PORQUE AMAMOS LA VIDA, DEFENDEMOS LA EUTANASIA (artículo publicado en Levante-EMV, 18 de diciembre de 2020)

El importante paso adelante que ha supuesto la aprobación por el Congreso de una proposición de ley de eutanasia impulsada por el grupo parlamentario socialista, hace por fin posible que si, como parece probable, encuentra el respaldo mayoritario en el Senado, pueda llegar a las páginas del BOE antes del primer trimestre de 2021.

Reconozcamos que hay significativos sectores de la ciudadanía que no saludan esta ley con satisfacción. El comité de bioética o la conferencia episcopal española (por mencionar dos de los grupos que han emitido comunicados más contundentemente críticos) están en su derecho al expresar no sólo su preocupación, sino también su rechazo a este proyecto de ley; en realidad, diría que se trata de su rechazo a cualquier proyecto de ley que tome en serio la eutanasia como un derecho. Es la razón por la que en la nota  de los obispos españoles titulada “La vida es un don; la eutanasia, un fracaso”, escriben que “provocar la muerte no es una solución” y sostienen que “la eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos”. Por eso llaman a “invertir en los cuidados y cercanía que todos necesitamos en la etapa final de esta vida. Esta es la verdadera compasión”, concluyen.

Pero hay que subrayar que, según todos los sondeos disponibles, un amplio porcentaje de ciudadanos apoya la ley. Entre ellos, los más de 260 juristas (abogados, magistrados, fiscales, profesores y catedráticos de distintas disciplinas jurídicas) que hemos firmado el manifiesto juristasporlaeutanasia.com y sostenemos que la vida que, efectivamente, es un don maravilloso, “no puede convertirse en una imposición a quien, en pleno uso de su capacidad de decisión, manifiesta de manera inequívoca su voluntad de morir cuando se encuentra en unas determinadas condiciones que le resultan insoportables. Y es deber del Estado democrático facilitar que tan trascendental tránsito pueda llevarse a cabo con la asistencia de quienes, por sus conocimientos profesionales, pueden hacerlo menos traumático y con los menores sufrimientos posibles”

Con estas líneas no pretendo realizar un análisis de los argumentos técnico-jurídicos en liza. Habrá tiempo. Lo que me gustaría es que quienes perciben este proyecto de ley como amenaza e incluso tachan de (pre)criminales a quienes la sostenemos, dejen por un momento los juicios previos y acepten la discusión en un terreno en el que estoy seguro que coincidimos. El de aceptar la buena fe del otro: por mi parte, estoy convencido de que quienes se oponen al reconocimiento de este derecho no son unos monstruos de sádica crueldad, que disfrutan con el sufrimiento ajeno o lo subliman por razones religiosas, sin piedad alguna para quien no comparte su fe. De otro lado, pido a los que se oponen a la ley que acepten que quienes defendemos este derecho no somos peligrosos secuaces de Mengele, ni despiadados asesinos de ancianos y enfermos desamparados; tampoco, fríos ejecutores de un plan para librarse de los pensionistas y poder hacer caja, que de todo hemos tenido que oir (por ejemplo, a propósito de las muertes de ancianos en residencias, durante la pandemia).

Creo que unos y otros, insisto, podemos coincidir en algo que nos permitirá debatir más sosegadamente. Y a esos efectos me parece todos podemos aceptar el deseo que expresa la oración de Rilke, en uno de los más bellos poemas del tercero de los libros de  su Libro de Horas, dedicado a su amante Lou-Andreas Salomé:

Oh, Señor, da a cada uno

Su muerte propia

El morir que brota de su vida

En la que hubo amor, sentido y necesidad

Pues sólo somos corteza y hoja

Y la gran muerte que cada uno lleva en sí

Es el fruto en torno al que todo gravita

¿Quién puede negar que este es un deseo común? Tener una buena muerte, en términos de la muerte propia, la muerte que brota de la propia vida, una vida que no elegimos, sino que, en efecto, es un don y por eso, como supo expresar Epicteto, debemos vivir como un préstamo privilegiado. No decidimos llegar aquí, pero tenemos el inmenso privilegio de vivir. De ahí que, como escribió el discípulo de Epicteto que fue el emperador filósofo, Marco Aurelio, “una de las funciones más nobles de la razón consiste en saber si es o no llegado el tiempo de irse de este mundo”.

