EL DERECHO, CONTRA LOS DERECHOS (DE LOS OTROS, CLARO) versión extendida del artículo publicado en Levante, 17 febrero 2020

Suena raro decir algo así en estos tiempos, pero soy de los convencidos de que el Derecho es una de las grandes invenciones de la humanidad. Pero como tantas otras -la moral, la ciencia, la tecnología o las artes- tiene, déjenme simplificar, dos caras.

De un lado, puede alzarse, se alza como una barrera para defender a quienes no tienen voz, a los más débiles, contra la ley de la selva, contra la imposición de la fuerza. Puede ser así un formidable escudo frente a la crueldad, la violencia, la discriminación, la humillación, la dominación. Aún más, puede convertirse en una poderosa palanca para poner en pie la autonomía, la emancipación: la mayor libertad e igualdad de todos los seres humanos.

Pero la historia nos enseña que tantas veces, y hoy día aún para una considerable mayoría de la población mundial, el Derecho ha sido y es utilizado sobre todo como espada que impone la dominación y la desigualdad: no sólo por parte del Estado, que dice ostentar su monopolio, sino por parte de los poderes que disputan eficazmente al Estado la dominación. Por eso, Michael Corleone avisa a sus capitanes en El Padrino III que no necesita más pistoleros, sino más abogados. Para muchos seres humanos, el Derecho aparece como puño de hierro, de cuando en cuando envuelto en guante de seda, que actúa para perpetuar privilegios y marginar, si no excluir, a los que han nacido mal. Se trata de mantenerlos a raya, al otro lado de la raya que no deben cruzar, porque para buena parte de los seres humanos sigue rigiendo el lema contrarrevolucionario del cerdo Napoleón, protagonista de la sátira de Orwell: todos los seres humanos son iguales, dice la Declaración universal, pero algunos son más iguales que otros. Cuestión de pasaporte, de renta per cápita.

Todo esto viene a cuento de la conmoción que nos ha producido a muchos la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos anunciada el pasado jueves 13 de febrero y que da un giro de 180 grados respecto a la Sentencia de 2017 del mismo Tribunal, en la que dió la razón a dos ciudadanos de Mali y Costa de Marfil que saltaron la valla en Melilla en 2014 y fueron objeto de lo que conocemos como “devoluciones en caliente” (pretendidamente legalizadas por el Gobierno Rajoy, por la puerta de atrás, mediante una disposición final primera de la L.O. 4/2015 de seguridad ciudadana, conocida como “ley Mordaza”, que añadió una disposición adicional décima a la LO 4/2000, como “régimen especial de Ceuta y Melilla”).

Ya se han producido reacciones. Algo debe querer decir el hecho de que la inmensa mayoría de las que provienen del mundo del Derecho (Jueces para la Democracia, Consejo General de la Abogacía, Relator de la ONU sobre derechos de los inmigrantes, los abogados extranjeristas, grupos de investigación universitarios sobre inmigración asilo y refugio como AIDAM, exmagistrados del propio TEDH y no pocos constitucionalistas) son extraordinariamente críticas: así, señalan la endeblez y parcialidad de los elementos de hecho tomados en cuenta por el Tribunal (por no decir su brutal desconocimiento de cuanto sucede en la frontera sur de Europa)y la incoherencia de los fundamentos jurídicos de la sentencia con normas básicas de Derecho internacional de los derechos humanos. Por no hablar de los clarísimos pronunciamientos contrarios de la inmensa mayoría de las ONGs que trabajan con inmigrantes y refugiados y conocen los problemas reales y la falta de soluciones, que hacen que sea impensable hablar de una verdadera política migratoria y de asilo, en Europa y, hasta hoy, también en España.

