Contra el síndrome de Caín (Una colaboración en la Revista Crisol, septiembre 2019)

 Acepto con gusto la invitación de la revista Crisol para comentar una frase del Papa Francisco. Se trata de su petición “Para que todos aquellos que administran la justicia operen con integridad y para que la injusticia que atraviesa el mundo no tenga la última palabra”.

Parece evidente que, aunque no se menciona a ningún destinatario específico, el mensaje es un llamamiento a la responsabilidad que compete en primer lugar a quienes tienen la carga de gestionar lo <justo concreto>, es decir, restaurar la exigencia de justicia allí donde se vea quebrada.

Obviamente también, esas violaciones de lo justo concreto abarcan muy diversos campos que podríamos enmarcar en la amplia gama de quebrantamiento de los derechos humanos, en la medida en que éstos constituyen la concreción histórica de la exigencia de justicia. De esa manera, el alegato del papa Francisco es una nueva llamada a la exigencia de tomar en serio la universalidad de los derechos humanos y, al tiempo, una llamada a evitar ese mal que se expresa en la indiferencia ante la suerte de los otros, el síndrome de Caín (¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?).

A mi juicio, eso significa entender que la dimensión de terrirorialidad o, por emplear un lenguaje más clásico, la noción de soberanía estatal, no puede servir de excusa ni de cortapisa a ese deber de garantía. En un doble sentido: (a) ante todo, la soberanía estatal -como supo explicar muy bien entre nosotros el profesor Carrillo Salcedo en un libro ya clásico, Soberanía de los Estados y derechos humanos en derecho internacional– no puede ser entendida como un escudo que vete o que limite la verificación de la exigencia de respeto de los mismos, la lucha contra la impunidad. En ese sentido, la idea de justicia universal se ha abierto paso, aún hoy con enormes dificultades, como nuestra la existencia del Tribunal Penal internacional, haciendo real una intuición apuntada por Kelsen. Pero no es menos importante la segunda dimensión, (b), los Estados no pueden desentenderse de la garantía de los derechos humanos de los otros, los que no tienen la condición de ciudadanos propios. Ante todo, aquellos que, aun siendo otros, se encuentran en su territorio, es decir, bajo el ámbito de su soberanía, los diferentes tipos de extranjeros. De esta forma, contra lo que había sido la concepción dominante durante siglos, por no decir, desde la Grecia clásica, la condición de extranjero no puede suponer así una justificación para una asimetría en el reconocimiento y garantía de los derechos humanos fundamentales. Y segundo, los Estados tienen una obligación de tutela, una responsabilidad compartida para proteger los derechos humanos cuando se producen violaciones masivas de los mismos, en territorios de otra soberanía: en ese sentido me parece significativa la evolución de la doctrina de la intervención humanitaria, hacia la responsabilidad de proteger, que atañe a toda la comunidad internacional.

En cualquier caso, habría que advertir que el ideal de justicia no se satisface sólo en los términos de restauración (justicia restaurativa) de esos derechos violados, tarea que de suyo supone una enorme dificultad, como podemos comprobar en el caso concreto de nuestro país, el segundo del mundo en lo que se refiere a muertos desaparecidos, cuyas familias no han podido recuperar sus restos para realizar ese duelo elemental que exige cualquier sociedad decente.

Que el ideal de justicia va mucho más allá de la distribución equitativa del acceso a los derechos se advierte simplemente con que volvamos a esa exigencia de <sociedad decente> a la que Péguy dio el motto de “una sociedad sin exilio”. Las teorías modernas del reconocimiento, sobre las bases filosóficas asentadas por Aristóteles y renovadas por Hegel, han puesto el acento en una dimensión de la justicia que s relaciona con la noción fuerte de <respeto al otro>, a la que, a mi juicio, es inherente la revisión de la dimensión de alteridad que, más allá de las tesis de Schelling, encuentra a mi juicio su mejor formulación en el personalismo de inspiración judeocristiana, de Lévinas a Simone Weil.

