Quienes tenemos como herramienta de trabajo las palabras y entre ellos, en particular, los juristas, llevamos aprendida la lección de Humpty-Dumpty a Alicia: “Cuando yo uso una palabra, insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso, quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos. La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda… eso es todo». Precisamente por eso, tenemos bien presente lo que cuesta cambiar el significado atribuido a un término cuando quien manda en el lenguaje, el pueblo que lo usa, ha convenido mayoritariamente atribuirle otro. Creo que es lo que sucede con “taurófilo”, una palabra que en sentido literal significa amante de los toros. Y, correlativamente, con “antitaurino”, es decir, quien está contra los toros.
En España, si se pregunta en la calle, le dirán que <amante de los toros> (“taurófilo”) es aquel a quien le gustan los denominados “espectáculos taurinos”, esto es, las corridas de toros y los festejos populares en los que los toros son protagonistas, aunque debería decirse más bien que lo es su sufrimiento, el de los toros. Hace mucho tiempo que perdimos esa batalla, y que se conoce como “antitaurinos” a quienes nos oponemos a esas costumbres y espectáculos, cuando -a mi juicio- quien debería merecer ese calificativo es quien causa daño a los toros. La Real Academia ha consagrado ese uso y así, la primera acepción de la voz <antitaurino> es ésta: “Contrario a las corridas de toros o a otros espectáculos en los que intervienen estos animales”.
En lo que sigue, trataré de recordar algunos de los argumentos por los que aquellos que nos consideramos taurófilos sostenemos que, precisamente por respeto a estos animales y por el rechazo a la violencia, a la crueldad y al sufrimiento gratuitos, las corridas de toros y los espectáculos taurinos deben ser prohibidos. Para ello habrá que recordar nuestros argumentos frente a quienes apoyan estas “fiestas”, desde una supuesta defensa de la libertad, de la tradición y aun del arte. En el trasfondo, evidentemente, subyace una controvertida cuestión de filosofía moral, jurídica y política, la del sentido de la noción derechos de los animales. Comenzaré por un breve resumen de ese debate de fondo, para luego exponer la crítica a los argumentos de los antitaurinos que, como digo, ignoran que lo son.
La reducción especista de los sujetos de derechos: la cuestión de los derechos de los animales
Desde el punto de vista de la teoría de los derechos humanos y fundamentales, la cuestión de quiénes son titulares de esos derechos está resuelta aparentemente en términos de una obviedad, que apenas oculta una tautología, por no decir una petición de principio: los seres humanos, todos y sólo los seres humanos, son los titulares de los derechos humanos. Y eso porque, se nos dice, es consustancial a la dignidad, un atributo a su vez privativo de los derechos humanos, una condición ontológica del ser humano. Por eso, una mayoría de los filósofos morales sostienen que hablar de derechos de los animales es un ejemplo de confusión moral y prefieren hablar, en todo caso, de nuestros deberes hacia ellos, que no derivarían de otra razón más que de la propia exigencia de perfección moral, de nuestra superior dignidad.
Si se pregunta en qué consiste a dignidad y por qué es privativa de los seres humanos, la respuesta -insisto- suele ser circular: sólo los seres humanos tienen dignidad y la dignidad es un atributo exclusivo de los seres humanos. Dicho de otra forma, sólo los seres humanos tienen valor, y no precio y ello se ilustra con conocidas citas filosóficas, como la de Séneca, para quien el ser humano es algo sagrado para todo ser humano[1], pasando por los humanistas, como Pico della Mirandola, el autor de la Oratio de hominis dignitate, también conocida como Oratio elegantissima (1478)[2], hasta llegar a su mejor formulación en la filosofía moral de Kant, para quien el ser humano, como ser autónomo, dotado de razón y libertad, siempre es un fin, no un medio: “siendo un fin en sí mismo, cada ser humano es único y no puede ser sustituido por nada ni por nadie, porque carece de equivalente…”no posee un valor relativo, un precio, sino un valor intrínseco llamado <dignidad>”[3]. Los filósofos de la moral y del Derecho sostienen mayoritariamente ese argumento: sólo los seres humanos son agentes morales y por tanto sólo ellos son titulares de derechos.
