Respeto y Resistencia. A propósito de la Women’s March Global (CTuria, 27 enero 2017)

Son tantos los riesgos y amenazas que han quedado abiertos con la toma de posesión de Donald J Trump como 45º Presidente de los EEUU, que hay quienes toman a broma algunos aspectos “menores”. Por ejemplo, su profundo y constante sexismo, su desprecio hacia la mayoría de las mujeres, en la más rancia tradición del machismo.

La extraordinaria respuesta que ofrecieron centenares de miles de personas (mujeres y hombres) al día siguiente, la Women’s March Global, es una magnífica llamada de atención sobre ese inmenso error. Una vez más, el mensaje es tan sencillo como contundente: los derechos de las mujeres son derechos humanos, derechos que nos importan a todos, que son de todos. La violación de esos derechos, su ridiculización, su menosprecio, es una ofensa mayor e inaceptable, que debe tener respuesta inmediata: ninguna sombra de tolerancia a ese respecto. Ningún daño a esos derechos sin sanción.

Desde luego, hay aspectos de la ideología machista que no pueden ser objeto de sanción directa, aunque sí de reprensión social. Una vez más (lo recordaba Almudena Grandes en su columna el pasado lunes) los comentarios en torno a la presencia de la Sra Trump en la ceremonia de la jura del 45º Presidente de los EEUU se centraron en la estética “Jackie” de su atuendo. Una lógica de mujer florero, la misma que se exhibe reiteradamente -por razones procesales- cuando se saca a pasear el modelo ama de casa ignorante y sumisa y por tanto, inimputable: desde una ministra a una infanta, pasando por la esposa del Sr, Bárcenas. Y no: frente a esa tradición machista, tan frecuente en medios de comunicación, hay que reivindicar la necesidad de insistir en la educación no sexista, en la transmisión de valores y pautas de conducta de igualdad y respeto, desde la primera edad.

Todavía hay quien no ha caído en la cuenta de que la discriminación más presente en la historia de la humanidad (desde el propio relato bíblico de la creación de la mujer) es la que afecta a las mujeres. Pero conviene no hablar en abstracto. VVeamos un ejemplo que se ha conocido esta semana: un informe de UGT publicado el 23 de enero, ha puesto de relieve uno de los aspectos más duros, la diferencia de trato de las mujeres pensionistas en España. Más de 2,4 millones de personas sobreviven en España con pensiones de menos de 700 euros. Un 72%, 1,5 millones, son mujeres. La cuantía media de sus pensiones, es 37.8% inferior  a la de los hombres y si hablamos de pensiones de jubilación, 38%. El importe medio de las pensiones de las mujeres es 742,8 euros/mes, mientras el de los hombres es de casi 1200 euros. Una brecha mayor que la que se da en los salarios (23,2%). Y conforme hablamos de tramos más bajos de pensiones (p.ej, las que se sitúan entre 150 y 500 euros/mes) el número de mujeres es 4 veces más que el de hombres.

Dejémonos de retóricas paternalistas y reivindiquemos de forma concreta esa igualdad. Y hagámoslo con las armas al alcance de todos, como las 10 iniciativas para los primeros días (pueden verse en el sitio web, www.womensmarch.com/100/), nacidas de la Women’s March Global y que ejemplifican ese inteligente slogan de la manifestación de Washington: “respect Existence or expect Resistance”.

UN TIRO EN EL PIE DE LA UE: EL NEGOCIO DE LOS MUROS (Saó, enero 2017)

Quiero aprovechar la invitación de la Revista Saó a participar en este monográfico sobre la Unión Europea, para proponer a los lectores una reflexión sobre uno los asuntos menos visibles en torno a las políticas europeas migratorias y de asilo de la UE. Me refiero a lo que Claire Rodier y otros[1] han denominado “el negocio de la xenofobia”, que puede cifrase en torno a los mil millones de euros entre 2005 y 2020 y cumple una triple función, económica, ideológica y geopolítica. Se trata de saber quiénes y cómo sacan provecho de la prioridad número uno de esas políticas: blindar las fronteras exteriores de la UE.

