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Blog del profesor Javier de Lucas

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CARMINA VIRGILI, IN MEMORIAM

El pasado viernes 21 de noviembre falleció en Barcelona Carmina Virgili. Se han publicado algunas necrológicas entre las que me parece destacable la ecrita por Alfredo Pérez Rubalcaba, que fue precisamente su Jefe de gabinete cuando carmina desempeñó el cargo de Secretaria de estado de Universidades, con el Ministro Jose Maria Maravall al frente de educación. Catedrática de Geología y Decana de esa facultad, fue en todos esos cargos la primera mujer en España. Pero, en mi opinión, su semblaanza no es completa sin la referencia a lo que fue la tarea que Carmina posiblemente considero más suya, aunque a todas dedico su inteligencia y capacidad de trabajo. Me refiero al Colegio de España en París, cuya reapertura le encomendó el mismo ministro de Educación José María Maravall y que puso en marcha y dirigió desde 1987 a 1996. Todos los que hemos pasado por esa institución sabemos de la huella imborrable de Carmina, que consiguió el máximo prestigio para el Colegio y recibió por ello todo el reconocimiento  y admiración por parte de las autoridades académicas francesas. Javier de Lucas. Ex-Director del Colegio de España (2005-2012).  

SOBRE SOLIDARIDAD, INMIGRACION Y ASILO

SOBRE SOLIDARIDAD, INMIGRACIÓN Y DERECHO

ALGUNOS EQUIVOCOS, ERRORES Y PROPUESTAS

Javier de Lucas

 

 

Las apelaciones a la solidaridad, a propósito de la situación que viven inmigrantes y refugiados en la UE en estos años de crisis, son comúnmente alabadas y contrapuestas al lema de “sálvese quien pueda”, que pareciera presidir la gestión de la misma en clave de pánico ante el incremento y extensión de los afectados por las condiciones de vulnerabilidad y  precariedad. Sin embargo, creo que no siempre se trata de propuestas acertadas. En lo que sigue, pretendo presentar tres ideas sencillas –casi evidentes- que considero condiciones inexcusables para poder hablar de solidaridad en el ámbito de las políticas de inmigración y del asilo. Luego sí formularé algunas propuestas más concretas a modo de test de coherencia.

De esas tres ideas, las dos primeras se refieren a dos principios de clarificación conceptual, que considero previos a cualquier proyecto de solidaridad vinculado a las políticas de gestión de la inmigración  (y añadiré, del asilo, donde la cooperación es particularmente necesaria, en este caso, entre las sociedades y los Estados de la UE). La tercera es una característica sine qua, non, es decir, que sin esa prioridad, ninguna iniciativa de política de cooperación /solidaridad, en el ámbito de inmigración y asilo, me parece legítima y añadiré que tampoco creo que sea eficaz. Vayamos por orden:

 

(1). La primera, es la necesidad de precisar la noción misma de solidaridad, para distinguirla de la igualdad (la fraternidad es obviamente algo diferente), pero también para tomarla en serio y no banalizarla como sinónimo de la benevolencia, del altruismo en sentido vago.  Además, la necesidad de formularla en el contexto en el que vivimos, que es tanto el de globalización, de interdependencia, como el de crisis.

Como ya he propuesto en otras ocasiones, arranco de una tradición que se remonta a la tardición jurídica romana (obligationes in solidum) y con mayor precisión, a la noción de assabiyah propuesta por el gran Ibn Khaldoun, para llegar a la tesis de Durkheim que ve en ella el cemento social. Desde esas bases, entiendo la solidaridad como <conciencia conjunta de derechos y deberes>,  que se muestra particularmente en momentos de riesgo o amenaza, cuyo carácter común resulta evidente. Sin embargo, ante la dualidad que encierra el concepto, pues, como advierte entre otros Rorty, la fuerza de los vínculos de solidaridad son inversamente fuertes en relación con la proximidad de los nuestros que delimitan los sucesivos círculos: los de la familia, la vecindad, la clase, los marcadores primarios, hasta la humanidad. Hoy, en el mencionado contexto de globalización, el sentido de la solidaridad no puede no tener una formulación tendencialmente universal, abierta. Y el debate sobre gestión de migración y asilo es un buen test para conforntar esa tesis.

Lo explicó muy bien Marx, apoderándose de un dictum que se encuentra en la primera de las sátiras de Horacio y que probablemente recordarán: De te fabula narratur. En efecto, hay que aprender esa lección que Marx ofrece a los alemanes en el prólogo al primer volumen de El Capital (1ª edición, 1867)…esta historia, la de la inmigración, la del asilo, no va de ellos. Es nuestra.

