¿Tenemos derecho a la ciencia? Versión ampliada del artículo publicado en La Vanguardia, 13 de diciembre de 2021

Un argumento del discurso que pronunció el president Puig en el acto institucional de conmemoración de la Constitución, celebrado el pasado 6 de diciembre en la sede de Casa Mediterráneo en Alicante, me llamó la atención y me hizo pensar, a su vez, en el significado de las distinciones acordadas este año por el Consell a la defensa de los derechos y las libertades constitucionales que, desde que se crearon hace tres años, se entregan en este día. En efecto, el president destacó que hay una palabra que sólo se menciona una vez en el texto constitucional y que, sin embargo, tiene una relevancia enorme, la ciencia. Esa referencia se encuentra en el artículo 44.2 de la Constitución, en cuyo apartado segundo se puede leer: «Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general».

¿Tiene sentido sostener que uno de los derechos humanos es el derecho a la ciencia, a la investigación científica? En principio, la interpretación literal y contextual del texto constitucional no permiten proponer que la ciencia y la investigación sean un derecho entre los enunciados en la Constitución. Por ejemplo, es evidente la diferencia respecto a lo que el primer apartado del mismo artículo 44 establece sobre la cultura, enunciada como un derecho de todos (“Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho). No hay tal afirmación en lo que se refiere a la ciencia y a la investigación científica que, por tanto, no son presentadas en sentido estricto como un derecho de todas las personas. Si a eso añadimos que este artículo se sitúa en el capítulo tercero del título primero, que se titula  “De los principios rectores de la política social y económica”, parece claro que los constituyentes no los concibieron como derechos en sentido estricto, sino como principios, criterios orientativos, sí, pero que carecen de la garantía, de la resistencia protegida que se atribuye a los derechos. Lo deja claro el artículo 53, en el capítulo cuarto, donde se exponen las garantías de los derechos fundamentales, esto es, su protección eficaz. Así, en el apartado 3 de ese artículo se atribuye a los principios una garantía y eficacia, por así decirlo, de segundo orden: “El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo Tercero informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”.

