La calidad democrática en los EEUU, tras el (Revista de El Temps, 24 11 16, monográfico sobre Trump)

Tras el susto, los pragmáticos nos aleccionan acerca de la necesidad de apartar “prejuicios ideológicos” sobre alguien como Trump, pues al fin y al cabo su administración representa a los EEUU, un socio insoslayable, necesario en todos los órdenes. Pero incluso si, más que nunca, parece imponerse el business as usual y el viejo lema atribuido al Foreign Office (el Reino Unido no tiene línea política; sólo intereses), como consignas de la nueva política, ese <realismo> bismarckiano no permite resolver la inquietud. Porque no hay política sin ideología y el más vacío de los programas electorales alberga inevitablemente un proyecto, incluso si se pretende no hacer nada, mantener el statu quo. No digamos quien persigue desregular o desmontar cuanto se ha hecho mal en aras de una supuesta ideología sectaria y revanchista, incluso antiamericana (Obama), para restaurar el orden eficaz (natural, objetivo) del mercado, presentado como el verdadero american way of life y recuperar una América fuerte, dominadora, según el destino manifiesto, traicionado por los <corruptas administraciones demócratas>.

A la hora de desentrañar el éxito de Trump hay quien ha evocado la fábula de Jerzy Kosinski, Being there (1971, Desde el jardín), llevada al cine  por H.Ashby en 1979 con el mismo título (en España se tradujo como Bienvenido, Mr Chance) y genialmente interpretada por Peter Sellers. Es sólo una verdad a medias. El multimillonario, frente al tópico nacido de su estrepitosa campaña y, a diferencia del Mr.Chance del film, no es ningún imbécil. Pero es cierto que su presentación como adalid antisistema, paladín de quienes quieren barrer la corrupta telaraña de los “políticos” de Washington (con quienes todo el mundo identifica a los Clinton) y encarnación del sueño americano del self-made man, parece remitir a las bambalinas que nos muestra la película. Ese aparente discurso del solitario campeón antisistema que se enfrenta incluso con su propio partido, bien pudiera ser un extraordinario MacGuffin del sistema mismo, al menos de los intereses que guían desde Wall Street la política institucional de Washington, como en la película.

La primera nota preocupante, a mi juicio, es la evidente, intencionada confusión entre lo público y lo privado que marca la presidencia Trump. Su familia, sus negocios, sus pares en la empresa (ejecutivos de J.P Morgan o de Goldman Sachs, millonarios como Harold Hamm o Wilbur Ross) , van a estar muy presentes en la administración. El gesto demagógico de la renuncia al sueldo (“cobraré 1 dólar, que es lo mínimo que exige la ley”), no puede impedir la sospecha de que el entramado de empresas del venal multimillonario –su ingeniería contable, orientada a escapar de sus obligaciones ante la hacienda norteamericana, es más que una sospecha- va a beneficiarse de su mandato. Y si bien los fervientes neoliberales aplaudirán la presencia de esos capitanes de la empresa –más que de la industria- en la nueva Casa Blanca, el papel de sus hijos y parientes siembra la sospecha del nepotismo y la incompetencia.

Pero como ha señalado inteligentemente Bauman en una espléndida entrevista en el monográfico del dominical de L’Espresso, titulado Lezioni Americane,  la habilidad de Trump y sus estrategas ha consistido en saber jugar acertadamente, a la vez, el papel de outsider y el de hombre fuerte, para rellenar oportunamente el vacío creciente entre poder y política que crea incertidumbre, inseguridad, miedo. Ha combinado inteligentemente la pulsión de rechazo de los abandonados y humillados por el sistema y la pulsión identitaria de la antigua mayoría blanca, junto con la esperanza de recuperar la América rica y fuerte, el viejo nivel de bienestar (del que, por cierto, sólo disfrutaban los de siempre, no todos los americanos).

Trump no es un Quijote: es el supuesto hombre de la calle revestido del carisma, del halo del individuo que vence al sistema y que, desde su fortaleza y seguridad en sí mismo, consecuencia de su éxito (el test del triunfo en los negocios, de la riqueza, como prueba de la capacidad para guiar a los demás) rompe con la vieja política y llevará al país de nuevo a la fortaleza y al éxito material. Las mentiras y falacias del planteamiento (Trump es hijo de un multimillonario, un privilegiado desde su cuna y nada tiene de altruista ni de filántropo, y menos aún de solitario luchador que se enfrenta a los poderes oscuros) no pueden ocultar una realidad que hemos visto en Grecia, Roma, en los propios EEUU (se ha invocado la parábola de Kane) y muy recientemente en la Italia de Berlusconi. Por no hablar de las puertas giratorias en la política europea que llevan a los hombres de Goldman Sachs a los gobiernos y a la Comisión, y vuelta…Nada nuevo, pues.

Y sin embargo…parece que el invierno haya llegado a la arquitectura democrática de los EEUU y con ella, puede contaminar a las democracias liberales en todo el mundo. La victoria de Trump, por mucho que se diga, no sólo es la derrota de Clinton, sino también del aparato del partido republicano y amenaza con socavar el viejo juego institucional de pesos y contrapesos. Trump tiene en su mano decantar por decenios al Tribunal Supremo. Al haber vencido al propio partido, podrá manejar a su favor las mayorías en Senado y en la Cámara de representantes. Y su condición y vocación de líder fuerte hace temer la peor versión del presidencialismo. Algunas de las primeras designaciones de responsables de su administración son muy elocuentes a este respecto. El justiciero Giuliani, que se batió como fiscal inflexible contra el crimen y representa la férrea voluntad de N.York de imponerse frente a la herida del terrorismo. El ultraconservador representante del Tea Party, Newt Gingrich. Por no hablar del xenófobo supremacista blanco, Stephen K.Bannon.

Podrá sobrevivir el modelo político de los founding fathers? A mi juicio, la compleja estructura institucional creada por Madison (también por Jefferson y aunque en controversia mutua, por Hamilton) tiene fuertes cimientos. Como dejara escrito Ramón Maiz en un penetrante artículo de 2013 (Dividing Sovereignity), la happy combination presente en The Federalist (nº10), que conjuga republicanismo –con primacía de la labor de control dominio del legislativo pese a las atribuciones presidenciales- y un cierto modelo de federalismo, “parcialmente nacional, parcialmente federal”,  ofrece un antídoto a los previsibles excesos de Trump.  Pero está por ver, a mi juicio, si puede recuperarse la idea madisoniana del protagonismo de  “the people themselves”, la implicación de los ciudadanos en el espacio público (que no necesariamente en las instituciones políticas tout court) que tanto admirase Tocqueville o si, más bien, el verdadero sueño revolucionario americano, la vieja vía revolucionaria, fue ya abortada en los 60 y 70 por el complejo militar industrial denunciado por Eisenhower en su discurso de 1961, tal y como señalara Richard Yates, en su espléndida novela (mediocremente adaptada al cine por Sam Mendes), intitulada precisamente Revolutionnary Road.

SOMOS LENGUAJE Y TIEMPO (Cartelera Turia, nº 2756)

Que nadie se asuste. Esta es la columna quincenal que los amigos de la Turia han brindado a quien suscribe, sí. Y vamos a hablar de cine y del bueno. Porque quiero invitarles a que vean Arrival (La llegada), la última película dirigida por Denis Villeneuve, que a buen seguro será objeto de críticas y comentarios muy diferentes y aun encontrados. A mi juicio, es un film destinado a convertirse en un clásico de la ciencia ficción, casi a la altura de Blade Runner, con la que tiene no pocos elementos en común. Su mérito reside, ante todo, en la forma en la que el director canadiense ha sabido llevar al cine el excepcional relato corto Story of your Life, de Ted Chiang, gracias al sobresaliente guión adaptado por Eric Heisserer. Villeneuve realiza además un sobrio trabajo de dirección de actores, con una destacadísima Amy Adams, un sobrio Jeremy Renner, bien apoyados por Forrest Whitaker. Y no se puede dejar de destacar la banda sonora de Johann Johannsson, completada por una pieza magnífica de Max Richter.

Dos diálogos me llaman poderosamente la atención, sin que suponga hacer spoiler a quien aún no haya ido a verla. En el primero, la protagonista, lingüista a la que se ofrece un insólito trabajo como intérprete, recomienda a su posible empleador que, si va a sondear a otro candidato al mismo puesto, le pregunte cómo se dice <guerra> en sánscrito. En la segunda, un físico teórico y la misma lingüista discuten sobre la base de la civilización. “El lenguaje”, sostiene ella. “La ciencia”, afirma contundentemente el físico. Y debaten sobre la hipótesis Sapir-Whorf, una versión extrema del condicionamiento de nuestro cerebro, de nuestra representación del mundo, por el lenguaje.

Que la hipótesis Sapir-Whorf explore una clave de la identidad humana, como el test Voight-Kampff, o que ambas películas se basen en relatos cortos de dos grandes de la SF, Ph.K.Dick y T. Chiang (éste todavía a cierta distancia del primero) no son, como decía los únicos paralelismos posibles con el clásico de la SF, Blade Runner. También lo es la atención a la memoria y, sobre todo, al modo en que percibimos o, para decirlo mejor, vivimos el tiempo, quizá uno de los más apasionantes enigmas filosóficos y científicos, explorado en esta película de una forma mucho más interesante, a mi juicio, que en Interstellar, el pretencioso film del a mi juicio sobrevalorado Nolan.

La belleza y la inteligencia con la que Villeneuve  interpreta el relato permiten que cada espectador lo recree de muy diferentes maneras, porque la película no nos habla de ellos, sino sobre todo de nosotros: algunos se centrarán en la circularidad de la vida, al modo que encontramos en la Bhagavad Gita y, por ejemplo, en Nietzsche. Otros encontrarán pretexto para reinterpretar nuestra propia situación y recordar que necesitamos más pontífices, en su sentido original (mediadores, incentivadores de cooperación), que caudillos o guerreros, por heroicos que sean. Y no faltarán quienes recuperen la nostalgia de ese período anterior a Babel en el que era posible un lenguaje universal. Todo eso y más, de la mano de Villeneuve.

