LA POLÍTICA DE LA RECONQUISTA CULTURAL (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 14 de febrero de 2022)

En círculos de nuestra derecha política cobra fuerza la tesis de dar prioridad a la denominada “guerra cultural”. Se trata de una batalla por la hegemonía cultural, que tiene no poco de paradójica reinterpretación de Gramsci. Hay una versión soi dissant liberal, la que me parece que pueden representar, con todos los matices que quieran, la diputada Cayetana Alvarez de Toledo, o su protector, el escritor Vargas Llosa, en su faceta de activista político de la derecha liberal. Y otra, en tono mucho más agreste, enarbolada por las gentes de Vox e incluso algún sector del PP, como la señora Díaz Ayuso. Esta segunda versión cada vez parece más próxima a los lemas y propósitos del supremacismo, a la xenofobia -cuando no el racismo- de los Orban, Le Pen, del muy hábil polemista Zemmour y, claro, de la versión estadounidense, la que encarnan Trump, su ideólogo Bannon y el movimiento Q’anon.

Así, la extrema derecha y una parte de la derecha, parecen empeñadas en la reivindicación de la superioridad de «nuestra cultura», la española, que -como en la polémica entre Américo Castro y Sánchez Albornoz-, entienden como una cultura monolítica, cristiana y castellana, en nombre de la cual habría que reconquistar España frente a los que quieren disolverla. A su entender, hoy, como entonces -o en la “cruzada” del 36-, se trataría de ganar la batalla por la verdadera alma de España, frente a la nueva llegada amenazadora de los <moros> (meros «invasores», dicen, aunque la invasión durara 7 siglos) y frente a los separatistas <antiespañoles>. Y claro, eso exige expulsar a los extraños y domeñar a los rebeldes.

Así lo ha dejado claro Vox, por enésima vez, en las Proposiciones No de Ley (PNL) números 854 y 855, que se debatirán en el próximo pleno en el Congreso y respecto a las cuales será interesante ver la reacción del PP, sobre todo tras los resultados de las elecciones en Castilla y León, que dejan al PP en manos de Vox si quiere mantener el gobierno en la legislatura abierta repentinamente por decisión del presidente Fernández Mañueco. El propósito de esas iniciativas parlamentarias no es normativo, claro, sino simbólico: son instrumentos en esa guerra cultural, con el altavoz que proporciona el debate en el Congreso. Una reconquista cultural que, reitero, les parece clave para ganar la batalla por el poder. Pero que, a mi juicio, habla mal de su visión de la política, de lo que les interesa a los ciudadanos.

Sabemos que las identidades son constructos sociales. Aun así, resulta increíble que los Abascal, Olona o Díaz Ayuso, como también algunos seudohistoriadores y no pocos “comunicadores” en prensa, radio y televisión, quieran reescribir la historia de España de forma tan ignara, como si aquí no hubieran vivido más que Viriato (portugués, por cierto), Don Pelayo, Jaime I y los Reyes Católicos. Por no hablar de la mixtificación de la figura de El Cid, un valeroso y hábil guerrero de frontera que no tuvo empacho en servir a los intereses del rey musulmán de Zaragoza y que no conquistó Valencia en nombre de ningún rey cristiano, sino de sí mismo.

Esa pretendida <identidad española> es brutalmente ficticia, y quizá revela más acerca del miedo de algunos a mirarse en el espejo, que no de sus convicciones. Lo dejó escrito magistral y lapidariamente Machado, en sus <Proverbios y Cantares>, antes de que lo argumentara elocuentemente el gran Edward Said: «hombre occidental/tu miedo a Oriente/ ¿es miedo a dormir, o a despertar?».