Sin embargo, cualquiera que conozca, por ejemplo, los trabajos de Mikel Mancisidor, profesor de Derecho Internacional y miembro del comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU (cfr. por ejemplo), sabe que el derecho a la ciencia está proclamado como tal en el artículo 27 de la Declaración de 1948 y en el apartado 1.b del artículo 15 de los Pactos de derechos conómicos, sociales y culturales de 1966, si bien, como él mismo afirma, se trata del “gran desconocido”. Así lo explica el mismo Mancisidor, en una entrevista reciente: “estaba ya en la declaración de 1948 como derecho a participar en el desarrollo científico y a beneficiarse de sus aplicaciones materiales. Lo que pasa es que estaba muy escondido y olvidado, y la Unesco empezó a rescatarlo a principios del siglo XXI. Posteriormente, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales hizo lo propio con la adopción de este comentario general del que yo he sido correlator en los últimos años”. Se refiere Mancisidor a la importante Observación General no 25/2020, del Comité de los DESC, relativa a “la ciencia y los derechos económicos,
sociales y culturales” . Por ejemplo, el apartado 15 de esta Observación actualiza y explica los contenidos de este derecho: “El derecho a participar en el progreso científico y sus aplicaciones y gozar de sus beneficios comprende tanto libertades como derechos. Las libertades incluyen el derecho a participar en el progreso científico y a disfrutar de la libertad indispensable para la investigación científica. Los derechos comprenden el derecho a gozar, sin discriminación, de los beneficios del progreso científico. Esas libertades y derechos implican obligaciones no solo negativas, sino también positivas, para los Estados”. El ejemplo que aduce me parece muy ilustrativo: “El mejor ejemplo actualmente sería el del acceso a las vacunas de la covid y el reto de que este sea universal y sin discriminación”.
Es evidente, pues, que desde el punto de vista del Derecho internacional de los derechos humanos, la respuesta a la pregunta inicial es afirmativa: sí, existe un derecho humano a la ciencia y a la investigación científica, con los perfiles que acabo de recoger.
Dicho eso, ¿debemos incorporar ese derecho a nuestra Constitución?
En estos días se ha hablado de la Constitución y sus posibles reformas. Por cierto: contra el tópico tan frecuente entre periodistas, políticos y ¡ay! profesores, me gusta insistir en que nosotros tenemos Constitución, no <Carta Magna>: aquí no hubo ningún rey soberano, haciendo concesiones graciosas a sus súbditos. La Constitución, muy al contrario, emana directamente de la soberanía de los ciudadanos, del pueblo. Pero volvamos al asunto. Entre las propuestas de reforma, no ha faltado la reclamación de conseguir que algunos de los derechos enunciados en el capítulo tercero -por ejemplo, salud (artículo 43); vivienda (artículo 47) y, por qué no, medio ambiente (artículo 45)- tengan el mismo rango de garantía y eficacia que los del capítulo segundo. ¿Qué decir de la ciencia y de la investigación científica?
La pandemia y la crisis climática han puesto de manifiesto con meridiana claridad que la mayor esperanza con la que contamos frente a los desafíos que ponen en serio riesgo nuestra supervivencia, viene de la investigación científica, de la ciencia. Los avances conseguidos por la comunidad científica tienen, además, una gran trascendencia en el día a día de cada uno de nosotros. Y ello, en buena medida, a partir de la investigación básica, también por lo que se refiere a ciencias sociales y humanidades, no lo olvidemos. Una investigación que en más de un 70% se lleva a cabo en las universidades. Quizá donde nos resulta más evidente hoy es en el campo de las ciencias de la vida, en particular en la biomedicina, un ámbito en el que la garantía eficaz de derechos básicos -la vida, la salud- avanza de la mano del progreso científico.

Y ahí es donde enlazo con las distinciones que ha otorgado el Consell de la GVA en este año. Porque, además de reconocer la admirable labor de la plataforma de ONGs Sense Llar, por su abnegada y constante lucha por los sin techo (quienes no tienen derecho a la vivienda), estos premios que, recuerdo, tienen como argumento la defensa de los derechos y las libertades constitucionales, han recaído en tres personas excepcionales, los profesores Ana Lluch, Avelino Corma y Francis Martinez Mojica, representantes de la ciencia y la investigación, cuya promoción constituye un deber de los poderes públicos. La ciencia y la investigación quedan así reafirmadas como expresión del interés general, porque hacen posible la mejor garantía de los derechos. Lo que significa que todos tenemos derecho a que ciencia e investigación sean objeto de promoción. Eso se concreta, como recordaron los propios premiados, en inversiones. Pero, como también insistieron los premiados, sin la coordinación entre el gobierno central y las Comunidades autónomas y, sobre todo, sin el concurso de la iniciativa privada, será imposible alcanzar el objetivo del 2% del PIB. Por eso me parece que acierta en su insistencia la ministra Morant, cuando subraya que hay que apostar por “acompañar a las empresas” para crear más “cultura de la ciencia” y conseguir ese objetivo. Una colaboración que es idea clave en el sistema científico: recordemos que la característica fundamental de la ciencia es, debe ser, constituir una comunidad abierta, y hoy se subraya la importancia que tiene para el progreso científico que esa comunidad sea capaz de conjugar esfuerzos de equipos multi y transdisciplinares.