«Inmigrantes: del estado de excepción al Estado de Derecho», Oñati Socio-Legal Series, vol.1, nº 3 2011

Este es un trabajo publicado en 2011. Cinco años después, desgraciadamente, lo que aquí se analizaba y denunciaba, sigue siendo actual…

 

 

 

1. El momento de elegir

Cuando se habla de políticas de inmigración surge por doquier el concepto de integración. Las mayoría de las veces, en su acepción social más amplia, que incide sobre todo en la dimensión laboral y en la cultural. Pero es todavía poco frecuente que se plantee lo que, a mi juicio, es el núcleo de una política democrática de inmigración, una política respetuosa del Estado de Derecho: la integración política de los inmigrantes. Porque el propósito de estas páginas es añadir algunos argumentos sobre el carácter central que debe tener ese objetivo de la integración política al diseñar políticas de inmigración. Y hacerlo ahora, cuando comienza a arreciar el mensaje de que los inmigrantes sobran. Cuando, paradójicamente, ahora que, en efecto, llegan menos y podríamos –deberíamos– dedicar el mayor esfuerzo a desarrollar las políticas de presencia, de integración mutua y plena, también este objetivo parece desaparecer de la agenda. Aún peor, a lo más que se llega es a la retórica de la tan cacareada interculturalidad que, como tantas otras veces, se utiliza sobre todo como coartada o como cortina de humo para ocultar los fenómenos de discriminación y dominación porque en realidad se queda en un maquillaje al gusto del lenguaje políticamente correcto y no se habla de las condiciones económicas, jurídicas y políticas del proyecto intercultural.

Sabemos que, si tomamos como punto de referencia la política de inmigración de la Unión Europea (UE) y de la mayoría de sus Estados miembros, al menos a tenor de sus últimos instrumentos en el 2008 (directiva “de retorno”, Pacto europeo de asilo e inmigración, directiva “Blue Card”), es difícil dejar de reconocer que se trata de una política de migraciones que ahonda en una perspectiva progresivamente reductiva, instrumental y, si me lo permiten, miope, bajo el prejuicio doblemente dogmático del control unilateral de los movimientos migratorios, obsesivamente centrado en la lucha contra la inmigración irregular (en filtrar al máximo las entradas para aceptar sólo la inmigration choisie, y en asegurar al máximo las expulsiones, eufemísticamente denominadas retornos o repatriaciones), a la que se destinan más recursos económicos y más iniciativas administrativas, jurídicas y políticas que al resto de objetivos juntos. Un prejuicio que justifica o incluso postula la caracterización de la política de la UE en términos de esquizofrenia democrática de la que habla Ph. Colle, que permite hoy una construcción del lugar público de la inmigración, de los inmigrantes como infrasujetos, que es estrictamente colonial: es la compresencia de la lógica liberal válida para sus ciudadanos nacionales y la lógica colonial aplicada a los no ciudadanos que están dentro, la compresencia de la lógica del Estado de Derecho y la del estado de sitio de la que habla la jurista Daniele Lochak, con la excrecencia incluso de la aplicación del concepto del “derecho penal del enemigo” a los inmigrantes irregulares, que se caracterizan por ser representantes de la diferencia visible pero a los que ofrecemos, como dijera Sayad, la “presencia ausente”, olvidando que existir es existir políticamente.

Decía que el prejuicio que nos impide afrontar en esos términos el verdadero desafío, el reto radicalmente político de la inmigración, es doblemente dogmático. Es dogmático porque ese principio se presenta como un postulado, que constituye un punto de partida a la vez que el objetivo no sólo prioritario sino en realidad excluyente, porque en la práctica se muestra incompatible con otros, y en particular con el de integración, que se proclama simultáneamente al menos desde Tampere, pese al tenaz desmentido de los hechos, es decir, de las decisiones que traicionan ese espíritu: no hablo ya de las críticas que se formulan en informes como el rapport Niessen o el ultimo informe de 2008 del Foro para la Integración; pienso por ejemplo en el tratamiento del derecho al reagrupamiento familiar, en la negativa insistente al reconocimiento de acceso a derechos políticos (a fortiori, a la ciudadanía), por no decir la ausencia de voluntad firme de políticas de igualdad en serio, que son el requisito, la condición sine qua non de políticas de ciudadanía y, por cierto, condición asimismo necesaria aunque no suficiente para hablar de políticas de justicia en este ámbito. Comparto en ese punto las críticas enunciadas

 

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por C.Withol der Wenden en su rapport de octubre de 2008 para la Fundación Schumann.

Dogmático además porque rechaza toda crítica, toda discusión y descalifica como irresponsable, o en el mejor de los casos utópica, toda propuesta alternativa para pensar de otro modo la inmigración y nuestras respuestas a ese fenómeno capital, global, condición estructural del mundo en que vivimos.

En lo que sigue trataré de mostrar cómo ese prejuicio dogmático precariza el estatus jurídico y político de los inmigrantes, incluso de los asentados establemente, los extranjeriza y por ello los somete a una lógica jurídica que, por evocar de nuevo a D. Lochak, apuesta por la excepcionalidad como lugar natural, quiero decir, jurídico, de los inmigrantes, a diferencia del Estado de Derecho que es el lugar propio de los ciudadanos. Porque esta alternativa entre lógica del estado de sitio, del estado de excepción, frente a la extensión universal, a todos, de la lógica del Estado de Derecho es la opción fundamental por la que han de decidirse nuestros Estados, nuestros ordenamientos, cuando se trata de elegir un modelo de política de inmigración. Una visión, una mirada que se desvela o desnuda en situaciones de crisis como las que vivimos. Una mirada que encierra a los inmigrantes en el círculo vicioso de la invisibilidad y la desigualdad. Un círculo vicioso, porque pareciera que la invisibilidad (política, pública; al menos, un estatus de sumisión, una suerte de compromiso de no luchar por sus derechos) es la condición para acceder a la igualdad. Pero esa invisibilidad les precariza y hace inviable el objetivo de igualdad. Y cuando optan por la visibilidad, aparece límpidamente el discurso no sólo discriminatorio sino desigualitario, que utiliza la técnica jurídica de la fragmentación o multiplicación de estatus, que conllevan derechos muy diferentes, como se advierte nítidamente en la vía de la reciprocidad emprendida en nuestro país para el pacato reconocimiento del derecho al voto, en aras de una interpretación tan literal como a mi juicio mezquina del artículo 13 de la Constitución. Una técnica de fragmentación que ha multiplicado la tipología ideada por Hammar para explicar los estatus públicos en relación con la ciudadanía: de los tres estatus (ciudadanos/nacionales, extranjeros y denizens), hemos pasado hasta ocho estatus, como recuerda Withol der Wenden en el mismo informe antes citado (nacionales, ciudadanos de la UE residentes, ciudadanos de la UE no residentes, no UE residentes –los sujetos de la directiva 2003–, no UE temporales, demandantes de asilo, sin papeles no expulsables y sin papeles expulsables) y ello además sin tener en cuenta la estratificación entre no-UE trabajadores cualificados –los más deseables– y no cualificados y, además, la pendiente resbaladiza, la vulnerabilidad que amenaza a todos los no-UE residentes.

Y además, para rizar el rizo, todo ello se produce en un contexto marcado por una notable paradoja. Me refiero al uso creciente en el discurso político y en los medios de comunicación de la noción de ciudadanía (ciudadanos) cuando se habla de inmigración. Esa sobreabundancia del término, esa retórica omnipresente de la ciudadanía, que ha llegado incluso al plano normativo (PECI 2007, Planes autonómicos), no supera, sino que oculta la presencia ausente de los inmigrantes y daña la noción de ciudadanía. Y aquí podemos hablar de detrimento de la ciudadanía en dos sentidos: en primer lugar, el daño que se hace a una noción de ciudadanía activa y crítica con los discursos, los mensajes del miedo y de la pasividad que lanzan a los ciudadanos europeos las políticas migratorias, verdadero instrumento de disuasión del juego democrático, recuperación del modelo de súbdito sobre el que se basa una concepción hobbessiana de la política. Y, de otro lado, la inexistencia de reconocimiento del papel de los inmigrantes como sujetos del espacio público, como ciudadanos, un déficit que, como he apuntado, lleva a hablar de esquizofrenia democrática (Cole) y que cortocircuita la coherencia de los corolarios del ius migrandi que deberíamos reconocer hoy, en el contexto de la globalización, esto es que no puede existir ese derecho sin el derecho a asentarse como sujeto, no como instrumento, el derecho a existir que debe ser derecho a existir políticamente. No es un derecho absoluto, claro: se puede y debe regular,

 

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pero es que esa es la condición común de todos los derechos. Y regulación, insisto, no significa vaciamiento de contenido, que en eso consiste, desgraciadamente, la respuesta jurídica vigente, nuestro modo de entender tal derecho.

2. Las miradas sobre el otro inmigrante: crear la invisibilidad

Son diversas las miradas desde las que construimos al otro inmigrante. Y hablo de construcción del otro porque la política de inmigración, el derecho de inmigración (de extranjería) es ante todo un mensaje, una mirada sobre el otro que no refleja la realidad, sino que trata de modelarla. Si examinamos la mayor parte de los instrumentos de esa política comprobaremos que de eso se trata, de un proceso de construcción del otro a partir de lo que nosotros percibimos de él, o, mejor, lo que queremos ver, reinterpretando así el dictum de Berkeley, esse est percipi.

Como nos ha enseñado certeramente Sayad (tras las huellas de Bourdieu) a propósito de la inmigración, nuestra mirada es un instrumento de la teogonía social, de la forma que construimos y organizamos el mundo (y a esos otros) por referencia a nuestra propia imagen. Es la lección del mito de Procusto, el primer intento de fijar el canon que la norma ofrece, proyectando así la propia pretensión como exigencia ineludible (natural primero, racional después, y a su vez de acuerdo a diferentes patrones de racionalidad que vienen a sustituir la pretensión de necesidad natural: hoy sería el económico). Es la misma lección que, más allá de la filosofía del otro, de páginas como las que nos lega Hegel sobre la Anerkennung, la dialéctica del reconocimiento, encontramos en la literatura, por ejemplo, en algunos de los textos clásicos de Shakespeare (Otelo, El mercader de Venecia), de los ensayos de Montaigne (La costumbre, Los caníbales), de Daniel Defoe (Robinson Crusoe) y, sobre todo, de forma mucho más irónicamente crítica, de Jonathan Swift cuando nos enseña cómo Los viajes de Gulliver, la historia de su encuentro con sucesivos otros cada vez más diferentes, transforman la noción que Gulliver tiene acerca del ser humano, que es la de su imagen1: una construcción del otro que hemos visto descrita también en películas como Alien o Blade Runner, en particular esta última que, más que el relato original de Ph.K.Dick, puede ser entendida como una parábola sobre cómo y por qué reaccionamos frente a esos otros, los réplicas, que pueden ser vistos hoy como una metáfora de los sin papeles2.

