SOSTENELLA Y NO ENMENDALLA. LA CRISIS MIGRATORIA DE CANARIAS Y LA ENÉSIMA VERSIÓN DE UN MODELO FRACASADO

Permítanme el hipotético lector un recurso que infringe el sabio precepto de Bacon, reiterado por Kant y que todo académico debe observar: <de nobis ipsis, silemus. de re autem, quae agitur petimus>. Me veo obligado en este caso a una introducción que, contra ese consejo, parte en primera persona.

Llevo estudiando problemas de política migratoria y de asilo ininterrumpidamente desde 1996. Públicamente, en ensayos y en artículos científicos y de divulgación en prensa y también en radio, he discrepado y criticado frecuentemente a lo largo de estos años las políticas migratorias y de asilo de los gobiernos de F. González, de Aznar, y de Rajoy. También los de Rodríguez Zapatero.Y, desde luego, de la UE.

Desde esa experiencia, me veo obligado a sostener una posición extremadamente crítica en relación con la respuesta que estamos ofreciendo en la UE y en España a los retos de la política migratoria y de asilo en el contexto de la pandemia.

Ya se sabe que la definición de irracionalidad consiste en empeñarse en repetir algo que se ha demostrado inadecuado, ineficaz. Pues bien, eso es lo que a mi juicio sucede en lo sustancial (con todas las excepciones que es necesario reconocer, porque hay que reconocer que en 40 años se han producido no pocas reorientaciones y avances legislativos y jurisprudenciales) en la política migratoria y de asilo de nuestro país, de la mayoría de los países europeos, de la propia UE y, me duele decirlo, lo que se empeña en repetir la respuesta que ofrecemos ahora a la crisis de Canarias. Y quede claro que, como senador del grupo parlamentario socialista, soy de los que sostuve y sostengo firmemente un programa electoral y de gobierno, el que propuso Pedro Sánchez y el que recogió el Gobierno de coalición presidido por él, porque ese programa electoral y ese compromiso de gobierno subrayan la prioridad del enfoque de garantía de los derechos humanos y el criterio de respeto a la legalidad internacional. Esa es una diferencia clave frente a lo que han sostenido los gobiernos del PP. Es una diferencia clave, a mi juicio, también respecto a parte importante de la política migratoria y de asilo defendida en la presidencia de Rodríguez Zapatero y gestionada por el ministerio del Interior y por la secretaría de Estado de Migraciones que dirigió la señora Rumí.

Acabamos de asistir, decía, a la presentación del «Plan Canarias», impulsado por un profesional de indiscutido prestigio, el ministro Escrivá y pilotado por la Secretaría de Estado de Migraciones que dirige con toda dedicación y esfuerzo Hana Jalloul. Un plan que establece una inversión de más de 600 millones de euros en las islas y que contempla dispositivos de acogida permanente para albergar hasta 7000 personas en 7 espacios diferentes y contempla una central de emergencias sobre temas migratorios (cfr: https://prensa.inclusion.gob.es/WebPrensaInclusion/noticias/ministro/detalle/3935). Un esfuerzo muy notable por comparación a los datos de plazas disponibles actualmente y que es posible con la colaboración de varios ministerios, de las diferentes administraciones implicadas y también cuenta con fondos de la UE. Es la respuesta ante la situación de emergencia provocada por la llegada de 18000 personas, en un porcentaje que supera en un mil por cien los datos del año pasado. Una situación que, no debe olvidarse, responde a un conjunto de factores complejo, desde el impacto de la pandemia en términos sanitarios, económicos y sociales en países como Marruecos (que ahora genera la mayor parte de estos inmigrantes irregulares), Senegal, Costa de Marfil, Nigeria, Ghana y en menor medida de Mali.

Ese Plan, como las comparecencias del Ministro del Interior, (el Sr. Grande-Marlaska, magistrado de profesión,  a quien nadie discute su dedicación y sentido de servicio al Estado, pero sí no pocas de sus decisiones en política migratoria y de asilo) no cierra -al contrario- el debate sobre el sistema de acogida, y menos aún el debate acerca de la firme, cerrada oposición del mencionado Ministerio del Interior a autorizar traslados de las personas que llegan a Canarias a CCAA de la península, sabiendo que existen varias (Valencia, Castilla-León, Navarra, el País Vasco) que se han prestado solidariamente. Y lo que sucede es que esa posición, a mi juicio, condiciona decisivamente el modelo de acogida y en realidad determina la opción por el modelo de política migratoria y de asilo, más allá de los proyectos del Ministerio de Inclusión, Migraciones y Seguridad Social e incluso de la estrategia de la inteligente ministra de Asuntos Exteriores, UE y Cooperación, la señora GonzálezLaya.