Los Presupuestos Generales del Estado para 2022 dedican a ciencia e innovación la mayor inversión en la historia de nuestro país, tal y como explicó la ministra Diana Morant: el presupuesto del ministerio de Ciencia e Innovación para 2022 es de 3.843 millones de euros; un aumento del 19% respecto a los de 2021, que casi duplica la cifra de 2020. Por ejemplo, se destinan 2.854 millones de euros a fomento y coordinación de la investigación científica y técnica y 200 millones de euros para el Programa Invierte. También los presupuestos de la Comunidad Valenciana: así, en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR), se destinarán más de 14,6 millones de euros dentro de los Planes Complementarios de I+D+I. Además, por ejemplo, se atribuyen 28,3 millones de euros a programas para atraer, retener y consolidar talento humano y mejorar el trabajo de nuestros investigadores e investigadoras. Pero hace falta más: hay que tener en cuenta que aún nos encontramos por debajo de la media de la UE en este capítulo. En efecto, la media europea del gasto en I+D estaba en 2019 en el 2,23% del PIB. En España, sólo el 1,25%.

La ciencia no sólo es un derecho. Es, debe ser, un poderoso instrumento al servicio de los derechos humanos. Así lo entiende la Agenda 2030, que ha creado un foro colaborativo sobre ciencia, tecnología e innovación para los ODS y una plataforma ‘online’ desde la que compartir conocimiento tecnológico. Todo esfuerzo por aumentar la inversión en ciencia e investigación y ponerla al servicio de estos objetivos es poco, porque lo que se dedica a ello no es gasto. Y no sólo porque incremente nuestra riqueza: porque es inversión en nuestros derechos, en mejorar las condiciones de vida de todos nosotros.

LOS DERECHOS DE TODOS (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 12 de diciembre de 2021)

El día internacional de los derechos humanos, que conmemora la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, es uno de los test más claros del desgaste que produce la reiteración de este tipo de conmemoraciones. Sobre todo, por el contraste entre la retórica que abunda en esas celebraciones y la consabida terquedad de los hechos. Estos evidencian las incontables violaciones de los derechos allí proclamados, que hacen que la Declaración, pretendidamente universal, suene hueca en contraste con la realidad que sufre una buena parte de los seres humanos. En el lado de la crítica de tal celebración se encuentran también las voces que reiteran que, a la vista de los sesgos culturales ye ideológicos presentes en este texto y que hoy se nos hacen difícilmente aceptables y evidentemente poco universales, y a la vista también de su dependencia de un contexto histórico hoy sobrepasado, como lo muestra por ejemplo la ausencia de una perspectiva ecológica, no hay razones para festejar, sino más bien para lamentar.

Por otra parte, no les falta la razón a quienes subrayan que, pese a todas sus limitaciones, ese acuerdo alcanzado en 1948 sería una utopía hoy, cuando parece imposible un consenso comparable con el que dio a luz la Declaración, marcada por la necesidad de responder al daño que supuso para la humanidad la experiencia de la segunda guerra mundial. Ni la terrible amenaza de la pandemia, ni la evidencia del riesgo en que nos encontramos para la sostenibilidad de la vida en el planeta, parecen suficientes para asegurar hoy consensos que impliquen compromisos a la altura de los retos, como acabamos de comprobar en la COP26. Entre otras razones, porque hoy falta la voluntad política y seguramente la autoridad e inteligencia de quienes sí supieron responder a aquel desafío: líderes como Eleanor Roosevelt, que pilotó el proyecto, junto a un extraordinario grupo de políticos e intelectuales. Por ejemplo, el jurista francés René Cassin, autor del primer borrador; el abogado canadiense John Peters Humphrey, primer director de la División de derechos humanos de la ONU y verdadero cerebro gris en las negociaciones, o la delegada de la India, Hansa Mehta, quien, como nueva Olimpie de Gouges, enmendó el texto del artículo primero, “todos los hombres nacen libres e iguales”, para que dijera “todos los seres humanos nacen libres e iguales”.

