Hace veinte años, cuando la detención del general Pinochet en Londres abría el difícil camino hacia la justicia universal, el benemérito Premio Nobel de la Paz Henry Kissinger la definía como “un movimiento consistente en someter la política internacional a procesos judiciales”. A quien había disfrutado del poder de mover como peones políticos en el escenario internacional a genocidas y torturadores, le debía parecer inadmisible, claro, el intento de someterlos a la “tiranía de los jueces”. Bajo el pretexto de la realpolitik, a duras penas se escondía el proyecto real: mantener el ámbito de la vieja razón de Estado fuera del alcance del funcionamiento de los principios básicos del Estado de Derecho, nacido precisamente para eso, para asegurar el control del ejercicio del poder y evitar su actuación impune.
La batalla por mantener ese ámbito de impunidad se hace más dura cuando no se trata sólo de someter al control judicial eso que eufemísticamente se llama cloacas del Estado, sino de reducir e incluso eliminar la existencia de zonas institucionales de alegalidad, el lado oscuro pero inevitable -al menos tendencialmente- del poder. La razón es obvia: el oxímoron de la alegalidad institucional, supuestamente exigido en aras del realismo político (en el colmo de la desfachatez, hay incluso quien lo considera el precio que ha de pagarse por mor de la ética de la responsabilidad) es un cáncer letal para el Estado de Derecho. Por eso, no se trata sólo de hacer controlable a posteriori el ejercicio desviado, el abuso de poder. El proyecto en el que encaja la justicia universal es más ambicioso y tiene que ver con una lógica jurídica, la que, entre otros, ha teorizado Luigi Ferrajoli como lógica expansiva del Estado constitucional, del constitucionalismo, que no puede dejar de instalarse en al ámbito del Derecho y de las relaciones internacionales, desarrollando tesis de raíz kelseniana.
El proceso recorrido en esa lucha del Derecho contra la impunidad que es la justicia universal, tiene etapas muy conocidas. Su línea argumental viene señalada en la propia sentencia del Tribunal de Apelación de la Cámara de los Lores que, en el juicio sobre la extradición del dictador chileno advertía que “el Derecho Internacional estipula que los crímenes de ius cogens, entre ellos el genocidio, pueden ser penados por cualquier Estado, porque los criminales son enemigos comunes de toda la humanidad y todas las naciones tienen el mismo interés en su aprehensión y persecución”. Con este mismo espíritu, en el verano del 2002, se ponía en marcha el Tribunal Penal Internacional, cuyo Estatuto de Roma asegura que “los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deben quedar sin castigo”. Y siendo así, el mismo tratado internacional -del cual España es parte- recuerda que “es deber de todo Estado ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales.”
Nuestros tribunales, apoyándose en el Derecho internacional y en la redacción original del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, incorporaron esa lógica jurídica y convirtieron a nuestro país en una referencia internacional en la lucha contra la impunidad. Ahora bien, cuando los criminales perseguidos, en lugar de ser líderes genocidas ruandeses o guatemaltecos, como Efraín Ríos Montt, pasaron a ser gobernantes de grandes potencias, hicieron saltar las señales de alarma en los ejecutivos de turno. Así, a principios del año 2009, la entonces Ministra de Exteriores de Israel, Tzipi Livni, exigía al ejecutivo de Zapatero el archivo de la investigación abierta por los crímenes cometidos en una ofensiva militar en la Franja de Gaza y se permitía anunciar una reforma legal del marco jurídico español de la jurisdicción universal (de un tercer Estado, como España!!). Poco después, desde Beijing, los líderes del Partido Comunista Chino apremiaron a adoptar medidas “inmediatas y eficaces” para cerrar cuanto antes la “falsa querella” que acusaba a mandatarios del Politburó de estar cometiendo crímenes contra la humanidad en el Tíbet. Simultáneamente, como hemos sabido también después, gracias a la difusión de los cables diplomáticos estadounidenses en el affaire Wikileaks, ministros españoles visitaban la Embajada de Estados Unidos en Madrid para tratar de atender las peticiones de Washington que protestaban sobre el avance de las instrucciones de la Audiencia Nacional en casos como los vuelos de la CIA, torturas en Guantánamo o el asesinato en Bagdad del periodista español José Couso. Por cierto, a la sede diplomática de la Calle Serrano también acudió en ese contexto el entonces Fiscal General del Estado, Conde Pumpido, hoy magistrado del Tribunal Constitucional, que adoptó una actitud beligerante en la exigencia de rebajar ese standard de justicia universal incorporado por los tribunales españoles.