 Tiempo habrá de analizar con detalle todos los aspectos técnicos de la decisión y sus consecuencias jurídicas, aunque me parece difícil argumentar convincentemente en defensa del fallo. Pero lo que me interesa ahora es señalar tres aspectos

Primero, contra lo que han titulado algunos medios de comunicación y algunos tertulianos, este fallo no obliga a nuestro Tribunal Constitucional (ni a nuestro Gobierno), a adoptar necesariamente esa rebaja del rasero garantista adoptada por el TEDH. Lo han explicado muy bien Presno Linera y Sami Naïr: no todo lo que el TEDH considera compatible con el Convenio Europeo de derechos humanos es necesariamente compatible con nuestra Constitución, que mantiene un standard más garantista (hasta hoy), por ejemplo, en materia de asilo y garantía judicial efectiva en cuestiones que pueden afectar a los derechos humanos de no nacionales. Eso, en virtud del art.53 del propio Convenio, permite a nuestro TC y a nuestro Gobierno no vincularse al standard menos garantista que acaba de fijar este STEDH.

Por lo demás, es un principio básico del Estado constitucional de Derecho el que la circunstancia de que una persona haya cometido un acto criminal no le priva del derecho a la protección judicial efectiva. Contra lo que sostiene el TEDH, entrar irregularmente en España no priva del derecho a defensa y a una decisión judicial que justifique la expulsión. Esa interpretación del TEDH supone utilizar de forma bastarda el Derecho contra los derechos, esto es, para rebajar el contenido, la garantía y las condiciones de ejercicio de derechos fundamentales.

Necesitamos seguridad jurídica en las fronteras (también para las fuerzas de seguridad que trabajan con ese objetivo, desde luego), pero eso no puede significar en modo alguno la suspensión de normas elementales del Estado de Derecho, como la garantía de la tutela judicial efectiva, cuando están en juego derechos humanos y fundamentales-. Lo contrario es una aberración jurídica.

Segundo, frente a algunas interpretaciones interesadas, conviene precisar el uso de los términos jurídicos. Conocemos la lección de Alicia a través del espejo: el secreto del Derecho consiste en que quien tiene el poder de dictar las normas, tiene el poder de imponer el sentido de las palabras o incluso de inventar otras. En este caso, como en la mayoría de las mal llamadas devoluciones en caliente, se nos dice que se trata de rechazo en frontera, no de expulsión. Muchos pensamos que es una contorsión verbal, como cuando se haba de retorno y lo que hay es deportación.

No: los hechos demuestran palpablemente que esas personas traspasaron la frontera y no fueron rechazadas, sino que, tras entrar, fueron expulsadas. Y se hizo, como señalan el profesor Fabián Salvioli y el Relator de la ONU Felipe González, en abierta contradicción con lo que exige el Pacto de derechos civiles y políticos de la ONU, que obliga a España como Estado parte. Ambos han recordado que esas devoluciones en caliente fueron condenadas por el Comité de derechos humanos de la ONU en julio de 2015, como contrarias a exigencias básicas del Estado de Derecho y al Derecho internacional de derechos humanos, a comenzar por la violación del principio de non refoulement.

Tercero. Es cierto que el Gobierno (y el propio TC) ha esperado prudentemente a que se conociera el criterio del pleno del TEDH sobre las devoluciones en caliente (aunque en 2017 y se había pronunciado en contra). Pero, a mi juicio, esta sentencia no sirve para resolver el problema real, sino que lo agrava.

El problema, en el fondo, lo sabemos todos, es la ausencia de vías legales, accesibles y seguras de acceso al procedimiento de asilo, y también de vías legales, accesibles y seguras para los varios millones de inmigrantes que necesitamos imperiosamente acoger y acomodar entre nosotros.

Lo explicó apenas tomó posesión el ministro Escrivá: de 2020 a 2050, necesitaremos recibir entre 8 y 10 millones de trabajadores si queremos mantener el nivel del mercado laboral, asegurar elementos básicos del Estado de bienestar y evitar la “japonización” de nuestra economía, esto es, la aceptación pasiva del envejecimiento demográfico. Hoy por hoy, no tenemos hoy más alternativa que esa apertura reglada a la inmigración. Pero no se trata de recibir esclavos, sino sujetos de derechos, para lo que es clave diseñar políticas de acogida e inclusión equitativas. Por lo que sé, es el objetivo en el que está empeñada la nueva Secretaria de Estado de migración, Hana Jalloul.