Pero como decía, aquí, ya que hablamos de justicia y de ciudadanía a propósito de la inmigración, nos interesa en particular una de esas miradas. Me refiero a la mirada jurídica y política sobre el otro inmigrante o, por mejor decir, la mirada con la que se construye al inmigrante como otro desde los instrumentos jurídicos de las políticas de inmigración, lo que obliga a plantear el porqué y para qué de ese mensaje que nos propone el discurso jurídico de inmigración, que es a mi juicio una parte muy importante (aunque seguramente menos valorada) del proceso de construcción social de esa alteridad diferente en la que hemos tratado de fijar, de instalar a los inmigrantes: una suerte de presencia ausente según la fórmula de Sayad y Bourdieu. Lo que, en definitiva, es una manera de justificar nuestra respuesta reductiva a las preguntas básicas sobre nuestro modo de entender el vínculo social y político y el papel del otro en ese vínculo, ¿qué es lo que define el nosotros? ¿quién y por qué tiene derecho a pertenecer a nuestra sociedad? ¿cuándo y por qué se tiene derecho a la distribución de los bienes, en primer lugar, a tener derechos y cuáles? ¿quiénes y en qué condiciones deben tener derecho a decidir, a formar parte de la soberanía, a ser ciudadano?

1 Baste recordar que Lemuel Gulliver, al comienzo del libro, es en realidad el arquetipo de ser humano conforme al mito del explorador/colonizador: hombre, sabio, cirujano, inglés y, por añadidura, capitán de barco. Termina apestado, como un loco que prefiere la compañía de los caballos a la de los seres humanos.

2 Eso es es lo que acaba comprendiendo ese policía de frontera que en el fondo es Decker, el personaje encarnado por Harrison Ford. Lo que Decker aprende es que los replicantes, más que invasores o amenazas, son inmigrantes sin papeles, a la búsqueda de una vida mejor

 

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Creo que es un grave error ignorar que la fuerza de interpelación política que entraña el fenómeno migratorio, en los términos de Sayad/Bourdieu, en los de Favell es de enorme calado: la presencia del inmigrante cuestiona profundamente el fundamento de la unidad nacional (del Estado nacional o de los procesos de formación de Estados nacionales, una tendencia hoy muy relevante en Europa y en España) y a la vez, el fundamento del vínculo social en un contexto de desagregación y fragmentación del mismo, de debilitamiento del estatuto del trabajador, de vulnerabilidad/debilidad de todas las formas de agregación, pertenencia y vinculación. Dicho de otra forma, el no lugar –la presencia ausente– de los derechos políticos y de la ciudadanía en las políticas de inmigración son la muestra de la voluntad de taxonomía y segmentación social: el rol del inmigrante, su función a partir de la topología jurídica que se establece (en el eje legal/ilegal, ciudadano/extranjero, asimilable/incompatible), que se basa en el eje de su consideración reductiva (del desiderátum) como instrumento util y poco costoso. Por mi parte, me parece evidente que la imposibilidad del acceso de los inmigrantes a alguno de los elementos distintivos de la ciudadanía y, a fortiori, a la ciudadanía misma, es un dogma que envenena la posibilidad misma de transformarnos en democracias inclusivas y plurales.

3. La mirada que refleja (e impone) el derecho

No olvidemos que el derecho es en buena medida un instrumento de gestión de la alteridad. Pero es más: también de construcción de la alteridad. Lejos del espejismo de describir la inmigración como un fenómeno que el derecho gestiona y del que da cuenta, una respuesta a la presencia de ese otro, se trata de reconocer cómo el derecho de inmigración –que es (con excepciones) sobre todo un derecho de extranjería o por mejor decir de extranjerización– contribuye a crear al inmigrante como otro (y a la otra: el derecho crea género, también en materia de inmigración), esto es, contribuye a los procesos que hacen de la inmigración sobre todo un objeto de regulación, de control y dominación, como parte de un proceso de taxonomía (de teogonía) social, en un contexto muy preciso, el de la fragmentación y precarización del vínculo social, del que es emblema la degradación a escala global del estatuto del trabajador, del asalariado. Y precisamente por eso la convierten en problema a gestionar, para obtener cohesión y legitimidad, renta electoral y obediencia.

Se trata de señalar el papel del derecho de extranjería e inmigración en la construcción de ese tertium genus (en cierto modo, un lugar de no-derecho o de infraDerecho, un limbo como el de Guantánamo) el espacio cuasi invisible, pretendidamente no público, apolítico, que es el lugar “natural” del inmigrante entre nosotros. Porque esa pretensión ha exigido a su vez crear al inmigrante como un tipo especial de otro, que ha recorrido diferentes etapas y que aún está lejos de ser reconstruido (conocido, reconocido) como lo que es, uno más de los otros, un otro cualquiera, en el que se debe confiar/temer como con el resto de nuestros vecinos.

Esa –la simbólica, la transmisión de mensajes a la propia ciudadanía como destinatario de las normas jurídicas– es una función básica del derecho y a fe que en esa tarea se han aplicado a fondo (tanto o más que los medios de comunicación) los instrumentos jurídicos de la política de inmigración, cuyo lenguaje (pensemos en la fuerza de la noción de ilegales, más incluso que la de sin papeles) nos enseña mucho acerca de nuestra representación de los inmigrantes y también acerca del porqué de esa representación, es decir, acerca de nosotros mismos.

Esos instrumentos, ese lenguaje, han jugado un papel protagonista en la evolución de la mirada sobre la inmigración, que ha pasado de representar al inmigrante como rara avis, como rara ave de paso para ser más preciso, a concebirlo como ave migratoria que transita e incluso se instala de forma habitual entre nosotros, pero siempre desde esa condición de fauna ajena. Un proceso que tiene como rubrum,

 

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como hilo conductor, el empeño en definir –en congelar– al otro como extranjero tout court, conforme a los rasgos más rancios de la vieja dicotomía ciudadano (nacional)/extranjero, que permite un proceso de justificación de la exclusión (y de dominación) del otro precisamente qua extranjero (qua diferente y por ello incompatible). El inmigrante es construido como un extraño integral, y con ello se refuerza su condición de prescindibilidad (como señala Baumann, siguiendo a Arendt y Castel), pues forma parte del grupo de los superfluos, de los prescindibles o incluso desechables: es siempre reemplazable.

De ahí que la desigualdad, la subordinación, aparezcan como rasgos definitorios del estatus justificado y propio del otro inmigrante. Primero, porque la inmigración aparece como una función social (trabajador necesario aunque supuestamente de forma coyuntural) que justifica un rol. Luego, cuando esa función produce lo que se creía inconcebible, es decir, la presencia estable –lo que se llama inmigración de poblamiento o familiar, aunque esa distinción es más que cuestionable– se reacciona con el alibi del diferencialismo culturalista y con la incompatibilidad (Sartori, Hungtinton), o con la condición (como ha denunciado Beck) de grupo de riesgo, incluso criminógeno y ahora con el añadido de que se trata del ejército de reserva de la peor delincuencia, el terrorismo. Esa es, por ejemplo, la fuerza del concepto de ilegal, asociado a la inmigración como primer elemento de definición por vía de prioridad de la política de inmigración. Y es que en el discurso del otro como amenaza y riesgo para la seguridad, el derecho es el instrumento más eficaz.

La consecuencia, pero en realidad también el procedimiento que refuerza esta imagen construida, es un estatus jurídico del inmigrante definido por unas condiciones que son muy distintas de las del sujeto de derecho: la precariedad, la inseguridad, la desigualdad, la relativización del principio de favor libertatis y de la presunción de inocencia, el laberinto administrativo en lugar de la garantía judicial. El inmigrante es un invisible a quien se regatea sus derechos porque la legitimidad de esa presencia ausente es el desempeño de una función con el más bajo coste: como señala S. Gil, desarrollando una idea de Arendt, es un Zelig perpetuamente obligado a camuflarse, a no hacerse notar.

Por eso, el concepto normativo de inmigrante que nos ofrece el derecho de inmigración (es decir, el buen inmigrante, el inmigrante deseable, frente al cual los demás son inmigrantes ilegales) pasa de la noción laboral/económica de trabajador extranjero necesario por demanda del mercado formal de trabajo, a una noción culturalista/identitaria, la del trabajador extranjero asimilable, que llega a propiciar, frente a quienes no lo son, la extensión de las tesis de una condición jurídica y política diferente a la del Estado de derecho, la del derecho penal del enemigo. Pasamos así de la necesidad de expulsar a quienes no son trabajadores necesarios y reclamados formalmente, a la necesidad de castigar a quienes son una amenaza para nuestra supervivencia, la de quienes amenazan nuestro modelo de bienestar y de derechos, la civilización de la que somos defensores.

Eso es lo que ha sucedido en el caso español, en el que en apenas veinte años hemos pasado de percibir a ese otro como exótico e insólito extranjero frente al extranjero normal (el turista), a tratar de definirlo como una presencia necesaria aunque sólo provisional, funcional, instrumental, hasta llegar al momento actual, en el que se acepta que hay que afrontar su presencia estable, y por eso tratarle en los términos del ocupa con el que habrá que negociar un estatus, un ten con ten, porque no podemos librarnos de él. Pero ahora le temenos más si cabe, precisamente porque se ha instalado entre nosotros y no se avizora posibilidad de que vuelva a ser invisible ni, menos aún, a desaparecer de regreso a su origen. Y por eso hemos alcanzado el momento en el que, como subrayan Favel o Sayad, aparece el debate de la integración, con todas sus argucias (Gil), sus falacias, sus verdades a medias. Dicho esto, no niego que haya otras miradas, como las que parecen desprenderse de discursos políticos como el de ciertos planes autonómicos

 

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de inmigración o el recientemente aprobado plan estatal, un plan estratégico de ciudadanía e inmigración.

4. La ausencia de la mirada política

Pero lo que más me interesa subrayar es que, con esas recientes y destacables excepciones, todavía hoy continúa obstinadamente una omisión constitutiva, o al menos presente como un rasgo constante –y llamativo en su ausencia– en buena parte de las miradas jurídicas sobre el otro inmigrante. Esa ausencia es la de la dimensión política de la inmigración, que exige no sólo la visibilidad del otro inmigrante, sino el reconocimiento pleno de su presencia, de su derecho a estar, pertenecer y decidir, a ser sujeto del espacio público y ello sin el precio de desaparecer como otro, un precio que no se nos exige a ninguno de esos otros que somos todos nosotros, cada uno de los que, qua nacionales, somos ciudadanos. Por eso la condición del reconocimiento del inmigrante como otro más –además de su visibilidad– es el reconocimiento de su carta de naturaleza como vecino, como ciudadano, lo que quiere decir ante todo miembro de la ciudad, algo perfectamente posible desde la condición de residente estable.

