LA LUCHA CONTRA EL RACISMO Y EL ERROR DE LA TOLERANCIA

(Versión ampliada del artículo publicado en El País, Ideas, 13 de agosto de 2023)

Ante el insoportable incremento de asesinatos de mujeres por violencia machista en las últimas semanas, se ha vuelto a responder con la utilización masiva del mantra tolerancia cero. Pero, frente a intolerantes como los negacionistas de esa violencia, los del cambio climático, los que ningunean el incremento del racismo y de la xenofobia, los propagadores del bulo de la invasión masiva de inmigrantes y tutti quanti, no sirve recurrir al debate que enunciara canónicamente Popper sobre la <tolerancia con los intolerantes>. La cuestión me parece otra. Y es que la expresión tolerancia cero desnuda, a mi juicio, el error del recurso “tolerancia” en las políticas públicas, tan socorridamente tópico como, a la postre, estéril.

Tomemos, por ejemplo, el caso de la lucha contra el racismo, un argumento que ganó titulares con motivo del vergonzoso episodio sufrido por una estrella del fútbol, Vinicius, durante un partido de liga el pasado 21 de junio. El debate, como suele suceder, se agotó casi tan pronto como terminó el campeonato. Y más allá de la polémica acerca de la proclividad hacia actos racistas por parte de grupos de hinchas de ese deporte, o de las disquisiciones centradas en las estadísticas de esos actos por países, regiones, o actividades deportivas (fútbol vs rugby, p.ej.), lo cierto es que el racismo sigue presente y se incrementan sus manifestaciones, no sólo cotidianas, sino incluso institucionales. Reconozcamos que, pese a que las más de las veces parezcan invisibles, esas diferentes manifestaciones de racismo, más allá del ámbito deportivo, las sufren en toda Europa, también aquí en España, las personas pertenecientes a grupos racializados, de los gitanos a los inmigrantes afrodescendientes o latinoamericanos. Así lo acreditan los informes de los diferentes Observatorios sobre racismo y xenofobia, y de acreditadas ONGs, como CEAR o SOS Racismo. Para quien esté interesado en una presentación global de la presencia del racismo en el deporte y más específicamente el fútbol, me parece recomendable el Informe de UNESCO,  Color, ¿qué color? Informe sobre la lucha contra el racismo y la discriminación en el fútbol, https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000244158.

Más allá de la incontestable presencia de manifestaciones de racismo en el fútbol, no es difícil llegar a la conclusión de que el problema más grave es la existencia de un racismo que podríamos calificar como sistémico: desde luego, es evidente que así sucede en los EEUU, donde adquiere el carácter de pecado original, presente entre sus padres constituyentes. Pero ese racismo sistémico subsiste en buena parte de nuestras sociedades, también en Europa, aunque no sólo: asimismo lo está en una parte importante de Asia, de América Latina, o en los países árabes frente al Africa negra. La razón es que, como ya advirtieran Foucault y, en otro sentido, Todorov, el racismo, esto es la reacción de prejuicio y discriminación frente a quien vemos como racialmente diferente, se encuentra arraigado en el entramado cultural institucional sobre el que se construyen nuestras sociedades. Si nos parece invisibles es porque, como señalara el autor de Vigilar y castigar, la transformación ilustrada de las categorías jurídicas y políticas que encarnara tan bien Beccaria, sustituye ese rechazo público, el apartamiento público del extraño o del criminal (pensemos que, en nuestras sociedades, muchas veces uno y otro término son equivalentes), por la sanción privada, la separación menos visible, que no sólo se concreta en los establecimientos penitenciarios, sino en la práctica cotidiana de la discriminación justificada.

Pues bien, la pregunta que interesa es por qué no conseguimos erradicar esas raíces del racismo, lo que nos lleva a la cuestión de los medios eficaces de lucha frente al racismo. Y es ahí donde, a mi entender, aparece el error tolerancia, cuando se nos propone (se nos predica como un mantra) como la respuesta, la solución a cultivar, cual bálsamo de Fierabrás. Pero si se piensa un poco, se advertirá que proclamar que la batalla contra el racismo se ganará a base de recomendar la actitud (el principio) de tolerancia, incluso si se habla de tolerancia cero frente al racismo, supone admitir que es útil o incluso pertinente recurrir a la tolerancia en otros casos que tienen relevancia como políticas públicas. No es así o, al menos, no debería ser así hoy.