Por eso me parece un acierto la campaña que ha lanzado ACNUR España: el asilo es de todos. Y, del mismo modo, hay que decir alto y claro que las políticas de inmigración no son asuntos sectoriales, que afectan a otros que nos son ajenos, extraños. No: la inmigración en sí es un hecho social global, con una dimensión que interpela los fundamentos del vínculo social y político: nos interpela a nosotros. Las respuestas que damos a los desafíos del fenómeno migratorio nos afectan a nosotros mismos.

Lo que quiero decir es que la solidaridad contextualizada a nuestra época, la solidaridad de la que debemos hablar hoy, no puede no aparecer sino en su formulación como solidaridad abierta, inclusiva, que no se cierra en el ámbito del nosotros y, sobre todo, lo que sería peor, que no utiliza la referencia excluyente a los otros desde la exacerbación de la diferencia. Una apertura que es el legado de lo mejor que Europa ha sabido ofrecer al mundo, aunque Europa también haya ofrecido lo peor.

Me refiero al hecho de que Europa supo ver la necesidad de una solidaridad que descarta y supera el argumento más burdo, la lógica política centrípeta propia del discurso del miedo y del interés, del beneficio, como claves de respuesta ante lo que por ser desconocido es entendido como un riesgo y por eso se cierra en sí misma y sólo concibe el mundo en los términos schmittianos del par amigo/enemigo. La lógica que excluye al otro de nuestro círculo de solidaridad por no ser <de los nuestros>. En el mejor de los casos porque no es ajeno. En el peor, porque resulta una amenaza a lo nuestro, una competencia, un peligro.  Europa lo superó como lo muestra la noción de Derecho internacional entendida como ius humanitatis, al modo en que lo proponen en el XVI nuestros Vitoria y Suárez frente a Grotius.

Esta otra noción de solidaridad, a mi juicio, debe descartar y superar también el argumento cínico (que es muy útil desde el punto de vista retórico) que consiste en alegar que no podemos cargar con toda la miseria del mundo, que nuestra solidaridad sólo puede y debe llegar a los de aquí, a los nuestros inmediatos, porque hay que ordenarla en función de los medios disponibles. Yo creo que hoy no está claro que no puede ser así, porque si la solidaridad no se abre, acaba siendo un vínculo del tipo de lo que expresa muy bien el título de la película de Scorsese Goodfellas,  <uno de los nuestros>, en el sentido mafioso del término, un vínculo que excluye a los otros y sólo los entiende como esclavos o como enemigos. Si el vínculo de solidaridad se reduce y se cierra, las organizaciones sociales en los que se concreta  (sindicatos, partidos, asociaciones) pierden su razón de ser y se convierten en mecanismos de ayuda mutua, right or wrong, porque es uno de los nuestros, no porque lo exija el reconocimiento de la apertura al otro.

Creo que las claves de construcción de esa solidaridad abierta, que no dudo en calificar como muy difícil, muy compleja (sobre todo si no se reduce a la limosna del domund o a su sucedáneo de los telemaratones), radican en la coherencia con tres principios, los de dignitashumanitas y pietas que, de nuevo, son una suerte de herencia genética que los europeos hemos ofrecido al mundo, un hilo rojo de lo mejor que Europa ha concebido, pactado, institucionalizado, también a través de la historia de lucha de movimientos sociales, desde los que agrupan a los trabajadores a los que están detrás de la última gran revolución del siglo XX, el feminismo.

Sí, hablo de principios que dan sentido y exigen una actuación solidaria y de cooperación, tal como nos lo propone esa línea intelectual que comienza en el estoicismo y se expresa en la fórmula de Séneca, homo homini sacra res, o en la menos sofisticada  de Terencio cuando en el 167 AC escribe en su comedia Heautontimoroumenos : Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Aunque nuestro español D. Miguel de Unamuno supo reformularla y concretarla cuando en el comienzo de su ensayo Del sentimiento trágico de la vida  escribió: “Homo sum; nihil humani a me alienum puto dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus  me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre, el otro, los otros seres humanos.” Hablo de la tradición del humanismo que representan Pico della Mirandola, Montaigne y John Donne, de la Ilustración (de Ferguson y Swift a Kant y Marx, sí, Marx), del mejor liberalismo (el de J.SMill y Tocqueville) del feminismo de Olympie de Gouges y Mary Wollstoncraft, de la tradición de rebeldía de Kafka, Camus y Orwell… ¿qué nos dirían ellos sobre nuestra conformidad, nuestra pasividad, nuestro miedo al  otro convertido en el passe-partout político en esta caduca Europa? ¿de nuestra pasividad e indiferencia ante la suerte que corren decenas de miles de inmigrantes y refugiados, ante nuestros ojos que ven sin mirar?

