PRESENTACIÓN DEL LIBRO «Nosotros, que quisimos tanto a Atticus Finch. De los orígenes del supremacismo, al Black Lives matter», Instituto Cervantes, Madrid 19 de abril de 2021

Es una gran suerte poder presentar este libro en el Instituto Cervantes. Quiero agradecerle a Luis García Montero que lo haya hecho posible con tanta generosidad y, desde luego, sus generosas palabras de presentación. También a todo el equipo de actividades culturales del Cervantes: a Raquel Caleya, con la que tuve a suerte de coincidir en Paris en unos años estupendos, ella en el Cervatnes y yo en el Colegio de España en la Cité, a Concepción Fernández y a todos el personal técnico. Por supuesto, a mi amiga y colega, la profesora Alicia García Ruiz que conoce mejor que yo la realidad de los EEUU, por sus años de trabajo e investigación allí y al ministro de Cultura y Deporte, Jose Manuel Rodríguez Uribes, que es también colega y amigo de larga data desde sus años en la Facultad de Derecho de Valencia y con quien he compartido tantas cosas: por ejemplo, comíamos juntos, con otros colegas, el 11 de septiembre de 2011, cuando recibimos primero incrédulos y luego conmocionados la primera noticia de los atentados, que nos envió por tlf la profesora Ramón Chornet.

Este libro se explica en buena medida por la existencia de una colección de la editorial Tirant, Cine y Derecho, que ahora tengo el gusto de codirigir con mi amigo el profesor Fernando Flores a quien, por cierto, debo indicaciones para mí muy valiosas que recojo en estas páginas. La colección es un regalo que debo a la generosidad de Candelaria López, quien dirigía la editorial cuando les propuse el proyecto de una serie de libros que ayudaran a entender problemas jurídicos y políticos desde la mirada del cine y aceptó de inmediato. Y también mi agradecimiento a Salvador Vives López, su hijo, y hoy director general de esta editorial que considero mi casa

Lo que acabamos de escuchar a Luis y también un precioso y generoso artículo que publicó ayer en su sección de los domingos en Infolibre, “Democracia, derechos y Helena” (https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2021/04/18/democracia_derechos_justicia_helena_119380_1023.html), son la mejor introducción que uno podría desear para este libro, por el que siento un afecto especial, que no es sólo el lógico ante el último que uno ha escrito.

Quiero pensar que, como capas de cebolla, estas páginas se abren a distintas miradas e intereses, según los lectores.

Una primera: habrá quienes, como me pasó a mí, lo lean desde la emoción común de tantos que aprendimos a amar a este personaje, que encarna las virtudes del abogado, si no incluso del jurista, gracias a la archifamosa novela de Nelle Harper Lee Matar a un ruiseñor, y a la película de Mulligan del mismo título, que dejó para siempre identificado a Atticus con el rostro y las características de Gregory Peck.

Algunos lo harán, incluso, decepcionados o enfadados ante la revisión que supuso la publicación en 2015 de la supuesta precuela, Ve, pon un centinela, en la que Atticus ya no es el modelo de padre socrático, abogado entregado y ciudadano ejemplar que vivimos desde los recuerdos de la niña Scout -una mezcla eficaz de inocencia e ironía- que protagonizaban la novela. Atticus, treinta años después, se nos muestra como un setentón que refunfuña frente a la creciente presencia pública de los negros y parece partidario del lema separate but equal, si no incluso del supremacismo. Todo eso  provoca la indignación y el rechazo de esa misma hija, que ya no es Scout, sino la joven Jean-Louise Finch: una estudiante universitaria en Nueva York, feminista, orgullosa de su condición de mujer, fervientemente unida a la causa de los derechos civiles que, cuando regresa de vacaciones a su pueblo, vive un duro enfrentamiento con el padre, del hombre de Derecho al que adoró como campeón de la justicia, aun a sabiendas de que el Derecho iba a frustrar ese ideal.

