No, yo no quiero volver a la normalidad (versión extendida del artículo publicado en Levante-EMV, 30 marzo 2020)

Hay dos tópicos que muchos de nosotros usamos en estos días. Uno, es el de “volver a la normalidad”. Otro, “esto también pasará”. En el fondo, creo, coinciden en algo que, a estas alturas, ya sabemos que es falso: la idea de que la pandemia es un paréntesis, un fenómeno puntual que acabará antes o después y, por tanto, que su superación hará posible volver al orden de cosas en el que vivíamos. Todos lo hemos repetido en conversaciones, en redes, en correos: “cuando volvamos a la normalidad”, haremos esto o aquello, examinaremos las responsabilidades, revisaremos nuestras prioridades.

Sin embargo, cada vez parece más claro que carece de sentido hablar así. Ante todo, porque la crisis de salud se va a prolongar en una rave crisis económica y, por ende, social. La pandemia ha llegado en un momento en el que se acumulaban los indicios de una cierta recesión, pero, a todas luces, su impacto en el orden laboral, económico, como ha reconocido K. Giorgieva, la presidenta del Fondo Monetario Internacional, nos deja a las puertas de algo mucho más serio, otra gran depresión. Además, esta pandemia, lejos de lo que inducen a pensar imprudentes planteamientos, no será un paréntesis, no acabará en un par de meses, sino que ha venido para quedarse un tiempo: se ha previsto una segunda ola en otoño, para la que afortunadamente estaríamos más preparados, pero lo cierto es que, hasta que no haya una vacuna que se pueda administrar masivamente, lo que llevará, según nos acaba de recordar la OMS, hasta doce o dieciséis meses, tendremos que convivir -cada vez mejor, eso sí- con este virus. Pero lo más importante es esto otro: la pandemia no es algo pasajero, sino que dejará cambios profundos, incluso trascendentales. En otras palabras, este coronavirus ha supuesto para una buena parte de la humanidad un auténtico <parón en seco>, obligado, de nuestro modo de vida. Y nos anuncia un mundo distinto.

La cuestión es cómo afrontar esos cambios: si debemos poner nuestro empeño en resistir también frente a ellos o si, más bien, debiéramos emplear nuestros mejores esfuerzos en prepararnos para tratar de aprovechar esta oportunidad que nos ofrecen. Esta, para mí, es la clave: entender que, como en toda crisis de envergadura, lo que se nos abre es un desafío y, como tal, insisto, una oportunidad.

Déjenme que ponga un ejemplo que al menos simbólicamente, no me parece menor. En este objetivamente corto período de tiempo (aunque lo vivamos como interminable, porque sabemos del carácter subjetivo de la dimensión temporal), se ha constatado una considerable disminución de la contaminación atmosférica. Algunos han utilizado la eficaz metáfora de que la pandemia ha conseguido lo que no lograrían mil Greta Thunberg, ni la multiplicación de movimientos como Extinction Rebellion.Y este es un acontecimiento que me parece significativo, al menos en un doble aspecto. En primer lugar, porque ha acreditado la relación causa efecto entre nuestro sistema de movilidad basado en combustibles fósiles (tanto en el tráfico de automóviles, autobuses, camiones, como en el aéreo) y la contaminación, la irrespirabilidad del aire, en el contexto de una pandemia que es precisamente respiratoria. Y es significativo, sobre todo, porque ha demostrado que es posible obtener los objetivos de la Conferencia de Paris, aunque haya sido contra nuestra voluntad. ¿podemos seguir aceptando, pues, la contradicción patente de la falta de voluntad política para alcanzar algo que está manifiestamente a nuestro alcance? ¿Qué legitimidad pueden pretender los actores políticos que sigan empeñados en ese suicidio, porque no les da la gana adoptar medidas en las que ahora sabemos, empíricamente, que nos va la vida, y no sólo eso que para muchos sigue siendo una abstracción, la vida sostenible del planeta?

Por eso, yo no quiero volver a la normalidad anterior. No quiero volver a esa escala de valores, esa manera de entender la política que olvida o subordina siempre lo que realmente importa. Lo que importa, cuando hemos redescubierto las condiciones de fragilidad e incertidumbre, como ha señalado Alicia García Ruiz, es volver a la necesidad y aun a la prioridad del cuidado, a la provisión de certeza, de seguridad a la que apunta el concepto de seguridad humana global que va mucho más allá de la noción clásica de defensa del territorio frente a amenazas armada. Por eso, deberíamos invertir tanto o más en la prevención de las amenazas globales para la salud, que en armamento e instrumentos de guerra.

Esto ya lo sabemos, pero no obramos en consecuencia cuando pensamos en volver a nuestra “normalidad”. Una normalidad en la que hemos dejado que haya políticos que, en aras de equilibrios de mercado, hayan sacrificado la inversión en los medios necesarios (muy destacadamente, la investigación, la ciencia) para asegurar lo que realmente, de forma prioritaria, importa: la salud, la educación. O en garantizar una alimentación saludable que no esté supeditada a un sistema industrial regido por los criterios de competencia por reducir costes de producción para asegurar el beneficio de unos pocos y que envenena el planeta y sacrifica sin medida a otros seres vivos. Lo diré a las claras: no quiero volver a una normalidad que desprecia las condiciones para una vida digna, sobre todo en la vejez y en la enfermedad.