De eso se trata, de tener el derecho a elegir. Porque quienes defendemos el derecho a la eutanasia y el derecho al suicidio asistido, quienes apoyamos esta proposición de ley, no pretendemos que nos dejen huir de la vida por la puerta de atrás, sino que nos reconozcan como una opción garantizada por el derecho el saber salir dignamente de esta vida, un derecho que debe estar al alcance de todos. Que no se trata de imponer a nadie. Que ha de ejercerse con todas las garantías y por eso debe ser regulado con la atención que requiere algo tan importante como dejar esta vida: garantías para quien es su titular y para las personas (en particular, los facultativos sanitarios) que intervengan en ese proceso. Como también escribió Rilke, mein Tod gehört mir: mi muerte me pertenece como lo más propio de mí. La vida es un don. La eutanasia debe ser una elección digna, no un fracaso. Hagámoslo posible.

Politica de laicidad y educación en valores (versión extendida del artículo publicado en Infolibre el 18 de diciembre de 2020)

Aunque silenciado en buena medida, como todo, por la urgencia de la pandemia, vuelve el debate sobre cómo combatir las ideologías del odio, de la exclusión del diferente, si no simplemente del otro. Y claro, el terreno de juego preferente es la educación, por más que haya que subrayar también el papel de los medios de comunicación y de las redes sociales.

Democracia liberal: el déficit del universalismo abstracto

Se diría que hemos aprendido muy poco sobre los desafíos que comporta la gestión de la convivencia en sociedades abiertas, es decir, plurales y libres. Quizá porque el modelo más profundo de sociedad abierta, el que explicó Bergson, ha recibido menos atención que el más prágmático -y a mi juicio, limitado- propuesto por Popper, o incluso el articulado por Rawls. Ambos, encajados en el molde -noble, pero estrecho- de la democracia liberal, postulan una neutralidad ante las diferentes ideas de bien, que se resuelve en el mejor de los casos en un <consenso por superposición> entre los universos de valores concurrentes.

Sucede que, como se ha advertido por los críticos de ese modelo ideal, esa neutralidad es un postulado tan redondo desde el punto de vista abstracto, como de imposible cumplimiento en el mundo prosaico de los hechos. Son bien conocidas las tesis que, desde muy diferentes perspectivas (pongo por caso las sostenidas por Benhabib o Young, pasando por Fraser y Honneth), subrayan el déficit que aqueja a las manifestaciones de ese <universalismo abstracto>, al que apelaría la tradición de la democracia liberal, muy atenta a la libre expresión de la pluralidad, pero mucho menos, si no apenas nada, a la inclusión, a la igualdad de trato de los diferentes. El precio de esa neutralidad, a fin de cuentas, ha sido sacrificar la necesidad del reconocimiento igualitario, inclusivo, de los agentes de la diversidad, desde la primacía de un consenso o acuerdo general que, en realidad, ocultaba en tantos casos un proyecto de homogeneidad impuesta, al servicio de un grupo dominante que proyecta sus propios valores e intereses como universales, al tiempo que se sirve de ellos para maquillar la desigualdad real y los procesos de exclusión e invisibilización de los otros.

Pero la función de legitimación que desempeñaba ese espejismo de homogeneidad, se hace añicos precisamente en la medida en que la visibilidad de la diversidad social se torna imparable. Nuestras sociedades se transforman cada vez más en escenarios de una diversidad cultural que hace realidad el pronóstico de Tagore, aunque sea en un sentido diferente al que él mismo propuso: “an unequal world, in which the few are more than the many”. Hay casi unanimidad en subrayar que vivimos el fin del sueño benestarista de sociedades definidas por el colchón mayoritario de la clase media, que disimula la brecha de la desigualdad y daba pie a sostener la existencia de un amplio consenso social. La nueva pluralidad contribuye a dejar al descubierto que la promesa del liberalismo económico, según la cual la mano invisible del mercado produciría el milagro de un progreso social mayoritariamente compartido, es una ilusión. Las nuestras, son cada vez más sociedades desiguales en las que la ficción de una mayoría social homogénea en términos culturales, económicos, sociales, queda al desnudo y más bien aumenta la masa del precariado, en la que ha caído buena parte de la antigua clase media y que se incrementa con quienes pertenecen a grupos minoritarios desfavorecidos, marginados y en gran medida hasta ahora, invisibilizados. Todos ellos, excluidos de los pregonados beneficios del mercado. La concordia discors soñada por el liberalismo se torna en coexistencia fría, y en no pocos casos, sin techo, sin abrigo.