De ello se deduciría que el resto de los seres vivos son un medio y más específicamente un medio al servicio del ser humano, que debe disponer de ellos en términos de propiedad. No en balde esa construcción romana que es el derecho de propiedad y del que en rigor sólo es titular el paterfamilias y se extiende a su propia familia, a los esclavos y a los animales y bienes, será el arquetipo sobre el que la dogmática iuspublicista alemana construirá la teoría de los derechos públicos subjetivos que está a su vez en la base de la teoría de los derechos humanos y fundamentales.
Hoy, sin embargo, sabemos bien que esa noción de derechos subjetivos y su atribución exclusiva al ser humano[4], está cargada de un prejuicio ideológico, el que es propio de lo que MacPherson denominara la ideología del individualismo posesivo[5], y, además, de una concepción que, en lugar de científica, se ha ido mostrando como propia de otro prejuicio, el antropocentrismo o, más exactamente, el especismo[6]. Desde el XVIII, con la referencia al famoso alegato de Bentham[7], se abre paso una consideración de los animales no humanos como sujetos con sensibilidad, conscientes del sufrimiento y, por tanto, con intereses moralmente relevantes, dignos del tipo de protección jurídica que llamamos derechos. Los progresos en neurociencias, etología y biología han puesto de relieve que no tienen fundamento las supuestas barreras diferenciales entre los animales no humanos (una gran parte y no sólo los primates o los mamíferos superiores) y los humanos: comenzando por la autoconciencia, como puso de manifiesto la “Declaración de Cambridge sobre la conciencia”, adoptada en 2012 en el curso de la Francis Crick Memorial Conference on Consciousness in Human and non-Human Animals [8], y a añadir la capacidad de adaptar y transformar el medio, la acción comunicativa, la valoración de las conductas y de los intereses de los otros, etc.
El argumento, pues, resulta sencillo de exponer. Los animales no humanos, en la medida en que son capaces de tener autoconciencia y, con ello, de rechazar el sufrimiento, son titulares de intereses morales relevantes, que se deben proteger. Pues bien, eso es lo que llamamos derechos, que existen aun cuando sus titulares no sean capaces por sí mismos de protegerlos o de expresar su voluntad de reivindicarlos, como sucede en el caso de los niños, o de personas que padecen discapacidades cognitivas.
Ahora bien, a mi entender, la cuestión no es sólo ni primordialmente de carácter técnico-jurídico, sino que, como han señalado entre otros filósofos y juristas como Francione, Singer y, con mayor claridad, Kymlicka y Davidson[9], obliga a que nos planteemos una dimensión radicalmente política, relativa al sentido de los fines y medios que definen una sociedad justa o decente. Porque, como señalan quienes proponen una ética biocéntrica, como Fernández Buey o Riechman[10], es necesario superar la visión del mundo que nos lleva a construir, a ser partícipes de un orden de las cosas en el que resulta aceptable dominar y oprimir a otros: las mujeres, los niños, los negros, o los animales. Una concepción civilizatoria que trata a los animales como medios a nuestro servicio (para nuestro placer, diversión, salud, o utilidad económica), y que ha erigido el modelo más abusivo de propiedad como el paradigma de lo que llamamos derechos. Por eso, la cuestión no es la pertinencia de utilizar o no lo que denominamos derechos cuando hablamos de los animales no humanos, sino precisamente las razones, los argumentos que nos presentan como obvia la impertinencia de los derechos cuando hablamos de animales no humanos. Y esto tiene importantes consecuencias. Por ejemplo, la que señalan quienes sostienen que la lucha por los derechos de los animales no humanos, en la medida en que significa básicamente el reconocimiento del derecho a no ser propiedad, exige la abolición de la explotación animal institucionalizada, como propone la Declaración de Montreal del GREEA[11].
El problema, insisto, es que eso no es sólo ni primordialmente una batalla legal, o jurídica, sino que exige un cambio revolucionario en elementos clave de nuestro sistema de vida, como, por ejemplo, la industria mundial de la alimentación. Se trata de una verdadera revolución del espíritu humano, una nueva concepción civilizatoria, por muy descorazonador que esto suene para quienes apoyan esta causa, porque sitúa el objetivo más allá del alcance de las generaciones presentes. Por lo demás, es la tesis del ecologismo profundo, que enunció Lovelock y han desarrollado filósofos como Bruno Latour, que insistió en que debemos pasar de la mirada que plantea que los seres humanos vivimos de la naturaleza, al reconocimiento de que vivimos en la naturaleza y en realidad somos parte de ella: vivimos con los demás seres vivos[12].