Lo primero que hay que preguntarse es el por qué de ese blindaje, el por qué de lao que los críticos llaman el proyecto de la Europa fortaleza. ¿Realmente está amenazado el territorio soberano de la UE? Asistimos ante un ataque a nuestras fronteras? De qué tipo? La respuesta, conforme a la posición oficial de la propia UE, animada desde buena parte de los Gobiernos de los Estados miembros (y no sólo los del grupo de Visegrad) es afirmativa: nuestras fronteras exteriores, cuya fortaleza sería la condición sine qua non del espacio de seguridad, libertad y justicia interior y muy claramente, de la libertad de circulación interna de personas y mercancías, están fuertemente amenazadas.  ¿Por quién? Por centenares de miles de inmigrantes irregulares y, más recientemente, de supuestos demandantes de asilo, que pugnan por alcanzar nuestro territorio. Que eso es así ha quedado acreditado, según nuestros gobernantes, en el último Consejo Europeo extraordinario celebrado en septiembre de este año en Bratislava. La consecuencia es muy clara: debemos elegir entre asegurar nuestras fronteras o presumir de una política altruista con todos esos centenares de miles de personas que llaman a nuestras puertas. Pero, primero, como se ha dicho, los europeos no podemos asumir “toda la miseria del mundo”. Segundo, en situaciones de crisis, la prioridad ha de ser atender las necesidades de nuestros ciudadanos y el pastel no da para todos. Finalmente, no todos los que alcanzan nuestras puertas son “trigo limpio”(cardenal Cañizares dixit), sino que hay un porcentaje significativo de delincuentes e incluso de peligrosísimos terroristas. Y, para nuestros gobernantes, está claro: uno y otro propósito son incompatibles. Eso nos obliga a reforzar los controles fronterizos y, por supuesto, a realizar un estricto control, un triage, para que puedan pasar sólo los que de verdad deben tener derecho a pasar y a quedarse,  los verdaderos refugiados y los inmigrantes legales. La consecuencia es que debemos amurallarnos: Vayas donde vayas, vallas, pareciera el nuevo lema de la UE.

Ese afán, que ha hecho resucitar los muros en un mundo teóricamente abierto, que relativiza la importancia de la soberanía territorial (y, por tanto, debería potenciar el reconocimiento del derecho a la libre circulación), es una añagaza.  Vivimos un proceso de refuerzo de las fronteras, entendidos como muros y, aún peor, como espacios en los que se relativizan si no incluso se niegan elementales derechos humanos. Lo muestra la evolución de la política de fronteras de la UE, que parece avanzar en sentido contrario, el de la prioridad de una respuesta que no es ya policial, sino estrictamente militar y en la que los derechos pasan a convertirse en privilegios altamente arbitrarios, por cuanto se violan derechos humanos fundamentales, se ha llegado a vaciar de contenido el derecho de asilo, dificultando hasta el extremo la posibilidad de llegar a salvo a territorio europeo, mercantilizándolo (como ha hecho en este año de 2016 una ley del Parlamento de Dinamarca que impone a los refugiados un copago de las prestaciones que, en realidad, son derechos) o relativizando el principio básico de non refoulement, como resulta del acuerdo de deportación entre la UE y Turquía, por no hablar de la inaceptable transformación de los centros de acogida y estancia de demandantes de asilo en centros de detención, como si esos demandantes, que huyen de la persecución, fueran más que presuntos delincuentes.. La UE incumple así principios básicos del Estado de Derecho, hasta llegar a la aberración jurídica de crear un estado de excepción permanente, esto es, un infra-Derecho aplicable a los protagonistas de buena parte de la movilidad forzada: inmigrantes irregulares y aquellos que ya denominamos como asylum seekers, para evitar el nombre de refugiados. Esta guerra contra el asilo se ha llevado a cabo recurriendo a dos instrumentos muy criticables, la externalización de la policía de fronteras, encomendada (previo pago) a países terceros que no garantizan el standard mínimo de derechos (el paradigma es Turquía) y su militarización, esto es el recurso a instrumentos militares, como lo prueban las características de la operación EUNAVFOR-MED (aunque se la haya rebautizado como “Sofía” para disimular ese carácter) y el recurso a la OTAN en el Egeo. Las políticas migratorias y de asilo entran así en el cesto de las políticas de seguridad y defensa. En el balance, a principios de diciembre, más de 4500 muertos en el Mediterráneo, a los que hay que añadir las penalidades de quienes de nuevo tienen que alcanzar la ruta del Mediterráneo central, de Libia a Italia y allí someterse a las vejaciones, malos tratos y exacciones de las mafias, además de las continuas violaciones para las mujeres.