Para explicar todo eso, frente al eficaz simplismo de las recetas del populismo xenófobo de extrema derecha que parece contagiar a la derecha de nuestro país y domina en no pocos medios de comunicación, que prefieren lo simple a lo complejo, la noticia escandalosa al reportaje que exige tiempo y dinero y explore las causas, hace falta un enorme esfuerzo de pedagogía social, como la que se trata de hacer desde muchos sectores de la sociedad: ONGs, medios universitarios, también algunos medios de comunicación.

Precisamente esa es la tarea que cabe esperar y aun exigir de un gobierno progresista como el nuestro, al que considero sinceramente comprometido en hacer real la igualdad en los derechos.

EL HUEVO Y LA GALLINA. ESTADO DE DERECHO Y DEMOCRACIA (Infolibre, 17 de febrero de 2020)

No parecen los nuestros tiempos propicios para el reconocimiento del papel del Derecho y de la función de los juristas, cada vez más caracterizados como viejos operadores sociales que deberían dejar paso a una pléyade de expertos guiados por la luz de la ciencia y las tecnologías: economistas, politólogos, comunicólogos, neurocientíficos y técnicos en algoritmos e inteligencia artificial; todos ellos honrados, claro, no como los trapaceros profesionales del Derecho.

Este menosprecio de la función social del Derecho y de los juristas es el eco de un viejo run-run que cierto tipo de <analistas>, que se diría aquejados de memoria de pez o quizá de ignorancia sobre datos elementales de la historia del pensamiento jurídico y político, se atreven a presentarnos como novedosa exigencia de la modernización social, propia de la era digital. Pero no hay tal. Se trata de la enésima versión y por añadidura, no poco simplista, de la aguda <parábola del industrial> que acuñara Saint-Simon. Esos profetas vuelven así a apelar al sobado estribillo que vincula esa herramienta, el Derecho, a caducas sociedades (antes, agrarias; hoy, propias de la superada revolución industrial, se nos dice), dominadas por una trasnochada amalgama de supercherías y creencias, sobre las que se habría asentado el sistema de dominación social que administra la casta de clérigos que ejemplificarían ese trasunto de chamanes y sacerdotes que serían los jueces  y leguleyos. Los apóstoles de ese “descubrimiento” cantan también su sustitución por la buena nueva racional de la ciencia y la tecnología que, mano santa del mercado mediante (aunque hay versión que apela al asalto a los cielos), abriría a todos los ciudadanos (léase, los consumidores) las puertas de una tierra de leche y miel en la que el dominio de las personas es reemplazado por la administración de los bienes, un dictum que encontramos en Hume, antes que en Marx.

Igual de vieja es la supuesta estrella guía de una <democracia verdadera>, en la que no habrá más leyes que las que el buen pueblo se impone a sí mismo, sin más límite que su incuestionable saber y entender, porque como reza el dogma mil veces recitado por sus adalides, <la democracia (lo que ellos entienden por democracia, claro), está por encima de la ley>. Ahora, ese estribillo de la democracia auténtica se reitera con el énfasis puesto en el motto que nos advierte que la legalidad es las más de las veces una rémora formalista, ritual, escudo de la resistencia de la casta privilegiada frente a la verdad del pueblo. Y lo mismo valdría para calificar el Estado de Derecho como una herramienta que, en cualquier caso, debe estar al servicio de la democracia y no al revés.

