La relación entre la noción de fronteras y el Derecho es un argumento elemental de la filosofía del Derecho y de la ciencia y filosofía políticas. Pero quizá no se ha reparado tanto en esta otra relación, la que existe entre violencia, fronteras y Derecho: violencia en las fronteras, violencia de las fronteras. ¿Qué hace el Derecho, qué papel juega ante una y otra forma de violencia?
1. Comencemos por la violencia más evidente, la violencia en las fronteras. El impacto de los hechos de violencia en la frontera es innegable: siempre lo es cuando hay un daño, siempre que hay sufrimiento. Porque la violencia significa ante todo daño, en la medida en que la violencia busca imponer u obtener algo por la fuerza. Y el daño injustificado o desproporcionado es el mal que el Derecho no puede, no debe aceptar.
Esta idea se refuerza aún más si aceptamos la tesis de algunos filósofos del Derecho, como Ballesteros, que sostienen que en el corazón de la utilidad del Derecho se encuentra su condición de barrera contra la violencia y la desigualdad: por eso el Derecho sería, idealmente, “no discriminación y no violencia”.
Aún más, el núcleo de lo que el Derecho debe prohibir, según la conocida argumentación de J.S.Mill en su On Liberty, es el daño a tercero. Por eso, la primera reflexión sobre esa violencia en las fronteras, como aquella a la que venimos asistiendo casi en directo en Lampedusa, Ceuta o Melilla, es que muchos de esos actos parecen coincidir con lo que consideramos delito, en la medida en que revelan usos desproporcionados de fuerza, amenazas desproporcionadas a la vida, a la integridad física, a la libertad, en relación con aquello que pretenden evitar, la llegada irregular a nuestras fronteras.
Hablamos de daños en necesidades básicas, en bienes jurídicos primarios, en derechos humanos universales: a la vista de esos daños podemos decir que las fronteras significan hoy riesgo de muerte, muerte.
Hay quien negará esta premisa al recordarnos de forma pragmática que, a fin de cuentas, el Derecho es sólo otra forma de la violencia. Sus argumentos son conocidos: ¿no es en sí el Derecho violencia institucional? ¿No es ese el sentido real del weberiano monopolio de la violencia, que significa monopolio del Derecho en cuanto instrumento de coacción y sanción?, ¿no está ahí el vínculo entre Derecho, poder y miedo, el recurso al miedo como vínculo político instintivo (tanto al menos como el instinto gregario, de rebaño, la voluntad de ser siervo)?
¿No es eso lo que nos anticipaba el brocardo primus in orbe deos facit timor, una constante de la teoría política, desde Grecia a nuestros días, que enuncia la fuerza del miedo como factor de obediencia? ¿No nos impone esa conclusión un examen realista, como el propuesto por Ross en su polémica con Kelsen acerca de la nota distintiva del Derecho, que no sería la validez, sino su eficacia coactiva?
Hasta en el arte se nos transmite esa visión. Por ejemplo, en la mirada sobre el Derecho como violencia expresiva, al menos en las sociedades originarias, que tan plásticamente refleja Eastwood en el diálogo de su premiada película Unforgiven (Sin Perdón), entre el pistolero/sheriff Little Bill Dagget (Gene Hackmann) y el pistolero English Bob (Richard Harris), mientras aquél le propina a este una terrible paliza:
– English Bob: Yo os maldigo. Os maldigo a ti y todos los que como tú sois gente sin moral y sin leyes. Y a vuestras putas sin moral y sin honor. No me extraña que todos vosotros emigrárais a América, porque nadie en Inglaterra os quería. Sois un montón de salvajes. Una piara de sangrientos salvajes. Os maldigo.
Claro que hay otra mirada, otra comprensión sobre la relación entre fuerza, violencia y Derecho. Y el mismo Eastwood nos la ofrece como contrapartida en otro film: Grand Torino. Para poder justificar esa otra visión, para deslindar el monopolio legítimo de la violencia frente a la violencia ejercida por quien tiene suficiente poder para imponerla, resulta inevitable acudir a la idea de justicia.
Pero a su vez, para que esta no sea un recurso formal, maleable en manos del poderoso, es necesario remitir el uso de poder a la noción de derechos humanos, concreción histórica de esa idea de justicia. Sólo un Derecho entendido como lucha por el Derecho, Kampf um Recht(Ihering), que se resuelve en lucha por los derechos, Kampf um Rechten, puede pretender ser instrumento distinto del recurso a la violencia.