Insistiré: en 2023, en sociedades que se pretenden estandartes del Estado de Derecho y de las garantías de los derechos humanos, no parece adecuado recurrir a la invocación de la tolerancia, porque ésta, que fue una enorme conquista propia del siglo XVIII, frente a las guerras de religión, hoy significa un retroceso frente a la exigencia ineludible de igual reconocimiento y garantía en el ejercicio de libertades y derechos. Por eso, nadie con sentido común puede sostener que el remedio frente a los asesinatos machistas o los comportamientos homófobos, sea cultivar la tolerancia, educar en la tolerancia. Las conductas tolerantes son la expresión de una idea de la diversidad como «mal menor», que se acepta -se tolera- para evitar daños mayores. A mi juicio, las conductas tolerantes, la tolerancia como guía de comportamiento haca el otro, pueden ser aceptables e incluso recomendables en el trato privado, interpersonal. Pero en el ámbito de políticas públicas, de actuaciones relativas a derechos y libertades o al acceso al servicio público, recurrir a la receta de la tolerancia es reconocer que no se toma en serio la exigencia de igualdad en derechos de los demás. Dicho con toda contundencia: cuando se toma conciencia de que algo tiene el carácter de derecho, no podemos recomendar que la respuesta pública ante quienes lo violan sea recomendar aguantarles, como tampoco se trata de recomendar que se haga la vista gorda con quienes han sido históricamente privados de poder ejercer ese derecho y ahora reclaman poder hacerlo, públicamente, como cualquiera. Ante sus demandas de reconocimiento y garantía, la única respuesta es garantizarles ese ejercicio sin discriminación alguna, con toda firmeza.

 Pues bien, sucede lo mismo frente al racismo. Quien es posiblemente hoy el intelectual más reputado en los estudios sobre el racismo, Ibram X Kendi, (por ejemplo en sus ensayos Marcados al nacer, o Cómo ser antirracista (cfr. https://elpais.com/cultura/2021-04-11/ibram-x-kendi-el-racismo-crea-problemas-que-acaban-por-impactar-a-todos.html), explica que, para cualquiera que defienda la democracia y los derechos, no basta con proclamarse no racista: hay que ser beligerantemente antirracista. Combatir el núcleo de la visión propia del racismo, que consiste en el prejuicio que pretende justificar una discriminación, cuando no un sistema de dominación basado en una jerarquización -una <teogonía social>, explicaba Bourdieu- que sostiene que existen barreras intraspasables, tal y como simbolizaba la doctrina constitucional del separated but equal, heredera de la leyes Jim Crow y defendida por el propio Tribunal Supremo de los EEUU en el caso Plessy vs Ferguson, en 1896, al afirmar que la segregación racial, si era “proporcionada”, no violaba la XIII Enmienda de la Constitución que abolió la esclavitud.

Por eso, frente al racismo como manifestación de la discriminación, la primera respuesta debe ser fortalecer la eficacia de los instrumentos jurídicos propios del Derecho antidiscriminatorio. La discriminación es inaceptable jurídica y políticamente y debe ser combatida desde la igualdad, no desde la tolerancia, porque es una cuestión sobre todo de violación del derecho a la igualdad. Hablo de instrumentos normativos que sirvan para prevenir, aislar y sancionar los comportamientos racistas, un cuerpo de derecho antidiscriminatorio específicamente antirracista. Es decir, tiene que haber una agenda legislativa (y política, claro) que desarrolle las consecuencias de la consideración del racismo como conducta ilícita y permita establecer responsabilidades, económicas e incluso penales: multas y, en función de la gravedad, privación de libertad. En la UE y también en España -basta leer los artículos 510 y 511 del Código penal – se ha avanzado notablemente en desarrollar las medidas propias del derecho antidiscriminatorio, pero no tanto en tomarlo en serio, es decir, en la vinculatoriedad -en la eficacia real- de esos instrumentos.

Si volvemos al ejemplo de la lucha contra el racismo en el deporte, hay que reconocer que se dispone de un marco normativo: desde el año 2000 contamos con la Directiva 43/2000/EC, que en España se incorporó mediante la ley 19/2007, a lo que habría que añadir lo dispuesto en la ley 15/2022. Sin embargo, los organismos futbolísticos encargados de aplicarlas -en el caso de España, por ejemplo, la Federación Española de Fútbol-, se muestran titubeantes a la hora de aplicar esas decisiones y el arsenal de respuestas posibles que indicarían que se toma en serio la lucha antirracista, la respuesta contundente frente a manifestaciones del racismo en el deporte, más allá de slogans o campañas publicitarias. Ha habido y hay excepciones: todos recordamos la terminante respuesta del entrenador Guus Hidding en 1992, ante la presencia de una pancarta con simbología nazi, que ordenó retirar, so pena de no jugar el partido. Algunos clubs han ideado campañas especíificas frente al racismo, además de la general emprendida por la FIFA («STOP RACISM; STOP VIOLENCE», https://www.fifa.com/about-fifa/organisation/media-releases/stop-racism-stop-violence) o también la UEFA («NOT TO RACISM», https://www.youtube.com/watch?v=Njb2SGXt7sU): es el caso de la campaña «Show Racism the red Card», promovida por la EFDN (European Football for Development Network, https://www.theredcard.org/).