Vaya por delante que no tengo aspiraciones de vestal de la ley y de los tribunales. No me cuento entre los partidarios del formalismo jurídico positivista. Si recuerdo el ciceroniano <legum servi sumus ut liberi ese possumus>, es porque pongo el acento en que la mejor justificación que puede darse de la obediencia a la ley no es otra que el fin que nos propone el sabio jurista y político republicano: que sea instrumento de la libertad o, como prefiere denominarla Balibar, la egalibertad. Creo que está ciego quien desconozca que tantas veces el Derecho y sus instrumentos, leyes, sentencias, legisladores y tribunales, más una legión de operadores jurídicos, están al servicio de la desigualdad, de la humillación, de la discriminación y aun de la violencia. Pero eso, siendo Derecho, es el peor Derecho. La cuestión es si para desprendernos de él debemos arrojar por el sumidero el imperio de la ley, el acatamiento de las sentencias de los tribunales, la división de poderes, o si nuestra lucha política consiste precisamente en reforzar, en mejorar el Derecho y sus instrumentos. Soy de los que piensan que, ni cronológica, ni conceptualmente, la democracia precede al Estado de Derecho, porque no deben contraponerse. Por decirlo más claro: históricamente ha habido Estado de Derecho sin democracia, sí. Pero es precisamente el desarrollo del Estado de Derecho, gracias a la lucha por el Derecho, por los derechos, el motor que hace posible la democracia. Y una vez que alcanzamos ésta, no es imaginable democracia sin Estado de Derecho.

En otras palabras, como supo explicar nuestro Elías Díaz en un libro de feliz memoria cuya huella, en cierto modo, está en el artículo primero de la Constitución española de 1978, el Estado de Derecho es el motor de la democracia. Lo es mediante la evolución del principio de legalidad, desde la igualdad formal de todos ante la ley (trasunto de la clave misma de la existencia de la democracia), a la igualdad política y material, esto es, el principio de que, para que esa ley sea realmente común denominador, todos deben participar en la elaboración de la ley y en sus beneficios, por igual. Así se abre el camino hacia el objetivo de la egalibertad, a través del paso desde el Estado liberal de Derecho (de la democracia liberal), a un Estado social de Derecho o, como algunos sostienen hoy, a una democracia constitucional. Porque, como ha argumentado Ferrajoli, de nuevo con ecos ciceronianos, sólo donde hay Constitución hay demos y no sólo pueblo, en el sentido de multitud o de nación. Sólo donde hay Constitución, es posible conseguir que la parte de los que no son parte, por citar la conocida definición política de pueblo que encontramos en Rancière o Baibar, sea sujeto político.

¿Quiere ello decir que con la Constitución se ha hecho carne para siempre la democracia real? No. No puede darse tal fin de la historia, a juicio de quienes entendemos la democracia como una tarea en permanente corrección, en permanente in fieri; un work in progress. Lo importante es tener en cuenta que luchar por la efectividad de la Constitución, lo que significa también, en su caso, luchar por su reforma, por su perfectibilidad y adaptación, no es función exclusiva de juristas o de representantes políticos: es la primera tarea de la ciudadanía. Pero, para esa tarea que es la primera de la ciudadanía activa, participativa, soberana, son imprescindibles las herramientas y principios del Estado de Derecho y sobre todo su lógica constitutiva, que no es otra que controlar al poder, vigilarlo, limitarlo, revisarlo, hacerle rendir cuentas.

En suma, lo que pretendo es simplemente recordar la necesidad de evitar el movimiento pendular que, en aras de evitar el férreo corsé en que a veces se convierte la legalidad, la arroje al sumidero so pretexto de las bondades sin cuento de “la política”, entendida casi taumatúrgicamente como expresión directa de la voluntad popular, que habría conseguido por fin liberarse de la jaula de la democracia representativa y los calabozos del Derecho. Me parece evidente que una democracia sin límites, en la que todo se puede decidir, en la que no hay límite ni contrapeso al número, no es democracia, sino, como advirtieron los clásicos, demagogia. Conviene no echar en saco roto esa lección, como la que nos brindaron los mejores liberales -Mill, Tocqueville-: la imposición <pura> de la lógica irrestricta de las urnas, que es la del mayor número, propicia la tiranía.