Es decir, tal y como advierte Ferrajoli, un Derecho entendido como ley del más débil. Pero no en el sentido prenietzscheano que nos mostró Calicles, como recurso ingenioso y resentido de los débiles contra el fuerte, el verdadero señor natural, sino como reconocimiento del otro, como lucha por los derechos del otro y en particular del otro más vulnerable.
Pues bien, precisamente el más vulnerable es el que busca asilo, aquel que no tiene en su propio país el derecho a tener derechos, el primer derecho, el Urrecht. Y la lucha por el primer derecho obliga a defender eficazmente a quienes cruzan las fronteras en su búsqueda, para conseguir su reconocimiento. Un reconocimiento elemental que es el primer amparo jurídico: la viejísima institución del asilo como forma institucional de la hospitalidad, tal y como insistieron con acento diferente Arendt y Brecht.
Si la fuerza coactiva propia del Derecho que se ejerce en las fronteras no respeta esos límites, deja de ser ejercicio del monopolio legítimo de la fuerza y se convierte en violencia. Volveremos enseguida sobre esta cuestión, probablemente la prueba más evidente de la deriva ilegítima de las políticas europeas de migración y de asilo.
2. Pero más allá de lo directamente visible, la violencia en las fronteras, se encuentra otra cuestión, la de la violencia de las fronteras, es decir, la pregunta: ¿Son las fronteras un daño y, por tanto, violencia? ¿Aún más, son violencia estructural? Las fronteras significan hoy, para muchos seres humanos, vuelvo a constatarlo, un riesgo serio de muerte o de daños importantes en la integridad física. Son para muchos una restricción a la libertad de circulación que parece discriminatoria e inaceptable. ¿Debemos abolirlas porque son un daño? ¿O son simplemente una más de las reglas que hacen posible la libertad, aunque sea al precio de limitarla?
Hablo de violencia de las fronteras en la medida en que la legalidad que hace y define hoy las fronteras rompe con el Derecho, con los derechos. Porque, en el caso de la UE hoy y sobre todo (como ha explicado Naïr) como consecuencia del proceso de renacionalización de las políticas migratorias y de asilo, las fronteras son un «instrumento de guerra contra inmigrantes y refugiados». Así viene denunciándolo desde hace años Migreurop: una guerra en la que el Derecho es instrumento básico, lo que supone la destrucción del Estado de Derecho y de aquello que da sentido al Derecho mismo, la lucha por los derechos.
Repetiré una obviedad: la guerra es, en cierto modo la negación del Derecho. No es la continuación de la política por otros medios. Es el mal.Y por eso me parece justificado decir que la deriva de las políticas migratorias y de asilo de la UE suponen el resurgimiento de una tradición jurídica y política que desarrolla el negativo del Derecho.
En efecto, esta “guerra contra los inmigrantes y refugiados” tiene su coartada (me niego a hablar de justificación) en esa inversión de la lógica del Derecho que es el principio de discriminación del otro. Sobre esa negación se edifica la arquitectura jurídica de su no reconocimiento, que se concreta a su vez en la negación de la igualdad (en la negación al otro de su reconocimiento como persona) y por tanto en la ausencia de un status jurídico de seguridad.
Además, esta concepción tiene el refuerzo de su funcionalidad desde el punto de vista económico, esto es, sirve para alimentar el negocio de la explotación laboral, que muestra toda su cruel ambigüedad en los dos extremos de la política de sobreexplotación propia de economía de burbuja, del capitalismo de casino y en las políticas de cierre (que, a su vez, fomentan de otro modo las redes clandestinas de explotación). Todo ello muestra a las claras la extrema condición de precariedad –el epítome de la condición de “desechables”, de su “liquidez”– que se atribuye a los inmigrantes.
En cierto modo, como se ha denunciado, esa utilización de los inmigrantes apunta al vínculo entre la nueva forma de esclavitud que afecta a los inmigrantes (como trabajadores) y las políticas migratorias (también de asilo). La tesis es bien conocida. Del mismo modo que hablamos de racismo y xenofobia institucionales, la otra cara del racismo y la xenofobia, las políticas migratorias (y de asilo) son el marco institucional que propicia nuevas formas de esclavitud que afectan a los inmigrantes (y asilados).
El marco que hace posible políticas de anulación de derechos fundamentales de los inmigrantes por su condición de inmigrantes, como denuncian una y otra vez rigurosos informes de ONG como CEAR, Cáritas, APDHA, SOS Racismo, Sanidad para todos, Red Acoge y tantas otras. Esas políticas forman parte de una concepción que muestra cómo los movimientos migratorios son piezas estructurales de un sistema, y no oleadas espontáneas, salvajes, incomprensibles: invasiones.
