Al revés y al derecho
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Una tautología: el Defensor incómodo
Por Javier de Lucas
Escribo estas líneas tras hacerse oficial ayer, 22 de mayo de 2013, la decisión del Parlamento de Andalucía de no renovar el mandato de José Chamizo de la Rubia como Defensor del Pueblo andaluz. Y pongo por delante, para que no haya equívocos, que soy uno más entre las muchísimas personas que admiran a José Chamizo como persona y como personaje, como Defensor del Pueblo (puede leerse la plataforma en apoyo de su renovación: Twitter @apoyoChamizo, Facebook: Plataforma apoyo renovación José Chamizo Defensor Pueblo Andaluz). Es más, me considero amigo suyo. Pero no escribo para ensalzar al amigo, ni siquiera al personaje y a su labor.
La creación del Defensor del Pueblo es, a mi juicio, uno de los aciertos de la hoy cuestionada – y no sin razones- Constitución de 1978. Por cierto, aunque su perfil responda al modelo de ombudsman, no es una institución sin antecedentes en nuestra cultura jurídica. Pero, sobre todo, no se trata de ningún adorno institucional; siempre, claro, que se tome en serio. Lo deja claro el artículo 54 de la Constitución: “Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en este Título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”. Y la importancia de esa función fue más concretamente perfilada en el artículo 9 de la Ley orgánica 3/1981, que establece: “El Defensor del Pueblo podrá iniciar y proseguir de oficio o a petición de parte, cualquier investigación conducente al esclarecimiento de los actos y resoluciones de la Administración pública y sus agentes, en relación con los ciudadanos, a la luz de lo dispuesto en el art.103.1 de la Constitución y el respeto debido a los Derechos proclamados en su Título primero”.
Tan compleja y difícil es esa tarea, que los Estatutos de la mayoría de las Comunidades Autónomas crearon instituciones paralelas y específicas, que deben coordinarse con la establecida por la Constitución (lo que no siempre ha sido el caso), pero ejercen en su ámbito autonómico esa defensa de los derechos de los ciudadanos en supervisión de la actividad de la Administración. Lejos de superflua o redundante, se trata, pues, de una institución imprescindible que reconoce la posición preferente que ha de tener el ciudadanos en su relación con los poderes públicos.
Nadie puede discutir que la decisión de elegir y renovar o cesar al Defensor del Pueblo es competencia exclusiva del Parlamento. También en el caso del Defensor del Pueblo andaluz. De acuerdo con el artículo 1º de la Ley 9/1983 del Parlamento de Andalucía que regula esta institución, “El Defensor del Pueblo Andaluz es el comisionado del Parlamento, designado por éste para la defensa de los derechos y libertades comprendidos en el título primero de la Constitución, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración Autonómica, dando cuenta al Parlamento”. Inequívocamente, por tanto, es el Parlamento, en nombre de la soberanía popular y con el máximo de acuerdo (3/5 de los votos), quien lo debe elegir. Pero dicho esto, en mi opinión, la no renovación de José Chamizo ha sido un error. Si alguien está haciendo bien su trabajo y sigue con ánimo y capacidad para hacerlo, tal como acreditan los resultados, lo mejor es que siga. ¿Indefinidamente? No. Mientras lo haga bien.
Lo interesante es, precisamente eso, ¿en qué consiste hacer bien la labor de Defensor del Pueblo? Y mi respuesta es sencilla: en ser incómodo para la Administración, pues en caso contrario es que no está cumpliendo con lo que dispone la Constitución y, en el caso andaluz, la propia Ley 9/1983, en su artículo 6, que reproduce el modelo del artículo 6 de la ley orgánica 3/1981: “El Defensor del Pueblo Andaluz no estará sujeto a mandato imperativo alguno. No recibirá instrucciones de ninguna autoridad. Desempeñará sus funciones con autonomía y según su criterio”.
Esto es, para que entendamos que el Defensor del Pueblo hace bien su tarea, es preciso que no la entienda como un retiro privilegiado, un despacho dorado con el que se le ha recompensado por su trayectoria. Muy al contrario, si se toma en serio su función, ha de ser incómodo. Debe molestar a la administración. Y eso, sin duda, supone molestar a los partidos políticos, sobre todo a los que forman el Gobierno y aún más si esos partidos controlan la composición de la Administración que aparece como correa de transmisión de los mismos.
Otra cosa, otro debate, es si algún día alcanzaremos en nuestro país un modelo de administración pública más cercano por ejemplo al del civil service británico, que no cambia su composición al albur de los resultados electorales, sino que permanece estable como condición de garantía de su sometimiento a los intereses generales, tal y como establece el artículo 103 de la Constitución (“La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”). Ese es el debate sobre la caracterización weberiana del funcionariado como clase universal, neutral, pública por excelencia, lejos de los fototipos al uso y quizá también, desgraciadamente, lejos de tanta degradación y manipulación de ese modelo de funcionariado por los insaciables intereses de cierta clase política.
Cada quien tiene su estilo. Algunos, más sinceros e incluso en ocasiones abruptos, como José Chamizo. Pero insisto, la del Defensor no es, no debe ser, por definición, ni una figura ni una tarea complaciente con la administración. Su perfil el de quien sabe que los derechos no existen si no se lucha por ellos. Incluso cuando ya están proclamados. Sobre todo en el caso de los más vulnerables y aún más en tiempos de crisis. No digamos si, en esa crisis brutal, la prioridad no es la protección de los derechos de las personas que están menos protegidas. Precisamente aquellos que han sabido que siempre contarían con el Defensor del Pueblo, con José Chamizo. Pero la buena noticia es ésta: seguirán contando con la fuerza, con el terco empeño de José Chamizo por luchar por ellos, por defenderlos, esté donde esté. Y esa es, a mi juicio, una de las mejores razones de esperanza que nos caben.