Este es un trabajo publicado en 2011. Cinco años después, desgraciadamente, lo que aquí se analizaba y denunciaba, sigue siendo actual…
1. El momento de elegir
Cuando se habla de políticas de inmigración surge por doquier el concepto de integración. Las mayoría de las veces, en su acepción social más amplia, que incide sobre todo en la dimensión laboral y en la cultural. Pero es todavía poco frecuente que se plantee lo que, a mi juicio, es el núcleo de una política democrática de inmigración, una política respetuosa del Estado de Derecho: la integración política de los inmigrantes. Porque el propósito de estas páginas es añadir algunos argumentos sobre el carácter central que debe tener ese objetivo de la integración política al diseñar políticas de inmigración. Y hacerlo ahora, cuando comienza a arreciar el mensaje de que los inmigrantes sobran. Cuando, paradójicamente, ahora que, en efecto, llegan menos y podríamos –deberíamos– dedicar el mayor esfuerzo a desarrollar las políticas de presencia, de integración mutua y plena, también este objetivo parece desaparecer de la agenda. Aún peor, a lo más que se llega es a la retórica de la tan cacareada interculturalidad que, como tantas otras veces, se utiliza sobre todo como coartada o como cortina de humo para ocultar los fenómenos de discriminación y dominación porque en realidad se queda en un maquillaje al gusto del lenguaje políticamente correcto y no se habla de las condiciones económicas, jurídicas y políticas del proyecto intercultural.
Sabemos que, si tomamos como punto de referencia la política de inmigración de la Unión Europea (UE) y de la mayoría de sus Estados miembros, al menos a tenor de sus últimos instrumentos en el 2008 (directiva “de retorno”, Pacto europeo de asilo e inmigración, directiva “Blue Card”), es difícil dejar de reconocer que se trata de una política de migraciones que ahonda en una perspectiva progresivamente reductiva, instrumental y, si me lo permiten, miope, bajo el prejuicio doblemente dogmático del control unilateral de los movimientos migratorios, obsesivamente centrado en la lucha contra la inmigración irregular (en filtrar al máximo las entradas para aceptar sólo la inmigration choisie, y en asegurar al máximo las expulsiones, eufemísticamente denominadas retornos o repatriaciones), a la que se destinan más recursos económicos y más iniciativas administrativas, jurídicas y políticas que al resto de objetivos juntos. Un prejuicio que justifica o incluso postula la caracterización de la política de la UE en términos de esquizofrenia democrática de la que habla Ph. Colle, que permite hoy una construcción del lugar público de la inmigración, de los inmigrantes como infrasujetos, que es estrictamente colonial: es la compresencia de la lógica liberal válida para sus ciudadanos nacionales y la lógica colonial aplicada a los no ciudadanos que están dentro, la compresencia de la lógica del Estado de Derecho y la del estado de sitio de la que habla la jurista Daniele Lochak, con la excrecencia incluso de la aplicación del concepto del “derecho penal del enemigo” a los inmigrantes irregulares, que se caracterizan por ser representantes de la diferencia visible pero a los que ofrecemos, como dijera Sayad, la “presencia ausente”, olvidando que existir es existir políticamente.
Decía que el prejuicio que nos impide afrontar en esos términos el verdadero desafío, el reto radicalmente político de la inmigración, es doblemente dogmático. Es dogmático porque ese principio se presenta como un postulado, que constituye un punto de partida a la vez que el objetivo no sólo prioritario sino en realidad excluyente, porque en la práctica se muestra incompatible con otros, y en particular con el de integración, que se proclama simultáneamente al menos desde Tampere, pese al tenaz desmentido de los hechos, es decir, de las decisiones que traicionan ese espíritu: no hablo ya de las críticas que se formulan en informes como el rapport Niessen o el ultimo informe de 2008 del Foro para la Integración; pienso por ejemplo en el tratamiento del derecho al reagrupamiento familiar, en la negativa insistente al reconocimiento de acceso a derechos políticos (a fortiori, a la ciudadanía), por no decir la ausencia de voluntad firme de políticas de igualdad en serio, que son el requisito, la condición sine qua non de políticas de ciudadanía y, por cierto, condición asimismo necesaria aunque no suficiente para hablar de políticas de justicia en este ámbito. Comparto en ese punto las críticas enunciadas
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por C.Withol der Wenden en su rapport de octubre de 2008 para la Fundación Schumann.
Dogmático además porque rechaza toda crítica, toda discusión y descalifica como irresponsable, o en el mejor de los casos utópica, toda propuesta alternativa para pensar de otro modo la inmigración y nuestras respuestas a ese fenómeno capital, global, condición estructural del mundo en que vivimos.
