La crisis migratoria en Canarias, penúltimo ejemplo de necropolítica (Testigo de cargo, Cartelera Turia, 4 de diciembre de 2020)

Quienes se hayan asomado a las imágenes del muelle de Arguineguín, o a las del naufragio en Lanzarote que movilizó a los vecinos de Órzola, no habrán podido evitar compararlas con las del campo de Moria, o las de los naufragios en el Egeo o en las costas de Libia. Todas ellas, más allá del trágico suceso individual, nos conducen una y otra vez a un modelo de política migratoria que lleva más de 20 años de puesta en práctica por los gobiernos de la UE, con el punto álgido de la malhadada Directiva de retorno de 2008, que potenció el sistema de Centros de internamiento (nuestros CIE) y la obsesión por priorizar como objetivo la imposible impermeabilidad de las fronteras, a base de presupuestos absolutamente desmedidos e ineficaces invertidos en Frontex y a lo que la investigadora Claire Rodier llamó en un libro imprescindible Xenophobie Business -El negocio de las fronteras-.

Esa política “hidráulica” -vasos comunicantes: que no entre ninguno más de los que necesitamos y por tanto, que se expulse a los sobrantes- llevó en un segundo paso a Bruselas a pedir a los guardianes del sur (Grecia, Italia, España, Malta) que suscribiesen convenios con países dispuestos a ejercer el papel de poli malo, para evitar que lleguen a Europa los no deseados y para admitir que se les devuelva a esos “excedentes”, aunque no sean nacionales suyos. Así, Grecia suscribió un acuerdo con Turquía, e Italia y España hicieron lo propio con Libia, Marruecos, Mauritania, Nigeria y ahora quieren hacerlo con Senegal. Mientras no se consigue cuadrar así la planilla contable, se encierra a los que hayan llegado y no son “deseados” en centros que son lo más parecido a campos de concentración, como Moria, o el muelle de Arguineguín.

Los intentos del nuevo ministro de migraciones y de su secretaria de Estado por instaurar un sistema estable de acogida, con lo que ello significa (no sólo techo y comida: asistencia letrada y de traductores y trabajadores sociales, libertad deambulatoria para quienes no san cometido crimen alguno que justifique la privación de libertad) han tenido que afrontar la férrea oposición de Interior, cuya lógica es la “europea”: palo a discreción y algo de dinero para los países que acepten los vuelos de deportación, países por cierto en los que el respeto a los derechos humanos es un doloroso eufemismo. Además de la inconsecuencia de no practicar dentro de España, lo que con toda justicia se pide a Bruselas: solidaridad a la hora de distribuirse la carga. Eso significa que no se debería concebir las Canarias, ni Ceuta ni Melilla como cárceles en las que encerrar a los que lleguen, con el argumento de que no toquen “Europa” (se les ha olvidado que las islas y las ciudades autónomas lo son). Es decir, evitar los “movimientos secundarios”, los desplazamientos que temen cual pesadilla Alemania, Austria, Dinamarca, Bélgica y el resto de la Europa fetén, que tan fácilmente, sin embargo, ceden a los chantajes xenófobos y racistas de los gobiernos de Polonia y Hungría.

Achille Mbembé acuñó el término <necropolítica> y yo mismo he propuesto aplicarla a estrategias migratorias como ésta. J. Butler ha denunciado un sistema que instituye precarious Lifes. Bauman lo describió como “industria del desecho humano”. Elijan entre esas explicaciones. No parece haber más.

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