Todo ello exige, sin duda, revisar nuestra forma de entender las relaciones con los demás y en particular con los que hemos acabado por construir como desechables, vidas que no importan, como ha explicado la filósofa Judith Butler. Las vidas de los ancianos, los más amenazados por la pandemia y cuya pérdid parecíamos asumir como “natural”, como un coste que no nos afectaba. Y las de los que encarnan de una forma u otra las concreciones de los damnés de la terre, en palabras de Fanon, lo que no pertenecen a nuestra tribu (aunque nos horrorice ese término que atribuimos a los bárbaros, no a gente civilizada como nosotros). No quiero volver a ese mundo que vive como normal en infierno de Moria. No quiero volver a esa normalidad en la que los ancianos estorban, a los que lloramos hipócritamente después de haberlos confinado, confinado, sí, fuera de nuestra vista. No, a esa normalidad, no.

Solidaridad: de la retórica a la oportunidad (versión extendida del artículo publicado en Infolibre, el 28 de marzo de 2020)

Hace unos días discutía con unos amigos en FaceBook sobre el tópico que señala que la solidaridad crece en los momentos de dificultades comunes, como éstos de la crisis del coronavirus. Una buena amiga, de las que no callan lo que piensan y además sabe argumentarlo, mostró su escepticismo ante lo que denominaba “solidaridad puntual”: “…cuando todo se calma, si estás mal, casi nadie se acuerda de ti ¿Cuántos te llaman para saber cómo te encuentras y si necesitas algo? ¿Cuántos ancianos están solos, que cuando mueren nadie se entera hasta que empieza la cosa a oler mal? Cuánta gente se ha quedado sin trabajo y no encuentra nada a pesar de estar activamente en búsqueda, pero ¿cuántos se acuerdan de esta persona cuando saben de un empleo?”

Creo que mi amiga apuntaba certeramente. Lo peor que puede pasar con la solidaridad es la retórica vacía, la moralina, en el sentido nietzscheano, que la desvirtúa. Por eso me preocupa su exaltación efectivamente puntual, como una especie de salmodia que, a fuerza de entonarla, obrara milagros. Y los milagros, desgraciadamente, tienen poco que ver con el remedio a lo que nos ha caído encima.

Este malentendido, a mi juicio, tiene que ver con cierta caricaturización de la solidaridad como una suerte de versión laica de la caridad. Una virtud que nos llevaría a empatizar con los demás y a “hacer algo” por ellos. Se trata, en realidad, de dos errores: primero, el que hace de la solidaridad una cualidad digna de elogio, pero no exigible; esto es, lo que en filosofía moral se califica como una conducta supererogatoria. Admirable, sí, pero excepcional, propio de personas particularmente generosas. En ningún caso, un deber. El segundo error es el que reduciría la solidaridad a una actitud propia del que da lo que le sobra, es decir, de la versión farisea y habitual de la caridad como limosna. Por eso, la contradicción que señalaba mi amiga Bel y que, en cierto modo, es la inversión de la parábola de las vacas gordas y las vacas flacas de José: cuando nos sentimos en peligro y vemos que ese peligro afecta al de al lado, reconocemos al de al lado como uno de nosotros. Pero en cuanto desaparece la emergencia y retorna la normalidad, la prosperidad, volvemos cada uno a nuestros propios asuntos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de solidaridad? El concepto puede rastrearse desde la noción aristotélica de φιλíα, hasta el principio de fraternité de los revolucionarios de 1789. Aristóteles explica ese concepto de amor fraterno, una de cuyas modalidades, el que se basa en las ventajas mutuas derivadas de esa relación nos llevaría a la noción de solidaridad. Desde luego, la noción puede rastrearse también en una de las creaciones del Derecho Romano, las obligationes in solidum, obligaciones solidarias, aquellas en las que la relación con un acreedor común comporta que cada deudor está obligado a pagar la integridad de la deuda, de las que hay eco en nuestro Derecho civil. Pero, a mi juicio, como he tratado de explicar en diferentes trabajos (recientemente en éste: https://www.iemed.org/observatori/arees-danalisi/arxius-adjunts/qm22/008ES_DeathsMediterranean_JLucas.pdf), la noción que más de aproxima al principio revolucionario de solidaridad es la que acuñó el gran filósofo Ibn Jaldoun en su monumental tratado de filosofía de la historia, Muqaddimah (1377), en el que se refiere a la assabiyah, como un factor o hecho social, el vínculo que existe entre los miembros de un grupo social y de cuya fortaleza depende la supervivencia y el desarrollo del grupo. Será el gran sociólogo francés Emile Durkheim, en su imprescindible tratado La division du travail social (1893) quien proporcionará el análisis canónico de la solidaridad, que entiende como vínculo social, como verdadero <cemento> de las sociedades, y de sus diferentes modalidades. Estas determinan la evolución de los grupos sociales, simbolizada en el paso de una solidaridad mecánica, la que domina en sociedades primitivas, basada en la similitud u homogeneidad de valores que conforman a los individuos que forman parte del grupo y la solidaridad orgánica, la que aparece con la división del trabajo y que se basa en la complementariedad de las actividades y funciones de los individuos que componen el grupo social. En la primera lo básico es la estructura del <nosotros> en un sentido cerrado, que dirá Bergson. En la segunda, la solidaridad ofrece una dimensión abierta a la diversidad. Más recientemente, el notable filósofo norteamericano Richard Rorty, “el filósofo de la ironía”, como le calificó Manuel Cruz, se ocupó de las contradicciones o asimetrías de la solidaridad en la aproximación pragmática al concepto que llevó a cabo en su importante Contingencia, ironía, solidaridad (1989), desde la pista obligada de Durkheim. Rorty enfatiza la diferencia entre una noción abstracta, universalista, de solidaridad (que le parece una aspiración justa, pero en todo caso una idea-guía, en línea con la habitual reducción del concepto de utopía) y la concepción que ancla la solidaridad en la distinción entre “nosotros” y “ellos”, menos ambiciosa, más fácil de concretar, más útil, en definitiva.

