Hace unos días discutía con unos
amigos en FaceBook sobre el tópico que señala que la solidaridad crece en los
momentos de dificultades comunes, como éstos de la crisis del coronavirus. Una
buena amiga, de las que no callan lo que piensan y además sabe argumentarlo,
mostró su escepticismo ante lo que denominaba “solidaridad puntual”: “…cuando todo se calma, si estás mal, casi nadie se
acuerda de ti ¿Cuántos te llaman para saber cómo te encuentras y si necesitas
algo? ¿Cuántos ancianos están solos, que cuando mueren nadie se entera hasta
que empieza la cosa a oler mal? Cuánta gente se ha quedado sin trabajo y no
encuentra nada a pesar de estar activamente en búsqueda, pero ¿cuántos se
acuerdan de esta persona cuando saben de un empleo?”
Creo que mi amiga apuntaba certeramente. Lo peor que puede pasar con
la solidaridad es la retórica vacía, la moralina, en el sentido nietzscheano,
que la desvirtúa. Por eso me preocupa su exaltación efectivamente puntual, como
una especie de salmodia que, a fuerza de entonarla, obrara milagros. Y los
milagros, desgraciadamente, tienen poco que ver con el remedio a lo que nos ha
caído encima.
Este malentendido, a mi juicio, tiene que ver con cierta caricaturización de la solidaridad
como una suerte de versión laica de la caridad. Una virtud que nos llevaría a
empatizar con los demás y a “hacer algo” por ellos. Se trata, en realidad, de
dos errores: primero, el que hace de la solidaridad una cualidad digna de
elogio, pero no exigible; esto es, lo que en filosofía moral se
califica como una conducta supererogatoria. Admirable, sí, pero excepcional,
propio de personas particularmente generosas. En ningún caso, un deber. El
segundo error es el que reduciría la solidaridad a una actitud propia del que da
lo que le sobra, es decir, de la versión farisea y habitual de la caridad
como limosna. Por eso, la contradicción que señalaba mi amiga Bel y que,
en cierto modo, es la inversión de la parábola de las vacas gordas y las vacas
flacas de José: cuando nos sentimos en peligro y vemos que ese peligro afecta
al de al lado, reconocemos al de al lado como uno de nosotros. Pero en cuanto
desaparece la emergencia y retorna la normalidad, la prosperidad, volvemos cada
uno a nuestros propios asuntos.
¿De qué hablamos cuando hablamos de solidaridad? El concepto puede
rastrearse desde la noción aristotélica de φιλíα, hasta el principio de fraternité de los
revolucionarios de 1789. Aristóteles explica ese concepto de amor fraterno,
una de cuyas modalidades, el que se basa en las ventajas mutuas derivadas de
esa relación nos llevaría a la noción de solidaridad. Desde luego, la noción puede
rastrearse también en una de las creaciones del Derecho Romano, las obligationes
in solidum, obligaciones solidarias, aquellas en las que la relación con un
acreedor común comporta que cada deudor está obligado a pagar la integridad de
la deuda, de las que hay eco en nuestro Derecho civil. Pero, a mi juicio, como he
tratado de explicar en diferentes trabajos (recientemente en éste: https://www.iemed.org/observatori/arees-danalisi/arxius-adjunts/qm22/008ES_DeathsMediterranean_JLucas.pdf), la
noción que más de aproxima al principio revolucionario de solidaridad es la que
acuñó el gran filósofo Ibn Jaldoun en su monumental tratado de filosofía de la
historia, Muqaddimah (1377), en el que se refiere a la assabiyah,
como un factor o hecho social, el vínculo que existe entre los miembros de un
grupo social y de cuya fortaleza depende la supervivencia y el desarrollo del
grupo. Será el gran sociólogo francés Emile Durkheim, en su imprescindible
tratado La division du travail social (1893) quien proporcionará el análisis
canónico de la solidaridad, que entiende como vínculo social, como verdadero
<cemento> de las sociedades, y de sus diferentes modalidades. Estas determinan
la evolución de los grupos sociales, simbolizada en el paso de una solidaridad
mecánica, la que domina en sociedades primitivas, basada en la similitud u
homogeneidad de valores que conforman a los individuos que forman parte del
grupo y la solidaridad orgánica, la que aparece con la división del
trabajo y que se basa en la complementariedad de las actividades y funciones de
los individuos que componen el grupo social. En la primera lo básico es la
estructura del <nosotros> en un sentido cerrado, que dirá Bergson. En la
segunda, la solidaridad ofrece una dimensión abierta a la diversidad. Más
recientemente, el notable filósofo norteamericano Richard Rorty, “el filósofo de
la ironía”, como le calificó Manuel Cruz, se ocupó de las contradicciones o
asimetrías de la solidaridad en la aproximación pragmática al concepto que
llevó a cabo en su importante Contingencia, ironía, solidaridad (1989),
desde la pista obligada de Durkheim. Rorty enfatiza la diferencia entre una
noción abstracta, universalista, de solidaridad (que le parece una aspiración
justa, pero en todo caso una idea-guía, en línea con la habitual reducción del
concepto de utopía) y la concepción que ancla la solidaridad en la distinción
entre “nosotros” y “ellos”, menos ambiciosa, más fácil de concretar, más útil,
en definitiva.
