TOMÁS S.VIVES ANTÓN: UN KANTIANO QUE PRESTÓ ATENCIÓN A WITTGENSTEIN EN JUSTA MEDIDA (INTERVENCIÓN EN EL SEMINARIO EN HOMENAJE A TOMÁS VIVES, VALENCIA, 21 DE MARZO DE 2023)

No puedo por menos que expresar un moderado agradecimiento a los organizadores, por el regalo envenenado que me han adjudicado en este seminario: hablar de filosofía del lenguaje en Tomás Vives y hacerlo en una mesa en la que están Manolo Jiménez y Jose A. Ramos, bajo la presidencia -espero que indulgente- de mi amigo y compañero Javier Mira.

En realidad, como diría uno de los grandes filósofos del lenguaje de las galaxias, el maestro Yoda: la prudente admonición de Wittgenstein uno debería seguir y la boca cerrar. Pero uno, como es sabido, es de natural imprudente y próximo a la incontinencia verbal: así que desoiré la interpretación más pedestre de la última proposición del Tractatus, en aras de participar en este homenaje a nuestro querido Tomás.

Evocaré primero el lugar común que nos presenta al Derecho penal como la más filosófica de las disciplinas de la dogmática jurídica, estrechamente emparentada con la filosofía del Derecho. Me referiré después a lo que, sin pretensiones, llamaré la filosofía de Tomás Vives, para abordar en tercer lugar dos de sus ensayos en los que la huella de la filosofía analítica quizá esté más presente.

De la dimensión filosófica del Derecho penal

Comencemos por el marco. Es un tópico afirmar la vis filosófica presente en los estudiosos del Derecho penal, por la evidente relación entre el Derecho penal y la filosofía; aún más, la filosofía moral, política y jurídica. Una relación de la que hay abundantes testimonios incluso en la cultura del common law (muy ligada a la filosofía del pragmatismo, a la propia filosofía analítica y más recientemente, a los estudios culturales), pero desde luego en la nuestra. Pienso en obras de notables penalistas italianos y sobre todo alemanes. Subrayo alemanes, porque lo favorece la frecuente organización disciplinar en las cátedras alemanas que reúne ambas disciplinas -filosofía del Derecho y derecho penal-, aunque también se asocia la filosofía del Derecho con los iusprivatistas (Larenz) o con iuspublicistas (el caso eminente de Jellinek). Por cierto, de ese trasfondo filosófico en la cultura jurídico-penal alemana son buenos testimonios las novelas y relatos de von Schirach, de las que Pepe y yo somos acendrados seguidores.

Entre nosotros, como subrayó el estudioso Sánchez Ostiz, es preciso reconocer que fue el respetado jurista Alvaro d’Ors quien siempre sostuvo, incluso empecinadamente, que el Derecho penal era una disciplina filosófica o, más bien, humanística, como a su juicio lo es la jurisprudencia en su particular concepción del sistema de las ciencias[1] en cuyo núcleo se encontraba la ética. Sin moralina, desde luego: el Derecho penal está vinculado a la ética pública, diríamos hoy, en el sentido en que la consagra la parte dispositiva de las constituciones. Y ello conduce, en opinión del reputado romanista, a sostener que el Derecho penal, contra lo que parece más evidente, estaría a su vez más vinculado con la dimensión de auctoritas que con la potestas, en el Derecho. Ahí lo dejo…

 Vuelvo a la tesis de raigambre alemana sobre la relación entre filosofía, iusfilosofía y derecho penal, que hoy es lugar común[2]. Digo de raigambre alemana porque al plantear esta dimensión filosófica del Derecho penal y de la ciencia del Derecho penal, a todos nos vienen a la mente nombres como el del neokantiano Hans Welzel, profesor de Derecho penal en Góttingen y luego de Derecho penal y filosofía del derecho en esa Universidad y posteriormente en la de Bonn y autor de un ensayo temprano (1930) sobre Derecho penal y filosofía[3]. O el también neokantiano Gustav Radbruch que, además de llegar a ser ministro de justicia en la república de Weimar, fue profesor de Filosofía del Derecho y tuvo la cátedra de Derecho penal en Heidelberg, de la que le despojó el nazismo. Radbruch es, por cierto, el autor del motto que reúne Derecho, razón y fuerza, o Derecho, auctoritas y potestas, que tanto me gustaba repetir a mis estudiantes de Derecho (Macht ohne Recht…)

Sobre la filosofía de Tomás S Vives

Pues bien, esa relación entre filosofía, filosofía del Derecho y Derecho Penal, se encuentra en la base de la formación y, por tanto, de la obra de Tomás Vives. Subrayo lo de formación, porque una de las cosas que siempre me llamó la atención de Tomás fue su vocación de estudio, de formación permanente, abierto en particular a lo más relevante de la evolución del debate filosófico contemporáneo, como lo muestra su atención a las obras de Habermas y de Rawls, una vocación de estudio que se le acrecentó justo en el momento en que parece que debe declinar biográficamente, esto es, cuando ya era un autor de referencia en su campo, en la para mí mal llamada dogmática penal, cuando Tomas era ya un maestro reconocido en el Derecho penal. Tomás, por así decirlo, da rienda a su vocación filosófica, que me parece inseparable de su vocación pública como defensor del modelo del Estado de Derecho, del Estado constitucional de Derecho.

Como he tratado de recordar, la razón de ser de esa vis filosófica del Derecho Penal es que la ciencia del Derecho penal se articula en torno a varios conceptos clave o ideas guía que le son comunes con la filosofía. Así, los conceptos de acción (y omisión) y libertad[4].

Esos dos conceptos y sobre todo el de libertad, ocuparon muchas horas de trabajo de Tomás Vives y así lo reflejan muchas de sus publicaciones y también de sus opiniones jurisprudenciales más relevantes en el ámbito jurídico-constitucional, que tocan el núcleo mismo de la defensa del Estado de Derecho y del garantismo penal, sin los que no se puede entender una concepción liberal del Derecho penal, que Tomás se empeñó en sostener.