Hay un aspecto bien conocido en el que puede decirse que el papa Francisco ha insistido para exigir la extensión de la obligación de reconocimiento que se concreta ante todo en la exigencia de respeto, en la consideración de igual dignidad de los que visibilizamos y aun entendemos sobre todo como otros. Se trata de su llamada de atención sobre los “descartados de la globalización”, los inmigrantes y las personas que buscan la protección internacional (el asilo o la protección internacional subsidiaria), a quienes se regatea de forma indecente el reconocimiento y garantía de derechos a todos ellos. En punto a esa exigencia se plantea el contraste entre posiciones que algunos quieren presentar como la oposición entre <buenismo> y <realismo> a la hora de establecer las exigencias de justicia en políticas migratorias, de asilo y de extranjería. Un contraste que, a mi juicio, insisto, concierne a la coherencia con el principio de universalidad de los derechos humanos y el deber específico de garantizarlos.

Se trata de una constante en la pastoral y en la doctrina del actual Papa. Evocaré sólo tres hitos. Recordemos que su primer viaje oficial, en julio de 2013 fue a Lampedusa, donde denunció la “globalización de la indiferencia”, ante la suerte de inmigrantes y refugiados”. Recordemos también lo que dejó escrito en su Mensaje para la Jornada Mundial de Migrante y el Refugiado en 2016: “es importante mirar a los emigrantes no solamente en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos”. “No se pueden reducir las migraciones –añadía el Papa— a su dimensión política y normativa, a las implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y transforman a toda la humanidad”. Finalmente, el pasado 8 de julio de 2019, en una misa ante socorristas e inmigrantes en la Basílica de San Pedro,  hizo un llamamiento para acoger y ayudar a los migrantes y refugiados que «hoy son un símbolo de todos los descartados de la sociedad globalizada». «No se trata sólo de cuestiones sociales o migratorias. No se trata sólo de migrantes», señaló. Los migrantes «son antes que nada seres humanos», recordó. «En este sexto aniversario de mi visita a Lampedusa, pienso en los ‘últimos’ que todos los días claman al Señor, pidiendo ser liberados de los males que los afligen. Son los últimos engañados y abandonados para morir en el desierto; son los últimos torturados, maltratados y violados en los campos de detención; son los últimos que desafían las olas de un mar despiadado; son los últimos dejados en campos de una acogida que es demasiado larga para ser llamada temporal», denunció Francisco.

La coherencia en ese mensaje, el coraje para exigir la responsabilidad de proteger los derechos de esos otros frente a los que nos mostramos indiferentes, hace de Francisco, a mi juicio,  una autoridad moral universal, un profeta de la justicia.

¿Por qué el Estado social dejó de ser una poderosa herramienta de inclusión?

Conferencia inaugural X Encuentro CONPEDI, Universitat de València, 4 de septiembre de 2019

¿Por qué el Estado social dejó de ser una poderosa herramienta de inclusión?

I. Agradezco a los organizadores y en particular a mi compañero y amigo el profesor Roberto Viciano y a mi amigo y compañero, el Decano Javier Palao, el honor del encargo de la conferencia inaugural de esta 10ª edición del ENCUENTRO INTERNACIONAL promovido por el CONPEDI, que reúne a un importante número de profesores e investigadores de Brasil, pero también de Latinoamérica y España, para debatir en torno a la crisis del Estado social.

A lo largo de estos días y de la mano de muy destacados investigadores, van a analizarse los principales aspectos de esta crisis y su impacto en el ámbito jurídico y político.  Así, debatirán sobre la crisis de la democracia en América Latina y en Europa, la relación entre Constitución y crisis del Estado social, los aspectos históricos y filosóficos de la crisis del Estado social, su impacto sobre el Derecho Penal cada vez menos garantista y más represivo, pero también sobre el Derecho financiero, el administrativo, el derecho civil y de empresa, el Derecho laboral, así como la dimensión internacional de esa crisis( no sólo desde el punto de vista de las relaciones internacionales; también del Derecho internacional),  el impacto ambiental o sus consecuencias en punto a la protección de datos.