La democracia en sociedades profundamente plurales: ¿qué sistema de valores puede articular el vínculo social?

Si ese consenso mayoritario se ha fragmentado, la cuestión es qué valores pueden aspirar a encarnar el vínculo social, el cemento de la convivencia, en las sociedades de los pocos. O, en otros términos, cómo y por qué podemos decidir los sistemas de valores que deben ser descartados (si es el caso; como se verá, yo creo que sí), cuáles otros deben ser admitidos o reconocidos, e incluso si alguno debe ser promocionado en particular.

Esa es una tarea cada vez más urgente. Lo es, sobre todo, porque hoy, en la Unión Europea y en España, entre las concepciones del mundo y sistemas de valores que pugnan no sólo por reconocimiento, sino también por alcanzar la posición social y política hegemónica, como recordaba al inicio de estas líneas, abundan las que difunden discursos de exclusión, vehículos de xenofobia y racismo y, aún peor, de odio hacia los diferentes. Son visiones del mundo propias de quienes profesan los valores del fundamentalismo, cuyo enemigo común es la pluralidad misma, presentada como disolvente social de la vieja y supuestamente buena unidad, una característica del pensamiento no ya conservador, sino reaccionario, siempre nostálgico de los buenos tiempos. En ese rebrote del fundamentalismo se unen corrientes muy distintas e incluso contrapuestas, por ejemplo, las que se reclaman de concepciones religiosas dogmáticas, entre las que cabe incluir las corrientes más conocidas del fundamentalismo islámico (salafismo, wahabismo, yihadismo), pero también al integrismo nacionalcatólico, al fundamentalismo evangelista y a quienes, con lógica asimismo fundamentalista, el judaísmo teocrático pieza clave del sionismo fundamentalista, que identifica cualquier crítica al Estado y a los gobiernos de Israel como antisemitismo. Desde luego, también los fundamentalismos de inspiración etnocultural, de la lógica tribal, entre los que sobresalen diferentes versiones del nacionalismo.

La cuestión más urgente es, por tanto, la de los valores a descartar, esto es, si podemos excluir la difusión de esos que yo no llamaría valores, sino más bien valores negativos o auténticos disvalores propios de tales concepciones fundamentalistas, en el ámbito de la escuela y de la comunicación (prensa y redes), sin que suponga merma para el principio guía sin el cual no puede existir una sociedad abierta, es decir, la libertad y en particular, la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Mi respuesta es claramente afirmativa, porque esos sistemas de valores son incompatibles con el debido reconocimiento a la libertad, en particular a la igual libertad de los otros, que es el primer valor de la convivencia democrática.

Más difícil es la cuestión de si podemos y debemos imponer en la escuela pública determinados valores. ¿Cuáles? ¿Por qué? En Francia, cuna de la política de laicidad, se han encontrado con un replanteamiento del debate a la hora de enfrentarse con la amenaza del terrorismo yihadista, vinculado a concepciones fundamentalistas del Islam. El presidente Macron propone cercarlas y prohibirlas, al entender que su existencia es una amenaza de <secesión de la República>, un desafío que no puede tolerar: Por el contrario, propone una suerte de regalismo islámico, esto es, determinar que sólo puedan ejercer como imanes quienes tengan formación y lealtad republicanas: véase su propio testimonio en la carta dirigida al Financial Times. (https://www.elysee.fr/emmanuel-macron/2020/11/04/la-france-se-bat-contre-le-separatisme-islamiste-jamais-contre-islam). Las críticas, en nombre no sólo del principio de separación entre iglesias y Estado, constitutivo del modelo republicano francés desde la ley de laicidad de 1905, sino también por la estigmatización de los musulmanes franceses del Islam francés y europeo, sobre el que se lanza la sospecha de incompatibilidad con la concepción republicana, no se han hecho esperar (cfr. por ej., https://www.lemonde.fr/politique/article/2020/11/18/le-projet-de-loi-contre-l-islam-radical-et-les-separatismes-finalise-et-transmis-aux-deputes-et-senateurs_6060131_823448.html; https://www.liberation.fr/france/2020/12/08/separatisme-macron-sur-un-fil_1808091),