Más concretamente y en lo que se refiere al objeto de esta mesa, la modesta tesis que sostengo es que los estudios de Tomás sobre esos conceptos y en particular sobre la libertad, hay una notable huella de la concepción propia de la filosofía analítica como filosofía del lenguaje, que se explicitan sobre todo en sus Fundamentos del sistema de Derecho Penal[5] y en algunos ensayos, como tres de los publicados por él en la última década en Teoría y Derecho: concretamente, en 2012, en 2014 y en 2019[6].

Pero eso, a mi modesto juicio, no justifica que, filosóficamente hablando, se pueda decir de él que fuera un estricto seguidor de la concepción analítica de la filosofía del lenguaje, e incluso me atrevería a poner en duda que la concepción filosófica de Tomás sea la propia de la filosofía del lenguaje, aunque me parece que la lectura que hizo Tomás de Wittgenstein -una lectura, sobre todo del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas– marcó metodológicamente (a mi juicio, más que conceptualmente) su obra, sin la menor duda.

Quiero llamar la atención sobre dos de estos trabajos. En primer lugar, el ensayo publicado en el nº 11 de Teoría y Derecho, que propone una reflexión compleja sobre determinismo, acción y lenguaje, desde las aportaciones de la filosofía analítica. Este es un texto de profunda raíz filosófica -como lo es todo intento de autocomprensión humana- sobre la aporía filosófica que subyace al Derecho penal a propósito de determinismo, libertad y culpa, tal y como advierte Vives en las obras de Engisch y Welzel[7]. A juicio de Tomás, en uno y otro hay un intento de reinterpretación de la tercera antinomia kantiana, entre determinismo y libertad, esto es, la que opone la exigencia racional de que todo haya de tener un principio absoluto a priori y la exigencia contraria, de que todo haya de derivar, según una ley inexorable, de una causa. Nuestro homenajeado recurre hábilmente al punto de vista de Stuart Mill, que abandona la discusión filosófica sobre el libre albedrío para fijarse en el concepto de libertad civil o social, mucho más fructífero desde el punto de vista del derecho penal.

De la conciencia de limitación de las reflexiones sobre este complejo problema filosófico da cuenta la cita de las Investigaciones filosóficas de Witggenstein que Vives hace suya:

 “somos cuando filosofamos, como salvajes, hombres primitivos, que oyen los modos de expresión de hombres civilizados, los malinterpretan y luego extraen las más extrañas conclusiones de su interpretación”. (Investigaciones filosóficas. Crítica, Barcelona, 1988, núms. 193,194)

 La conclusión de su análisis es que no hay razones concluyentes de preferencia por el determinismo fuerte, pero tampoco por las del determinismo débil que a su juicio se basa en un juego de lenguaje inconsistente. A la postre, Tomás se escapa en no poca medida de la discusión analítica (y, desde luego, del libertarismo metafísico) y sigue la propuesta liberal de Mill porque a en su opinión es la única compatible con el sentido común y el uso común del lenguaje y, a la vez, con la fundamentación racional de la responsabilidad, la culpabilidad, el castigo y los derechos constitucionales.

Insisto: a mi parecer, Tomás no fue un wittgensteniano, si esa adscripción tiene algún sentido en un penalista. Desde luego, no lo contaría en las filas de los analíticos en sentido estricto[8]. Pero tampoco diría que fue un habermasiano, pese a que dedicó buena parte de su esfuerzo intelectual a las propuestas de Habermas y de ello el mejor testigo es Manolo Jiménez.

Creo que lo que fue siempre Tomás es un kantiano, alguien que revisitó una y otra vez a Kant. Y podría sostener que hay en él cierta influencia de la hermenéutica de Gadamer que, en el fondo, es una huella heideggeriana, por no decir de una línea roja del quehacer filosófico que se remonta al Fedro de Platón (esto es, al concepto de logos desarrollado en la filosofía griega antigua entendida como discurso o dialéctica).

A ese respecto, me parece muy significativo su ensayo de 2019 sobre las contradicciones de la concepción kantiana del delito y de la pena, en el que lo que subyace, más que la filosofía del lenguaje, es una preocupación por el lenguaje en la que me parece advertir, como decía, cierto aliento heideggeriano, al menos de la tradición heideggeriana que me parece presente en un jurista como Welzel y que tendría continuación en la hermenéutica desarrollada por Gadamer.

Como se recordará, Tomás ofrece en ese ensayo una reflexión acerca de la vigencia de las nociones de razón y libertad propias del pensamiento kantiano —significativamente, la libertad política— junto a una visión crítica sobre la contradicción en Kant de los conceptos de delito y pena. La línea argumental de este ensayo es que esa contradicción no es el germen del declive de una concepción kantiana del Derecho y del delito -que el propio Vives reivindica., que viene avalada por el papel que corresponde a la libertad en esta construcción. Para Tomás, la negación del programa kantiano de universalización de la libertad no surge de sus contradicciones internas, que las tiene, sino de un movimiento de refutación, tanto en el terreno de la historia material como en el de la historia del pensamiento y que, en el ámbito penal, se caracteriza como una lucha contra el Derecho penal liberal. En definitiva, este ensayo es un nuevo intento de Tomás de enfrentarse al asalto a la razón y, por decirlo al modo habermasiano, a la confrontación entre la facticidad y la validez, o mejor, a la transmutación de la facticidad en normatividad, como se advierte en el caso de la doctrina del Derecho penal del enemigo, que Tomás señala como un eslabón más en el embate autoritario contra el Estado de Derecho.