Dicho esto, es cierto que no se cambia una sociedad por decreto. Es decir, habida cuenta del carácter sistémico del racismo, es necesaria también, sí, una profunda batalla cultural. Lo que sucede es que, a mi parecer, esa tarea de transformación cultural debe tener como objetivo educar en el respeto a la igual libertad, que no en la tolerancia. Porque, también a mi juicio, proponer la educación en la tolerancia como medio eficaz frente al racismo es tanto como pretender curar el sarampión a base de tapar con típex las erupciones.

A esos efectos, la primera tarea educativa y cultural frente al racismo debe consistir en priorizar en todas las etapas educativas el objetivo de desmontar los prejuicios. Eso exige ante todo una tarea de formación y difusión del conocimiento sobre la diversidad. Un conocimiento multidisciplinar y transversal (desde la biología, a la antropología, la sociología, o el derecho) y que no se limite a organizar un par de fiestas, de días de gastronomía y folklore, que están bien, pero que a la postre pueden contribuir a sostener el prejuicio del «mira..¡que curiosos son!». Junto a ello, es imprescindible que en todas las etapas educativas esté presente el imperativo de la igualdad de derechos, el respeto a la igualdad desde la diversidad, que es algo muy distinto de la tolerancia.

En definitiva, se trata de reconocer que hoy, dos siglos después y frente al racismo, cobra todo el sentido la advertencia de Goethe: no basta con educar en la tolerancia, porque tolerar es ofender.

UN DEBATE SOBRE LA CONDICIÓN DEL INTELECTUAL (publicado en Infolibre, 10 de agosto de 2023)

Los amigos de Infolibre me han pedido que participe en la sección que, con el título del libo de Santos Juliá. Los abajo firmantes, pretende examinar el papel de los intelectuales en el debate público y en política, hoy, en comparación con el debate clásico e incluso respecto al papel de los intelectuales en la transición democrática en España. Esta sido mi reflexión

El contexto del debate sobre los intelectuales: una realidad sustancialmente diferente

A mi juicio, es importante ante todo situar en su contexto la noción de “intelectual” y la mayor parte del debate que se nos propone, porque hace decenios que vivimos transformaciones sustanciales que afectan a su concepto y a su función.

En efecto, hoy, debido sobre todo a los cambios acelerados en el espacio tecno-comunicativo en los últimos 20 años, buena parte de las cuestiones sobre el papel de los intelectuales en la construcción de la opinión pública, su función como fuente o referencia de análisis y crítica, también la noción gramsciana de “intelectual orgánico”, pierden su sentido o adquieren perfiles que marcan profundas diferencias hoy respecto al debate clásico sobre los intelectuales.

Me explicaré: no es sólo que estén desapareciendo las referencias intelectuales en ese sentido clásico, el que pudieron representar por ejemplo S. Zweig, B.Rusell, A.Camus, S. de Beauvoir, J.P.Sartre, R.Aron o, más recientemente y por hablar sólo del contexto europeo, Steiner, Enszerberger, Berger o Judt y no encontremos referentes comparables. Pero sobre todo es que, al menos a mi juicio, hoy los intelectuales ya no pueden ocupar ese espacio privilegiado que tuvieron hasta finales del pasado siglo. Y ello por dos razones que quiero destacar, entre otras posibles.

Ante todo, porque ha cambiado el concepto de intelectual. No pretendo simplificar el debate sobre la noción misma de intelectual, pero para no extenderme, creo que se puede aceptar que lo que define a los <intelectuales> es que se caracterizan por reunir, entre otros, estos tres rasgos: primero una sólida formación que `podríamos calificar como <humanista>, en sentido amplio (y hay que añadir que casi todos los referentes clásicos, con alguna excepción, presentan al mismo tiempo un déficit de conocimientos científicos y tecnológicos que hoy se nos antoja inaceptables). En segundo lugar, una capacidad creativa y comunicativa muy destacada. Finalmente, la voluntad de contribuir a conformar a la opinión pública sobre cuestiones clave. 

Por tanto, en sentido estricto, no hace falta que sean académicos profesionales (historiadores, filósofos, politólogos, etc), pero tampoco basta con que sean periodistas o colaboradores en los medios. Dicho de otro modo, un sabio no tiene por qué ser un intelectual. Mucho menos un experto, un técnico en una materia concreta, por importante que sea. Tampoco basta con ser un artista destacado, aunque se haya creado el hábito de pedir opinión sobre cualquier tema, incluso los más trascendentes, a quienes son artistas -a los destacados y también a los menos relevantes-, por el hecho de su celebridad. Por supuesto, tienen su opinión, pero eso no quiere decir que sean intelectuales. Como también habrá que convenir en que hay intelectuales que no encajan en la condición de sabios…En todo caso, reconozco que hoy no encuentro referentes con la autoridad que les confiere la concurrencia de esas características.

