Como a una buena parte de los ciudadanos, vivo con mucha preocupación cuanto está sucediendo en esta última semana, aunque es obvio que las razones de fondo de tal preocupación vienen de bastante lejos y probablemente van bastante más allá de la incertidumbre sembrada por la carta que nos ha dirigido el presidente del gobierno. La incertidumbre en cuestión hallará respuesta en la intervención del presidente del gobierno a la que nos ha emplazado el lunes 29 de abril. Pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que los motivos de preocupación acaben ese día.
No voy a entrar en las razones personales que ha explicitado el presidente en esta inusual misiva (parto del respeto a la persona y a su estado de ánimo), aunque me parece difícilmente discutible que, desde el momento mismo de la investidura, tras las elecciones de 23 de junio de 2023, se ha ido creando un clima insoportable de acoso y descalificación, en el que pareciera que todo vale con tal de descabalgar al gobierno de coalición. Dicho sea de paso, la reciente y burda manipulación presentada por Manos limpias y a la que se ha adherido Hazte Oir, para incriminar a la esposa del presidente, es tan grosera, que resulta difícil aceptar que un juez se permita ignorar lo que la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha sentado como exigencias para abrir un procedimiento. Dicho sea de paso, añadiré que esta burda manipulación no resiste comparación con la gravedad de lo que se ha hecho contra de otros adversarios de diferente espectro político, comenzando por el presidente Suárez, hasta los más recientes, incluyendo no sólo los bulos, rumores y mentiras, sino también el acoso en los tribunales. Como también me parece de extrema gravedad la impudicia con la que se descalifica (e incluso se imputan delitos muy graves) a jueces y fiscales cuando sus actuaciones no sostienen las tesis de la parte agraviada, impudicia que descalifica a los medios de comunicación que, sin ninguna prueba fehaciente o, lo que es peor, deformando los hechos a su gusto, lanzan tales descalificaciones y acusaciones.
Trataré de ejemplificar de modo sumario las razones por las que me parece que hemos alcanzado un grado de preocupación que va más allá de lo habitual. Algunas de esas razones tiene que ver con las preocupaciones expresadas por Fernando Vallespin en su columna en El País, este domingo, bajo el título «Desde la perplejidad» (https://elpais.com/opinion/2024-04-28/desde-la-perplejidad.html)
Me preocupa que se recupere ahora la expresión «pueblo de la coalición», que sería el verdadero y buen pueblo (¡¡¡ es decir, que quien no pertenece a él, quien no apoya la coalición y se atreve a disentir o a oponerse a ella, no sería pueblo!!!), como pretendió el diputado Errejón, que fue quien utilizó esta expresión en su post en X, el 25 e abril («La respuesta no es de partido, es de pueblo de la coalición y de mayoría por la democracia»). Esto, a mi juicio, es un disparate inaceptable, por mucho que así lo proclamen los nacionalismos de toda laya, el españolista y, desde luego, los discípulos más iletrados de Sabino Arana, o una parte de los secesionistas catalanes, que separan el trigo (el buen cataán) de la paja (los «colonos», o botiflers): en democracia el pueblo soberano son los ciudadanos todos, que son distintos y respetables en su diversidad: no hay algunos que sean más pueblo que otros, por razones étnicas, religiosas, culturales, económicas o ideológicas.
Me preocupa, porque no me parece admisible en democracia que se hable de buenos y malos en el discurso político («tenemos que ganar los buenos»), para trazar un muro en lugar de contribuir a mantener une espacio público abierto a todos, esto es, lo que debiera ser un debate político democrático, que debe comenzar por el respeto al otro, al adversario político. Ese maniqueísmo en el que quien no está conmigo está contra mí y su posición es mala por definición, acaba con el pluralismo y con la libertad de expresión, de opinión y de prensa, sin los que no hay democracia.
Me preocupa que se piense y de hecho se actúe como si en la pugna política fuera de recibo el «todo vale». Porque, muy al contrario, en democracia no todo vale: no valen la calumnia, la difamación, la deshumanización del adversario y, menos aún, de sus familias. La democracia son también las formas y procedimientos. Y esto vale también para los medios de comunicación y debería valer -aunque no parece posible- en las redes sociales.
Me preocupa que se acepte el juego de convertir al Parlamento en escenario de intercambio de fango, en lugar del debate de los programas y propuestas y del control del gobierno por la oposición en base a esos programas y propuestas. Al haber aceptado esa mutación, hemos desvirtuado radicalmente una institución clave.
Como me preocupa que se desvirtúe una institución clave, el poder judicial, cuando se la convierte en arma arrojadiza: no digamos nada si son algunos miembros del poder judicial o de su gobierno quienes aceptan entrar en ese juego indigno.