En realidad, con la pandemia hemos aprendido que ideal de una sociedad justa es inseparable de las exigencias de una transformación ecológica que pasa por superar el especismo, desde de una concepción holista, global, de salud y de vida, en un doble sentido. Salud, vida, de todos los seres humanos, porque hemos aprendido que es fútil, suicida, la pretensión de poner fronteras al virus. De donde se deduce que la solidaridad con los otros, con africanos, asiáticos, sudamericanos, es no tanto una exigencia de solidaridad cuanto de egoísmo racional. Pero más aún, lo que la pandemia nos ha redescubierto es la interconexión entre la salud de las personas, de los animales y el medio ambiente, lo que se conoce como el principio de One Health (una sola salud). Una idea que tiene mucho que ver con algo que desde Darwin se supone que debemos tener asumido, esto es, la continuidad de la vida, que rompe con el prejuicio de la superioridad especista[13].
La toma de conciencia de ese continuum de la vida, a mi juicio, tiene mucho que ver con lo mejor de la noción de progreso, que es la exigencia de un desarrollo moral, jurídico y político, que nos hace tomar conciencia de ese bien que tenemos entre manos y respecto al cual a los seres humanos nos cabe una especial responsabilidad de proteger: la garantía de la vida, del equilibrio sostenible de la vida del planeta. Lo que nos hace humanos no es un tipo de inteligencia, ni la capacidad de memoria, ni la conciencia de sufrimiento, ni la risa o el lenguaje. Es saber el valor de la vida de los otros, de cualquier otro, y actuar de conformidad con ello. O, por mejor decir, esa es la idea regulativa que guía el progreso moral de la humanidad, a la que deben encaminarse el mejor Derecho, la mejor política: progresar consiste en aprender y llevar a la práctica esa exigencia de respeto a la vida. Progresar es hacernos más humanos, una tarea en la que, paradójicamente, podemos aprender mucho de los animales no humanos, de nuestra vida con ellos.
Hablar de derechos de los animales no humanos no significa reivindicar para los animales no humanos, ni para todos ellos sin precisiones ni especificaciones, todos y los mismos derechos que los que reconocemos a los seres humanos como titulares. Sólo a quienes optan por la vía de la caricatura, para ridiculizar la causa de los derechos de los animales no humanos, se les ocurre semejante analogía evidentemente impropia. Los derechos que reivindicamos, ante todo, son los derechos a un trato digno, es decir, en primer lugar, a la eliminación de toda forma de crueldad, de violencia, en nuestro trato con ellos. Y ese progreso moral y jurídico se está abriendo camino, por ejemplo, con la tipificación del maltrato animal como delito, el reconocimiento de que los animales no son cosas, sino seres sintientes, la prohibición de la explotación animal y de la experimentación científica con animales, sin barrera alguna.
El fundamento de la prohibición de las corridas de toros
Llegamos al argumento que ocupa este libro, la oposición a los espectáculos taurinos que comportan violencia y sufrimiento para los toros.
La tesis que sostendré tiene su apoyo en el argumento del reconocimiento de derechos a los animales que he expuesto en el apartado anterior. Se trata de reconocer a los toros como titulares de un interés moral cuya protección es aquello que constituye el motor mismo de la lógica del Derecho: la lucha contra toda forma de crueldad y violencia, contra toda manifestación de un daño que carezca de justificación. Y lo es el sufrimiento, el daño gratuito que se ocasiona a los toros en este tipo de espectáculos, so pretexto del placer estético que procurarían a los espectadores.
Los argumentos de los defensores de este tipo de espectáculos son básicamente tres: de un lado, alegan que se trata del ejercicio de tradiciones centenarias. Se añade en no pocas ocasiones que la defensa de estos espectáculos forma parte de la preservación de la identidad. Y, sobre todo, se sostiene que su prohibición contituiría una muestra de paternalismo moral indebido, pues supone negar su libertad a quienes defienden esas prácticas. Este tercero es, desde el punto de vista de la justificación moral y jurídica, el argumento más relevante.