A mi juicio, esta crisis del coronavirus nos ofrecería precisamente la clave para salir de la contradicción entre la retórica de la solidaridad, propia de las almas buenas, y la solidaridad pragmática del <nosotros> que, tantas veces, es sobre todo negativa y excluyente: negativa, porque aparece cuando se percibe que lo que tenemos en común es lo que nos distingue de otros, <ellos>, sobre todo de esos otros entendidos como enemigo (un error que, a mi juicio, se repite en el lenguaje belicista con el que se enfoca esta crisis). Es la solidaridad cerrada, la que ejemplifica maravillosamente el cine que se ha ocupado de la mafia, como por ejemplo Goodfellas (Uno de los nuestros), de Scorsese. Excluyente, porque aparta de los beneficios del reconocimiento a quienes quedan fuera de la tribu, del clan. Frente a ella, la existencia de una conciencia común que amplía universalmente el nosotros, llevaría a una solidaridad abierta, inclusiva, más allá de los rasgos e intereses de la tribu, que tiene mucho que ver a mi juicio con la noción de sociedad abierta de Bergson. Se abriría así la posibilidad de tomar en serio la solidaridad, como he tratado de apuntar en otras ocasiones, por ejemplo, en estas mismas páginas (https://www.infolibre.es/noticias/luces_rojas/2019/09/24/la_solidaridad_bien_entendida_99094_1121.html) o también (https://www.infolibre.es/noticias/politica/2018/06/30/entrevista_javier_lucas_84569_1012.html).

Esta crisis es una oportunidad, sí. Se ha dicho con acierto, creo, que la pandemia del coronavirus nos planta ante la conciencia real de humanidad y no sólo ante la noción abstracta a la que suelen apelar los proyectos de cosmopolitismo, tal y como se encuentran en la tradición filosófica y ética del estoicismo (y, por lo que se refiere a la idea de derechos y deberes, en Kant). No estoy seguro de que se trate de un ideal moral impecable, sobre todo por el riesgo de su dimensión especeísta que puede seguir encerrándonos en un nosotros al fin y al cabo excluyente, el nosotros adanista, el de dueños y señores de la naturaleza, frente a la evidencia de que somos parte de un nosotros más amplio, el de la vida en y del planeta. En todo caso, la amenaza mortal, el virus, esta vez nos afecta a todos (aunque no todos nos encontremos en las mismas condiciones frente a ella) y, sí, por primera vez, hay una conciencia común y simultánea, gracias a la interconectividad, de que todos estamos amenazados y que nos ha hecho valorar como nunca a las profesionales que se ocupan de nuestra salud, de nuestras vidas, en primer lugar en el sector de la salud, pero también, por ejemplo, en el de la dependencia. Es lo que Alicia García Ruiz supo explicar con claridad y agudeza en un ensayo de 2017, “Fraternidad, la fuerza de las fragilidades” (https://ctxt.es/es/20170726/Firmas/14239/fraternidad-sociedad-cuidados-capitalismo.htm), en el que sostenía la tesis de que “las prácticas del cuidado serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad”.