En lo que sigue trataré de mostrar cómo ese prejuicio dogmático precariza el estatus jurídico y político de los inmigrantes, incluso de los asentados establemente, los extranjeriza y por ello los somete a una lógica jurídica que, por evocar de nuevo a D. Lochak, apuesta por la excepcionalidad como lugar natural, quiero decir, jurídico, de los inmigrantes, a diferencia del Estado de Derecho que es el lugar propio de los ciudadanos. Porque esta alternativa entre lógica del estado de sitio, del estado de excepción, frente a la extensión universal, a todos, de la lógica del Estado de Derecho es la opción fundamental por la que han de decidirse nuestros Estados, nuestros ordenamientos, cuando se trata de elegir un modelo de política de inmigración. Una visión, una mirada que se desvela o desnuda en situaciones de crisis como las que vivimos. Una mirada que encierra a los inmigrantes en el círculo vicioso de la invisibilidad y la desigualdad. Un círculo vicioso, porque pareciera que la invisibilidad (política, pública; al menos, un estatus de sumisión, una suerte de compromiso de no luchar por sus derechos) es la condición para acceder a la igualdad. Pero esa invisibilidad les precariza y hace inviable el objetivo de igualdad. Y cuando optan por la visibilidad, aparece límpidamente el discurso no sólo discriminatorio sino desigualitario, que utiliza la técnica jurídica de la fragmentación o multiplicación de estatus, que conllevan derechos muy diferentes, como se advierte nítidamente en la vía de la reciprocidad emprendida en nuestro país para el pacato reconocimiento del derecho al voto, en aras de una interpretación tan literal como a mi juicio mezquina del artículo 13 de la Constitución. Una técnica de fragmentación que ha multiplicado la tipología ideada por Hammar para explicar los estatus públicos en relación con la ciudadanía: de los tres estatus (ciudadanos/nacionales, extranjeros y denizens), hemos pasado hasta ocho estatus, como recuerda Withol der Wenden en el mismo informe antes citado (nacionales, ciudadanos de la UE residentes, ciudadanos de la UE no residentes, no UE residentes –los sujetos de la directiva 2003–, no UE temporales, demandantes de asilo, sin papeles no expulsables y sin papeles expulsables) y ello además sin tener en cuenta la estratificación entre no-UE trabajadores cualificados –los más deseables– y no cualificados y, además, la pendiente resbaladiza, la vulnerabilidad que amenaza a todos los no-UE residentes.
Y además, para rizar el rizo, todo ello se produce en un contexto marcado por una notable paradoja. Me refiero al uso creciente en el discurso político y en los medios de comunicación de la noción de ciudadanía (ciudadanos) cuando se habla de inmigración. Esa sobreabundancia del término, esa retórica omnipresente de la ciudadanía, que ha llegado incluso al plano normativo (PECI 2007, Planes autonómicos), no supera, sino que oculta la presencia ausente de los inmigrantes y daña la noción de ciudadanía. Y aquí podemos hablar de detrimento de la ciudadanía en dos sentidos: en primer lugar, el daño que se hace a una noción de ciudadanía activa y crítica con los discursos, los mensajes del miedo y de la pasividad que lanzan a los ciudadanos europeos las políticas migratorias, verdadero instrumento de disuasión del juego democrático, recuperación del modelo de súbdito sobre el que se basa una concepción hobbessiana de la política. Y, de otro lado, la inexistencia de reconocimiento del papel de los inmigrantes como sujetos del espacio público, como ciudadanos, un déficit que, como he apuntado, lleva a hablar de esquizofrenia democrática (Cole) y que cortocircuita la coherencia de los corolarios del ius migrandi que deberíamos reconocer hoy, en el contexto de la globalización, esto es que no puede existir ese derecho sin el derecho a asentarse como sujeto, no como instrumento, el derecho a existir que debe ser derecho a existir políticamente. No es un derecho absoluto, claro: se puede y debe regular,
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pero es que esa es la condición común de todos los derechos. Y regulación, insisto, no significa vaciamiento de contenido, que en eso consiste, desgraciadamente, la respuesta jurídica vigente, nuestro modo de entender tal derecho.
2. Las miradas sobre el otro inmigrante: crear la invisibilidad
Son diversas las miradas desde las que construimos al otro inmigrante. Y hablo de construcción del otro porque la política de inmigración, el derecho de inmigración (de extranjería) es ante todo un mensaje, una mirada sobre el otro que no refleja la realidad, sino que trata de modelarla. Si examinamos la mayor parte de los instrumentos de esa política comprobaremos que de eso se trata, de un proceso de construcción del otro a partir de lo que nosotros percibimos de él, o, mejor, lo que queremos ver, reinterpretando así el dictum de Berkeley, esse est percipi.
Como nos ha enseñado certeramente Sayad (tras las huellas de Bourdieu) a propósito de la inmigración, nuestra mirada es un instrumento de la teogonía social, de la forma que construimos y organizamos el mundo (y a esos otros) por referencia a nuestra propia imagen. Es la lección del mito de Procusto, el primer intento de fijar el canon que la norma ofrece, proyectando así la propia pretensión como exigencia ineludible (natural primero, racional después, y a su vez de acuerdo a diferentes patrones de racionalidad que vienen a sustituir la pretensión de necesidad natural: hoy sería el económico). Es la misma lección que, más allá de la filosofía del otro, de páginas como las que nos lega Hegel sobre la Anerkennung, la dialéctica del reconocimiento, encontramos en la literatura, por ejemplo, en algunos de los textos clásicos de Shakespeare (Otelo, El mercader de Venecia), de los ensayos de Montaigne (La costumbre, Los caníbales), de Daniel Defoe (Robinson Crusoe) y, sobre todo, de forma mucho más irónicamente crítica, de Jonathan Swift cuando nos enseña cómo Los viajes de Gulliver, la historia de su encuentro con sucesivos otros cada vez más diferentes, transforman la noción que Gulliver tiene acerca del ser humano, que es la de su imagen1: una construcción del otro que hemos visto descrita también en películas como Alien o Blade Runner, en particular esta última que, más que el relato original de Ph.K.Dick, puede ser entendida como una parábola sobre cómo y por qué reaccionamos frente a esos otros, los réplicas, que pueden ser vistos hoy como una metáfora de los sin papeles2.
Pero como decía, aquí, ya que hablamos de justicia y de ciudadanía a propósito de la inmigración, nos interesa en particular una de esas miradas. Me refiero a la mirada jurídica y política sobre el otro inmigrante o, por mejor decir, la mirada con la que se construye al inmigrante como otro desde los instrumentos jurídicos de las políticas de inmigración, lo que obliga a plantear el porqué y para qué de ese mensaje que nos propone el discurso jurídico de inmigración, que es a mi juicio una parte muy importante (aunque seguramente menos valorada) del proceso de construcción social de esa alteridad diferente en la que hemos tratado de fijar, de instalar a los inmigrantes: una suerte de presencia ausente según la fórmula de Sayad y Bourdieu. Lo que, en definitiva, es una manera de justificar nuestra respuesta reductiva a las preguntas básicas sobre nuestro modo de entender el vínculo social y político y el papel del otro en ese vínculo, ¿qué es lo que define el nosotros? ¿quién y por qué tiene derecho a pertenecer a nuestra sociedad? ¿cuándo y por qué se tiene derecho a la distribución de los bienes, en primer lugar, a tener derechos y cuáles? ¿quiénes y en qué condiciones deben tener derecho a decidir, a formar parte de la soberanía, a ser ciudadano?