Si entendiéramos la universalidad de los derechos como condición efectiva, empírica, un resultado, parece claro que no estamos para celebraciones. Sin embargo, creo que es cada vez más evidente la importancia, aún más, la necesidad de defender esa universalidad como propuesta, como tarea exigente y ambiciosa, de la que ni podemos ni debemos abdicar. El valor del mensaje de universalidad es el de luchar por conseguir que se reconozcan por igual todos y los mismos derechos a todos los seres humanos, cada uno desde su insustituible particularidad, desde sus diferencias. Lo que significa, claro, que la negación de su titularidad o la ausencia de garantía de alguno de esos derechos para alguno —en realidad para muchos— seres humanos, por razón de su sexo, de su pertenencia a un grupo étnico, nacional o religioso, o a una clase social, o por su opción sexual o de cualquier otro tipo, es una violación de los derechos de todos los seres humanos, es decir, de los nuestros.

Por otra parte, me parece evidente que, frente a las consabidas críticas por la ausencia de eficacia de la Organización de las Naciones Unidas, la arquitectura institucional dispuesta por la ONU a lo largo de estas siete décadas, a partir de la Declaración, de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 y del sistema de Convenciones y Comités, ha sido imprescindible para avanzar en la aspiración de extender su reconocimiento y garantía a todos los seres humanos por igual. Comenzando por lo más necesario: la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres (incluyendo, claro, las formas de violencia que sufren por el hecho de serlo), que no por azar fue y sigue siendo el primer objetivo que se propuso la ONU en la tarea de garantía y efectividad de derechos. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, que acordó la Asamblea General en su resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979sigue siendo la herramienta jurídica más importante, probablemente junto al instrumento jurídico del que se dotó por su parte el Consejo de Europa para prevenir y luchar eficazmentecontra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, el Convenio de Estambul, de 11 de mayo de 2011. Queda mucho por hacer, por supuesto. Pero si se mira a la situación en 1948, no es menos evidente cuánto se ha avanzado en esta exigencia imprescindible de civilización que es la igualdad entre hombres y mujeres. 

Ahora bien, una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos. Esa es una razón suficiente para que siga siendo necesario insistir en un mensaje, el del vínculo entre tomar en serio los derechos humanos y hacer lo propio con la democracia. Porque se trata de hacer entender que todos y cada uno de nosotros somos los verdaderos señores de los derechosesto es, que no son concesiones que nos hace un soberano (en una Carta Magna), ni regalos otorgados por los académicos, los políticos, las ONG, los jueces o los funcionarios. Afirmar que los derechos son humanos, significa que son nuestros en el sentido de que todos nosotros por igual somos sus titulares y, por tanto, que todos y cada uno somos responsables de cuidar de ellos, de luchar con los medios que el Derecho pone a nuestro alcance para que esos derechos se mantengan y se fortalezcan. Y me gustaría recordar dos condiciones para que esa lucha sea eficaz.

La primera nos la enseña una y otra vez la historia. Casi siempre, los avances en los derechos se han originado en la razón de un solo individuo (como proponía Thoreau, o como postuló la mencionada Olimpie de Gouges), o de unos pocos, que han expresado con firmeza y con argumentos su disidencia respecto a la opinión o al estado de cosas dominante. Pero si esa voz o voces aisladas no consiguen movilizar a la mayoría, el avance se enquista en conflicto o en debate para élites. Luchar por los derechos exige no tanto exhibir superioridad moral y recrearse en ella, sino más bien ser capaz de saber sumar, lo que quiere decir no sólo movilizar, sino convencer y negociar. Y eso me conduce al otro requisito para una lucha eficaz por los derechos.

Porque la verdadera condición previa, claro, consiste en saberlo y saberlo explicar. Ser conscientes de que los tenemos a nuestro alcance —a nuestro cuidado— y que depende de nosotros el que se vivan como tales. Eso quiere decir que, para luchar eficazmente por los derechos, primero es necesario educar en ellos, un objetivo que debe estar en el centro de cualquier programa político. Una exigencia que debe requerirse, en particular, en la formación de aquello a quienes profesionalmente hemos encomendado las tareas que hacen posible ese reconocimiento y garantía: jueces, fiscales, policía, funcionarios, profesores, profesionales de la comunicación.

Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente

Lo que pretendo recordar, una vez más, es que tomar en serio la obligación de educar en derechos humanos es mucho más que enseñar un conjunto de textos, un catálogo de derechos. Es aprender que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes y tribunales) sólo adquieren sentido si sirven al objetivo de la mejor garantía de la igual libertad de todos. Se trata, insisto, de aprender a vivir los derechos, a servirse de ellos y también a defenderlos como lo que son: algo propio y, a la vez, común a todos. Frente a quienes se recrean en seguir glosando la aguda –y cínica– crítica de Bentham al calificar la noción de derechos humanos como “un sinsentido con zancos” (“natural rigts are… a nonsense upon stilts”, 1831), recordaré el acierto del joven Marx (en sus artículos en la Gaceta Renana entre 1842 y 1843 y en ensayos como la Crítica de la cuestión judía en 1843 o la Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel en 1844), al subrayar el riesgo de que esos derechos proclamados en el 89 no fueran otra cosa que barreras que permitían el espléndido aislamiento de quienes pretenden vivir “a salvo” y por encima del resto de la sociedad. Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual, para todos los seres humanos, no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente.

La gestión migratoria, como test de la democracia (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 24 de octubre de 2021)

El pasado martes 19 de octubre, el Consejo de ministros aprobó el Real Decreto 903/2021, por el que se reforma el Reglamento de la Ley de Extranjería, mediante nueve proposiciones, encaminadas a facilitar la situación de legalidad de los menores inmigrantes tutelados y su inserción laboral. En efecto, esos menores, a los que España, en cumplimiento de las exigencias de la propia legalidad y de la legalidad internacional, debe ofrecer y ofrece un régimen de protección en tanto que menores, se encontraban hasta hoy ante un cúmulo de dificultades cuando cumplían su mayoría de edad. Barreras que convertían en un laberinto el lógico objetivo de hacer efectiva su situación legal y acceder al mercado laboral. Es decir, para poder realizar un proyecto como el que queremos tener cualquiera de nosotros: vivir y trabajar dignamente.

Esta decisión del Gobierno ha sido objeto de diferentes interpretaciones y comentarios. Quiero referrime a algunas de ellas.

Los hay, por ejemplo, que han subrayado, en clave de política partidaria, que la reforma ha sido una victoria del equipo del ministerio que dirige Escrivá, que sostenía este proyecto frente a las reticencias del ministerio del Interior, dirigido por el ex-magistrado Grande Marlaska. Que ha habido tensión dentro del Gobierno y no sólo entre los socios de la coalición, sino entre dos ministerios que corresponden al socio mayoritario, resulta difícilmente discutible. Y no tiene nada de extraño, ni es necesariamente negativo. Es normal en un gobierno plural, con ministros más conservadores, más partidarios del discurso de seguridad y control de fronteras, como el de Interior y otros de perfil técnico y más abierto, más atentos a las oportunidades que el reto migratorio comporta, como el de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones.

En realidad, esa tensión está presente hoy en cualquier gobierno de centroizquierda (no en los de derecha, monotemáticamente consagrados al discurso de orden púbico y a la estigmatización de la migración), porque no hay ninguno que pueda permitirse dejar de abordar un asunto tan complejo como el de la política migratoria, en la que convergen perspectivas y exigencias que muchas veces entran en rumbo de colisión. Y no es el menor de esos dilemas el que enfrenta la garantía efectiva de los derechos de los inmigrantes, de un lado y, de otro, las exigencias de una concepción de soberanía territorial junto a las reglas del mercado laboral entendido en clave, como mucho, socioliberal, tal y como vigila Bruselas. Conjugar ambas perspectivas no es fácil, aunque se tenga clara la prioridad de la garantía de los derechos humanos. De hecho, lo que sucede en el ámbito de la política migratoria y de asilo europea (que es sobre todo la política de los gobiernos europeos que cuentan de verdad) es que esta prioridad se queda muchas veces en papel mojado, ante las imposiciones de quienes de verdad deciden en la Unión. Son los gobiernos alemán, francés, danés, belga y holandés, que tienen claro que el espacio de libertad, seguridad y justicia comunes es un espacio de libre circulación de personas, pero sobre todo de capitales y mercancías, en el que los inmigrantes son sobre todo mano de obra que debe producir beneficio, porque la verdadera prioridad es el imperio de la libre competencia y la maximalización del beneficio. O sea, el libre mercado, amigos, que decía aquel, aunque esté un poco sometido a ciertos límites, conforme al modelo de capitalismo renano.