Visto el amplísimo abanico de temas, cabe preguntarse con razón qué puede ofrecerles esta conferencia inaugural. Les diré que poco más que una aproximación propedéutica que pueda señalar elementos comunes a los enfoques multidisciplinares que estarán presentes en el encuentro. Es decir, no les voy a proponer soluciones ni a desvelar fórmulas mágicas sobre cómo resolver la crisis del Estado social. Tampoco creo que Vds esperasen de mi intervención nada parecido. Se trata más bien de señalar pistas para la discusión, que Vds podrán utilizar, o no, o bien simplemente olvidar sin mayor perjuicio, para centrarse en sus discusiones.

Mi propósito es señalar ante todo lo que considero un hilo rojo para toda la discusión. Un hilo que trata de identificar las razones de esa crisis señalando a sus perdedores, aquellos que podríamos reunir bajo el amplísimo denominador común de los “descartados de la globalización” y que además son objeto directo de la obscena globalización de la indiferencia.  Como los he denominado en algún trabajo, inspirándome en Boaventura Santos, me refiero a “los otros de la globalización”, aunque me apresuro a señalar que evitaré cualquier enfoque victimista o paternalista a este respecto. Añadiré que soy consciente, como lo son Vds que cuando hablo de esos “otros”,  no me refiero  sólo a individuos aislados, sino sobre todo a grupos sociales de muy diferente amplitud, a minorías, o mayorías minorizadas, pueblos y naciones

Porque, por encima de la diversidad de manifestaciones, de los contextos históricos, sociales, económicos, jurídicos y políticos de la crisis del Estado social que arrastramos desde varios decenios, hay algo evidente: quienes salen mayormente perdiendo en esta situación, quienes se ven más afectados por el fracaso de una poderosísima herramienta de inclusión social y política son los que a duras penas son tenidos en cuenta, incluso invisibilizados en esa máquina de inclusión que es el proyecto del Estado social.

 

II. Como verán, más allá  de los importantes factores de diversa índole que inciden en la crisis del Estado social y sobre los que Vds van a debatir (económicos, financieros, geopolíticos), del impacto de la estrategia desreguladora de los agentes del mercado global paleo liberal (que no neoliberal, porque de nuevo, tiene muy poco: basta leer a Ferguson y su Ensayo de 1769 sobre la sociedad civil), lo que quiero poner bajo el foco es lo que entiendo como una limitación original del Estado social que acaba lastrando el proyecto, porque es un déficit inaceptable de legitimidad, en la medida en que constituye exclusión institucionalizada, discriminación o subordiscriminación supuestamente justificada. El proyecto de Estado social sufre, desde el contrato de origen por el que se constituye, de un déficit provocado por la invisibilidad de sujetos que sólo muy tardíamente emergen ala superficie, como individuos, pero sobre todo como sujetos definidos por su pertenencia a grupos voluntariamente excluidos, invisibilizados.

Porque, aunque el Estado social nace como una herramienta de inclusión de ciertos excluidos, los <trabajadores> (sic, en abstracto e identificados a través de sus Uniones, los sindicatos que actúan como agencias de inclusión del Estado social), en realidad ese contrato tiene una dimensión excluyente. Los nuevos incluidos -esos trabajadores a los que se quiere promover a la condición de clase media, son concebidos según la clásica noción de la clase media entendida como barrera frente a aquellos grupos -<clases peligrosas>-  a los que se teme y a los que quiere seguir manteniendo al margen o, al menos, disminuir su peligrosidad social: clases periféricas y peligrosas, a los que hay que sumar aquellos sujetos no contemplados en el contrato como tales sujetos., sino como elementos subordinados o meramente instrumentales Las mujeres en primer lugar. Pero, sobre todo, quienes son o, mejor dicho, pertenecen a categorías como inmigrantes, minorías, poblaciones indígenas, etc.