Decía que el afán de marcar de nuevo fronteras, erigir muros supuestamente infranqueables, es una añagaza. Lo ha probado convincentemente la politóloga norteamericana Wendy Brown[2]: el recurrente propósito de los Estados de la UE (y no sólo: los EEUU, Australia, etc) por erigir muros, es sólo parangonable a su ineficacia para controlar o poner fin a los desplazamientos de las migraciones forzadas. En realidad, esa obsesión tiene una función básicamente simbólica  e interna.  Se trata de hacer creer a los propios ciudadanos que se les está defendiendo frente a una amenaza, un peligro, el que representan inmigrantes e incluso refugiados, mostrando así que los Estados (los gobiernos) les defienden eficazmente y gestionan impecablemente la soberanía territorial. Recordemos que ese fue un mantra repetido una y otra vez, por ejemplo, por el Gobierno Rajoy, especialmente por su ministro del Interior, en relación con las plazas africanas de soberanía española, Ceuta y Melilla, supuestamente sitiadas por millares de ilegales, subsaharianos, como llegó a titular en primera, a cinco columnas, el diario El País. Pues bien, además de un engaño, esa estrategia aleja a la UE del proyecto político de una democracia plural, inclusiva y garante de los derechos y de las reglas del Estado de Derecho.

Ese propósito de blindar las fronteras constituye, además, un negocio, con beneficiarios identificables: los lobbies y las industrias de seguridad y armamento. Todo ello es perfectamente funcional a esta evolución del capitalismo de mercado global que impone la privatización de funciones que antes constituían competencia exclusiva del estado, de los poderes públicos, como la seguridad y vigilancia de los espacios públicos y aun de las fronteras, de los dispositivos de control, informatización de los visados, construcción de muros, de centros de detención, vuelos colectivos de expulsión/deportación, etc. En relación con la UE, recomiendo, como decía, la lectura del apasionante trabajo de Claire Rodier[3], En el libro de Rodier se explica con detalle, con nombres y con cifras, quiénes son los beneficiarios de este enorme y floreciente negocio. Desde una empresa de Málaga, European Security Fencing, ESF, que fabrica y exporta las tristemente famosas “concertinas”[4], a la mayor empresa de seguridad del mundo, G4S, que cuenta con más de 650.000 empleados y que dedica una buena parte de su actividad a la “gestión “ de la inmigración, más las constructoras de los temibles CIE y centros análogos, en Europa pero en los EEUU, o los países que rentan su espacio para posibilitar <espacios al margen de la ley> como la isla de Nauru a Australia.  La evolución de los recursos de los que se sirve la UE en su obstinada impermeabilización de las fronteras ha devenido en una auténtica guerra de facto contra inmigrantes irregulares y demandantes de asilo, a los que se ha estigmatizado convirtiéndolos en sujetos de sospecha. Eso ha justificado un incremento acelerado del gasto en esas tareas de control. Desde 2013, señala Rodier, el instrumento principal es el sistema de ‘fronteras inteligentes’ (smart borders), compuesto por 3 instrumentos: un sistema de entrada/salida (SES), el programa para viajeros registrados (PVR) y la red de comunicaciones Eurosur, que se suman a los ya existentes (el SIVE y la red de CIE o CREA). La Comisión Europea ha cifrado el coste de EuroSur en 338 millones de euros, pero en el Informe Borderline de la Fundación Heinrich Böll se eleva a 847 millones. El coste de Smart Borders subiría a 400 millones de euros, con 190 millones anuales de costes operativos. Han de añadirse también la inversión en FRONTEX, en operaciones como la mencionada EUNAVFOR-Med, o el coste de la intervención de la OTAN en el Egeo (pues esa operación no sale gratis: la sufragamos los ciudadanos europeos) por no hablar de los contratos de externalización: 6000 millones de euros a Turquía y más de 1400 millones de euros a países de la Unión Africana. Si sólo una décima parte se invirtiera en hacer efectivas verdaderas operaciones de salvamento y rescate como las que llevan a cabo -sin subvención oficial alguna- los barcos de MSF, probablemente no tendríamos que lamentar ni la décima parte de muertes. Pero la UE prefiere darse un tiro en el pie –por utilizar una metáfora suave- en lugar de trabajar en cumplimiento de lo que es su razón de ser: una comunidad de Derecho, al servicio del  reconocimiento y garantía de los derechos humanos.