 

 

 

 

(2) La segunda, se refiere al papel de dos instrumentos en los que no solemos pensar, porque los damos por obvios, cuando hablamos de cooperación y solidaridad. Son, por cierto, dos viejas herramientas que vieron la luz en Europa y forman parte de esos universales que Europa supo brindar al mundo. Por ello formarían a su vez parte de la identidad europea desde el punto de vista genético, aunque al convertirse en elementos de toda sociedad decente, de toda civilización, han pasado al ADN universal, a la noción de humanidad. Me refiero a las ideas de Democracia y Derecho y con ello, al Estado de Derecho y a los derechos humanos.

Sí, cuando tratamos de institucionalizar la solidaridad y la cooperación, cundo tratamos de contraponer el instinto de competencia y dominio, de codicia y violencia hacia los otros, la Democracia y Derecho son dos herramientas, a la par que dos condiciones de garantía que evitan que una y otra, solidaridad y cooperación, se queden en ideales abstractos o preceptos morales sin fuerza de obligar. Para decirlo corto y claro, que evitan que sean solo un alivio del buenismo, de la buena conciencia, meras expresiones de altruismo que dependen de nuestra benevolencia y no se pueden exigir, no se pueden trasladar a deberes positivos, garantizables mediante coacción.

Es cierto que el problema es que, en un mundo como el nuestro, globalizado, interdependiente, una y otra han de dar un paso más, han de romper el círculo de inmediatez del que ya hablase Ibn Kaldhoun y que ha recuperado Rorty, pasar de la solidaridad con los nuestros a la solidaridad con los otros, es decir, dar el salto de la universalidad.

Y en ese salto, la clave, a mi juicio, es el Derecho. Una poderosa creación cultural, un instrumento de civilización que nos permite vencer la desconfianza mutua, no porque nos sumergimos en una buena fe ingenua, sino porque el Derecho es el garante de esa confianza. El instrumento que me permite abrirme al otro y que el otro confíe en que va a ser tratado, acogido con la regla elemental de la equiparación, por encima de las barreras de la solidaridad cerrada. Y el asilo, por cierto, es la primera manifestación de esa garantía de apertura, el Urrecht, la condición que permite que el otro desamparado tenga el derecho a ser considerado sujeto, a tener derechos.

Y si lo pensamos bien, ese salto del que hablo, hacia la solidaridad abierta, es posible sobre todo gracias a la universalización del derecho, de los derechos, que suponen la declaración universal de derechos y el sistema de derechos humanos que cristaliza en el derecho internacional de derechos humanos, con instrumentos jurídicos universales, de ámbito general, regional y estatal.

Ahora bien, para dar ese salto necesitamos quizá recorrer el mismo camino que hizo posible la garantía de la democracia a través del Derecho, esto es, el Estado de Derecho, y construir las piezas de un Estado de Derecho global, universal, como el que quizá entreviera Kant al dibujar la idea de un Derecho cosmopolita garantizado a través de una Federación de Estados, aunque sin darle ese nombre ni esa concreción.

Estamos lejos de ese Derecho cosmopolita, de ese Estado de Derecho transnacional, de esa democracia global

Y mientras tanto, qué debemos hacer?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(3) Aquí es cuando les propongo sacar las consecuencias de una tercera idea. Sí, la solidaridad y la cooperación encuentran en la democracia y en el imperio del Derecho, a través del Estado de Derecho, su garantía. Por tanto, si queremos hablar de solidaridad y cooperación, por ejemplo a través de las políticas migratorias y de asilo, debemos intentar comenzar por una y otro.

La tercera idea es muy sencilla, pues: no puede haber políticas migratorias y  de asilo que garanticen eficaz y establemente la solidaridad y la cooperación si no están guiadas por las dos condiciones previas  las que me he referido, lo que exige -antes de diseñar instrumentos de cooperación y solidaridad, planes Africa o lo que Vds quieran- trabajar por el reconocimiento y garantía de los derechos de los inmigrantes y asilados

Y aquí, señores míos, es donde pinchamos en hueso. Porque nuestras políticas migratorias y de asilo, las de la UE y las de España, no se guían coherentemente por esa exigencia.