En cierto modo, el déficit original de esta herramienta que es el Estado social, recuerda una realidad que trata de señalar el Proyecto 1619 del NYT (cfr. el artículo de Nikole-Anna Jones, en https://www.nytimes.com/interactive/2019/08/14/magazine/1619-america-slavery.html), que ha provocado un encendido y a mi juicio insólito debate, ante la supuesta sorpresa que supone su hipótesis, sorpresa que sólo se puede justificar desde la más absoluta ignorancia o silencio respecto a las aportaciones críticas de movimientos como los estudios poscoloniales que subrayan la herida original de la democracia de los EEUU, el esclavismo, el racismo, la exclusión institucionalizada de clases o grupos sociales subalternas frente a los que el Estado sólo puede aspirar a contenerlos y antes o después reprimirlos, es decir, de nuevo, excluirlos.

Trataré de hacerme entender. Yo creo en la potencialidad del Estado social y me parece que no es fácil encontrar una alternativa mejor y, al tiempo, viable, en el contexto de lo que va camino a verificarse como la <era del antropoceno>. Pero eso no me impide tratar de identificar las líneas de falla que exigen una importante revisión del proyecto y de la arquitectura del Estado social. Líneas fractales que me preocupan y cuyas soluciones, insisto, no son sobre todo técnicas: medidas financieras, de reforma laboral o incluso constitucional, étc. Sino antropológicas si se me permite la expresión.

Por supuesto que no ignoro la diversidad de factores que intervienen en el fracaso del estado social, más allá de las crisis que, como la del 2008, ejemplifican la lógica a la que se rinde el Estado social: too big to fail, según el título ejemplar de una de las películas que mejor describen la crisis de 2008.  Las corporaciones, las ETN, son demasiado importantes para dejarlas caer. Y es a ellas, precisamente las que ha acosado al Estado social, a las que hay que rescatar y no a los ciudadanos. En eso influye también factores que, sin ser conspiranoicos, existen y trabajan frente a los objetivos del Estado social. Por ejemplo, lo que se ha denominado el Deep State. Sin ceder a planteamientos conspiranoicos, hoy ya sabemos lo suficiente sobre lo que se conoce como Deep State, una noción que viene de los 90, como para ignorar su existencia, sus redes internacionales, su influencia. Se trata de un concepto que apareció en los noventa, en el contexto de Turquía, al observar cómo “la turbia colaboración entre espionaje estatal, justicia corrupta y crimen organizado parecían dirigir el sistema entre bambalinas”, como ha explicado el historiador Jean-Pierre Filliu en From the Deep State to Islamic State (2014). El concepto fueacuñado por Mike Lofgren, en diferentes ensayos que conducen finalmente a su conocido Deep State. The Fall of the Constitution and the Rise of the Shadow government (2016), donde escribe: “El Estado profundo es la gran historia de nuestra época. Es el hilo conductor que conecta la guerra contra e terrorismo con la militarización de la política exterior, la financiarización y la desindustrialización de la economía norteamericana, el auge de la estructura social plutocrática que ha alumbrado la sociedad más desigual en un siglo y la disfunción política que ha paralizado la gobernanza del día a día y ha empujado a los votantes haca Trump”.

Pero vuelvo a mi propósito.

Para conseguir ser entendido, insistiré en que soy de los que gustan de subrayar que entre las diferentes perspectivas desde las que abordar el déficit del proyecto original de Estado social la más interesante, la más noble (sin ingenuidades) es la que lo concibe como el resultado de la idea avanzada por Heráclito, sostenida por una parte de la Ilustración, trasladada por Marx en el ámbito social económico y político pero, en el terreno jurídico captada genialmente por Jhering en su idea de la <lucha por el Derecho>. Esto trae cuenta del ideal ilustrado de emancipación, un ideal demediado primero por la exclusión de quienes, incluso al genial Kant, no le parecen sui iuris lo que supone excluir de facto a la inmensa mayoría de la población mundial: Mujeres trabajadores y bárbaros, es decir, quienes no se ajustan al patrón de civilizados que da pie al supremacista mensaje encarnado en el poema  “La carga del hombre blanco”, del nobel británico Kipling