[1]  Véase por ejemplo, el estudio de Frost y Sullivan (2014) Global Border and Maritime Security Market Assessment. La versión online se puede descargar en: http://images.discover.frost.com/Web/FrostSullivan/GlobalBorderandMaritimeSecurity.pdf. [revisado el 27.11.2016]. También el libro editado por T. Gammeltoft-Hansen y N. N. Sorensen The Migration Industry and the Commercialization of International Migration, Routledge, N York, 2013.

[2]  Me refiero a su utilísimo libro Estados amurallados, soberanía declinante, Herder, Barcelona, 2015, con un estupendo y crítico prólogo de Etienne Balibar.

[3] Xenophobie Business. A quoi servent les contrôles migratoires, La Decouverte, Paris, 2015 (2ª). Pero hay también informaciones más sucintas pero no menos interesantes, en trabajos ad hoc como los de Periodismo humano: http://periodismohumano.com/migracion/el-negocio-de-cerrar-las-fronteras-de-europa.html ).

[4] A la que habría que añadir otras como ACS, Indra o Ferrovial, que se reparten 8 de cada 10 euros destinados a las vallas de Ceuta y Melilla: de los 79 millones de euros gastados por el Estado desde 2004 n esos dispositivos de seguridad, esas tres empresas han recaudado 59 millones.

DEMOCRACIA Y REFERENDUM : FALACIAS Y MEDIAS VERDADES (Tinta Libre, enero 2017)

Brexit y Trump. Basta con esos dos ejemplos para entender que 2016 ha ofrecido cumplida satisfacción a quienes denuncian el cúmulo de simplificaciones que hay detrás de la reducción del juego democrático a los sondeos. Pero identificar democracia y encuestas de opinión no es la única de esas reducciones. Probablemente es más discutible aún la tesis que se ha ido abriendo camino entre nosotros y que, sorprendentemente, vuelve a poner sobre el tapete la afirmación de que la democracia referendaria, en su versión de democracia directa e instantánea, es la quintaesencia de la democracia a la que hoy deberíamos regresar.

Hablo de sorpresa, porque los debates acerca de que ya G Bourdeau a comienzos de los 70  acuñara la distinción entre <democracia gobernante> y <democracia gobernada> y de que se asentara la  etiqueta de “democracia referendaria” (antes que Barber y, desde luego, antes que Mouffe y Laclau),, no es ninguna novedad. Es verdad que hoy se recurre a ella en el contexto de lo que Crouch (2004) dio en denominar “la era de las postdemocracias”, vinculadas, como se ha dicho, a la crisis y al “desempoderamiento” de las democracias representativas, que parecen exigir la necesidad de reconocer las consultas populares como los mecanismos idóneos de ejercicio de la verdadera democracia. Y conste que recurro a esa noción amplia de <consulta popular> sin entrar por el momento en sus diferentes manifestaciones, desde las iniciativas populares legislativas al referéndum simple, los referenda consultivos no vinculantes, los referenda vinculantes o los plebiscitos, un concepto, a su vez, susceptible de diferentes modalidades. Lo que pretendo es tratar de argumentar acerca de esa modalidad de lo que se ha dado en llamar “democracia manifestante”, que opone como campo de acción preferente la actuación constante del demos en la calle y, en todo caso, la sumisión de toda decisión de interés general al veredicto de las urnas, por encima de las instituciones propias de la democracia representativa

Creo que los ya conocidos argumentos de los principales críticos  (Burdeau, Sartori, Offe Wolff, Young, Merkel) de esa noción de <democracia referendaria> como el paso necesario para recuperar el papel del pueblo, o, como se dice con desparpajo, de la calle, entendida como el auténtico demos (suplantado por mediaciones casi mixtificadoras, las instancias de representación) siguen siendo más sólidos que el de tantos entusiastas apóstoles del recurso al referéndum –la voz de la calle- como verdadera, última e infalible instancia democrática. Y creo que eso tiene algunas consecuencias en torno al aparente callejón sin salida en que se encuentra la relación entre el Gobierno de Rajoy y el de la Genralitat y el Parlament de Catalunya acerca de la convocatoria de un referéndum como exigencia ineludible y vía exclusiva del ejercicio del “derecho a decidir” del pueblo de Catalunya.