Y me preocupa que, ante esta situación de crisis de las instituciones y reglas de juego de la democracia y del Estado de Derecho, se escoja la vía de convertir la democracia en un juego plebiscitario, que gira en torno a la adhesión emocional, o, al contrario (y ambas cosas son compatibles, como creo que estamos viendo), en el rechazo emocional e incluso mortal a un líder. Eso es otra cosa: es populismo y autoritarismo, propio de la relación entre un jefe carismático y sus súbditos, no del espacio público en el que los ciudadanos son el soberano. Un modelo presidencialista exento de controles, traiciona la razón de ser de la democracia parlamentaria que consagra nuestra Constitución, que reside, sobre todo, en un conjunto de instituciones y normas para el control y contrapeso del poder. Si no se respetan esas instituciones y normas no puede funcionar el Estado de Derecho ni la democracia parlamentaria.
Pondré, para finalizar, tres, entre otros ejemplos, de lo que quiero decir:
(1) No se respetan las instituciones y normas del Estado de Derecho y de la democracia parlamentaria que establece nuestra Constitución cuando se bloquea la renovación del gobierno del poder judicial, a la espera de disponer de una mayoría que permita dominar ese gobierno de los jueces.
(2) No se respetan, cuando no se acepta el juego parlamentario propio de tal democracia parlamentaria, en la que el gobierno legítimo corresponde a quien tiene la mayoría en el Parlamento, sea la que sea la formación que haya obtenido mejor resultado en las elecciones.
(3) No se respetan, cuando se criminalizan la disidencia y la crítica a las decisiones del gobierno.
Ojalá recuperemos todos un mínimo de cordura y respeto.
Estamos acostumbrados a imaginar a Kant como el pensador ilustrado que pone las bases de la emancipación mediante la razón, la crítica; también, como el filósofo que asienta principios básicos de una ética universal y racional. Son dos rasgos abundantemente glosados con ocasión del tercer centenario de su nacimiento, que se cumple hoy, 22 de abril, y que hacen de 2024, en todo el mundo, el Kant-Jahr, el año de Kant (con permiso de Kafka). Pues bien, modestamente, quiero proponer al lector que considere otro aspecto de la obra de Kant en el que se ha incidido menos, el que sugería Jean Lacroix cuando le definió como “un hombre de Derecho” y que muestra la actualidad de su filosofía jurídica y política.
Créame el lector: nada más cierto, ni más pertinente en este momento. que la preocupación de Kant por el Derecho, que desemboca en un Derecho cosmopolita, garantía de esa federación de repúblicas que aseguraría la paz perpetua. Y estoy convencido de que es precisamente su preocupación por garantizar la libertad y la paz a través del Derecho (el aspecto de su legado que recogió en buena medida el gran jurista Kelsen), lo que hace rabiosamente actual a Kant. Lo es, en un contexto tan dilemático y atribulado como el nuestro, marcado por el retorno a un discurso belicista que subraya la ineficacia de una comunidad y de un orden internacional como el onusiano (heredero de las propuestas kantianas), incapaz de encontrar una voluntad política común que ofrezca respuesta eficaz a lo que parece el eterno retorno de la guerra. Esa incapacidad, ese sentimiento de impotencia ante las imágenes de destrucción en Ucrania y Gaza, ha dado alas a un pragmatismo bajo el que resurge, más o menos descarnado o encubierto, una nueva ola de belicismo.
Por eso, aunque siempre hay muchas buenas razones para volver a leer a Kant, la que propongo es la validez de ese propósito que preside la última etapa de su obra, de carácter marcadamente filosófico jurídico y político. Como pretendo recordar, en sus últimos años Kant reivindica el papel central del Derecho para garantizar esos dos objetivos que consideraba fundamentales, la libertad y la paz. Es lo que desarrolla en dos trabajos capitales de esa última etapa: el panfleto sobre La paz perpetua (1795), en el que explora las soluciones para superar la guerra, y la Metafísica de las Costumbres (1797), cuya primera parte está dedicada a la Doctrina del Derecho, una indagación de carácter filosófico jurídico, nada abstracta, muy vinculada a los cambios trascendentales que se vivían en las últimas décadas del XVIII, marcadas por las revoluciones americana y francesa y también, claro, por la omnipresencia de la guerra.
Hobbes y Kant: un antagonismo simplista
Es evidente el peso que tienen en nuestra vida y en nuestra visión del mundo las dos guerras lque se libran en Ucrania y Gaza. Ambas, dominadas a su vez por esa niebla de la guerra de la que se sirven cada vez más los contendientes para manipular la realidad, mucho más allá de lo que teorizó von Clausevitz cuando acuñó la expresión.
Un ejemplo de ello es, a mi juicio, cómo se ha presentado el lanzamiento de drones y misiles desde la república fundamentalista islámica de Irán contra territorio de Israel, información que en la mayoría de los medios apenas hace referencia a que se trata de una respuesta del régimen totalitario de los ayatollah frente a la destrucción previa por Israel de su consulado en Damasco, que causó la muerte de trece personas, entre ellos su cónsul y el jefe del servicio de inteligencia y otros altos mandos de la Guardia revolucionaria iraní que asesoran al régimen sirio. Un ataque de ese tipo, evidentemente, constituye una agresión a los principios básicos de soberanía y respeto a las sedes diplomáticas, mucho más grave que la entrada de la policía en la embajada de México en Quito, que suscitó con toda justicia la prácticamente unánime condena internacional. Algo que he echado de menos en la mayoría de las informaciones que publicaron la noticia de ese golpe de Israel en Damasco.