Eso no quiere decir a su vez que la necesaria tarea de fijar los límites a la voluntad de la mayoría deba dejarse en manos de selectos guardianes, de gurus, sean éstos los juristas o cualquier otra clase de clérigos. Esa es precisamente la primera función de la Constitución, de las leyes que, en un Estado constitucional, consagran principios como la garantía de los derechos humanos y reglas como la separación de poderes y el control del ejercicio del poder a través de los tribunales, cuyas decisiones a su vez deben poder ser criticables y revisables en diversas instancias. No in aeternum, porque desaparecería la seguridad jurídica. La interpretación de la ley, o mejor, la incorporación de las leyes a la práctica social (prefiero esto al viejo concepto de “aplicación”), corresponde a los tribunales de justicia en colaboración con los operadores jurídicos que intervienen en ellos y ante ellos. Eso no significa, insisto y perdón por lo que es casi un truísmo, que el poder judicial sea intocable y quede ajeno al control democrático. La legitimidad del poder judicial nace de su origen democrático como tal poder y sobre todo, como legitimidad de ejercicio, de su actuación conforme a la Constitución.

A la hora de evaluar la independencia o la profesionalidad de los jueces, convendría empezar por tener en cuenta datos como estos: los jueces en activo son poco más de 5.400, bastante por debajo de la media europea (Cfr. Informe sobre la estrucura d ela carrera judicial, CGPJ 2019: http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Estadistica-Judicial/Estadistica-por-temas/Estructura-judicial-y-recursos-humanos–en-la-administracion-de-justicia/Numero-y-caracteristicas-de-jueces-y-magistrados-de-carrera/). El número de sentencias que resuelve como media anual cada juez, conforme a la estadística disponible en  2018 (última publicación de la serie La justicia dato a dato, del CGPJ: http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Estadistica-Judicial/Estadistica-por-temas/Actividad-de-los-organos-judiciales/Juzgados-y-Tribunales/Justicia-Dato-a-Dato/), es de 281,6. Realizar afirmaciones que suponen generalizaciones descalificadoras sobre la falta de profesionalidad, independencia o diligencia de los jueces de nuestro país, basándose simplemente en el impacto mediático de algunos procesos “estrella” (penales, las más de las veces), es simplemente un disparate.

Todo eso no comporta olvidar taras que perviven en la administración de justicia en España, como las del gremialismo, la visión machista, la deficiente formación especializada en aspectos que van desde la cuestión de género al conocimiento de las nuevas tecnologías (y disposición de medios en la oficina judicial) o la ingeniería financiera, por no hablar, claro, del porcentaje de jueces y magistrados vinculados a posiciones reaccionarias. Todo ellos son déficits a corregir. Las razones generacionales que las explican, en no poca medida, están próximas al relevo por mera lógica estadística. Las que son consecuencia de un sistema de selección y formación inicial que favorece a los más pudientes y no estimula precisamente la experiencia ni la capacidad crítica, ni facilita de forma suficiente y adecuada la formación continua (aunque se ha avanzado muy considerablemente en ello), se han revisado y se pueden mejorar. Como se debe mejorar el control democrático de ese poder: precisamente por ello no entiendo acertadas la reivindicación de partidos como el PP, que insisten en entregar la elección de su órgano de gobierno, el CGPJ, sólo a los propios jueces, sin ninguna mediación de los representantes de la soberanía popular. En cualquier caso, ninguno de esos cambios necesarios, incluso urgentes, justifica el vendaval mediático y populista que se diría pretende sustituir algo tan imprescindible para el Estado de Derecho y la democracia como el gobierno de las leyes y la existencia de un poder judicial independiente, por slogans repetidos en la calle con ripios tan fáciles de repetir como faltos de sentido del más elemental garantismo y del respeto a los derechos, a las libertades y a la división de poderes.

