UN COMBATE DE ZOMBIES (CONSUELO RAMÓN-JAVIER DE LUCAS)

 

Dejó escrito Ulrich Beck que nuestra <sociedad de riesgo>, que es también una <era de incertidumbre>, ha convertido en conceptos-zombie buena parte de las categorías y conceptos de los que nos hemos servido para interpretar, entender y/o cambiar la realidad. Los acontecimientos de Paris y la encendida discusión sobre las estrategias de respuesta son, a nuestro juicio, un excelente botón de muestra. Los viejos conceptos de <guerra>, <terrorismo>, <lucha contra el terrorismo>, parecen herramientas intelectuales y políticas caducas.

Al Qaeda, no en balde una red y una franquicia terrorista, ya nos planteó considerables dificultades de comprensión, clasificación y también de respuesta, por su novedad y complejidad respecto a las estrategias tradicionales del terrorismo. Pero todo se complica aún más en el caso del DAESH, que aúna la ambición de un califato (algo más que un Estado), con la estrategia de lealtad de los fieles a un líder religioso-político, que se remonta a la tradición de Hasan Ibn Sabah, el viejo de la montaña y su secta de hashshashin, los asesinos. Con la peculiaridad de que forman parte de ese contingente un buen número de “retornados”, es decir, europeos que han combatido en las filas del DAESH en Siria y que regresan luego a Bélgica, Francia, Reino Unido o España (unos 150 en nuestro caso) .

Lo mismo sucede con las políticas antiterroristas. Si aceptamos, como lo ha hecho no sólo Francia, sino buena parte de la opinión pública mundial,  que los terribles atentados en Paris son <actos de guerra>, parece claro que nuestras herramientas de respuesta están en crisis. Se multiplican las dudas sobre lo adecuado del discurso que sostenemos quienes tememos que el Estado de Derecho y la democracia sean las primeras víctimas, como lo fueron después del 11-S. Y aunque sea más necesario que nunca recordar las exigencias de legalidad y legitimidad como condiciones necesarias e irrenunciables de cualquier estrategia antiterrorista, no se puede negar que son condiciones insuficientes para restablecer la seguridad en las libertades, la confianza en el Derecho que esos adversarios tienen en su punto de mira. Mucho menos si lo que se pretende es ganar la contienda mediática, que es hoy elemento esencial y en la que DAESH se ha mostrado particularmente ducho.

Se trata de saber si aún podemos proporcionar argumentos,  motivos suficientes y creíbles para superar el terror, que no es ni la desconfianza en el otro, ni el miedo razonable que suscita la criminalidad ordinaria,  frente a los que el Derecho nos protege. La siembra de terror busca precisamente convencernos de que nadie está a salvo, que el imperio de la ley, la educación cívica y republicana en la cultura del respeto a las libertades, la igualdad entre hombres y mujeres, la laicidad y el pluralismo, la primacía de los principios de la democracia y el Estado de Derecho, son poco más que juguetes inútiles frente a semejante amenaza. Se comprende que en esta guerra de mensajes, los agredidos necesitan enviar un mensaje contundente, firme, eficaz, implacable. Los adjetivos del discurso de Hollande. Por tanto, parece imponerse como inevitable la respuesta militar, inmediata y a la altura de la violencia que nos ha golpeado. Llevarles la guerra a su terreno, como proclama algún supuesto nuevo filósofo.

Recurrir a la fuerza. Es la hora de las armas, claman en las cancillerías europeas, como hemos podido escuchar de labios de un enardecido G Margallo, en comparación con el cual el Trillo de la operación Perejil parece un melindroso irenista. “Tenemos derecho a la legítima defensa y comoquiera que hemos sido agredidos por actos de guerra, guerra es la respuesta”. Es lo que invocó Bush tras el 11 S.

