LAS DEVOLUCIONES EN CALIENTE: LA HORA DEL LEGISLADOR (VERSIÓN EXTENDIDA DEL ARTÍCULO PUBLICADO EN INFOLIBRE, 19DE JUNIO DE 2020)

Devoluciones en caliente: la hora del legislador

Javier de Lucas

Infolibre, 19/06/2020 a las 06:00

https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2020/06/17/devoluciones_caliente_hora_del_legislador_107855_1023.html

La sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (STEDH) de 13 de febrero de 2020, recaída en el caso N.D. y N.T. contra España y adoptada por unanimidad, supuso una sorpresa muy negativa entre los medios jurídicos que trabajan en el ámbito de la garantía de los derechos humanos de los inmigrantes y demandantes de asilo y también en ámbitos jurídicos de prestigio: así, el Consejo General de la Abogacía o ACNUR denunciaron el olvido por parte del TEDH de la infracción de derechos reconocidos en la Convención para las personas refugiadas de 1951. El Relator especial de Derechos de los Trabajadores Inmigrantes y la Asociación Jueces y Juezas para la Democracia recordaron por enésima vez, frente a esta STEDH, que la práctica de las “devoluciones en caliente” vulnera el derecho a defensa y a un juicio debido, como lo hizo en reiteradas ocasiones el Comisario Europeo de derechos humanos al resaltar que tales devoluciones «impiden que los inmigrantes ejerzan de modo efectivo su derecho a buscar protección internacional». Y podría seguir. Pero ante todo, resumamos algunos elementos de la discusión.

Como se recordará, los hechos remiten al 13 de agosto de 2014, cuando N.D. y N.T., ciudadanos nacionales de Mali y Costa de Marfil respectivamente, participaron en uno de los saltos colectivos y traspasaron la frontera vallada de Marruecos con la ciudad autónoma de Melilla. La frontera es un entramado de tres vallas alambradas, con concertinas puntiagudas, sirga tridimensional e instalaciones de video vigilancia. Ambos ciudadanos entraron de forma ilegal en territorio de soberanía española. Ambos fueron enviados inmediatamente de vuelta por las autoridades españolas a territorio marroquí. Es decir, fueron objeto de la práctica de expulsión conocida popularmente como “devoluciones en caliente”. Como es sabido, se trata de prácticas supuestamente legalizadas por la disposición final primera de la L.O. 4/2015 de protección de la seguridad ciudadana (la ley mordaza), titulada “Régimen especial de Ceuta y Melilla”, por la que se añadió una disposición adicional décima a la L.O. 4/2000 sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social.

La representación jurídica del Gobierno español ha negado siempre (tanto la del Gobierno del señor Rajoy como la del actual, al mantener el recurso ante la Gran Sala) que se trate de expulsiones insiste en hablar de rechazos en frontera, desde el curioso concepto operativo de frontera que, en lugar de atenerse al trazado oficial acordado por Tratado entre España y Marruecos, retrotrae la misma hasta la última valla, donde supuestamente comenzaría el territorio de soberanía y jurisdicción españolas.

Se ha discutido en estos días acerca de la medida en la que el propio Tribunal Constitucional español se ve constreñido por esta sentencia, a la hora de dictaminar sobre el recurso de constitucionalidad interpuesto contra la mencionada L.O 4/2015. Creo que es el momento de señalar que, en torno a todo esto, se sobreponen varios malentendidos. Voy a referirme a tres.

Una sentencia desafortunada por ignorancia de los hechos e incompatible con principios elementales del Estado de Derecho

El primer malentendido consiste en repetir que esta STEDH resuelve sobre la práctica de las “devoluciones en caliente”. En puridad, no es así. El fallo, de forma a mi juicio errada, se ha limitado a sostener que España no es responsable de la expulsión (la sentencia deja claro que no hubo rechazo, sino expulsión, porque N.D. y N.T. estaban en territorio de soberanía española, ergo bajo jurisdicción española), porque N.D. y N.T. eligieron cruzar la frontera, pero no a través del paso legal de Beni Asar, sino de forma cualificadamente ilegal: junto con otros, de forma violenta, saltando el triple vallado.

Pues bien, ante todo, deja perplejos a todos los que conocen mínimamente la situación en la frontera de Melilla la oceánica ignorancia o desprecio de esa realidad por parte del TEDH. ¿Eligieron? Los magistrados del TEDH muestran un total desconocimiento de la realidad de la práctica en la frontera, es decir, de los hechos: como sabe cualquiera que se haya tomado la molestia de ir allí, de conocer lo que allí sucede, o cualquiera que haya leído los múltiples informes elaborados por diferentes organizaciones de defensa de los derechos humanos, para las personas de origen subsahariano no existe de hecho posibilidad alguna de cruzar el paso fronterizo u obtener visado o resolución favorable a la tramitación de la demanda de asilo en ese paso fronterizo, de acuerdo con lo establecido en el artículo 38 de la L.O. 12/2009 reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria.

El informe de CEAR como tercera parte ante el TEDH es contundente: “Según el Ministerio de Interior, durante el año 2018, solo un 0,67% de las solicitudes de asilo fueron presentadas en representaciones diplomáticas españolas únicamente en la modalidad de extensión familiar. Por otro lado, las opciones de conseguir un visado de trabajo para alguien procedente de un país de África subsahariana son mínimas por no decir imposibles. En los consulados o Embajada de Marruecos tampoco existe esta opción y además las personas subsaharianas en este país sufren una continua persecución y discriminación por parte de las autoridades alauíes… Tampoco existe una opción de acudir a esta vía desde Marruecos o desde los países limítrofes a Malí o Costa de Marfil”. Por no decir que las oficinas de asilo en frontera se encuentran en territorio español (no en el marroquí, de Beni Ansar) y no sólo no se encontraban abiertas en el momento de producirse los hechos (como se puede leer en el parágrafo 152 de esa STEDH), sino que, al expulsar de forma inmediata a los dos demandantes, se les impidió en cualquier caso la personación en dichas oficinas. Aún más, la Organización independiente británica Forensic Architectures (www.forensic-architecture.org), ha publicado un informe sobre la frontera de Melilla, elaborado en colaboración con el European Center for Constitutional and Human Rights (ECCHR) de Berlín, que pone en cuestión la sentencia dictada por del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en febrero de 2020 en el caso ND y NT contra España y muestra que los argumentos de hecho que presentó España y el TEDH consideró probados, son falsos. El informe se puede consultar en https://www.youtube.com/watch?v=0qICrF569oU&feature=youtu.be