Pues bien, la niebla de la guerra sobrevuela las razones de ese ataque, de la respuesta de Irán y de la contrarespuesta de Israel. Me parece interesante pensar en las razones del primer ataque de Israel (más allá de acabar con la cúpula de la inteligencia militar iraní en Siria) y en las características y consecuencias del ataque iraní -quizá también prevista por el gobierno israelí, cuando destruyó el consulado de Damasco-, neutralizado eficazmente por los sistemas israelís de defensa, con colaboración, entre otros, de los EEUU y Jordania. Lo cierto es que, pese a la enorme dimensión cuantitaviva del ataque iraní, quizá fue en realidad una respuesta calculada, pensando más en la imagen de fuerza del régimen y no tanto en causar daños relevantes (lo que sería una prueba del realismo de ese régimen, como ha argumentado Sami Nair, https://elpais.com/opinion/2024-04-15/el-realismo-irani.html). En todo caso, lo que parece evidente es que la respuesta de Irán ha devuelto al gobierno de Israel un apoyo internacional que perdía a chorros y ha actuado como pantalla para continuar con su programa de destrucción implacable en Gaza y su horrible coste para la población civil palestina: un éxito derivado de su ataque en Damasco. Y todo ello, mientras asistimos casi indiferentes a las otras guerras, que no afectan tan directamente a nuestros bolsillos.
Pero volvamos a las razones del interés de leer a Kant en nuestro contexto inmediato. Parecería que estas dos guerras en Ucrania y Gaza han vuelto a decantar del lado del belicismo el delicado equilibrio entre principios y pragmatismo en las relaciones internacionales,. Me refiero a que hoy parece imponerse una versión radical de la tradicional reivindicación del pragmatismo (“realismo”) como condición del buen gobernante: me refiero a la concepción expresada, por ejemplo, en la metáfora admonitoria atribuida a Bismarck, sobre la necesidad de evitar el idealismo propio del político que sólo se pertrecha de principios para realizar su tarea, a quien el canciller de hierro compara con el ingenuo que se adentra en un bosque infestado de ladrones, con un palillo entre los dientes. Una versión radical que inspiraba, por cierto, la pragmática concepción de Kissinger -continuada por la muy influyente Madeleine Allbright- acerca de la prioridad de disponer de una posición de fuerza en las relaciones internacionales y ejecutarla, al precio que fuere.
Los partidarios del nuevo pragmatismo nos dicen que debemos abandonar el wishfull thinking y reconocer que, a la hora de la verdad, ni la diplomacia, ni las normas del Derecho internacional, ni ninguna autoridad superior (esto es, la fuerza de la razón jurídica y política, la fuerza del Derecho) nos protegerán frente a la razón de la fuerza. Sólo ser capaces de oponer una fuerza mayor -la amenaza verosímil de recurrir a ella- nos ofrece esa garantía. Ergo, ante las amenazas de Putin, sólo cabría confiar en la existencia de esa amenaza mayor, una capacidad de respuesta bélica superior a la de Putin (sobre ello, https://lucasfra.blogs.uv.es/2022/10/22/la-delgada-linea-entre-realpolitik-y-belicismo-el-del-alto-representante-borrell-version-corregida-y-ampliada-del-articuo-publicado-en-infolibre-el-19-de-octubre-de-2022/#comment-280). Hoy, buena parte de los gobernantes europeos (de Donal Tusk y Kaja Kallas, a von der Leyen y, en alguna medida, el propio Borrell) multiplican las advertencias a los ciudadanos europeos para que seamos conscientes de que vivimos en situación prebélica y debemos armarnos para poder esgrimir esa amenaza. Cuanto más, mejor.
¿Y qué tiene que ver todo esto con leer a Kant? Pues resulta que, en el marco de este regreso a la guerra como horizonte existencial, hay quien ha hablado de una nueva victoria del momento hobbesiano sobre el kantiano, acudiendo a lo que, a mi juicio, es una tan fácil como simplista contraposición entre estos dos gigantes del pensamiento. En efecto, suele presentarse a Kant como el gran contrapunto de Hobbes, precisamente a propósito de la guerra y de la paz. Pues bien, con el desmentido que suponen estas guerras -la omnipresencia de la guerra, se diría, más bien- para al idealismo kantiano, los pragmáticos se cobrarían una nueva y contundente victoria sobre los ingenuos pacifistas.
A mi juicio, si leemos a ambos pensadores con un poco de detenimiento, más allá de los tópicos, matizaremos la contraposición. Sobre todo porque Kant no es en absoluto un ingenuo idealista encerrado en su torre de marfil: el gran filósofo alemán, un voraz lector de las noticias de todo el mundo, no se aleja del modo de concebir la guerra como nuestro horizonte existencial que propone Hobbes, sino que la comparte, aunque llegado un momento se pone a la tarea de ofrecer una respuesta a esa realidad; una respuesta muy distinta de la de Hobbes (el gran Leviathan): la necesidad de superar ese destino fatal, mediante el Derecho y la federación de Estados, en aras de otra manera de entender la paz, distinta de la paz de los cementerios o de la seguridad -la tranquilidad del orden- que impera en los calabozos..
