La última batalla de esa impresionante luchadora que ha sido Ruth Bader Ginsburg, estaba condenada inexorablemente a la derrota, pero ella no cejó. No me gusta aplicar a los enfermos de cáncer esos términos, <lucha>, <victoria>. Pero en este caso es absolutamente adecuado porque, según confesó hace pocas semanas a su nieta, su último deseo era éste: poder vivir lo suficiente como para que su sustitución como magistrada del Tribunal Supremo de los EEUU fuera un nombramiento propuesto por el nuevo presidente. De hecho, ya había rechazado jubilarse durante el segundo período del mandato de Obama (lo que habría posibilitado su sustitución por un magistrado/a de carácter progresista), porque tenía una voluntad de trabajo que le hacía pensar que podría seguir desempeñándolo responsablemente, hasta “cumplir los 90”. En todo caso, comentó en más de una ocasión que deseaba que su sustitución fuera realizada por un nuevo presidente que esperaba fuera mejor que Trump, al que se enfrentó abiertamente desde antes incluso de su elección, con declaraciones que alguna vez entraron en la terminante descalificación, algo de lo que expresamente se retractó, en una de las escasas muestras de moderación de su <radicalidad>.
RBG, como era popularmente conocida o incluso “notorius RBG”, según el apodo que acuñó con mucho éxito una estudiante de Derecho norteamericana, Shana Knizhnik, haciendo un juego de palabras con el nombre de un famoso rapero, “Notorious BIG”, fue también, en los últimos años un auténtico icono cultural para las nuevas generaciones. La propia Knizhnik, con Iris Carmon, escribió luego la biografía más conocida de Ruth Bader, Notorious RBG. The Life and Times of RBG, que publicó The NewYork Times en su colección de bestsellers.
Su férrea voluntad de trabajo en defensa de la igualdad de género, de los derechos de las mujeres y su combate contra todas las formas de discriminación, comenzando por los que sufren los trabajadores, las minorías y los inmigrantes, contrastaba con una apariencia física de fragilidad, acentuada a sus 87 años tras cuatro procesos de cáncer y un progresivo debilitamiento de la vista y del oído. Pero si hay un ejemplo contemporáneo en los EEUU de la mulier fortis, es precisamente Ruth Bader. Y no precisamente en el clásico papel conservador de la mujer invisibilizada en el hogar, sino en el de la jurista y ciudadana: militante de la Unión Americana por las Libertades Civiles -ACLU-, fundó en 1972 la sección dedicada a derechos de las mujeres, dispuesta a acabar con esa invisibilización, con la subordiscriminación que sufren las mujeres todavía en este siglo. En los años 70 y 80 defendió ante el TS seis de los principales casos de discriminación de género de los que ganó cinco, hasta conseguir que se aceptara que la misma enmienda que vetaba la discriminación racial debía prohibir toda forma de discriminación de las mujeres como inconstitucional.
RBG llegó al Tribunal Supremo de los EEUU a propuesta del presidente Clinton, en 1993, en sustitución de Byron R. White, quien había sido propuesto por el presidente John F. Kennedy y ejerció en el TS durante más de 30 años. El Senado confirmó el nombramiento en menos de dos meses, con 96 votos a favor y sólo 3 en contra. El último justice del TS nombrado a propuesta de un presidente demócrata había sido Thurgood Marshall, a quien propuso Lyndon B. Johnson en 1967. Mucho han calificado a Bader como la Thurgood Marshall del movimiento de derechos de las mujeres.
Como justice del TS, Ruth Bader cabe situar a Bader en la estela del legendario justice Holmes (“the great Dissenter”), por sus votos en disidencia de la mayoría conservadora del alto tribunal, en especial durante los años en que, tras la jubilación en 2006 de la primera mujer que accedió al cargo, Sandra O’Connor- con quien mantuvo una excelente relación dialéctica desde posiciones ideológicas alejadas-, se convirtió en representante casi en solitario de la lucha por la igualdad de género y por los derechos de las minorías, así como por nuevos derechos, también en el ámbito medioambiental. Eso no le impidió votar junto a sus colegas conservadores cuando pensó que tenían razón: RBG probó un y otra vez que se guiaba por su independencia de criterio, no por banderías.