1 Baste recordar que Lemuel Gulliver, al comienzo del libro, es en realidad el arquetipo de ser humano conforme al mito del explorador/colonizador: hombre, sabio, cirujano, inglés y, por añadidura, capitán de barco. Termina apestado, como un loco que prefiere la compañía de los caballos a la de los seres humanos.
2 Eso es es lo que acaba comprendiendo ese policía de frontera que en el fondo es Decker, el personaje encarnado por Harrison Ford. Lo que Decker aprende es que los replicantes, más que invasores o amenazas, son inmigrantes sin papeles, a la búsqueda de una vida mejor
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Creo que es un grave error ignorar que la fuerza de interpelación política que entraña el fenómeno migratorio, en los términos de Sayad/Bourdieu, en los de Favell es de enorme calado: la presencia del inmigrante cuestiona profundamente el fundamento de la unidad nacional (del Estado nacional o de los procesos de formación de Estados nacionales, una tendencia hoy muy relevante en Europa y en España) y a la vez, el fundamento del vínculo social en un contexto de desagregación y fragmentación del mismo, de debilitamiento del estatuto del trabajador, de vulnerabilidad/debilidad de todas las formas de agregación, pertenencia y vinculación. Dicho de otra forma, el no lugar –la presencia ausente– de los derechos políticos y de la ciudadanía en las políticas de inmigración son la muestra de la voluntad de taxonomía y segmentación social: el rol del inmigrante, su función a partir de la topología jurídica que se establece (en el eje legal/ilegal, ciudadano/extranjero, asimilable/incompatible), que se basa en el eje de su consideración reductiva (del desiderátum) como instrumento util y poco costoso. Por mi parte, me parece evidente que la imposibilidad del acceso de los inmigrantes a alguno de los elementos distintivos de la ciudadanía y, a fortiori, a la ciudadanía misma, es un dogma que envenena la posibilidad misma de transformarnos en democracias inclusivas y plurales.
3. La mirada que refleja (e impone) el derecho
No olvidemos que el derecho es en buena medida un instrumento de gestión de la alteridad. Pero es más: también de construcción de la alteridad. Lejos del espejismo de describir la inmigración como un fenómeno que el derecho gestiona y del que da cuenta, una respuesta a la presencia de ese otro, se trata de reconocer cómo el derecho de inmigración –que es (con excepciones) sobre todo un derecho de extranjería o por mejor decir de extranjerización– contribuye a crear al inmigrante como otro (y a la otra: el derecho crea género, también en materia de inmigración), esto es, contribuye a los procesos que hacen de la inmigración sobre todo un objeto de regulación, de control y dominación, como parte de un proceso de taxonomía (de teogonía) social, en un contexto muy preciso, el de la fragmentación y precarización del vínculo social, del que es emblema la degradación a escala global del estatuto del trabajador, del asalariado. Y precisamente por eso la convierten en problema a gestionar, para obtener cohesión y legitimidad, renta electoral y obediencia.
Se trata de señalar el papel del derecho de extranjería e inmigración en la construcción de ese tertium genus (en cierto modo, un lugar de no-derecho o de infraDerecho, un limbo como el de Guantánamo) el espacio cuasi invisible, pretendidamente no público, apolítico, que es el lugar “natural” del inmigrante entre nosotros. Porque esa pretensión ha exigido a su vez crear al inmigrante como un tipo especial de otro, que ha recorrido diferentes etapas y que aún está lejos de ser reconstruido (conocido, reconocido) como lo que es, uno más de los otros, un otro cualquiera, en el que se debe confiar/temer como con el resto de nuestros vecinos.
Esa –la simbólica, la transmisión de mensajes a la propia ciudadanía como destinatario de las normas jurídicas– es una función básica del derecho y a fe que en esa tarea se han aplicado a fondo (tanto o más que los medios de comunicación) los instrumentos jurídicos de la política de inmigración, cuyo lenguaje (pensemos en la fuerza de la noción de ilegales, más incluso que la de sin papeles) nos enseña mucho acerca de nuestra representación de los inmigrantes y también acerca del porqué de esa representación, es decir, acerca de nosotros mismos.
Esos instrumentos, ese lenguaje, han jugado un papel protagonista en la evolución de la mirada sobre la inmigración, que ha pasado de representar al inmigrante como rara avis, como rara ave de paso para ser más preciso, a concebirlo como ave migratoria que transita e incluso se instala de forma habitual entre nosotros, pero siempre desde esa condición de fauna ajena. Un proceso que tiene como rubrum,
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como hilo conductor, el empeño en definir –en congelar– al otro como extranjero tout court, conforme a los rasgos más rancios de la vieja dicotomía ciudadano (nacional)/extranjero, que permite un proceso de justificación de la exclusión (y de dominación) del otro precisamente qua extranjero (qua diferente y por ello incompatible). El inmigrante es construido como un extraño integral, y con ello se refuerza su condición de prescindibilidad (como señala Baumann, siguiendo a Arendt y Castel), pues forma parte del grupo de los superfluos, de los prescindibles o incluso desechables: es siempre reemplazable.