Sí, la clave es ese choque entre justicia y derecho que viven los hermanos Finch, conmocionados por la condena del negro Robinson al que Atticus defendió frente a una falsa acusación de violación de una joven blanca que pertenece a la White trash: basura, sí, pero blanca al fin y al cabo y, por tanto, una casta superior a la de los negros en la cerrada sociedad estamental de un pueblo de Alabama en los años 30. Una tarea abocada al fracaso, pero a la que la ética profesional de Atticus le exige no renunciar, precisamente porque sabe que es una empresa desesperada, que no va a ganar: no se trata de ganar, se trata de hacer lo justo, como le enseña a su hija. Esa frustración es uno de los escenarios que justifican la pérdida de la inocencia que evocaba el título, matar a un ruiseñor: la inocencia de los niños, desconcertados ante la condena de Tom Robinson cuando ellos piensan que lo justo es lo contrario, es ese ruiseñor al que la sociedad de Maycomb y sus mecanismos legales atropellan. Como ruiseñor es Boo Ridley, el personaje del diferente, objeto de incomprensión y humillación incluso por parte de su propia familia, y con quien entablan una inocente relación de amistad los hermanos Finch y ese trasunto de Truman Capote que es su amigo Drill.

En el libro, propongo una interpretación de la complejidad del personaje de Atticus Finch, que me lleva a una segunda capa de la cebolla, más propia de una tarea filosófíco jurídica y política, que es otra de las lecturas que propone el libro: la revisión de los fundamentos filosóficos, jurídicos y políticos del formidable experimento democrático norteamericano, que dejan al descubierto un cheque impagado durante más de 250 años: hablo de la existencia de una sociedad fuertemente segregada, racista y supremacista, en la que la esclavitud desempeña un papel tan “natural” como en el famoso paso de Aristóteles en el que este justifica su existencia. Un modelo de sociedad que no está tan alejado de la sociedad de castas de la India, como se ha hecho notar. Un modelo que se explica también, a mi juicio, por la peculiaridad de la concepción jeffersoniana de la República que fundaron hombres extraordinarios que fueron a la vez esclavistas, como Washington o el propio Jefferson

Y hay una tercera lectura, que se explica en la parte del libro, dedicada al significado de movimientos como, en particular, el Black Lives Matter que aparece en 2014 y que nos descubre quiénes son a mi juicio los verdaderos o, mejor, los mejores protagonistas de esta historia. Por encima de Atticus, es la propia Nelle Harper Lee y su hermana, que heredó la profesión de abogado de su padre. La hija escritora, a mi juicio, quiso dejar un retrato crítico, valiente, de ese mal. Y lo puso en boca de las mujeres que son Jean Louise Finch y su aya Calpurnia, protagonistas de uno de los diálogos más reveladores, a mi juicio, de esta historia, en el que la vieja aya se enfrenta con la visión paternalista, tolerante, bien intencionada incluso, de Atticus Finch, que defiende sus derechos, que lleva su voz ante los tribunales, sí. Pero que no los quiere en las mismas instituciones, al mismo nivel como ciudadanos. Son esas mujeres, las mujeres que vemos en el BLM, fundado por Alicia Garza, la verdadera esperanza de la lucha por el derecho, que ofrecen un ideal renovado: mujeres de Derecho, como Atticus querría, creo, que lo fuera su hija. Mejores que él…

Leyendo ayer el precioso artículo de Luis García Montero,  me vinieron a la cabeza las páginas de Simone Weil, a quien considero una de las figuras clave de la filosofía del siglo XX junto a Hannah Arendt y Simone de Beauvoir (sé que Alicia también, aunque ella me ha descubierto la importancia de otra filósofa, Judith Shark). Para mí, Simone Weil es la más grande y lo digo aunque me arriesgo a ser corregido por un maestro común, Manuel Cruz. Son las palabras con las que concluye un tan breve como extraordinario ensayo que conocí gracias a otra compañera, Emilia Bea: L’ Iliade ou le poème de la force: los pueblos europeos, asegura la autora de L’enracinement, sólo recuperarán el impulso que subyace al inmortal poema de Homero, cuando abandonen la creencia ciega en el destino, cuando renuncien a la fuerza, al odio al enemigo y a la humillación del otro y, por el contrario, sepan reconocer a los más desgraciados. Esa es la tarea que el Derecho puede desempeñar, como instrumento civilizador.