Respecto a lo primero, me parece evidente que cualquier dispositivo estable de acogida es incuestionablemente mejor que el desastre del muelle de Arguineguin. Una situación comparable con lo que se ha vivido en Moria, pese a los esfuerzos por desmentirlo por parte del Ministerio del Interior, esfuerzos que, han incluido verosímilmente un bloqueo a la libertad de información de la policía (la Delegacion de Gobierno, en todo caso y quizá el Ministerio) respecto a los periodistas que han cubierto estos días los acontecimientos, y que éstos han desnudado con crudeza. El Defensor del Pueblo se ha desplazado a las islas y esperamos un Informe en las próximas semanas. Como botones de muestra, los reportajes del periodistas y escritor Nicolás Castellano, quizá el mejor especialista en temas migratorios (por ejemplo, https://cadenaser.com/programa/2020/11/10/hora_25/1605046086_954571.html), o el testimonio del respetado fotoperiodista Javier Bauluz (cfr. https://www.cope.es/emisoras/canarias/las-palmas/gran-canaria/noticias/fotoperiodista-ante-drama-arguineguin-anos-profesion-sufrido-este-tipo-censura-20201020_953307), o el del periodista de la SER, Pedro Murillo, conmocionado por agresiones verbales xenófobas(https://cadenaser.com/emisora/2020/11/19/radio_club_tenerife/1605784397_808834.html?ssm=fb).  

Arguinegúín desnuda una situación que sonroja a cualquier que crea en el Estado de Derecho y en la prioridad del enfoque en garantía de los derechos humanos. Arguineguin evoca las imágenes de Moria.

El Plan, es cierto, pone remedio a una situación inadmisible. Ahora bien, que sea suficiente y adecuado en términos de política migratoria, es otra cosa. Creo que el problema reside, paradójicamente, en la vinculación conceptual de ese Plan de forma exclusiva con el archipiélago canario. Quiero que se me entienda bien. Por supuesto que Canarias necesita medidas urgentes. Un plan concertado de todas las administraciones (también europeas) para hacer frente a una situación muy difícil, debido a una complejidad de factores entre los que la emergencia migratoria es uno muy relevante, pero ni mucho menos el único. Dicho de otro modo: Canarias se enfrenta, entre otras dificultades, a una emergencia migratoria, pero esa emergencia no es sólo cuestión de Canarias. Y ahí está la clave.

Para comenzar con lo más inmediato del Plan, está claro que está muy bien que se organicen carpas y, sobre todo, establecimientos estables de acogida, donde estas personas -insisto, personas, antes que inmigrantes, irregulares o no, o solicitantes de protección -no peligrosos delincuentes a los que “no se debe dejar sueltos”, como se escuchó para vergüenza de todos en un programa de la televisión pública de máxima audiencia- encuentren techo, comida y la indispensables condiciones sociosanitarias. Pero  un plan de acogida (y estoy convencido; es más, sé que lo saben muy bien Hana Jalloul y sus experimentados directores generales, Santiago Yerga y Francisco Dorado) consiste en bastante más que eso y supone un esfuerzo de medios materiales y personales que, lógicamente (en eso el Plan acierta) no puede recaer sobre la Comunidad autónoma canaria ni exclusiva ni prioritariamente. Pero sobre todo,que no puede tener como objetivo mecánico la hipótesis de retorno forzado (aunque desde el Ministerio se insiste en que la inmensa mayoría de los que llegan son “retornables”, sin la indispensable intervención de los servicios de tutela jurídica, y que no puede encapsularse en esa Comunidad, porque la sitúa en extrema dificultad, mas aún en el contexto de las condiciones que derivan de la pandemia. No es difícil pronosticar que surgirá una reacción xenófoba y quién se va a aprovechar de eso. El peor error, a mi juicio, es ese encapsulamiento.