Termino con una cita de Tomás, en su ensayo de 2011, que me parece de algún modo reasuntiva de su esfuerzo teórico y de su compromiso ciudadano. En ese trabajo, propone “extraer de la elusión del determinismo y de la consiguiente afirmación de la libertad, tal y como la experimentamos en la vida social, dos consecuencias prácticas, a saber: en primer lugar, la de que el castigo y la enajenación no sólo no son intercambiables, sino que son incompatibles; y, en segundo lugar la de que ni la imagen de la prisión ni la de la institución psiquiátrica deberían situarse en el centro de nuestra sociedad porque no es racional incrementar la exclusión sino reducirla”, y concluye:

“Ciertamente, no podría alcanzarse de ese modo algo mejor que el Derecho Penal, porque no conocemos nada verdaderamente mejor, ya que -en el Derecho Penal, cuando menos- el castigo está sometido intrínsecamente a límites constitucionales y su alternativa, el tratamiento, no; pero tal vez se conseguiría vivir bajo un Derecho Penal mejor, esto es, un Derecho Penal cada vez menos excluyente y más respetuoso con la dignidad de los seres humanos. Por desgracia, ese objetivo no forma parte del signo de los tiempos que nos ha tocado vivir; pero podemos utilizar la libertad práctica que, como seres humanos, tenemos para intentar cambiar en ese sentido la injusta realidad que nos rodea”


[1] Recuerda Sánchez Ostiz (2016, pp. 252 y ss) que D’Ors describe la jurisprudencia como «la ciencia de los juicios sobre la conducta humana considerada como exigible por la sociedad…No es una ciencia social, precisamente porque esos juicios se refieren a conflictos intersubjetivos y no a conflictos entre conjuntos humanos masivos». Se trata de una ciencia humana, de las Humanidades. el Derecho penal presenta tres aspectos relacionados: por un lado, la prudencia política del gobernante, propia de la Política; por otro, la «moralidad» de los actos humanos, de cuya fundamentación racional participa también la Ética; y además, los juicios sobre la conducta humana considerada como exigible por la sociedad incluso con la amenaza de sanción, que es lo propio del Derecho como Jurisprudencia. De esas tres facetas, la escisión y ubicación del Derecho penal respondería a la segunda, sin renunciar a las otras dos. Y a la vez, supondría una opción por enfocar el Derecho penal no hacia la política, ni hacia la jurisprudencia, sino hacia la fundamentación racional del actuar humano. Si además se parte de la distinción de la legislación, que es acto de potestad, frente a la actividad jurisprudencial, que lo es de autoridad16, se entiende el Derecho penal como un saber no vinculado a potestad ni autoridad, sino orientado a la fundamentación racional del actuar humano. En todo caso, según entiendo, al menos más próximo a la auctoritas que a la potestas”.

[2] Me refiero a ensayos como el de Seelman, Estudios de filosofía de Derecho y Derecho penal de Seelman, o al reciente volumen colectivo Fundamentos filosóficos de Derecho penal, editado por Duff y Green, en el que diferentes especialistas desde los campos del Derecho Penal, la filosofía jurídica, moral y política exploran este nexo.

[3] Welzel es autor de libros como “Derecho Penal y Filosofía” (1.930), “Causalidad y Acción” (1.931) y “Sobre los valores en Derecho penal” (1933)

[4] Además de su presencia en sus obras sobre la dogmática penal, como Fundamentos del sistema penal, 1999, creo que la referencia clave es La libertad como pretexto, su monografía de 1999.

[5] Fundamentos del Sistema Penal. Acción significativa y derechos constitucionales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2011. Cfr en particular pp. 327-328 y ss.

[6]  Me refiero a su “Ley, lenguaje y libertad (Sobre determinismo, libertades constitucionales y Derecho penal)”, Teoría y Derecho, nº 11, 2012, pp. 168-217 y a su ensayo sobre von Wright, “Presupuestos metodológicos de la dogmática de la omisión: Una reflexión desde el pensamiento de von Wright”, Teoría y Derecho, nº 15, 2014, pp. 258-275. El último, “Reivindicación de la concepción kantiana del Derecho y del delito: tras la libertad”, Teoría y Derecho, nº 25, 2019, pp. 134-157. Obviamente, dedicó no pocos trabajos a las nociones de acción y omisión en Derecho penal. Por ejemplo, trabajos como “Nullum crimen sine lege: comisión por omisión y dogmática penal”, Teoría y Derecho, nº 20, 2016, pp. 147-202.

[7] Las tesis de ambos juristas le sirven como ejemplo de la argumentación sobre determinismo y responsabilidad penal. Así, Vives (2012: 169) subraya la importancia de la conferencia que dictó Engisch en 1962 en la Asociación Alemana de juristas, publicada con el título Die Lehre von der Willensfreiheit in der strafrechts philosophischen Doktrin der Gegenwart en la que enunció su tesis del determinismo hipotético, compatible con la responsabilidad penal y la culpabilidad, que el propio Welzel consideró muy relevante en el abandono de las posiciones de libre voluntad por la doctrina penalista alemana.

[8] No adscribo a Tomás a la concepción analítica de la filosofía del lenguaje, centrada en el análisis del lenguaje por medio de la lógica formal. Tampoco, a la escuela analítica centrada en las exigencias de claridad y rigor de la argumentación lógica.

ESPACIO PÚBLICO Y ESTADO DE DERECHO. EL NAUFRAGIO DEL ALMA EUROPEA (versión ampliada del artículo publicado en el monográfico de la revista Tinta Libre, dedicado al tema ¿A dónde va Europa?, nº 114, junio de 2023, pp.4-7