A mi juicio, alegar que la prohibición de los espectáculos taurinos atenta a un derecho fundamental, la libertad individual de quienes quieren que esas prácticas permanezcan, es un sofisma. Revela una incomprensión radical de la noción jurídica de libertad: es verdad que la noción misma de Estado de Derecho y de democracia liberal, presuponen que la libertad es el valor superior de todo ordenamiento jurídico, incluso por encima de la vida. Pero no es cierto que la libertad sea un derecho absoluto que no admite limitaciones ni regulación. El Derecho –como nos recuerda una concepción que arranca de Cicerón[14], y alcanza su mejor expresión en Kant y en J.S. Mill, el padre del mejor liberalismo, no es otra cosa que un artefacto para hacer posible la conjugación de la libertad de cada uno con la de los demás. Y eso no es posible sin regular el ejercicio de esas libertades, sin establecer controles y ponderación entre los intereses y bienes en conflicto y, por ende, en algunos casos, prohibiciones.
Es cierto que, en el corazón de la democracia liberal se encuentra la argumentación de lo que Locke concebía como leyes-valla o leyes barrera, que nos garantizan nuestra libertad contra cualquier pretensión de poder y que persiguen que se garantice el principio básico de favor libertatis (D.29,2,71pr.; 35,2,32,5). Pero eso no excluye el carácter justificado de limitaciones de la libertad, sino muy al contrario, postula la regulación y limitación de las libertades en que consiste, según Kant, el Derecho: “Derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad»[15] . Al mismo tiempo, en la lógica del estado liberal de Derecho, la carga de la prueba no recae en quien ejerce su libertad, sino en quien quiere limitar la libertad porque considera necesaria y adecuada esa limitación.
El criterio que nos permite elucidar cuándo la limitación de la libertad está justificada es el núcleo mismo del liberalismo político, el Harm Principle o principio de daño, que enuncia Mill en un célebre texto de su ensayo On Liberty, coherente con la tesis que, como he recordado sostuvo Bentham: “the only purpose for which power can be rightfully exercised over any member of a civilized community, against his will, is to prevent harm to others”[16]la única razón de la interferencia en la libertad es evitar causar daño a intereses, necesidades o, digámoslo así, bienes jurídicamente relevantes.
El daño causado a los toros en la fiesta, en el espectáculo de las corridas de toros, es irrebatible. Y es un daño ética y jurídicamente inadmisible: como daño gratuito, es maltrato y tortura, aunque también sea arte y tradición. La violencia y la guerra llenan la inspiración del arte, la fiesta, de la filosofía, del pensamiento. No por ello defendemos la violencia ni la guerra. Y su única justificación (la que permite hablar de violencia justa, guerra justa, expresiones que, a juicio de muchos de nosotros serían un auténtico oximoron) se encontraría en el carácter de medio necesario para evitar un daño peor. Pero eso no es el caso en las corridas de toros. De estos espectáculos se puede sostener que son incompatibles con el mínimo mandato ético, tal y como lo formulara Schopenhauer: “La suposición de que los animales no tienen derechos y la ilusión de que nuestra manera de tratarlos no tiene significancia moral es un verdadero ejemplo de la crueldad y barbarie occidental. La compasión universal es la única garantía de moralidad… Una compasión sin límites hacia todos los seres vivientes es la garantía más firme y segura de la moralidad […] porque protege también a los animales, a quienes los demás sistemas morales europeos dejan irresponsablemente de lado”.
Dicho esto, los argumentos del respeto a la tradición o a los signos de identidad son más débiles. No discuto que, según lo demuestra cierta tradición arraigada, a no pocos puede parecerle bello ese espectáculo. Pero aun en ese caso, a mi juicio, se trata de una belleza cuyo coste no es asumible. No hay racionalidad jurídica que pueda apoyarse sólo en la existencia de un hábito (por arraigado que fuera, por ampliamente compartido) si ese hábito causa un daño relevante a un bien, a su vez, relevante.
Quiero concretar este repaso de los argumentos de tradición e identidad con lo que detalla el título V del Reglamento de festejos taurinos tradicionales de la Comunitat Valenciana[17], un texto cuya minuciosidad desearía uno para otras causas: nada menos que 100 artículos, agrupados en cinco títulos, ocho anexos destinados a complementar y asegurar la eficacia de la regulación, cinco disposiciones adicionales, dos disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y dos disposiciones finales.