No les enunciaré todos y cada uno de los argumentos que demuestran contundentemente esta tesis, por lo que se  refiere al Gobierno que padecemos en España, pero también en cuanto a los anteriores. Diría que a cualquier Gobierno, aunque haya que matizar y señalar grados, porque hay que reconocer que algunos de esos Gobiernos regionales y municipales se han esforzado por esa coherencia en lo que se refiere a las políticas migratorias (en las de asilo apenas tienen competencia).

Pero no podemos dejar pasar los argumentos de crítica. Y el más urgente, corregir el efecto más  pernicioso de estas políticas de asilo e inmigración. Se trata de  la herida que causan en el núcleo de las verdaderas señas de identidad por las que deberían velar la UE y sus Estados miembros, para preservarlas y desarrollarlas. Porque estas políticas hieren de muerte al Estado de Derecho, el proyecto de orden jurídico y político cuya legitimidad radica en la sumisión del poder al Derecho (no sólo a la ley) y en el control del poder por los tribunales de justicia. Uno y otro imperativo alcanzan pleno sentido a su vez en el Estado Constitucional de Derecho, gracias a la incorporación de la prioridad del reconocimiento y garantía efectiva de los derechos humanos al núcleo de la legalidad y legitimidad  que es la Constitución. La pregunta es ¿quieren tomar en serio esas exigencias la UE, sus Estados miembros, sus actores políticos y sociales, en definitiva, sus ciudadanos?

A la luz de estas políticas migratorias y de asilo, a la luz de medidas de las que pondremos algunos ejemplos, habría que responder que no. Lamentablemente, parece que tengan razón quienes sostienen, como la jurista francesa Danièle Lochak, que en lo que se refiere a nuestra respuesta a los inmigrantes y refugiados que vienen a Europa pensando en un lugar de seguridad y libertad, nuestros Gobiernos se mueven en la disyuntiva entre el respeto por el Estado de Derecho o la opción por un estado de excepción permanente. Y pareciera que han optado por el segundo término. Han decidido construir no ya limbos, sino un auténtico infierno jurídico; no sólo terrenos de no-Derecho, sino ámbitos en los que rige un orden jurídico propio del antiguo régimen, un infra-Derecho.

Conste que no hablamos de prácticas detestables, de conductas aisladas que deben ser localizadas y castigadas. Eso debería darse por descontado. Tampoco hablamos, con ser grave, de que se hayan multiplicado ese tipo de comportamientos ilícitos. No. Se trata de considerar a los inmigrantes y refugiados como infrasujetos. Digámoslo claro, súbditos, si no esclavos. En todo caso, seres prescindibles, sustituibles, de acurdo con la ideología fundamentalista de mercado, de capitalismo de casino, en la que  parecen creer dogmáticamente quienes guían nuestros destinos. Nada nuevo: se encuentra en el Ensayo sobre la sociedad civil de Ferguson (1767), en las páginas de Dickens, en las de Marx y Engels, en el poema de Eugene Pottier -el autor de la letra de la Internacional– en el que éste describe y avisa, avant la lettre, sobre la globalización económica.

Esa lógica de desregulación y degradación de los derechos cuyo reconocimiento había costado siglos de luchas sociales y millares de vidas,  está vaciando de contenido principios jurídicos sin los que no puede haber cultura ni sociedad decentes. Hablamos del derecho a la unidad familiar, del derecho a la asistencia sanitaria más elemental, del derecho a la educación, del derecho a la tutela judicial efectiva, del la obligación de socorro ante peligro de muerte, del derecho elemental a acoger al otro que huye del peligro…No son abstracciones. Son leyes, decretos, directivas, planes de acción que la UE y sus Estados miembros ponen en marcha: directivas como la de retorno, de julio de 2008; iniciativas como las de externalización de la policía de fronteras, en países que no ofrecen garantía mínimas de derechos humanos. Violaciones groseras del derecho de asilo por omisión de las obligaciones jurídicas elementales propias del Convenio de Ginebra de 1951 y del Protocolo de N York de 1966 (ratificados por todos los Estados de la UE) sobre la obligación de asistencia a quien demanda asilo, comenzando por la obligación de non refoulement. Decretos como el RD 16/2012 aprobado por el Gobierno Rajoy, que priva de asistencia sanitaria a esos desechables que son los inmigrantes irregulares. Proyectos de ley y reglamentos como- también en España- el Reglamento del PP sobre ese tipo de instituciones que son ejemplo de limbos jurídicos, los CIE y cuya abolición es la primera exigencia de coherencia si se quiere hablar de políticas de cooperación y solidaridad con inmigrantes. Medidas jurídicas que muchas veces se pretenden realizar desde la clandestinidad, como en el caso de la enmienda que el mismo Gobierno Rajoy pretende introducir en el proyecto de Ley de Seguridad ciudadana para modificar la ley de extranjería y legalizar las inaceptables devoluciones en caliente  que parlamentarios de diferentes grupos (notablemente Amaiur), jueces, abogados y profesores  de Derecho han denunciado hasta la saciedad. O como la reciente operación policial europea Mos Maiorum, que habría pasado desapercibida de no ser por el esfuerzo militante de ONGs como StateWatch y del coraje de algunos profesionales de los medios de comunicación que sobreviven en medio de las dificultades que causa molestar al poder político y económico que no admite la pluralidad ni la crítica.