Montesquieu, para Díez Ayuso (versión extensa del artículo publicado en Infolibre, el 15 de abril de 2021)

Enseñar a preguntar, a mantener el afán del por qué

Imagino que a algún lector se le habrá pintado una sonrisa al leer este titular, pero asumo con gusto las bromas que me puedan caer por este encabezamiento. Al fin y al cabo, se supone que los profesores estamos para eso, para proponer preguntas y para ofrecer —o recordar— algunas pistas que sirvan a cada uno en su búsqueda de respuestas o, dicho con más énfasis, para eso que Sócrates planteó como mayéutica. No hay nada más importante, creo, que saber hacer germinar el afán por preguntar, por preguntar bien, esto es, sin dejar que la duda quede acallada por la primera respuesta que venga. Por eso, me parece injusto el tópico que presenta como inevitable la conversión en cínicos descreídos de los profesores que llevan muchos años en el oficio. No niego que los haya, claro, pero conozco muchos muchísimos, en todos los niveles de la enseñanza, que siguen fieles al sentido profundo de esta profesión, que muchos creemos que es la mejor del mundo. Y es que, por más que se nos tache de ingenuos, lo propio de la condición de profesor es no desesperar del sentido de nuestra tarea, ni siquiera ante un grupo de personas a las que se estigmatiza como reluctantes al sentido crítico y a la independencia de criterio, como reza el tópico sobre la clase política, un tópico que, dicho sea de paso, he podido constatar que no responde a la realidad de muchos de sus representantes.

En todo caso, a la presidenta de la Comunidad de Madrid como destinataria de este recuerdo de Montesquieu, podríamos añadir algún otro nombre ilustre, como el del notable asesor M.A. Rodríguez, al que supongo padrino del eslogan “socialismo o libertad”, o también alguien de quien presumo competencia y buen grado de conocimiento jurídico por razón de su profesión, el señor Martínez Almeida. Incluso me atrevo a sumar al irreductible defensor de la libertad que, según propia confesión, es el Sr. Cantó. Va por ellos y por algún otro, con la mejor de las intenciones.

Libertad y leyes Sobre el sentido del Estado de Derecho

Ha sido objeto de análisis por prestigiosos expertos en comunicación política el fundamento y la eficacia del eslogan electoral “Libertad o socialismo”, propuesto por la campaña electoral de la señora Díez Ayuso, y de sus variantes, más o menos tan imaginativas como el original. No abundaré en el despropósito de ese enunciado. Pero sí quisiera ofrecer un comentario sobre algo que me preocupa que se pueda extender en las filas de un partido con vocación de gobierno y, también, que prenda en la opinión pública. Me refiero a la relación entre su noción de libertad, la que se desprende de los eslóganes en cuestión, y el respeto a la ley. Porque me parece que en esa campaña subyace un fuerte malentendido que conduce a su vez a desconocer la razón de ser del Estado de Derecho y de la importancia de defenderlo como primer deber, como tarea pedagógica de quienes se dedican -nos dedicamos- a la actividad política profesionalmente, aunque sea por un período de tiempo incluso corto.