De ahí que la desigualdad, la subordinación, aparezcan como rasgos definitorios del estatus justificado y propio del otro inmigrante. Primero, porque la inmigración aparece como una función social (trabajador necesario aunque supuestamente de forma coyuntural) que justifica un rol. Luego, cuando esa función produce lo que se creía inconcebible, es decir, la presencia estable –lo que se llama inmigración de poblamiento o familiar, aunque esa distinción es más que cuestionable– se reacciona con el alibi del diferencialismo culturalista y con la incompatibilidad (Sartori, Hungtinton), o con la condición (como ha denunciado Beck) de grupo de riesgo, incluso criminógeno y ahora con el añadido de que se trata del ejército de reserva de la peor delincuencia, el terrorismo. Esa es, por ejemplo, la fuerza del concepto de ilegal, asociado a la inmigración como primer elemento de definición por vía de prioridad de la política de inmigración. Y es que en el discurso del otro como amenaza y riesgo para la seguridad, el derecho es el instrumento más eficaz.
La consecuencia, pero en realidad también el procedimiento que refuerza esta imagen construida, es un estatus jurídico del inmigrante definido por unas condiciones que son muy distintas de las del sujeto de derecho: la precariedad, la inseguridad, la desigualdad, la relativización del principio de favor libertatis y de la presunción de inocencia, el laberinto administrativo en lugar de la garantía judicial. El inmigrante es un invisible a quien se regatea sus derechos porque la legitimidad de esa presencia ausente es el desempeño de una función con el más bajo coste: como señala S. Gil, desarrollando una idea de Arendt, es un Zelig perpetuamente obligado a camuflarse, a no hacerse notar.
Por eso, el concepto normativo de inmigrante que nos ofrece el derecho de inmigración (es decir, el buen inmigrante, el inmigrante deseable, frente al cual los demás son inmigrantes ilegales) pasa de la noción laboral/económica de trabajador extranjero necesario por demanda del mercado formal de trabajo, a una noción culturalista/identitaria, la del trabajador extranjero asimilable, que llega a propiciar, frente a quienes no lo son, la extensión de las tesis de una condición jurídica y política diferente a la del Estado de derecho, la del derecho penal del enemigo. Pasamos así de la necesidad de expulsar a quienes no son trabajadores necesarios y reclamados formalmente, a la necesidad de castigar a quienes son una amenaza para nuestra supervivencia, la de quienes amenazan nuestro modelo de bienestar y de derechos, la civilización de la que somos defensores.
Eso es lo que ha sucedido en el caso español, en el que en apenas veinte años hemos pasado de percibir a ese otro como exótico e insólito extranjero frente al extranjero normal (el turista), a tratar de definirlo como una presencia necesaria aunque sólo provisional, funcional, instrumental, hasta llegar al momento actual, en el que se acepta que hay que afrontar su presencia estable, y por eso tratarle en los términos del ocupa con el que habrá que negociar un estatus, un ten con ten, porque no podemos librarnos de él. Pero ahora le temenos más si cabe, precisamente porque se ha instalado entre nosotros y no se avizora posibilidad de que vuelva a ser invisible ni, menos aún, a desaparecer de regreso a su origen. Y por eso hemos alcanzado el momento en el que, como subrayan Favel o Sayad, aparece el debate de la integración, con todas sus argucias (Gil), sus falacias, sus verdades a medias. Dicho esto, no niego que haya otras miradas, como las que parecen desprenderse de discursos políticos como el de ciertos planes autonómicos
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de inmigración o el recientemente aprobado plan estatal, un plan estratégico de ciudadanía e inmigración.
4. La ausencia de la mirada política
Pero lo que más me interesa subrayar es que, con esas recientes y destacables excepciones, todavía hoy continúa obstinadamente una omisión constitutiva, o al menos presente como un rasgo constante –y llamativo en su ausencia– en buena parte de las miradas jurídicas sobre el otro inmigrante. Esa ausencia es la de la dimensión política de la inmigración, que exige no sólo la visibilidad del otro inmigrante, sino el reconocimiento pleno de su presencia, de su derecho a estar, pertenecer y decidir, a ser sujeto del espacio público y ello sin el precio de desaparecer como otro, un precio que no se nos exige a ninguno de esos otros que somos todos nosotros, cada uno de los que, qua nacionales, somos ciudadanos. Por eso la condición del reconocimiento del inmigrante como otro más –además de su visibilidad– es el reconocimiento de su carta de naturaleza como vecino, como ciudadano, lo que quiere decir ante todo miembro de la ciudad, algo perfectamente posible desde la condición de residente estable.
Por eso podemos decir que la presencia del otro inmigrante plantea sobre todo un doble desafío de carácter político, o, si se quiere, democrático: (1) el de la inclusión de la pluralidad y (2) el de la igualdad en la distribución de bienes, en la participación y adopción de la agenda política, de las decisiones que rigen lo público.
En efecto, la inmigración es un test respecto a los dos desafíos más importantes que afronta hoy la democracia en el marco estatal. Esos son, a mi juicio, el desafío de la democracia plural, esto es, la conjugación de cohesión, pluralidad e inclusión, y el desafío de la recuperación de lo público, que es el reto de la participación, porque, como advirtiera Tocqueville, esa es la clave de la calidad democrática: “si los hombres han de seguir siendo civilizados o llegar a serlo, el arte de asociarse unos con otros debe crecer y mejorarse en la misma proporción en que se incremente la igualdad de condiciones”. Una y otra empresa nos proponen la necesidad de redefinir la democracia en términos de inclusión política y en sentido activo.