Ese baño de presiones diplomáticas, sumado a la argumentación realista esgrimida desde no pocos sectores de la política y la judicatura, condujo en mayo de 2009 al acuerdo de PSOE y PP que consensuaron la primera reforma del principio de la jurisdicción universal a través de la Ley Orgánica 1/2009, una reforma legal dirigida en principio a otro objetivo, pues venía referida a otra cuestión, la Ley de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial. En aquel contexto, unos y otros aseguraban que la enmienda del artículo 23.4 LOPJ afianzaría de forma más sólida (por más realista) el compromiso con la justicia universal, y no provocaría un retroceso. Así lo manifestó públicamente la eficaz Vicepresidenta Primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, que coordinaba los contactos del Gobierno español con la embajada norteamericana.
Más allá de estas declaraciones de intenciones, lo cierto es que como consecuencia de ese “compromiso”, la fiscalía solicitó con celeridad el archivo de las causas contra dirigentes israelíes, chinos o norteamericanos. En efecto, la reforma del 2009 de la jurisdicción universal imposibilitó continuar con las investigaciones en las que no concurriera -de forma subsidiaria- uno de los nuevos requisitos exigidos: existencia de víctima española, residencia en territorio nacional del querellado o “vínculo de conexión relevante con España”. Por cierto, a ese respecto, cuando se archivó el caso Tíbet, la representación jurídica de la demanda inquirió a los jueces de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo si las relaciones comerciales y económicas con China podían constituir ese vínculo de conexión relevante con nuestro país. Los jueces guardaron silencio sobre este particular. Años después, el ministro de Exteriores del Gobierno del Partido Popular, García Margallo, admitió sin complejos que el 20% de la deuda pública en manos de China había provocado la segunda gran reforma de la jurisdicción universal, la de 2014: un cambio legislativo que supuso la derogación de facto de la justicia universal, ya que condiciona la persecución de los graves crímenes internacionales a “ que el procedimiento se dirija contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas”, circunstancias acumulativas de imposible concurrencia en la práctica.
Las informaciones disponibles permiten suponer que el PP de Casado, junto a Ciudadanos y el PSOE, pretenden llegar hoy a un consenso que nos devuelva una suerte de versión 2.0 de la justicia universal del 2009. Una versión que, por lo que se conoce, puede calificarse al menos de edulcorada y a la que no sería ajena la perspectiva realista que mantiene la asesoría jurídica del Ministro de Asuntos Exteriores, que sigue dirigida por quien nombró el PP en enero de 2018. A nuestro juicio, ese realismo esconde una vez más una posición conservadora, si no francamente retardataria.
Ese proyecto de resucitar la reforma de 2009 parece en abierto contraste con los objetivos proclamados por el Gobierno Sánchez y muy en concreto desde la cartera de Justicia, que consistían en recuperar e incluso ampliar el ejercicio efectivo de la Jurisdicción Universal conforme a su sentido en Derecho internacional. Así lo ha reclamado también públicamente la plataforma de la sociedad civil recién constituida, justiciauniversalya.com. Es más, resulta inadmisible que un dictamen de la Asesoría Jurídica de Exteriores, que supuestamente debe esgrimir motivaciones legales en sus razonamientos, fundamente su rechazo al borrador de Justicia esgrimiendo que éste, “introduce elementos que pueden afectar directa y gravemente a las relaciones internacionales de los Estados”. En otras palabras, el clásico argumento de la razón de Estado según el cual “una política exterior viable” está por encima de los derechos humanos. Afrente a esa posición, preguntamos si el Derecho penal internacional y los tratados internacionales de derechos humanos, se han redactado para defender la razón de Estado o para proteger a los ciudadanos más desprotegidos de la comisión de horrendos crímenes internacionales. ¿Cuáles son los intereses que debe proteger en este ámbito ley internacional? ¿la del Estado soberano junto con su deuda pública y las inversiones de las grandes corporaciones o las de las víctimas de torturas, genocidios o crímenes de guerra? Kissinger lo tenía claro, y parece que la Asesoría Jurídica del Ministerio de Asuntos Exteriores también.