Sucede, en efecto, que el Partido Popular se presenta con el argumento —muy respetable— de adalid de la defensa de la Constitución y del cumplimiento de la ley. Y por eso me sorprende aún más la insólita noción de libertad de la que hacen gala la señora Díaz Ayuso, el señor Martínez Almeida y el también mencionado señor Cantó, por no decir el comité electoral del Partido Popular que aprobó las listas electorales para la Comunidad de Madrid. Porque este es el punto: la decisión de unos y otros de incluir como candidatos a dos personas (los señores Cantó y Conde) que, como ha puesto de manifiesto la sentencia del juzgado nº 5 de lo contencioso de Madrid, han infringido la legislación electoral aplicable, de modo tan evidente como torpe. Porque el recurso de modificar fuera de plazo el domicilio, por vía del DNI, sólo puede obedecer a una de estas dos hipótesis: o bien de trata de una torpe ignorancia de la palmaria legalidad, o bien de un desprecio de ésta que sólo puede entenderse desde la convicción de que la ley puede retorcerse en el propio beneficio, cuando uno es quien es: un político notorio o un partido importante.

En el momento de escribir estas líneas está pendiente un recurso del PP ante el Tribunal Constitucional, en el que se alega que la decisión judicial supone una restricción indebida del derecho a la participación política. Esto va más allá de los dos casos concretos y supone una oportunidad de sentar jurisprudencia sobre las garantías de ese derecho, pero a mi juicio, es una ocasión también y sobre todo para dejar claro de qué hablamos cuando hablamos de libertad en una sociedad civilizada. Y entiendo por tal una sociedad en la que impera ese <gobierno de leyes> que anticipara Platón y que es el núcleo de la idea de Estado de Derecho: todos iguales ante la ley, todos sometidos a ella por igual, lo que alcanza evidentemente a quienes ejercen el poder. Una lógica esta del Estadod e Derecho que se basa en la permanente desconfianza de quien ejerce el poder, de modo que hay que dividirlo y controlarlo. Una lógica, la del Estado de Derecho, que encuentra su mejor justificación en la democracia, en la medida en que en ésta las leyes no son el fruto de ningún autócrata -por sabio o virtuoso que fuere- sino de un acuerdo libre de los ciudadanos (a través de sus representantes, elegidos libremente por el voto de todos y cada uno de los ciudadanos). Un acuerdo sujeto a control para verificar que la mayoría que lo ha adoptado no incurre en ningún abuso de poder, no se salta los límites que, en un Estado constitucional de Derecho, vienen definidos por la propia Constitución y, en definitiva, por el respeto a los derechos humanos y fundamentales.

A mi juicio, en el caso que comentamos no se ha producido una restricción indebida del derecho a la participación política de los señores Cantó y Conde. No es así, en mi opinión (y así lo entiende la decisión judicial), porque —como sucede con todos los derechos fundamentales— tampoco cabe entender el derecho a la participación como un derecho absoluto. Los derechos existen y están garantizados para todos precisamente en la medida en que son objeto de regulación. En este caso, la que le impone la legislación electoral. Su ejercicio presupone, por tanto, el respeto a la LOREG (que en sus artículos 2 a 7 regula el derecho al sufragio: es decir, establece condiciones y garantías de su ejercicio, porque este derecho no es irrestricto) y a la ley electoral autonómica vigente en la Comunidad de Madrid, la Ley 11/1986 de 26 de diciembre, que establece en sus artículos 2 y 3 las condiciones de ejercicio del derecho al sufragio en las elecciones a la Comunidad de Madrid y asimismo las condiciones de inelegibilidad: el artículo 2 deja claro el requisito de inscripción en el censo. Si se saltan o retuercen esas disposiciones legales, se está desvirtuando el derecho en cuestión.

A un profesor de Filosofía del Derecho, lo primero que se le viene a la cabeza en este asunto es el dictum de Cicerón: “somos siervos de las leyes, para poder ser libres”. Y, a continuación, uno no puede dejar de evocar las consecuencias que supieron explicitar, entre otros, Montesquieu o Kant.

La primera es que la libertad no consiste en la ausencia de normas, o en disponer de la suficiente voluntad de dominio como para imponerse por encima de ellas, en hacer lo que uno quiere. Recordaré, aunque sea una cita de varias líneas, lo que a ese respecto dejó escrito Montesquieu —al que, desde luego, estoy lejos de querer enterrar—, en el tercer epígrafe del libro XI de su Esprit des lois, dedicado precisamente a definir qué es libertad: “Es cierto que en las democracias parece que el pueblo hace lo que quiere, pero la libertad política no consiste en hacer lo que uno quiera. En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”. Y, por si acaso no lo hubiera dejado claro, concluye: “La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, y si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben no será libre, porque todos los demás tendrán ese mismo poder”.

