LOS OLVIDADOS EN EL DISCURSO DE FELIPE VI

Un simulacro de vida: en el Día internacional de los refugiados

Posted on 20 junio, 2014

Javier De Lucas

Otra vez el día 20 de junio se nos recuerda la condición de esos millones de seres humanos que viven un remedo de vida,  una existencia peor que virtual, vicaria. Porque no es vida, sino simulacro de vida, la situación de incertidumbre, de espera, de angustia, en una tierra de nadie en la que esos seres humanos se encuentran confinados. Es la angustia de la vida en suspenso,  sin saber si obtendrán el reconocimiento mínimo,esa seguridad jurídica básica que es el derecho a tener derecho, que todos tenemos asegurado; todos menos ellos, los refugiados.

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Hay que insistir una vez más en la indignidad, la miseria moral que supone que a nuestro lado (porque en el mundo global ya no hay lejanía), ante la mirada en tiempo real que nos sirven las televisiones y las radios, vivan millones de personas  que hoy, en el mundo de la tecnología y el progreso, se encuentran todavía en un estadio anterior al de esa chispa de civilización que supone la aparición del Derecho. Porque, como sabemos casi desde los albores de la cultura, de la humanidad, el primer gesto de civilización consiste en eso, en recibir al otro que huye del peligro para su vida. Reconocerle como igual a nosotros en cuanto ser humano. Ese el sentido más noble del Derecho en su origen: otorgar una protección básica frente al daño que supone la condición de vulnerabilidad, de ausencia de recursos para protegerse contra las formas del mal: la miseria, la persecución, el aniquilamiento.

Charles Péguy, el filósofo francés, recordaba que ese ideal moral mínimo, el de una ciudad sin exilio, es una obligación moral que nos corresponde a todos. Construir una sociedad en que nadie deba vivir privado del reconocimiento de la condición de sujeto de derecho, que es la del ser político, el que, como ciudadano, goza de la protección del derecho que dispensan los Estados.

No sucede así con los refugiados: los poderes públicos, las instituciones de sus Estados, que deberían garantizárselo, se lo niegan activamente o por omisión. Son sólo seres humanos sin más atributos, privados del rasgo político, la condición de pertenencia, el título de ciudadanos de un Estado, sin el cual esos derechos humanos proclamados como universales en 1789 son papel mojado. Porque los derechos del hombre no son nada si no se es ciudadano. O en todo caso son muy poco si no se es titular del pasaporte de un Estado que cuenta.

El asilo otorga ese primera protección que consiste en no rechazar a quien busca refugio, en no dejarle abandonado o, aún peor, en manos de quien le persigue. A eso están obligados todos los Estados que son parte del sistema de derecho internacional de refugiados en cuyo centro están lasConvenciones de Ginebra que reconocen la protección en que el asilo consiste. Y sin embargo, en un mundo en que cada vez más seres humanos necesitan recibir esa protección, porque cada vez hay más riesgos, más amenazas, el asilo no deja de retroceder.

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Lo ha dejado claro, en particular para España, el Informe anual que presenta CEAR, la ONG más importante entre las que se ocupan de la protección de los refugiados, cuyo trabajo altruista, profundamente cívico,  fruto del esfuerzo y la generosidad sobre todo de centenares de voluntarios, representa lo mejor de lo que el ideal de humanidad expresado por Péguy pueda significar, y que no podemos dejar de agradecer. En estos días se ha hablado y se hablará de ese exhaustivo Informe. Sólo quiero recordar un dato estremecedor, un dato que nos habla de nuestra responsabilidad por la indiferencia, la dejación de nuestro deber como ciudadanos de exigir a quienes nos gobiernan que respeten ese mínimo de deber jurídico (y no sólo moral) que es la extensión de la garantía del asilo a quien lo necesita. En 2013, en España,se registraron un total de 4.502 solicitudes de asilo, en gran medida como consecuencia de los conflictos en Siria y Mali, que han incrementado el flujo de refugiados. Un 1% del total que se recibe en la UE, que son en total algo más de 435.000 solicitudes, de las que 49.510 obtuvieron una respuesta positiva. Y de esas 4500 solicitudes, España sólo otorgó 206, un 0.4%.