Pero con ser eso grave, la tesis de fondo del TEDH es verdaderamente difícil de admitir desde los principios básicos del Estado de Derecho (ya no digamos desde el garantismo): supone que el derecho básico a defensa y a un procedimiento debido se pierde cuando se actúa de forma ilegal y criminal. Dejemos aparte (que es mucho dejar) el hecho de que no ha habido ocasión de probar ante un juez si ND y NT cometieron una falta administrativa (cruzar la frontera sin papeles) o si, en efecto, realizaron delitos contra las fuerzas de seguridad. Lo relevante no es eso, sino que se considera que esas tres circunstancias sumadas (que se saltara la valla, que el salto fuera colectivo, que se utilizara violencia) suspenden justificadamente un derecho humano absolutamente clave para que podamos hablar de Estado de Derecho. Ni la persona que haya cometido el crimen más repugnante ve suspendido su derecho a defensa y a un procedimiento debido. Es terrible que un Tribunal de derechos humanos lo ignore. Y a ello hay que sumar un elemento que resulta particularmente oportuno recordar en vísperas del Día Mundial de los Refugiados: «En la medida en que se trata de actuaciones de hecho que permiten eludir el procedimiento administrativo preceptivo en las actuaciones de expulsión del territorio de extranjeros que hayan entrado de forma ilegal, posibilitan burlar la observancia de las debidas garantías y salvaguardas procesales, privan a las personas necesitadas de protección internacional del acceso al derecho de asilo contemplado en el artículo 13.4 CE y sobre todo, atacan el núcleo del Derecho internacional de refugiados, el principio de non refoulement» (artículo 33 de la Convención de Ginebra).

Sobre el papel del TC ante las devoluciones en caliente

El segundo malentendido afecta, como decía, a la vinculación del Tribunal Constitucional (TC) por la sentencia del TEDH. En estos días se ha hablado en informaciones periodísticas y en especulaciones de tertulianos sobre la necesidad de encontrar un punto de equilibrio entre la STEDH y el recurso contra la “ley mordaza” que denunció su inconstitucionalidad y exigió la eliminación de esta práctica y que el TC debe ahora resolver. Por las razones que ya he expuesto, me parece jurídicamente poco sostenible que se sugiera que el TC puede elegir una “vía intermedia”: validar las devoluciones en caliente y la suspensión de derechos que comportan, pero no en todos los casos, sino sólo en los que concurran esas tres circunstancias mencionadas.

Pero es que no hay tal necesidad. Como advirtió en los días inmediatos a la Sentencia el profesor Presno Linera (cfr. “Algunas consideraciones sobre los efectos de la Sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre las <devoluciones en caliente>”, https://presnolinera.wordpress.com/2020/02/14/algunas-consideraciones-a-proposito-de-los-efectos-de-la-sentencia-del-tribunal-europeo-de-derechos-humanos-sobre-las-devoluciones-en-caliente/), a la hora de enjuiciar la constitucionalidad de las “devoluciones en caliente” el Tribunal Constitucional tendrá en cuenta lo que acaba de decir la Gran Sala del TEDH, pero eso no implica que su fallo dependa, en exclusiva, de que dichas prácticas hayan sido declaradas conforme al CEDH, porque esas medidas deben ajustarse, en todo caso, a lo previsto por los preceptos constitucionales que regulan el asilo y la tutela judicial efectiva. Pues bien: el TC no debería dar primacía a lo que resulta compatible, según el TEDH, con el Convenio Europeo de Derechos Humanos, en caso de que la Constitución española hubiera elevado (como de hecho es así) el ámbito de protección de los derechos. Ni el Convenio Europeo de derechos humanos (CEDH) ni la jurisprudencia del TEDH –al menos desde el punto de vista de una teoría de los derechos fundamentales adecuada a nuestra Constitución– pueden originar límites adicionales a los derechos protegidos por la Constitución española, más allá de los previstos en la legislación orgánica (en este caso la Ley de extranjería, por vía de la Ley de seguridad ciudadana).

Dicho de otra manera, no todo lo que el TEDH considera compatible con el CEDH (Convenio Europeo de Derechos Humanos) es necesariamente compatible con nuestra Constitución, que mantiene un standard más garantista (hasta hoy), por ejemplo, en materia de asilo y garantía judicial efectiva en cuestiones que pueden afectar a los derechos humanos de no nacionales. Lo cierto es que el TEDH, garante de los Derechos Humanos comprendidos en el Convenio Europeo, ha optado en este fallo por lo que se ha calificado –a mi juicio, con acierto– como un enfoque punitivista de protección de tales derechos, reduciendo la titularidad de los mismos a aquellos individuos que no hayan cometido una infracción administrativa, como es la entrada irregular al territorio. Por tanto, puede alegarse que, en virtud del art.53 del propio CEDH, tanto nuestro Tribunal Constitucional como el propio Gobierno español no tienen por qué vincularse a ese standard menos garantista que acaba de fijar este STEDH. Y es que, sin duda alguna, es un principio básico del Estado constitucional de Derecho el que la circunstancia de que una persona haya cometido un acto criminal no le priva del derecho a la protección judicial efectiva. Contra lo que sostiene el TEDH, entrar irregularmente en España no priva del derecho a defensa y a una decisión judicial que justifique la expulsión.

La hora del legislador

Y llegamos al malentendido final: la solución ante los problemas que plantean las prácticas de “devoluciones en caliente”, a mi juicio, no está en manos de los jueces, ni aun del Tribunal Constitucional. La solución real está en manos del legislador. Es hora de responder a una demanda que, por cierto, es un clamor popular: derogar la L.O. 4/2015, la ley mordaza al menos desde luego en su malhadada disposición final primera.

Desde ese punto de vista, me parece que son muy razonables las propuestas concretas formuladas en un reciente manifiesto de CEAR titulado “Por una política migratoria y de asilo propia de una sociedad democráticamente avanzada”. Me voy a referir sólo a dos:

La primera y más evidente es la necesidad de la derogación de la disposición adicional 10ª de la L. O. 4/2000 introducida a través de la disposición final 1ª de la L.O. 4/2015, que regula ad hoc el rechazo en frontera en Ceuta y Melilla y propicia así las “devoluciones en caliente”, una práctica imposible de conciliar con la legalidad interna e internacional, frente a lo que literalmente expresa la propia disposición adicional 10ª que remite a la legalidad internacional. En efecto, esa disposición supone una violación directa del principio de non-refoulement, sobre el que descansa toda la arquitectura legal de la Convención de Ginebra de derecho de refugiados y es incompatible con el derecho a defensa y a un procedimiento legal individualizado previo a todo acto administrativo de expulsión (que, además de asistencia letrada y control judicial efectivo, incluye por ejemplo el derecho a disponer de traducción en las comunicaciones que afecten a la persona a la que se trata de expulsar).

