desobediencia civil, que incluso puede ser entendida como una obligación política: porque esta desobediencia es el recurso para apelar a que la mayoría recupere el principio de legitimidad expresado en el pacto político original, esto es, en nuestros sistemas políticos, en la Constitución.
EL LÍMITE DE LA LEGITIMIDAD DE LA DESOBEDIENCIA. UNA CODA CATALANA
Todo lo anterior no significa que no pueda ser legítima la desobediencia revolucionaria, las más de las veces violenta: y hay que añadir de inmediato que esa violencia no la hace ilegítima allí donde no ha existido un pacto social democrático (ilegitimidad de origen) o donde éste ha degenerado (ilegitimidad sobrevenida, nacida de una práctica no respetuosa con los principios de legitimidad) y ha practicado, por ejemplo, violaciones generalizadas de esos principios de legitimidad, como sucede cuando un régimen democrático en su origen viola de forma masiva los derechos humanos.
De esta forma, debemos matizar la tesis del prestigio de la desobediencia. Porque si lo pensamos bien, hemos de admitir que cabe llamar desobediencia, sin más, a lo que calificamos de conducta criminal o delictiva, que en teoría nadie podría proponer como ejemplo a seguir, aunque tenemos testimonios constantes de lo contrario cuando, por ejemplo, se ofrece el modelo de los tiburones financieros, los especuladores, los depredadores de cuello blanco que saben desobedecer a la ley, poniendo su inteligencia en escapar, en disimular esa desobediencia, es decir, en lo contrario del carácter público de la desobediencia civil. Por eso me parece claro que quienes se llena la boca de hablar de desobediencia como instrumento democrático, sin hacer más precisiones, olvidan que una sociedad en la que el modelo sea el desobediente, sin más, es la expresión de la ley del más fuerte, el más astuto. La desobediencia, sin más, es inviable como propuesta decente.
Antes de terminar estas pistas, me permito sugerir una coda que tiene que ver con lo que sucede en nuestro país, en este momento. Se ha asegurado que en Catalunya se vive hoy un ejemplo masivo de desobediencia civil encaminada a un objetivo, el referéndum del 1-O (un referéndum que en modo alguno se puede poner como ejemplo de referéndum democrático con garantías, aunque sí es un caso de consulta popular, e ilegal), que se realizaría a través de actos individuales de desobediencia civil. No lo creo así. Que se recurra a las técnicas pacíficas de desobediencia civil (sobre todo de desobediencia civil indirecta: ocupaciones, sitting on, etc.) no significa que se practique desobediencia civil. Y hablar de <desobediencia institucional> me parece confuso, e implica consecuencias muy contradictorias: ¿con qué fuerza puede tratar de obligarme a obedecer una autoridad que desobedece a su vez?
No, cuando no se impugnan normas, conductas, decisiones, actos y procedimientos, en nombre del marco de legitimidad que es el pacto político (y este, aquí y ahora, es la Constitución), no hay ni desobediencia civil, ni institucional. Cuando se reclama derecho a votar y se trata de ejercerlo al margen de las reglas y procedimientos propios del marco de legitimidad (etablecidos en la Constitución y en las leyes) y además se reivindica el voto para decidir la secesión, la independencia, se reclama ejercer un derecho y hacerlo mediante un procedimiento que la Constitución, el marco de legitimidad, no contempla. Eso significa situarse fuera de él, evidentemente, Impugnarlo o darlo por no vigente. De esa forma, se rechaza el marco de legitimidad y se sustituye por otro que se presenta como mejor, en la medida en que es propio, de sus ciudadanos, el pueblo catalán. Esto no es desobediencia civil, sino otra cosa, que podemos llamar desobediencia revolucionaria, revolución. Sin duda cívica, sin duda ampliamente pacífica, pero persigue un cambio de régimen y por consiguiente tiene un alcance, sí, revolucionario. Pacifico, insisto, pero revolucionario, porque no hay que tener miedo a las palabras.
Se puede y se debe discutir si los argumentos con los que se justifica este proceso revolucionario están bien justificados. Personalmente estoy convencido de que los que se alegan por los partidos independentistas no lo están: en Catalunya hoy es absolutamente impropio invocar el derecho de autodeterminación reconocido en el Derecho internacional. Tampoco cabe hablar de pérdida de la legitimidad de origen. No niego que el régimen constitucional se ha degradado, ante todo como consecuencia de las actuaciones y decisiones de gobiernos que, a mi juicio, han violado principios constitucionales (pienso, por ejemplo, en los derechos sociales), pero no de forma tan generalizada que se haya perdido la legitimidad democrática. Concretamente, estoy convencido de que el Gobierno Rajoy ha recortado indebidamente libertades y derechos, y de forma particularmente grosera en la falta de respeto a la división de poderes, a la independencia judicial y muy recientemente a las libertades de reunión y manifestación. Como me resulta imposible dejar de señalar que esos recortes fueron multiplicados por el Govern de Artur Mas y que el Parlament y el Govern de Junts pel Sí se ha apartado de reglas elementales de respeto a los procedimientos democráticos en la trayectoria acelerada del procés.
Pero todo lo anterior no invalida, también a mi juicio, la legitimidad democrática de la Constitución del 78, sino que exige desplazar del poder al Gobierno Rajoy, que no ha respetado principios básicos de esa legitimidad constitucional y ha bloqueado toda posibilidad de reformarla ahí donde, a todas luces, lo necesita. La divisoria es ésta: hay millones de catalanes y partidos políticos democráticos que creen imposible continuar con ese pacto constitucional, incluso con reformas y por eso están siguiendo la vía de la rebelión revolucionaria. A mi juicio, es un error, porque no hay un déficit de legitimidad democrática que obligue a apartarse de la reforma constitucional, incluido el recurso a la desobediencia civil. Recordaré que la Constitución que así se impugna no es en absoluto una ley sagrada y se puede, y a mi juicio se debe, modificar, porque hoy ese pacto político originario no responde en muchos puntos a lo que queremos los ciudadanos, y en particular los ciudadanos de algunos territorios. Y por eso creo que se equivocan de raíz quienes quieren abandonar ese marco de legitimidad y hacerlo mediante la vía revolucionaria. Conste que hablo de error, porque parto de su buena fe y reconozco la legitimidad de la pretensión independentista. Pero a mi juicio darlo por inservible es un error. Me parece preferible reformarlo, incluso a fondo, para seguir con un marco común de legitimidad. Porque ese pacto político del 78, reformado en aspectos muy importantes, entre los cuales se encuentra un modelo federal, es una solución mejor para todos, para los catalanes y para todos aquellos que no se sienten representados en aspectos importantes de ese acuerdo, de los derechos sociales a la cláusula del déficit, pasando por la desigualdad entre hombres y mujeres o la laicidad. Eso implica que todos puedan participar en la decisión, lo que significa votar, claro. La solución a la indiscutible insatisfacción ciudadana (y no sólo de millones de ciudadanos en Catalunya) consiste en volver a un acuerdo constituyente que dé la oportunidad de que se vote realmente qué pacto social se quiere, también, para introducir las reformas que permitan que, si fuera el caso de la decisión de la mayoría de los catalanes, decidan apartarse del pacto político del Estado español.