por no hablar de la duras respuestas desde el ámbito islamista, de la que son prueba, por ejemplo, los alegatos del guía de los Hermanos Musulmanes en Europa, Ibrahim Mounir (https://www.marianne.net/politique/loi-contre-le-separatisme-islamiste-le-guide-supreme-des-freres-musulmans-defie-emmanuel-macron).

Pero, ¿cuál es el cemento republicano, cuáles son los valores y principios en los que consiste el vínculo republicano y que habría que promover, en los que habría que educar? ¿Es en verdad un modelo tan radicalmente distinto del propio del romanticismo historicista, que hace reposar ese vínculo en la identidad, expresada a través de valores y prácticas sociales -mores-, transmitidas secularmente en el seno de una comunidad nacional o etnocultural en la que nos reconocemos los nosotros que constituimos el pueblo? A mi juicio, no. Rotundamente, no. Por supuesto, no cabe prescindir de la historia común a la hora de explicar esa comunidad e identificar sus valores ideosincréticos. Pero esa no es la concepción democrática, republicana

Política de laicidad y modelo republicano: educar, ¿en qué valores?

Creo que la pista se encuentra en el modelo republicano propuesta ya por Cicerón cuando define en un conocido texto de su De Republica (I, 39) qué constituye a un pueblo como sujeto político, distinto de la mera multitud: “…coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus». Esto es, la conjunción de dos elementos, un acuerdo o consenso jurídico y una asociación en intereses comunes. La clave, para la cuestión que nos interesa (educar, ¿en qué valores?) está a mi juicio en el primero, el vínculo jurídico, el consensus iuris, que es la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos que garantiza el objetivo de bien común. La multitud se transforma en pueblo gracias a esa comunidad de Derecho, una idea que, inspirada en la noción de gobierno de las leyes, llegará al republicanismo del XVIII. No hay pueblo si no existe comunidad de Derecho, esto es, insisto, isonomía e isocracia de los ciudadanos que lo constituyen, basadas en principios jurídicos comunes y vinculante. Es esa comunidad de Derecho como sociedad de ciudadanos libres e iguales la que nos permite gobernar democráticamente la diversidad. La idea de egalibertad es, pues, capital.

Volvamos a la cuestión ¿Qué valores, qué principios hay que enseñar en la escuela pública, como vía para crear vínculo social, ciudadanos? Mi respuesta es que, en sociedades abiertas, democráticas, hay que optar por lo que llamamos política de laicidad, es decir, el proyecto de construcción de una democracia laica. Diré más: si aceptamos que el mayor desafío de las democracias en el siglo XXI es el reconocimiento y garantía de los principios de pluralismo e inclusión, la reflexión sobre la laicidad como condición de la democracia es tarea no sólo imprescindible sino, además, urgente. Porque, tal y como propone el profesor Rodríguez Uribes en su ensayo Elogio de la laicidad, cuya lectura me parece particularmente recomendable para nuestra situación, esa política de laicidad es mucho más que la separación entre Estado e iglesia(s), como solución a las relaciones entre las ideas de bien que nos proponen las religiones, en particular las religiones del libro, tal y como articulan de modo disciplinado sus iglesias. Estas, en efecto, aspiran a gobernar a vida de sus fieles (no sólo su privacidad; su vida en común), de donde la dificultad del lema de Cristo (“dad a al César…”) y de ello es prueba la resistencia histórica ofrecida por las principales iglesias a la modernidad y a la democracia tomadas en serio, esto es, como orden autónomo de vida en común, basado en el Derecho, no en una tradición religiosa. La política de laicidad, sostiene Rodríguez Uribes, es indispensable para la democracia, porque es el antídoto frente al monismo de valores, la pretensión de posesión de la verdad (sólo asequible a los que poseen una fe y éstos gracias a la obediencia al magisterio de su clero), que inevitablemente deviene en fanatismo. Si se me permite el símil, la política de laicidad es la vacuna contra el virus del fanatismo. Es así, porque el proyecto político de laicidad significa sobre todo el mandato del respeto a la autonomía y libertad del otro, el reconocimiento de que nadie está en posesión de la verdad, ni tiene derecho preferente a decidir sobre el marco común de convivencia, cuya definición ha de ser objeto de participación de todos, sin exclusiones. Por el contrario, la ausencia de laicidad es antesala del fanatismo, de la exclusión del otro, de esa alternativa inaceptable de pensar al otro como esclavo a someter, o como enemigo a eliminar.