Intervención como Presidente de la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Senado, 4 de febrero de 2020

Buenos días, señoras senadoras, señores senadores

En nombre de los miembros de la Mesa, quiero agradecer la confianza que Vds han depositado en nosotros. Permítanme que singularice mi agradecimiento por renovar la presidencia de esta Comisión que tuve el honor de desempeñar tan fugazmente en la legislatura anterior. Les pido disculpas y comprensión -incluso algo de paciencia- conmigo, porque me esforzaré al máximo por ser breve, pero la naturaleza y el hábito no me han dotado del don de la concisión. No tendré que esforzarme en cambio contra la naturaleza ni el carácter para garantizar el máximo de libertad de expresión, como es debido y especialmente adecuado en una Comisión cuyo cometido es el desarrollo de la ciencia y la innovación y el mejor respaldo a un sistema universitario como el que necesitan nuestros ciudadanos. Necesitamos alcanzar acuerdos, desde la legítima posición de cada uno y los objetivos y el programa de cada grupo parlamentario.

Estoy seguro de que todos los que formamos parte de la Comisión compartimos la importancia social de la Ciencia, la Innovación y las Universidades. Sin ellas no hay futuro alguno, sino estancamiento y eso quiere decir retroceso: un enorme perjuicio social en todos los órdenes, también en los que se creen ajenos a estos ámbitos. Ningún progreso social es posible sin ellos, sin invertir en ellos. Para todo ello, necesitamos inversión, que no gasto, en el horizonte deseable de alcanzar el 5% a final de 2025.

Como veterano profesor universitario, con más de 40 años de desempeño docente e investigador, estoy convencido del acierto de la descripción que hacía ese intelectual europeo, quizá el europeo por antonomasia que era el recién fallecido G.Steiner, cuando escribía que “es un trabajo muy hermoso ser profesor, ser el que entrega las cartas, aunque no las escriba”. Y en cierto modo los que tenemos atribuidos la representación de los ciudadanos también lo somos, lo debemos ser, carteros entre los intereses y necesidades de los ciudadanos (en lo que nos toca concretamente aquí, en lo que se refiere a Ciencia, innovación y Universidades) y los medios -el BOE, los presupuestos- que deben hacerlos posible. Incluso, además de carteros, nos va a corresponder esa función de los escribanos que redactan esas necesidades e intereses que nos transmiten los ciudadanos, para traducirlas en lo concreto.

Y necesitamos, como recordaba, acuerdos. Porque, como escribiera nuestro León Felipe, se puede decir de nosotros que “no es lo que importa llegar solo, ni pronto, sino con todos y a tiempo”. Con todos, porque a todos debe tenerse en cuenta a la hora de afrontar dos objetivos claves de nuestro trabajo, dos acuerdos de gran trascendencia social: un Pacto social por la Ciencia y un pacto social por la Universidad, como los que recoge el programa de Gobierno de coalición:

  • Creo que hay coincidencia en la necesidad de un nuevo marco legal para las Universidades, que exige poner en marcha un pacto por la Universidad, con el máximo consenso de los agentes políticos y sociales, un acuerdo que, como se enuncia en ese programa, garantice una financiación adecuada y recursos suficientes para
  • modernizar la universidad,
  • ampliar su capacidad de atraer y retener talento,
  • garantizar su acceso en condiciones de igualdad en todos los niveles de formación
  • adaptarla a las nuevas realidades y necesidades,
  • garantizar la efectividad de los derechos del personal docente, fomentando su estabilización, investigador y de administración y servicios a través de una nueva Ley Orgánica de Universidades.
  • Avanzar en el servicio efectivo a los estudiantes, en definitiva, la razón de ser de la docencia universitaria
  • No menos evidente es la necesidad de desarrollo de la Ley de Ciencia 14/2011, un pacto social por la Ciencia, y eso supone, como también se advierte en el mencionado programa, la simplificación del trabajo de los investigadores en los Organismos Públicos de Investigación, el funcionamiento de las oficinas de transferencia de resultados de investigación (OTRIS), el impulso a la investigación aplicada, o la revisión de las reglas financieras aplicables a la actividad investigadora.