¿Es eso un país decente? ¿Es ese país el que aspira a difundir la Marca España en el mundo? ¿Es esa la medida de nuestra dignidad? Hoy hemos vivido un acontecimiento histórico. Un nuevo Jefe de Estado ha presentado su declaración de intenciones. ¿Es este un problema tan ajeno, tan irrelevante, tan poco significativo que no ha merecido ni una línea en el discurso del nuevo rey, Felipe VI, que no ha considerado oportuno mencionar ni a inmigrantes ni a refugiados en el proyecto de España al que quiere servir? Yo no lo creo así. Y, afortunadamente, en esto, como en tantas otras cosas, buena parte de la sociedad civil española va por otro lado. Está comprometida con algo más que nuestro propio ombligo. Está más próxima a intentar poner remedio a aquel duro dictamen de Benedetti, que tantas veces he propuesto aplicar a los refugiados:  ”El mundo es esto / en su mejor momento, una nostalgia / en su peor, un desamparo“.

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TEST PARA NACIONALISMO Y DEMOCRACIA. LOS DERECHOS DE LOS OTROS

Un viejo test para la democracia y los nacionalismos: los derechos de los otros

Posted on 2 junio, 2014

Javier de Lucas

Comenzaré por una cortesía elemental. Reconocer que no soy nacionalista, de ninguno de los nacionalismos posibles aquí y ahora, que ya es decir. Porque es imposible negar que hay donde elegir en el mapa plural en el que vivimos hoy los europeos. No digamos los españoles.

Quizá la razón más importante que nos aparta a algunos de nosotros de una ideología como el nacionalismo, a la que tantas veces -equivocada e irresponsablemente- se ha dado por muerta y enterrada y que, evidentemente, goza de tan buen salud, son los derechos y en particular aquellos que se relacionan con el fenómeno de la diversidad. Más aún hoy, cuando su condición estructural y su visibilidad la han hecho imposible de ignorar.

Hablo en primer lugar de los derechos de los otros. De los derechos de los que no son, no somos como la mayoría. En particular, de los derechos de aquellos que se encuentran en situación manifiestamente vulnerable y heredada, por su condición de minoría. Minoría en el sentido, sobre todo, cualitativo, esto es, su posición de inferioridad, que se concreta en un status de discriminación y dominación, fruto de la ignorancia y el prejuicio y del afán de dominación de quienes victimizan esa condición minoritaria: sexo, clase, edad, opción sexual,  pero también otros marcadores de identidad: nacionalidad, raza, lengua, religión .

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Y por eso hablo también de diversidad. Nuestras sociedades se han vuelto tan interdependientes y tendencialmente abiertas que ya es imposible recurrir a los modelos de antaño con los que se ha gestionado política, cultural, socialmente la diversidad. Modelos que algunos parecen empeñados en mantener contra viento y marea o, lo que es peor, en resucitar para sus proyectos de nuevos Estados.  Son los modelos que consisten en ocultarla, invisibilizarla; no digamos expulsarla, eliminarla. Es decir, ocultar, invisibilizar, expulsar o eliminar a las personas que son agentes visibles de esa diversidad, sobre todo la que molesta a nuestra ignorancia y a nuestros prejuicios. La que resulta inconcebible, la que es vista como un mal, como patología, desde  la pulsión primaria del monismo. Cuando resulta que precisamente ese monismo, el que subyace al mito de Babel, es la verdadera patología social. Lo ha recordado recientemente entre nosotros el profesor de la Universidad de Montreal, Jean Leclair, en su bien argumentado alegato a favor de la solución federalista en sociedades complejas como Canadá o, desde luego, España.

Por eso, cada vez que me topo con amigos que hacen del nacionalismo bandera, sea el que fuere (españolistas, valencianistas, catalanistas, vascos, andaluces también, sardos, flamencos o escoceses) he decidido, en lugar de contar hasta diez, practicar un pequeño reflejo mental: recordarme a mí mismo lo que soy: un inmigrante. Un inmigrante laboral.  Eso me sirve para intentar saber si el nacionalismo de que se trata practicaría conmigo aquello que sigue pareciéndome, lo siento, una cuadratura del círculo: una sociedad plural e incluyente, construida desde ese nacionalismo como ideología-guía.