A veces el ataque se torna tan burdo y despiadado que algunas instancias europeas reaccionan. Ha sido el caso tras la tragedia de 15 muertos –homicidios jurídicamente hablando más que probablemente- en la playa del Tarajal. Es el caso de las críticas que ha dirigido por escrito la antigua comisaria de Interior, la señora Malmström, al ministro de Interior español, Sr Fernández, ante los videos de la ONG PRODEIN en los que se constatan palizas y malos tratos a inmigrantes en la valla de Melilla (en realidad, en territorio español). Nada menos que la Comisión, se ve obligada a reprender al Gobierno español porque no cumple con las exigencias de su propia Ley de extranjería sobre procedimientos individualizados de expulsión de irregulares, ni con su deber elemental de preguntar a quienes llegan a nuestras fronteras (desde Mali, por ejemplo) para saber si son refugiados, lo que ha valido también la denuncia del Comisario de derechos humanos del Consejo de Europa, Nils Muiznieks.

No. (1) Frente a esas políticas de acuerdos bilaterales que supeditan la cooperación en materia de inmigración al mantenimiento de cuotas de policía para no dejar pasar o para admitir expulsiones, hay que insistir en convenios que se basen en el avance en índices de DH, de democracia y derechos. (2) Frente a la política defensiva que trata de blindar nuestros mares y realiza operaciones masivas de detención que criminalizan a inmigrantes y refugiados, como la reciente Mos Maiorum, , hay que insistir en el cumplimiento de normas básica de derecho internacional del mar y de derecho internacional de refugiados. (3) Frente a la militarización de las fronteras que niega el asilo y defiende los campos de golf al lado de la miseria, de la desigualdad, hay que ofrecer oportunidades de asilo y de circulación libre y ordenada (no son antitéticos) de trabajadores. (4) Frente a la explotación colonial de ayudas al desarrollo supeditadas a los intereses unilaterales y sectoriales de nuestra parte, hay que asociar en el codesarrollo a las sociedades civiles, a sus agentes sociales, descentralizadamente…(5) frente a la consideración de los menas como inmigrantes, a los que, por irregulares hay que expulsar de la forma más rápida y económica posible, hay que reivindicar el interés del menor y la necesidad, la prioridad de defender sus derechos.

Se equivocan quienes piensan que ese arsenal de medidas contrarias al Estado de Derecho son inaceptables sólo porque perjudican injustificadamente a inmigrantes y refugiados. Ese desmantelamiento concienzudo del que hemos ofrecido algunas pinceladas es mucho más grave: socava la credibilidad misma de la UE ante el mundo. Y ante todos nosotros, los ciudadanos europeos, que ni podemos ni debemos callar. De te fabula narratur.

 

 

 

 

 

UNA REIVINDICACION DEL DERECHO AL SUICIDIO

El derecho a la vida significa derecho a elegir la muerte

Javier de Lucas

Derecho a la vida, derecho a la muerte

El suicidio asistido de la joven norteamericana Brittany Maynard ha vuelto a plantear, siquiera sea indirectamente, el profundo malentendido que, a juicio de muchos de nosotros, subyace frecuentemente a los argumentos de los autopresentados “defensores del derecho a la vida”. Se trata de la confusión que consiste en presentar ese derecho como un deber, porque entienden la vida como un bien indisponible, sobre el que no debemos decidir.

En otros lugares he debatido sobre la pertinencia de la despenalización de la ayuda a la eutanasia o del suicidio asistido (otras aportaciones pueden consultarse aquí y aquí). Pero mi propósito en este post es volver sobre lo que me parece el núcleo del asunto, que es la formulación correcta, completa, del derecho a la vida. Una formulación que, a mi juicio, no es coherente si no incluye expresamente el derecho a disponer de ella, es decir, el derecho al suicidio. O, dicho en los términos que sostiene, por ejemplo, el ideario de la Asociación DMD“no se puede hablar de dignidad en la muerte –ni en la vida- si no se tiene la libertad de decidir”.