A mi juicio, esta crisis del coronavirus nos ofrecería precisamente la
clave para salir de la contradicción entre la retórica de la solidaridad,
propia de las almas buenas, y la solidaridad pragmática del <nosotros>
que, tantas veces, es sobre todo negativa
y excluyente: negativa, porque aparece cuando se percibe que lo que tenemos en
común es lo que nos distingue de otros, <ellos>, sobre todo de esos otros
entendidos como enemigo (un error que, a mi juicio, se repite en el lenguaje
belicista con el que se enfoca esta crisis). Es la solidaridad cerrada,
la que ejemplifica maravillosamente el cine que se ha ocupado de la mafia, como
por ejemplo Goodfellas (Uno de los nuestros), de Scorsese.
Excluyente, porque aparta de los beneficios del reconocimiento a quienes quedan
fuera de la tribu, del clan. Frente a ella, la existencia de una conciencia
común que amplía universalmente el nosotros, llevaría a una solidaridad abierta,
inclusiva, más allá de los rasgos e intereses de la tribu, que tiene mucho que
ver a mi juicio con la noción de sociedad abierta de Bergson. Se abriría así la
posibilidad de tomar en serio la solidaridad, como he tratado de apuntar
en otras ocasiones, por ejemplo, en estas mismas páginas (https://www.infolibre.es/noticias/luces_rojas/2019/09/24/la_solidaridad_bien_entendida_99094_1121.html) o también (https://www.infolibre.es/noticias/politica/2018/06/30/entrevista_javier_lucas_84569_1012.html).
Esta crisis es una oportunidad, sí. Se ha dicho con acierto, creo, que la pandemia del coronavirus nos planta ante la conciencia real de humanidad y no sólo ante la noción abstracta a la que suelen apelar los proyectos de cosmopolitismo, tal y como se encuentran en la tradición filosófica y ética del estoicismo (y, por lo que se refiere a la idea de derechos y deberes, en Kant). No estoy seguro de que se trate de un ideal moral impecable, sobre todo por el riesgo de su dimensión especeísta que puede seguir encerrándonos en un nosotros al fin y al cabo excluyente, el nosotros adanista, el de dueños y señores de la naturaleza, frente a la evidencia de que somos parte de un nosotros más amplio, el de la vida en y del planeta. En todo caso, la amenaza mortal, el virus, esta vez nos afecta a todos (aunque no todos nos encontremos en las mismas condiciones frente a ella) y, sí, por primera vez, hay una conciencia común y simultánea, gracias a la interconectividad, de que todos estamos amenazados y que nos ha hecho valorar como nunca a las profesionales que se ocupan de nuestra salud, de nuestras vidas, en primer lugar en el sector de la salud, pero también, por ejemplo, en el de la dependencia. Es lo que Alicia García Ruiz supo explicar con claridad y agudeza en un ensayo de 2017, “Fraternidad, la fuerza de las fragilidades” (https://ctxt.es/es/20170726/Firmas/14239/fraternidad-sociedad-cuidados-capitalismo.htm), en el que sostenía la tesis de que “las prácticas del cuidado serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad”.