Este planteamiento nos ayuda a entender el error de base que, a mi juicio, subyace a la muy difundida propuesta de que la escuela pública debe “educar en valores”. En una sociedad tan plural como la nuestra es evidente que no sólo es que todos tenemos nuestra concepción de valores, sino que son distintos, e incluso contrapuestos. Llevar esa disputa a la escuela pública es, a mi juicio, un error: en cuanto alcancen el gobierno partidos con valores contrapuestos a los que promovía el gobierno anterior, habrá una operación de borrado y re escritura. Así no hay escuela pública que aguante. La escuela pública debe educar en la autonomía, en el espíritu crítico, en la capacidad de decidir por uno mismo. Para alcanzar esa función que, a mi juicio es la primera tarea de cualquier proyecto educativo, es imprescindible, a mi modo de ver, la presencia en el currículum escolar de la formación que proporciona la ética. Por eso he sostenido y sostengo en diferentes escenarios públicos que el proyecto de LOMLOE (denominada “ley Celáa”) debería ser corregido, para incluirla como asignatura obligatoria en la ESO. Me remito en particular a lo que he publicado al respecto en estas mismas páginas de Infolibre (https://www.infolibre.es/noticias/luces_rojas/2020/11/17/nuestra_paideia_113241_1121.html). Eso es algo muy distinto de la denominada “educación en valores cívicos y constitucionales”, que la LOMLOE pretende que incluye y sustituye a la ética. A mi juicio, si se trata de ayudar a entender sobre qué valores construir la convivencia, desde una política de laicidad, está claro que los valores a garantizar y promover, a enseñar (que es algo distinto de adoctrinar, inculcar) son otra cosa.

Hablo de educar en dos tipos de principios -no me importa que se diga en valores, si se prefiere-: de un lado, los que constituyen el consenso de la propia comunidad de Derecho, los principios y valores jurídico-constitucionales, definidos en la Constitución. Son los que mayoritariamente nos hemos dado a nosotros mismos en el pacto constituyente, que aprobamos por amplia mayoría. Siempre que entendamos que no están grabados de forma indeleble en piedra, es decir, que no son sagrados: se pueden modificar. Y, de otro lado, los del consenso de la comunidad de Derecho de orden cosmopolita, de aspiración universal, los derechos humanos, sobre cuyo carácter común obran como testimonio los instrumentos internacionales normativos del Derecho internacional de los derechos humanos, lo que no impide que podamos debatir sobre su catálogo, jerarquía e interpretación, sobre sus conflictos, desde la aceptación de que no todas nuestras expectativas y aspiraciones pueden ser considerados tales derechos y, además, que ninguno de ellos es absoluto porque la garantía de los míos ha de conjugarse con el respeto a los de los otros.

A mi juicio, ninguna otra pretensión de valor tiene legitimidad para ser transmitida en la escuela pública. Dejemos de hablar de tan abstractos y difusos valores y apliquémonos a aprender la cultura de los principios jurídico-constitucionales y de los derechos humanos. Por tanto, sí: eduquemos en derechos humanos, no para memorizar preceptos, sino para aprender cómo usar los derechos, cómo defenderlos y cómo respetar en concreto los derechos del otro. En suma, para vacunarnos contra el virus del fundamentalismo, contra la negación de la libertad.