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El fondo del debate me parece que es la cuestión de la autonomía, de la libertad. Y lo es en un sentido doble: ante todo, porque ese de la autonomía (y no el abstracto y tantas veces retórico principio de “dignidad”) es el valor central que el Derecho debe tener en cuenta; máxime si hablamos de la intervención del Derecho en una sociedad pluralista. Lo que quiero decir es que la insistencia en el valor de autonomía no sólo no se opone a la dignidad (conectada a su vez con la “santidad” o carácter “sagrado” de la vida), sino que, por el contrario es la autonomía la que permite hablar de dignidad. Por eso, en segundo término, la regulación del derecho a la vida encuentra su sentido y límite en el ámbito de la capacidad de ejercicio de tal autonomía individual. Con un importante matiz. El único límite a ese contenido imprescindible del derecho a la vida que es el derecho a decidir sobre la propia muerte, viene dado por la muy conocida tesis de Mill acerca del daño. Porque es la idea de daño y muy específicamente el daño a tercero, la sola justificación aceptable de la interferencia en el ámbito de la autonomía individual, de la libertad:

“…el único fin que justifica que los seres humanos, individual o colectivamente, interfieran en 1a libertad de acción de uno cualquiera de sus semejantes, es la propia protección. El único propósito por el que puede ejercitarse con pleno derecho el poder sobre cualquier integrante de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para impedir que dañe a otros. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. No hay derecho a obligarlo a hacer o no hacer algo porque ello será mejor para él, porque lo hará más feliz, porque, en opinión de los demás, es lo sensato o incluso lo justo. (…) La única parte del comportamiento de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es la que concierne a otros. En la que le concierne meramente a él mismo, su independencia es, por derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano” (On Liberty; cito por la edición castellana Sobre la libertad, Madrid, Tecnos, pp. 83-84).

Lo que sostengo, pues, es que el derecho a la vida implica una libertad, uno de los status deónticos con los que se precisa la noción de derecho subjetivo y que supone la ausencia de un deber. Y la consecuencia de entender así el derecho a la vida, es que el suicidio no sería otra cosa que el ejercicio de una libertad de todo individuo, en ese sentido fuerte.

El derecho a la vida no es un derecho sagrado, ni absoluto, ni un deber.

En todo caso, para fundamentar la conclusión que acabo de proponer, hay un argumento previo que presentaré en los conocidos términos en los que lo formula Singer (“¿Está en fase terminal la ética de la santidad de la vida?”, en Una vida ética. Escritos). Me refiero a la tesis que insiste en que el derecho a la vida, ese que se asegura es el primer derecho y del que somos titulares todos los seres humanos, no es un derecho sagrado, no es un derecho absoluto y tampoco es un deber. Y ello porque, insisto, me sumo a las razones expuestas por quienes sostienen que el primer y más valioso de nuestros derechos, de los que somos titulares todos los seres humanos qua humanos, es el de autonomía, el de libertad y que ese es a su vez el verdadero fundamento de lo que, de forma más o menos retórica, denominamos dignidad.

Por lo que se refiere al derecho a la vida (que, cronológicamente, claro, es la pre-condición de todos los derechos, porque si no hay sujeto difícilmente puede haber atribución, titularidad de derechos) propongo aceptar que se trata, en efecto, de un bien del que somos titulares y, por tanto, del que podemos disponer siempre y cuando ese acto de disposición no cause daño a terceros. Por tanto, conforme al derecho de libertad o autonomía, entra en nuestra capacidad de disposición de ese derecho a la vida el decidir ponerle fin, si no causamos daño a tercero. Podemos sacrificar nuestra vida en aras de la vida de otro, o de un ideal como la libertad. Del mismo modo, podemos decidir ponerle fin, porque consideramos esa una opción preferible a seguir viviendo. Lo enunciaré así: porque tenemos derecho a la vida, tenemos un derecho al suicidio.

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Las tesis que consideran el suicidio un acto reprobable se apoyan en considerarlo una transgresión inaceptable, injustificable, de las reglas básicas de la moral (una inmoralidad, en cuanto violación de un deber moral -o religioso- de carácter primario, el de respeto a la vida), o una cobardía, que sólo es posible en estado de locura, o una irresponsabilidad respecto a los demás o a la sociedad misma. Pero es fácil criticar esos argumentos.