Con todo, debe asimismo ponerse de manifiesto que esta propuesta no sólo confunde el principio de jurisdicción universal con otros principios de extraterritorialidad de la ley penal, como es el de la legitimidad pasiva, sino que manipula los genuinos intereses de las víctimas. En efecto, el dictamen asegura que el pleno ejercicio de la jurisdicción universal, con los “serios problemas prácticos” que acarrea, conduce a una “decepción para las víctimas”. Nos preguntamos con cuántas víctimas palestinas, tibetanas o saharauis se ha reunido el gabinete jurídico de Exteriores para llegar a dicha conclusión. Al margen de haber convivido durante décadas con ellas, es fácil intuir sus sentimientos, cuando, por ejemplo, con ocasión de la reforma del 2009 se archiva el caso de los crímenes de guerra cometidos por militares israelíes o el de los crímenes contra la humanidad cometidos contra el pueblo tibetano en plena celebración en 2008 de los Juegos Olímpicos en Beijing. No creemos que la decepción para las víctimas de la Franja de Gaza fuera continuar con la instrucción del asunto, a pesar de los innegables obstáculos legales que deben soportar y que fundamentalmente proceden de la fiscalía, sino más bien todo lo contrario. ¿Pueden imaginar el rostro de “decepción”, frustración y rabia de las madres de los palestinos asesinados cuando tras el archivo y publicación de esa reforma, Simon Peres le daba públicamente la enhorabuena a nuestro entonces Presidente Zapatero en su visita oficial a Israel por dicha reforma legal? ¿o los sentimientos de la joven tibetana Dolma Palkyi, superviviente en la travesía al exilio por los altos pasos del Himalaya, que fue testigo del asesinato a tiros por los guardias fronterizos del Ejército Popular de Liberación de su amiga Kelsang Namtso? Difícilmente pueden imaginar tanto dolor y sufrimiento infringido quienes desde sus mullidos sillones del Ministerio son ajenos a estas tragedias y pierden la perspectiva del propósito último y humanizador del Derecho de Gentes. Insistimos, un Ius Gentium en el sentido que hoy se trata de defender, no el de las viejas naciones, los Estados o las grandes corporaciones, sino de las personas, los ciudadanos. Una vez más debe remarcarse que el Derecho Internacional debe proteger la soberanía, “pero la soberanía del pueblo, y no la del soberano”, como precisa el internacionalista de la Universidad de Yale, W. Michael Reisman.
A nuestro juicio, un gobierno progresista no puede ni debe renunciar a situarse en una posición de firme defensa y garantía de los valores que sostiene la Unión Europea, en clara asunción de los principios y normas de la legalidad internacional. La coherencia más elemental exige el valor de rechazar convertirse en rehén de los chantajes de regímenes autoritarios, dictatoriales o de las grandes corporaciones. Por supuesto, somos conscientes de que aquí, como en otros escenarios que preocupan a la opinión pública, el difícil equilibrio entre valores jurídicos y políticos e intereses nacionales (sí, aceptamos que no se trata sólo de planteamientos espúreos) alcanza el máximo grado de tensión. Pero frente a la óptica del corto plazo que parece dominar entre los spin doctors y gabinetes de comunicación de nuestros responsables políticos, frente a los innegables costes que pueden significar decisiones coherentes con la legalidad internacional, sugerimos la mirada del medio y largo plazo, en la que el coste contrario, el de sacrificar la coherencia con esa legalidad, con nuestra condición de miembros del proyecto europeo, se muestra letal. Parece que no hemos aprendido la lección de lo que no sólo nuestro país, sino la UE y occidente estamos pagando por la aventura en Iraq: una lección que, por cierto, se mide también en intereses contantes y sonantes.