Esta <solución> hace pesar sobre Canarias todo el esfuerzo e impide una política de solidaridad de las demás CCAA. Es decir, reproduce a escala nacional la misma lógica que en la UE, que quiere que los tres países del sur  (Grecia, España, Italia) carguen con todo el peso de las llegadas de inmigrantes irregulares y de posibles solicitantes de protección internacional y en todo caso deja caer algunos millones, como se reitera en el “nuevo” Plan europeo de Migración y Asilo, marcado por la obsesión de los países ricos en evitar los movimientos secundarios y por el miedo ante las intransigentes posturas del bloque de Visegrado, con Hungría y Polonia al frente de la posición más agresiva.

La raíz del problema reside en la tradicional (iba a decir, atávica) cerrazón de Interior -sea cual sea el color político de quien dirija ese Ministerio- con el pretexto de «que no lleguen a Europa» (¿Canarias no lo es?) inmigrantes irregulares o personas que no cumplen las condiciones para recibir la protección internacional.  Es decir, siguiendo al pie de la letra esa torpe e insolidaria lógica de la UE. La oposición de Interior a permitir que otras CCAA colaboren en la gestión, mediante traslados a la península, repite algo que ya conocemos: Ya en Melilla hemos visto su negativa a que viajaran a la península las personas con <tarjeta roja> acreditativa de que está en curso su demanda de protección internacional y que, de acuerdo con la Sentencia del TS deberían poder viajar a la península y cuyo traslado ya había sido organizado por el Ministerio de Migraciones. Interior impulsa también, a mi juicio, una peculiar interpretación de un indispensable pilar de la política migratoria, los acuerdos bilaterales con los países de origen y tránsito. Pese a que parece que el Ministerio de Asuntos Exteriores podría imprimir un cambio de orientación en ese modelo, lo cierto es que por ahora predomina el enfoque de Interior, muy activo en obtener esos Convenios, pero no tanto para impulsar la democracia y el desarrollo en los países de origen y tránsito de las migraciones, sino casi exclusivamente para asegurar cuotas de policía por parte de esos países que, encima (Mauritania, Marruecos, Nigeria), son países cuyos gobiernos se caracterizan por una acreditada falta de respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. Les ofrecemos dinero a cambio de encargarles el trabajo sucio. Insisto: sucio. Y me viene a la mente la expresión de Bauman: la política migratoria como industria del desecho humano.

Insistir en lo que ha fracasado, insisto, es irracional. Por muchas vallas y vuelos o barcos de expulsión, eufemísticamente denominada repatriación, no vamos a parar la movilidad migratoria. Menos aún cuando además de los ya endémicos movimientos de desplazamiento consecuencia de las hambrunas o de enfrentamientos étnicos (como en estos días en Etiopía) se avecinan grandes desplazamientos, consecuencia del cambio climático y del impacto depredador por parte de las industrias transnacionales y de los Estados que continúan con la mentalidad colonizadora, de los que China es el primer ejemplo en el continente africano. De una vez por todas: aprendamos la lección, cambiemos el modelo. Probemos otro, por ejemplo el que tímidamente proponen los Global Compact de Marrakesh 2018 sobre políticas migratorias y de asilo, que no son una revolución precisamente, pero cambian la mirada.

Ese otro modelo propone una gestión adecuada de la movilidad, que exige vías legales y seguras, mecanismos amplios de acogida e inclusión (sí: lo repite el ministro Escrivá con razón,  necesitamos imperiosamente incorporar a nuestra población a millones de inmigrantes, pero incorporarlos como ciudadanos, no como esclavos) y acuerdos que ayuden a los países de origen a avanzar en términos de Desarrollo humano, es decir, en democracia y derechos humanos, que es algo muy distinto que regar con dinero las arcas de élites corruptas.

¿Probamos?

Nuestra Paideia (versión extendida del artículo publicado en Infolibre, el 17 de noviembre de 2020, en defensa de la inclusión de enseñanza de los derechos humanos y de una asignatura de ética en ESO, en la LOMLOE)

En mis años de estudiante de doctorado, allá por 1974, pocos libros me causaron tanta impresión como la obra monumental de Werner Jaeger, Paideia, a la que vuelvo recurrenemente. Generaciones enteras aprendimos con su lectura la dificultad de definir un proyecto como ése, que no es sólo educativo, sino también cultural y político. Como explica Jeeger, en realidad cada época en Grecia -casi cada escuela, cada élite-, tuvo el suyo. Y lo que quiero plantear al lector, mi pregunta, es cuál es el nuestro, cuál es nuestra paideia, si es que tenemos alguna aquí, en España, en medio de este terrible contexto de la pandemia.