Pero eso no significa que, gracias a la crisis, hayamos alcanzado la conciencia de un nosotros universal y que cuando superemos la pandemia se asiente un verdadero cambio civilizatorio, una <transformación polanyana>, como proponía Joaquin Estefanía en un artículo reciente (https://elpais.com/ideas/2020-03-20/la-cuarentena-fue-eficaz.html): más bien, temo, asistiremos a un nuevo paso de la dimensión tecnoeconómica, dominante en nuestro proceso de globalización, y no de la ético-jurídica, propia del universalismo. Y lo creo porque me parece que, frente a la exaltación de la solidaridad que algunos dicen que estamos protagonizando, no estamos viviendo ni viviremos el triunfo del ideal de fraternidad universal que inspiró a Schiller y a Beethoven, sino que asistimos más bien a un juego que tiene mucho que ver con la geoestrategia global, en la que los actores se están reposicionando en el así llamado <gran tablero>, quizá para alterar a fondo la correlación de poder en este siglo. China está jugando a fondo sus cartas sirviéndose de modo inteligente de la apelación a la solidaridad, y del sello del liderazgo en el combate y la victoria frente al virus. Nos regala, en efecto, medios y personal, al mismo tiempo que propicia con ello que el mercado global vaya a buscar en China remedio: no hay más que ver las carreras de Estados (de Comunidades Autónomas, incluso, en nuestro caso) que acuden a comprar medios en el mercado chino. Y Putin, que no pierde comba, aprovecha también el vacío que deja la torpeza de Trump, encerrado en la contradicción aislacionista de su ¡America First!, desmentida por el virus de marras. La prueba es que la pulsión de la tribu ha resurgido con fuerza y se esconde también en la obsesión por el cierre territorial, en la idea de la frontera como defensa, incluso si tratamos de ampliar esas murallas al ámbito supranacional -el europeo-. De nuevo, como en el argumento de Orwell en Animal Farm, también en esta crisis hay seres humanos que son más iguales que otros.

Creo advertir esa forma perversa de justificación de la desigualdad, en la habitual reducción de las personas que pertenecen a determinados grupos a meras cifras estadísticas, en una cadena argumentativa que temo que pueda acabar propiciando la abominable idea de su identificación como <desechables>, al menos en su modalidad de la resignación ante el hecho científico de que tienen menos viabilidad: los mayores entre nuestros mayores, donde resurge el prejuicio de esa modalidad de discriminación que llaman <edadismo> (perdonen el palabro) y encima, con el recochineo de que decimos que lo que más nos preocupa es que el virus les alcance a ellos y que todo lo hacemos para evitarlo. Pero si tienes ochenta, estás jodido en el triage. No por maldad, insisto, sino por el irrefutable argumento de la ciencia, al servicio de un cierto darwinismo social. En el fondo, un argumento que tiene bastante que ver con las tesis que más provocativamente ha desarrollado la filósofa norteamericana Judith Butler, en ensayos como «Vida precaria» y sobre todo «Marcos de guerra. Vidas lloradas», en el que explica cómo los Gobiernos (y otros poderes) manipulan el discurso para establecer qué vidas deben ser lloradas y cuáles no.

Y se advierte también a todas luces esa visión desigualitaria en esos otros, despojados de la condición de humanos por la indiferencia con la que los miramos, cuando los miramos. Me refiero a los que han de hacer frente al coronavirus en los campos de concentración para refugiados en las islas griegas, en el infierno de Moria, o a los sirios que lo afrontarán en medio de una guerra inhumana como pocas, pero también a los inmigrantes irregulares que ven cómo las puertas se blindan frente a ellos y cómo por ejemplo, en nuestro país, algunos, indignos, los señalan como lastre para la eficacia de la respuesta que el sistema sanitario debe ofrecer a los españoles . En todos esos casos, no son nuestro problema, no somos solidarios con ellos. Y no nos ha vacunado contra semejante forma cerrada de solidaridad el ver que el argumento es reversible: antes al contrario, nos indignamos cuando asistimos al espectáculo de que la alcaldesa de Guayaquil prohíba un avión porque ¡viene de Madrid!, o escuchamos compungidos y asombrados las historias de nuestros pobres compatriotas en países lejanos, que son ahora mirados como apestados qua españoles. ¡Como si los españoles no fuéramos gente civilizada, sana y superior!