La historia de España es la de una profunda diversidad de pueblos y culturas, una riqueza incontestable, para la que hay que reconocer que no acabamos de encontrar un modelo estable de gestión política común. Y si bien el de la Constitución de 1978 nos ha ofrecido el período más duradero y exitoso, parece claro que hay que actualizarlo, y a fondo. Porque, entre otras cosas, ese acuerdo constitucional es deudor de un contexto global, incluso de un mundo, que ya no existe. Desgraciadamente, ante esa necesidad de actualización, la que parece ir ganando terreno es esa “narrativa” de la derecha extrema, al hilo de un cierto movimiento de agravio que postula la necesidad de una recentralización, una lógica centrípeta, so pretexto del peligro de desintegración de España.

Estos días he mantenido varias conversaciones sobre ese asunto con algunos buenos amigos, como Hana Jalloul y Gerardo Pisarello. Y les confiaba que, si hoy intentara repetir un experimento que realicé con frecuencia hace más de 30 años, cuando comenzábamos a debatir sobre la multiculturalidad constitutiva de España -de «las Españas», como subraya Joan Romero-, me temo que obtendría el mismo resultado, muestra de ignorancia de nuestra propia historia. Hace 30 años, en efecto, iniciaba muchas conferencias, charlas y clases con esta pregunta: ¿quién le parece que ha sido el filosofo español más importante de nuestra historia? Casi siempre la respuesta era Ortega, o Unamuno. Alguna vez alguien se atrevía a sugerir el nombre de Ramon Llull, incluso Séneca. Nunca el de una mujer, como María Zambrano. A mi juicio, la respuesta acertada era y es, por encima de todos ellos, otro cordobés, el que más ha aportado a la cultura universal, incluso por encima de Séneca, o de Maimónides (cordobeses también). Me refiero al filósofo, médico, jurista y teólogo Averroes, en la versión castellanizada, o, por su nombre árabe, Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd.

Averroes, gracias a sus Comentarios sobre Aristóteles, o a obras como Refutación de la refutación, fue clave para que la cultura europea, la universal, recuperase a Aristóteles. Además, aportó conceptos básicos para la modernidad. Distinguía entre varias formas de intelecto, hasta cuatro, aunque las básicas para él eran dos: el intelecto receptivo y el agente, una distinción que permitió separar razón y fe y desvincular la reflexión filosófica de las especulaciones míticas y su instrumentación política. Por no hablar de su noción de imputabilidad. Pero claro, el filosofo cordobés era árabe y musulmán y hay algunos que siguen pensado que es imposible ser español y árabe, o español y musulmán…

Vuelvo al presente. La primera de las dos PNL presentadas por Vox a las que me he referido antes, pretende entre otros objetivos que, a imitación de una -a mi juicio- reaccionaria y calculada iniciativa del presidente Macron, el Gobierno suspenda los visados a los ciudadanos de Marruecos, Argelia, Túnez y Mauritania, como medida de retorsión por la falta de colaboración de sus gobiernos en el control de la inmigración “ilegal”. La segunda sostiene que los flujos de inmigración “ilegal”, vinculados a lo que denominan “grave crisis migratoria” que padeceríamos hoy, unidos a los procesos de radicalización de jóvenes musulmanes, serían un peligrosísimo vivero para el terrorismo (yihadista, claro) y por tanto deben ser considerados “situación de interés para la Seguridad Nacional”.

Vox se agarra así a uno de sus ganchos electorales, el espantajo de la amenaza de la inmigración. Dejo de lado algo tan evidente como lo injustificado de que la restricción del visado afecte a todos los ciudadanos de esos países no colaboradores y no se dirija sólo a su clase dirigente. Dejo de lado lo desproporcionado de la estigmatización de los inmigrantes musulmanes (así, en general) como aspirantes a terroristas. Obviaré asimismo que carece de sentido mimetizar la iniciativa francesa (al menos respecto a Túnez y Mauritania), habida cuenta de los datos sobre la inmigración a España procedente de esos países, que son poco relevantes. Por no hablar del castigo a las mujeres y hombres de Túnez, que llevaron a cabo valerosamente una revolución democrática y a la que hemos abandonado mientras su presidente practica un golpe de Estado permanente.  Me limitaré a subrayar dos aspectos.