Por eso podemos decir que la presencia del otro inmigrante plantea sobre todo un doble desafío de carácter político, o, si se quiere, democrático: (1) el de la inclusión de la pluralidad y (2) el de la igualdad en la distribución de bienes, en la participación y adopción de la agenda política, de las decisiones que rigen lo público.

En efecto, la inmigración es un test respecto a los dos desafíos más importantes que afronta hoy la democracia en el marco estatal. Esos son, a mi juicio, el desafío de la democracia plural, esto es, la conjugación de cohesión, pluralidad e inclusión, y el desafío de la recuperación de lo público, que es el reto de la participación, porque, como advirtiera Tocqueville, esa es la clave de la calidad democrática: “si los hombres han de seguir siendo civilizados o llegar a serlo, el arte de asociarse unos con otros debe crecer y mejorarse en la misma proporción en que se incremente la igualdad de condiciones”. Una y otra empresa nos proponen la necesidad de redefinir la democracia en términos de inclusión política y en sentido activo.

Definir la inmigración como cuestión política supone primero comprenderla en términos de justicia, entendida no como pretensión abstracta sino en términos de igualdad en la distribución, como una exigencia de la definición de lo justo concreto. Pero hay más. Hay que ensanchar nuestra mirada. Para alcanzar la dimensión más profunda que entraña el fenómeno migratorio que, tanto en el orden internacional como quizá aún más claramente en el estatal, es una cuestión de inclusión política, de empowerment, en la que se dirime la posibilidad misma de lo que podríamos denominar una sociedad decente conforme a la expresión que utiliza Margalit. Añadamos a eso, para dar cuenta de su relevancia política profunda, la consideración de que del hecho de que lo reconozcamos así depende en buena medida la posibilidad de asegurar una necesidad social y política elemental, lo que entendemos por cohesión, el tipo de cohesión que ya no es el de sociedades homogéneas, las que presuntamente subyacían a los Estados nacionales, sino una modalidad compleja de cohesión, la que es propia de sociedades plurales. Y por ende, es también una cuestión que afecta a la gobernanza. Todo ello significa otra respuesta a los procesos que han sido bien descritos como luchas por el reconocimiento, que son luchas por la inclusión y la igualdad.

5. Para cambiar la mirada (1) Igualdad en la titularidad de derechos

Aunque resulta difícil negar el planteamiento realista que nos muestra que toda comunidad política institucionaliza en mayor o menor grado la exclusión, no es menos cierto que lo que caracteriza a las democracias es que tratan de eliminar o

 

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reducir la exclusión que se apoya en malas razones, que vulnera su principio de legitimidad. La primera esfera de exclusión afecta a lo que Arendt describiera en una fórmula difícilmente superable como el primero de los derechos, el derecho a tener derechos. Para eso, hay que ser visible, hay que ser algo más que instrumento. Sólo así se alcanza la dignidad. Mientras tanto, sólo se tiene precio. Ese es nuestro déficit. Que nuestra mirada sobre la inmigración es sobre todo una historia de precios y medidas, donde hay poco sitio para la dignidad. Y aunque admitamos que hoy, en la mayor parte de nuestras sociedades, esa exclusión está superada porque se ha producido el mínimo de reconocimiento jurídico de igualdad en derechos humanos (positivizados como fundamentales), lo cierto es que con ello no hemos alcanzado a resolver el verdadero reto de la inmigración.

La cuestión es si podemos seguir manteniendo un modelo de contrato de inmigración que se concreta en una forma de exclusión en la medida en que construye para los inmigrantes un estatuto parcial, sectorial, provisional, en su contenido de derechos (y deberes). Es cierto que, en términos de reconocimiento de derechos, hay algunos déficits previos que sería importante tratar de superar. Me refiero a la constatación de que los Estados receptores de inmigración (todos los de la UE, también España) aún se muestran reticentes a consagrar el estándar jurídico internacional mínimo en materia de derechos de los inmigrantes y sus familias (la Convención de 1990, que no hemos ratificado aún). Pero no podemos contentarnos con ello. Lo que hoy se plantea cada vez más agudamente es la necesidad de revisar el acceso de los inmigrantes a la ciudadanía: las condiciones y contenido de ese acceso, algo que va mucho más allá del reconocimiento del derecho al sufragio en el ámbito municipal.

Es necesario, pues, afirmar como principio básico el de la igualdad en derechos. La primera consecuencia es un compromiso decidido por la no discriminación. En particular, en el trabajo. Eso significa adoptar medidas para eliminar las condiciones de explotación y precariedad que sufren buena parte de los trabajadores inmigrantes y que la doctrina ha sintentizado en la tesis de la descripción de esos trabajos por tres características –las 3D (Dirty, Dangerous, Difficult)–. Además, es preciso garantizar la no vulnerabilidad o, si se prefiere en positivo, la tutela judicial efectiva de los derechos.

6. Para cambiar la mirada (2) Igualdad como empowerment

Lo contrario de exclusión es integración. Pero ese es un término vago, salvo que lo concretemos: integración es igualdad. Lo que sucede es que no hay igualdad si nos limitamos a la lucha contra la discriminación y olvidamos la inclusión, que es reconocimiento como sujetos, respeto y participación, es decir, integración política. Por decirlo con palabras de Hannah Arendt, “Nadie puede ser feliz sin participar en la vida pública. Nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública. Nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político”. Es lo que resumió el sociólogo Abdelmalek Sayad en una fórmula que sintetiza el déficit denunciado: “existir es existir políticamente”.

Las lecciones que nos ofrecen los problemas que acaban de experimentar los dos modelos aparentemente más consolidados de gestión de sociedades que cuentan con generaciones de inmigrantes asentados, es decir, con presencia estable de la inmigración, el del Reino Unido y el de Francia, modelos construidos desde principios por cierto diferentes, deben hacernos reflexionar. Uno y otro modelo de gestión de la presencia de la inmigración parecen quebrarse precisamente cuando la democracia plural debe hacer frente a los desafíos más graves, el del terrorismo internacional si no global, y el de la fractura social, la desintegración de la cohesión. ¿Qué es lo que falla cuando ciudadanos británicos abrazan la opción de la lucha terrorista contra la sociedad y contra los principios políticos en la que han crecido y se han educado? ¿Qué es lo que impulsa a los jóvenes de la banlieue, que han

 

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nacido y crecido como franceses, en la identidad republicana, a rebelarse y rechazar (incluso a incendiar) símbolos claves de esa identidad, como la escuela?

Quizá habría que recuperar la sabiduría de Polibio (y antes de Herodoto) cuando nos advierte acerca de la necesidad de isegoría, es decir, de igual libertad de palabra, para el florecimiento de la libertad. La isegoría, asegura Polibio, es tan importante como la isonomía (igualdad jurídica) o la isocracia (igualdad de poder), porque si no se asegura a todos por igual la libertad de crítica, se pone la semilla para la pérdida de libertad. Pero esa libertad de palabra no se garantiza si no se tiene acceso en condiciones de igualdad a la plaza pública, a la asamblea.

Es decir, que necesitamos otro pacto político, un pacto de ciudadanía, que, por fuerza, ha de ser de nueva ciudadanía. No sólo porque el objetivo fundamental es cómo dar presencia –y no sólo visibilidad– a esos recién llegados que llaman a las puertas del cuerpo social y político, a los new comers que son los inmigrantes, sino porque no es posible llevarlo a cabo sin reconocer capacidad de negociación a otros sujetos y ello exige transformar la categoría de ciudadanía.

La primera parte de este cometido nos obliga a afrontar una tarea de considerable dificultad: ¿cómo definir lo que es el mínimo común denominador en estas sociedades plurales con fuerte presencia de inmigración? En sociedades plurales, ¿cómo se define lo que es común sin atentar al respeto a la libertad y al pluralismo? ¿Basta con la idea del consenso social expresado en la Constitución y que se ha formulado en las diferentes variantes del patriotismo constitucional? ¿Qué peso han de tener las tradiciones culturales? Porque es cierto que la cohesión fría que proporciona la dimensión constitucional no puede suplir el calor de la identidad, como saben bien los nacionalismos y como llevan a su extremo los fundamentalismos, pero ¿podemos hablar de identidad cultural en términos singulares, idiosincráticos, sin contradecir el pluralismo? ¿No habría que reconocer más bien que vivimos en sociedades en las que no sólo coexisten identidades plurales, sino que cada uno de nosotros nos construimos –nos perfeccionamos– en clave de esa múltiple adscripción, de la polifonía y tenemos una identidad asimismo plural?

La segunda es el debate sobre el acceso de los inmigrantes a lo que podríamos llamar la nueva ciudadanía. En realidad, es un debate complejo, que obliga a considerar dos cuestiones de primordial interés.

  1. Primero, la remodelación de la ciudadanía en sentido estricto, es decir, la necesaria revisión de la concepción de la ciudadanía, cuya versión clásica, la propia de los Estados nación de los siglos XIX y XX, se encuentra cuestionada por la globalización, por la creciente heterogeneidad que caracteriza a nuestras sociedades y por una lectura consecuente con la hegemonía proclamada de los derechos humanos. Esta remodelación tiene dos dimensiones: la desnacionalización o desvinculación del demos respecto al etnos, y además la superación de la dimensión tecnicojurídica y estatalista de la ciudadanía. La clave es la noción de ciudadanía social y efectiva, que obliga a una concepción multilateral y gradual, en la que el vínculo de residencia estable es la razón de pertenencia y de reconocimiento como sujeto. Y por eso, cambia el enfoque sobre el acceso de los inmigrantes a la ciudadanía. El motor para ese cambio es el anclaje de la ciudadanía en la residencia, en lugar de la nacionalidad. Creo que hay que comenzar por el carácter de comunidad política que tienen crecientemente las ciudades y recuperar entonces la dimensión política de la condición de vecinos, algo que muy difícilmente se puede negar a los inmigrantes.
  2. En segundo lugar, un debate sobre la participación e integración política de los inmigrantes. Desde una concepción de este tipo, la participación es un elemento clave y básico del proceso de integración de los inmigrantes que, en ese sentido, podemos definir como el desarrollo de la participación de los

 

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nuevos ciudadanos en las diferentes esferas de la vida social, en igualdad de derechos y obligaciones y sin que se les impongan el precio de la renuncia a su cultura de origen.