Perdida en debates culturales e incluso filosóficos, algunos de incuestionable profundidad, como los de Steiner, Kundera, Enszerberger, Morin, o Habermas, hoy apenas nadie se plantea un debate sobre el alma de Europa, al estilo del lema electoral que Biden propuso en su campaña frente a Trump: recuperar el alma de América. Un empeño que, en el caso de los EEUU, apenas dos años después del respiro que fue la victoria de Biden, puede asegurarse que ya se ha saldado con el fracaso, ante la evidencia de una nación dividida como nunca, desgarrada por una polarización que sin duda se alimenta de la toxicidad que distribuyen las nuevas terminales mediáticas (cuesta decir, comunicativas). Lo cierto es que como ha mostrado quien quizá es el mayor especialista estadounidense en Lincoln, el historiador James Oakes, en su reciente libro The Crooked Path to Abolition. Abraham Lincoln and the antislavery Constitucion (2023), a partir de los archivos de Madison y del propio Lincoln, hubo dos almas en la Constitución norteamericana de 1787, una abolicionista y otra esclavista y ese es el origen de los EEUU como una nación dividida. Decretado hoy de nuevo por el trumpismo el fin de una narrativa constitucional que parecía proporcionar un cierto sustrato común, un poso de consenso sobre el que apoyarse o al que intentar regresar, con todas las operaciones de contextualización y las dosis de realismo posibles, no parece que quede ya un rastro de verdad a la que agarrarse para establecer espacios de encuentro en la tarea política, sustituidos por la confrontación. Y lo peor es que es que no resulta posible plantear esa confrontación remitiéndonos a hechos, datos, porque la nueva imaginación creadora, que desconoce límite alguno en su afán por ganar no ya el relato, sino la adhesión emocional traducida en el voto, cuenta con armas de eficacia desconocida en el arte de la manipulación del otrora espacio público. Goebbels no pudo soñar con instrumentos como los que hoy están al alcance de quienes manejan el inmenso tesoro que son nuestros datos y lo traducen en algorritmos que sirve para diseñar la nueva realidad: postverdades, “hechos alternativos”, que refuerzan esa adhesión emocional, las más de las veces mediante el rechazo inducido frente al monstruo en que se ha convertido al adversario político, de nuevo revestido de las características de enemigo.

Pero este proceso de degradación de la política como conversación o debate público, desgraciadamente, no es sólo un mal americano. Se trata de una estrategia que vemos repetida en Europa, por parte de los Orban, Salvini, o, entre nosotros, Díaz Ayuso, que ha adoptado como mensaje permanente traspasar cualquier línea roja, incluso más que Abascal, como ha ejemplificado en su delirante relato sobre ETA a las riendas del gobierno de España, reducido a su vez a la condición de sumiso ejecutor de las consignas terroristas-separatistas, frente a las cuales sólo podemos confiar en la nueva Agustina de la puerta del sol.

Un buen amigo y colega, Manuel Cruz, ha dedicado su último libro, El gran Apagón, a indagar en las causas del deterioro de la calidad democrática en las sociedades que, como la nuestra, se suponen estandarte de la mejor herencia política, la de la democracia liberal que aquí, en Europa, acentuó su vocación inclusiva mediante la herencia socialdemócrata. Y encuentra la raíz de esa pérdida, precisamente, en el abandono de las reglas y principios que, heredados de la cultura grecolatina y de la ilustración -pese a sus indiscutibles sombras: el esclavismo, el colonialismo son algunas de ellas-, dieron a luz el espacio público, la Öffentlichkeit, tal y como en su día desbrozara Habermas en el ensayo con el que ganó su habilitación a cátedra en 1962 (Strukturwandel der öffentlichkeit, traducido al castelllano con el equívoco título Historia y crítica de la opinión pública, que acaba de revisar, 60 años después, en un pequeño ensayo publicado en 2022, Ein neuer Strukturwandel der Öffentlichkeit und die deliberative Politik).

Para entender cómo se ha producido esa degradación del debate público en que debería consistir la acción política (no sólo de los partidos: también y sobre todo de nosotros, los ciudadanos), me parece asimismo útil el libro de Beatriz Gallardo, Signos rotos, fracturas del lenguaje en la esfera pública, en el que mi compañera de la Universitat de València muestra dos procesos de quiebra que califica como brechas semióticas que han contribuido a esa tergiversación que hoy se ha adueñado del espacio público: la “reducción del discurso a una actividad de etiquetado de la realidad” y la confusión en torno a los lenguajes naturales entendidos como sistemas de señales y no como símbolos, lo que propicia que los mensajes sean entendidos o, mejor, interpretados -sobre todo, sentidos- desprovistos de contextualización, hipersubjetivizados, como insiste Gallardo, y así apropiados, convertidos en nuestros(la reafirmación de nuestra creencia),más allá de toda duda.

La consecuencia es que con ello desaparece el debate público sobre lo que interesa, esto es, sobre las acciones políticas encaminadas a la garantía equitativa de nuestras necesidades básicas, que no son sólo derechos individuales como la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, sino también y sobre todo bienes comunes, como el equilibrio con las demás especies y con la vida misma, el cuidado de las aguas, del aire, en suma, del medio ambiente sostenible, tal y como ha propuesto Luigi Ferrajoli en su imprescindible ensayo La Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada. Ese debate, un eje básico de la política cotidiana, porque es el núcleo de la acción de control del ejercicio del poder, es sustituido por una confrontación de slogans, que buscan tocar la fibra de nuestros sentimientos más primarios, los de la identidad en clave defensiva, por encima del análisis concreto del cumplimiento de los objetivos a los que se supone que damos periódicamente nuestro consentimiento en los procesos electorales.

Y es precisamente a propósito de cómo gestionar ese debate por lo que quiero subrayar la necesidad de revivir el alma europea. Pero no hablo del alma cultural de Europa, un asunto complejo y plural, porque, aun reconociendo lo importante de la herencia que la constituye, la cultura europea es, como toda cultura, un proceso en marcha y un proceso que, cada vez más, debido al lógico despliegue de nuestras libertades, es construido por agentes muy diferentes, lo que significa sin duda conflicto, porque la vida lo es, como nos enseñó Heraclito.

Lo más importante del alma europea, a mi juicio, es precisamente haber institucionalizado la gestión del conflicto sujetándolo a normas, procesos e instituciones (eso que llamamos Derecho) que aseguran el equilibrio de nuestras libertades, de nuestros intereses, los todos los que convivimos en el espacio común. Conste que hablo de Derecho, pero no de legalismos ni de trapacerías leguleyas. Hablo del respeto a la concepción del Estado de Derecho, que adquiere particulares acentos cuando hablamos del modelo europeo.