El primero es que, una vez más, Vox recurre a hechos alternativos, falsea datos de la inmigración a Canarias (basta ver lo que muestra la web Maldita Migración), así como del impacto de los inmigrantes en el Estado del bienestar. Lo cierto y bien sabido es que la inmigración ofrece un saldo abiertamente positivo a ese respecto, pues aporta bastante más de lo que recibe. Así lo han vuelto a demostrar el International Migration Outlook (IMO) 2021 de la OCDE, y el World Migration Report 2022 de la Organización Internacional de las Migraciones (ONU): lean el capítulo 12, por ejemplo.

El segundo, es que justo cuando Vox pretende afirmarse como partido de gobierno, acredita un severo desconocimiento de exigencias básicas de una política de Estado, adecuada a nuestro contexto global. Mensajes como éste evidencian que Vox no conoce bien -por no decir, nada- el mundo en el que vivimos y prefiere vivir en su ensoñación de la España imperial. En un momento de crisis energética respecto al suministro de gas (que no afecta a Francia, líder de la energía nuclear), cuando España puede ofertar un corredor de gas para la UE, gracias a Argelia y aún más si las relaciones con Marruecos mejoran, lo último que dicta el manual de relaciones exteriores es utilizar la diplomacia agresiva contra esos dos países. No digamos nada en la coyuntura de tensión a propósito de Ucrania, a la que no es en absoluto ajena la cuestión energética. Quizá sus dirigentes podrían comenzar por leer un libro escrito por alguien nada sospechoso de peligroso izquierdismo, La venganza de la geografía, de Robert Kaplan. Porque eso repercute en el día a día de los ciudadanos, en el coste de la luz, del gas, de la gasolina y del diésel, por ejemplo. Pero superar esa grosera ignorancia quizá es mucho pedir a quienes viven de un populismo irresponsable, aun a costa de poner en riesgo las necesidades e intereses de los ciudadanos españoles que dicen defender.

DE VOTOS, NORMAS, JUECES Y (BUEN) GUSTO, Versión ampliada del artículo publicado en La Vanguardia-Valencia, 4 de febrero de 2022

Un buen amigo y compañero, el profesor y senador Artemi Rallo, suele ironizar con mi “espíritu de tertuliano”. Ya saben, los “todólogos”, cuya osadía para opinar sobre lo que les pongan por delante no tiene límites. El otro día se sorprendía, divertido, por el hecho de que yo no hubiera escrito nada a propósito del Benidorm Fest. Todo se andará, le dije. Y aquí estamos.

Reconozco que pertenezco al exiguo grupo de valencianos a los que otro amigo, el periodista Alfons García Giner, definía como “estirados indignos”: aquellos, por ejemplo, a los que no nos gustan ni las fallas, ni Eurovisión. Por eso, no estaba al tanto del resultado, aunque la sobreabundante información en medios y en las redes sociales colmó pronto mi ignorancia, a la par que mi perplejidad por la virulencia de no pocas intervenciones. en todo caso, permítanme afirmar que, a mi juicio, el festival ha sido un éxito de imagen para la Comunidad valenciana y, por tanto, la apuesta del Consell y de su presidente Ximo Puig por situar la selección del concurso de Eurovisión en Benidorm, debe considerarse un acierto.