Uno y otro debate, en el caso europeo, remitirían a la posibilidad de configurar una ciudadanía europea de carácter plural e inclusivo. Para tratar de proporcionar pistas que nos sirvan, conviene examinar los argumentos más relevantes que se enfrentan en la discusión sobre las condiciones de integración política de los inmigrantes (de su acceso a los derechos políticos, a la ciudadanía), teniendo en cuenta no sólo el debate científico doctrinal, sino en particular el marco normativo europeo, que nos proporciona interesantes elementos de referencia, y el español, en el que contamos con otros instrumentos que permiten concretar la discusión.

Del análisis de esos marcos de referencia cabe extraer algunas propuestas. Resumiré cinco de las más debatidas hoy. (1) La necesidad de anclar la ciudadanía en la residencia estable, comenzando por el ámbito municipal, en el que en España el sistema de padrón, pese al debate existente, puede constituir una ayuda notable. (2) El reconocimiento del principio de gradualidad y multilateralidad (más que transnacionalidad) de la nueva ciudadanía que debería abrirse a los inmigrantes. (3) El establecimiento con claridad e imparcialidad de las condiciones del referido acceso a la misma, que no cabe formular en términos de identidad etnocultural sin traicionar la lógica de la democracia liberal y que no pueden confundirse con las condiciones de reconocimiento de la titularidad y garantía de los derechos. (4) la necesidad de desarrollar instrumentos que promuevan la participación política de los inmigrantes, comenzando por el ámbito municipal y autonómico, lo que exige el reconocimiento de su condición de agentes de ese espacio público en el que son ya vecinos. (5) Por eso, muy concretamente, debe reconocerse el derecho de los inmigrantes al sufragio municipal activo y pasivo, sin condicionamiento de reciprocidad.

¿Es esto lo que se ofrece a quienes preferimos seguir considerando invisibles? No hace falta dar demasiadas vueltas para concluir que no. Y a modo de test me referiré a la experiencia del debate electoral más reciente en España.

7. Del “contrato de integración” a la integración política

Se aproximan tiempos difíciles para la integración política, para la consideración de que el inmigrante debe tener acceso a la ciudadanía y a los derechos políticos. La previsión de la crisis económica –que golpeará directamente a los inmigrantes (el paro, las crecientes dificultades de cobertura de servicios sociales)– tendrá consecuencias profundas, pero en cierto modo ya ha producido sus efectos sobre el proyecto de integración. Y uno de ellos, a mi juicio, es la propuesta –nada novedosa– de someter a los inmigrantes a un “contrato de integración”, la iniciativa enunciada por el PP en España a la imagen de la propuesta de Sarkozy y que no está tan lejos de otras avanzadas no hace mucho por Convergencia i Unió.

Aparentemente (se nos decía) se trata de una propuesta en línea con lo que vienen haciendo buena parte de nuestros socios europeos para asegurar la cohesión social y la lealtad. Se trataría de suscribir un compromiso cuyos elementos serían cumplir las leyes, respetar las costumbres españolas, aprender la lengua, pagar sus impuestos, trabajar activamente para integrarse en la sociedad española y regresar a su país si durante un tiempo no encuentran empleo (lo que no deja de constituir una contradicción bajo la rúbrica “integración”). Como ironizaba la profesora Rubio, se trata de exigir una especie de promesa de que “van a ser buenos y cumplir con sus obligaciones, y convertirse en buenos españoles”. Lo primero no es exigible. Lo segundo es superfluo y ya existe todo el rigor legal reforzadas por las condiciones de precariedad y vulnerabilidad a la que están sometidos los inmigrantes. Y lo tercero, además de difícil de concretar, para los inmigrantes pero también para los propios españoles (¿en qué consiste ser “buen español”? ¿cuáles son las prácticas sociales, las costumbres en que se concreta?), además de dar pie a bromas sin

 

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límite sobre el elenco de costumbres que deberían ser adoptadas –de la gastronomía a la superstición pasando por la blasfemia– no es exigible sin violar el pluralismo y los derechos humanos. Esta propuesta, contra lo que se pretendía hacernos creer, no tiene nada que ver con el modelo de interculturalidad, ni tampoco con las condiciones de la lealtad política, que, en todo caso, pueden aconsejar que se facilite la adquisición de competencia lingüística y de cultura cívica (modelo canadiense), que es algo muy distinto de esa propuesta. Detrás de la insistencia en la asimilación cultural se encuentra una concepción no sólo paternalista y etnocéntrica, sino difícilmente compatible con el respeto al pluralismo y a la libertades individuales. En realidad, como traté de apuntar antes, esa propuesta obedece a una sustitución de las condiciones jurídico-políticas legítimamente exigibles por la prioridad de la dimensión sociocultural. De esa forma se propicia lo que entiendo como un riesgo, y es que el debate, en lugar de conducirse a la dimensión realmente importante, la política profunda, la condición de igualdad en derechos y deberes, se culturaliza, en el peor sentido de la expresión, y como se entiende que la clave de la cohesión social, de la convivencia, es la armonización de las diferencias, de la creciente pluralidad (es decir, sobre todo de la que viene de fuera a través de la inmigración), la discusión sobre integración se centra casi exclusivamente en reducir las diferencias culturales, en un planteamiento centrípeto, defensivo, reaccionario.

Pues bien, en lugar de ello, creo que debería reconocerse de una vez la necesidad de otra condición del proceso de integración social como proceso de mutua acomodación. Me refiero a la dimensión política de la integración. Y a una dimensión política que no entiendo como un corolario del proceso de integración social que exige la presencia de los flujos migratorios, sino como una exigencia básica, coherentemente con la tesis de que la inmigración es sobre todo una cuestión política, incluso el escenario privilegiado del debate político en la actualidad. Porque la exclusión del cuerpo político, del pueblo, de una parte de los que de facto lo constituyen, los inmigrantes que residen de forma estable entre nosotros, como vecinos, es un cáncer.

Por eso, seguir insistiendo en el imposible acceso de las personas inmigrantes a alguno de los elementos distintivos de la ciudadanía, condiciona la posibilidad misma de transformarnos en democracias inclusivas y plurales. Plantear el objetivo de la plena ciudadanía, más allá de las miopes miradas que la circunscriben a una estricta idea de pertenencia e identidad, sigue siendo necesario en la medida en que son inseparables las tres dimensiones que dicha categoría aglutina: ser titular de la soberanía es el resultado de la pertenencia al cuerpo social y al contrato político que permite el reconocimiento de la titularidad en derechos. La plena ciudadanía ha de incluir la total igualdad en derechos políticos, sin renunciar a la misma en el ámbito de los derechos sociales y civiles. En esta línea, los derechos políticos han de ser concebidos desde una noción amplia que aglutina derechos de participación, de intervención en la vida pública. Dentro de los mismos se ubican, entre otros, los derechos políticos en sentido estricto (principalmente el sufragio activo y pasivo); los derechos relativos a la libre expresión e información, las medidas promocionales orientadas a facilitar el acceso de las personas inmigrantes a los medios de comunicación y la creación de plataformas propias de expresión; y las facultades de intervención en órganos, foros, consejos consultivos u otros dispositivos de participación y consulta.

La clave está en aceptar que la igualdad no es una concesión, sino un proceso de conquista que siempre supone conflicto social y político. Así no podrá hablarse de igualdad mientras no haya reconocimiento de la plena condición de sujeto del espacio público que al inmigrante le corresponde. No hay igualdad si nos limitamos a la lucha contra la discriminación, sin incidir en la integración política, que no es más que reconocimiento como sujetos, respeto y participación. Ciudadanía es igualdad, pero no sólo igualdad jurídica (isonomía), ni igualdad de palabra (isegoría), sino también isocracia.

 

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Como botón de muestra de la justificación de esta exigencia, basta pensar en un ejemplo traído también de las últimas elecciones municipales de 2007 y de las legislativas de 2008: al mismo tiempo que en no pocas circunscripciones se ha incrementado el número de representantes debido al aumento de la población residente (los inmigrantes empadronados), en flagrante contradicción, hemos podido comprobar que quienes originaron ese crecimiento se veían excluidos de la condición de representados. Esto es lo que, como señalé al principio, permite que se hable (Ph. Colle) de esquizofrenia democrática entre la lógica liberal válida sólo para los propios ciudadanos y la lógica colonial aplicada a los no ciudadanos que están dentro.

El derecho al sufragio municipal (activo y pasivo) no agota los derechos de participación política, pero es un primer paso efectivo y de fuerza simbólica. Pero sucede que, cuando se plantea en serio adoptar esa decisión, todos los grupos parlamentarios (salvo IU-els Verds) apuntan casi ad calendas graecas o insisten en mecanismos que lo vacían de contenido, como la supeditación al principio de reciprocidad. Como he recordado en otras ocasiones, olvidamos que no está sólo en juego el bienestar de los inmigrantes, sino un modelo de sociedad decente, conforme a la advertencia de Tocqueville: “si los hombres han de seguir siendo civilizados o llegar a serlo, el arte de asociarse unos con otros debe crecer y mejorarse en la misma proporción en que se incremente la igualdad de condiciones”. Por eso, a mi juicio, y tal y como he tratado de explciar con más detenimiento en otros trabajos, la mejor vía es la de una somera reforma del texto del artículo 13 que elimine la cláusula de reciprocidad. Poco más que lo que se hizo en la única reforma constitucional que ha vivido el texto de 1978, en aras de las exigencias del Tratado de Maastricht para reconocer derechos a esos extranjeros particulares que son los ciudadanos de la UE. Demos el paso de extender la igualdad a los demás.

8. Mientras llega el cosmopolitismo…

Pues bien, habida cuenta de que frente a toda esperanza, el espacio público cosmopolita que constituiría la versión más aceptable de lo transnacional, condición de la democracia multicultural en un contexto de globalización (incluso si se quiere en ese sueño que se encuentra en la fórmula utilizada por Pablo en su epístola a los Romanos a propósito de Abraham (contra spem in spe credidit: ut fieret pater multarum gentium), ni hoy por hoy está, ni aun siquiera se le espera, y que sus sucedáneos, como los espacios regionales entre los que quizá sólo la UE podría aspirar a que se aceptara esa identificación, no atraviesan su mejor momento y aun se diría que su dimensión política se diluye ante nuestros ojos como azucarillo, hay quien podría sugerir que volvamos al buen camino del Estado nacional, a sus modelos de soberanía y ciudadanía, que, en definitiva, son los más considerados con quienes más pueden necesitar de reconocimiento político, los sujetos vulnerables. Incluso en el bando progresista, hay quienes como Danilo Zolo, separándose de la posición cosmopolita sostenida por los Ferrajoli, Held, Soysal y tuttiquanti, postulan lisa y llanamente abandonar la trampa del cosmopolitismo vacío. Aunque siempre nos quedará Zizek para rizar el rizo.