Lo que pretendo decir es que la parte del alma europea que no podemos arriesgarnos a perder, es la que somete la negociación del conflicto a la arquitectura institucional que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo de Estado de Derecho que los europeos que lo hicimos nacer como garantía de un espacio común de justicia y libertades, hemos adjetivado -con todos los matices que se quiera- como social. Y así entendemos el Estado de Derecho y el Derecho común europeo como garantía de la igualdad de nuestras libertades, comenzando, sí, por las cuatro que constituyen el corazón del proyecto europeo, las de circulación de personas, capitales, mercancías y prestaciones de servicio. Pero esas garantías son posibles porque nos sometemos a leyes comunes, iguales para todos, conforme al lema del Pro Cluentio ciceroniano legum denique idcirco omnes servi sumus ut liberi esse possimus”. Nos sometemos a un Derecho común, estamos sujetos todos a leyes, para poder ser libres. Es el Derecho, más que el mercado, el que nos constituye como europeos: nuestro estado de Derecho regula, interviene, pone límites al mercado.

Pues bien, el alma jurídica europea vale también o, incluso mejor dicho, vale sobre todo cuando nos topamos con circunstancias excepcionales, porque es en esas circunstancias donde debe acreditar su primacía, ante una pandemia, una recesión y sí, una guerra. Por esa razón hay que insistir en que incluso frente a la guerra los europeos debemos querer la prevalencia del Derecho, lo que es tanto como decir que no queremos acabar la guerra con más guerra, sino con negociación, proceso y normas. De ese propósito de imperio del Derecho forma parte, desde luego, que nuestra mirada sobre esta guerra comienza por afirmar sin medias tintas que una agresión, como la de Putin contra Ucrania, es un crimen y ese ilícito internacional debe dar lugar a responsabilidades. Pero no las que impone a su gusto el vencedor que aplasta a su enemigo, sino las que deciden los tribunales, conforme a normas preestablecidas. Por eso, la posición de la Unión Europea ante la guerra no debe ser conseguir una victoria total sobre Rusia, que la deje humillada, sino más bien otra: la que propusiera Kelsen, asegurar la paz mediante el sometimiento al Derecho. Poner fin a la guerra y que hagan su trabajo la negociación y el Derecho.

LAS POLÍTICAS DE GENOCIDIO CULTURAL EN EEUU Y CANADA LLEGAN A LAS PLATAFORMAS TELEVISIVAS (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 25 de mayo de 2023)

Hoy quiero hablarles de lo que he visto en televisión en estas últimas semanas. Algo está cambiando para que la punta de lanza de la nueva industria de entretenimiento, las series que pugnan por nuestra atención en la televisión a la carta que nos ofrecen las plataformas, presten su atención al fenómeno del maltrato de los aborígenes en las reservas indias en los EEUU y Canadá, que incluye terribles episodios de niños obligados a dejar a sus familias, junto a miles de desapariciones de mujeres indígenas que no son objeto de investigación policial. Dos fenómenos que tienen muchas de las características del crimen de genocidio.

Las desapariciones forzadas, un crimen internacional narrado ya en el cine.

Las desapariciones forzadas de personas son un crimen internacional que una parte de la opinión pública vincula sólo con el contexto histórico del denominado Plan Cóndor, trazado de consuno desde la secretaría de Estado que desempeñara Kissinger y las cancillerías de algunas dictaduras del cono sur, que se extendió desgraciadamente en los años 70 y causó que miles de personas fueran “desaparecidas”, esto es, detenidas ilegalmente, encerradas en cárceles clandestinas donde fueron torturadas y muchas de ellas asesinadas, enterrada clandestinamente o arrojadas al mar desde los vuelos de la muerte, de forma particularmente masiva en Argentina y Chile. Lo ilustraron películas como Missing de Costa Gavras (1982), La historia oficial, de Luis Puenzo (1985), La noche de los lápices, de Héctor Oliveira (1986) y documentales como Nostalgia de la Luz, de Patricio Guzmán (2010).

Sin embargo, se trata de un fenómeno de alcance global, un recurso de dictaduras y regímenes autoritarios en cualquier rincón del planeta: podemos hablar del caso de Colombia (ilustrado por ejemplo en una serie documental de 2020, de la RTVC, La Búsqueda es contigo), de México (valga como muestra el documental Ayotzinapa. El paso de la tortuga, sobre la muerte y desaparición de 43 estudiantes), y de muchos otros países, desde América Central al Africa central, de Tailandia a Egipto o Israel y, por supuesto, en Rusia, o China, hasta alcanzar el rango de un genocidio masivo como sucedió bajo el régimen de los Khemer en Kampuchea, del que todos recordamos la película The killing Fields (Los gritos del silencio), de Roland Joffe, que ganó tres premios oscar en 1985, o en la represión masiva organizada por el general Suharto en Tailandia en 1965-66 tras el fracaso del golpe de Estado de una parte del Ejército contra el presidente Sukarno, y que está en el trasfondo de la película de 1982, The Year of Living dangerously (El año que vivimos peligrosamente), de Peter Weir. De otros regímenes, como el de Corea del Norte, ni siquiera podemos hablar, por su opacidad: son auténticos agujeros negros. Por supuesto, sin olvidar l herencia ominosa del régimen franquista que son miles de fosasen las cunetas, junto a fosas comunes, donde yacen -desaparecidos, sin poder ser localizados por sus familias- miles de personas asesinadas, como ilustra el documental El Silencio de los otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar, ganador de un Goya en 2018. 

Lo más grave es que también nuestras democracias occidentales se han visto implicadas en esas prácticas criminales, so pretexto de la denominada “guerra contra el terrorismo internacional”, declarada por la administración Bush y aún hoy no derogada, en la que los EEUU contaron con la complicidad en diverso grado de buen número de Estados occidentales y también de regímenes que aceptaron que transitara por su territorio o incluso que fuera el destino final de vuelos clandestinos en los que se hurtaba de un proceso legal a supuestos terroristas. Lo vimos también con motivo de la guerra contra Saddam Hussein, que nos dejó las terribles imágenes de Abu Ghraib. Sobre ello, me permito recomendar el libro de Consuelo Ramón La guerra contra el terrorismo, veinte años después. Zero Dark Thirty, en la colección Cine y Derecho de la editorial Tirant.