No es cuestión menor que el preámbulo de este Reglamento comience con una afirmación que, sin duda, es compartida por una parte de los valencianos, pero que confieso que me repugna: «Los festejos taurinos tradicionales (bous al carrer) son una de las señas de identidad del pueblo valenciano«. No contentos con ello, los autores del preámbulo ensalzan esas prácticas y celebra nel hecho de que en nuestra comunidad se convoquen más de 6.000 festejos taurinos. Aún más, el traído preámbulo considera estas prácticas no sólo como un rasgo identitario, sino como un «valor identitario» (sic). Así pues, si nos lo tomamos en serio resultaría que, hablando de valores, este preámbulo proporcionaría argumentos para defender que se forme en ese valor tan nuestro a los niños valencianos en la ESO y en el Bachillerato, como parte de esa educación en valores que –a mi juicio erróneamente– se propone en la LOMLOE. Por cierto, el reglamento no se queda ahí en la defensa y promoción del valor identitario en cuestión, y prevé que se creen también cátedras universitarias de tauromaquia.
Este rasgo identitario «tan nuestro», elevado a la categoría de “valor identitario”, me parece un disparate de rango mayor. Como me lo parecen en general los intentos de establecer unas señas y unos valores específicos identitarios de este tenor. Por lo que sé acera de los problemas de identidad colectiva a los que he dedicado algunos años de estudio, procuro tener presente siempre el aserto de Witgenstein sobre el “infierno de la identidad”. Por decirlo brevemente, me parece estéril e incluso contraproducente adentrarse en el arcano de ese constructo que son los “rasgos de identidad». También, claro, los del «pueblo valenciano”. Para empezar: ¿qué entendemos por tal sujeto colectivo? ¿el pueblo valenciano que supuestamente aparece cuando Jaume I conquista estas tierras, y no antes? Y esos rasgos, ¿son una esencia que debemos preservar a salvo de cualquier evolución?
Es verosímil desde luego, que haya un importante número de ciudadanos valencianos que disfrutan defienden estas tradiciones. Por tanto, no niego que tales festejos cuentan con cierto arraigo popular. Tampoco ignoro que hay un buen número de peñas taurinas en muchas de nuestras poblaciones, que defienden las diferentes manifestaciones de estos «festejos taurinos tradicionales» (reunidos bajo la denominación común de bous al carrer, que reúne tradiciones diferentes, enumeradas en el reglamento: «toros cerriles», «toros ensogados», encierros, toros embolados, bous a la mar). Y añadiré que estoy convencido de que, en la defensa de los festejos, incide la presión de los lobbies que negocian con estas manifestaciones taurinas, que se han visto bloqueadas durante dos años y el temor de las administraciones a enfrentarse con los ciudadanos si deciden prohibir los festejos.
Aun así, soy de los que piensan que ha llegado la hora de acabar con esos festejos y de derogar ese reglamento, porque hay tradiciones multicentenarias –la guerra, la esclavitud, el maltrato a los diferentes– que son contrarias a lo que significa civilización. Precisamente porque una de las ideas guía de la «civilización», es eliminar la crueldad. Como me recordaba Alicia Puleo, “¡las mujeres viviríamos todavía en estado de subordinación si el argumento de la tradición no hubiera sido refutado por la ética!”.
Además, junto al daño físico y psíquico inflingido a los toros, añado el daño desde el punto de vista de la educación de la ciudadanía. Un espectáculo público que extrae su belleza de una muestra tal de violencia y aun de crueldad (que, a diferencia de lo que ocurre en el arte, no es una mera representación), no contribuye –a mi juicio- a construir una sociedad más respetuosa con el sufrimiento, menos violenta, menos cruel. Recordemos la sentencia de Publio Ovidio Nasón: “Saevitia in bruta est tirocinium crudelitatis in homines», esto es, la violencia contra los animales es la escuela de la crueldad contra los hombres. Educar en la crueldad contra los animales es la mejor escuela de violencia, como supo exponer magistralmente Peckinpah en la primera secuencia de Wild Bunch, en la que unos niños torturan a unos escorpiones en la cuneta del camino de entrada a la ciudad que están recorriendo los miembros de la banda que van a asaltar el banco, mientras desfilan los títulos de crédito.
A mi juicio, la cuestión no es si debemos prohibir o no las corridas de toros, los espectáculos que implican malos tratos, tortura y muerte de los toros, sino cúanto tiempo podemos seguir sin hacerlo, asumiendo de esa manera un mal que se inflinge los toros y a la sociedad. Cuánto retrasaremos esa decisión que es la única razonable, la única que nos sitúa en la dirección del progreso social, moral y a la que el Derecho debe servir.
[1] Séneca, Cartas morales a Lucilio, Libro XV, epístola XCV. Orbis, 1984, vol. 2, p. 97: homo res sacra homini.
[2] Discurso sobre la dignidad del hombre, UNAM, 2004.