La crisis migratoria en Canarias, penúltimo ejemplo de necropolítica (Testigo de cargo, Cartelera Turia, 4 de diciembre de 2020)

Quienes se hayan asomado a las imágenes del muelle de Arguineguín, o a las del naufragio en Lanzarote que movilizó a los vecinos de Órzola, no habrán podido evitar compararlas con las del campo de Moria, o las de los naufragios en el Egeo o en las costas de Libia. Todas ellas, más allá del trágico suceso individual, nos conducen una y otra vez a un modelo de política migratoria que lleva más de 20 años de puesta en práctica por los gobiernos de la UE, con el punto álgido de la malhadada Directiva de retorno de 2008, que potenció el sistema de Centros de internamiento (nuestros CIE) y la obsesión por priorizar como objetivo la imposible impermeabilidad de las fronteras, a base de presupuestos absolutamente desmedidos e ineficaces invertidos en Frontex y a lo que la investigadora Claire Rodier llamó en un libro imprescindible Xenophobie Business -El negocio de las fronteras-.

Esa política “hidráulica” -vasos comunicantes: que no entre ninguno más de los que necesitamos y por tanto, que se expulse a los sobrantes- llevó en un segundo paso a Bruselas a pedir a los guardianes del sur (Grecia, Italia, España, Malta) que suscribiesen convenios con países dispuestos a ejercer el papel de poli malo, para evitar que lleguen a Europa los no deseados y para admitir que se les devuelva a esos “excedentes”, aunque no sean nacionales suyos. Así, Grecia suscribió un acuerdo con Turquía, e Italia y España hicieron lo propio con Libia, Marruecos, Mauritania, Nigeria y ahora quieren hacerlo con Senegal. Mientras no se consigue cuadrar así la planilla contable, se encierra a los que hayan llegado y no son “deseados” en centros que son lo más parecido a campos de concentración, como Moria, o el muelle de Arguineguín.

Los intentos del nuevo ministro de migraciones y de su secretaria de Estado por instaurar un sistema estable de acogida, con lo que ello significa (no sólo techo y comida: asistencia letrada y de traductores y trabajadores sociales, libertad deambulatoria para quienes no san cometido crimen alguno que justifique la privación de libertad) han tenido que afrontar la férrea oposición de Interior, cuya lógica es la “europea”: palo a discreción y algo de dinero para los países que acepten los vuelos de deportación, países por cierto en los que el respeto a los derechos humanos es un doloroso eufemismo. Además de la inconsecuencia de no practicar dentro de España, lo que con toda justicia se pide a Bruselas: solidaridad a la hora de distribuirse la carga. Eso significa que no se debería concebir las Canarias, ni Ceuta ni Melilla como cárceles en las que encerrar a los que lleguen, con el argumento de que no toquen “Europa” (se les ha olvidado que las islas y las ciudades autónomas lo son). Es decir, evitar los “movimientos secundarios”, los desplazamientos que temen cual pesadilla Alemania, Austria, Dinamarca, Bélgica y el resto de la Europa fetén, que tan fácilmente, sin embargo, ceden a los chantajes xenófobos y racistas de los gobiernos de Polonia y Hungría.

Achille Mbembé acuñó el término <necropolítica> y yo mismo he propuesto aplicarla a estrategias migratorias como ésta. J. Butler ha denunciado un sistema que instituye precarious Lifes. Bauman lo describió como “industria del desecho humano”. Elijan entre esas explicaciones. No parece haber más.

PARA OTRO MODELO DE GOBERNANZA INTERNACIONAL DE LAS MIGRACIONES (Versión extendida del artículo publicado en El País, Ideas, domingo 13 de diciembre de 2020)

¿Gobernar las migraciones o gobernar utilizando las migraciones?