En segundo lugar, la modificación de la restricción sobre solicitud de asilo, desde la formulación del artículo 38 de la L. O. 12/2009, que convierte la tramitación de solicitudes recibidas en embajadas y oficinas consulares españolas en una facultad discrecional del embajador o representante consular español, que podrá, o no, decidir la tramitación, acabando así con la interpretación más favorable que obligaba a los representantes diplomáticos españoles a cursar las solicitudes presentadas en sus legaciones, conforme a la tradición latinoamericana del asilo diplomático, que España mantenía como excepción entre los Estados miembros de la UE.

No sigamos propiciando que los desplazamientos de población de carácter forzado, tanto de quienes buscan refugio como de aquellos que tratan de encontrar trabajo y vida digna, se conviertan en una carrera contra la muerte, objeto de necropolítica. Propiciemos vías legales y seguras. Defendamos a quienes necesitan que les ofrezcamos un refugio. Convirtamos en hechos las recomendaciones del Global Compact on legal ordelry, safe and regular Migration y del Global Compact on Refugees de Naciones Unidas, de diciembre de 2018.

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* Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador por Valencia, elegido en las listas del PSPV-del PSOE como independiente.

Menos retórica y más medios en las Universidades para el curso 2020-21 (versión extendida del artículo publicado el 10 de junio de 2020 en el diario Levante-EMV, «Conjugar autonomía y co-responsabilidad en las Universidades»)

Comenzaré por negar un tópico al que se recurre con demasiada frecuencia: contra el mantra de la ausencia de control, las universidades españolas se cuentan entre las instituciones más sometidas a crisis, a crítica y autocrítica. Y es difícil encontrar un colectivo que pase por más evaluaciones (también externas) como los profesores e investigadores universitarios. Aún así, al mismo tiempo se impone reconocer que también es difícil encontrar el grado de cainismo y, paradójicamente, de gremialismo, que se vive en los campus. Un fenómeno incrementado, creo, por el sistema creado para fomentar la competencia investigadora (que no docente) y para evaluar la selección y promoción del profesorado desde la ANECA, institución manifiestamente mejorable. Un sistema que, a juicio de muchos de quienes hemos desempeñado competencias de evaluación del profesorado universitario, se ha revelado no sólo erróneo, sino muy perjudicial.

La gran recesión de 2008 y las políticas de austeridad que la siguieron, añadieron a esos males endémicos un grave problema de financiación: como recordaba en un artículo reciente el vicerrector de la UJI, el profesor Modesto Fabra, evocando el Informe “¿Quién financia la universidad?” publicado en 2017 por el Observatorio del Sistema Universitario, entre 2009 y 2015 las universidades públicas españolas sufrieron una caída de recursos sin precedentes, superior al 20 %. España pasó de estar en la media de países de la OCDE en lo relativo al porcentaje del PIB dedicado a universidades, a ser el sexto país por la cola, destinando únicamente un 79 % del promedio de la OCDE.

En esa situación de debilidad de recursos, incrementada a su vez en el caso de la Comunidad Valenciana por el déficit que la aqueja comparativamente desde hace años, ha llegado la pandemia. Las expectativas con las que las Universidades deben afrontar el futuro inmediato no ofrecen pues, motivos para el optimismo. No lo es, por ejemplo, el hecho de que en la muy acertada medida adoptada por el Gobierno de reservar para Educación 2000 millones de euros del fondo extraordinario que ha concedido a las CCAA, no se incluya la educación universitaria. Tampoco que, mientras el Ministerio de Universidades ha decidido la supresión de la horquilla de tasas y ha fijado unos precios máximos de matrícula que nos sitúan en el escenario de 2011, al mismo tiempo que, conjuntamente con el de Educación, ha optado acertadamente por bajar el requisito académico para la obtención de becas, no se avizoran mecanismos complementarios que permitan a las Universidades recabar ingresos. En las recomendaciones publicadas esta misma semana por el ministerio de Universidades, hay muchas sugerencias pero ninguna concreción de medios que se vayan a poder a disposición de profesores, personal de administración y servicios, más allá de la remisión a páginas web para ver tutoriales…

Por supuesto, el condicionamiento que nace de las carencias del modelo de financiación autonómica, que no garantiza en las comunidades autónomas recursos suficientes para atender el gasto creciente en los distintos servicios públicos esenciales y en particular en sanidad y educación, y en particular en Universidades, la tradicional hermana pobre, es una losa. Y es imperativo llegar a acuerdos al respecto. Acuerdos no sólo entre el Gobierno central y las CCAA, sino también acuerdos dentro de las CCAA, acuerdos entre las administraciones con competencia universitaria y los rectorados y representantes de los trabajadores y estudiantes de las Universidades. Acuerdos que signifiquen que la sociedad civil no sólo debe exigir la mayor transparencia en la rendición de cuentas por parte de las propias Universidades, que demuestre el mejor aprovechamiento de los recursos, sino implicarse en mejorar su calidad y condiciones, por ejemplo, en la participación en el I+D+I y también, por qué no decirlo, en el mecenazgo de las Universidades. Algo se ha conseguido, pero estamos lejos, lejísimos de que el servicio público esencial que son las Universidades sea asumido omo tal por las administraciones e, insisto, por la sociedad civil.

Pero no escribo sólo para reforzar la habitual (y, a mi modo de ver, justificada) queja de las Universidades por la inconsecuencia que supone su considerable abandono por parte de los poderes públicos y la sociedad civil. Creo que los propios universitarios y, de modo específico, sus autoridades, es decir, los Rectorados de las Universidades y la CRUE, deben asumir que el principio de autonomía universitaria exige algo más que estar a la espera de las iniciativas del Ministerio y de las consejerías de las CCAA sobre cómo se va a afrontar el próximo curso académico. Exige co-responsabilidad, como recordaba recientemente el President Puig en una reunión con diputados y senadores socialistas valencianos. Y las Universidades deben tomar la iniciativa de abrirse más aún (porque ya se ha caminado en esta vía y hay ejemplos muy positivos) a las negociaciones con los agentes de la sociedad civil, para desarrollar un intercambio que redundará positivamente en la transparencia de la aportación y responsabilidad social de las Universidades, sin demérito de aquello que, a mi juicio, es más preciado: su independencia, su carácter de motor crítico de la sociedad.