Ya lo hizo contundentemente, entre otros, Hume en su conocido ensayo Del suicidio, en el que aporta las razones para mostrar que el suicidio no viola ningún deber, ni contra Dios, ni contra el prójimo, ni contra nosotros mismos. También Schopenhauer, en el epígrafe 5 de su Sobre el fundamento de la moral o en las páginas que dedicó a la cuestión en Parerga et Paralipomena, donde, tras señalar que sólo se oponen al suicidio las religiones monoteístas por entender que el suicido pone en entredicho el argumento del deber de agradecimiento a un Dios que “encontró que todo estaba muy bien”, señala que, en general, “podemos encontrar que el ser humano pondrá fin a su vida en cuanto haya llegado a la conclusión de que los miedos de la vida superan a los de la muerte”. Por no hablar de las de Camus, que sostuvo que el del suicidio era el único problema serio filosóficamente hablando y al que dedicó páginas imprescindibles en Le Malentendu y en El Mito de Sísifo, para concluir que el suicidio es también el mayor acto de libertad digno de ese nombre. Creo que Javier Sádaba y Jose Luis Tasset han explicado muy bien esta cuestión desde el punto de vista de la filosofía moral.

Así entendido, me parece evidente que el derecho a la vida no puede ser entendido como un derecho sagrado en el sentido religioso-trascendente y por tanto indisponible por parte de los individuos, sino sólo quizá analógicamente, en el sentido en el que por ejemplo habla Ronald Dworkin del valor sagrado de la vida, tal y como lo explica Manuel Atienza.

Me parece claro que sólo hay dos argumentos desde los cuales sostener ese carácter indisponible. El primero y más frecuente atribuye la condición de sagrado (insisto, en el sentido religioso-trascendente) al derecho a la vida, porque arranca de la creencia en concepciones teológicas o religioso-trascendentales conforme a las cuales el derecho a la vida es un don sagrado que nos ha concedido la divinidad y, por tanto, es indisponible porque sólo Dios tiene esa titularidad, mientras que su criatura, el hombre, debe limitarse a vivirla, mientras Dios decida que siga con ese don. De ahí también que se utilice con tanta frecuencia el miedo como argumento en defensa de estos principios (recordemos al clásico, prior in orbis deos facit timor), asegurando, por ejemplo, que el reconocimiento de la eutanasia o del suicidio asistido abriría la pendiente resbaladiza que llevaría a legalizar el asesinato masivo de enfermos, ancianos y discapacitados.

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Sin embargo, como sostiene Singer, jurídica y políticamente hablando, máxime en una sociedad plural en la que coexisten muy diferentes visiones del mundo,el Derecho no puede ni debe exigir con apoyo de la coacción ninguna de esas concepciones religiosas, que serán válidas e incluso vinculantes para la comunidad de los fieles de esas tradiciones religiosas, para sus creyentes, pero que no se pueden imponer atodos los ciudadanos precisamente porque su fundamento está más allá de lo que todos podemos compartir, es decir, de lo razonable, lo que se puede argumentar racional y jurídicamente.

Insisto en recordar que quienes como Dworkin, siguen utilizando el calificativo de “sagrado” para enfatizar la relevancia del derecho a la vida lo hacen sin aceptar necesariamente el sentido religioso-trascendente. Como interpreta Atienza, para el filósofo del derecho norteamericano se trata más bien de destacar que el derecho a la vida entra en la categoría de lo “intrínsecamente valioso” y por eso sostiene que precisamente el ejercicio de la autonomía es la condición para respetar y ser coherente con la santidad de la vida. Dworkin no afirma, sin embargo, que la eutanasia sea siempre una consecuencia de ese planteamiento, luego habrá que juzgar cuándo ese acto de eutanasia (y el de suicidio asistido) lo es, en cuyo caso no hay razón para no reconocerlo como un derecho.

Hecha esa matización, añadiré que tampoco me parece razonable la segunda posibilidad, esto es, la que sostiene que el derecho a la vida es indisponible porque el individuo debe la vida a la especie, al grupo social, si se prefiere. De acuerdo con este segundo argumento, más que un derecho sagrado, nos encontraríamos ante un deber: los individuos tendrían el deber de mantener la vida, de no atentar contra ella dándose muerte a sí mismos, porque se debe ese don a los demás. Es más, se argumenta, si disponemos de él, perjudicaríamos a los demás y por tanto les causaríamos un daño, que, como ya señalamos, es la justificación para suspender o limitar un derecho.

