Buenas y malas noticias sobre nuestros derechos (versión ampliada del artículo publicado en Valencia City, 7 de mayo de 2023)

A la hora de hacer balance sobre el estado de los derechos, lo más frecuente es prestar la atención a ese tipo de informes que nos ofrecen la mayoría de las ONGS y que nos presentan un recuento de las violaciones de esos derechos y de los incumplimientos de sus garantías. Es más raro que nos proporcionen datos sobre cómo se lucha por esos derechos y cómo se gana (o no) en la exigencia de respeto de los mismos. Así lo hace en España, por ejemplo, el informe anual del Defensor del Pueblo (https://www.defensordelpueblo.es/informe-anual/informe-anual-2022/). La lectura de este tipo de informe nos muestra una tendencia sostenida, creciente, de incremento de las quejas y recursos de los ciudadanos respecto al reconocimiento efectivo de sus derechos, en particular por lo que toca a sus relaciones con las administraciones públicas, a la prestación de los correspondientes servicios públicos; incluido, por cierto, el de justicia.

Pues bien, aunque es preciso reconocer el valor del primer tipo de informes o balances, quiero destacar la utilidad de los segundos. Una utilidad que consiste sobre todo en dar prueba de que se dan pasos importantes en el avance hacia una cultura de derechos tomada en serio, algo imprescindible en toda sociedad que se llame democrática y que aspire a ser regida por el Estado de Derecho. una cultura de derechos que en nuestro país presenta aún enormes deficiencias.

Lo primero que hay que recordar al hablar de estos asuntos es que no debemos dar nada por hecho. Porque como es bien sabido, en materia de nuestros derechos (no digamos nada si se trata de derechos humanos o de derechos fundamentales) nada se puede dar por adquirido. Lo que me lleva a recordar dos tradicionales noticias –una mala y otra buena-, que enseñamos a nuestros alumnos de primero de Derecho y que, a mi juicio, deberían enseñarse ya desde la ESO a todos los estudiantes.

Comencemos por la mala. Desengañémonos: nadie nos va a regalar lo que con toda razón podemos llamar lo más nuestro, nuestros derechos. Ni los que ya están reconocidos, ni los <nuevos derechos> por los que pugnamos: por ejemplo, para que se incluyan en el texto constitucional como derechos fundamentales, incluso en el capítulo 2 del título primero, en donde se enuncian los derechos que gozan de una garantía reforzada de protección (a diferencia de los que se consideran meros <principios orientadores de la política social y económica>, como el derecho a la vivienda, para poner quizá el ejemplo más clamoroso de la necesidad de reconsideración). Menos aún si quienes deben gestionar lo nuestro (los gobiernos) y -correlativamente- a controlar su gestión (la oposición), se enfangan en esa narrativa centrada en la disputa partidista por el poder (“quítate tú, que vengo yo”), y no en lo que nos interesa, lo nuestro de todos y lo nuestro de cada uno. Y eso vale para los derechos que la mayoría ya tenemos suficientemente garantizados, como también para aquellos a los que una parte significativa de la población sigue aspirando, aunque no sean nuevos. Nunca ha sido así, ni lo es hoy, bien sea que hablemos del cambio climático, las listas de espera, la ampliación del puerto, los derechos de inmigrantes y asilados, o esa aspiración que son hoy por hoy los neuroderechos. Y si nos encontramos en tiempos difíciles, todavía peor.

Y ahora, la buena: con los derechos pasa como con la bicicleta: si dejamos de pedalear, no avanzaremos, aunque tengamos el impulso inicial. Dicho de modo menos pedestre, los derechos se mantienen garantizados gracias sobre todo a nuestro trabajo ciudadano, a nuestra presión sobre quienes los gestionan en nuestro nombre. Una presión que tiene éxito si nos tomamos en serio esta exigencia de ciudadanía activa que consiste en tomar la palabra para denunciar, para protestar, para exigir, por todas las vías que se nos ofrecen en democracia, entre las que incluyo -como último recurso, legítimo- la desobediencia civil. Digamos algo más de esas vías. La primera es nuestro voto, que supone un contrato con quien nos ofrece el programa que, a juicio de cada uno, es más convincente para el reconocimiento y garantía de los derechos, con mayor atención cada vez a los derechos sociales, pero sin descuidar los demás. Pero después del voto, no debemos desentendernos: tenemos que dedicar parte de nuestro tiempo al control, a la denuncia, a la queja y lo haremos de forma más eficaz si nos asociamos, si actuamos en común. Se trata de hacer nuestro el Derecho, esto es, tomar conciencia de que el derecho no es una herramienta que sobrevuela sobre nosotros con la amenaza de caer sobre nuestras cabezas, sino un instrumento del que disponemos, porque en democracia el Derecho debe estar al servicio de nuestras necesidades, de nuestros derechos y por tanto somos nosotros los que debemos ponerlo en acción, con arreglo a las reglas de juego de las que nos hemos dotado.

Para que el Derecho fructifique a favor de los derechos -de los de todos, que deben conjugarse sin daño para el otro- me permito recomendar, la propuesta de la filósofa Simone Weil en su maravilloso ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza, cuando nos sugiere cuatro guías de conducta para hacer valer la dignidad y la fraternidad sobre la fuerza: no dejarse llevar por la admiración, por el poder de atracción que tiene la fuerza y quienes la ejercen; no odiar a nuestros adversarios y ni siquiera a nuestros enemigos; no confiar en la suerte y por último, y muy importante, no despreciar a quienes por diferentes circunstancias, se encuentran en los márgenes de la sociedad, a los que ella considera “los desdichados”, sino reconocer su dignidad desde su diferencia.

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