Definir la inmigración como cuestión política supone primero comprenderla en términos de justicia, entendida no como pretensión abstracta sino en términos de igualdad en la distribución, como una exigencia de la definición de lo justo concreto. Pero hay más. Hay que ensanchar nuestra mirada. Para alcanzar la dimensión más profunda que entraña el fenómeno migratorio que, tanto en el orden internacional como quizá aún más claramente en el estatal, es una cuestión de inclusión política, de empowerment, en la que se dirime la posibilidad misma de lo que podríamos denominar una sociedad decente conforme a la expresión que utiliza Margalit. Añadamos a eso, para dar cuenta de su relevancia política profunda, la consideración de que del hecho de que lo reconozcamos así depende en buena medida la posibilidad de asegurar una necesidad social y política elemental, lo que entendemos por cohesión, el tipo de cohesión que ya no es el de sociedades homogéneas, las que presuntamente subyacían a los Estados nacionales, sino una modalidad compleja de cohesión, la que es propia de sociedades plurales. Y por ende, es también una cuestión que afecta a la gobernanza. Todo ello significa otra respuesta a los procesos que han sido bien descritos como luchas por el reconocimiento, que son luchas por la inclusión y la igualdad.
5. Para cambiar la mirada (1) Igualdad en la titularidad de derechos
Aunque resulta difícil negar el planteamiento realista que nos muestra que toda comunidad política institucionaliza en mayor o menor grado la exclusión, no es menos cierto que lo que caracteriza a las democracias es que tratan de eliminar o
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reducir la exclusión que se apoya en malas razones, que vulnera su principio de legitimidad. La primera esfera de exclusión afecta a lo que Arendt describiera en una fórmula difícilmente superable como el primero de los derechos, el derecho a tener derechos. Para eso, hay que ser visible, hay que ser algo más que instrumento. Sólo así se alcanza la dignidad. Mientras tanto, sólo se tiene precio. Ese es nuestro déficit. Que nuestra mirada sobre la inmigración es sobre todo una historia de precios y medidas, donde hay poco sitio para la dignidad. Y aunque admitamos que hoy, en la mayor parte de nuestras sociedades, esa exclusión está superada porque se ha producido el mínimo de reconocimiento jurídico de igualdad en derechos humanos (positivizados como fundamentales), lo cierto es que con ello no hemos alcanzado a resolver el verdadero reto de la inmigración.
La cuestión es si podemos seguir manteniendo un modelo de contrato de inmigración que se concreta en una forma de exclusión en la medida en que construye para los inmigrantes un estatuto parcial, sectorial, provisional, en su contenido de derechos (y deberes). Es cierto que, en términos de reconocimiento de derechos, hay algunos déficits previos que sería importante tratar de superar. Me refiero a la constatación de que los Estados receptores de inmigración (todos los de la UE, también España) aún se muestran reticentes a consagrar el estándar jurídico internacional mínimo en materia de derechos de los inmigrantes y sus familias (la Convención de 1990, que no hemos ratificado aún). Pero no podemos contentarnos con ello. Lo que hoy se plantea cada vez más agudamente es la necesidad de revisar el acceso de los inmigrantes a la ciudadanía: las condiciones y contenido de ese acceso, algo que va mucho más allá del reconocimiento del derecho al sufragio en el ámbito municipal.
Es necesario, pues, afirmar como principio básico el de la igualdad en derechos. La primera consecuencia es un compromiso decidido por la no discriminación. En particular, en el trabajo. Eso significa adoptar medidas para eliminar las condiciones de explotación y precariedad que sufren buena parte de los trabajadores inmigrantes y que la doctrina ha sintentizado en la tesis de la descripción de esos trabajos por tres características –las 3D (Dirty, Dangerous, Difficult)–. Además, es preciso garantizar la no vulnerabilidad o, si se prefiere en positivo, la tutela judicial efectiva de los derechos.
6. Para cambiar la mirada (2) Igualdad como empowerment
Lo contrario de exclusión es integración. Pero ese es un término vago, salvo que lo concretemos: integración es igualdad. Lo que sucede es que no hay igualdad si nos limitamos a la lucha contra la discriminación y olvidamos la inclusión, que es reconocimiento como sujetos, respeto y participación, es decir, integración política. Por decirlo con palabras de Hannah Arendt, “Nadie puede ser feliz sin participar en la vida pública. Nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública. Nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político”. Es lo que resumió el sociólogo Abdelmalek Sayad en una fórmula que sintetiza el déficit denunciado: “existir es existir políticamente”.
Las lecciones que nos ofrecen los problemas que acaban de experimentar los dos modelos aparentemente más consolidados de gestión de sociedades que cuentan con generaciones de inmigrantes asentados, es decir, con presencia estable de la inmigración, el del Reino Unido y el de Francia, modelos construidos desde principios por cierto diferentes, deben hacernos reflexionar. Uno y otro modelo de gestión de la presencia de la inmigración parecen quebrarse precisamente cuando la democracia plural debe hacer frente a los desafíos más graves, el del terrorismo internacional si no global, y el de la fractura social, la desintegración de la cohesión. ¿Qué es lo que falla cuando ciudadanos británicos abrazan la opción de la lucha terrorista contra la sociedad y contra los principios políticos en la que han crecido y se han educado? ¿Qué es lo que impulsa a los jóvenes de la banlieue, que han
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nacido y crecido como franceses, en la identidad republicana, a rebelarse y rechazar (incluso a incendiar) símbolos claves de esa identidad, como la escuela?
Quizá habría que recuperar la sabiduría de Polibio (y antes de Herodoto) cuando nos advierte acerca de la necesidad de isegoría, es decir, de igual libertad de palabra, para el florecimiento de la libertad. La isegoría, asegura Polibio, es tan importante como la isonomía (igualdad jurídica) o la isocracia (igualdad de poder), porque si no se asegura a todos por igual la libertad de crítica, se pone la semilla para la pérdida de libertad. Pero esa libertad de palabra no se garantiza si no se tiene acceso en condiciones de igualdad a la plaza pública, a la asamblea.