Como saben, el asunto ha llegado al Congreso de los Diputados, porque por medio anda nada menos que la corporación pública de RTVE. Y es que, comoquiera que todos pagamos RTVE, se denuncia que no haya facilitado que el fallo del festival fuera una decisión acorde con el sentir mayoritario. El voto popular, en efecto, fue abrumadoramente favorable a la canción Terra, interpretada en gallego por el grupo Tanxugueiras y, en segundo lugar, a Ay mamá, la canción con mensaje feminista interpretada por la artista conocida como Rigoberta Bandini. La ganadora, la canción SloMo que interpretó con brío Chanel, obtuvo un escaso porcentaje de apoyo popular. Por cierto, anoten el detalle del que se hacía eco Analía Plaza en un artículo reciente (https://www.levante-emv.com/ocio/tv/2022/02/03/rtve-modifico-ocasiones-condiciones-eurovisivas-62250874.html): según la información proporcionada por Bupler, un portal especializado en televisión, en los últimos 30 años RTVE siempre ha exigido el 50% de los derechos editoriales de las canciones de Eurovisión, con dos excepciones: la canción de Chikilicuatre y la de este año, de Chanel. Y resulta que, en distinta proporción, los derechos de ambas canciones pertenecen a la misma discográfica, BMG, del grupo Bertelsmann. Como subraya la misma periodista, de cara a la promoción de la canción, esa alianza de RTVE y al discográfica puede funcionar bien. Pero la transparencia es siempre importante, algo que a mi juicio no parecía entender María Eizaguirre, directora de comunicación de RTVE en su rueda de prensa, en la que compareció tan indignada como aparentemente sorprendida por el hecho de que alguien pudiera interrogarse sobre la exquisita neutralidad de RTVE en su proceder.

Mi desconocimiento técnico sobre la música es sólo parejo a mi convicción de que no se puede vivir sin ella. No opinaré, pues, sobre las cualidades de las canciones, ni de sus intérpretes. No me extraña que hayan aparecido en torno al resultado polémicas que parecen traducir una inflamación identitaria (como son de nuestra tierra -gallegos, murcianos, catalanes…) si tenemos en cuenta que el festival de Eurovisión, además de negocio, tiene un componente de competición entre Estados. Más perplejidad produce el recuento de palabras que se cantan en inglés, o la estúpida disputa sobre el derecho a cantar en gallego, como si el gallego no fuera una de las lenguas oficiales en España. Lamento eso sí, una vez más, la tormenta de insultos, amenazas y mensajes de odio en las redes y desde luego, las dirigidas a la ganadora. Con todo, a un profesor de filosofía del Derecho (si me apuran, a un senador) no puede dejar de llamarle la atención una derivada del asunto. Me refiero a la polémica sobre la divergencia entre votos y reglas, y sobre el papel del jurado en todo esto. Si, además, te interesa la filosofía, también tiene su miga la pregunta sobre quién tiene o debe tener la palabra acerca de lo que es bello e incluso sublime, por ponernos kantianos.

En efecto, entre quienes eran entrevistados sobre el lío, no faltaron quienes mostraban su enfado por la “afrenta a la democracia” que suponía la decisión del jurado y el fallo final, máxime después de que los representantes de RTVE hicieron públicos los datos de esas votaciones. Y eso, pese a que las reglas de juego eran previas y muy claras sobre la ponderación del voto, esto es, el peso que correspondería a las decisiones del jurado y a los votos populares en la decisión final. El mensaje de protesta en nombre de la democracia herida, seguro, les sonará: la verdadera democracia está en manos de la voluntad del pueblo, que no puede ser suplantada por leguleyos, ni por jueces elitistas y ajenos al sentir popular. La verdadera democracia está en las urnas, en el voto de los ciudadanos, no en las leyes ni en quienes tienen el poder de aplicarlas. Si la legalidad y las decisiones de los jueces chocan con el sentir del pueblo, peor para la legalidad y para los jueces…Por eso se ha llegado a sostener que la corporación pública habría primado un criterio antidemocrático y por consiguiente, ilegítimo. E incluso hay quien ha pedido que se revoque el resultado.