Ruboriza tener que argumentarlo una vez más: la educación e investigación superiores son condición sine qua non de la adaptación del tejido social a las nuevas exigencias, a las respuestas a los riesgos y amenazas que debemos afrontar. Con todo respeto, tanto como las terrazas, los bares y los restaurantes, si no más. Es incongruente proclamar que una de las lecciones que hemos aprendido de la pandemia es la necesidad de invertir prioritariamente en Ciencia (en innovación también se añade) y olvidar que la mayor parte de esa ciencia, investigación e incluso innovación, se lleva a cabo en las Universidades. Pero es que, además, la aportación de las Universidades no se reduce a su contribución a la ciencia, investigación e innovación. Las sociedades democráticas exigen ciudadanía informada, crítica y activa. Y esa ciudadanía depende en buena medida del conocimiento crítico que la investigación básica y la docencia proporcionan mediante la educación superior. Por no hablar del hecho indiscutible de que la calidad de la docencia universitaria influye en la calidad de buena parte de nuestros profesionales, de los agentes de la sociedad civil. La Universidad, insisto otra vez, como el resto de los niveles educativos, es un servicio público esencial.

Esperamos que todo eso se incluya en el debate sobre ese nudo gordiano de la financiación autonómica y de la financiación específica de la sanidad y educación, también la universitaria, como prioridades en las políticas públicas. Mientras tanto, como casi siempre, lo cierto es que, a quienes forman parte de la comunidad universitaria, es decir, profesores, investigadores, personal de administración y servicios y estudiantes, no les basta con declaraciones generales, retóricas, que como mucho se limitan al carácter semipresencial o completamente online del curso 2020-21 o del primero de sus semestres.

Por ejemplo, de cara al curso 2020-21, hay aún tiempo suficiente para que los Rectorados actúen de forma positiva y proactiva y no se limiten, como se ha hecho en estas semanas del segundo semestre del curso 2019-2020, a declaraciones retóricas y a un aluvión de documentos burocráticos que no suponen otra cosa que apelar como siempre al sacrificio y generosidad del profesorado y del personal de administración y servicios, con el fin de exigirles que modifiquen y adapten programas y guías docentes y métodos de evaluación, al tiempo que se les pide (como en los demás niveles educativos) que sean capaces del esfuerzo sobreañadido de transformar su actividad, para incluir un contacto telemático constante que, en caso de titulaciones con importantes ratio profesor/estudiante, resulta difícil de mantener de forma sobrevenida, al mismo tiempo que se concilia familiarmente y se investiga durante el confinamiento. Por no añadir que todo eso se ha hecho con el agravante de perentoriedad y sin proporcionar ningún soporte adicional, salvo las tradicionales palabras de solidaridad y promesas de reconocimiento que raramente se traspasan a los hechos…

Sí, hay que tomar en serio la autonomía universitaria en el sentido también de responsabilidad o, como mínimo, co-responsabilidad de los universitarios, de todos los que componen la comunidad universitaria, pero no sólo de estudiantes, personal de administración y servicios y profesores e investigadores. Es la hora, más que nunca, de que las autoridades universitarias con capacidad de decisión, los rectorados y la CRUE de un lado, exijan medidas factibles y, de otro, ofrezcan soluciones y no sólo declaraciones retóricas y exhortaciones al esfuerzo y sacrificio común.

Cabe como mínimo esperar y exigir de nuestras autoridades universitarias, que para eso han sido elegidas (aunque, ciertamente, nadie pudiera prever que les tocaran las circunstancias extremamente excepcionales que supone la pandemia), esperar y exigir, insisto, al menos pronunciamientos claros sobre medidas concretas, tal y como se lo han reclamado sindicatos universitarios, en un arco ideológico amplio que va de CCOO a CSIF: esta situación no se puede afrontar si no se pone todo el esfuerzo para incrementar las plantillas de PDI y de PAS. Por eso, esperamos de los rectorados y la CRUE, porque ese es su trabajo, y no sólo hacer declaraciones genéricas y reconocimientos genéricos a la capacidad de esfuerzo y sacrificio, esperamos, digo, que presionen y encuentren soluciones que permitan obtener los medios adecuados.

Menos retórica, menos exhortaciones al sacrificio y al esfuerzo, y más concreción en la puesta a disposición de los medios adecuados para que no sufra merma la calidad de la actividad docente universitaria: eso es lo que esperamos de las autoridades académicas, de la CRUE y de los rectorados. Proporcionar los medios adecuados exige en primer lugar adecuadas dotaciones presupuestarias (del Ministerio, de las CCAA) por las que deben negociar la CRUE y los Rectorados. Por eso, proporcionar los medios adecuados pasa ante todo por el incremento y consolidación de plantillas. Pero también exige facilitar infraestructuras técnicas (equipos informáticos, plataformas digitales, etc), así como remodelar los espacios disponibles, a fin de acondicionarlos para los requisitos que exige la salud pública en la enseñanza presencial, a la que no se debería renunciar, aunque pueda combinarse con modelos online. Proporcionar medios adecuados, significa que los trabajadores (y los estudiantes también) tengan un espacio seguro de trabajo (lo que en su caso puede requerir realización de pruebas de PCR y seroprevalencia), velando por la seguridad de los grupos de riesgo a los que debe garantizarse el teletrabajo. Hablando de teletrabajo, no podemos demorar la concreción de las garantías de los derechos laborales en el teletrabajo (cuyo único marco normativo, por cierto, es por ahora el muy genérico Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo de 2015). Por supuesto, medios adecuados comportan medidas que garanticen la formación específica en nuevas tecnologías para el profesorado y el personal de administración y servicios, en lugar de confiarlo a la propia iniciativa de los trabajadores (y a las propias herramientas de trabajo que consigan). es decir, que las autoridades académicas concreten de una vez la tan retórica habitual sobre “la apuesta decidida de las Universidades por el aprendizaje y la mejora de las competencias y habilidades digitales de los trabajadores de forma continua y permanente”.

Y, en lo relativo a los estudiantes, para garantizar la igualdad, es preciso comprometerse eficazmente en el acceso equitativo a las herramientas (incluidas tablets u ordenadores personales) y en la formación en los nuevos hábitos en lo que toca a los recursos e instrumentos docentes. Un esfuerzo especial se ha de poner en garantizar el papel primordial las bibliotecas universitarias y también el trabajo seguro en laboratorios y lugares de prácticas… ¿seguimos? Quedan aún tres meses. Asuman con hechos el liderazgo de este trabajo que se espera de todos y cada uno de nosotros.