Es decir, que necesitamos otro pacto político, un pacto de ciudadanía, que, por fuerza, ha de ser de nueva ciudadanía. No sólo porque el objetivo fundamental es cómo dar presencia –y no sólo visibilidad– a esos recién llegados que llaman a las puertas del cuerpo social y político, a los new comers que son los inmigrantes, sino porque no es posible llevarlo a cabo sin reconocer capacidad de negociación a otros sujetos y ello exige transformar la categoría de ciudadanía.
La primera parte de este cometido nos obliga a afrontar una tarea de considerable dificultad: ¿cómo definir lo que es el mínimo común denominador en estas sociedades plurales con fuerte presencia de inmigración? En sociedades plurales, ¿cómo se define lo que es común sin atentar al respeto a la libertad y al pluralismo? ¿Basta con la idea del consenso social expresado en la Constitución y que se ha formulado en las diferentes variantes del patriotismo constitucional? ¿Qué peso han de tener las tradiciones culturales? Porque es cierto que la cohesión fría que proporciona la dimensión constitucional no puede suplir el calor de la identidad, como saben bien los nacionalismos y como llevan a su extremo los fundamentalismos, pero ¿podemos hablar de identidad cultural en términos singulares, idiosincráticos, sin contradecir el pluralismo? ¿No habría que reconocer más bien que vivimos en sociedades en las que no sólo coexisten identidades plurales, sino que cada uno de nosotros nos construimos –nos perfeccionamos– en clave de esa múltiple adscripción, de la polifonía y tenemos una identidad asimismo plural?
La segunda es el debate sobre el acceso de los inmigrantes a lo que podríamos llamar la nueva ciudadanía. En realidad, es un debate complejo, que obliga a considerar dos cuestiones de primordial interés.
- Primero, la remodelación de la ciudadanía en sentido estricto, es decir, la necesaria revisión de la concepción de la ciudadanía, cuya versión clásica, la propia de los Estados nación de los siglos XIX y XX, se encuentra cuestionada por la globalización, por la creciente heterogeneidad que caracteriza a nuestras sociedades y por una lectura consecuente con la hegemonía proclamada de los derechos humanos. Esta remodelación tiene dos dimensiones: la desnacionalización o desvinculación del demos respecto al etnos, y además la superación de la dimensión tecnicojurídica y estatalista de la ciudadanía. La clave es la noción de ciudadanía social y efectiva, que obliga a una concepción multilateral y gradual, en la que el vínculo de residencia estable es la razón de pertenencia y de reconocimiento como sujeto. Y por eso, cambia el enfoque sobre el acceso de los inmigrantes a la ciudadanía. El motor para ese cambio es el anclaje de la ciudadanía en la residencia, en lugar de la nacionalidad. Creo que hay que comenzar por el carácter de comunidad política que tienen crecientemente las ciudades y recuperar entonces la dimensión política de la condición de vecinos, algo que muy difícilmente se puede negar a los inmigrantes.
- En segundo lugar, un debate sobre la participación e integración política de los inmigrantes. Desde una concepción de este tipo, la participación es un elemento clave y básico del proceso de integración de los inmigrantes que, en ese sentido, podemos definir como el desarrollo de la participación de los
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nuevos ciudadanos en las diferentes esferas de la vida social, en igualdad de derechos y obligaciones y sin que se les impongan el precio de la renuncia a su cultura de origen.
Uno y otro debate, en el caso europeo, remitirían a la posibilidad de configurar una ciudadanía europea de carácter plural e inclusivo. Para tratar de proporcionar pistas que nos sirvan, conviene examinar los argumentos más relevantes que se enfrentan en la discusión sobre las condiciones de integración política de los inmigrantes (de su acceso a los derechos políticos, a la ciudadanía), teniendo en cuenta no sólo el debate científico doctrinal, sino en particular el marco normativo europeo, que nos proporciona interesantes elementos de referencia, y el español, en el que contamos con otros instrumentos que permiten concretar la discusión.
Del análisis de esos marcos de referencia cabe extraer algunas propuestas. Resumiré cinco de las más debatidas hoy. (1) La necesidad de anclar la ciudadanía en la residencia estable, comenzando por el ámbito municipal, en el que en España el sistema de padrón, pese al debate existente, puede constituir una ayuda notable. (2) El reconocimiento del principio de gradualidad y multilateralidad (más que transnacionalidad) de la nueva ciudadanía que debería abrirse a los inmigrantes. (3) El establecimiento con claridad e imparcialidad de las condiciones del referido acceso a la misma, que no cabe formular en términos de identidad etnocultural sin traicionar la lógica de la democracia liberal y que no pueden confundirse con las condiciones de reconocimiento de la titularidad y garantía de los derechos. (4) la necesidad de desarrollar instrumentos que promuevan la participación política de los inmigrantes, comenzando por el ámbito municipal y autonómico, lo que exige el reconocimiento de su condición de agentes de ese espacio público en el que son ya vecinos. (5) Por eso, muy concretamente, debe reconocerse el derecho de los inmigrantes al sufragio municipal activo y pasivo, sin condicionamiento de reciprocidad.
¿Es esto lo que se ofrece a quienes preferimos seguir considerando invisibles? No hace falta dar demasiadas vueltas para concluir que no. Y a modo de test me referiré a la experiencia del debate electoral más reciente en España.
7. Del “contrato de integración” a la integración política
Se aproximan tiempos difíciles para la integración política, para la consideración de que el inmigrante debe tener acceso a la ciudadanía y a los derechos políticos. La previsión de la crisis económica –que golpeará directamente a los inmigrantes (el paro, las crecientes dificultades de cobertura de servicios sociales)– tendrá consecuencias profundas, pero en cierto modo ya ha producido sus efectos sobre el proyecto de integración. Y uno de ellos, a mi juicio, es la propuesta –nada novedosa– de someter a los inmigrantes a un “contrato de integración”, la iniciativa enunciada por el PP en España a la imagen de la propuesta de Sarkozy y que no está tan lejos de otras avanzadas no hace mucho por Convergencia i Unió.