Niños maltratados y mujeres indígenas desaparecidas, manifestaciones de un proceso de genocidio cultural

Pero, como les decía, quiero referirme a otro tipo de desapariciones, que podemos vincular con una manifestación particular del fenómeno del genocidio y que no son exclusivos de un solo país, pues los hechos se repiten en los EEUU y en Canadá y, con otras características, en Australia. A ello se refieren un buen número de series norteamericanas y canadienses recientes, como Rutherford Falls, Dark Winds, o Bones of Crows. En España se puede ver varias de ellas: Reservation Dogs, Alaska Daily (Disney+), The English (HBO) y las creaciones del guionista de moda, Taylor Sheridan, para la plataforma SkyShowtime: Yellowstone y sus precuelas, 1883 y, sobre todo, 1923, que se desarrolla en los EEUU, en los años posteriores a la primera guerra mundial, en territorio de Montana .Todas ellas abordan de uno u otro modo las desapariciones y asesinatos de mujeres indígenas y el maltrato y desaparición e niños también aborígenes, manifestaciones del genocidio cultural indígena en los EEUU y Canadá.

En particular, el maltrato a niños indígenas arrebatados a sus familias y entregados a orfanatos religiosos donde fueron educados como sirvientes domésticos y desgraciadamente en no pocos casos como esclavos sexuales, es el telón de fondo de la primera temporada de la serie canadiense Three pine (Amazon Prime video), dirigida por Emilia di Girolamo y estrenada en 2022, que está inspirada en las novelas de la escritora canadiense de noir, Louise Penny y protagonizadas por el inspector Gamache, de la Sûreté de Quebec, que prestan atención a algunas de las primeras naciones habitantes de Canadá, como la  Kainai First Nation (https://www.nytimes.com/2023/01/03/arts/television/three-pines-louise-penny.html). Penny, por cierto, coescribió con Hillary Clinton la novela State of Terror, publicada en 2021 y que parece inspirada por la experiencia de la propia Hillary Clinton como 67ª Secretaria de Estado en la primera administración del presidente Obama.

De desapariciones y asesinatos de mujeres indígenas, que no son objeto de investigaciones policiales ni de procesos judiciales más que en un pequeño porcentaje, en este caso en Alaska, se ocupa la serie Alaska Daily, protagonizada por Hillary Swank y que puede verse en España en Disney +. creada por Tom McCarthy, se basa en una investigación real que llevaron a cabo el periódico Anchorage Daily News y Propublica (https://www.adn.com/opinions/2019/03/18/a-true-national-emergency-missing-and-murdered-indigenous-woman-and-girls/).Un informe del Urban Indian Health Institute hecho público en 2018 dejó constancia de que en 2016, se había denunciado que más de 5700 mujeres y niñas indias americanas o nativas de Alaska habían desaparecido y se temía que fueron asesinadas, aunque sólo en 116 casos quedaron registradas en la base de datos de personas desaparecidas del Departamento de Justicia. 

Quiero detenerme en el caso canadiense, porque su gobierno ha hecho un esfuerzo de investigación, en línea con la justicia restaurativa, que está ausente en el caso de los EEUU. Es sabida la admiración por la política de mosaico cultural de Canadá, de la que este país se ha mostrado orgulloso, por contraste con el falaz modelo estadounidense del melting pot. El nombre del país, es una muestra de ello, porque es una palabra de origen iroqués: parece establecido que proviene de la raíz iroquesa <kanata>, que significa “poblado”, “asentamiento” o “conjunto de cabañas”. Al parecer, cuando el explorador Jacques Cartier preguntó a un jefe indígena cómo se llamaba el pais, éste entendió que le preguntaba por el asentamiento de Stadeconé (donde hoy se encuentra Quebec) y le explicó que era un poblado (kanata). Cartier lo aplicó a todo el territorio.

Sin embargo, Canadá ha tenido que afrontar en los últimos treinta años todo un proceso de revisión del trato dispensado a las primeras naciones y, en particular, de los miles de casos de desapariciones de mujeres y de maltrato a niños indígenas en el programa de las denominadas Indian residential Schools, (cfr por ejemplo la website del gobierno canadiense https://www.rcaanc-cirnac.gc.ca/eng/1625663008357/1625663325319). Sobre ello me parece ilustrativo el trabajo de investigación de la periodista de radio Canadá, Delphine Jung (https://ici.radio-canada.ca/espaces-autochtones/1977296/femmes-autochtones-disparues-financement-audette-enffada).

La existencia desde 1980 de una enorme cantidad de denuncias de familiares de mujeres indígenas desaparecidas y presuntamente asesinadas provocó que el premier Trudeau ordenase en 2016 la creación de una sección oficial de investigación, la unidad de Investigación Nacional sobre las Mujeres y Niñas Indígenas Desaparecidas y Asesinadas (INMNIDA), que en 2019 concluyó su informe, en el que sostienen que en Canadá se produjeron manifestaciones de lo que debe ser calificado como un verdadero genocidio (https://www.france24.com/es/20190610-canada-mujeres-indigenas-genocidio-decadas). El porcentaje de asesinatos y desapariciones de mujeres indígenas es 12 veces mayor que la de cualquier otro grupo demográfico, y los asesinatos de mujeres indígenas suponen el 25% de las víctimas de asesinato. Todo ello, pese a que la población indígena supone apenas el 5% de la población total de Canadá. La responsable de la investigación, Marion Buller, declaró al presentar el informe: «La dura realidad es que vivimos en un país cuyas leyes e instituciones perpetúan las violaciones de derechos fundamentales, en lo que supone un genocidio contra las mujeres, niñas indígenas» (https://www.france24.com/es/20190610-canada-mujeres-indigenas-genocidio-decadas). El informe incluye 231 recomendaciones para responder a los elevados niveles de violencia que sufren mujeres y niñas indígenas.