Si aun queda alguien que siga leyendo después de este exordio, trataré de tranquilizarle. El propósito de estas líneas no tiene el menor sentido erudito. La pregunta que enuncio, en términos genuinos, está motivada por lo que sucedió ayer, en la Comisión de Educación del Congreso en el debate a propósito del proyecto de LOMLOE que algunos quieren llamar “ley Celáa”. Muy concretamente, planteo esta pregunta por el rechazo a una enmienda de En Comú Podem/UP, que pretendía incluir como obligatoria en 4º de ESO la asignatura de ética, en el marco de un ciclo formativo de filosofía y también porque, en mi opinión, hay no poca confusión en torno a la asignatura de “valores éticos y cívicos” que propone el Ministerio. Pero lo que sigue no tiene tanto que ver con la anécdota parlamentaria, sino con lo que me parece que es la categoría.

Vamos al episodio parlamentario. El rechazo a la enmienda ha venido motivado (según la posición defendida por el PSOE, que había presentado una enmienda transaccional para que se impartiera “en algún curso de esa etapa”, postura apoyada por el PNV), porque “ya hay demasiadas materias en 4º de ESO y habría que quitar alguna para incluir la ética”. Como ha señalado la REF (Red Española de Filosofía), eso supone que los estudiantes que después de la ESO pasen, por ejemplo, a Educación Profesional, o sencillamente dejen de estudiar, no habrán recibido ninguna enseñanza de filosofía, pues no se puede considerar como tal -ni como equivalente a la ética- la asignatura de “valores” que el Ministerio incluye en 3º de ESO. Con ello, además, se rompe el acuerdo unánime alcanzado en octubre de 2018, por la Comisión de Educación del Congreso. En aquel entonces, el diputado socialista y portavoz de educación, Manuel Cruz, defendió brillantemente la recuperación de la filosofía, no como una cápsula aislada, sino como parte de un <ciclo formativo>: “de la misma manera que se enseña Matemáticas o lengua en tres cursos, filosofía debe enseñarse como un ciclo completo…no por una postura corporativa o gremial, sino para que el saber filosófico se despliegue de manera natural y adecuada”.  

Cabe discutir, por supuesto, si es posible recuperar esos contenidos por vía de desarrollo curricular, como ha argumentado la admirada y muy experimentada diputada y ponente socialista Martínez Seijo, quien, -en línea con lo que sostiene el Ministerio- razona que se ha priorizado la coherencia con el modelo competencial que fomenta la LOMLOE y asegura que comparte el carácter fundamental de la enseñanza de la filosofía. Pero quizá el problema no sea tanto el de <quítame de aquí estas horas, para poner esas otras>, sino que estriba en el sentido que el Ministerio atribuye al propio proyecto educativo. Y aquí sí que entra en juego el modelo de paideia. Es decir, la categoría. ¿Cuál es el modelo de paideia del proyecto de ley?

Creo que, para debatir sobre ello, podemos acudir a los razonamientos encontrados en torno a la asignatura de “valores” que este Ministerio sostiene. Según el proyecto, se trata de un instrumento para la adquisición de valores cívicos y constitucionales. Y en apoyo de esa asignatura se ha argumentado con frecuencia que, a fin de cuentas, esa “enseñanza en valores” cumpliría la función que debe desempeñar la ética.

Desde que se anunció este propósito, he discrepado a fondo del planteamiento. A mi juicio, esta concepción de la “enseñanza en valores” es un auténtico tiro en el pie. Todo el mundo tiene valores, que lógicamente aspira a presentar como imprescindibles en esa asignatura de formación en valores: por ejemplo, VOX, el tercer partido en representación en el Congreso, que cuenta con el respaldo de unos cuantos millones de ciudadanos. Es fácil imaginar el contenido de valores que, consecuentemente con su ideología, con su sistema de valores, impulsarían en la escuela. También es fácil imaginar los valores que, en el caso de que lleguen a gobernar, vetarían por considerarlos disvalores, o contravalores, o propuestas nefastas, por contrarias a su sistema de valores. Recuerden el denominado “pin educativo”, su rechazo a la entidad de la violencia de género, o su decidida apuesta como buen modelo de gobierno por el régimen del general Franco.