Por supuesto que es posible entender el Estado social sobre todo como una hábil concesión de las clases dominantes para obtener lo que eufemísticamente se denomina <paz social> o, con mayor claridad, conflictividad. Lo ejemplifica mejor que nadie su desarrollo en Alemania tras el final de la segunda guerra mundial, porque pone de manifiesto que el proyecto tiene una dimensión internacional más presentable (el plan Marshall) junto a otra menos brillante (una estrategia de contención justamente en el país de la contención del enfrentamiento de bloques) y, sobre todo, con el coste de exclusión de los paganos de ese pacto: los inmigrantes (españoles, italianos, griegos, yugoslavos…y luego turcos) que quedaron al margen de ese pacto, de los beneficios del mismo entendidos cobre todo como derechos laborales y sociales para los verdaderos trabajadores, los alemanes afiliados a sus sindicatos. Sindicatos que ignoraron olímpicamente a los gastarbeiter españoles, italianos, etc, que nunca fueron vistos como dignos aspirantes a la condición se sujetos de la ciudadanía alemana., precisamente porque eran y no podían dejar de ser extranjeros. Y las leyes se convirtieron en el principal instrumento para subrayar su otredad, su extranjeridad, su incompatibilidad. Fueron herramienats útiles. Poco más….

 

III. Lo que a mi juicio explica el declive (no hablaría de fracaso) del Estado social  es precisamente el olvido de aquello que el Estado social podía y debía invocar como su motor constitutivo, el ansia de la universalidad concreta, del reconocimiento de los otros concretos como sujetos iguales, aún más como hermanos ciudadanos. El Estado social ha renunciado al ideal de la igual fraternidad, de la igualdad de los sujetos plurales, empezando por los invisibilizados como sujetos, para los que en todo caso, se crean vías subordinadas de ascensión social, si no, pura y simplemente, guettos. Una vez más, la lección del cerdo Napoleón imaginado por Orwell en su Animal Farm. Sí, les aceptamos, pero en su sitio, en uno distinto que en realidad es desigual.

El Estado social debía ser la herramienta para el logro de una apertura a la inclusión social, económica y jurídica, tendencialmente universal, universalizable, pero desde lo que algunos han denominado «la universalidad concreta», que evita el universalismo abstracto y fraudulento. El Estado social no tiene sentido en sí mismo, sino como la herramienta del proyecto universal de emancipación en la dimensión de agencia política, lo que supone renovar así la noción misma de la democracia y de sus sujetos. Pero su quiebra se debe a mi juicio a que no consigue superar dos embates.

El primero lo adelantó Ferguson en su Ensayo de 1767  (y lo ejemplificó elocuentemente la película Wall-E). Es el embate del ideología del individualismo posesivo (explicada por MacPherson) propia del modelo paleoliberal de mercado, que, según el avisode Ferguson,  hace perder al hombre su alma de ciudadano, convertido en mero pasivo consumidor o aspirante a consumidor.

El segundo, lo advirtió Foucault en el desarrollo de su denuncia de la biopolítica y lo han desarrollado desde F.Fanon (Les damnés dela terre) a Judith Butler (Precarious Life, Life Grievable) que pone el acento en las dificultades de reconocer la vida digna de duelo, o Achille Mbembé en su noción de necropolítica.

Creo que toda posibilidad de ofrecer viabilidad al proyecto inclusivo del Estado social pasa por la superación de esos dos fracasos.

Por eso, pasa por la aportación de la crítica ecofeminista a la condición de vidas reconocibles, dignas de ser tenidas en cuenta, objetivos prioritarios de toda acción política. De ahí la noción de interdependencia como corresponsabilidad en la defensa de la vida en su impresionante diversidad, en la impresionante diversidad de organización e formas de vida que debemos saber reconocer, garantizar, más allá de nuestra pertenencia a un canon u otro, sobre todo a aquellos que han pretendido ostentar la condición de universales, proyectando su particularidad como modelo verdadero, civilizado, supremo…Aprender a reconocer es aprender a escuchar y a identificar los agravios inadmisibles a los derechos que son la expresión de lo común, desde la diversidad, no desde una uniformidad impuesta. Podemos aprender mucho de las renovadas experiencias constitucionales en diferentes países de América Latina, pero también de las que emprende el gobierno de J. Arden en New Zealand.