Kant, como Hobbes, explica que, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos, la guerra es algo natural, un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad (no tan lejos de lo que luego sostendrá Hegel). Esas tesis se encuentran en su ensayo de 1784, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, o en el de 1786, Probable inicio de la historia humana. Pero Kant, como decía, era un ávido lector y observador de cuanto acontecía en el mundo. Por eso, como han explicado muy bien -entre otros- los profesores Roberto Rodríguez Aramayo y Teresa Aguado, su concepción de la guerra experimenta una profunda transformación cuando, siempre atento a la realidad internacional, tiene noticia de los acontecimientos que darán lugar a la Paz de Basilea de 1795: me refiero a los dos tratados firmados en esa ciudad suiza por la recién nacida República francesa y el reino de España, que ponen fin a la denominada “guerra de la Convención”, el frente pirenaico de la coalición de las monarquías europeas contra el régimen revolucionario francés, un acuerdo forzado en buena medida por la ruina económica que causaba en la monarquía española. Es cuando Kant decide escribir La paz perpetua. Un diseño filosófico, el trascendental opúsculo en el que sentará las bases de su proyecto jurídico y político con el que trata de transformar ese horizonte inevitable de la guerra. La guerra, sostendrá Kant, es un grave obstáculo para el progreso moral de la humanidad. Por eso, sin negar su realidad, el hecho de que se trata de una constante histórica, propone su prohibición, como un imperativo de la razón práctica: debemos prohibir el recurso a la guerra porque, de no hacerlo, estaríamos yendo en contra de nuestra propia condición de humanos.
Ese es el legado de Kant que me interesa subrayar. Tal y como argumenta, por ejemplo, la profesora Aguado, Kant sienta así las bases jurídicas, éticas y políticas para una filosofía cosmopolita de las relaciones internacionales, basada en el Derecho, a su vez, cosmopolita. Esas bases se pueden resumir en una nueva formulación del Derecho de gentes y una teoría de la gestión de relaciones pacíficas entre los Estados, a través de un federalismo internacional. Sus ejes son la garantía de la paz y del respeto de los derechos humanos, en el marco de lo que con Habermas podríamos denominar una esfera pública y, junto a ellos, la propuesta de una sociedad civil global, garantizada por un Derecho cosmopolita. Por eso, para Kant, lo que podríamos llamar un Estado cosmopolita de Derecho, aunque sería más exacto denominarlo <Federación cosmopolita de Repúblicas>, que es lo que imagina Kant, no puede no ser sino un Estado de paz, en el que ninguna guerra debe ser permitida. De ahí que, como se ha escrito, el núcleo de las tesis de Kant sobre guerra y Derecho se puede resumir en estos términos: donde impera el Derecho no puede haber ninguna guerra y donde hay guerra no cabe el imperio del Derecho. Kant, por cierto, nunca llegó a imaginar el Derecho internacional humanitario, que trata de autodisciplinar la guerra.
Un matiz: espero que cuando sostengo la validez de las propuestas kantianas sobre la exigencia prioritaria de la paz a través del Derecho y del modelo de negociación multilateral para tratar los conflictos, en el marco de una federación de Estados, se me conceda desde el lado de los pragmáticos que no postulo la estupidez de prescindir de la política de defensa. Mi reflexión se encamina a una prudente interpretación del manido lema de los Epitoma rei militaris de Vegetius, un clásico de los estudios militares que, frente a la interpretación habitual, no ordena taxativamente prepararse para la guerra si uno quiere la paz (si vis pacem, para bellum). Su apotegma es bastante menos asertivo: igitur, qui desiderat pacem, praeparet bellum, esto es, “por tanto, quien deseara la paz, debería prepararse para la guerra”.
Lo que propongo, con Kant y con el kantiano Kelsen que escribe La paz a través del Derecho, pero también, desde luego, con Gandhi y con el Mandela que sale de la cárcel tras haber sostenido la lucha armada y se transforma en defensor de la negociación con el enemigo, no es la simpleza de prescindir de la política de defensa y transformar en arados las espadas. Se trata más bien de recordar que armarse hasta los dientes, amenazar con guerra sin cuartel, no es la vía aúrea para la paz: hay que entender el manido lema de Gandhi según el cual la paz es el único camino. A mi juicio, su significado es que, para lograr la paz, lo prioritario no es tanto amenazar al enemigo con un arsenal mayor, sino trabajar en las condiciones de la negociación, del arreglo pacífico sometido a las reglas de esa concreción de lo que Kant llamaba Derecho cosmopolita que son las normas y la jurisprudencia propias de la legalidad internacional. Y que ello no obsta para exigir responsabilidades a quienes violen las normas del Derecho internacional humanitario en el curso de la guerra.
El Derecho, piedra angular de la obra de Kant
Pues bien, ese Derecho cosmopolita que propone Kant encuentra su armazón teórica en la referida Doctrina del Derecho, a la que, como he recordado, dedica la primera parte de su gran obra final, la Metafísica de las Costumbres y que nos muestra a Kant como un hombre de Derecho, como decía Lacroix.