A los entusiastas belicistas hay que recordarles, sin embargo, que tampoco la guerra, una categoría vieja como el mundo, escapa al efecto zombie, como no escapan los intentos de hacerla aceptable: ni el de <guerra justa>, que después de la Carta de la ONU es un oxímoron, ni tampoco la contradictio in terminis de las <guerras humanitarias>. En todo caso, podríamos hablar de los <usos de la fuerza armada>, regulados y limitados por el Derecho internacional en el capítulo VIII de la Carta, pero no dejan de plantear los problemas consabidos de legitimidad y eficacia. Así, Francia, como los EEUU en 2001 puede alegar razonablemente legítima defensa, pero eso no le exime de someterse al procedimiento que regula tal apelación y que deja la decisión en manos del Consejo de Seguridad de la  ONU. Los precedentes inmediatos de las guerras del Golfo e Iraq y la intervención en Libia, nos muestran que todo ello no es garantía de legitimidad, ni tampoco de eficacia. Hay que subrayar la intencionalidad simbólica del primer movimiento de Francia, los bombardeos sobre Racca, la capital del DAESH. Una respuesta de guerra, exclusivamente francesa, que no ha pasado por el Consejo de Seguridad, ni invocar las cláusulas de solidaridad que le brindan para situaciones semejantes los Tratados con sus principales aliados, en la UE y la OTAN. Sólo después, en la solemne reunión de los dos cuerpos del legislativo en Versalles, convocada por Hollande para anunciar la prórroga del estado de emergencia y presentar reformas constitucionales que pongan al día la estrategia antiterrorista, ha anunciado la intención de invocar la cláusula de defensa mutua del artículo 42.7 del Tratado de la UE. De momento, no se ha activado ni la cláusula de solidaridad del artículo 222 del TFUE, ni tampoco el consabido artículo 5 del Tratado de la OTAN.

Quizá como ha apuntado Don Winslow en su última novela (El cártel), estamos cada vez más cerca de la convergencia de dos estrategias: la de la nueva guerra en vigor contra el narcotráfico y la posible nueva guerra antiterrorista. Sabemos sobradamente que los bombardeos tradicionales son gestos simbólicos, pero poco eficaces contra un DAESH que, por ejemplo, controla recursos petrolíferos  incomparables con los de buena parte de los Estados y los vende a la baja, para comprar armamento en el mercado internacional, un mercado en el que sabe moverse para conseguir financiación y en el que son proveedores algunos de los Estados del G-20. Un DAESH que recauda impuestos como cualquier Estado entre los 8 millones de súbditos que viven en su territorio de conquista. Un fenómeno tan poliédrico no se combate con recetas simples. Podemos seguir discutiendo si es posible obtener frente al DAESH nada parecido a eso que llamábamos <victoria> en las guerras convencionales movilizando boots on the ground. En nuestra opinión, con o sin ellas, aunque sean kurdas, turcas y árabes para evitar la apariencia de alianza de cruzados, esa victoria, la destrucción del DAESH proclamada como objetivo por Hollande,  es muy poco probable. Como ha escrito Rafael Grasa, ante su complejidad y alcance global, hay que primar una estrategia global y compleja. Empezando por las causas que, al menos en apariencia, le dan legitimación.

Por eso, deberíamos concentrar los esfuerzos en una estrategia que prime  la coordinación de los servicios de inteligencia, el desmantelamiento de las redes de financiación, la acción diplomática para aunar recursos bajo el respeto básico a la legalidad internacional, sin descartar los ataques selectivos contra objetivos relevantes. Y aún sí, debemos ser extraordinariamente prudentes para no abrir por enésima ocasión la caja de Pandora de la erosión de los derechos y libertades que justifican todo esto. Porque es por el refuerzo y extensión de su  garantía (para todos, también para inmigrantes y refugiados) por lo que luchamos. Y, como pedía el editorial de Libération,  nuestra lucha no debe darles la victoria de “tuer le bonheur”.

 

ENGRANAJES DE DESIGUALDAD

No sé si hay un tópico más manido y previsible que el de la importancia de la educación. Hablemos de fiestas populares o de violencia machista, de productividad laboral o cumplimiento de los deberes fiscales, de derecho a la muerte digna o de políticas de refugiados, es casi inevitable que llegue el momento en el que alguien sentencie que “todo es cuestión de educación”. Y ahí se acaba el debate y llega el beato y vacío consenso. Sea cual fuere el partido u opción ideológica, todo el mundo repite ese bobalicón blablablá. Y sin embargo, en una prueba de absoluta incoherencia, ese gran acuerdo jamás se concreta en una política educativa estable y suprapartidista. No les digo nada si hablamos de Enseñanza Superior, del modelo de Universidad

¿Todos? No. Un partido brilla por la coherencia entre su ideología, su programa electoral del PP y u gestión efectiva. Sí, el PP. Así lo demuestra  el balance que nos ofrece esta legislatura en materia de educación universitaria. Y eso porque, a mi modo de ver, en el PP lo tienen claro. Se trata de devolver la educación superior como derecho natural, o privilegio, a quien le corresponde por su cuna y clase. Para asegurarse de que las mejores oportunidades de promoción correspondan a los de siempre y así, conseguir borrar la nefasta herencia de esa  “democratización de la universidad”. Un proceso de transformación social, este de conseguir que todo el mundo pudiera acceder a la enseñanza superior,  que –a mi juicio- es uno de los más importantes cambios producidos en la España de los 80 gracias al decidido empeño de los Gobiernos del PSOE, hasta Aznar.