Necesitamos otra noción de solidaridad, abierta, inclusiva, universalista. La solidaridad entendida como <conciencia conjunta de derechos y deberes> que tenemos todos los seres humanos y que se activa, sí, de forma extraordinaria, en momentos de riesgos o amenazas cuyo carácter común resulta evidente. Es la solidaridad que nos recuerda la primera de las sátiras de Horacio “¿Quid rides? Mutato nomine, de te fabula narratur”. No somos tan diferentes: lo que nos une es mucho más importante que lo que nos diferencia.  Para que esa noción de solidaridad arraigue y no se desvanezca cuando superemos la pandemia, es necesario que arraigue en terreno firme, para dar lugar a deberes exigibles hacia todo otro ser humano. Es necesario que profundicemos en la concepción republicana de 1789 que nos propone la solidaridad, la fraternidad, como principio vertebrador del espacio público, común, pero ahora no limitado al Estado-nación. Ese terreno es el del reconocimiento de la prioridad de derechos humanos iguales para todos, y el de un constitucionalismo cosmopolita, una gobernanza mundial en los términos que propone nuestro colega, el iusfilósofo Luigi Ferrajoli, que invoca la tradición estoica reformulada por los juristas teólogos de la Escuela de Salamanca (Vitoria, Suárez, Las Casas). El fundamento de esa nueva solidaridad abierta, que trasciende las fronteras y las identidades de las tribus, es la existencia de bienes, necesidades e intereses comunes a todos los seres humanos, propia de una communitas omnium Gentium. En sus propias palabras, se trata de un “constitucionalismo planetario” que responda a la constatación de la existencia de “problemas globales que no forman parte de la agenda política de los Gobiernos nacionales y de cuya solución, solo posible a escala global, depende la supervivencia de la humanidad: el salvamento del planeta del cambio climático, los peligros de conflictos nucleares, el crecimiento de la pobreza y la muerte de millones de personas cada año por la falta de alimentación básica y de fármacos esenciales, el drama de los centenares de miles de migrantes y, ahora, la tragedia de esta pandemia. De esta banal constatación, nació hace un año la idea de dar vida a un movimiento político —cuya primera asamblea tuvo lugar en Roma el 21 de febrero— dirigida a promover una Constitución de la Tierra, que instituya una esfera pública internacional a la altura de los desafíos globales y, en particular, funciones e instituciones supranacionales de garantía de los derechos humanos y de la paz” (cfr entrevista en El País, publicada el 28 de marzo de 2020, https://elpais.com/ideas/2020-03-27/luigi-ferrajoli-filosofo-los-paises-de-la-ue-van-cada-uno-por-su-lado-defendiendo-una-soberania-insensata.html?ssm=TW_CC).

Sí: hay que construir un sistema de gobernanza también común, que, insisto, garantice a todos los derechos que son de todos y, al tiempo, propicie la cooperación y la negociación, bajo las reglas del Derecho, para asegurar la convivencia, en lugar de la competencia sin reglas que inevitablemente propicia, por el contrario, la desigualdad, la crueldad y la humillación de los más débiles. En el ámbito de la salud, un bien común, la OMS podría ser el primer instrumento institucional de solidaridad exigible, si se le dotara de medios suficientes y de capacidad de coordinación, dirección e incluso de sanción. Un escalón hacia esa gobernanza global podría, debería ofrecerlo la UE. Pero hasta ahora no ha sido así.

Frente a la pandemia, los europeos no hemos contado con una respuesta de solidaridad europea, entendida como deber común exigible, frente a la amenaza común. Es cierto que, en el ámbito de cada Estado, los Gobiernos han tratado de imponer las condiciones y concretar los medios para garantizar la solidaridad exigible. Es cierto también que la solidaridad de los ciudadanos ha actuado bien, como de costumbre: un resorte ante la percepción de la existencia de un peligro común, que revela que tenemos derechos y deberes comunes entre nosotros, los más próximos, los vecinos del barrio, de la ciudad, los miembros de una comunidad autónoma, los ciudadanos del Estado. El problema es que la UE, que debiera ser quien garantizara para los europeos esa solidaridad global que es la forma más adecuada de responder a un fenómeno global, ha fallado. Ha fallado, ante todo, porque no toma en serio lo que establece su propio Tratado de Funcionamiento de la UE, en su artículo 222: Si un Estado miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural o de origen humano, la Unión Europea y sus Estados miembros actuarán de manera solidaria -si llega el caso, por medios militares – para acudir en ayuda del estado en cuestión”. No ha sido así ante la pandemia. Lo ha denunciado Jacques Delors en un comunicado de su Instituto, el 28 de marzo, tras el fracaso de la cumbre del Consejo Europeo que rechazó las propuestas de España e Italia, apoyadas por Francia y Portugal: ”le climat qui semble régner entre les chefs d’Etat et de gouvernement et a manque de solidarité européenne Font courir un danger mortel à l’Union Européenne. Le microbe est de retour”. La verdadera infección, letal para el futuro de la UE, está de regreso. La UE se encuentra ante una prueba decisiva. Si no es capaz de garantizar de forma solidaria la vida, la salud, de los ciudadanos europeos -los italianos, los españoles, lo son tanto como los alemanes u holandeses- no habrá razón para seguir perteneciendo a ella.

AFRONTAR LA PANDEMIA COMO CIUDADANOS, NO COMO SÚBDITOS: SIN SUMISIÓN, PERO CON UNIDAD DE ACCIÓN, SOLIDARIDAD Y CAPACIDAD DE AGRADECIMIENTO (24 marzo 2020)

Los amigos de Infolibre lanzaron una campaña cuyo lema resume lo que, a mi juicio, debe ser la actitud, la disposición de los ciudadanos que no tenemos competencia científica ni tampoco formación que nos sitúe en la primera fila del enfrentamiento con esta pandemia: SE TRATA DE SUMAR. La suma no es sumisión: esa es otra razón por la que me cuento entre los que se niegan a utilizar el lenguaje, la retórica de guerra. Y eso no tiene nada que ver con mi reconocimiento al trabajo que están realizando ahora las Fuerzas Armadas. Pero no nos convienen, creo, el lenguaje, los argumentos de guerra, de enemigo. Como escribía mi compañero y amigo Francesc Bayarri ayer, «no hay guerra; hay una pandemia que se resuelve con gestión política, ciencia y solidaridad»