Y aquí viene mi recomendación al lector, que no es otra que sugerir que lea las penetrantes páginas del ensayo con el que Manuel Jiménez Redondo introduce la magnífica edición de la Metafísica de las costumbres que se acaba de publicar en castellano, traducida por él mismo, y que lea asimismo el sustancioso prólogo escrito para esa edición por nuestro añorado Tomás Vives.
El profesor Jiménez Redondo, en efecto, explica cómo en este ensayo, centrado en la discusión sobre las relaciones entre Derecho y ética y en el que Kant rehace los conceptos y principios de su filosofía jurídica, ética y política, Kant está profundamente marcado por el impacto que en él ha provocado la revolución de 1789, cuyos acontecimientos sigue con muchísima atención y muy concretamente por el debate en torno a los principios que inspiran la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano». De manera tan brillante como convincente, Jiménez Redondo hace ver que la Doctrina del Derecho no es otra cosa sino un análisis de esa Declaración de derechos de 1789, a la que convierte en una teoría del Derecho perfectamente articulada, basada en la libertad.
El Derecho que nos presenta Kant es un orden esencialmente tripartito, que parece particularmente adecuado en este momento de nuestra existencia marcado por la experiencia de la globalidad, por la conciencia de que formamos parte de una casa común, la Tierra y, por tanto, por la conciencia creciente acerca de que la interrelación, la interdependencia de esa morada y todos los que la habitan -no sólo los seres humanos, añadimos hoy- exige la garantía de un orden efectivo de Derecho. Un orden compuesto por el Derecho de los Estados de Derecho, el Derecho que ha de regular las relaciones entre los Estados de Derecho y el Derecho que exige la red cada vez más densa e inextricable de relaciones cosmopolitas; «si falla una de estas tres partes, necesariamente tienen que fallar las otras dos”, escribe Kant.
El siglo XXI parecía haber dejado atrás la catástrofe de un orden internacional como sistema de Estados conformado con arreglo a la relación amigo-enemigo, como proclamó también el fin de la historia, al entender derrotado el modelo de socialismo de Estado, y el final del orden de la posguerra. Pero lo cierto es que pronto hemos comprobado que no se ha abierto un orden multilateral basado en la negociación y el imperio de la legalidad internacional.
Para salir del atolladero en el que nos encontramos, creo que el Kant radicalmente ilustrado de la Doctrina del Derecho y de La paz perpetua, vuelve a aparecer hoy como referente ineludible. Como lo ha sido para los principales teóricos del último tercio del siglo XX, que buscan asentar las bases de un orden justo en las relaciones internacionales, como Rawls o Habermas. Más en concreto, si pretendemos un orden internacional que no renuncie a ser justo por ser eficaz, me parecen irrenunciables las tres propuestas de Kant, en parte matizadas por Kelsen, como ha explicado mi compañera, la profesora Cristina García Pascual: un Derecho <cosmopolita> dotado de Tribunales de justicia con capacidad sancionadora, un orden multilateral bajo la forma de federación de Estados (no de un Estado o imperio mundial), y la paz como valor superior, tal y como enunciara la Carta de las Naciones Unidas.
Quiero concluir. Como muestra de esa actualidad de Kant, no me resisto a transcribir un rasgo de la aportación de Kant sobre el que escribe Tomás Vives en su prólogo: “Kant postula un derecho de ciudadanía mundial del que se desprende como mínimo el derecho de hospitalidad”. Y cita a Kant: “No se trata aquí de un derecho por el cual el recién llegado pueda exigir el trato de huésped –que para ello sería preciso un convenio especial benéfico que diera al extranjero la consideración y el trato de un amigo o convidado–, sino simplemente de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste: el derecho a presentarse en una sociedad”. Por eso, concluye Vives: “Ese derecho se funda en la común posesión del suelo de la tierra. Estas ideas van ya mucho más allá de los postulados actuales de los Estados liberales de Derecho y contrastan con el inaceptable trato que recibe la emigración. Lo que sigue a ese punto de partida es la igualdad postulada de todos los pueblos en el marco de un Derecho público universal. Es decir, en el marco de un Derecho público cosmopolita común a todos y aceptado por todos como garantía de la paz perpetua. Ese objetivo está muy lejos; pero el día que se lograse, el mundo se hallaría en una situación mucho mejor que la actual para todos los individuos y se habría asegurado la paz perpetua. Tender a ese objetivo, por dificultoso que sea, es para Kant una obligación”. A pocos días del, a mi juicio, fallido pacto europeo de inmigración y asilo, estas palabras continúan siendo un aldabonazo.
Por eso, si queremos celebrar a Kant, si queremos entender por qué vale la pena leerlo, sugiero comenzar por leer esas páginas introductorias de los profesores Vives y Jiménez Redondo sobre el gran proyecto de Kant, el Derecho cosmopolita, al servicio de la libertad y de la paz. Creo que, si algún lector me hace caso, me lo agradecerá.