[3] Remito a la edición de la Metafísica de las costumbres, Tirant, 2022, preparada por Manuel Jiménez Redondo, con un imprescindible ensayo introductorio.
[4] Durante siglos, al hombre, con los atributos de varón, mayor de edad, rico –sui iuris– y occidental, atributos que irán desapareciendo en las sucesivas luchas por hacer de los derechos como universales, hasta la DUDH que habla de seres humanos, hombres y mujeres y sin más adjetivos.
[5] Cfr. C.B.Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism: From Hobbes to Locke (1962); hay traducción al castellano, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, 2005.
[6] He presentado más pormenorizadamente esos argumentos críticos sobre la formulación de la noción de dignidad en “En el bicentenario de Darwin. Los derechos de los animales y la barrera de la dignidad”, Teoría y Derecho, 2009/6, pp.6-19 y en “Human Nature and Dignity”, Mètode Science Studies Journal, 2011/1, pp. 138-144.
[7] J.Bentham, Introduction to the Principles of Morals and Legislation, cap. 18, sec.1: “Si todo se redujese a comerlos, tendríamos una buena razón para devorar algunos animales tal y como nos gusta hacer: nosotros nos hallaríamos mejor y ellos no estarían peor, ya que no tienen capacidad de anticipar como nosotros los sufrimientos futuros. La muerte que en general les damos es más rápida y menos dolorosa que la que les estaría reservada en el orden fatal de la naturaleza. Si todo se redujese a matar, tendríamos una buena razón para destruir a los que nos perjudican: no nos sentiríamos peor por ello, y a ellos no les sentaría peor estar muertos. ¿Pero hay una sola razón para que toleremos el que se les torture? No conozco ninguna. ¿La hay para que rechacemos atormentarlos? Sí, y muchas. […] Quizá un día se llegue a reconocer que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum son razones igualmente insuficientes para dejar abandonados al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha de ser, si no, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de la razón o quizá la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse, que un niño de un día, de una semana o incluso de un mes. Y aun suponiendo que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden razonar, o si pueden hablar, sino ¿pueden sufrir?”.
[8] The Cambridge Declaration on consciousness, https://fcmconference.org/img/CambridgeDeclarationOnConsciousness.pdf.
[9] Así, G. Francione, Animals, Property and the Law, Temple, 1995, P. Singer, 2003. Desacralizar la vida humana. Ensayo de ética. («Unsanctifying Human Life. Essays on Ethics»), Cátedra; Singer, P., 2007.Asimismo su artículo “A Convenient Thruth”, The New York Times, https://www.nytimes.com/2007/01/26/opinion/26singer.html?login=smartlock&auth=login-smartlock; S Donaldson y W Kymlicka, Zoopolis. Una revolución animalista, Errata Naturae, 2018.
[10] F.Fernández Buey, Ética y filosofía política, Edicions Bellaterra, Barcelona 2000; J. Riechmann, En defensa de los animales. Antología, Catarata, 2017; Simbioética, Plaza y Valdés, 2022
[11] La declaración, impulsada por el Group de Recherches en Ethique Environmental et Animal (GREEA) Ethics se puede consultar en https://greea.ca/en/nouvelles/montreal-declaration-on-animal-exploitation/.
[12] Cfr. por ejemplo, B.Latour, Où atterrir. Comment s’orienter en politique, La découverte, 2017.
[13] He intentado explicarlo en “La prioridad es la salud: ¿de quiénes?”, https://www.infolibre.es/opinion/luces-rojas/prioridad-salud_1_1182426.html.
[14] Pro Cluentio, 53, 146: legum servi sumus ut liberi ese possumus.
[15] Kant, Metafísica de las costumbres, «Introducción a la doctrina del derecho», § B. Cito por la edición de Tirant, 2022, con estudio introductorio a cargo de Manuel Jiménez Redondo
[16] On Liberty, The Collected Works of John Stuart Mill, Volume XVIII – Essays on Politics and Society Part I, ed. John M. Robson, Introduction by Alexander Brady, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, 1977: Sobre la interpretación del principio de daño, recomiendo la lectura del ensayo de Blanca Rodríguez, “Libertad salvo daño. Sobre una posible interpretación libertariana de Mill”, Tελος Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas-2007-2009, XVI/2: 59-74.
[17] Se trata del reglamento aprobado por el Decreto 31/2015 del Consell, siendo presidente de la Generalitat el popular Alberto Fabra.