Ya sé que simplifico una cuestión de enorme calado en la filosofía política y jurídica y en la práctica de las democracias. Pero, para no hacerme largo, recordaré que la mejor manera que hemos encontrado para resolver esa antinomia entre democracia y leyes ,consiste en recordar la verdad que encierra la vieja fórmula de la superioridad del gobierno de las leyes sobre el de los hombres, en aras precisamente de la garantía de los más débiles, como ha explicado Ferrajoli: el Derecho se legitima justamente por eso, por poder jugar el papel de barrera en defensa de esos más que no cuentan, frente a la ley de la selva, la de los intereses de los más fuertes y poderosos, como quieren siempre imponernos, como sigue tratando de imponernos, el discurso paleoliberal del mercado global. Eso sí, la receta platónica exige hoy el imprescindible añadido de que esas leyes sean democráticas, esto es, fruto de una decisión adoptada por la mayoría de los representantes de los ciudadanos, con respeto a los derechos de las minorías, después de un procedimiento de libre deliberación a su vez sujeto a reglas acordadas previamente. Y siempre con la garantía de que, frente a tales decisiones, cabe recurrir a su revisión por un contrapoder, los jueces. A éstos se les atribuye la competencia para revisar la observancia de reglas y procedimientos y el respeto a los derechos concernidos. A condición, claro, de que, a su vez, respeten esas reglas en su toma de decisión. Porque los jueces no son los señores del Derecho. El único señor legítimo del Derecho es el pueblo. Ahora bien, el pueblo tampoco es soberano absoluto: tiene un límite, el mismo que supone la idea básica del Estado de Derecho, el respeto a la ley, entendida ésta hoy de otra manera: respeto a la Constitución y al Derecho internacional de los derechos humanos.

La cuestión aquí, me parece, es que había unas reglas de juego y que eran públicas. Reglas que, probablemente, no fueron suficientemente publicitadas, esto es, que no hubo un particular empeño de transparencia. Quizá, porque no casaban muy bien con el proclamado propósito de abrir la decisión a la participación popular, un gancho eficaz para conseguir audiencia. Participación sí, pero sin abusar, parece que era el leit motiv real. En el fondo, en la intervención de la mencionada directora de comunicación de RTVE subyacía un conocido argumento: vale, el pueblo pude participar, pero las reglas de juego sobre el voto ponderado estaban bien, porque la última palabra la han de tener los verdaderos jueces, los que de verdad saben de esto, de música: no sólo del grado de belleza y armonía de la música. También del marketing, de cómo venderla para ganar un festival.

El argumento suena bien, pero no deja de rechinar. Es verdad que, frente al tópico “para gustos, los colores” (de gustibus non disputandum), frente a la tantas veces estéril polémica en torno a lo que sea el  <buen gusto>, la réplica no es difícil. Hay mucho escrito sobre los gustos. Por ejemplo, el ensayo de Bourdieu “La distinción. Criterios y bases sociales sobre el gusto”, que argumenta sobre el poder del contexto de clase a la hora de la creación de los cánones estéticos. Que no seamos conscientes de ello no significa que el criterio de gusto sea absolutamente espontáneo, arbitrario, fruto de preferencias de cada quien, nada objetivable. Es imposible ignorar la capacidad de la propaganda, de la manipulación, a la hora de conformar nuestros gustos.

Aún así, se podría contraargumentar que, si se trata de decidir si algo gusta, parece difícil negar que debe tener un peso decisivo el gusto de aquellos a quienes se supone que debe gustar. Aunque su criterio no obedezca a las mismas razones, ni sea particularmente formado, ni sublime. Por mi parte diré que comoquiera que se trata de un festival de las televisiones que representan a los pueblos, de los ciudadanos europeos (en sentido cada vez más amplio, que ya comenzó por incluir a Israel) y no de un concurso de pureza estilística, darle a ls ciudadanos el peso decisivo tampoco es tan disparatado.

Otra cosa es que todo el asunto revela, de nuevo, una lección importante sobre el ejrcicio de la democracia: la importancia de los reglamentos electorales. Quien controla la ley electoral, decide sobre la práctica de la democracia.

Dicho todo lo anterior, y para terminar, déjenme que añada que de los tres contendientes por la victoria final, mi preferencia es por Rigoberta Bandini y su Ay, mamá. Y algo más: mi deseo de que dejen en paz a Chanel y tenga suerte en su carrera.