 

 

De la eficacia de los pretendidos truísmos, que son en realidad medias verdades…

Advierte el sentido común que siempre que se adjetiva el sustantivo <democracia> debemos ponernos en guardia. Y, en efecto, creo que en esta discusión que ha vuelto hoy a primer plano, la de la relación entre democracia y consultas populares, democracia y referenda, sobran bastantes calificativos. En realidad, creo que deberíamos fijarnos en los aparentes truísmos que sirven para dar fundamentación a esa pretensión que un referéndum como el que Generalitat y la mayoría del Parlament presentan en términos de inexorabilidad, en tanto que genuina expresión de la voz del pueblo, el catalán, claro, no el español.

El primero de ellos es, a mi juicio, la media verdad que consiste en identificar la esencia de la democracia con el ejercicio de lo que hemos aceptado más o menos acríticamente entender por derecho a decidir, o, si se prefiere, según la fórmula al uso, con el ejercicio del derecho al voto como expresión genuina de la democracia. De donde se deduce que todo aquel que pretenda limitar o no digamos prohibir  poner las urnas  en la calle es un feroz antidemócrata.

No creo que merezca la pena dedicar mucho espacio a la necesidad de matizar lo que insisto en considerar media verdad, si no, al menos también en no poca medida (al menos en el uso habitual en la discusión hoy, en el contexto del <problema catalán>) como una falacia. Por supuesto que la democracia tiene que ver ante todo con la autonomía, con el proceso de emancipación de quienes alcanzan la condición de ciudadano y salen así de la de súbdito: recuperar la capacidad de decidir por uno mismo sobre el propio plan de vida es condición sine qua non de la libertad y por tanto, de la legitimidad democrática. Otra cosa es si podemos equiparar ese genuino derecho a decidir, entendido como expresión de la autonomía del sujeto moral y político que debe ser reconocida a todo ser humano,  con una condición constante de todo ciudadano a decidir directamente sobre todo lo que le pueda afectar, como individuo y como ciudadano. Y tomo aquí la noción de ciudadano sobre todo en la condición de sujeto del espacio público, es decir, como miembro de un grupo, del demos, que es quien debe definir el interés común.

 

 

…A las falacias e imprecisiones que se esconden tras ciertos simplismos referendarios

Cuando hablamos de referenda vinculantes, como el que exige que se celebre <sí o sí> la mayoría del Parlament de Catalunya y el actual Govern de la Generalitat, como es bien sabido, es preciso evitar el recurso a una primera falacia. Me refiero a la que afecta a la identificación de la democracia con el principio bruto de gobierno de la mayoría, reconducido en la práctica al dominio de la minoría más relevante. Algo que planteó y no resolvió bien Rousseau, como es más que sabido.

Habrá que recordar otro principio que, en teoría de la democracia es casi otro truísmo: el núcleo de la idea de democracia no es tanto el gobierno de la mayoría, cuyo riesgo es la no menos conocida hipótesis de “tiranía de la mayoría” (Tocqueville),, sino las condiciones de control y accountability de l gobierno de la mayoría, llo que nos remite a la separación de poderes y al establecimiento de límites a lo decidible, para garantizar los derechos individuales y los de las minorías. ¿Someteríamos hoy a referéndum vinculante un tema de naturaleza constitucional como la tortura o la cadena perpetua real a los terroristas o a los violadores de menores? Aceptaríamos la legitimidad de un referéndum vinculante sobre la reducción de los derechos de los refugiados a meras expectativas o recomendaciones, en Alemania en Austria, en el Reino Unido, o, no digamos, en Polonia, Chequia o Eslovaquia? ¿Aceptaríamos la pertinencia de la pretensión de Erdogan de “escuchar la voz del pueblo” sobre el retorno de la pena de muerte a la Constitución turca? ¿Podemos y debemos considerar legítimo que a una parte de la población, en función de sus características lingüísticas o religiosas se les reduzcan los derechos o se les prive de la ciudadanía? La respuesta es no, porque la legitimidad democrática reside en la garantía de esa barrera intocable incluso para una abrumadora mayoría, la de los derechos humanos individuales, la de la garantía de que esos derechos no pueden rebajarse so pretexto de la condición de pertenencia a una minoría. Sin la sumisión de la mayoría a lo que llamamos Estado de Derecho, y hoy denominaríamos, Estado constitucional, no hay democracia. Por eso, como se ha dicho, la vía del referéndum para resolver la independencia o no de Catalunya no es la más aconsejable, pues resulta inexorablemente en una exclusión de derechos  básicos y de ciudadanía (y también de plan de vida)  de una parte de la sociedad civil, la que pierde la consulta. Por eso, como hace notar Sartori, el tipo de referéndum como procedimiento de decisión que se plantea en Catalunya es un ejemplo de ejercicio democrático de suma cero: el que gana lo gana todo y el que pierde lo pierde todo: lo que gana uno es lo que pierde el otro. No hay lugar real para la negociación, en la que renuncias parciales de todos los sujetos que participan en la adopció de decisiones permiten ganancias parciales de todos ellos.

