Es una gran suerte poder presentar este libro en el Instituto Cervantes. Quiero agradecerle a Luis García Montero que lo haya hecho posible con tanta generosidad y, desde luego, sus generosas palabras de presentación. También a todo el equipo de actividades culturales del Cervantes: a Raquel Caleya, con la que tuve a suerte de coincidir en Paris en unos años estupendos, ella en el Cervatnes y yo en el Colegio de España en la Cité, a Concepción Fernández y a todos el personal técnico. Por supuesto, a mi amiga y colega, la profesora Alicia García Ruiz que conoce mejor que yo la realidad de los EEUU, por sus años de trabajo e investigación allí y al ministro de Cultura y Deporte, Jose Manuel Rodríguez Uribes, que es también colega y amigo de larga data desde sus años en la Facultad de Derecho de Valencia y con quien he compartido tantas cosas: por ejemplo, comíamos juntos, con otros colegas, el 11 de septiembre de 2011, cuando recibimos primero incrédulos y luego conmocionados la primera noticia de los atentados, que nos envió por tlf la profesora Ramón Chornet.
Este libro se explica en buena medida por la existencia de una colección de la editorial Tirant, Cine y Derecho, que ahora tengo el gusto de codirigir con mi amigo el profesor Fernando Flores a quien, por cierto, debo indicaciones para mí muy valiosas que recojo en estas páginas. La colección es un regalo que debo a la generosidad de Candelaria López, quien dirigía la editorial cuando les propuse el proyecto de una serie de libros que ayudaran a entender problemas jurídicos y políticos desde la mirada del cine y aceptó de inmediato. Y también mi agradecimiento a Salvador Vives López, su hijo, y hoy director general de esta editorial que considero mi casa
Lo que acabamos de escuchar a Luis y también un precioso y generoso artículo que publicó ayer en su sección de los domingos en Infolibre, “Democracia, derechos y Helena” (https://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2021/04/18/democracia_derechos_justicia_helena_119380_1023.html), son la mejor introducción que uno podría desear para este libro, por el que siento un afecto especial, que no es sólo el lógico ante el último que uno ha escrito.
Quiero pensar que, como capas de cebolla, estas páginas se abren a distintas miradas e intereses, según los lectores.
Una primera: habrá quienes, como me pasó a mí, lo lean desde la emoción común de tantos que aprendimos a amar a este personaje, que encarna las virtudes del abogado, si no incluso del jurista, gracias a la archifamosa novela de Nelle Harper Lee Matar a un ruiseñor, y a la película de Mulligan del mismo título, que dejó para siempre identificado a Atticus con el rostro y las características de Gregory Peck.
Algunos lo harán, incluso, decepcionados o enfadados ante la revisión que supuso la publicación en 2015 de la supuesta precuela, Ve, pon un centinela, en la que Atticus ya no es el modelo de padre socrático, abogado entregado y ciudadano ejemplar que vivimos desde los recuerdos de la niña Scout -una mezcla eficaz de inocencia e ironía- que protagonizaban la novela. Atticus, treinta años después, se nos muestra como un setentón que refunfuña frente a la creciente presencia pública de los negros y parece partidario del lema separate but equal, si no incluso del supremacismo. Todo eso provoca la indignación y el rechazo de esa misma hija, que ya no es Scout, sino la joven Jean-Louise Finch: una estudiante universitaria en Nueva York, feminista, orgullosa de su condición de mujer, fervientemente unida a la causa de los derechos civiles que, cuando regresa de vacaciones a su pueblo, vive un duro enfrentamiento con el padre, del hombre de Derecho al que adoró como campeón de la justicia, aun a sabiendas de que el Derecho iba a frustrar ese ideal.