Ha habido también quienes, desde una perspectiva más técnico-jurídica, han examinado el articulado de esa reforma y han destacado los avances en términos de reconocimiento de derechos, oportunidades laborales y también las dificultades de su puesta en práctica. En lo que a ello se refiere, remito al lector al análisis de una autoridad en Derecho migratorio laboral, al mismo tiempo que un referente por su inequívoco compromiso con los derechos, el profesor Eduardo Rojo. Si a alguien le interesa conocer con detalle los porqués y los cómos de esta reforma, hará bien en asomarse a su blog, en el que —desde hace tiempo— ha examinado los diversos elementos que entran en juego, ha analizado las diferentes versiones de la reforma y acaba de proporcionar argumentos minuciosos y convincentes sobre su justificación técnica y alcance.

A mí me interesa sobre todo situar al lector ante una perspectiva ligeramente diferente. Quiero utilizar esta reforma como test de otra lógica jurídica y política posible y, a mi juicio, deseable. La que debe ayudar a construir un modelo diferente de política migratoria. Un modelo más coherente con la aspiración a una democracia plural, equitativa e incluyente.

Vericuetos de la universalidad y la prosperidad: egoísmo racional y derechos

La necesidad de esta reforma ha sido una convicción que han defendido profesores, investigadores, expertos, militantes de los derechos humanos y ONGs desde hace años y así han tratado —hemos tratado— de argumentarlo, ante la opinión pública y ante los responsables políticos. Muy recientemente, más de 250 organizaciones suscribieron un manifiesto para exigir esta reforma del reglamento. Por eso, al tener noticia de la decisión del Gobierno, han emitido un comunicado en el que resumen las razones por las que valoran muy positivamente este paso.

El equipo del ministro Escrivá, desde su inicio, apostó por esta reforma. Así lo sostenía quien le acompañó como Secretaria de Estado de Inmigración desde el comienzo, Hana Jalloul. El ministro lo hizo oficial de forma muy clara, y también el actual secretario de Estado, Jesús J. Perea, quien ha insistido en numerosas ocasiones en mejorar el sistema público de acogida de menores y en la necesidad de poner al día nuestra normativa en la garantía de los derechos de estos menores. Y ello desde una convicción que está muy lejos del buenismo irresponsable que tanto critica la extrema derecha y también la derecha de nuestro país.

La reforma se basa en un análisis realista de los beneficios que puede proporcionar una inmigración, sí, ordenada, regular, pero también segura, es decir, segura para los inmigrantes en primer lugar. Seguridad que es seguridad jurídica, seguridad en libertades y derechos, tanto como en deberes. Una propuesta que se basa en los sólidos estudios —también demográficos, algo muy importante para el futuro de países como España— que demuestran que una buena regulación de los movimientos y de la presencia estable de los inmigrantes redunda en la riqueza del país que los recibe, riqueza en todos los órdenes. Ese asunto ha sido objeto de estudio por el economista canadiense David Card, que recibió este año el premio Nobel de economía y que demostró en sus estudios sobre la inmigración cubana en Florida lo infundado de los prejuicios y bulos sobre el impacto negativo de la inmigración en el orden laboral y económico. Prosperidad, es un objetivo a nuestro alcance —al alcance de los de aquí, y también de los que llegan aquí— si se gestionan mejor , de otra manera, las migraciones.