Pero eso no significa que, gracias a la crisis, hayamos alcanzado la conciencia de un nosotros
universal y que cuando superemos la pandemia se asiente un verdadero cambio
civilizatorio, una <transformación polanyana>, como proponía Joaquin
Estefanía en un artículo reciente (https://elpais.com/ideas/2020-03-20/la-cuarentena-fue-eficaz.html): más bien, temo, asistiremos a un nuevo paso de
la dimensión tecnoeconómica, dominante en nuestro proceso de globalización, y
no de la ético-jurídica, propia del universalismo. Y lo creo porque me parece
que, frente a la exaltación de la solidaridad que algunos dicen que estamos
protagonizando, no estamos viviendo ni viviremos el triunfo del ideal de
fraternidad universal que inspiró a Schiller y a Beethoven, sino que asistimos más
bien a un juego que tiene mucho que ver con la geoestrategia global, en la que
los actores se están reposicionando en el así llamado <gran tablero>,
quizá para alterar a fondo la correlación de poder en este siglo. China está
jugando a fondo sus cartas sirviéndose de modo inteligente de la apelación a la
solidaridad, y del sello del liderazgo en el combate y la victoria
frente al virus. Nos regala, en efecto, medios y personal, al mismo tiempo que
propicia con ello que el mercado global vaya a buscar en China remedio: no hay
más que ver las carreras de Estados (de Comunidades Autónomas, incluso, en
nuestro caso) que acuden a comprar medios en el mercado chino. Y Putin, que no
pierde comba, aprovecha también el vacío que deja la torpeza de Trump,
encerrado en la contradicción aislacionista de su ¡America First!,
desmentida por el virus de marras. La prueba es que la pulsión de la
tribu ha resurgido con fuerza y se esconde también en la obsesión por el cierre
territorial, en la idea de la frontera como defensa, incluso si tratamos de
ampliar esas murallas al ámbito supranacional -el europeo-. De nuevo, como en
el argumento de Orwell en Animal Farm, también en esta crisis hay seres
humanos que son más iguales que otros.
Creo advertir esa forma perversa de justificación de la desigualdad, en la habitual reducción de las personas que pertenecen a determinados grupos a meras cifras estadísticas, en una cadena argumentativa que temo que pueda acabar propiciando la abominable idea de su identificación como <desechables>, al menos en su modalidad de la resignación ante el hecho científico de que tienen menos viabilidad: los mayores entre nuestros mayores, donde resurge el prejuicio de esa modalidad de discriminación que llaman <edadismo> (perdonen el palabro) y encima, con el recochineo de que decimos que lo que más nos preocupa es que el virus les alcance a ellos y que todo lo hacemos para evitarlo. Pero si tienes ochenta, estás jodido en el triage. No por maldad, insisto, sino por el irrefutable argumento de la ciencia, al servicio de un cierto darwinismo social. En el fondo, un argumento que tiene bastante que ver con las tesis que más provocativamente ha desarrollado la filósofa norteamericana Judith Butler, en ensayos como «Vida precaria» y sobre todo «Marcos de guerra. Vidas lloradas», en el que explica cómo los Gobiernos (y otros poderes) manipulan el discurso para establecer qué vidas deben ser lloradas y cuáles no.
Y se advierte también a todas luces esa visión desigualitaria en esos
otros, despojados de la condición de humanos por la indiferencia con la que
los miramos, cuando los miramos. Me refiero a los que han de hacer frente al
coronavirus en los campos de concentración para refugiados en las islas
griegas, en el infierno de Moria, o a los sirios que lo afrontarán en medio de
una guerra inhumana como pocas, pero también a los inmigrantes irregulares que
ven cómo las puertas se blindan frente a ellos y cómo por ejemplo, en nuestro
país, algunos, indignos, los señalan como lastre para la eficacia de la
respuesta que el sistema sanitario debe ofrecer a los españoles . En
todos esos casos, no son nuestro problema, no somos solidarios con ellos. Y no
nos ha vacunado contra semejante forma cerrada de solidaridad el ver que el
argumento es reversible: antes al contrario, nos indignamos cuando asistimos al
espectáculo de que la alcaldesa de Guayaquil prohíba un avión porque ¡viene de
Madrid!, o escuchamos compungidos y asombrados las historias de nuestros pobres
compatriotas en países lejanos, que son ahora mirados como apestados qua
españoles. ¡Como si los españoles no fuéramos gente civilizada, sana y
superior!