Sí, la clave es ese choque entre justicia y derecho que viven los hermanos Finch, conmocionados por la condena del negro Robinson al que Atticus defendió frente a una falsa acusación de violación de una joven blanca que pertenece a la White trash: basura, sí, pero blanca al fin y al cabo y, por tanto, una casta superior a la de los negros en la cerrada sociedad estamental de un pueblo de Alabama en los años 30. Una tarea abocada al fracaso, pero a la que la ética profesional de Atticus le exige no renunciar, precisamente porque sabe que es una empresa desesperada, que no va a ganar: no se trata de ganar, se trata de hacer lo justo, como le enseña a su hija. Esa frustración es uno de los escenarios que justifican la pérdida de la inocencia que evocaba el título, matar a un ruiseñor: la inocencia de los niños, desconcertados ante la condena de Tom Robinson cuando ellos piensan que lo justo es lo contrario, es ese ruiseñor al que la sociedad de Maycomb y sus mecanismos legales atropellan. Como ruiseñor es Boo Ridley, el personaje del diferente, objeto de incomprensión y humillación incluso por parte de su propia familia, y con quien entablan una inocente relación de amistad los hermanos Finch y ese trasunto de Truman Capote que es su amigo Drill.
En el libro, propongo una interpretación de la complejidad del personaje de Atticus Finch, que me lleva a una segunda capa de la cebolla, más propia de una tarea filosófíco jurídica y política, que es otra de las lecturas que propone el libro: la revisión de los fundamentos filosóficos, jurídicos y políticos del formidable experimento democrático norteamericano, que dejan al descubierto un cheque impagado durante más de 250 años: hablo de la existencia de una sociedad fuertemente segregada, racista y supremacista, en la que la esclavitud desempeña un papel tan “natural” como en el famoso paso de Aristóteles en el que este justifica su existencia. Un modelo de sociedad que no está tan alejado de la sociedad de castas de la India, como se ha hecho notar. Un modelo que se explica también, a mi juicio, por la peculiaridad de la concepción jeffersoniana de la República que fundaron hombres extraordinarios que fueron a la vez esclavistas, como Washington o el propio Jefferson
Y hay una tercera lectura, que se explica en la parte del libro, dedicada al significado de movimientos como, en particular, el Black Lives Matter que aparece en 2014 y que nos descubre quiénes son a mi juicio los verdaderos o, mejor, los mejores protagonistas de esta historia. Por encima de Atticus, es la propia Nelle Harper Lee y su hermana, que heredó la profesión de abogado de su padre. La hija escritora, a mi juicio, quiso dejar un retrato crítico, valiente, de ese mal. Y lo puso en boca de las mujeres que son Jean Louise Finch y su aya Calpurnia, protagonistas de uno de los diálogos más reveladores, a mi juicio, de esta historia, en el que la vieja aya se enfrenta con la visión paternalista, tolerante, bien intencionada incluso, de Atticus Finch, que defiende sus derechos, que lleva su voz ante los tribunales, sí. Pero que no los quiere en las mismas instituciones, al mismo nivel como ciudadanos. Son esas mujeres, las mujeres que vemos en el BLM, fundado por Alicia Garza, la verdadera esperanza de la lucha por el derecho, que ofrecen un ideal renovado: mujeres de Derecho, como Atticus querría, creo, que lo fuera su hija. Mejores que él…
Leyendo ayer el precioso artículo de Luis García Montero, me vinieron a la cabeza las páginas de Simone Weil, a quien considero una de las figuras clave de la filosofía del siglo XX junto a Hannah Arendt y Simone de Beauvoir (sé que Alicia también, aunque ella me ha descubierto la importancia de otra filósofa, Judith Shark). Para mí, Simone Weil es la más grande y lo digo aunque me arriesgo a ser corregido por un maestro común, Manuel Cruz. Son las palabras con las que concluye un tan breve como extraordinario ensayo que conocí gracias a otra compañera, Emilia Bea: L’ Iliade ou le poème de la force: los pueblos europeos, asegura la autora de L’enracinement, sólo recuperarán el impulso que subyace al inmortal poema de Homero, cuando abandonen la creencia ciega en el destino, cuando renuncien a la fuerza, al odio al enemigo y a la humillación del otro y, por el contrario, sepan reconocer a los más desgraciados. Esa es la tarea que el Derecho puede desempeñar, como instrumento civilizador.