Paralelamente, el maltrato y la desaparición o al menos el ocultamiento de muertes de niños indígenas internados en orfanatos, también ha golpeado a la opinión pública. El Informe final presentado por la Truth and Reconciliation Commission de Canada (Comisión de Verdad y Reconciliación), recogió el testimonio de más de 7.000 personas sobre lo que sucedió a aproximadamente 150.000 niños aborígenes que, entre 1840 y 1966, fueron arrancados de sus hogares por el gobierno de Canadá, que los envió a internados manejados en su mayoría por organizaciones de la Iglesia católica (Indian residential Schools), en territorios alejados  (en Saskachewan, Columbia Británica y Alberta) en los que murieron y fueron enterrados al menos 6000 de ellos (https://www.rcaanc-cirnac.gc.ca/eng/1450124405592/1529106060525#chp2).

El informe calificó los hechos como un genocidio cultural: «Estas medidas eran parte de una política coherente para eliminar a los aborígenescomo pueblos diferentes y asimilarlos en la mayoría de la sociedad canadiense en contra de su voluntad…el gobierno de Canadá aplicó esta política de genocidio cultural porque deseaba separarse de las obligaciones legales y financieras con los pueblos aborígenes y obtener el control sobre sus tierras y recursos». Se trataba de “matar al indio en el niño”, como parte de una política de asimilación forzada.

A lo largo de 2021 y 2022 se descubrieron restos de centenares de enterramientos de niños en algunas de las 25 Indian residential Schools, en Alberta y en la Columbia británica. Hay que reconocer el esfuerzo de la administración Trudeau por reparar el daño causado a todas esas miles de personas, un esfuerzo que, por cierto, ya había provocado que en 2017 a que el primer ministro canadiense pidiera al Papa Francisco que la iglesia católica asumiera su responsabilidad en esta espantosa historia. El pontífice romano realizó en 2022 un “viaje de penitencia” a Canadá, en el que pidió perdón a las primeras naciones por esas terribles responsabilidades (https://ici.radio-canada.ca/rci/es/noticia/1900815/papa-francisco-pide-perdon-indigenas-canadienses). E un paso necesario, pero sólo un primer paso.

Buenas y malas noticias sobre nuestros derechos (versión ampliada del artículo publicado en Valencia City, 7 de mayo de 2023)

A la hora de hacer balance sobre el estado de los derechos, lo más frecuente es prestar la atención a ese tipo de informes que nos ofrecen la mayoría de las ONGS y que nos presentan un recuento de las violaciones de esos derechos y de los incumplimientos de sus garantías. Es más raro que nos proporcionen datos sobre cómo se lucha por esos derechos y cómo se gana (o no) en la exigencia de respeto de los mismos. Así lo hace en España, por ejemplo, el informe anual del Defensor del Pueblo (https://www.defensordelpueblo.es/informe-anual/informe-anual-2022/). La lectura de este tipo de informe nos muestra una tendencia sostenida, creciente, de incremento de las quejas y recursos de los ciudadanos respecto al reconocimiento efectivo de sus derechos, en particular por lo que toca a sus relaciones con las administraciones públicas, a la prestación de los correspondientes servicios públicos; incluido, por cierto, el de justicia.

Pues bien, aunque es preciso reconocer el valor del primer tipo de informes o balances, quiero destacar la utilidad de los segundos. Una utilidad que consiste sobre todo en dar prueba de que se dan pasos importantes en el avance hacia una cultura de derechos tomada en serio, algo imprescindible en toda sociedad que se llame democrática y que aspire a ser regida por el Estado de Derecho. una cultura de derechos que en nuestro país presenta aún enormes deficiencias.

Lo primero que hay que recordar al hablar de estos asuntos es que no debemos dar nada por hecho. Porque como es bien sabido, en materia de nuestros derechos (no digamos nada si se trata de derechos humanos o de derechos fundamentales) nada se puede dar por adquirido. Lo que me lleva a recordar dos tradicionales noticias –una mala y otra buena-, que enseñamos a nuestros alumnos de primero de Derecho y que, a mi juicio, deberían enseñarse ya desde la ESO a todos los estudiantes.

Comencemos por la mala. Desengañémonos: nadie nos va a regalar lo que con toda razón podemos llamar lo más nuestro, nuestros derechos. Ni los que ya están reconocidos, ni los <nuevos derechos> por los que pugnamos: por ejemplo, para que se incluyan en el texto constitucional como derechos fundamentales, incluso en el capítulo 2 del título primero, en donde se enuncian los derechos que gozan de una garantía reforzada de protección (a diferencia de los que se consideran meros <principios orientadores de la política social y económica>, como el derecho a la vivienda, para poner quizá el ejemplo más clamoroso de la necesidad de reconsideración). Menos aún si quienes deben gestionar lo nuestro (los gobiernos) y -correlativamente- a controlar su gestión (la oposición), se enfangan en esa narrativa centrada en la disputa partidista por el poder (“quítate tú, que vengo yo”), y no en lo que nos interesa, lo nuestro de todos y lo nuestro de cada uno. Y eso vale para los derechos que la mayoría ya tenemos suficientemente garantizados, como también para aquellos a los que una parte significativa de la población sigue aspirando, aunque no sean nuevos. Nunca ha sido así, ni lo es hoy, bien sea que hablemos del cambio climático, las listas de espera, la ampliación del puerto, los derechos de inmigrantes y asilados, o esa aspiración que son hoy por hoy los neuroderechos. Y si nos encontramos en tiempos difíciles, todavía peor.