Se abre así una discusión, por otra parte conocida y nada novedosa, entre quienes proponen alternativas en el mientras tanto a esa nueva soberanía y ciudadanía. Una de las más debatidas es la noción de ciudadanía transnacional, aunque algunos sucedáneos parecen haberle ganado la mano, por ejemplo, la ciudadanía multicultural, o la sustitución pura y simple de la ciudadanía por una equiparación de derechos sin exigencia de nacionalización para quienes aparecen como extranjeros y sólo pueden aspirar al estatus de denizens.

Quizá el test más interesante siga siendo el de las condiciones del reconocimiento del derecho a sufragio a los inmigrantes, porque en ese terreno se revelan todos los

 

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prejuicios y comprensiones previas no explicitadas en el modelo liberal del sujeto político, de su teoría de la ciudadanía. Al menos por dos tipos de consideraciones.

De un lado, porque se advierte con claridad que la cuestión es la igualdad, no sólo como no discriminación de derechos sino como empowerment, como emancipación, lo que exige equiparación en derechos económicos, sociales y culturales, y no sólo en libertades públicas. De otro, porque se desnuda el non dictum liberal sobre los presupuestos identitarios del reconocimiento como sujeto público, como titular de los derechos políticos. La lección de la construcción social de clase y género como requisitos para ese reconocimiento sigue siendo útil.

Y ahí es donde topamos con la cuestión del voto, del derecho al sufragio. Sé que desde una parte de la izquierda se insiste en que se trata de una huida hacia adelante, de un espejismo que nos despista de las verdaderas prioridades. Con todos los matices, el argumento me recuerda las tesis de algunas feministas y sufragistas que, en la segunda República, recomendaban esperar en el reconocimiento del sufragio femenino para evitar un voto cautivo de la Iglesia católica. No nos distraigamos con el derecho al sufragio cuando hay asuntos más urgentes para trabajar en torno a los inmigrantes. Una vez más, el argumento es el mismo que se utiliza por ejemplo para rechazar ahora la prioridad de la ratificación de la Convención de la ONU de 1990 sobre derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias: no es lo urgente, lo urgente es satisfacer necesidades, ocuparse de la inmigración, porque, además, las formalidades jurídicas y políticas no resuelven los verdaderos problemas y a veces sólo sirven para distraer.

Me niego a aceptar esas prudentes argumentaciones del primum vivere deinde filosofare, deinde otium, res publica. Es justo al revés, y quien no lo entienda no comprende ni la filosofia republicana, ni la democracia de mercado, ni la transnacionalidad. Sólo quien es reconocido como agente en el mercado global puede exigir que se reconozcan sus demandas, puede esperar que los agentes que deciden tomen en su agenda tales reivindicaciones. Volvamos al grito revolucionario: no taxation whitout representation, no a la presencia ausente, no a la reivindicación de infrasujetos y menos con esa lógica tan propia de los tiempos de crisis: estado de sitio en lugar de Estado de derecho. Recuperemos las ciudades como cosmopolis, como espacios mestizos (Obama…) de la política en su sentido original, y devolvamos la soberanía de ese espacio a sus dueños: los vecinos.

 

Refugiados: una propuesta realista. A propósito del último libro de Sami Nair (Los diablos azules, Infolibre, 19.11.16),

Si queremos salir del marasmo en que se encuentra la gestión de la mal llamada crisis de los refugiados, tendremos que aprender a ser realistas. Pero en un sentido muy diferente del descarnado pragmatismo que domina en las cancillerías europeas y en Bruselas. Realismo para ofrecer soluciones factibles, inmediatas y adecuadas. Realismo para entender qué es lo que sucede. Una y otra manera de entender el realismo, creo, es lo que ofrece Sami Nair en su último libro, Refugiados. Frente a la catástrofe humanitaria, una solución real (Crítica, 2016).

Sí: realismo significa, para empezar, entender que esta crisis es sobre todo un síntoma de otra crisis más profunda y que nos afecta a todos, no sólo a ellos. Se trata de reconocer que la tragedia que ha cobrado protagonismo ante los ojos de los europeos desde hace tan sólo dos años y que los pragmáticos gobiernos tratan de racionalizar a su modo, no es solo ni aun primordialmente, un problema de millones de seres humanos desgraciados que han tenido la mala suerte de nacer mal, de encontrarse en el lado salvaje. No. Se trata de algo mucho más grave. Vivimos en un momento particularmente duro del desmentido del proyecto del Estado de derecho y aun del Estado democrático de derecho. Podríamos añadir que vivimos el desmentido de la posibilidad de lo que Kant llamaría el «derecho cosmopolita», o, en términos más recientes, los de Ferrajoli, el desmentido de la posibilidad de universalización del «Estado constitucional de derecho».

Realismo. Empecemos por entender que si nos encontramos en esa situación es como consecuencia del avance de esa lógica brutal y compleja de expulsión de la que habla Saskia Sassen en su último libro (Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global, Katz, 2015) y que caracterizaría nuestro momento histórico. Sassen sostiene que el grado actual de violencia (devenida en ordinaria) del capitalismo en su estadio global se explica por esa lógica de expulsión, que es como deberíamos llamar a la lógica que preside la economía globalizada. Para Sassen, asistimos al final de la lógica inclusiva que ha gobernado la economía capitalista a partir de la Segunda Guerra Mundial y la afirmación de una nueva y peligrosa dinámica, la de la expulsión. Una lógica que hace culminar la contradicción ya advertida por Adam Ferguson en 1767 en su Ensayo sobre la sociedad civil entre la lógica de lo público y la lógica del mercado, o, por decirlo de otra manera, entre la lógica de la universalidad de los derechos y la expansión del Estado de derecho, y aquella otra del beneficio y la “mano invisible”, que postula el regreso al más radical hands­off del derecho y los poderes públicos en el ámbito que reclama para sí (desregulado) el mercado.

Esa es la cuestión; la mal denominada por los europeos crisis de refugiados es sólo un escenario más de ese proceso de regateo, fragmentación y aun vaciamiento de los derechos, comenzando por el derecho de asilo, tal y como se ha hecho evidente en las inexistentes políticas de asilo de buena parte de los países de la Unión Europea y aun de la propia Unión Europea. Otro escenario de una disputa feroz por las migajas de los derechos humanos, por la respuesta a la pregunta ¿quién tiene derecho y por qué al reconocimiento y garantía eficaz de los derechos?

Se trata de algo tan evidente que, como en el juego que describió Poe en La carta robada, no somos capaces de distinguirl,o precisamente porque nos deslumbra ese foco que hemos puesto sobre la tragedia, que destaca los resultados, las muertes, las violaciones, los niños desaparecidos, pero no de las causas. Aún peor, hablamos de refugiados pero, en realidad, nuestro designio es impedirles o, al menos, dificultarles enormemente que se les reconozca como tales. Cuando nos referimos a esos 65 millones de personas incluidos en las estadísticas del ACNUR, tendríamos que reconocer que no son refugiados, no lo son aún. La mayoría de ellos se quedarán en aspirantes o solicitantes de refugio, personas que se ven obligados a huir de su país y vagan por el mundo queriendo solicitar refugio, sin que se les deje ni eso. Algo que no es nuevo. La Unión Europea, sus Estados miembros, con alguna tan honrosa como rarísima excepción, lo han venido practicado con los inmigrantes a los que hemos negado tal condición, imponiendo una construcción normativa (jurídica), de inmigrante que estrecha esa realidad y la niega. No queremos refugiados, ni siquiera demandantes de refugio y asilo. Lo explica muy bien el alto comisionado de derechos humanos de la ONU, el jordano Zeid Ra’ad Al Hussein: «These are people with death at their back and a wall in their face», «Son personas que llevan la muerte a su espalda y se encuentran de frente con un muro». Esos muros los construimos nosotros para que no lleguen. Y, en buena medida, también nosotros somos responsables por acción y/o por omisión.

Todo esto no es nuevo, y si alguien ha trabajado para hacernos reflexionar sobre ello, es posiblemente Sami Nair, que viene a dar otro aldabonazo con este último libro. Pero no es este un libro solo ni prioritariamente de denuncia. El propósito del reconocido politólogo es sobre todo dar un paso que nos permita concebir esperanza sobre lo que es la vía de salvación. Esa que, según los versos de Hölderlin que abren el último capítulo, aparece cuando estamos ante el abismo. Se trata de mostrar que podemos y debemos tomar en serio los derechos de esos millones de seres humanos que buscan ser reconocidos como refugiados. El profesor Nair invoca una solución asequible, inmediata, elemental. Porque ante todo se trata de ofrecer vías para que esas personas que necesitan encontrar un lugar seguro puedan plantear su demanda de la manera más segura y rápida posible, para evitar esos viajes de la muerte, en los que se ponen en manos de despiadados traficantes que, desgraciadamente, son su única esperanza de llegar a países seguros, a ese paraíso que en su imaginario es Europa. Porque nosotros los europeos nos obsesionamos en ponérselo difícil,

http://www.infolibre.es/noticias/los_diablos_azules/2016/11/18/una_propuesta_realista_57741_1821.html 2/5

18/11/2016

Refugiados | Una propuesta realista | InfoLibre.es

supuestamente en aras de nuestra seguridad, de la impermeabilidad de nuestra fortaleza Schengen. Un planteamiento falaz, porque nuestra seguridad no se puede comprar al precio de los derechos de tantos seres humanos. Y, sobre todo, porque nuestra seguridad no existe si ellos no están seguros.

Por eso, la de Nair es básicamente una propuesta realista y digna, que es la de la civilización y la solidaridad, frente a la barbarie y el odio que nos ofrecen los movimientos xenófobos y racistas a los que no sólo no saben combatir sino que en no poca medida están alimentando las políticas europeas de inmigración y asilo. Es además una propuesta factible, porque arranca de una experiencia contrastada y conocida, la iniciativa de Una propuesta realista, basada en los Principios Nansen. Se trata de poner en marcha lo que el gran explorador noruego Fridtjof Nansen creó en 1922 para atender a los centenares de miles de desplazados tras la primera guerra mundial y que le valió ser nombrado alto comisionado de refugiados y, después, el premio Nobel de la paz. Se trata de otorgarles un moderno salvoconducto, un documento de tránsito que les permita solucionar sus problemas esenciales, en vez de quedarse varados en los campos en los que se va escurriendo su dignidad y en los que sus necesidades no quedan suficientemente atendidas. Una garantía para poder plantear su necesidad de asilo de forma segura, legal, rápida y eficaz. poder pedir asilo en todo el mundo; circular por todos los países que les acepten.