Aparentemente (se nos decía) se trata de una propuesta en línea con lo que vienen haciendo buena parte de nuestros socios europeos para asegurar la cohesión social y la lealtad. Se trataría de suscribir un compromiso cuyos elementos serían cumplir las leyes, respetar las costumbres españolas, aprender la lengua, pagar sus impuestos, trabajar activamente para integrarse en la sociedad española y regresar a su país si durante un tiempo no encuentran empleo (lo que no deja de constituir una contradicción bajo la rúbrica “integración”). Como ironizaba la profesora Rubio, se trata de exigir una especie de promesa de que “van a ser buenos y cumplir con sus obligaciones, y convertirse en buenos españoles”. Lo primero no es exigible. Lo segundo es superfluo y ya existe todo el rigor legal reforzadas por las condiciones de precariedad y vulnerabilidad a la que están sometidos los inmigrantes. Y lo tercero, además de difícil de concretar, para los inmigrantes pero también para los propios españoles (¿en qué consiste ser “buen español”? ¿cuáles son las prácticas sociales, las costumbres en que se concreta?), además de dar pie a bromas sin
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límite sobre el elenco de costumbres que deberían ser adoptadas –de la gastronomía a la superstición pasando por la blasfemia– no es exigible sin violar el pluralismo y los derechos humanos. Esta propuesta, contra lo que se pretendía hacernos creer, no tiene nada que ver con el modelo de interculturalidad, ni tampoco con las condiciones de la lealtad política, que, en todo caso, pueden aconsejar que se facilite la adquisición de competencia lingüística y de cultura cívica (modelo canadiense), que es algo muy distinto de esa propuesta. Detrás de la insistencia en la asimilación cultural se encuentra una concepción no sólo paternalista y etnocéntrica, sino difícilmente compatible con el respeto al pluralismo y a la libertades individuales. En realidad, como traté de apuntar antes, esa propuesta obedece a una sustitución de las condiciones jurídico-políticas legítimamente exigibles por la prioridad de la dimensión sociocultural. De esa forma se propicia lo que entiendo como un riesgo, y es que el debate, en lugar de conducirse a la dimensión realmente importante, la política profunda, la condición de igualdad en derechos y deberes, se culturaliza, en el peor sentido de la expresión, y como se entiende que la clave de la cohesión social, de la convivencia, es la armonización de las diferencias, de la creciente pluralidad (es decir, sobre todo de la que viene de fuera a través de la inmigración), la discusión sobre integración se centra casi exclusivamente en reducir las diferencias culturales, en un planteamiento centrípeto, defensivo, reaccionario.
Pues bien, en lugar de ello, creo que debería reconocerse de una vez la necesidad de otra condición del proceso de integración social como proceso de mutua acomodación. Me refiero a la dimensión política de la integración. Y a una dimensión política que no entiendo como un corolario del proceso de integración social que exige la presencia de los flujos migratorios, sino como una exigencia básica, coherentemente con la tesis de que la inmigración es sobre todo una cuestión política, incluso el escenario privilegiado del debate político en la actualidad. Porque la exclusión del cuerpo político, del pueblo, de una parte de los que de facto lo constituyen, los inmigrantes que residen de forma estable entre nosotros, como vecinos, es un cáncer.
Por eso, seguir insistiendo en el imposible acceso de las personas inmigrantes a alguno de los elementos distintivos de la ciudadanía, condiciona la posibilidad misma de transformarnos en democracias inclusivas y plurales. Plantear el objetivo de la plena ciudadanía, más allá de las miopes miradas que la circunscriben a una estricta idea de pertenencia e identidad, sigue siendo necesario en la medida en que son inseparables las tres dimensiones que dicha categoría aglutina: ser titular de la soberanía es el resultado de la pertenencia al cuerpo social y al contrato político que permite el reconocimiento de la titularidad en derechos. La plena ciudadanía ha de incluir la total igualdad en derechos políticos, sin renunciar a la misma en el ámbito de los derechos sociales y civiles. En esta línea, los derechos políticos han de ser concebidos desde una noción amplia que aglutina derechos de participación, de intervención en la vida pública. Dentro de los mismos se ubican, entre otros, los derechos políticos en sentido estricto (principalmente el sufragio activo y pasivo); los derechos relativos a la libre expresión e información, las medidas promocionales orientadas a facilitar el acceso de las personas inmigrantes a los medios de comunicación y la creación de plataformas propias de expresión; y las facultades de intervención en órganos, foros, consejos consultivos u otros dispositivos de participación y consulta.
La clave está en aceptar que la igualdad no es una concesión, sino un proceso de conquista que siempre supone conflicto social y político. Así no podrá hablarse de igualdad mientras no haya reconocimiento de la plena condición de sujeto del espacio público que al inmigrante le corresponde. No hay igualdad si nos limitamos a la lucha contra la discriminación, sin incidir en la integración política, que no es más que reconocimiento como sujetos, respeto y participación. Ciudadanía es igualdad, pero no sólo igualdad jurídica (isonomía), ni igualdad de palabra (isegoría), sino también isocracia.
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Como botón de muestra de la justificación de esta exigencia, basta pensar en un ejemplo traído también de las últimas elecciones municipales de 2007 y de las legislativas de 2008: al mismo tiempo que en no pocas circunscripciones se ha incrementado el número de representantes debido al aumento de la población residente (los inmigrantes empadronados), en flagrante contradicción, hemos podido comprobar que quienes originaron ese crecimiento se veían excluidos de la condición de representados. Esto es lo que, como señalé al principio, permite que se hable (Ph. Colle) de esquizofrenia democrática entre la lógica liberal válida sólo para los propios ciudadanos y la lógica colonial aplicada a los no ciudadanos que están dentro.