En un mundo cada vez más desigual y más interdependiente, el objetivo de encontrar una respuesta política a las diferentes manifestaciones de movilidad humana que protagonizan más de 250 millones de personas es un reto capital. Como ha insistido Sami Nair a lo largo de su ingente obra y como se concreta por ejemplo en un excelente libro de 2016 de la investigadora colombiana Alexandra Castro (La gobernanza internacional de las migraciones: de la gestión migratoria a la protección de los derechos humanos) que recomiendo vivamente, se trata de encontrar las claves que permitan un modelo de gobernanza de las migraciones que, además de asegurar su gestión eficaz por parte de los Estados implicados, redunde en beneficio de todas las sociedades y actores implicados (no sólo, ni prioritariamente, de sus gobiernos) y garantice una condición sine qua non de esa política, la garantía de los derechos de los inmigrantes, la vigencia del Estado de Derecho en el ámbito migratorio.

El problema es que, hasta ahora y a mi juicio, la mayor parte de los Estados receptores de los movimientos migratorios sur-norte (que no representan porcentualmente la mayoría de esos desplazamientos, pues éstos de producen sobre todo entre países del Sur, frente a la idea dominante en la opinión pública en Europa o en los EEUU), no han ensayado un modelo de gobernanza de las migraciones acorde con ese marco conceptual y menos aún un modelo global. Es decir, no han probado un modelo de política migratoria a la altura de ese desafío. No. Como podemos contrastar examinando las políticas de la mayoría de los gobiernos europeos, insisten en intentar un dominio unilateral e instrumental de esos movimientos, en clave del beneficio de sus mercados y de sus agentes (la inmigración vista sólo como cuestión laboral y de equilibrio de mercado), en clave de cortoplacismo electoral (utilizar sus riesgos y beneficios para asegurarse el mayor número de votantes) y, los que pueden permitírselo, en clave de sus intereses geoestratégicos (expansión del propio mercado y del área de influencia geoestratégica). Todo, desde el indiscutible argumento de la soberanía nacional: nos corresponde a nosotros decidir quién puede cruzar nuestras fronteras y quedarse aquí. Una política en la que la garantía de los derechos es en el mejor de los casos una opción, si no una carga “buenista”, que se trata de minimizar.

Dicho de otra manera, no han tratado ni tratan de construir una gobernanza mundial o al menos multilateral de las migraciones, sino de utilizar las migraciones para asegurar su propia gobernanza. Por eso, no han hecho ni hacen política migratoria, sino sobre todo política con la inmigración, usándola como baza a muy corto plazo, el de la siguiente convocatoria de elecciones. Y por esa razón también, además de esas claves, el discurso político de la mayor parte de los gobiernos europeos sobre las migraciones utiliza otra clave, la prioridad del lenguaje de policía y orden público (luchar contra la criminalidad, combatir la inmigración irregular y las mafias que trafican y explotan a los inmigrantes), cuando no, incluso, militar y de defensa: defender nuestras fronteras, en términos de hacer frente a la amenaza de invasión. A esos efectos, con la inestimable colaboración de los medios que se aseguran audiencia a base de sucesos trágicos y de vender sensacionalistas escenarios de riesgo, sin respeto alguno por los datos reales, no se vacila en usar tres prejuicios con los que se estigmatiza a los migrantes mediante mensajes normativos que bordean la xenofobia institucional. Se invierte el principio de seguridad jurídica y presunción de inocencia y se les presenta conforme al viejo molde de las clases peligrosas: son esquiroles en competencia desleal en el mercado laboral, gorrones que se aprovechan de los beneficios de nuestro sistema de bienestar (en educación y sanidad, sobre todo) y ejército de reserva de la delincuencia, si no ilegales, es decir, criminales, delincuentes, por el hecho mismo de emigrar sin regularidad administrativa. A los que se viene añadiendo otro, el argumento de la xenofobia cultural: los inmigrantes serían, por su (sic) radical incompatibilidad con nuestra cultura (aquí se apunta a esa amalgama de musulmanes, árabes y africanos), una amenaza para nuestra identidad.

Otro modelo: gobernanza multilateral, cooperativa y en beneficio de todas las partes implicadas.