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Voy a recurrir a una experiencia personal, pero que es común a muchos de nosotros. Como otros muchos emigrantes interiores en España, salí de mi ciudad y región de origen y me fui a otra. Lo hice por razones de trabajo. Eso sí: tuve la inmensa suerte de poder hacerlo libremente (no como la inmensa mayoría de los inmigrantes que llamamos laborales), como he escogido también libremente otros destinos laborales. Algunos en otro país y durante un período de tiempo que bien podría considerarse propio de un título de residencia estable, casi ocho años. No por necesidad. No por obligación. Los elegí para tener mejor formación, más oportunidades laborales, una vida mejor.

Por eso me produce un rechazo inmenso cada vez que alguien ha intentado imponerme un criterio de aceptación de mi presencia en condiciones de igualdad con los indígenas de turno: lengua o acento lingüístico, aprecio por usos y costumbres (siempre mejores que los míos, claro), “amor por la tierra” (como Sarkozy pretendía exigir). Y me digo y les digo que los disfrute el que tenga esos sentimientos, el que tenga la suerte o el gusto de experimentar orgullo, satisfacción u orgasmo viendo su bandera, entonando sus himnos o practicando sus ritos y usos ancestrales (o no tanto). Pero ni hablar de imponérmelos. Menos aún, pretender condicionar mis derechos a esos sentimientos o mitos.

Y si eso me pasa a mí, ¿cómo no voy a rebelarme cuando unos y otros tratan de condicionar a esos sentimientos o mitos los derechos elementales de gentes que huyen de su país por necesidad, por supervivencia? No: ese “patriotismo” del que se disfrazan los nacionalismos monistas, excluyentes, discriminadores, siempre ávidos de dominar a algún otro, es sólo un refugio de indignidad, de la incapacidad para reconocer los vínculos con cualquier otro, por lejos que esté de mi sangre o mis sueños.

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Por eso, hay un test de aceptabilidad que, a mi juicio, debe superar cualquier proyecto político hoy, y en primer lugar el de los nacionalismos viejos y nuevos, los periféricos y los centralistas. También y sobre todo los de ese gran enemigo de Europa, del proyecto europeo en el que creo, que es el nacionalismo fundamentalista europeo construido desde otra ideología-eje. Esta vez, no una basada en el Blut und Boden, sino en un modelo de mercado presidido por el totem del beneficio y sus corolarios (el déficit fiscal como tabú). Una ideología de efectos profundamente desigualitarios y excluyentes, incluso entre los propios europeos, como sabemos los griegos, portugueses o españoles, por ejemplo.

Es el test es del reconocimiento de plenos derechos, de igualdad, a esos otros que son los inmigrantes. No digamos, el de reconocimiento de un primer derecho por el que pugnan millones de seres humanos, el de recibir refugio frente a la persecución: el derecho al asilo.

Por eso, creo que si queremos hablar de nueva democracia, podemos dar un primer paso: comenzar por modificar las política europeas de inmigración y asilo, incompatibles con una democracia incluyente y plural. Y algunos de nosotros valoraremos la actuación de partidos y movimientos (como lo hicimos con sus programas) con la atención puesta en sus hechos a este respecto.

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VANIDADES Y HONORES UNIVERSITARIOS

DE HONORES UNIVERSITARIOS Y VANIDADES

 

Una de las consecuencias del modelo de aggionarmento impuesto a las Universidades bajo el genérico “Bolonia”, so pretexto de la consabida consigna de “acercarlas a la sociedad” y, obviamente, a la necesidad de que “respondan ante la sociedad”, ha sido -a mi juicio- la contaminación de dos lógicas que dominan hoy en esa sociedad civil y que me parecen sumamente criticables. En sí y en su importación en el mundo universitario.