Escribo estas líneas después de que ayer mantuviera una intensa discusión con amigos a los que quiero y admiro, sobre la multiplicación de las demandas de responsabilidad al Gobierno por su gestión desde finales de febrero. Por mi parte, abandoné la discusión con un sabor amargo, ante la sensación de que -no explícitamente, pero sí con insistencia en argumentos que, a mi juicio, son generalizaciones indebidas- al final nada menos que se echaba sobre los hombros del Gobierno la responsabilidad directa de los más de dos mil muertos que ya hemos lamentado a día de hoy. Eso me parece una injusticia brutal.

Trataré de dejar clara mi posisición. Por supuesto que el Gobierno ha cometido errores y los cometerá. Y como son errores en la gestión de gobierno, son y serán errores con consecuencias importantes. COMO CUALQUIER GOBIERNO EN CIRCUNSTANCIAS EXCEPCIONALES.

Por supuesto que es imprescindible que haya libertad de expresión y crítica y que no se anule la tarea de control del Gobierno por las Cortes generales. Soy partidario de que, si no se puede modificar la presencialidad eixigida a las sesiones del Congreso, se habilite una comisión de seguimiento y por tanto de control durante la crisis.

Dicho todo ésto: respaldo y respaldaré, como no puede ser de otra manera, la unidad de acción del Gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez. Es lo razonable en una situación tan excepcional como esta. Añado que estoy orgulloso y agradecido por los esfuerzos que realiza con el fin absolutamente prioritario de salvar vidas. ¿Alguien puede pensar, en serio, que no es ese su objetivo? que no trabajan para conseguirlo? que no les importan las muertes?

Y, desde luego, estoy agradecido al equipo reducido de crisis con el Presidente y los ministros de Defensa, Interior, Sanidad y Movilidad y Transportes y la comisión que está haciendo frente a la peor pandemia que hemos conocido en un siglo.

El Gobierno, todos nosotros, necesitamos, desde luego, la crítica que consiste en poder formular que se hagan propuetas constructivas que mejoren la gestion y corrijan los errores. Que permitan una mejor coordinación. Que contribuyan a poner a salvo al personal sanitario. Que consigan que llegen todos los medios y los instrumentos a todos los hospitales en todas las comunidades autónomas.

Lo que no necesitamos son críticas que no aportan más que frustración y enfrentamiento -cuando no el insulto- y son selectivas en cuanto a los errores del pasado. ¿Qué pasado hay que tener en cuenta para explicar las dificultades y errores de gestión ante la pandemia? ¿Sólo hay equivocaciones a partir del mes de febrero de 2020? ¿No arrastramos las gravísimas consecuencias del derribo a los medios públicos en sanidad (como en educación) que denunciaron las mareas blancas -los profesionales de la salud- durante el Gobierno Rajoy, esto es, recortes de 6.000 millones anuales en Sanidad, 42.000 millones en 7 años (los mismos que ahora culpan a los demás de que faltan médicos, enfermeras, respiradores y equipos de protección)? ¿Nos remontamos a los errores del Gobierno Zapatero y a la reforma constitucional para la regla de oro del déficit? ¿Vamos hasta la segunda legislatura de Aznar que derribó lo publico y puso los cimientos de la corrupción generalizada? …

Máxima información y claridad para ciudadanos, que somos adultos, sí. Comisión de seguimiento, sí. Apuntar los errores para pedir responsabilidades y corregirlos, también. Sentar las prioridades de inversión y financiación para que los servicios públicos, comenzando por la sanidad y la educación funcionen mejor, más coordinada e igualitariamente en todas las CCAA, desde luego. Pero ahora, sobre todo sumemos. Aportemos positivamente en la respuesta a esta pandemia gravísima. Y demos las gracias a todos los que merecen nuestro reconocimiento.

Por todo eso, quiero sumar. René Char, un extraordinario poeta cuyo descubrimiento debo a un buen amigo, Sami Nair, tiene un poema, “qu’il vive!” que me gusta repasar en estos días. Recojo estos, torpemente traducidos: “en mi país, no se toma más que aquello que se puede devolver con creces…en mi país, se dan las gracias”. Es mi manera de contribuir, insisto a la ya mencionada y a mi juicio oportunísima iniciativa de Infolibre, #QuieroSumar. por cierto: gracias por esta campaña, gracias como socio y colaborador de este estupendo ejemplo de periodismo libre, crítico y solidario, gracias como lector, gracias como ciudadano.

Los que no tenemos otra cualificación, otra manera de ayudar que la de ejercer en estas semanas el papel de solitarios solidarios, rememorando a Camus, sí podemos hacer esto que ejemplificamos a las ocho de la tarde, desde balcones y ventanas: dar las gracias a todos los que están dejando su vida en salvar vidas. Y también a todos esos trabajadores callados, de camioneros a cajeras y reponedores, pasando por panaderías y farmacias, que siguen permitiendo que nuestra vida cotidiana siga, aun en estas condiciones excepcionales.