Nadie niega el derecho a tener los propios valores. La cuestión es si se deben enseñar en la escuela pública. Mi propuesta, nada original, es muy sencilla. Los únicos valores compartidos que tienen cabida en la escuela pública en una sociedad plural, son los de la ética pública, que hoy, en el siglo XXI, se llaman derechos humanos. Y no me vengan con la objeción de que no sirve de nada memorizar convenios y declaraciones de derechos, porque la enseñanza en derechos humanos no consiste en eso.

Enseñar derechos humanos, que es lo que a mi juicio debería hacer la escuela pública en lugar de perorar sobre “valores”, es enseñar el marco común de alteridad: ayudar a distinguir entre deseos, expectativas, derechos y deberes: saber qué es un derecho y qué no y por qué. Y por supuesto, aprender que, junto a los propios, están los derechos de los otros que, inevitablemente, entrarán en conflicto. Es decir, entender que ningún derecho es absoluto y que los conflictos, que son naturales, inevitables, deben resolverse conforme a Derecho, y no con arreglo a la fuerza. Lo que no excluye, antes al contrario, hacer entender que los derechos no se otorgan, sino que se adquieren, mediante la lucha por el Derecho. Porque se puede retroceder en su garantía e incluso perderlos, por la invasión de otros poderes, los del Estado y los de quienes tienen más fuerza que nosotros. Pero esa lucha por el Derecho es lucha conforme a derecho, es decir, sin cabida para la violencia. Aunque, a mi juicio, sí es posible luchar por los derechos mediante el recurso a la desobediencia: eso sí, si hablamos de una sociedad democrática, de un Estado d Drecho, esa desobediencia ha de ser civil, como por ejemplo he tratado de explicar en un libro reciente, Decir No. El imperativo de la desobediencia (y perdón por la sugerencia de lectura, que gustará a mi editor).

La enseñanza de la ética y de la filosofía es otra cosa. Cabe discutir si el ciclo formativo de filosofía, como propone la REF, debe constar de dos o tres asignaturas, cuáles han de ser obligatorias y con qué carga lectiva. Lo que parece innegable es el perjuicio que supone hacerla desaparecer del curriculum obligatorio, porque la ética es el núcleo del proyecto educativo, sin el que no es posible una paideia como la que exige este punto de inflexión civilizatorio que vivimos. Porque la razón de ser de esa asignatura de ética no es “adquirir competencias”, en el sentido técnico, sino facilitar la reflexión que ayuda a constituir la autonomía, el propio ethos, el carácter sobre el que construir nuestra vida como individuos conscientes. Sin esa reflexión genuinamente mayéutica, <e-ducativa> (que no de adoctrinamiento ni de ingurgitación de datos o de valores), caminamos hacia el modelod e súbdtos, de individuos preparados para la sumisión. Caminamos, como se ha dicho, hacia la aspiración de luchar por viajar en camarote de primera en el Titanic.

La clave, pues, consiste en establecer qué paideia. A mi juicio, insisto, el objetivo de la nuestra, comenzando por esa pieza de la misma que es la escuela pública, no es ni puede ser sólo competencial, en el sentido de conseguir formar profesionales aptos para las cambiantes exigencias del mercado global. Menos aún, si eso de adquirir competencias lleva la impronta del muy viejo individualismo posesivo que está en el genoma del liberalismo de mercado. La paideia que necesitamos exige reconocer el ideal de la politeia, que hoy, en un mundo máximamente interdependiente, es el de una sociedad global decente, lo que impone deberes hacia los demás, pero también hacia la vida misma, en términos de la sostenibilidad, de la transición a un sistema de vida ecológicamente sostenible. Los clásicos sabían que <vivir bien> es mucho más que <estar bien>, sobre todo si tal bienestar es el de unos pocos, en sociedades cada vez menos iguales e inclusivas. La enseñanza de la ética y de los derechos humanos son un medio del que no debemos prescindir si aspiramos a que ese bien vivir sea el de todos.