Por otra parte, es claro que cuando hablamos del sujeto, del pueblo como demos, no es posible aceptar subterfugios como el del recurso a la vaga noción de “sociedad civil”, porque sabemos bien de la capacidad de suplantación de ese pretendido equivalente del demos por grupos de presión con medios suficientes como para manipular la <opinión pública> al servicio de intereses particulares, alejados e incluso contrapuestos al interés de la voluntad general. Ante todo, porque, como sostiene Ferrajoli, para que hablemos de demos, para que hablemos de gobierno del pueblo, ha de haber Constitución, o, si se prefiere, legitimidad constitucional, que no existe sin el respeto a esos criterios de legitimidad que son los instrumentos jurídicos internacionales de  derechos humanos. La pretensión de enfrentamiento entre ley y democracia es un error de concepto. Como lo es la noción de soberanía en el original sentido formulado por Bodin: la no sujeción del sujeto soberano  a otra regla que su voluntad. Eso vale para el autócrata, pero también para el demos: una soberanía que pretende ignorar esas limitaciones no es legítima.

Eso no excluye, obviamente, la pertinencia de consultas referendarias si, además de respetar esos límites de principio, reúnen determinados requisitos que han de ser negociados y la clave, insisto,  es quién y cómo decide la agenda de la consulta. El primero de ellos es que, precisamente para que esas consultas populares no devengan en la suplantación del pueblo por parte de una minoría relevante, ese tipo de consultas vengan precedidas por elementos que despejen las imprecisiones relativas al sujeto. Así, se debe establecer previamente y de forma inequívoca quién es el pueblo a los efectos de la consulta: qué porcentaje de ciudadanos se entiende suficiente como quórum (votos emitidos) y cuántos para admitir que se ha pronunciado en este o aquel sentido la voz del pueblo: ¿basta en ambos casos con una mayoría simple, el 50,1%? Se ha de exigir una mayoría cualificada para lo primero, pero no para lo segundo?

El segundo de los requisitos es de carácter formal y tiene que ver con las condiciones de conocimiento que habilitan la competencia del sujeto consultado. A este respecto, no creo que sea pertinente en el caso del referéndum propuesto por el Parlament y la Generalitat  el argumento de la complejidad en los procesos de decisión que invalidaría la consulta porque el demos carece de la cultura y el conocimiento que le habilitaría como competente para la decisión. No me parece así, insisto, cuando se trata de referenda como el que aquí estaría en juego. Por so creo que  no vale la objeción  de lo que Sartori denomina enfáticamente “acantilados de la incapacidad cognitiva” en lo que se refiere al pueblo. No, si se avanza en este segundo tipo de requisitos: la formulación clara, inequívoca y suficiente, acerca de la opción y de las consecuencias de la misma. El probblema, precisamente, es que si se opta por una formulación plebiscitaria, como ya he recordado, la vía del referéndum se muestra excesivamente simplificadora y difícil (por no decir, imposible) de revertir, lo que va en contra del carácter relativo de los procesos democráticos, de la posibilidad de contraargumentar y convencer para volver atrás de la decisión.