Y una petición: esta conciencia de que nos encontramos ante una amenaza más que global, común a todos, no puede hacer que olvidemos que, pese a todo, somos unos privilegiados. Que millones de personas aquí, pero sobre todo en otras partes de mundo, hacen frente al coronavirus en condiciones terribles, dificilísimas que empequeñecen nuestras incomodidades. Ojalá que la solidaridad no se encierre en un pequeño “nosotros.»

No: ésta no es la UE que queremos (versión extendida del artículo publicado en El País, 5 de marzo de 2020)

Todos hemos visto las imágenes de familias con niños, gaseados por el ejército griego en la frontera. Las de balsas pinchadas por sus guardacostas con resultado de, al menos, la muerte de un niño. Las de demandantes de refugio apaleados por los otrora acogedores habitantes de Lesbos, los mismos que ahora insultan a las mujeres que llegan a sus costas tratándolas de prostitutas o ratas…Del otro lado, el cada vez más autoritario Erdogan, ejerce descaradamente su chantaje utilizando como moneda de cambio para sus pretensiones a miles de desplazados forzosos en una guerra, la de Siria, en la que nadie tiene el menor rastro de legitimidad y en la que el Derecho internacional humanitario se ha esfumado. Todo ello ante la aparente impotencia de los chantajeados, la supuesta potencia del soft power, agente internacional y mediadora por la paz, la democracia y los derechos humanos que dice defender: la UE. Erdogan, en realidad, utiliza las armas que la propia UE le ha facilitado.

Es muy grave la reacción de Grecia, un Estado miembro al que la UE ha encomendado la defensa de su frontera sudoriental, más que la gestión de la movilidad humana forzosa que llega a través de Turquía. El gobierno griego ha suspendido durante un mes la existencia de un derecho humano fundamental como el asilo, en incumplimiento abierto, sin vergüenza alguna, de deberes jurídicos vinculantes. El relator de la ONU para derechos de los inmigrantes ha denunciado contundentemente la ilegalidad de la medida del Gobierno griego. Pero la UE no ha respondido ni con media palabra de condena. No lo hace, digámoslo claro, porque la tarea encomendada a Grecia por la propia UE no tiene que ver con una política migratoria y de asilo europea, coherente con las orientaciones recogidas en los dos grandes acuerdos de la ONU de diciembre de 2018. Lo que importa aquí es hacer impenetrable la frontera: contener esa movilidad, mantenerla fuera del espacio de libertad, seguridad y justicia que dice ser la UE, sí. Pero sólo para los de aquí, los seres humanos de primera, los ciudadanos europeos. O, al máximo, para los de segunda: los no europeos oficialmente necesarios para nuestro mercado. En aras de ese objetivo, la UE y sobre todo los Estados de la frontera sur se han embarcado en esa política de contención, y han considerado imprescindible a esos efectos una tarea de externalización de frontera. La hemos negociado, por mor del pragmatismo que impone el imperativo de la geografía, con líderes autoritarios como Erdogan, regímenes predemocráticos como los de Marruecos o Mauritania o incluso directamente Estados fallidos, como Libia. A cambio de ingentes sumas de dinero, claro está, que no se destinan a la mejora de la democracia, el desarrollo y los derechos de los ciudadanos de esos países, ni se condicionan al respeto de los derechos de las masas de seres humanos así retenidas. Sumas de dinero que quedan en los bolsillos de esas élites o esos líderes, mientras, en el mejor de los casos, nos tapamos la nariz y miramos hacia otro lado cuando se violan de la forma más grosera los derechos de los inaceptables.

Pero lo más grave, insisto, es la posición oficial de la UE. Nadie ha reprochado a Grecia esa grosera violación del Derecho europeo e internacional. Ni una palabra sobre la suerte de miles de personas bloqueadas. No: los tres líderes de la UE, von der Leyen, Michel y Sassoli, han viajado a Grecia para apoyar la defensa de la frontera (otra vez con el eufemismo de que se trata de una frontera <europea>). La señora von der Leyen, además, ha calificado a Grecia -el país que ha suspendido un mes un derecho fundamental como el asilo- como “escudo de Europa”. Como si lo que estuviera en juego fuera la integridad territorial de Grecia o de la propia UE. Como si asistiéramos al enésimo episodio de conflicto multisecular entre Grecia y Turquía. Como si no supiéramos que esos muros, vallas, barcos de guerra y no sólo de policía, desempeñan sólo una función simbólica, que no real, como supuesta garantía de una premoderna noción de soberanía, hoy inexistente, y que manipula a la opinión pública, como explicó muy bien Wendy Brown: “el deseo popular por los muros alberga el anhelo por los poderes de protección, contención e integración inherentes a la soberanía; un deseo que recuerda las dimensiones teológicas de la soberanía política”. Lean, por lo demás, el magnífico Nostagia del soberano, de Manuel Arias Maldonado, en el que argumenta el por qué de “ese ansia de recuperar el control ante un presente- que ya no un futuro- amenazante e incierto”…(de donde) la pulsión hacia “la restauración de la fuerza soberana del Estado nación”.