El designio desigualitario se traduce en dos recetas: promover el desmantelamiento de la universidad pública y restaurar las condiciones que imponen que la especialización para el mercado laboral esté sólo al alcance de quien tenga medios para permitírselo. Para los demás quedan los grados, que son cada vez más un modelo degradado de formación comprimida, carne de cañón para el tejido productivo, un nuevo proletariado seudointelectual. Todo ello aderezado con el consabido, halagador y falaz argumento JASP.

No es que esta columna vaya hoy más cargada de demagogia de lo habitual. Déjenme ofrecer unos pocos datos que proporciona el propio Ministerio. Con el Gobierno Rajoy, el precio de los grados (las titulaciones que están “al alcance de todo el mundo”) ha subido un 18%. Así, estudiar Medicina en el curso 2015 es 20% más caro que en 2012. Derecho, un 22%. Pero es que el precio de los masters (la especialización que permite mejores puestos en el mercado de trabajo), un 64%. Y si hablamos de la Comunidad Valenciana, espectacular: un 200% más caros. Esa es la política de enseñanza superior que practica el PPCV. Una vez más, construir la desigualdad en el acceso y disfrute de un derecho, en este caso, la enseñanza superior, para así mantener y aun incrementar los privilegios de clase. Seguro que la señora Bonig también está muy orgullosa de ese legado.

 

 

INDIGESTIONES

Entre las reacciones que ha suscitado el nuevo y terrible golpe de la amenaza terrorista en la UE, una bastante frecuente es la que recurre a la metáfora de la indigestión. A los europeos se nos habría atravesado la multiculturalidad, la diversidad cultural. Por ende, de esos polvos estos lodos. El último en apuntarse al fino argumento es ese epítome de intelectuales empeñado en la “limpieza” de Badalona, Javier García Albiol.

Vaya por delante que, si admitimos que aliquando dormitabat Homerus, hay que concederle un margen de error al político catalán del PP (lo de la señora Forcadell al respecto es fanatismo talibán de la peor especie: sólo es catalán el que piense como yo y, a més a més, tenga diez apellidos catalanes). Pero este hombre es un campeón de la confusión mental. No sólo confunde multiculturalidad e inmigración, pese a que la llegada de inmigrantes es sólo una de las fuentes –alógena- de la diversidad cultural. Una: esa diversidad  existe también sin ellos, como lo muestra la historia multisecular de la existencia en Europa de minorías culturales, lingüísticas, religiosas, nacionales, etc. No: además, el Sr García Albiol es un acendrado exponente de quienes parecen incapaces de diferenciar el hecho de la multiculturalidad, una realidad tozuda e imparable en un mundo global, con las ideologías del multiculturalismo, que son una más entre las respuestas políticas al reto de la gestión de la diversidad cultural.

Etiénne Balibar, Michel Collon, Robert Castel, Gerard Mauger o Sami Naïr (son sugerencias de lectura; basta con googlear) han explicado muy bien en qué medida el sentimiento de humillación y exclusión que producen las políticas de abandono del Estado aplicadas en las banlieue en Francia, Bélgica, Alemania o el Reino Unido, están en el origen del rechazo y la confrontación social de quienes las habitan. Son viejas y conocidas historias del fracaso de políticas de contención (disfrazadas de integración) de las clases peligrosas. Obreros hace doscientos años; inmigrantes en los últimos setenta años. Y, salvo en el caso ya lejano de algunas experiencias en Alemania, pero sobre todo en el Reino Unido, la multiculturalidad no fue gestionada mediante políticas de multiculturalismo, sino de asimilación más o menos encubierta.  Por cierto, excelente momento para revisar la abundante filmografía sobre la convivencia en sociedades con alto grado de multiculturalidad. Además de buen parte de la producción de Fatih Akin, me permito recomendar el ácido film de Chris Morris (2010), Four Lions.

No. La indigestión no la produce el hecho de que entre nosotros vivan gentes con otros universos culturales, prácticas, instituciones sociales. Digerir ese hecho depende de cómo cocinemos. Como enseñó Rousseau (“la libertad es alimento nutritivo, pero de difícil digestión”), las indigestiones y pesadillas de los García Albiol y compañía tienen otro origen: su incapacidad para reconocer y garantizar la libertad y el pluralismo. Nadie dice que sea fácil. Sobre todo para los fundamentalistas. Como él.