Pido al lector mil excusas por la autocita: en el año 2015, con motivo de los peores naufragios de barcazas de inmigrantes y demandantes de refugio registrados en las costas europeas, concretamente en Lampedusa, que provocaron el inolvidable reproche de su alcalde, Giusi Nicolini, a los mandatarios europeos que acudieron al funeral colectivo con sus lágrimas de cocodrilo (“sólo espero de Vds que me digan cuánto tengo que ampliar nuestro cementerio”), publiqué un libro con el título “Mediterráneo: el naufragio de Europa”, porque entendía que, en esas tragedias que viven miles de personas que tratan de llegar a Europa, no sólo naufragan ellos, sino también nosotros, los europeos. Es verdad que podría haber utilizado otras metáforas, como la que encabeza este artículo, que tomé en su día de la que usó la ecologista y exministra Cécile Duflot para pedir al presidente Hollande que hiciera frente a lo que ella consideraba el “Waterloo moral” que se cernía sobre Francia y toda Europa a propósito de la inmigración, (https://www.infolibre.es/opinion/columnas/naufragios_1_1114653.html). Un Waterloo moral, jurídico y político, que puede concretarse en las próximas elecciones europeas
Pues bien, lo que trato de argumentar es por qué el nuevo pacto europeo de migración y asilo, a juicio de muchos de nosotros, nos acerca un paso más a ese riesgo de naufragio del Estado de Derecho, de la solidaridad, del sentido común que, frente a la miopía del cálculo electoralista, nos hace ver que lo que hacemos a esos otros se volverá contra nosotros, a medio, antes que a largo plazo. Es la vieja verdad enunciada en una de las sátiras de Horacio: quid rides? mutato nomine, de te fabula narratur. La misma que usó Marx en el prólogo dela edición de El capital, dirigida a los obreros alemanes:, para hacerles ver que aunque creyeran que no les concernían historias de los obreros ingleses, no había diferencia: hablaban también de y para ellos. Pensamos que sólo los otros emigran o buscan refugio, sin ser conscientes de que eso son nuestras propias historias.
Para analizar el pacto europeo, conviene recordar que, frente a lo que esa denominación genérica parece sugerir (un documento único), se trata de un conjunto muy complejo de instrumentos normativos, que vienen debatiéndose desde 2020. Hablamos de nueve reglamentos: las nuevas normas que rigen las situaciones de crisis migratoria y de fuerza mayor, el reglamento de gestión de asilo e inmigración (que es una renovación -que no una sustitución- del reglamento de Dublín), el nuevo reglamento de control de las personas que intenten entrar en la UE, el procedimiento común de asilo, las normas uniformes para el asilo, el nuevo marco de asentamiento de refugiados, las condiciones de acogida de los refugiados, la nueva agencia europea de asilo y la actualización de las bases de datos europeas de huellas dactilares (https://www.consilium.europa.eu/es/policies/eu-migration-policy/eu-migration-asylum-reform-pact/). Llegar a acuerdos sobre tantos elementos es una tarea de enorme dificultad, a lo que hay que añadir la diversidad de intereses de los diferentes Estados europeos a la hora de gestionar los diversos flujos migratorios que reciben.
Luego, en el primer trimestre de 2024, y en vísperas de la discusión en el Parlamento que culminó con su aprobación en la votación celebrada el día 10, más de ciento sesenta ONGS europeas, entre las que se encuentran las más importantes en el campo de migraciones y asilo, publicaron un manifiesto subrayando sus déficits y solicitando que se corrigieran, bajo el lema común de exigir “Un pacto con derechos” (https://picum.org/blog/81-civil-society-organisations-call-on-meps-to-vote-down-harmful-eu-migration-pact/). Sobre cómo se produjo la votación, las declaraciones de los ponentes de cada uno de los reglamentos (entre lo que por cierto se encontraba el político ultraderechista español Jorge Buixadé, ponente del reglamento sobre datos biométricos), y la estrategia de los diferentes grupos parlamentarios (particularmente interesante la estrategia del grupo que depende de Giorgia Melloni), que no pudo mantener la férrea disciplina de voto, pues se produjeron votos disidentes, me remito a la excelente crónica del periodista de Mediapart Ludovic Lamant (publicada en Infolibre el 11 de abril (https://www.infolibre.es/mediapart/parlamento-europeo-aprueba-escasa-mayoria-polemico-pacto-migratorio-da-alas-ultraderecha_1_1763961.html).
En todo caso, antes de entrar en los argumentos que justifican esa conclusión, creo que hay que insistir una vez más en que nada perjudica más al debate público sobre las políticas migratorias y de asilo que repetir estereotipos que simplifican un asunto que, como he reconocido, tiene una extraordinaria dificultad. Máxime en un contexto tan polarizado ideológicamente como el europeo (el mundial, en realidad), aunque se haya producido algún dato esperanzador, como la muy mayoritaria admisión a trámite -que, ni de lejos, supone su aprobación- de la iniciativa legislativa popular para la regularización de inmigrantes, alcanzada en el Congreso el pasado 9 de abril (https://www.congreso.es/es/notas-de-prensa?p_p_id=notasprensa&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_notasprensa_mvcPath=detalle&_notasprensa_notaId=46633). Por eso, conviene evitar hipérboles y dramatizaciones: ni la conspiración del “reemplazo demográfico” y el apocalipsis de la delincuencia imparable que traería consigo la inmigración, ni tampoco la ingenuidad o el buenismo irresponsable que ignoran la dificultad de los retos que plantea la gestión de la movilidad humana.