Pero, además, una segunda razón es que se ha reducido mucho el humus, el caldo de cultivo que permite que desempeñen su función: incluso el intelectual de intervención rápida (crítico u orgánico, da igual), necesita un mínimo de reflexión antes de pronunciarse, pero los media y -sobre todo- las redes, apenas ofrecen hoy ese margen. Todo ha de ser instantáneo. Los espacios que permitían ese otro tempo, más pausado (el paradigma serían las revistas periódicas de referencia, tanto para la derecha liberal como par la izquierda) están desapareciendo y ven muy reducido su público y comprometida su continuidad, aunque es cierto que hay ejemplos meritorios de esfuerzos de supervivencia. Lo máximo que queda, como sucedáneo, en las publicaciones `periódicos generalistas son los suplementos culturales. No hablemos, insisto, de la televisión, la radio o las redes, en las que el “intelectual” ha sido sustituido por el tertuliano, los influencer o blogueros de moda.

Por lo demás, no cabe desdeñar el peso de un factor negativo, disuasorio: el riesgo que supone la perversa lógica que se ha impuesto en las redes retrae a no pocos que tienen capacidad para desempeñar la función de intelectual, pero quieren salvaguardar su espacio y tiempo de reflexión y quedar al margen de la marea de odio, prejuicios y descalificaciones que domina en esas redes.

Una nota al paso sobre los “intelectuales de la transición”

Por lo que se refiere a los denominados “intelectuales de la transición” en España, aunque no ignoro la existencia de versos sueltos, como ejemplifica entre nosotros Fernando Savater, a mi juicio la mayor parte de ellos fueron sobre todo, dicho sea con el mayor de los respetos y reconociendo alguna excepción notable, intelectuales orgánicos, al servicio de opciones de partido, incluso más que ideológicas en el sentido amplio. Dicho ésto, creo que hay que reconocer que desempeñaron eficazmente esa tarea como tales intelectuales orgánicos, (siempre se cita el lugar común de que el gran intelectual orgánico fue El País).  

Si pensamos en esas referencias (no digamos, insisto, en los clásicos, en los intelectuales dela República), por contraste con el panorama actual, dominado por un proceso de polarización, la impresión que tengo es que (siempre, insisto, con excepciones) lo que domina es el modelo de intelectual de partido, lo que en muchos casos significa intelectual adscrito a un grupo mediático o editorial. Nos faltan figuras intelectuales en sentido propio, esto es, con espíritu libre y crítico

Los intelectuales, hoy. Apuntes para el escepticismo

¿Quedan intelectuales de vocación clásica? Sí: en Europa, aunque ya muy declinantes por razones de edad, hay dos ejemplos señeros de intelectuales que son, además, sabios: Habermas, Morin, Balibar. Y, sin incurrir en el error de pensar que sólo puede ser intelectual-tipo el ensayista (que no necesariamente filósofo, literato o historiador), hay algunos ejemplos reconocibles -insisto, declinantes, por razones de edad-, como lo era hasta casi ayer Kundera o, en otro sentido, lo es Vargas Llosa. Desde luego, también encontramos intelectuales con claro compromiso político: pienso por ejemplo en José Saramago, Manuel Castellls, Sami Nair, Manuel Cruz, Victoria Camps o Amelia Valcárcel o, fuera del ámbito europeo, el caso emblemático de Michel Ignatieff.

Hoy, diría, buena parte de los que, en nuestro país, serían candidatos a aparecer en el censo de intelectuales, muestran esa evidente voluntad orgánica, pero no cuentan -creo- con aquellos rasgos propios del intelectual que recordé al principio: son, en su mayoría, opinadores, columnistas o académicos (economistas, politólogos, historiadores, todavía muy pocos científicos) que se expresan desde las páginas de opinión de la prensa, en los espacios de tertulias, étc. Y añadiré de inmediato que uso el término “opinador” con todo el respeto que merece, a mi juicio, todo aquel que quiere presentar su opinión de forma pública, argumentada y aseada, lejos de la descalificación y la polarización.

Para terminar, insistiré en que no trato de hacer un canon, sino de dar mi propia opinión. Por tanto, no quiero decir que no haya hoy voces muy valiosas desde el punto de vista de capacidad de análisis y crítica, e incluso de intervención en cuestiones que nos afectan a todos (pienso en ejemplos como J. Riechman, S. Alba Rico, L. García Montero, o J.L Arsuaga). Hay también, sin ninguna duda, científicos, historiadores, ensayistas, economistas, escritoras o escritores, artistas o periodistas muy relevantes, pero me parece que su presencia y peso, desafortunadamente, es muy diferente del que tuvieron los intelectuales en sentido clásico.