El estilo de sus resoluciones es proverbial: en lugar de un lenguaje complicado con largas subordinadas y términos alambicados, RBG procuraba emplear oraciones declarativas sencillas y desprovistas del tan abstruso como muchas veces incomprensible argot jurídico. En más de una ocasión declaró que en ello advertía la influencia de sus estudios de literatura con Vladimir Nabokov en Cornell. Con frecuencia, para presentar sus votos en disidencia, utilizaba un guiño gestual, incluyendo en la túnica judicial adornos llamativos e incluso lo que se llamó un «collar disidente”. Esos votos, que comenzaban con el I dissent -frecuentemente sin la mediación del obligado “respetuosamente”-, son un ejemplo de poderosa argumentación jurídica, que bien cabe situar en la tradición consagrada por Ihering de entender el Derecho como la herramienta “civilizada” de una lucha social, que es la lucha por el Estado de Derecho, la lucha por los derechos. Esos años, según reveló en una entrevista en 2014, fueron «sus peores tiempos»: “La imagen para el público que entraba a la sala del tribunal era de ocho hombres, de cierto tamaño, y luego esta mujercita sentada a un lado. Esa no fue una buena imagen para que la viera el público “. Hay que hacer notar que Obama consiguió que se nombrara a otras dos mujeres, de perfil progresista: Sonia Sotomayor en 2009 y Elena Kagan en 2010.
Contamos con numerosos testimonios audiovisuales de ese trabajo incansable de Ruth Bader. Mencionaré tres: el documental de Julie Cohen y Betsy West, RBG (2018); el biopic que le dedicó Mimi Leder también en 2018, On the Basis of the Sex (“Una cuestión de género”, se tituló en España) y una entrevista realizada por la profesora Ruth Rubio en el Instituto Europeo de Florencia, en 2016, que se publicó en el volumen 15, nº 3 (2017) de la revista International journal of constitutional law (págs. 602-620) y que es accesible en Youtube (https://www.youtube.com/watch?v=qRqe43iwhbw).
Ojalá que las mujeres, que tuvieron en ella a una gran campeona, y el movimiento antirracista, encabezado por el BLM, pero que es clave también para la que es ya la primera minoría en los EEUU, los latinos, sepan recoger ese espíritu de lucha de RBG y empujar para conseguir apartar a Trump de la presidencia, el próximo 3 de noviembre.
Y ojalá que, pese a la ventana de oportunidad que se les abre a Donald Trump y al líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, para tratar de sellar casi definitivamente la mayoría conservadora en el TS, sustituyendo a Bader por un candidato conservador, los demócratas sepan imponer el criterio de coherencia con el precedente de lo que sucedió con Obama, al que los republicanos bloquearon el nombramiento de Merrick Garland, un juez blanco y moderado, que esperaba que fuera aceptable para los republicanos moderados, con el argumento de que no debía hacerlo en año electoral. De no ser así, la herencia de Trump podría alargarse hasta veinte años, pese a su eventual derrota. Sobre esa “nueva batalla que está dispuesto a librar con su habitual incontinencia el presidente Trump, recomiendo leer el análisis de un buen conocedor de la obra de RBG y del sistema constitucional norteamericano, el profesor Presno Linera (https://presnolinera.wordpress.com/2020/09/20/trump-y-el-tribunal-supremo-tercera-parte/). Trump se ha lanzado a por el botín: baste pensar en las candidatas que ha filtrado y que es evidente que tenía preparadas a la espera de un fatal desenlace de la enfermedad de RBG y que apuntan a la intención de Trump bien conocida, de modificar el derecho al aborto en contra de la famosa decisión Roe vs Wade. Esas candidatas son la juez conservadora y militante religiosa Amy Coney Barrett, de 48 años, la juez Neomi Rao de 47 o incluso la juez Allison Jones Rushing, que sólo tiene 38 años. Esto ofrecería una perspectiva de dominio del TS por parte del sector más conservador, por unos 30 años.
Por mi parte, creo que tienen toda la razón quienes como el editor de The Nation, Elie Mystal (https://www.thenation.com/article/politics/ruth-bader-ginsburg-dissent/) reclman una oposición frontal al intento de Trump, en honor de RBG y en defensa de la democracia. Y precisamente por eso me parece juiciosa la posición de quienes como los inspiradores de la campaña Take Back the Court, K Kendell y A.Belkin (a quienes se ha sumado el historiador Ibram X Kendi) sostienen que, en caso de que Trump y McConnell sigan adelante con su intento de reemplazar a RBG antes de la elección presidencial, la responsabilidad cae en el campo de los demócratas, sobre todo si Biden gana las elecciones. En ese supuesto, escriben en un artículo en San Francisco Chronicle, “to expand the Supreme Court is to expand Democracy” (https://www.sfchronicle.com/opinion/article/Expand-the-US-Supreme-Court-to-save-democracy-14418147.php). Si el intento de Trump fructifica, la única salida, en el caso insisto hoy aún dudoso de victoria de Biden, sería que el nuevo Presidente ampliase la composición del TS con al menos dos jueces más, para restablecer el equilibrio. Está en juego la democracia, nada menos.