Y ya que estoy en racha de referencias, añadiré un par más que, estoy seguro, serán del agrado de la tradición liberal a la que se adscriben los destinatarios a los que ofrezco estas humildes líneas: uno no se puede autoproclamar liberal si su propia libertad no es conjugable con la igual libertad de todos los demás, advirtió Kant. La garantía de esa conjugación es la igualdad ante la ley, algo que no se toman en serio quienes a la postre apuestan siempre por su propia y superior libertad, confundiéndola así con el privilegio. Eso es lo que no entienden quienes, aunque se proclamen liberales, en realidad son anarcoliberales, es decir, quienes defienden que la ley debe ceder cuando les conviene a ellos, y por eso están dispuestos a saltarse las leyes que dicen defender en cuanto les beneficie. Como recordó la profesora Alicia García Ruiz en un estupendo y reciente artículo, precisamente titulado La libertad de todos, lo que sostiene el mejor liberalismo político, el de Mill, T.H.Green y Judith Shklar, es que la libertad, o es de todos, o no es libertad en serio. Por eso, Etiénne Balibar prefiere hablar de egalibertad.

No sólo hablamos de principios: la concreción de las libertades

Lo más importante es que todo lo anterior no es un juego retórico. No es un asunto de grandes declaraciones, a la postre vacías, carentes de conexión con las preocupaciones reales, las necesidades e intereses de los ciudadanos. La relación entre libertad y leyes en un Estado de Derecho tiene consecuencias muy concretas, a la hora de definir la función de los poderes públicos para garantizar la educación, la salud, la asistencia a las personas de tercera edad, el acceso a las vacunas, o para justificar con algo más que milagros —como el de la mano invisible— cómo se concilia la rebaja de impuestos con la financiación y sostenimiento de esos servicios al alcance de todos.

Todas esas son cuestiones sobre las que nos gustaría escuchar en la campaña electoral las propuestas y los argumentos de los candidatos, en lugar de una sucesión de eslóganes o de vídeos en modo mater dolorosa, esforzada maratoniana o sacrificado defensor de la libertad de transitar de un cuerpo legislativo a otro, con evidente detrimento de la responsabilidad que se debe a los votantes que lo eligieron para representarles. Concreten: ¿cómo van a garantizar -a financiar- las libertades para todos, los derechos de todos a las vacunas, a la asistencia médica primaria y a la excepcional o de urgencia causada por la pandemia y por sus efectos (por ejemplo, también los efectos en la salud mental)? ¿cómo se van a formar y a pagar a los médicos, enfermeros y personal sanitario que demanda un sistema de salud eficaz y suficiente?

Y una coda sobre la libertad y la responsabilidad política. Claro que cada uno es dueño de cambiar su adscripción ideológica y de cambiar de domicilio. Pero algo habrá que decir a los electores que le llevaron a uno a una cámara legislativa y ahora se encuentran con que su voto ha ido a parar al descarte: se han quedado compuestos y sin representante. A mi juicio, esto es lo que, para su desgracia, han sufrido los valencianos que en su día escogieron la papeleta que encabezaba el Sr Cantó y a los que ha dejado compuestos y sin su presencia, para hacer uso de su voluntad de dar “hasta su último aliento” (lo de último es un decir, hablando del reputado actor) en apoyo de la causa de su nueva lideresa a la que, en su enésima caída del caballo, ha descubierto como la mejor gestora del mundo mundial, sin que se le mueva una ceja por la desmesura, con el argumento supremo de que es un espíritu libre y que todo sea por la (su) libertad. No me parece la mejor tarjeta de presentación par pedirles el voto ahora a los ciudadanos de Madrid.