De nuevo sobre política, ciencia y certeza. Conferencia de clausura de la edición 2019-2020 del Master de derechos humanos, democracia y justicia internacional (10 de junio de 2020)

SOBRE POLITICA, CIENCIA Y CERTEZA, A LA LUZ DE LA PANDEMIA

Javier de Lucas

Sobre la dificultad de decidir, sin plena certeza

¿Cómo estar seguros de que las decisiones políticas son apropiadas, necesarias, proporcionadas? ¿Pueden proporcionarnos certeza esas decisiones? Este es uno de los debates clave que nos plantea la gestión de la pandemia, al mismo tiempo que, quizá, uno de los más complejos. Baste pensar en la perplejidad que produce que un responsable político habitualmente ponderado, el lehendakari Urkullu, le espetara al presidente del Gobierno en una de las conferencias que éste mantuvo con los Presidentes de las Comunidades Autónomas, que no era de recibo que sus indicaciones políticas carecieran de <certeza>. Habría que preguntarle a su vez al lehendakari ¿quién y cómo la puede proporcionar?

La primera tarea de todo gobierno, tal y como lo enunciara Hobbes, es garantizar la vida de los gobernados. Hasta el punto de que el genial pensador admite una sola excepción a la sumisión al poder ilimitado que los ciudadanos ceden al monstruoso Leviathan: precisamente la ausencia de esa seguridad[1]. Esta es la condición que hace posible todos los demás objetivos de la acción política. Algunos, siguiendo esa lógica, hablan de una contradicción o, al menos, de tensión límite entre seguridad y libertad, que justificaría sacrificar nuestra libertad en aras de la seguridad. Pero creo que es un planteamiento falaz.

En regímenes dictatoriales o autoritarios, los ciudadanos son súbditos y no tienen más remedio que abandonarse a la fe en su gobierno, o someterse sin más a él. Esos gobiernos pueden mantener la ficción de que siempre aciertan y que lo hacen por el bien del pueblo, con una sencilla y falaz alternativa: <o nosotros, (o la obediencia a nuestros mandatos), o el caos (la muerte)>. De donde, en efecto, frente a la libertad propia del estado de naturaleza y que nos hace devorarnos unos a otros como lobos (la guerra civil como el mal por antonomasia, al fondo), no hay opción: elegimos la seguridad. Pero en sociedades democráticas, abiertas, plurales, eso no funciona así. Los ciudadanos son mayores de edad y han superado, a la manera en que nos enseñó el psicoanálisis, el mito del padre que todo lo sabe y nos protege frente a cualquier peligro. Sabemos, como explicaron Rousseau y Kant[2], que esa seguridad de los calabozos, o, peor de los cementerios (la verdadera paz perpetua), no es tal. La seguridad es, ante todo, seguridad en y desde las libertades. Por eso, los ciudadanos pueden y deben someter a juicio crítico, a control, las decisiones de sus gobernantes, incluso (quizá, sobre todo) las que se adoptan en circunstancias excepcionales, en las que están en juego las vidas de todos. Eso no quiere decir que sea tarea fácil, ni siquiera en un momento histórico como el presente, en el que los ciudadanos llevamos en nuestro bolsillo, en nuestros smartphones, mucha más información que la que nunca antes estuvo al alcance de las élites de gobierno.

¿Necesitamos una revisión de los instrumentos que contribuyen a la percepción de que las decisiones políticas proporcionan certeza, seguridad? Quizá convendría comenzar por una breve reflexión sobre la forma en que el Derecho aparece omo la más poderosa herramienta de seguridad en nuestras sociedades: ¿sigue cumpliendo esa función?

El Derecho como instrumento de certeza social: sobre el sentido y alcance de la seguridad jurídica

Es comúnmente admitido que la primera de las funciones del Derecho es proporcionar seguridad en las relaciones sociales.

Seguridad, en primer lugar, como garantía del status de los individuos que pertenecen al grupo en el que existe ese Derecho como sistema normativo, es decir, garantía del conjunto de derechos y deberes de cada individuo del grupo, basada en la previsibilidad de las conductas del otro (incluido el poder institucional), gracias a la amenaza de la sanción que monopoliza el Derecho. En efecto, no es posible ninguna relación social sin un mínimo grado de seguridad sobre lo que cabe esperar de la otra parte; también del poder institucional. Y el Derecho, en eso, parece un instrumento eficaz: el otro se atendrá a la conducta que el Derecho ha establecido mediante la norma, porque en caso contrario sabe que será objeto de sanción que le obligará a realizar esa conducta prevista o una sustitutoria. Y la parte contraria puede así confiar en obtener esa conducta o una equivalente gracias a la sanción. La conducta del poder institucional (en un Estado de Derecho) resulta también previsible, porque está sometido asimismo al control del Derecho, gracias sobre todo al principio de legalidad, al de irretroactividad de las normas desfavorables (en particular, las penales) y a la división de poderes.

Pero esa previsibilidad, como acabamos de ver, se basa a su vez en la certeza de la norma, esto es, en que siempre existe una norma clara y que es eficaz, es decir, que se cumple inexorablemente.  Ambos predicados, sin embargo, contra lo que han pretendido algunos modelos explicativos de qué sea el Derecho como el iusnaturalismo racionalista o el positivimso legal formalista, no carecen de excepciones, incluso en un modelo de Estado constitucional. No siempre existe una norma cierta (hay problemas de lagunas normativas -situaciones no previstas, para las que no hay norma- y de antinomias o contradicciones entre normas, máxime en sistemas jurídicos plurales, como los de los Estados de la UE, con varias instancias normativas, dese la local, la autonómica, la estatal y la estrictamente europea). O sea, que incluso la certeza jurídica es tentativa, como subrayó el realismo jurídico frente al positivismo jurídico más formalista, con su crítica a la noción de validez como una creencia ingenua, paralela a la necesidad psicológica del padre[3].

La defectibilidad de la certeza que proporciona el Derecho se acrecienta en situaciones de grave excepcionalidad, en la que la necesidad de actuar es tan urgente que obliga a reducir excepcionalmente las reglas y procedimientos que tratan de garantizar la certeza. Esa necesidad obliga a una gestión política que recurre (como estamos viendo en nuestro país) a los supuestos de excepción previstos en los Estados constitucionales[4] y aún más, a una modalidad extrema, nunca vista, del fenómeno que Karl Schmitt ya advirtió en 1950 y que Ernst Forsthoff, calificara como “legislación motorizada”[5], para referirse a los nocivos efectos que sobre la seguridad jurídica suponía esta manía de legislador de producir cada vez más leyes y de menor duración el tiempo. Ese problema de teoría y técnica legislativa se complica aún más si concurre con lo que en conocido trabajo de 1993 el profesor Pérez Luño denominara “El desbordamiento de las fuentes del Derecho”, algo evidente en nuestro contexto jurídico, como Estado de estructura cuasi federal y miembro de la UE, lo que añade complejidad pluridimensional.

