En círculos de nuestra derecha política cobra fuerza la tesis de dar prioridad a la denominada “guerra cultural”. Se trata de una batalla por la hegemonía cultural, que tiene no poco de paradójica reinterpretación de Gramsci. Hay una versión soi dissant liberal, la que me parece que pueden representar, con todos los matices que quieran, la diputada Cayetana Alvarez de Toledo, o su protector, el escritor Vargas Llosa, en su faceta de activista político de la derecha liberal. Y otra, en tono mucho más agreste, enarbolada por las gentes de Vox e incluso algún sector del PP, como la señora Díaz Ayuso. Esta segunda versión cada vez parece más próxima a los lemas y propósitos del supremacismo, a la xenofobia -cuando no el racismo- de los Orban, Le Pen, del muy hábil polemista Zemmour y, claro, de la versión estadounidense, la que encarnan Trump, su ideólogo Bannon y el movimiento Q’anon.
Así, la extrema derecha y una parte de la derecha, parecen empeñadas en la reivindicación de la superioridad de «nuestra cultura», la española, que -como en la polémica entre Américo Castro y Sánchez Albornoz-, entienden como una cultura monolítica, cristiana y castellana, en nombre de la cual habría que reconquistar España frente a los que quieren disolverla. A su entender, hoy, como entonces -o en la “cruzada” del 36-, se trataría de ganar la batalla por la verdadera alma de España, frente a la nueva llegada amenazadora de los <moros> (meros «invasores», dicen, aunque la invasión durara 7 siglos) y frente a los separatistas <antiespañoles>. Y claro, eso exige expulsar a los extraños y domeñar a los rebeldes.
Así lo ha dejado claro Vox, por enésima vez, en las Proposiciones No de Ley (PNL) números 854 y 855, que se debatirán en el próximo pleno en el Congreso y respecto a las cuales será interesante ver la reacción del PP, sobre todo tras los resultados de las elecciones en Castilla y León, que dejan al PP en manos de Vox si quiere mantener el gobierno en la legislatura abierta repentinamente por decisión del presidente Fernández Mañueco. El propósito de esas iniciativas parlamentarias no es normativo, claro, sino simbólico: son instrumentos en esa guerra cultural, con el altavoz que proporciona el debate en el Congreso. Una reconquista cultural que, reitero, les parece clave para ganar la batalla por el poder. Pero que, a mi juicio, habla mal de su visión de la política, de lo que les interesa a los ciudadanos.
Sabemos que las identidades son constructos sociales. Aun así, resulta increíble que los Abascal, Olona o Díaz Ayuso, como también algunos seudohistoriadores y no pocos “comunicadores” en prensa, radio y televisión, quieran reescribir la historia de España de forma tan ignara, como si aquí no hubieran vivido más que Viriato (portugués, por cierto), Don Pelayo, Jaime I y los Reyes Católicos. Por no hablar de la mixtificación de la figura de El Cid, un valeroso y hábil guerrero de frontera que no tuvo empacho en servir a los intereses del rey musulmán de Zaragoza y que no conquistó Valencia en nombre de ningún rey cristiano, sino de sí mismo.
Esa pretendida <identidad española> es brutalmente ficticia, y quizá revela más acerca del miedo de algunos a mirarse en el espejo, que no de sus convicciones. Lo dejó escrito magistral y lapidariamente Machado, en sus <Proverbios y Cantares>, antes de que lo argumentara elocuentemente el gran Edward Said: «hombre occidental/tu miedo a Oriente/ ¿es miedo a dormir, o a despertar?».
La historia de España es la de una profunda diversidad de pueblos y culturas, una riqueza incontestable, para la que hay que reconocer que no acabamos de encontrar un modelo estable de gestión política común. Y si bien el de la Constitución de 1978 nos ha ofrecido el período más duradero y exitoso, parece claro que hay que actualizarlo, y a fondo. Porque, entre otras cosas, ese acuerdo constitucional es deudor de un contexto global, incluso de un mundo, que ya no existe. Desgraciadamente, ante esa necesidad de actualización, la que parece ir ganando terreno es esa “narrativa” de la derecha extrema, al hilo de un cierto movimiento de agravio que postula la necesidad de una recentralización, una lógica centrípeta, so pretexto del peligro de desintegración de España.
Estos días he mantenido varias conversaciones sobre ese asunto con algunos buenos amigos, como Hana Jalloul y Gerardo Pisarello. Y les confiaba que, si hoy intentara repetir un experimento que realicé con frecuencia hace más de 30 años, cuando comenzábamos a debatir sobre la multiculturalidad constitutiva de España -de «las Españas», como subraya Joan Romero-, me temo que obtendría el mismo resultado, muestra de ignorancia de nuestra propia historia. Hace 30 años, en efecto, iniciaba muchas conferencias, charlas y clases con esta pregunta: ¿quién le parece que ha sido el filosofo español más importante de nuestra historia? Casi siempre la respuesta era Ortega, o Unamuno. Alguna vez alguien se atrevía a sugerir el nombre de Ramon Llull, incluso Séneca. Nunca el de una mujer, como María Zambrano. A mi juicio, la respuesta acertada era y es, por encima de todos ellos, otro cordobés, el que más ha aportado a la cultura universal, incluso por encima de Séneca, o de Maimónides (cordobeses también). Me refiero al filósofo, médico, jurista y teólogo Averroes, en la versión castellanizada, o, por su nombre árabe, Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd.