Los hechos son muy tercos. Ese es el realista punto de partida de la propuesta alternativa de política migratoria, que existe. Está formulada en la Resolución 73/195 de la Asamblea General de la ONU, que aprobaron 153 países el 19 de diciembre de 2018, con 12 abstenciones y 5 votos en contra (https://undocs.org/es/A/RES/73/195), a partir del Global Compact for Safe, Orderly and Regular Migration (GCM), un documentoacordado en Marrakesh una semana antes. Es lo que conocemos como Pacto Mundial para una migración segura, ordenada y regular, que debe ser objeto de una primera evaluación en 2022, pero sobre el que ya ha presentado un primer informe el Secretario General Guterres. El GCM cuenta con una serie contrapartida: el rechazo de los gobiernos de EEUU, Brasil, Chile y Suiza y, en la UE, de Austria, Bélgica, Chequia, Hungría e Italia. España, por cierto, se comprometió oficialmente a desempeñar un papel de promoción y garantía de ese GCM.

Como ha explicado muy bien la iusinternacionalista Teresa Fajardo, cuyo análisis del GCM comparto en muy gran medida en estas líneas, este instrumento de Soft Law (es decir, sin valor jurídico vinculante, pero con importantes consecuencias en la práctica jurídica internacional) que es el GCM, no tiene nada de revolucionario. Es realista, porque arranca del principio de soberanía de los Estados, que consagra. También lo es, en aparente paradoja, porque reconoce que la gobernanza de ese hecho social global que son las migraciones, no está al alcance de ningún Estado de por sí. Menos aún si persiste y aun se incrementa (entre las sociedades del sur y no digamos, entre las del sur y el norte) el verdadero factor determinante, el efecto salida, resultado de la radical desigualdad en los índices de desarrollo humano y las abismales diferencias de expectativas de vida y trabajo para muchos, incluido también el legítimo deseo de una vida y un trabajo mejor para profesionales especializados.

Tal modelo de gobernanza sólo puede ser el resultado de una acción concertada, multilateral, que acepta el enfoque de responsabilidad compartida y de solidaridad. L GCM es un embrión de lex migrationis global, que parte de reglas comunes que, pese al tópico que insiste en que no hay tal en materia migratoria, a diferencia de lo que sucede respecto a los refugiados, sí existen, aunque de forma fragmentada, escasamente específica, más allá del Convenio de la ONU de 1990 (Resolución 45/58) y de los Convenios de la OIT. Pero dejémoslo claro, como lo hace el propio GCM: “El Pacto Mundial se basa en el derecho internacional de los derechos humanos y defiende los principios de no regresión y no discriminación. La aplicación del Pacto Mundial asegurará el respeto, la protección y el cumplimiento efectivo de los derechos humanos de todos los migrantes, independientemente de su estatus migratorio, durante todas las etapas del ciclo de la migración. También reafirmamos el compromiso de eliminar todas las formas de discriminación contra los migrantes y sus familias, como el racismo, la xenofobia y la intolerancia”. Por eso, por ejemplo, el énfasis en la orioridad del interés del menor inmigrante o la recomendación de que los internamientos sean última ratio de esta política, al revés de lo que practican los gobiernos europeos.

El Pacto detalla 23 objetivos, con un abanico de iniciativas, en consonancia con la Agenda 2030, que asientan el vínculo entre políticas migratorias, desarrollo humano y democracia, algo que, por cierto, ignora el Pacto europeo de migración y Asilo propuesto por la Comisión Europea este mismo año y que sigue enrocado en la política de control de fronteras e ignora la prioridad de establecer vías legales, seguras y asequibles para los inmigrantes cuya inexistencia es el verdadero motor de la migración irregular y la razón del negocio de las mafias. Se trata de combinar, como explica Fajardo, políticas públicas migratorias de alcance mundial (multilateral) con las nacionales y con acciones transversales, mediante la acción coordinada de las diferentes administraciones, pero sobre todo de los agentes de las sociedades civiles y de los propios inmigrantes, con un lugar destacado para la OIM.

 La política migratoria no puede centrase casi exclusivamente, como sucede hoy, en la contención de los movimientos migratorios y en su explotación para nuestro beneficio. Ha de abrirse a una gestión acorde con el Derecho internacional y que, como insiste Naïr, transforme los desplazamientos migratorios de destino fatal en una opción que beneficie a todos. El GCM apunta buenas pistas en ese sentido.