Sobre la responsabilidad de las decisiones políticas en la era de la pandemia

Volvamos, pues, a la pregunta inicial ¿Cómo guiarnos en esa prueba tan difícil para nuestra madurez cívica a la que nos somete la gestión política de la pandemia? ¿cómo podemos estar seguros de la certeza de esas decisiones, de las que depende, en sentido estricto, nada menos que la vida de miles de personas?

Una respuesta habitual es la que ya nos propusiera Platón, apoyada por cierto en la presunción de la unidad entre bien y verdad. Quien sabe, actúa bien, necesariamente. Ergo, si queremos certeza, fiémonos de los que saben.

Desde el filósofo rey hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy mismo, esa solución conduce a lo que los profesores Moreno, de Pinedo y Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo[6], denominan epistocracia, un modelo que discuten a fondo siguiendo las tesis de von Neurath. La epistocracia supone, cito, “la tesis del gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los verdaderos especialistas”. Pero los supuestos en los que se asienta resultan más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como añaden, “un hecho, registrado como protocolo científico, es algo complejo de determinar. Puede haber mentiras e incompetencia, pero quizá hay más… pensar en cómo tienen que actuar las instituciones a partir de la información que aportan los modelos, ni es sencillo ni puede llevarse a cabo con una regla y un compás. Especialmente cuando, como en el caso del covid-19, los modelos se construyen sobre datos heterogéneos y posiblemente corruptos, sujetos a un nivel de incertidumbre muy elevado, no es evidente qué significa para una institución actuar de manera razonable a partir de la evidencia”. Y por eso concluyen: “no sólo no hay forma “experta” de ponerse de acuerdo sobre quiénes son los expertos; ni siquiera es fácil reconocer dónde está la frontera entre los asuntos que involucran negociación sobre valores y preferencias y los asuntos que se resuelven sabiendo cómo son las cosas[7]….

Por eso me parecen completamente desafortunadas tesis como las publicadas recientemente (este domingo en Ideas), por el neurocientífico y catedrático de Columbia Rafael Yuste y Darío Gil, en su artículo “Urgencia de la ciencia”, en el que proponen “institucionalizar la ciencia en la cúpula del estado”, lo que se concretaría en una llamada a que los científicos hagan política, a que entren en cargos de decisión y se creen Vicepresidencias científicas (y también consejos asesores científicos que puedan tomar las decisiones en situaciones excepcionales[8]).

No digo con ello que, como ha escrito ácidamente la profesora Dapraz, nos encontremos ante <ciegos que guían a otros ciegos>, porque <la brújula de los científicos parece más bien una veleta>[9]. Pero me parece difícil de discutir que, comenzando por la propia OMS (que, pese a poder invocar que se rige por criterios científicos no puede ocultar la dimensión burocrática y el peso de los criterios <políticos> en su actuación debido a su dimensión intergubernamental[10], como sucede con toda la estructura de la ONU) y continuando por los muy diferentes Comités Científicos y equipos de investigación creados ad hoc en cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que necesitamos) creer.

Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme contribución de esos equipos científicos, la crítica, incluso la autocrítica de la propia comunidad científica, es ineludible. Basta leer, por ejemplo, lo que en un artículo reciente considera el Premio Jaume I de Nuevas Tecnologías 2015, Pablo Artal, esto es, el gran fracaso de la ciencia española y que ejemplifica así: “La ciencia española no tiene una estructura sólida de ayuda al tejido productivo del país. En las últimas décadas, se ha promovido la actividad científica por resultados en publicaciones, primándose casi exclusamente la cantidad. Los científicos, para sobrevivir, nos hemos adaptado a esas directrices. Esto ha sido en parte beneficioso. Se han creado grupos de excelencia y competitivos en el entorno europeo. Pero se han destruido casi por completo las actividades de investigación menos glamurosas que ofrecían pocas opciones de generar publicaciones de relumbrón, pero que pueden resultar de importancia vital para una sociedad, en especial en tiempos de crisis. No tenemos una estructura científico-técnica que trabaje por objetivos estratégicos, como los laboratorios nacionales en otros países. Prácticamente, todo nuestro sistema se guía por una actividad independiente por parte de los científicos. Podríamos decir que es una ciencia puramente académica. Por ello tenemos buenos resultados en número de publicaciones, pero no existe un entramado que pueda responder en casos de dificultad, ni que ayude de manera eficiente al sector productivo. No tienen mas que ver nuestra actividad en patentes. No es por flagelarles mentalmente, pero conviene que sepan que una sola compañía tecnológica produjo el año pasado tres veces más patentes que toda España”[11].

Creo que Jürgen Habermas nos ha proporcionado una buena aproximación para orientarse en este debate. Lo ha hecho, de nuevo, en una reciente entrevista de Nicolas Truong en Le Monde[12]. En ella, señalaba algo que los estudiosos de lo que se conviene en denominar ámbito de la <razón práctica>, tienen muy en cuenta, en la tradición aristotélica que supo recuperar Kant: la defectibilidad constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Lo traduzco así: “la pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional, de golpe y de forma simultánea un principio que hasta ahora sólo era cuestión de los expertos y no del gran público: la necesidad de actuar desde el conocimiento explícito de nuestro des-conocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden que sus gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos revela a plena luz, una luz cruel, cómo la acción política se lleva a cabo, por así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual experiencia deje huella en la conciencia pública”.

Pues bien, por duro que parezca el mensaje, creo que hay que aceptarlo: ni siquiera la ciencia, ni la tecnología puesta al servicio de la biología, la farmacia y la medicina nos proporcionan esa certeza que instintivamente necesitamos. La ciencia no es el demiurgo que nos gustaría creer[13]. No es cierto que la ciencia deba saberlo todo, y por tanto el no saber lo que conviene es ignorancia culpable o interesada. La verdad es que la ciencia, aunque conoce muchas cosas, es sobre todo el proceso metódico de conocer: lo que nos falta por conocer excede con mucho a lo que conocemos.

No conoce las características de la ciencia, basada en el procedimiento prueba y error, quien nos propone la versión de la ciencia como conjunto de dogmas asentados e inatacables. La comunidad científica no funciona así. Popper lo formuló muy bien: la ciencia avanza mediante el recurso a <conjeturas y refutaciones>[14].

Como ha escrito Artigas, lo explican muy claramente Freeman y Skolimowski al subrayar que la clave del método científico es “llegar asintóticamente cada vez más cerca de la verdad”. En efecto, mediante el sistema de prueba y error, mediante la refutación,

(a) se reconocen los errores,

(b) se eliminan,

(c) se avanza más allá de ellos, de modo que

(d) se llega más cerca de un conocimiento más seguro, menos erróneo[15].