Actuar. Pero no con la lógica torticera que vienen aplicando los Gobiernos europeos, sino desde

los principios de solidaridad y respeto al Estado de Derecho. Abandonar la herencia de Caín y entender que conseguir la efectiva protección de esos millones de seres humanos es un deber que nos concierne a todos.

Malinallis desconocidas (Cartelera Turia, 11.11.2016)

Malinalli Tenépatl (Malintzin, Malinche) es el doble nombre náhuatl de un personaje polémico, que ha sido tratado de muy diversas formas a lo largo de la historia. De sus dos nombres, el primero se refiere a la diosa de la hierba utilizada para cordeles y el segundo, añadido posteriormente por su familia, habla de una persona con gran capacidad de palabra.

Si vamos a los hechos, parece corresponder a una mujer de cierto linaje, indígena de una región fronteriza entre aztecas y olmecas, que capturada por traficantes de esclavos, fue venida a un negociante de Tabasco que a su vez la entregó, junto a otras mujeres, como esclava/tributo a Cortés. Este, tras bautizarla como Marina, hizo de ella su concubina pero, sobre todo, su traductora para relacionarse con los pueblos indígenas en su conquista de México, ya que hablaba náhuatl y maya y aprendió con facilidad el castellano. Tenemos testimonios de su presencia al lado de Cortés en un período que abarca entre 1520 y 1527, tanto en las crónicas de Bernal Diez del Castillo como en los testimonios aztecas (por ejemplo, el denominado Lienzo de Tlaxcala) Malinalli tuvo un hijo con Cortés, Martín Cortés, simbólicamente considerado el primer mestizo.

El personaje, novelado por Octavio Paz y Laura Esquivel, entre otros grandes de la literatura (también por otros menores, como Falconer o Jennings)  ha sido objeto de polémica durante siglos. Desde la independencia y casi hasta hoy, ha predominado la versión de la Malinche como la gran Iscariote, que diría el ocurrente faltón de turno. La Malintzin, en efecto, facilitó en gran medida el proyecto de conquista de Cortés y sería así una hipócrita capaz de vender a su pueblo por salvar la vida. “Malinchismo” ha sido multisecularmente el término despectivo para designar a quienes se considera traidores a su propia patria, vendidos al invasor extranjero que destruyó el mundo indígena. Algo mucho peor que nuestro casi aséptico –por comparación- “afrancesados”.

Y sin embargo, hoy, aparece un doble rostro de Malintzin, más en la línea de Paz, que la ve como la madre fundadora de la nueva nación, un México entendido como nación mestiza. Su condición de mujer excepcional, protagonista real de trascendencia histórica indiscutible, es glosada también desde una perspectiva feminista: la madre que engendra un mundo nuevo y al tiempo es la víctima de los agresores.

Pensaba en todo eso evocando la tragedia que viven en el Mediterráneo tantas nuevas Malinallis, que arriesgan sus vidas por sus hijos, muchas veces víctimas de violaciones que son al tiempo arma de guerra y/o precio de su aventura desesperadamente esperanzada. Madres capaces, como Malinalli, de abrazar dos mundos para dar a luz a uno nuevo, que es nuestra mejor oportunidad. Por eso deberíamos escucharlas, atender su mensaje, que nos propone  sabernos reconocer como lo que ya somos, mestizos y  aceptar esa savia nueva, en lugar de empeñarnos en sepultar a quienes son, sobre todo, portadoras de vida, del futuro de todos nosotros.

LA POLITICA DEL MIEDO, LA IGNORANCIA Y EL DESPRECIO

LA POLITICA DEL MIEDO, LA IGNORANCIA Y EL DESPRECIO

Javier de Lucas

 

Hay quien sostiene que, tras su inesperado e increíble triunfo, Trump hará olvidar con pragmatismo las continuas sobreactuaciones, insultos, despropósitos y exhibiciones de ignorancia durante la campaña. Estas serían atrezzo destinado a subrayar su carácter de alguien corriente, ajeno al estilo de los políticos de Washington, al stablishment contra el que quería aparecer como paladín. Pero los que hemos seguido durante estos meses sus declaraciones y sus intervenciones en los debates no podemos olvidar sus repugnantes tomas de posición sobre el medio ambiente, las armas, los inmigrantes y refugiados, sus despropósitos sobre la lucha contra el terrorismo, sus inaceptables declaraciones sobre las mujeres…Qué ha pasado? Se trata, como nos explican, del triunfo del antisistema frente a la poco empática Clinton, identificada con la vieja política? Es el triunfo del tópico del país de las oportunidades?

Desde luego, no han faltado los sabelotodo que nos han aleccionado (a posteriori, claro) sobre lo más que previsible del resultado. Hay también quien nos regaña por no entender que la democracia es así –como la rosa: ¿mejor no tocarla?– y que debemos respetar la libre decisión de los ciudadanos de los EEUU que han votado, por muy estúpida que nos parezca. Son los mismos que, a mi juicio, confunden democracia, reglamentos electorales, verdad y justicia, que no es poco confundir. Y no faltan, claro, los avisados y descreídos (esos que presumen de que a ellos nunca les engañan, no como a los ciudadanos corrientes) que nos hacen ver que todo estaba jugado con antelación y se trata de una prueba más de que “el sistema” siempre gana. Nosotros creíamos que se enfrentaban una máxima exponente de la lógica y de los intereses de la élite del stablishment contra un demagogo multimillonario que jugaba a outsider. Y no, Trump es más sistema que la misma Hillary: ¡toma ya! A ver si aprendemos de una vez que no hay nada que hacer. Curiosa moraleja, por cierto, en boca de esos soi-dissants Intelectuales progresistas que juegan a la sabiduría del cínico y nos aleccionan desde sus púlpitos.

A mí me convence más el argumento de que, entre los muchos y complejos factores que han llevado a la presidencia de los Estados Unidos a alguien que tantos pensábamos inverosímil, hay uno en el que no se insiste lo suficiente y que no es privativo de ese país, ni siquiera de la crisis occidental de la democracia. Estamos creando a toda velocidad una máquina colectiva de humillación que, unida al cultivo del mensaje del miedo al otro, hace aparecer no sólo sociedades desiguales, sino excluyentes, xenófobas, cerradas a la diversidad.

En rigor, no es nada nuevo. Dostoievski describió muy bien el argumento en Humillados y ofendidos y Gorki en su relato Los exhombres.  Victor Hugo nos dejó Los Miserables. Nuestro Buñuel ilustró en varias de sus películas (Viridiana, Los olvidados) el mecanismo de reacción destructiva que así se crea y más recientemente, encontramos esa mirada en una película menor, pero fielmente agarrada a la misma idea, La Haine, de M.Kassowitz. Desde diferentes perspectivas, filósofos como Nietzsche y Scheller nos hicieron ver la capacidad del resentimiento, del odio, como motor moral y social característico de la moral burguesa; el mismo motor que la escolástica denominaba “odio retenido”. Pero es Honneth, tras las huellas de Charles Taylor y su revisión de la teoría del reconocimiento, quien nos ha presentado un muy convincente análisis de lo que denomina “La sociedad del menosprecio”. Es esa que construye una relación con los otros, cuya base no es sólo la desigualdad o la exclusión -temas clásicos y contrastados por la experiencia histórica-, porque hoy se añade algo más: una capacidad de negar reconocimiento al otro, que se muestra particularmente eficaz a la hora de expulsar a quienes a duras penas habían conseguido ser incluidos o estaban a las puertas de serlo, aunque fuera como mal menor, como manera de desactivar la peligrosidad de las clases peligrosas, de los que viven en los márgenes. En coincidencia con Sassen, Honneth muestra el proceso individual, social (económico y cultural) y político que lleva, desde la indiferencia ante la suerte de esos otros, acorde con el legado de Caín, al desprecio y aún al odio, por la vía de la ignorancia y del miedo.

Ahora bien, la semilla de la humillación no sale gratis. Las sociedades en las que ese proceso prolifera, se ven abocadas al engaño y al miedo y así, en tantos casos, asistimos a la involución de Estados que fueron del bienestar porque tuvieron una cierta capacidad inclusiva (aunque basada en no poca medida en esas malas razones de domesticar a las clases peligrosas), pero que hoy retroceden en nombre del agresor externo –no digamos si lo tenemos dentro: inmigrantes, refugiados-  hacia Estados policial penales. El margen de la disidencia aceptada  -seamos exactos, “tolerada”, en el genuino, paternalista e inaceptable sentido de la tolerancia como sucedáneo de los derechos en serio- se estrecha, casi al mismo tiempo en que, como destaca Honneth, se verifica el test de los derechos sociales: éstos vuelven a su lugar liberal, se tornan en mercancías, expectativas, aspiraciones que, sí, pueden recibir alguna satisfacción, y no para todos, en época de “vacas gordas”. Pero no, en ningún caso, derechos en sentido fuerte, que obliguen a los poderes públicos. Cuando llegan las “vacas flacas” y siempre llegan para los más vulnerables, a lo más que se aspira es a la limosna, a la beneficiencia.

Todo eso es el alma descarnada de lo que llaman “capitalismo compasivo” (otros hablan desvergonzadamente de la <ética de los negocios>, sobre todo para hacer negocios con la ética, algo siempre bien pagado) que tiene el premio del prestigio de la coartada <ética> y que de una u otra forma comporta que el perdedor, el que no triunfa, es culpable. Lo que desnuda la trampa argumentativa del supuesto capitalismo compasivo y lo revela como pura fachada es su propia lógica de beneficio insaciable, como ilustra Ken Loach en su I’m Daniel Blake: una amenaza que nos acecha a todos, porque ser trabajador, en esta sociedad del riesgo que produce la mayor <industria  de desechos humanos> (Bauman), no es ya salvoconducto frente a la pobreza o incluso la miseria. Aún peor cuando el punto de partida no es el de sociedades democráticas, sino el de dictaduras que tratan de engrasar la situación mediante el paternalismo y la corrupción. El hartazgo ante la humillación generalizada, como ha explicado Naïr mostrando cómo el suicidio del humillado Mohamed Bouazizi detonó la revolución tunecina (y que hoy podría revivir en Marruecos por la muerte del pescador Mohucine Fikri hace unos días) lleva a la ruptura, a la revuelta de quien no tiene ya nada que perder (por cierto, un argumento con el que Trump descaradamente pedía el voto de negros y latinos). Lleva a la búsqueda de caudillos o movimientos que capitalizan esa indignación al tiempo que hacen de ella una fe, una creencia que incluso puede encarnarse en una comunidad que no sólo es de fieles, sino de hermanos, de agraviados.