Con todo, el disparate jurídico es que los lideres de la UE actúan como si no existiera el artículo 78 del TFUE, que establece en su apartado 1 lo siguiente: “La Unión desarrollará una política común en materia de asilo, protección subsidiaria y protección temporal destinada a ofrecer un estatuto apropiado a todo nacional de un tercer país que necesite protección internacional y a garantizar el respeto del principio de no devolución. Esta política deberá ajustarse a la Convención de Ginebra de 28 de julio de 1951 y al Protocolo de 31 de enero de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados, así como a los demás tratados pertinentes”. Más aún, actúan como si no pudiera recurrirse, al menos, a la claúsula de solidaridad del apartado 3 del mismo artículo: “Si uno o varios Estados miembros se enfrentan a una situación de emergencia caracterizada por la afluencia repentina de nacionales de terceros países, el Consejo podrá adoptar, a propuesta de la Comisión, medidas provisionales en beneficio de los Estados miembros afectados. El Consejo se pronunciará previa consulta al Parlamento Europeo”. Nada de eso se ha intentado. Sólo exhibir cierre de filas en torno al socio griego.

Pues bien, es la hora de decir no: no, a esta UE empeñada en la supuesta defensa de su sagrado territorio, al precio de violar exigencias básicas del Derecho. Si la UE tiene sentido es como comunidad de Derecho. La UE de la que queremos formar parte es la que respeta el Derecho, comenzando por su propio Derecho: el TFUE, el Convenio europeo de derechos humanos, con sus protocolos adicionales 4 (1963) y 7 (1984), que remiten a la vinculatoriedad del Convenio de Ginebra que establece la protección internacional (asilo y protección suplementaria), basadas en el principio elemental del non refoulement, esto es, la consideración básica de no arrojar a su suerte a quienes huyen de la persecución y de la muerte, a los que tratan de obtener protección huyendo de una espantosa guerra como la de Siria. Para formar parte de una comunidad en la que lo que manda es la ley del más fuerte, los intereses de quienes acumulan dinero y poder y pretenden escapar a todo control, no merece la pena seguir en este viaje. La pregunta es si podemos esperar un cambio quienes creemos y luchamos por otra UE.

EL PREMIO NOBEL Y LOS ANIMALISTAS, ENEMIGOS DE LA LIBERTAD

Que Mario Vargas Llosa quiera presentarse como el adalid del liberalismo, es una manía como otra cualquiera. En mi opinión, la norme calidad de su prosa no se corresponde con sus confusiones conceptuales en torno a la democracia liberal. Pero l que da pena es que dedique su privilegiada tibuna de los domingos en El País para, como ayer, difndir falacias que trata de pasar por argumentos obvios. Así sucediía en esta tribuna en la que intentaba argumentar con torpes falacias la tesis de que quienes tratan de poner coto a la crueldad, también la crueldad contra los animales, sean enemigos de la libertad.

Lo más contradictorio es que alguien que niega la relevancia moral de las tradiciones idiosincráticas, las aduzca como argumento de peso. Por muy multiseculares e identitarias que sean las peleas de gallos o las corridas de toros, no dejan de ser tradiciones crueles, bárbaras. Digo bárbaras porque, a mi juicio, la civilización, entendida como lo contrario de la barbarie, tiene como emblema la lucha contra la violencia, contra la crueldad. a Vargas le vendría bien leer a Publio Ovidio Nasón, que dejó escrito mucho antes de que otros poetas y filósofos lo adujeran, ese fundamental alegato: «saevitia in brutos est tirocimium crudelitatis in homines». La crueldad, la violencia, se aprende e inculcar en los niños que se puede practicar impunemente con los animales es la vía para hacerles pensar que tampoco pasa nada por ser cruel con los seres humanos.

Otro día les recordaremos a estos que se autotitulan “resistentes contra el prohibicionismo” en su denostación de las campañas de los animalistas contra las manifestaciones de crueldad «festiva», (el propio Vargas, Savater y epígonos gacetilleros)) , que el progreso que el Derecho ha aportado en la historia de la humanidad se ha conseguido, tantas veces, limitando o aun prohibiendo lo que algunos pretendían que era mero ejercicio de su libertad. Sorprende que estos autoproclamados liberales ignoren la lección elemental de J. S Mill en su On Liberty, donde sostiene que la única limitación justificada de la libertad es evitar causar un daño a tercero. Para evitar ese daño, por mucho que se vista de ropajes tradicionales o de arte, es por lo que, también a mi juicio, hay que exigir razonable y justificadamente, la prohibición de esas prácticas crueles que causan daño a los animales, que lo sienten, lo padecen tienen conciencia de é.