Por eso, lo que llamamos “evidencias científicas” nunca son definitivas. Y habría que añadir que en un contexto tan dinámico y complejo como el de esta pandemia global, pretender que contamos con evidencias científicas irrefutables es un disparate simplista. Permítame el lector añadir que no envidio el desafío al que están sometidos todos los equipos de investigación vinculados hoy a la lucha contra la pandemia y sometidos a una presión múltiple: la de los ciudadanos legos (como quien suscribe) que, literalmente, esperamos el milagro. La de los políticos que quieren exhibir que ya tenemos soluciones. La de los laboratorios, por hacerse con patentes (aunque parece que haya más cooperación que competencia)…

Por supuesto que todo ello no significa dejar de reconocer que es suicida adoptar decisiones políticas contra lo que nos indica la ciencia, siempre que no olvidemos lo que acabo de recordar que la ciencia, la comunidad científica, se caracteriza por una discusión abierta y en permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia del COVID-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos, tal y como ha señalado una revisión científica de 31 modelos publicados hasta el 24 de marzo, realizado por un equipo de científicos de Holanda, Austria, Reino Unido y Alemania, publicado en la prestigiosa revista British Medical Journal. El estudio advierte que, con la pandemia de coronavirus en plena expansión, los modelos que intentan ayudar a los médicos a diagnosticar la Covid-19 o a saber si un paciente puede sufrir complicaciones o morir por la infección, no funcionan[16].

Es decir: no sólo es que los dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo.

Parto, desde luego, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien común en la inmensa mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros de decisión durante esta pandemia.

Lo que trato de subrayar es no sólo la enorme responsabilidad que les ha tocado afrontar, sino sobre todo las condiciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir. Y por esa razón, me parecen mezquinos y falaces los juicios no ya peyorativos sino criminalizadores, tan comunes en redes, que comienzan asegurando que a los responsables políticos “les va en el sueldo” asumir la excepcionalidad de la situación porque para eso han sido elegidos, para terminar afirmando que no sólo no han estado a la altura de las circunstancias absolutamente excepcionales sino que son responsables directos de las muertes ocurridas en estas circunstancias excepcionales. Dicho esto, quiero dejar claro que tampoco intento convertirles en inimputables, ni eximirles de la crítica, ni del control, absolutamente imprescindibles en democracia.

Weber concluía sus reflexiones sobre la política y la ciencia como vocación, dos conferencias reunidas en El político y el científico, con esta afirmación:  «¡Sólo la persona que está segura de no desesperar cuando el mundo, desde su punto de vista, es de mente simple y debilitado para aceptar lo que sea que se tenga que ofrecer, y sólo la persona que sea capaz de decir ‘¡A pesar de Todo!’ tiene el llamado para la profesión de la política!». El político debe ser consciente de sus limitaciones, de la dosis de incertidumbre ineliminable, a la hora de prever el curso de las acciones que ha de dirigir. Pero ha de ser capaz de tomar esas decisiones y de persuadir a los ciudadanos de que vale la pena intentarlo. Pero sin engaño. La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos. Lo que incluye reconocer las limitaciones, el grado de incertidumbre en el que nos movemos. Y, en segundo lugar, debe respetar a los ciudadanos como titulares del poder que él administra, es decir, debe atenerse al cumplimiento de lo establecido en las reglas de juego institucionales y en los principios que basan la acción política, que son, ante todo, la garantía y desarrollo de los derechos humanos. Con todo, esas condiciones no nos proporcionan la seguridad absoluta que nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo supiéramos.


[1] “La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en si, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas”, Leviathan, capítulo XXI:”De la libertad de los súbditos”.

[2] Recuérdese el texto del Capítulo IV (“De la esclavitud”) del Contrato Social: “Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿que ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciónes del ministerio que les nombra, les causan más [11] desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? también hay tranquilidad en los calabozos: es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados. Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprehensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho. Por su parte, Kant encabeza su panfleto sobre la paz perpetua con esta <claúsula salvatoria>: “A la paz perpetua. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?”.

[3] Me refiero a la crítica de Alf Ross a la noción de validez sostenida por Kelsen, como “construcciones metafísicas erigidas sobre la base de una falsa interpretación de la «fuerza obligatoria» experimentada en la conciencia moral” .

[4] En nuestro caso, básicamente se trata de lo dispuesto en el artículo 116 de la Constitución española de 1978 y en la Ley de desarrollo (L-O- 4/1981). Sobre ese particular, pueden leerse entre otros muchos estudios publicados recientemente, los artículos de los profesores Pérez Royo, “Alarma, excepción y sitio” (https://www.eldiario.es/contracorriente/ALARMA-EXCEPCION-SITIO_6_1016358378.html), del profesor J.Urías, “Estado de alarma y limitación de derechos: ni excepción ni suspensión” (http://blogs.infolibre.es/alrevesyalderecho/?p=5774, Presno Linera, p.ej.,”Estado de alarma, estado de excepción y libertad de circulación” ( https://almacendederecho.org/estado-de-alarma-estado-de-excepcion-y-libertad-de-circulacion/), Arbós “Derechos fundamentales y crisis sanitaria” (https://www.elperiodico.com/es/opinion/20200331/articulo-xavier-arbos-derechos-fundamentales-crisis-sanitaria-7912195), Tomás de la Quadra-Salcedo, “Límite y restricción. No suspensión (https://elpais.com/elpais/2020/04/07/opinion/1586245220_558731.html o Pedro Cruz Villalón, “La Constitución, bajo el estado de alarma” (https://elpais.com/elpais/2020/04/16/opinion/1587025782_733659.html

[5] Schmitt habló ya de das “motorisierte Gesetz”» en su Die Lage der europäischen Rechtswissenschaft, Tübingen, Internationaler Universitäts-Verlag, 1950, p. 20. Pero fue Forsthoff quien desarrolló el concepto en su Rechtsstaat in Wandel, Stuttgart, Kohlhammer, 1964. Recordaré que, por su parte, Irti (1978) anunció l o que denominó una etapa de <decodificación>, caracterizada por el recurso generalizado a las leyes especiales. En las décadas siguientes se popularizó esa crítica. Así, Luhman habló de “marea de leyes o hiperjuridificación (1986) y García de Enterría de “un mundo de leyes desbocadas” (1999). Sobre ello, Laporta, «Teoría y realidad de la legislación: una introducción general», en Menéndez Menéndez, A.; Pau Pedrón, A. (dirs.). La proliferación legislativa: un desafío para el estado de derecho, pp. 29-88, Madrid, Civitas, 2004, pp. 45 y 63.