Amplias capas sociales se han visto afectadas en su estilo de vida –su confort en el mejor de los casos- por la ruptura de elementos básicos del vínculo social como consecuencia de la imposición de ese mercado global sin ley que nos ha impuesto el liberismo dominante. Y no sólo en los EEUU. Lo sabemos bien. La conciencia de ese desclasamiento, de la pérdida de status es fácil y demagógicamente (ahora se emplea más el calificativo <populista>) en dos sentidos coincidentes: la necesidad de revancha contra el chivo expiatorio y la adhesión al líder que se presenta como el paladín del combate al <sistema> que ha producido nuestra humillación, nuestro empobrecimiento. Añádase el rencor contra quien, siendo visiblemente otro, se convirtió en el Presidente y ¡Comandante en jefe! del país, un afroamericano educado –como su esposa- en la elite de las Universidades de la Ivy League, que no acepta el papel de Tío Tom y promete integrar a los inmigrantes, critica la posesión de armas y se distancia de la supremacía blanca, en un país en el que los afroamericanos tienen que seguir reclamando Blacks Lives Matter. El resentimiento por la conciencia de humillación se acrecienta con el rechazo a una veterana personalidad del stablishment de Washington, carente de campechanía, que diríamos aquí, y que comete el error de menospreciar no sólo a Trump, sino a quienes le dan apoyo porque ven en él un paladín de la lucha contra ese stablishment que les humilla.

No sé si, como ha apuntado alguien con agudeza, para eso que llamamos <sistema>, Trump es en realidad una oportunidad de mantener el statu quo, porque se asemeja al protagonista de la novela de Jerzy Kocinsky, Being there (Desde el jardín), cuya versión cinematográfica, con un soberbio Peter Sellers, se llamó aquí Bienvenido Mr Chance: una marioneta manipulable y que crea la ilusión de que el hombre corriente –la mujer sería, según parece, pedir demasiado- puede triunfar aún enfrentándose al sistema, de donde el apoyo más o menos subterráneo a Trump, aun en detrimento de su representante “natural”, Clinton. Lo que sí sé es que la igualdad de los derechos, empezando por los de las mujeres, el reconocimiento a los inmigrantes y refugiados como sujetos que deben ser reconocidos como justiciables, las prestaciones sociales por parte de los poderes públicos a los más vulnerables (ancianos, enfermos, parados), por no hablar del cierre de Guantánamo, el imperio de la ley y del Derecho en el orden internacional, el sometimiento a reglas no bélicas de los conflictos, la respuesta ajustada a Derecho ante el terrorismo internacional, no son las prioridades del programa de Trump. Y no me gustaría que, frente a eso, se imponga el ralo pragmatismo que parece encarnar en algunos gobiernos europeos y aun en la propia UE. No sé si Trump, como dice agudamente Ramón Lobo, será a la postre fiel a la condición de <político> (de la que ha abominado como clave de su estrategia electoral) e incumplirá sus promesas o si se empeñará en una suerte de berrea frente a Putin y, sobre todo, frente a los perdedores. Vigilar a su administración debiera ser la prioridad. El veterano periódico The Nation lo ha resumido bien: es la hora del duelo, la resistencia, la organización.

Las otras Malinallis. Discurso de recepción del Premio Malinalli 2016. Villahermosa, Tabasco, 7 de noviembre de 2016

Alocución de Javier de Lucas en la recepción del premio Malinalli 2016.

 

 

En estos días, en mi país, España, conmemoramos el 80 aniversario de un célebre discurso en la Universidad de Salamanca pronunciado por su Rector, Don Miguel de Unamuno, en el que se enfrentó valientemente ante la insania violenta de algunos de los cabecillas de la rebelión contra la República allí presentes y que resumió en el argumento “venceréis, pero no convenceréis”. Nosotros los que estamos aquí, tampoco tenemos como objetivo vencer, sino convencer, persuadir mediante la razón.

Pues bien, cuentan precisamente de Unamuno que, al recibir un premio de manos del rey Alfonso XIII, le dijo: “Gracias, Majestad: este es un premio muy merecido”. Acabada la ceremonia, el rey preguntó a Unamuno: “D. Miguel, ¿cómo es que me ha dicho Vd que este premio que le otorgamos es muy merecido?”. Y éste responde: “Es que es verdad, Majestad. Me lo merezco y mucho”. “Pero, Don Miguel –arguye el rey- toda la gente que lo ha recibido me da las gracias diciendo que es un premio inmerecido”. A lo que el filósofo contestó: “es que eso también es verdad, Majestad. No se lo merecían”.

 

No: yo no voy a decir lo de Unamuno. El hecho de que el resto de los galardonados se merezcan y de largo este premio no me lleva a responder como Unamuno, sino a agradecerlo como un regalo que no merezco, pero del que me siento muy contento y orgulloso. Orgulloso, desde luego por la ilustre compañía de quienes lo reciben muy merecidamente esta tarde. Orgulloso también por ingresar en la cohorte de premiados a los que admiro profundamente y déjenme mencionar sólo un nombre, el de mi admirado colega y amigo Jose Ramón Cossio.

La doctora Anglés ha explicado en su intervención la ambigüedad de esta creación cultural que es el Derecho, capaz de servir como instrumento para la emancipación de los seres humanos, pero también de aherrojar y violentar a una buen aparte de ellos. Estoy muy de acuerdo. Modestamente, como profesor de Filosofía del Derecho que intenta explicar qué es lo que nos presentan como tal y por qué, trato de hacer mía la afirmación de un gran filósofo del Derecho del siglo XIX, Rudolf von Jhering, para quien el Derecho no es otra cosa que “lucha por el Derecho, por los derechos”. Los derechos no se regalan, no caen del cielo. Si es así, no son derechos, sino limosnas o privilegios. Los derechos se ganan luchando con los demás por su reconocimiento y garantía. Lo escribió Heráclito en uno de sus fragmentos: “Un pueblo debe luchar por sus leyes como por sus muros”. Porque la garantía básica de una vida digna es un Derecho al servicio de los derechos humanos. Y si no, el Derecho será un instrumento de dominación, de violencia, discriminación y explotación de los otros, aquellos que no tienen el poder de crearlo y aplicarlo.

 

El Derecho, como la vida, es bifronte. Ya nos lo recordaba San Agustín, antes que Freud: “yo soy dos, y estoy en cada uno de los dos”. La vida, nuestras vidas, están hechas de esa paradoja: somos capaces de amor, de amistad, de solidaridad para con los otros. Pero también capaces de hacer daño, de hacerles mal. Por eso, en la relación con el otro intento aplicar lo que he llamado el “método Villoro”, por la obra del padre de otro de los galardonados con el Premio Malinalli, Luis Villoro, gran filósofo mexicano. Su hijo Juan, en un elogio fúnebre, le llamó “Villoro el cartaginés”, por el espíritu de resistencia, o, en términos nietzscheanos, su espíritu intempestivo, que le llevaba a la lucha del lado de los más débiles, ese que, según Camus es siempre el lado justo. Pues bien, el método Villoro, según he propuesto en algún trabajo consiste en sabernos pastores de los otros (como los Ents del relato de Tolkien respecto a los árboles, una forma más carnal y arraigada de la condición de <pastor del ser> ue sería la condición humana en el decir de Heidegger). Somos testigos del otro, de todos los otros, y por eso no podemos, no debemos vivir según el espíritu de Caín, que rechaza ser “guardián de su hermano”. Y, sin embargo, tantas veces actuamos como Caín, con la indiferencia que difícilmente encubre el menos precio y aún el odio hacia los otros….

 

Esa ambigüedad, esa potencialidad contradictoria, está presente también en la personalidad de Malinalli Tenépatl, que da nombre a nuestro Galardón. Un personaje controvertido, objeto de descalificaciones muy graves, pero también entendido (como lo hizo por ejemplo Octavio Paz) como la madre de una nueva nación, el gran México, nación mestiza. Sí, Malinalli es bifronte, como lo explica maravillosamente la escultura del artista Sebastián que es la presea que se nos ofrece a los galardonados. Una madre que da vida a un nuevo mundo, al tiempo que es víctima y coimplicada en el sufrimiento causado por los victimarios en este complejo proceso de alumbramiento. Su condición de mujer excepcional, protagonista real de trascendencia histórica indiscutible, es glosada también desde una perspectiva feminista: la madre que engendra un mundo nuevo y al tiempo es la víctima de los agresores.

 

Pensaba en todo eso evocando la tragedia que es la mayor mancha de los europeos, en este período histórico. Una tragedia por la que más pronto que tarde recibiremos un juicio terrible de la historia. Nuestro maltrato a tantos centenares de miles de seres humanos que arriesgan su vida y perecen en aguas del Mediterráneo, porque mis gobernantes, los gobernantes de toda la UE, no parecen entender del deber de respetar y cuidar del bien sagrado que es la vida, la primera tarea del Derecho y de la política y no sólo ante los refugiados, sino también ante los inmigrantes, ante todo ser humano en peligro. Esa es la misión básica del Derecho, la que hará de él un  instrumento noble si la garantiza y una herramienta ilegítima, abominable si la viola.

Sé que esto sucede en todo el mundo. En México también: también aquí se vive el peligro para miles de niños, inmigrantes y refugiados menores de edad no acompañados  que desaparecen. Para las mujeres, víctimas particularmente vulnerables en esa precaria situación, Pero déjenme que denuncie lo que conozco: unas políticas europeas de inmigración y asilo que  no respetan derechos humanos fundamentales.

Al recibir este premio, pienso en la tragedia que viven en el Mediterráneo tantas nuevas Malinallis, que arriesgan sus vidas por sus hijos, y que son muchas veces víctimas de continuas violaciones y malos tratos que son al tiempo arma de guerra y/o el precio de su aventura desesperadamente esperanzada. Madres de un mundo, el nuestro, que debería saberse reconocer como mestizo. Los europeos, todos nosotros, debemos saber aceptar esa savia nueva, en lugar de empeñarnos en sepultar a quienes son, sobre todo, portadoras de vida. Portadoras del futuro de todos nosotros. A esas mujeres inmigrantes, refugiadas, dedico este Premio.