No, las migraciones se integran en un sistema económico global, al que llamamos proceso de globalización, regido por la lógica neofundamentalista del capitalismo de mercado global, que extiende la desigualdad y la explotación sobre la pretendida movilidad y libre curso del mercado. La negación de la igualdad (la negación al otro de su reconocimiento como persona), se concreta en la ausencia de un status jurídico de seguridad y en la quiebra de los principios de legalidad y de igualdad ante la ley, de la garantía de la igual libertad y la reducción de esos sujetos (infrasujetos si no propiamente no-sujetos) a propiedad.
Es decir, lo que se instrumentaliza mediante ese Derecho de excepción que es el Derecho migratorio (más que Derecho de extranjería) que, como advierte Lochak, opta por el “estado de sitio”, en lugar del Estado de Derecho y convierte en permanente la situación excepcional, provisional, extra-ordinaria que es un “estado de excepción”.
En efecto, a esos infrasujetos se les niega incluso su condición misma de inmigrantes, el derecho a ser inmigrante, concretado en el derecho de libre circulación (un derecho complejo, como postulaba el añorado profesor Chueca), que conecta directamente con el principio de autonomía y con su corolario de elección del propio plan de vida, de moverse con arreglo a él.
La construcción de la figura jurídica del inmigrante como infrasujeto o no sujeto tiene que ver, obviamente también con su utilización como problema-obstáculo a los efectos de consumo partidista interno. El inmigrante como chivo expiatorio, como agresor externo contra el que hay que proteger a los ciudadanos. De esa forma el sistema se relegitima, por más que lo haga conforma al más antiguo de los modelos de legitimación, que, como hemos visto, en ese primus in orbe deos facit timor, es el miedo. Y por eso creo que se puede decir que esas políticas migratorias y de asilo son políticas de guerra, que tratan de meternos miedo, que tengamos miedo, que cedamos la libertad y los derechos, empezando por la libertad de crítica, en aras de la protección que supuestamente se nos ofrece.
Me parece difícil negar que ese modelo de política de las fronteras viola la lógica propia del Estado de Derecho, sus principios y valores, sus reglas: la primacía de los derechos, los bienes jurídicos e intereses que se establecen como prioritarios porque están al servicio de las necesidades básicas. Cuando todo el empeño de la política migratoria es conceptualizar la inmigración en tiempos de crisis como una amenaza de orden público y aun de seguridad, de defensa, se entiende que exija la institucionalización de instrumentos de excepción, como los campos de internamiento, la utilización de fuerzas armadas o análogas (el sistema FRONTEX) y la criminalización de inmigrantes.
Sobre esa base se asienta una lógica jurídica que desgraciadamente ha calado en la opinión pública y que “justifica” limitar, reducir, eliminar derechos fundamentales a los inmigrantes y refugiados por su condición de tales. Lo que es peor, en ese proceso de estigmatización se niega a los refugiados incluso el derecho a serlo, el derecho elemental a pedir asilo.
Además, esta política de fronteras impone una vieja lógica territorial estatal, al servicio de unas nociones de mercado y de poder, de soberanía, incluso, que son ya caducas: porque esa versión de las fronteras viola la lógica universalista de la globalización jurídica y política, que sigue la vía del cosmopolitismo jurídico, al menos en lo relativo al igual reconocimiento de los derechos humanos universales y de sus garantías. Una vía en la que se muestra el oxímoron de una noción de soberanía estatal que aún hoy pretende ponerse por encima de las exigencias del Estado de Derecho, es decir, del sometimiento al Derecho, comenzando por los derechos humanos.
Insistiré. Lo más grave, a mi juicio, es que esta política de fronteras es violencia que viola, daña a los más vulnerables ante el Derecho, los que no son ciudadanos, los refugiados y con ello viola el derecho mas elemental, el derecho a tener derechos: el asilo.
Por eso, como lo demuestra la existencia de los CIE y sobre todo de los campos externalizados, como lo acredita la voluntad de anulación del derecho de asilo en la que están empeñados buena parte de los gobiernos europeos, con el Gobierno Rajoy al frente, la lucha por el Derecho, por los derechos, por el Estado de Derecho, hoy, es lucha contra esa utilización de las fronteras como violencia, una utilización que, si se piensa bien, supone una perversión de aquel fragmento 44 de Heraclito que nos proponía: “Un pueblo debe luchar por sus leyes como por sus murallas” (753 (22 B 44) D. L., IX 2).
En este mes tendremos ocasión de comprobarlo a través de las propuestas (o de su ausencia) formuladas en los programas de las candidaturas a las elecciones europeas. Y tendremos también la oportunidad de votar en consecuencia.