En definitiva, es lo que con mucha prudencia y un lenguaje que podríamos calificar incluso de timorato, proponía el Global Compact for Safe, Orderly and Regular Migration adoptado por la Asamblea General de la ONU el 19 de diciembre de 2018, tras los acuerdos de Marrakech. Ese pacto, recordemos, aunque no tiene fuerza normativa, fue rechazado por los EEUU, Australia, Chile o Israel y por Estados miembros de la UE como Austria, Hungría, Polonia, Chequia o la Italia de Salvini. El pacto sólo pretende orientar sobre las buenas prácticas de política migratoria y, lo que es quizá más importante, señalar las prácticas rechazables, que deben ser evitadas. En materia de menores migrantes, el pacto obviamente refuerza “el principio del interés superior del niño en todo momento, como consideración primordial en cualquier situación que afecte a los menores en el contexto de la migración internacional, incluidos los menores no acompañados y separados” y por ejemplo, señala como objetivo “poner fin a la práctica de la detención de menores en el contexto de la migración internacional.” Muy concretamente, el objetivo 15 f (nº 31) afirma la necesidad de “proporcionar una educación inclusiva y equitativa de calidad a los niños y jóvenes migrantes, y facilitar el acceso a oportunidades de aprendizaje durante toda la vida, por ejemplo, aumentando la capacidad de los sistemas educativos y facilitando el acceso sin discriminación al desarrollo de la primera infancia, la enseñanza académica, los programas de educación no académica para los menores que no puedan acceder al sistema académico, la formación profesional y en el empleo, y la formación técnica y lingüística, y fomentando las alianzas con todas las partes interesadas que puedan apoyar esta labor.” Hay que recordar que España es Estado garante del pacto.

Pero no es sólo por coherencia con lo que hemos hecho (y sí, gastado) con esos niños, ni sólo por egoísmo racional, por lo que debemos abrir paso a otra política migratoria que permita —como en el caso de la reforma del reglamento de extranjería— que esos niños inmigrantes se puedan convertir en trabajadores regulares. Y que puedan llegar a ser ciudadanos iguales a los demás, con todos los derechos y obligaciones. Esta es la cuestión de fondo que quería señalar.

Sabemos por experiencia que los derechos de los otros son los nuestros. Que luchar por su reconocimiento es luchar por la universalidad aceptable, que no es la de la imposición hegemónica de nuestro modelo cultural, de nuestros intereses, sino la universalidad del reconocimiento de otro como igual. Porque los derechos de esos otros —las otras, en primer lugar, y también esos otros, los diferentes por opción sexual, lengua, religión o nacionalidad de origen— son nuestros derechos.

Tenemos una oportunidad y debemos saber aprovecharla (evidentemente, teniendo en cuenta siempre los riesgos, las dificultades innegables) para renovar las bases y condiciones de nuestro contrato social. Para ofrecer un contrato social que no relegue a esas personas al estatus de sujetos de segundo orden, casi de semiesclavitud, propia de su condición de vidas desechables, como ha mostrado Butler, como denunció Sayad y como critica Mbembé, al calificar como necropolítica la concepción que está en la base de la política migratoria. Un nuevo contrato social y político que sea atractivo para que, quienes desean llegar a nuestro país por el objetivo de mejorar sus condiciones de vida, tengan también la voluntad de convertirse en ciudadanos de pleno derecho, en españoles como nosotros. Ciudadanos con derecho a participar en el establecimiento y desarrollo de las reglas de juego. A votar y ser votados. Ciudadanos que, desde sus diferencias, contribuyen a construir un país más grande, más rico y, desde luego, mejor, más decente, más libremente igualitario. Ese es el reto. Un reto que exige ser capaces de diseñar instrumentos como el que ofrece esta reforma. Bienvenida sea.