Averroes, gracias a sus Comentarios sobre Aristóteles, o a obras como Refutación de la refutación, fue clave para que la cultura europea, la universal, recuperase a Aristóteles. Además, aportó conceptos básicos para la modernidad. Distinguía entre varias formas de intelecto, hasta cuatro, aunque las básicas para él eran dos: el intelecto receptivo y el agente, una distinción que permitió separar razón y fe y desvincular la reflexión filosófica de las especulaciones míticas y su instrumentación política. Por no hablar de su noción de imputabilidad. Pero claro, el filosofo cordobés era árabe y musulmán y hay algunos que siguen pensado que es imposible ser español y árabe, o español y musulmán…
Vuelvo al presente. La primera de las dos PNL presentadas por Vox a las que me he referido antes, pretende entre otros objetivos que, a imitación de una -a mi juicio- reaccionaria y calculada iniciativa del presidente Macron, el Gobierno suspenda los visados a los ciudadanos de Marruecos, Argelia, Túnez y Mauritania, como medida de retorsión por la falta de colaboración de sus gobiernos en el control de la inmigración “ilegal”. La segunda sostiene que los flujos de inmigración “ilegal”, vinculados a lo que denominan “grave crisis migratoria” que padeceríamos hoy, unidos a los procesos de radicalización de jóvenes musulmanes, serían un peligrosísimo vivero para el terrorismo (yihadista, claro) y por tanto deben ser considerados “situación de interés para la Seguridad Nacional”.
Vox se agarra así a uno de sus ganchos electorales, el espantajo de la amenaza de la inmigración. Dejo de lado algo tan evidente como lo injustificado de que la restricción del visado afecte a todos los ciudadanos de esos países no colaboradores y no se dirija sólo a su clase dirigente. Dejo de lado lo desproporcionado de la estigmatización de los inmigrantes musulmanes (así, en general) como aspirantes a terroristas. Obviaré asimismo que carece de sentido mimetizar la iniciativa francesa (al menos respecto a Túnez y Mauritania), habida cuenta de los datos sobre la inmigración a España procedente de esos países, que son poco relevantes. Por no hablar del castigo a las mujeres y hombres de Túnez, que llevaron a cabo valerosamente una revolución democrática y a la que hemos abandonado mientras su presidente practica un golpe de Estado permanente. Me limitaré a subrayar dos aspectos.
El primero es que, una vez más, Vox recurre a hechos alternativos, falsea datos de la inmigración a Canarias (basta ver lo que muestra la web Maldita Migración), así como del impacto de los inmigrantes en el Estado del bienestar. Lo cierto y bien sabido es que la inmigración ofrece un saldo abiertamente positivo a ese respecto, pues aporta bastante más de lo que recibe. Así lo han vuelto a demostrar el International Migration Outlook (IMO) 2021 de la OCDE, y el World Migration Report 2022 de la Organización Internacional de las Migraciones (ONU): lean el capítulo 12, por ejemplo.
El segundo, es que justo cuando Vox pretende afirmarse como partido de gobierno, acredita un severo desconocimiento de exigencias básicas de una política de Estado, adecuada a nuestro contexto global. Mensajes como éste evidencian que Vox no conoce bien -por no decir, nada- el mundo en el que vivimos y prefiere vivir en su ensoñación de la España imperial. En un momento de crisis energética respecto al suministro de gas (que no afecta a Francia, líder de la energía nuclear), cuando España puede ofertar un corredor de gas para la UE, gracias a Argelia y aún más si las relaciones con Marruecos mejoran, lo último que dicta el manual de relaciones exteriores es utilizar la diplomacia agresiva contra esos dos países. No digamos nada en la coyuntura de tensión a propósito de Ucrania, a la que no es en absoluto ajena la cuestión energética. Quizá sus dirigentes podrían comenzar por leer un libro escrito por alguien nada sospechoso de peligroso izquierdismo, La venganza de la geografía, de Robert Kaplan. Porque eso repercute en el día a día de los ciudadanos, en el coste de la luz, del gas, de la gasolina y del diésel, por ejemplo. Pero superar esa grosera ignorancia quizá es mucho pedir a quienes viven de un populismo irresponsable, aun a costa de poner en riesgo las necesidades e intereses de los ciudadanos españoles que dicen defender.