Necesitamos otra noción
de solidaridad, abierta, inclusiva, universalista. La solidaridad entendida
como <conciencia conjunta de derechos y deberes>
que tenemos todos los seres humanos y que se activa, sí, de forma
extraordinaria, en momentos de riesgos o amenazas cuyo carácter común
resulta evidente. Es la solidaridad que nos recuerda la primera de las
sátiras de Horacio “¿Quid rides? Mutato nomine, de te fabula
narratur”. No somos tan diferentes: lo que nos une es mucho más importante
que lo que nos diferencia. Para que esa noción de
solidaridad arraigue y no se desvanezca cuando superemos la pandemia, es
necesario que arraigue en terreno
firme, para dar lugar a deberes exigibles hacia todo otro ser humano. Es
necesario que profundicemos en la concepción republicana de 1789 que nos
propone la solidaridad, la fraternidad, como principio vertebrador del espacio
público, común, pero ahora no limitado al Estado-nación. Ese terreno es el del reconocimiento
de la prioridad de derechos humanos iguales para todos, y el de un
constitucionalismo cosmopolita, una gobernanza mundial en los términos que
propone nuestro colega, el iusfilósofo Luigi Ferrajoli, que invoca la tradición
estoica reformulada por los juristas teólogos de la Escuela de Salamanca
(Vitoria, Suárez, Las Casas). El fundamento de esa nueva solidaridad abierta,
que trasciende las fronteras y las identidades de las tribus, es la existencia
de bienes, necesidades e intereses comunes a todos los seres humanos, propia de
una communitas omnium Gentium. En sus propias palabras, se trata de un “constitucionalismo
planetario” que responda a la constatación de la existencia de “problemas
globales que no forman parte de la agenda política de los Gobiernos nacionales
y de cuya solución, solo posible a escala global, depende la supervivencia de
la humanidad: el salvamento del planeta del cambio climático, los peligros de
conflictos nucleares, el crecimiento de la pobreza y la muerte de millones de
personas cada año por la falta de alimentación básica y de fármacos esenciales,
el drama de los centenares de miles de migrantes y, ahora, la tragedia de esta
pandemia. De esta banal constatación, nació hace un año la idea de dar vida a
un movimiento político —cuya primera
asamblea tuvo lugar en Roma el 21 de febrero— dirigida a promover una Constitución de la Tierra, que
instituya una esfera pública internacional a la altura de los desafíos globales
y, en particular, funciones e instituciones supranacionales de garantía de los
derechos humanos y de la paz” (cfr entrevista en El País, publicada el 28 de
marzo de 2020, https://elpais.com/ideas/2020-03-27/luigi-ferrajoli-filosofo-los-paises-de-la-ue-van-cada-uno-por-su-lado-defendiendo-una-soberania-insensata.html?ssm=TW_CC).
Sí: hay que
construir un sistema de gobernanza también común, que, insisto, garantice a
todos los derechos que son de todos y, al tiempo, propicie la cooperación y la
negociación, bajo las reglas del Derecho, para asegurar la convivencia, en
lugar de la competencia sin reglas que inevitablemente propicia, por el
contrario, la desigualdad, la crueldad y la humillación de los más débiles. En
el ámbito de la salud, un bien común, la OMS podría ser el primer instrumento
institucional de solidaridad exigible, si se le dotara de medios suficientes y
de capacidad de coordinación, dirección e incluso de sanción. Un escalón hacia
esa gobernanza global podría, debería ofrecerlo la UE. Pero hasta ahora
no ha sido así.
Frente a la
pandemia, los europeos no hemos contado con una respuesta de solidaridad europea,
entendida como deber común exigible, frente a la amenaza común. Es cierto que,
en el ámbito de cada Estado, los Gobiernos han tratado de imponer las
condiciones y concretar los medios para garantizar la solidaridad exigible. Es
cierto también que la solidaridad de los ciudadanos ha actuado bien, como de
costumbre: un resorte ante la percepción de la existencia de un peligro común,
que revela que tenemos derechos y deberes comunes entre nosotros, los más próximos,
los vecinos del barrio, de la ciudad, los miembros de una comunidad autónoma,
los ciudadanos del Estado. El problema es que la UE, que debiera ser quien
garantizara para los europeos esa solidaridad global que es la forma más
adecuada de responder a un fenómeno global, ha fallado. Ha fallado, ante todo,
porque no toma en serio lo que establece su propio Tratado de Funcionamiento de
la UE, en su artículo 222: Si un Estado
miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural o
de origen humano, la Unión Europea y sus Estados miembros actuarán de manera
solidaria -si llega el caso, por medios militares – para acudir en ayuda del
estado en cuestión”. No ha sido así ante la pandemia. Lo ha denunciado Jacques Delors en un comunicado de su
Instituto, el 28 de marzo, tras el fracaso de la cumbre del Consejo Europeo que
rechazó las propuestas de España e Italia, apoyadas por Francia y Portugal: ”le
climat qui semble régner entre les chefs d’Etat et de gouvernement et a manque
de solidarité européenne Font courir un danger mortel à l’Union Européenne. Le
microbe est de retour”. La verdadera infección, letal para el futuro de la UE,
está de regreso. La UE se encuentra ante una prueba decisiva. Si no es capaz de
garantizar de forma solidaria la vida, la salud, de los ciudadanos europeos
-los italianos, los españoles, lo son tanto como los alemanes u holandeses- no habrá
razón para seguir perteneciendo a ella.