[6] “Expertos: sólo los míos son buenos” (https://www.sinpermiso.info/textos/expertos-solo-los-mios-son-buenos),

[7] Y así, escriben: “Es difícil saber cuál es la naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen al ámbito de lo normativo

[8] Esta última propuesta, sin embargo, que ha sido formulada también por el astrofísico Avi Loeb, parece más interesante y deseable: cfr su Let’s Create an Elite Scientific Body to Advise on Global Catastrophes, publicado el 30 de abril: https://blogs.scientificamerican.com/observations/lets-create-an-elite-scientific-body-to-advise-on-global-catastrophes/

[9] Cfr. su “Science et pouvoir: quand un aveugle guide un aveugle”, Libération, 15 abril 2020, en el que escribe: “Et si la boussole scientifique, aussi humble soit-elle, n’était qu’une girouette dans la main des politiques? Qu’y a-t-il de pire: être aveugle et le savoir? On peut penser que c’est ce que vivent aujourd’hui de nombreux scientifiques, authentiquement déboussolés… Ou bien: être aveugle et croire qu’on a la situation en main ? A force de se croire maîtres et possesseurs de l’univers, nos gouvernants ont réussi à persuader certains scientifiques de se faire guides même chancelants de leur action publique. Double illusion, double aveuglement : quand un aveugle guide un aveugle, la chute de Scylla sera pire que celle de Charybde…”

[10] Así lo ha señalado, por ejemplo, el epidemiólogo López Acuña, quien, en una reciente intervención radiofónica, subrayaba esa dimensión intergubernamental, que lastra su independencia  y su sujeción a un reglamento de actuación modificado justamente después de la epidemia del SARS: “Lo que se ha hecho es seguir las pautas del reglamento sanitario internacional, pero hay una limitación que muchos hemos señalado desde hace tiempo: es un instrumento que no tiene elementos de coercitividad, no le da ningún poder supranacional en situaciones de pandemia y esto es porque los países no quisieron ceder ese grado de soberanía a un organismo intergubernamental”. López Acuña subraya algo evidentemente fundamental: “Necesitamos un nuevo modelo de gobernanza global de la salud para fenómenos que son verdaderamente globales y en los que hay una posible amenaza a la seguridad sanitaria mundial” (https://cadenaser.com/programa/2020/04/15/hora_25/1586902326_732495.html).

[11] Cfr. https://www.jotdown.es/2020/04/el-gran-fracaso-de-la-ciencia-espanola/

[12] Cfr. https://www.lemonde.fr/idees/article/2020/04/10/jurgen-habermas-dans-cette-crise-il-nous-faut-agir-dans-le-savoir-explicite-de-notre-non-savoir_6036178_3232.html

[13] Aunque un reciente informe del Reuters Institute, publicado el 15 de abril de 2020, pone en entredicho esa confianza de los ciudadanos en la ciencia, con motivo de la crisis del COVID 19 y muestra diferencias considerables según los países: cfr. Navigating the ‘infodemic’: key findings from our new report on how people access news about coronavirus (https://reutersinstitute.politics.ox.ac.uk/calendar/navigating-infodemic-key-findings-our-new-report-how-people-access-news-about-coronavirus).

[14] Para Popper, el objeto de la ciencia no es «verificar» hipótesis sino «falsearlas». Cfr. por ejemplo lo que escribe en el Capítulo X de sus Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge, Routledge, London, 1974: «los falsacionistas o falibilistas dicen, a grandes rasgos, que aquello que no puede ser (por el momento) derrocado por la crítica, no merece (por el momento) ser considerado seriamente; mientras que aquello que puede ser derrocado de ese modo y sin embargo resiste todos nuestros esfuerzos críticos para conseguirlo, muy posiblemente será falso, pero no es inmerecedor de ser considerado seriamente y quizás de ser incluso creído -aunque sólo de modo tentativo… Los falsacionistas (el grupo de falibilistas al cual yo pertenezco) creen -como lo creen también la mayoría de los irracionalistas- que han descubierto argumentos lógicos que muestran que el programa del primer grupo no puede ser llevado a término: que nunca podemos dar razones positivas que justifiquen que una teoría es verdadera…» [Popper 1963, p. 228]. Como ha señalado Artigas (“Conocimiento humano, fiabilidad y fabilismo, 1992) a quien sigo ampliamente en esta interpretación, es en el Addendum de 1961 a su conocidísima obra  The open Society and its Enemies, donde Popper formula mejor la idea: «Por falibilismo entiendo aquí la idea, o la aceptación del hecho, de que podemos equivocarnos, y de que la búsqueda de la certeza (e incluso la búsqueda de una alta probabilidad) es una búsqueda equivocada. Pero esto no implica que la búsqueda de la verdad sea una equivocación. Por el contrario, la idea de error implica la de verdad como el patrón que puede no ser alcanzado. Implica que, si bien podemos buscar la verdad, e incluso podemos encontrarla (como me parece que lo hacemos en muchos casos), nunca podemos estar bien seguros de haberla encontrado. Siempre cabe el error, aunque en el caso de algunas pruebas lógicas y matemáticas esa posibilidad pueda ser considerada como pequeña. Pero el falibilismo no tiene en absoluto por qué dar lugar a conclusiones escépticas o relativistas. Esto se hace patente si consideramos que todos los ejemplos históricos conocidos de falibilidad humana -incluyendo todos los ejemplos conocidos de equivocaciones en la justicia- son ejemplos del avance de nuestro conocimiento. Cada descubrimiento de una equivocación constituye un avance real en nuestro conocimiento…Por tanto, podemos aprender de nuestros errores. Esta perspectiva fundamental es, en realidad, la base de toda la epistemología y la metodología…»: cfr. “Facts, Standards, and Truth: A Further Criticism of Relativism», en The Open Society and Its Enemies, Routledge, London 1977, Addenda, I, pp. 369-396.

[15] De nuevo sigo aquí la interpretación de Artigas, quien remite a Freeman-Skolimowski , «The Search for Objectivity in Peirce and Popper», en Schilpp, P. ed., The Philosophy of Karl Popper, Open Court, La Salle (Illinois), pp. 464-519. Sobre prueba y error, mi colega, el profesor Vicente Martínez, astrofísico, me brinda esta cita del eminente físico ruso Lev Landau:”Cosmologists are often in error, but never in doubt”.

[16] “Prediction models for diagnosis and prognosis of covid-19 infection: systematic review and critical appraisal” (cfr. https://www.bmj.com/content/369/bmj.m1328).