UNA MONARQUIA TOXICA, CON SU VALET DE CHAMBRE

 

La operación propagandística pergeñada por la Casa del Rey, con la ayuda de ese palanganero con pretensiones de chevalier servant que es García Margallo, pone al descubierto alguno de los elementos que prueban la toxicidad que ha desarrollado la monarquía borbónica restaurada por Franco en la persona de Juan Carlos de Borbón, que vive su peculiar otoño del patriarca desplegando una capacidad de contaminación inusitada.

La “visita de Estado del rey Juan Carlos I a Marruecos”, publicitada por tierra, mar y aire como la prueba de la utilidad de la monarquía para los intereses de la “marca España” y diseñada sobre todo con el evidente propósito de reflotar la muy maltrecha imagen del monarca, gracias a la complicidad del sátrapa marroquí al que nuestro Jefe de Estado honra con  tratamiento familiar de sobrino para recibir a su vez el privilegio de ser acogido en pleno ramadán e incluso saludado con dátiles y miel (oh milagro de las buenas relaciones, que ha sido glosado vomitivamente por nuestros medios acreditados!)) es, en efecto, la quintaesencia de un modelo difícilmente cohonestable con una democracia decente.

Es verdad que esta operación publicitaria ha tenido la desgracia de coincidir con un momento álgido del “caso Bárcenas”, que le ha robado la exclusividad de primeras planas y tertulias que habían soñado quienes la diseñaron. Diría yo, sin embargo, que en cierto modo esa coincidencia parece una de esas argucias de la Historia de las que nos hablara Hegel. ¿Acaso no es el emblema que pone al desnudo un modo de hacer política cuya clave consiste en el lema del listo Zaplana, forrarse? ¿No coinciden tantos de los personajes de estos dos episodios en el objetivo prioritario de hacer de su presencia en la vida pública el medio –comisiones- para hacerse con una fortuna  que les permita una vida de lujo, pagada en el fondo por los esforzados contribuyentes?

Pero vayamos más allá. Veamos el modelo de visita de Estado. ¿Es imaginable un  país democrático en el que sus intereses son defendidos mediante los guiños de complicidad entre dos patriarcas que pasan por encima de las molestias derivadas de la sujeción a las leyes y procedimientos para resolver sus asuntos? Es propio, no de un Estado democrático, sino simplemente serio, que los verdaderos problemas de las relaciones entre Estados sean resueltos en el clima de secreto de familia que encima nos presentan como una ventaja, un privilegio? Tiene cabida en un Estado en el siglo XXI la penosa imagen de un representante democrático, de un ministro del Gobierno elegido por las urnas, que se vanagloria de su papel de palanganero, henchido de orgullo por haber casi devenido en el valet de chambre que se queda a las puertas del dormitorio de su amo, tan pomposo y servil ante quien cree poderoso como maleducado y prepotente con quien considera inferior, como al indio Morales, según parece su naturaleza?. Esa peculiar idea de democracia de ese Ministro es la que encontramos en su  elogio de la similitud entre Marruecos y España, que es similitud entre sus dos monarcas: «Marruecos ha elegido la buena vía, que no es muy distinta de la que escogimos en España a partir de 1975: una evolución a la democracia desde la ley, guiados también, y no es casualidad, por una monarquía porque es elemento de estabilidad. Don Juan Carlos fue el motor del cambio en ese proceso y el rey Mohamed VI lo está haciendo en Marruecos». Aún más, desbocado en su euforia, Margallo tuvo la desfachatez de asegurar que la vía elegida por «Marruecos y Argelia» es la «buena»—, y no la de los “procesos revolucionarios en Túnez, Libia y Egipto, que son objeto de preocupación en todas las cancillerías del mundo”.

Y sí, también debe ser el modelo de democracia al que se aspira, ése que consiste en que ambos reyes animen a los empresarios a provecharse de las facilidades para hacer negocios, que es lo mollar, lo importante, aquello para lo que hemos venido,  mientras se orillan asuntillos menos vistosos. Por ejemplo, las dificultades que vive la libertad de expresión y prensa, los derechos de las mujeres o la represión del movimiento ciudadano opositor. Por ejemplo, la venta de armamento español a Marruecos (un interés clave para el rey, que siempre ha reservado el nombramiento del ministro de defensa, cargo desempeñado hoy por un experto en esos negocios), denunciada por casi todas las ONGs independientes. Y, por supuesto, la vergonzosa deslealtad del Estado español hacia el pueblo saharahui, inaugurada por la primera actuación del entonces Jefe de Estado interino por enfermedad de Franco, el príncipe Juan Carlos, que cedió a la estrategia de su primo Hassan II, deslealtad e incumplimiento de sus deberes internacionales que hoy prolonga de nuevo nuestro ministro de Asuntos Exteriores, quien, en un alarde del cinismo que  él debe suponer  el mejor estilo diplomático, sostiene que  «La posición de España es la que hemos mantenido en Argel y Marruecos: una solución estable, pacífica y justa de acuerdo con los parámetros y la doctrina de la ONU». Es decir, que sigan reprimiendo al pueblo saharaui, que les den a los derechos humanos, que nosotros estamos a lo que hay que estar…

Son esos los modos que sirven para que avance en España la democracia de los ciudadanos? Es esa la utilidad de la monarquía? Quizá en el fondo sí, este monarca decrépito que se resiste a dejar el sillón y sus privilegios, nos ha prestado un gran servicio: evidenciar una vez más por qué, más pronto que tarde, hemos de librarnos de ese vestigio atávico y recuperar la egalibertad que significa una República.