El derecho al sufragio municipal (activo y pasivo) no agota los derechos de participación política, pero es un primer paso efectivo y de fuerza simbólica. Pero sucede que, cuando se plantea en serio adoptar esa decisión, todos los grupos parlamentarios (salvo IU-els Verds) apuntan casi ad calendas graecas o insisten en mecanismos que lo vacían de contenido, como la supeditación al principio de reciprocidad. Como he recordado en otras ocasiones, olvidamos que no está sólo en juego el bienestar de los inmigrantes, sino un modelo de sociedad decente, conforme a la advertencia de Tocqueville: “si los hombres han de seguir siendo civilizados o llegar a serlo, el arte de asociarse unos con otros debe crecer y mejorarse en la misma proporción en que se incremente la igualdad de condiciones”. Por eso, a mi juicio, y tal y como he tratado de explciar con más detenimiento en otros trabajos, la mejor vía es la de una somera reforma del texto del artículo 13 que elimine la cláusula de reciprocidad. Poco más que lo que se hizo en la única reforma constitucional que ha vivido el texto de 1978, en aras de las exigencias del Tratado de Maastricht para reconocer derechos a esos extranjeros particulares que son los ciudadanos de la UE. Demos el paso de extender la igualdad a los demás.
8. Mientras llega el cosmopolitismo…
Pues bien, habida cuenta de que frente a toda esperanza, el espacio público cosmopolita que constituiría la versión más aceptable de lo transnacional, condición de la democracia multicultural en un contexto de globalización (incluso si se quiere en ese sueño que se encuentra en la fórmula utilizada por Pablo en su epístola a los Romanos a propósito de Abraham (contra spem in spe credidit: ut fieret pater multarum gentium), ni hoy por hoy está, ni aun siquiera se le espera, y que sus sucedáneos, como los espacios regionales entre los que quizá sólo la UE podría aspirar a que se aceptara esa identificación, no atraviesan su mejor momento y aun se diría que su dimensión política se diluye ante nuestros ojos como azucarillo, hay quien podría sugerir que volvamos al buen camino del Estado nacional, a sus modelos de soberanía y ciudadanía, que, en definitiva, son los más considerados con quienes más pueden necesitar de reconocimiento político, los sujetos vulnerables. Incluso en el bando progresista, hay quienes como Danilo Zolo, separándose de la posición cosmopolita sostenida por los Ferrajoli, Held, Soysal y tuttiquanti, postulan lisa y llanamente abandonar la trampa del cosmopolitismo vacío. Aunque siempre nos quedará Zizek para rizar el rizo.
Se abre así una discusión, por otra parte conocida y nada novedosa, entre quienes proponen alternativas en el mientras tanto a esa nueva soberanía y ciudadanía. Una de las más debatidas es la noción de ciudadanía transnacional, aunque algunos sucedáneos parecen haberle ganado la mano, por ejemplo, la ciudadanía multicultural, o la sustitución pura y simple de la ciudadanía por una equiparación de derechos sin exigencia de nacionalización para quienes aparecen como extranjeros y sólo pueden aspirar al estatus de denizens.
Quizá el test más interesante siga siendo el de las condiciones del reconocimiento del derecho a sufragio a los inmigrantes, porque en ese terreno se revelan todos los
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prejuicios y comprensiones previas no explicitadas en el modelo liberal del sujeto político, de su teoría de la ciudadanía. Al menos por dos tipos de consideraciones.
De un lado, porque se advierte con claridad que la cuestión es la igualdad, no sólo como no discriminación de derechos sino como empowerment, como emancipación, lo que exige equiparación en derechos económicos, sociales y culturales, y no sólo en libertades públicas. De otro, porque se desnuda el non dictum liberal sobre los presupuestos identitarios del reconocimiento como sujeto público, como titular de los derechos políticos. La lección de la construcción social de clase y género como requisitos para ese reconocimiento sigue siendo útil.
Y ahí es donde topamos con la cuestión del voto, del derecho al sufragio. Sé que desde una parte de la izquierda se insiste en que se trata de una huida hacia adelante, de un espejismo que nos despista de las verdaderas prioridades. Con todos los matices, el argumento me recuerda las tesis de algunas feministas y sufragistas que, en la segunda República, recomendaban esperar en el reconocimiento del sufragio femenino para evitar un voto cautivo de la Iglesia católica. No nos distraigamos con el derecho al sufragio cuando hay asuntos más urgentes para trabajar en torno a los inmigrantes. Una vez más, el argumento es el mismo que se utiliza por ejemplo para rechazar ahora la prioridad de la ratificación de la Convención de la ONU de 1990 sobre derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias: no es lo urgente, lo urgente es satisfacer necesidades, ocuparse de la inmigración, porque, además, las formalidades jurídicas y políticas no resuelven los verdaderos problemas y a veces sólo sirven para distraer.
Me niego a aceptar esas prudentes argumentaciones del primum vivere deinde filosofare, deinde otium, res publica. Es justo al revés, y quien no lo entienda no comprende ni la filosofia republicana, ni la democracia de mercado, ni la transnacionalidad. Sólo quien es reconocido como agente en el mercado global puede exigir que se reconozcan sus demandas, puede esperar que los agentes que deciden tomen en su agenda tales reivindicaciones. Volvamos al grito revolucionario: no taxation whitout representation, no a la presencia ausente, no a la reivindicación de infrasujetos y menos con esa lógica tan propia de los tiempos de crisis: estado de sitio en lugar de Estado de derecho. Recuperemos las ciudades como cosmopolis, como espacios mestizos (Obama…) de la política en su sentido original, y devolvamos la soberanía de ese espacio a sus dueños: los vecinos.