Pasa por otra manera de entender la democracia y aun el pueblo como sujeto, que creo que han ilustrado bien Ranciére (en línea con Wallerstein y Balibar) de un lado, Judith Butler, que exige una nueva comprensión ontológica del ser real, o por mejor decir, de los marcos que nos hacen comprensible la realidad, lo que obliga a la revisión de la adscripción de género, a la comprensión primaria de la corporalidad que tiene como primera consecuencia la demolición de ese abstracto atomista propio de la ideología del individualismo posesivo que es la noción del individuo absoluto como a priori. También, Iris Young, Nancy Fraser o Wendy Brown y de otro y, a mi juicio, de un modo particularmente fructífero, el desarrollo contemporáneo de la teoría del reconocimiento de Taylor a, sobre todo, Honneth, aunque no ignoro otras aportaciones como las de Laclau, Lefort y, sobre todo, Boaventura de Sousa Santos.

Me parece que mi colega y amiga la filósofa Alicia García Ruiz en su iluminador ensayo “Impedir que el mundo se deshaga. Por una emancipación ilustrada”, cuya lectura recomiendo vivamente, expone bajo este motto de Camus lo que podría parecer una cierta confesión de impotencia, de constatación de los límites de la acción política en el sentido de la aceptación del realismo, pero en realidad, lejos de eso es un excelente análisis de cuál es el verdadero motor, el potencial que subyace al Estado social, un élan creador que la mayor parte de sus institucionalizaciones han acabado traicionando. Se trata de lo que llamaríamos la <universalidad concreta>, que aúna la fuerza de las ideas de igualdad y fraternidad como motores de la acción política que es siempre acción de resistencia, de lucha. Una fraternidad entendida, escribe mi colega de la Universidad Carlos III, «como una constelación de realidades (el cuidado, el respeto, la estima, la reciprocidad la vulnerabilidad)». En el bien entendido, recuerda con T.Domenech,  de que el ideal de la fraternidad es difícilmente compatible con la metáfora de la sociedad como “gran familia”, porque no hay universalización de la igualdad en la relación entre los hermanos de una familia que viven bajo la autoridad del domus, del amo y propietario. La fraternidad apela al constructo de la igual universalidad concreta, que sólo se puede aspirar a construir en la república. Y diré más, en una república cosmopolita de la que estamos tan lejos, ay!

Y recojo también del libro de la profesora García Ruiz su adevertencia de que en cierto sentido, la batalla por la democracia sin la que no tiene sentido el proyecto de Estado social es, como ha subrayado Ranciére (mejor a mi juicio que Laclau), la batalla por la palabra pueblo

García Ruiz recoge la tesis de Ranciére (y, en parte, de Badiou): El pueblo no existe: no es una entidad, sino un proceso de significación, de sentido, de estar presente, que nace de la experiencia de la exclusión, de no contar. Y existen formas de simbolizar el significante pueblo, entendido sobre todo en clave de una diferencia, la de la frontera con el poder, que quiere al pueblo como multitud, como fuerza anárquica, peligrosa, como caos, como fuente pristina del miedo, frente al que imponer, orden, certidumbre, seguridad, ignorando lo del chiste (yo, o el caos). Pero superar esa frontera sólo es posible mediante el esfuerzo de democratización que no es otro que el de articulación de las resistencias, de las experiencias de resistencia, de lucha por reconocimiento de quienes, concluye García Ruiz, con Ranciére,  tienen en común ser la parte que no es parte, que no alcanzó la igualdad propia de la pluralidad inclusiva.

Por supuesto que un ejemplo entre los muchos de ese déficit de inclusión que llega a parecernos natural es el que ofrece la mirada europea sobre migrantes y refugiados, ajenos a nuestro supuesto modelo de Estado social y campo de prueba de que, como diría Butler, esos cuerpos no existen, de que son el campo de la necropolítica.. Pero ese es tema de otra discusión…