Y ahora, la buena: con los derechos pasa como con la bicicleta: si dejamos de pedalear, no avanzaremos, aunque tengamos el impulso inicial. Dicho de modo menos pedestre, los derechos se mantienen garantizados gracias sobre todo a nuestro trabajo ciudadano, a nuestra presión sobre quienes los gestionan en nuestro nombre. Una presión que tiene éxito si nos tomamos en serio esta exigencia de ciudadanía activa que consiste en tomar la palabra para denunciar, para protestar, para exigir, por todas las vías que se nos ofrecen en democracia, entre las que incluyo -como último recurso, legítimo- la desobediencia civil. Digamos algo más de esas vías. La primera es nuestro voto, que supone un contrato con quien nos ofrece el programa que, a juicio de cada uno, es más convincente para el reconocimiento y garantía de los derechos, con mayor atención cada vez a los derechos sociales, pero sin descuidar los demás. Pero después del voto, no debemos desentendernos: tenemos que dedicar parte de nuestro tiempo al control, a la denuncia, a la queja y lo haremos de forma más eficaz si nos asociamos, si actuamos en común. Se trata de hacer nuestro el Derecho, esto es, tomar conciencia de que el derecho no es una herramienta que sobrevuela sobre nosotros con la amenaza de caer sobre nuestras cabezas, sino un instrumento del que disponemos, porque en democracia el Derecho debe estar al servicio de nuestras necesidades, de nuestros derechos y por tanto somos nosotros los que debemos ponerlo en acción, con arreglo a las reglas de juego de las que nos hemos dotado.

Para que el Derecho fructifique a favor de los derechos -de los de todos, que deben conjugarse sin daño para el otro- me permito recomendar, la propuesta de la filósofa Simone Weil en su maravilloso ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza, cuando nos sugiere cuatro guías de conducta para hacer valer la dignidad y la fraternidad sobre la fuerza: no dejarse llevar por la admiración, por el poder de atracción que tiene la fuerza y quienes la ejercen; no odiar a nuestros adversarios y ni siquiera a nuestros enemigos; no confiar en la suerte y por último, y muy importante, no despreciar a quienes por diferentes circunstancias, se encuentran en los márgenes de la sociedad, a los que ella considera “los desdichados”, sino reconocer su dignidad desde su diferencia.

DERECHOS, DESEOS Y CAPRICHOS: EL AFÁN DE FILIACIÓN

Ser madre, o padre, no es un derecho. En todo caso, es un deseo, una expectativa. Como tal, puede ser legítimo, siempre que no se utilice a nadie como un objeto, como un medio y siempre que no se cause un daño a terceros. Pero no entra en la exigibilidad y garantía que hemos dispuesto para los derechos. Dejando aparte traumas personales o deseos profundos con los que es posible empatizar, un deseo no es un derecho. Una frustración personal o familiar no justifica l existencia de un derecho. Aunque se tenga todo el dinero y la influencia de una o uno de esos personajes que conocemos como celebrities, de esos que gustan airear o incluso hacer negocio con los detalles más íntimos de su vida personal.

Para quienes no les resulta posible realizar ese deseo por la vía biológica más sencilla, por diferentes razones que configuran una casuística considerablemente compleja, las técnicas bioreproductivas han abierto alternativas, lo que en principio hay que saludar como buena noticia. Ahora bien, no es unánime la respuesta que ofrecen los diferentes ordenamientos juridicos ante las distintas posibilidades de reproducción artificial y muy concretamente ante lo que conocemos como modalidades de gestación subrogada (que, en muchos casos, se justan en realidad a los denominados «vientres de alquiler)»).

Una primera consideración que me gustaría subrayar es que, existiendo como existe la posibilidad legal de la adopción -también la adopción internacional-, que en buena parte de esos ordenamientos, como el español, está muy regulada, sometida a estrictas reglas para garantizar el respeto a los derechos de todas las partes implicadas, y existiendo como existen millones de casos de niños que tienen difíciles expectativas de vida y cuya suerte mejoraría si son adoptados, la práctica de la gestación subrogada exige, a mi juicio, un plus de justificación. Dicho de forma simplista, creo que en la respuesta jurídica ante esas expectativas de maternidad o paternidad debería primar la adopción por sobre el empeño de que la filiación sea biológica, un empeño que puede parece demasiado próximo al capricho, si existe la alternativa de la adopción. Bien es verdad que el lógico régimen garantista de las adopciones -no digamos de las internacionales- puede dilatar considerablemente en el tiempo ese proceso.

En nuestro país, el régimen legal es claro: no hay lugar a la gestación subrogada, sea con elementos biológicos de los padres que la contratan, o no. El legisiador -con muy buen criterio a mi juicio- entendió que los supuestos de gestación subrogada altruista -aquellos en los que no media ningún tipo de pago a la madre gestante- son más bien escasos y que en la mayoría de supuestos nos encontramos ante prácticas de <vientres de alquiler>, que reúnen indiscutibles elementos de explotación de las mujeres gestantes y que no garantizan que el bebé no sea tratado como una mercancía más. Se trata de supuestos en los que hay un grave riesgo de que infrinjan un principio kantiano básico (una de las modalidades del imperativo categórico), que inspira todo Derecho míimamente garantista: la prohibición de tratar a ningún ser humano como un instrumento, un medio, un objeto.

En todo caso, es preciso reconocer que esta prohibición no resuelve el problema que plantean los padres o madres españoles que , individualmente o en pareja, acuden a países donde es legal la gestación subrogada y una vez nacido el bebé, lo traen de vuelta a España, lo que supone la necesidad de inscribirlo legalmente en nuestro país. Porque está claro que en todos estos procesos debe haber una prioridad sobre cualquier deseo o incluso sobre cualquier otro derecho: proteger el interés superior del menor, es decir, del bebé en cuestión.

i
Una celebrity que compra un niño por gestación subrogada, finge salir de un parto con una imagen en silla de ruedas cuando no ha parido al bebé que lleva en brazos y da el reportaje a su revista de cabecera se parece demasiado a un negocio y demasiado poco a un derecho. Por no hablar del niño-regalo o muñeco y de la dudosa falta de respeto a sus derechos y a los de la madre gestante. Luego hemos sabido que se trataba del cumplimiento del deseo de su hijo de tener a su vez otro hijo. Habría así una forma extraña de piedad filial y de duelo que, en lo personal, puede ser comprensible. pero n hablemos de derechos: los deseos de una sexagenaria rica no pueden confundirse con derechos