Pues bien, desde el realismo, sí, pero con tanto rigor en los datos (empezando por los demográficos, que acreditan la tesis del envejecimiento europeo y la dificultad de sostener nuestro modelo de Estado de bienestar) como con claridad y firmeza en los principios, creo que es preciso insistir en las razones por las que muchos de nosotros pensamos que este no es un buen pacto. No lo es en términos jurídicos y políticos. Pero es que ni siquiera es un pacto realista y, aún peor, va a desempeñar un papel nefasto de cara a las elecciones europeas de este mes de junio, en la que todos nos jugamos tanto en términos de la política que nos importa de verdad, aunque algunos prefieran seguir reduciendo la política al intercambio de twitters sobre el <y tú más> de carácter doméstico y a su escenificación teatral en las sesiones de control en el Parlamento.
Una vez más: la garantía de los derechos no es una opción, como parece propiciar el Pacto.
Me parece difícil de discutir que el objetivo de garantizar los derechos como condición del Pacto se ha visto truncado, aunque, para ser rigurosos, aún falta una etapa muy relevante y nada fácil, la aprobación por cada uno de los Estados miembros, algo que no es sencillo a la vista del rechazo a elementos clave de ese pacto, manifestado por algunos gobiernos, como los de Polonia y Hungría.
Lo que queda claro cuál es el aspecto más preocupante del pacto: la obsesión por priorizar el argumento del control de fronteras y optimizar la política de expulsiones de aquellos a los que ya hace muchos años Antonio Izquierdo calificó como “inmigración indeseada” y Bauman denominó los desechables, al explicar su crítica de la “industria del desecho humano”, en que a su juicio se había convertido la política migratoria. El pacto propicia la renuncia a mantener garantías elementales sin las que el Estado de Derecho se revela como un privilegio al alcance de los que se lo pueden pagar: el derecho a defensa, el derecho a un juez y a un proceso debidos y, desde luego, el derecho de asilo, que parece precipitarse hacia su vaciamiento. Se desdeñan así las muy prudentes recomendaciones de los pactos globales sobre migración y asilo, aprobados por la ONU en diciembre de 2018 tras los acuerdos de Marrakesh, que subrayaban la necesidad de lo que es un acuerdo básico de todos los agentes implicados: la necesidad de garantizar vías legales y seguras para quienes se arriesgan en sus proyectos migratorios o huyen en busca de refugio. Y quedan claras sus consecuencias.
La más obvia es la del recurso, una vez más, a la vieja política de externalización de la carga del control migratorio, a toda costa, aunque los socios de esa política sean gobiernos que desdeñan los más elementales derechos humanos (Libia, Túnez, Mauritania, y, sí, Marruecos…), a los que se compra, a base de acuerdos económicos que sólo benefician a sus élites corruptas (a las que contribuimos a corromper más aún), en lugar de a sus poblaciones.
Un argumento particularmente lesivo es la falacia de la distinción entre la llegada física y la llegada jurídica de los emigrantes y refugiados a territorios de soberanía europea, algo propiciado por la nefasta decisión de la Corte de Estrasburgo que dio cobertura legal (aunque no irrestricta) a la práctica de las devoluciones en caliente. Esto es una estratagema jurídica que contribuye a convertir a las fronteras en espacios de inseguridad jurídica, con un recurso arbitrario a las detenciones y expulsiones sin garantías elementales de derechos. Se privilegia un sistema carcelario (el arquetipo de los CIES) que además se pretende externalizar a terceros países, según el modelo de Dinamarca y el Reino Unido, y se refuerza son la profundización en la lógica de la malhadada directiva de retorno: todo por la expulsión.
Y por terminar con este resumen: el mecanismo de solidaridad a la carta, vacía la solidaridad y establece dobles raseros en torno a ese principio europeo, como los que comprobamos a propósito de la puesta en práctica por primera vez de la directiva de protección temporal para los desplazados de la guerra de Ucrania, una medida que no se ha extendido a los desplazados por ningún otro conflicto (claro: no son vecinos europeos). Se desdibuja así tanto la solidaridad hacia los no europeos, como la solidaridad entre los Estados europeos a la hora de distribuir las indiscutibles cargas de una respuesta coherente con la legalidad internacional en materia de asilo y protección internacional subsidiaria que, recordemos, es norma obligad para todos los Estados miembros. Ante la reiterada resistencia de no pocos socios comunitarios, se ha decidido que los gobiernos europeos podrán elegir entre cumplir con su obligación conforme a la legalidad internacional en materia de asilo, o burlarla, mediante un pago.