No digo que sea todo sencillo en la vasta y complicada comunidad universitaria, ni en la no menos compleja comunidad de la ciencia y la investigación, aunque hay recetas asequibles, como las que proponía Elizabeth Redden en un artículo en Inside Higher Education en 2019: sueldos normales, buenas condiciones de trabajo, mayor autonomía y disponibilidad del propio tiempo  (Stepping Out of the Rat Race, en: https://www.insidehighered.com/news/2019/01/23/ghent-university-belgium-embraces-new-approach-faculty-evaluation-less-focused |.

No nos faltará trabajo. Sé que cuento con todos Vds, señorías, para llevarlo a cabo desde el convencimiento de lo acertado de la máxima del poeta Sexto Propercio, que nos dejó escrito aquello que debe exigirnos y, la vez, confortarnos: in magnis et voluisse sat est. En las cosas grandes, ya sólo acometerlas honra. O, dicho de otra manera, no es el éxito lo que hace al hombre (lo uso como inclusivo, con perdón), son el valor para acometer lo grande. Ciencia e innovación, Universidades, son cosas grandes.

Muchas gracias.

En la muerte de George Steiner

Ha muerto George Steiner, quizá el mejor representante de lo que significa el intelectual europeo, o, simplemente, el europeo, hasta el punto de que fue descrito como «el último europeo»

Muere el autor que se autodescribió en su magnífico <Errata>, el que nos deja libros como <Fragmentos>, <Los libros que nunca he escrito>, <Nostalgia de lo Absoluto>, <Después de Babel>, <Presencias reales>, <Pasión intacta>, <Lecciones de los maestros>, o <La idea de Europa>

Muere quien seguía el lema de Beckett, <aprender a fracasar mejor>, y quien fustigó la vanidad de los académicos, a quienes gustaba de recordar la diferencia entre el creador y el profesor, él, que reunía de modo soberbio ambas condiciones. Pero eso no significaba que minusvalorase la función de profesor, que entendía como la de un «cartero»: «Es un trabajo muy hermoso ser profesor, ser el que entrega las cartas, aunque no las escriba» aseguró en más de una ocasión…

En el excelente prólogo de Vargas Llosa al, para mí , imprescindible libro de Steiner <La idea de Europa>,
el nobel de literatura resumía en cinco o seis puntos la idea de Europa propuesta por Steiner. No me resisto a recoger esos párrafos:

«¿Es posible resumir en un puñado de instituciones, ideas, tradiciones y costumbres lo que es Europa? George Steiner piensa que sí y ha intentado este resumen en un texto ingenioso y provocador […]. Según él, Europa es ante todo un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, conspira, filosofa […], ese café […] es inseparable de las grandes empresas culturales, artísticas y políticas del Occidente. […] la segunda seña de identidad europea es compartida por todos los países europeos […]: el paisaje caminable, la geografía hecha a la medida de los pies. El tercer rasgo […] es el de poner a las calles y a las plazas el nombre de los grandes estadistas, científicos, artistas y escritores del pasado, algo inconcebible en América […]. La cuarta credencial […] es descender simultáneamente de Atenas y Jerusalén, es decir, de la razón y de la fe, de la tradición que […] hizo posible la coexistencia social, desembocó en la democracia y la sociedad laica, y la que produjo los místicos, la espiritualidad […] y, también, la censura y el dogma. […] La quinta seña de identidad europea es la más inquietante de todas. Europa […] siempre ha creído que perecerá […]. A Steiner lo atormenta la supervivencia, en nuestros días, de […] los odios étnicos, el chovinismo nacionalista, […] y la resurrección […] del antisemitismo. Pero […], sobre todo, la uniformización cultural por lo bajo a consecuencia de la globalización […]: “No es la censura política lo que mata [la cultura]: es el despotismo del mercado y los acicates del estrellato comercializado”»