Pero aquí nos encontramos ante un argumento que es un error frecuente en quienes hablan de derechos prescindiendo de la precisión jurídica. Ni derechos ni deberes son absolutos, sino que deben ajustarse a los límites que impone el hecho de que con-vivimos con otros sujetos y, por tanto, a los límites que derivan de la inevitabilidad de los conflictos de derechos. Es evidente que, como los demás derechos, el derecho a la vida no es absoluto y debe ser conjugado con el resto, comenzando por lo que me parece que es el derecho más valioso, el derecho a la libertad. No creo que sea ese el caso. Al contrario,  aquí es donde entra en juego lo que solemos denominar ponderación, esto es, el cálculo racional que nos permite argumentar cuál de los derechos en conflicto debe prevalecer. Eso es más fácil cuando existe una suerte de catálogo jerarquizado y positivizado de derechos. Pero, en todo caso, nuevamente se revela de gran utilidad el criterio del daño: ¿cuál es el peor de los daños, que resulta de postergar uno u otro derecho, el de la vida o el de libertad? Por eso, más allá de que podamos o no justificar racionalmente la existencia de un daño a los otros (ínsita en el hecho de disponer de nuestra propia vida), no me parece que se pueda justificar racionalmente que ese teórico daño sea mayor que el de impedir la libertad, que es el derecho más valioso. No. La libertad es el bien más valioso y por eso, a mi juicio, el derecho a la vida tampoco es un deber, una obligación. No hay una obligación de vivir, en el sentido de un deber exigible por un tercero y cuya infracción comporta sanción.

autonomía

Por todo ello me parece suficientemente justificado sostener que el derecho a la vida es un derecho y que eso comporta que la decisión libre de disponer de ese derecho forma parte del núcleo mismo del derecho a la libertad que, jerárquicamente, es el derecho más importante (la vida es condición previa y, por tanto, cronológicamente el primer derecho, pero no el más valioso). Por tanto, eso significa que el derecho a decidir poner fin a la vida, el derecho al suicido, supone, a fortiori, que existe un derecho a la asistencia al suicido. Esto es, que existe un derecho a pedir la eutanasia, que nace de la necesidad de garantizar la libertad del sujeto para decidir sobre su propia muerte, un derecho que comporta el de tener los medios para decidir y hacer posible esa elección. Más aún, se trata de un derecho a la eutanasia en sentido estricto del término, porque aparece como corolario de esa expresión de la dignidad que es la libertad, la autonomía. Si tengo dignidad es precisamente porque tengo libertad, autonomía. Es consecuente con esa dignidad el disponer de una muerte digna. Y no hay muerte más digna que aquella que es libremente elegida. Vuelvo a insistir: hablamos de un derecho que debe estar garantizado porque es un corolario del derecho a la libertad, ya que es un acto de libertad escoger el momento en que poner fin a la vida. Con las garantías necesarias, claro, para que sea un acto libre, no un engaño.

Por una nueva formulación constitucional del derecho a la vida

Coherentemente con cuanto he sostenido, me parece que la vía más adecuada para un reconocimiento jurídico de la formulación completa del derecho a la vida es la modificación de su enunciado constitucional, que comportaría, a su vez, la despenalización de las conductas de terceros que colaboran o auxilian a quienes manifiestan libre y expresamente que desean la muerte –mediante la eutanasia o el suicidio asistido-, con todas las garantías para que podamos constatar que se trata, efectivamente, de un acto libre del sujeto, que decide optar por esa muerte decente, digna, una buena muerte.

En efecto, si se acepta que no hay derecho a la vida sin derecho a elegir la propia muerte,  se impone una modificación del artículo 15 de la Constitución, a la que debiera seguir una Ley que desarrolle ese derecho en lo relativo a la eutanasia y al auxilio al suicidio, por ejemplo mediante una Ley de Cuidados y Muerte Digna, como la presentada en el 2011 por el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, ya en el último tramo de la legislatura (un gesto, más que un proyecto real, pues era evidente que no había tiempo para el iter legis). Hablo de una modificación que podría aprovecharse también para eliminar la cláusula de excepción sobre la pena de muerte, lo que exigiría una reforma reforzada, como indica el artículo 168.1 de la Constitución. Sé que es una vía compleja, pero estoy convencido de que, comoquiera que se impone por muchas otras razones una profunda reforma de la Constitución, debería aprovecharse para el objetivo más garantista, el de aprovechar expresamente semejante ocasión para establecer el reconocimiento del derecho al suicidio y el derecho a la eutanasia como un derecho constitucional, modificando en ese sentido el artículo 15.

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