Por todo ello, este no es nuestro pacto. No es un pacto digno de los ciudadanos europeos, de los principios en los que creemos y por los que apoyamos el proyecto de la Unión Europea. No es un pacto digno de lo que debemos ofrecer -reconocer, negociar- con los inmigrantes que tratan de llegar a Europa y que son un indiscutible factor de complejidad, pero no menos indiscutible elemento de prosperidad para todos: ellos, y nosotros, los europeos. No es un pacto que nos sirva ante la confrontación que nos imponen las elecciones europeas, una disputa que se diría, más incluso que electoral, entre opciones políticas, civilizatoria, porque nos jugamos el alma de Europa.
La disputa por el alma de Europa
En términos políticos, el peor de los riesgos de este pacto es que, aunque se presente como un logro de lo posible, que permite una barrera frente a la extrema derecha (que, es cierto, ha votado en su contra), en realidad es la confesión de nuestra derrota, ante su mensaje simplificador sobre la respuesta a la inmigración y a la demanda de asilo. Este es un mensaje no sólo discriminatorio, xenófobo y racista, sino que niega los más elementales deberes y derechos propios de la legalidad internacional y europea, y de las constituciones de la inmensa mayoría de los Estados miembros. Un mensaje que ha comenzado a contaminar a buena parte de las filas conservadoras y liberales europeas y ante el que parecen claudicar también los partidos de la socialdemocracia. Todo ello en aras de asegurar réditos electorales, por la supuesta sangría de votos que producen los mensajes de defensa de derechos de los inmigrantes y refugiados. Una falacia que ignora que el elector siempre prefiere acaba prefiriendo el original al sucedáneo, como se ha demostrado reiteradamente. Si se trata de “firmeza” ante la inmigración, siempre son más coherentes las propuestas del Rassemblement National de Le Pen, que las del Rennaissance (ex En marche!) de Macron, o los restos de los socialistas franceses, por poner un ejemplo. La mayoría de los estudios que conocemos sobre el recurso a la fórmula de firmeza migratoria para contener la difusión de los mensajes racistas y xenófobos demuestran la ineficacia de esta estrategia (cfr. por ejemplo https://www.infolibre.es/politica/casos-estudios-reacciones-explican-pacto-migratorio-no-debilita-contrario-extrema-derecha_1_1763922.html). Frente a lo que aseguraba la comisaria Johansson, para defender el Pacto, «el pacto migratorio quita argumentos a la extrema derecha», lo cierto es lo contrario. En ese artículo de A Munárriz se recuerda, por ejemplo, el trabajo Las estrategias de los partidos mayoritarios y el éxito de los partidos de la derecha radical, de los investigadores Werner Krause, Denis Cohen y Tarik Abou-Chadi, en el que analizaron las estrategias partidistas y trasvases de voto entre 1976 y 2017 en 12 países europeos y que concluye que cuando los partidos conservadores adoptan los lemas de dureza ante la inmigración, ello no disminuye el voto hacia los partidos de extrema derecha, sino lo contrario. Y hay también investigaciones sobre el papel de los medios al focalizar el debate migratorio en los términos simplistas que son propios de los mensajes de la derecha radical.
Lo más importante, a mi juicio, es que el debate migratorio, tal y como se está planteando en estos momentos previos a las elecciones uropeas (insisto en el efecto perverso de las reformas legislativas de endurecimiento de las leyes de migración y las condiciones de acceso y estancia de inmigrantes y refugiados) nos revela algo más grave: creo que en esas elecciones está en juego, en más de un sentido, una disputa por el alma europea, por utilizar la paráfrasis del lema al que recurrió la campaña de Biden frente a Trump. Un alma que reside en la primacía del Estado de Derecho, la prioridad de la garantía de los derechos humanos, la igualdad y universalidad de los mismos, el modelo del estado del bienestar y la defensa del pluralismo, esto es, de la diversidad como fortaleza. Por esa razón, estoy de acuerdo con los propósitos de la campaña de movilización para las elecciones al Parlamento Europeo lanzada por la red ECRE (https://euisu.vote/) y que se concretaría en cuatro compromisos que deberíamos exigir a quienes pretendan nuestro voto en la cita de junio:
Una política exterior y una política migratoria de la UE que, frente a la obsesión securitaria y el modelo de externalización basado en un sistema de detención y expulsiones rápidas y colectivas, promueva vías legales y seguras y la garantía de derechos en las fronteras.
El establecimiento de sistemas de asilo justos y funcionales en Europa que garanticen los estándares de derechos humanos.
La garantía a las personas refugiadas del acceso a sus derechos, para promover su inclusión en las sociedades europeas.
Una financiación transparente y responsable de la UE que promueva los derechos de las personas desplazadas tanto dentro como fuera de Europa.
En definitiva, se trata de no limitarse a manifestar nuestro rechazo al pacto, nuestro descontento ante este retroceso que puede convertirse en una derrota de los ideales europeos. Los ciudadanos europeos debemos movilizamos en torno a ese núcleo del alma europea, la defensa del Estado de Derecho, de la garantía de los derechos humanos, de la igual libertad en los derechos humanos y del pluralismo, que son el alma de la Unión. No podemos ni debemos permitirnos el acomodo de quien se retira del campo político, `para refugiarse en el amargo consuelo de «teníamos razón», porque esa es la forma de asegurar nuestro Waterloo.