La primera, la sumisión de todos los fines específicos de la institución universitaria (docencia, ciencia, investigación, sentido crítico, aportación al sentido crítico, difusión del conocimiento) a parámetros de mercado. Lo que no es rentable, y de forma inmediata, según el modelo de los programas televisivos sometidos a audiencias de share, debe desaparecer. Eso afecta sobre todo a la investigación básica y  a la docencia en ámbitos en los que no es posible la investigación aplicada. Las humanidades por ejemplo: lo acabamos de ver con la eliminación de la titulación de filología románica en la Universidad de Barcelona. Incluso las ciencias sociales,  cuyo estatuto de ciencia, desgraciadamente, se pone en duda por responsables académicos y de gestión de recursos, como parece suceder en mi propia Universidad. Olvidando por cierto que el estatuto epistemológico como ciencia de áreas del saber tan antiguas como altaneras (medicina es un ejemplo) es sumamente discutible. Lo estamos viendo  en la regulación de los masters y cursos de especialización en las Universidades públicas. Lo que no es rentable, eliminado. Y eso tiene una derivada de particular interés, porque incrementa la desigualdad social ya que perjudica sobre todo a quienes no tienen recursos económicos para pagarse escuelas privadas.

La segunda, es lo que desde Débord conocemos como <sociedad del espectáculo>. Ese ansia de medirlo todo en términos de celebrities por metro cuadrado, que aseguren la presencia en los medios, la visibilidad social.  Un pequeño ejemplo de esto último lo constituyó una práctica de nefasto recuerdo en la que algunas de las universidades españolas (en particular la Universidad Complutense de Madrid) se lanzaron a una loca carrera de nombrar doctores honoris causa a personajes y personajillos, e incluso a notorios delincuentes, confundiendo el culo con las témporas. Por supuesto, a  políticos de toda laya, incluyendo a un rey como el nuestro, que roza el analfabetismo funcional y el desprecio por la ciencia y la cultura (salvo que los toros y las vedettes lo sean).

Quizá la moda se desarrolló desde el cálculo de que eso “nos acercaba a la sociedad,” visibilizaba en los medios y proporcionaba una interesante rédito en términos de pubicidad, márketing, étc. En fin, lo consabido: adula al poderoso, que algo caerá.

Creía que mi Universitat de Valencia había sorteado con éxito esa tentación. No es así. Acaba de investir doctor hc al Sr Pascual Sala.
Si duda, el Sr Sala ha culminado una carrera funcionarial en la judicatura de esas que no tienen parangón, con todos los puestos posibles. Incluido el de Presidente del TC. Demostró una extraordinaria capacidad política para moverse en esos vericuetos y nunca se enfrentó con el poder político de turno. Incluso hizo un favor que causó perplejidad, dirimiendo con su voto la entrada en el TC de polémicos miembros apoyados por el PP, después de haber sido calificado como representante del PSOE en la judicatura.
Y, a todo esto, ¿qué méritos relevantes aporta en la docencia y en la investigación, en la contribución a la excelencia de la Universidad, y concretamente la de Valencia, que le otorga esta su más alta distinción? Lo diré: en mi opinión, muy minoritaria según se ve, ninguno.  Evidentemente no desde el punto de vista de la docencia. Tampoco en términos de investigación, pues ni sus años en la Universidad como profesor asociado le dieron para obtener el grado de doctor, ni tampoco se conocen ejemplos del relevante impacto científico de la “jurisprudencia Sala”. Por lo que se refiere a sus méritos profesionales en la carrera judicial, en la política judicial (muy importantes, sin duda) ya han tenido cumplido reconocimiento con sus cargos y todas las medallas posibles instituidas al efecto.

En ese caso, ¿qué justifica que reciba el libro de la ciencia, los guantes de pureza que son distintivos de un doctor hc? De nuevo en mi opinión, muy poco, más bien nada. Es cierto que el Reglamento de concesión de esta distinción en nuestra Universidad contempla también una cláusula extremadamente abierta y por tanto susceptible de un uso arbitrario o de un abuso: “méritos personales extraordinarios”. Desconozco cuáles puedan ser esos méritos y preferiría que la Universidad suprimiera esa claúsula o no la utilizara. De otra manera, no estaremos a salvo de entregar doctorados honoris causa al personaje de moda (periodista, artista, deportista), lo que no nos deja a salvo de descubrir en no pocos casos que la tal celebrity albergaba un considerable lado oscuro.

Concluyo: servirse de la Universidad para halagar la insaciable vanidad, en este caso, de un político jubilado ya cargado de medallas y favores  es, en mi opinión, un muy mal servicio a la Universidad, aunque lo sea a la amistad. Pero es mejor ser migo de alguien que lo merezca en términos de tal honor.